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Vio su rostro en la portada del periódico del domingo, el supuesto periódico dominical de «calidad». Y no sólo su rostro. La foto les mostraba a él y a Burden en la terraza del Olive y Dove, sólo que no se veía mucho a Burden. Burden resultaba irreconocible excepto para aquellos que le conocían bien. Él, en cambio, estaba perfectamente retratado. Sonreía… bueno, mejor dicho, se reía mientras levantaba la jarra de cerveza llena hasta el borde. Para que no hubiera ninguna duda, el epígrafe decía: «Wexford persigue al asesino de Annette», y en letras más pequeñas añadía: «El inspector jefe a cargo de la investigación del asesinato de Kingsmarkham se toma un respiro».
No hubo un momento, reflexionó con amargura, en que hubiese dejado de pensar en el asesinato de Annette Bystock. Pero ¿a quién se lo iba a decir sin parecer que se defendía? No podía hacer otra cosa que simular indiferencia y dar gracias a Dios de que el jefe de Policía compraba The Mail on Sunday.
Las cosas no mejoraron con la llegada de Sylvia, Neil y los chicos. Su hija, sin recordar cuál era el periódico que compraba, le trajo un ejemplar del ofensor con la excusa de que él «quema verlo». Fueron inútiles todos los argumentos de su madre y del marido para convencerla de que insinuaba una crítica. Para ella era «bonita», la mejor foto que había visto de su padre en años. ¿Los del periódico le dañan una copia, si ella la pedía?
Sylvia llevó la voz cantante durante la comida. Se estaba convirtiendo a pasos acelerados en una experta en los beneficios dispuestos por el gobierno para los ciudadanos desocupados y sus familias. Wexford y Dora soportaron una conferencia sobre el subsidio de paro y quién tenía derecho a percibirlo, las diferencias entre el subsidio y el salario social, y las amenidades de algo llamado el «Club del empleo» en el que insistía en hacer ingresar a Neil.
– Tienen todos los periódicos más importantes y te permiten usar gratis los teléfonos, algo que hay que tener muy en cuenta. Además te dan sobres y sellos.
– Parece el paraíso -comentó su padre, con tono agrio-. Alguien me invitó a comer una vez en el Garrick y allí no había sellos gratis.
– Si llevas desempleado más de tres meses -continuó Sylvia, sin hacerle caso-, puedes entrar en un curso de reciclaje. Un RPT quizá sea el más conveniente…
– ¿Un qué?
– Reciclaje para el trabajo. Creo que iré a uno de informática. Robin, sé bueno, y tráeme los folletos del bolso.
– Nitcho vo -dijo Robin.
Wexford, que no se veía con fuerzas de soportar la lectura de aquellos folletos aburridísimos, se inventó una excusa para irse a la sala. Casi todas las cadenas ofrecían programas deportivos pero se negó a mirar el canal de noticias ante la duda de que, por uno de esos misterios, se encontrara viendo su propio rostro en la pantalla. Era pura paranoia pero era incapaz de controlarla. Incluso pensó si no se trataría de una revancha de los periodistas por lo que había dicho anoche referente a que la prensa fomentaba el miedo del público ante la violencia ciudadana.
Todavía se sentía molesto, aunque no tanto, cuando llegó a su despacho a primera hora de la mañana. Los informes del equipo estaban sobre su escritorio y nadie pensaba hacer ningún comentario sobre la foto. Burden la había visto. Él no leía ese periódico pero sí lo hacía Jenny.
– Es curioso cómo te habitúas -comentó Wexford-. Me refiero a cómo el paso del tiempo alivia las cosas. Hoy no me siento tan mal como ayer, y mañana me sentiré mejor que hoy. Si pudiésemos guiamos por esto y no descubrirlo cada vez, si fuésemos conscientes en el momento de que dentro de un par de días nos importará mucho menos, la vida sería mucho más fácil, ¿no cree?
– Ummm. Uno es lo que es y no hay más. No podemos cambiar nuestra naturaleza.
– Que filosofía tan deprimente -Wexford comenzó a hojear los informes-. Jane Winster, la prima, identificó el cadáver. No es que hubiera muchas dudas. Hoy o quizá mañana por la mañana sabremos algo del viejo Tremlett. Vine entrevistó a la señora Winster en su casa en Pomfret, pero no se enteró de gran cosa. No se trataban mucho. Hasta donde sabemos, Annette no tenía amigos y, aunque resulte curioso, tampoco ninguna amiga íntima. Suena como una vida muy solitaria. Ingrid Pamber es la única persona con la que mantenía una cierta relación de amistad.
– Sí, pero ¿qué puede saber la Winster? No veía a Annette desde abril. Esto sería comprensible si viviera en Escocia, pero vive en Pomfret y eso está a cinco kilómetros. No se debían llevar nada bien.
– La señora Winster dijo, y cito sus palabras textuales: «Tengo que pensar en mi propia familia». Se hablaban por teléfono. Annette siempre pasaba con ellos la Navidad y también asistió a la fiesta de los veinte años del matrimonio. No obstante, como usted dice, es una relación un poco distante. -Pasó unas cuantas páginas, haciendo una pausa de vez en cuando para releer algún párrafo-. También visitó a la señora Harris, ¿la recuerda? Edwina Harris, la mujer de la planta alta. No oyó nada aquella noche, pero admite que ella y el marido tienen un sueño muy profundo. Insiste en que nunca vio a ningún amigo visitar a Annette o que Annette entrara o saliera del edificio en compañía de alguien.
– Tampoco los supervisores de la oficina de la Seguridad Social -añadió Wexford-, me refiero a Niall Clarke y Valerie Parker, saben nada de la vida privada de Annette. En cuanto a Peter Stanton, el otro consejero de nuevas solicitudes, el que se parece a Sean Connery de joven, se mostró muy abierto con Pemberton, le dijo que salió un par de veces con Annette. Entonces Cyril Leyton le advirtió que no lo hiciera. No quería «relaciones íntimas» entre el personal.
– ¿Y Stanton le hizo caso?
– No pareció molestarle. Le dijo a Pemberton que no tenían mucho en común, aunque no sé qué significa. Hayley Gordon, la auxiliar jovencita, la rubia, apenas conocía a Annette, sólo lleva un mes en la oficina. Karen entrevistó a Osman Messaoud y a Wendy Stowlap. Messaoud se mostró muy nervioso. Nació y se crió en este país pero le inquietan las mujeres. Le dijo a Karen que no quería ser entrevistado por una mujer, quería, y cito textualmente una vez más, «un agente» y añadió que si Karen le preguntaba sobre una mujer, refiriéndose a Annette, su esposa sospecharía. Sin embargo, no sabe nada de la vida de Annette fuera del trabajo.
– Aparte de Ingrid Pamber, Wendy Stowlap es la única entre el personal que visitó el apartamento de Annette. Vive más o menos cerca, en Queens Gardens. Fue un domingo. Necesitaba alguien como testigo para un documento -no aclaró qué clase de documento-, algo de lo que no quería que se enteraran sus vecinos, así que se lo llevó a Annette. Annette miraba un vídeo y le comentó a Wendy que acababa de comprarse un aparato de vídeo último modelo, de esos que marcas un código. Esto fue hace cosa de unos seis o siete meses. Todo este circunloquio sólo demuestra que tenía un vídeo. Ahora veamos qué dice Barry sobre Ingrid Pamber…
En aquel momento el sargento detective Vine entró en el despacho. No era bajo pero lo parecía al lado de Wexford; Burden también era más alto. Llamaba la atención que tuviera el pelo rojo y el bigote negro. Wexford pensaba que él en su lugar se habría afeitado el bigote. Pero Vine -aunque nunca lo había comentado- parecía disfrutar con el efecto bicolor, en la creencia de que le daba distinción. Era un hombre inteligente, agudo y astuto, dotado de una memoria prodigiosa que atiborraba con toda clase de información, útil y de cualquier otra clase.
– ¿Ha leído mi informe, señor?
– En eso estoy, Barry. La tal Ingrid era la única amiga de Annette, ¿no es así?
– Había alguien más. ¿Qué me dice del hombre casado?
– ¿Qué hombre casado? Ah… un momento. ¿Ingrid Pamber le dijo que Annette le confesó que tenía un asunto con un hombre casado desde hacía nueve años?
– Así es.
– ¿Por qué no me lo dijo el viernes?
Vine se sentó en el borde del escritorio de su jefe.
– Dijo que se pasó toda la noche sin dormir, preguntándose si había hecho bien. Le había jurado a Annette que nunca se lo diría a nadie.
El hombre que llamó a la oficina de la Seguridad Social, pensó Wexford, el hombre que según Ingrid era un vecino.
– Está bien, me lo imagino. Evítenos los detalles de escolar arrepentida, ¿quiere?
– Le solté la historia de siempre, señor -continuó Vine, con una sonrisa-. Annette estaba muerta, las promesas a un muerto no eran válidas, ¿no quería ayudamos a encontrar al asesino? Me dijo algunas cosas y entonces salió con que se lo diría a usted. Me refiero a que sólo se lo dirá a usted.
– ¿De veras? ¿Qué tengo que no tenga usted, Barry? Debe ser la edad. -Wexford disimuló la ligera vergüenza que sentía haciendo ver que leía el informe-. Debemos complacerla, ¿no creen?
– Supuse que diría eso, así que le pregunté si estaña en la oficina de la Seguridad Social. Me contestó que no. Hoy comienza sus dos semanas de vacaciones y no tiene dinero para irse de viaje con el novio. Estará en casa.
Burden apartó la cinta amarilla de la escena del crimen, abrió la puerta del apartamento y entró. Comenzó por la sala de estar y fue de habitación en habitación, estudiando cuidadosamente cada objeto, mirando a través de la ventana las hojas marrón rojizo, el camino de cemento, la pared de ladrillos rojos de la casa vecina. Cogió los pocos libros de la librería y los sacudió con las páginas abiertas por si acaso hubiera algún papel entre ellas, pero sin ningún propósito definido. En la sala de estar revisó la música que Annette Bystock guardaba en el estante de la librería, los discos compactos para el reproductor desaparecido, los casetes para el reproductor de casetes que también era una radio.
Sus preferencias eran los clásicos populares y el country. Eine Kleine Nachtmusik, la Misa en Re Menor de Bach -Burden sabía que estaban entre los superventas de música clásica-, fragmentos de Porgy and Bess, la versión íntegra de Carmen Jones, la Novena Sinfonía de Beethoven, el álbum Unforgettable de Natalie Cole, Michelle Wright, K. D. Lang, Patsy Cline… Ahora que no estaba Wexford para reprochárselo, Burden se fijó enseguida en que Natalie Cole era negra y que Porgy and Bess y Carmen Jones eran óperas sobre gente negra. ¿Era importante?
Intentaba buscar puntos de contacto entre Annette y Melanie Akande. No había ningún escritorio en el apartamento. El tocador junto a la ventana del dormitorio servía como escritorio. Allí habían encontrado el pasaporte. Burden revisó los otros papeles que había en el cajón. Estaban guardados en una carpeta de plástico transparente: los certificados escolares de Annette, el diploma de estudios empresariales en el politécnico de Myringham. Allí también había estudiado Melanie Akande, aunque ahora le llamaban universidad de Myringham. Burden miró la fecha: 1976. Melanie tenía tres años en 1976. No obstante, quizá hubiera una relación.
Edwina Harris les había dicho que pensaba que Annette había estado casada. No había ningún certificado matrimonial en el cajón de arriba. Burden miró en el de abajo y encontró un acta de divorcio, que anulaba el matrimonio de Annette Rosemary Colegate, de soltera Bystock, y Stephen Henry Colegate. La fecha del divorcio era el 29 de junio de 1985.
Ninguna carta. Había esperado encontrar cartas. Un sobre marrón, tamaño folio, contenía la foto de un hombre de frente despejada y pelo castaño rizado. Debajo estaban los manuales del usuario de un vídeo Panasonic y un reproductor de discos compactos Akai. El cajón del medio contenía ropa interior. Él ya había mirado las prendas guardadas en el armario cuando registraron el viernes. Eran prendas vulgares, discretas, la clase de ropa que compra una mujer que no dispone de mucho dinero y debe anteponer el abrigo y la comodidad a la moda. En consecuencia, la ropa interior le sorprendió.
No era lo que Burden hubiese llamado indecente. No había sostenes con agujeros, ni bragas con agujeros. Pero toda la lencería, si no recordaba mal se llamaba así, era negra o roja y la mayoría transparente. Había dos ligueros, uno negro, otro rojo, un sostén negro común, otro con refuerzos, y un tercero sin tirantes; una cosa que él llamaba corselete pero que Jenny denominaba bustier de satén rojo y encaje, varios pares de medias negras, sencillas, de malla y de encaje, bragas negras y rojas del tamaño de un bikini y un body de encaje negro.
¿Había usado esto debajo de los téjanos y los suéteres, debajo de aquella gabardina beige?
En vez de aclarar, como habían anunciado los meteorólogos, la niebla veraniega dio paso a la lluvia. Comenzó a caer una llovizna gris y bajó la temperatura. Vine, que conducía el coche, comentó por qué la lluvia siempre era fría en Inglaterra mientras que en otras partes del mundo era cálida y por qué, a su juicio algo más importante, no volvía a hacer sol cuando dejaba de llover como pasaba en el extranjero.
– Tendrá que ver con el hecho de que sea una isla -replicó Wexford, sin hacerle mucho caso.
– Malta también es una isla. El año pasado estuve allí de vacaciones. Llovió, pero después salió el sol y al cabo de cinco minutos estábamos secos ¿Vio su foto en el periódico de ayer?
– Sí.
– La recorté para mostrársela pero me parece que la perdí.
– Mejor.
Vine no dijo nada más. Continuaron en silencio el viaje a Glebe Lane, donde vivía Ingrid Palmer con su novio, Jeremy Lang, en un piso de dos habitaciones encima de dos garajes. Vine opinó que siendo su primer día de vacaciones y dado que sólo eran las diez menos diez de la mañana, ella estaría en la cama.
El vecindario era una de las zonas de Kingsmarkham carente de todo encanto. Lo único que se podía decir a su favor era que más allá de lo desvencijado, los solares y los edificios de los okupas, se elevaban las colinas verdes, coronadas con bosques y detrás de ellas la extensión de la llanura. El barrio tenía un cierto aire industrial o comercial, muchas casas pequeñas habían sido transformadas en locales donde funcionaban pequeñas fábricas y talleres. Los jardines los habían convertido en patios llenos de coches usados, chatarra, bidones o piezas metálicas inidentificables. Uno de los garajes tenía la puerta negra y el otro verde. A un costado, por un estrecho pasaje entre alambradas, se llegaba a la puerta del apartamento. No había ninguna protección contra la lluvia. Vine tocó el timbre.
Después de un buen rato, durante el cual se oyeron portazos y ruido en la planta alta, sonaron unos pasos apresurados en las escaleras. Un joven con el pelo negro revuelto y vestido sólo con las gafas de montura negra y una toalla alrededor de la cintura abrió la puerta.
– Ah, lo lamento -se disculpó al verles-. Pensaba que era el cartero. Espero un paquete.
– Policía -dijo Wexford que casi nunca era tan brusco-. Queremos ver a la señorita Pamber.
– Sí, desde luego. Suban.
Era un hombre pequeño, no medía más de un metro sesenta y cinco de estatura, y de huesos delgados. Sin duda la muchacha, tal cual había anticipado Vine, seguía acostada. Cerró la puerta en cuanto entraron con toda confianza.
– ¿Es usted el señor Lang?
– Así es, aunque todos me llaman Jerry.
– ¿Señor Lang, tiene la costumbre de permitir la entrada de extraños en su casa sin hacer preguntas?
Jeremy Lang miró a Wexford y movió la oreja derecha hacia él como si le hubiese dicho algo en un tono inaudible o en un idioma extranjero.
– Dijo que son policías.
Wexford y Vine no le respondieron. Cada uno sacó su placa y la sostuvo ante los ojos de Lang, que asintió sonriente. Comenzó a subir las escaleras al tiempo que con un ademán les invitaba a seguirle. De pronto gritó a voz en cuello:
– ¡Eh, Ing, levántate, es la poli!
La planta alta les deparó una sorpresa. Wexford no sabía muy bien qué se había imaginado pero no, desde luego, esta habitación limpia y bien amueblada con un gran sofá amarillo, cojines amarillos y azules sobre una alfombra tejida de colores vivos, las paredes cubiertas con telas, carteles, y una enorme colcha desvaída. Era obvio que todo provenía de las casas paternas o se había comprado en los mercadillos, pero creaba un ambiente armonioso y cómodo. Un pesebre de madera amarillo lleno de plantas ocupaba el espacio entre las ventanas.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Ingrid Pamber. Aún no se había vestido pero no iba desaliñada, ni mostraba la somnolencia típica de quien se acaba de levantar. Vestía un camisón o bata blanca bordada que le llegaba a las rodillas. Llevaba descalzos los pies pequeños y bien formados. El pelo negro brillante, que Wexford había visto sujeto con una hebilla cuando habló con ella el viernes por la tarde, lo llevaba ahora recogido con una cinta de terciopelo rojo. Sin maquillaje su rostro era todavía más hermoso, la piel resplandeciente, el azul de los ojos impactante.
– Ay, hola, es usted -le dijo a Wexford, como si estuviese encantada de verle. Saludó a Vine con una sonrisa amistosa-. ¿Quieren un café? Si se lo pido con muchos halagos estoy segura de que Jerry nos preparará un café.
– Halágame -replicó Lang.
Ella le dio un beso. A Wexford le pareció un beso muy sensual a pesar de dárselo en la mejilla y con los labios cerrados. Después la muchacha se apartó un par de centímetros y susurró:
– Prepara el café, amor mío, por favor, por favor. Quiero un desayuno enorme, dos huevos con beicon y salchichas si quedan y, sí, patatas fritas. ¿Me lo prepararás, cariño? Por favor, por favor, ¿sí?
Vine carraspeó, no por vergüenza sino molesto. Ingrid se sentó en un cojín y les miró. No cabía ninguna duda, pensó Wexford, que se sentía muchísimo más segura en su casa y controlando la situación.
– Le conté a él una parte -dijo la joven-, pero me reservé lo mejor para usted. Es una historia sorprendente.
– Está bien -contestó Wexford, y a la manera de Cocteau a Diaghilev añadió-: Sorpréndame.
– Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a Jerry. Creo que las personas deben mantener sus promesas.
– Desde luego -asintió Wexford-. Pero no más allá de la tumba.
– Sí, pero si se le hace una promesa a alguien y después esa persona fallece no sería correcto romper el juramento y decírselo a los hijos, ¿no cree? -replicó la joven que evidentemente disfrutaba con esta clase de conversación-. No, si afecta a los hijos. Me refiero a que puede ser algo relacionado con ellos y arruinarles la vida.
– No entremos en cuestiones filosóficas, señorita Pamber. Annette Bystock no tenía hijos. No tenía ningún familiar excepto una prima. Quiero saber qué le dijo sobre el romance que mantenía.
– Quizás él resulte perjudicado, ¿no?
– ¿Quién?
– Bruce. El hombre. El hombre que le mencioné al agente. -Señaló a Vine con el índice.
– Usted dígamelo. Ya me preocuparé yo de las consecuencias.
Jeremy Lang apareció con tres tazas de café y un plato, como un camarero en uno de esos restaurantes donde muestran a los clientes las viandas ante de prepararlas, dos huevos, dos lonchas de beicon, tres salchichas y una patata.
– Muchas gracias. -Ingrid le miró a los ojos y repelió: -Muchas gracias, muchas gracias, encantador. -Sus palabras tenían un significado especial o secreto para la pareja porque el joven puso los ojos en blanco mientras Ingrid soltaba una carcajada. Wexford carraspeó. Era capaz de infundir una nota de profundo reproche en sus carraspeos-. Ay, lo siento -exclamó la joven y dejó de reír-. Debo portarme bien. No debo reír. En realidad, siento mucho la muerte de la pobre Annette.
– ¿Desde cuándo la conocía, señorita Pamber? -preguntó Vine.
– Desde que comencé a trabajar en la Seguridad Social hace tres años. Ya se lo dije. Antes trabajaba de maestra, pero no era muy buena. No me llevaba bien con los niños y ellos me odiaban.
– Eso no me lo dijo -protestó Vine.
– No venía al caso, ¿o sí? Tenía un apartamento cerca de la casa de Annette. Fue antes de conocer a Jerry. -Dirigió a Lang una mirada cariñosa y frunció los labios como quien da un beso-. Volvíamos a casa juntas después del trabajo, y algunas veces íbamos a comer a algún restaurante. Cuando no teníamos ganas de cocinar o de comprar platos preparados. Fui a su casa un par de veces pero ella venía a la mía con frecuencia y eso que yo sólo tenía una habitación. Creo que no le gustaba que la gente fuera a su casa.
»Entonces… verá, conocía alguien y comenzamos. -Una mirada contrita a Jeremy, que se la devolvió frunciendo el entrecejo con mucha pantomima-. Comenzamos a salir. No vivía con él ni nada -añadió, sin precisar que significaba el “nada”-. Quizá fue eso lo que impulsó a Annette a contármelo. O quizá fue que mientras yo estaba allí sonó el teléfono y era él. Entonces me hizo prometer que no le revelaría a nadie lo que iba a decirme.
»Estaba muy nerviosa antes de que sonara el teléfono. Supongo que él le había prometido llamar a las siete y eran casi las ocho. Cogió el teléfono como si fuera un asunto de vida o muerte. Después me dijo: “¿Sabes guardar un secreto?” y le contesté que sí y ella añadió: “Verás, yo también tengo a alguien. Ese era él”, y entonces lo soltó todo.
– ¿El nombre, señorita Pamber?
– Bruce. Se llama Bruce. No sé el apellido.
– ¿Éste era el hombre que cree que llamó a la oficina después de la llamada de la señorita Bystock para avisar que estaba enferma?
La muchacha asintió, sin preocuparse de aquella primera mentira.
– ¿Sabe dónde vive? -preguntó Vine.
– Un día mi amigo y yo fuimos a Pomfret y llevamos a Annette con nosotros. Iba a ver a su prima. Creo que fue la víspera de Navidad. Annette iba en el asiento trasero y cuando -pasamos por delante de aquella casa me golpeó en el hombro y dijo: «Mira allá, la casa con la ventana en el techo, allí vive ya sabes quién». Lo dijo tal cual: «ya sabes quién».
»No sé el número. Se la puedo enseñar. -Las muecas de Jeremy no pasaron desapercibidas para Wexford. Por su parte, Ingrid suspiró complacida-. Se la describiré. No es necesario que hagas morisquetas, cariño. Ve a la cocina y prepárame el desayuno.
– ¿Qué hizo con la llave del apartamento de la señorita Bystock -le preguntó Wexford-, cuando se marchó el jueves?
Ella contestó sin vacilar, casi en el acto.
Wexford le contó a Burden las declaraciones de Ingrid Pamber mientras esperaban en el coche aparcado delante del 101 Harrow Avenue, un caserón Victoriano de tres pisos al que le habían añadido un cuarto con una buhardilla en el techo de dos aguas. Ya habían estado en la casa pero no encontraron a nadie. Era el lugar más opuesto al barrio en el que vivía Annette, que se podía encontrar sin salir de Kingsmarkham. Por el padrón electoral sabían que los ocupantes eran Snow, Carolyn E., Snow, Bruce J., y Snow, Melissa E. Esposa, marido e hija mayor, dedujo Wexford. El padrón, donde sólo aparecían aquellos con derecho a voto, no aportaba ningún dato de más hijos.
– Llevaba nueve años liada con el tipo -dijo Wexford-. Al menos es lo que le contó a Ingrid Pamber, y no se me ocurre ningún motivo para que incluso una mentirosa como ella mintiera en este caso. Era una de esas situaciones en las que el hombre casado le dice a la amante que abandonará a la esposa en cuanto los hijos se hagan mayores. Hace nueve años el hijo menor de Bruce Snow tenía cinco, así que si es tan cínico como yo pienso, puede opinar que se había buscado un buen chollo.
– Así es -respondió Burden, de todo corazón.
– Espere, que todavía hay más. Tenían que encontrarse en alguna parte pero él nunca la llevó a un hotel. Dijo que no podía pagarlo. Después de aquel paseo por delante de la casa en el coche del amigo, Ingrid le preguntó a Annette qué le había regalado Bruce para Navidad y ella contestó nada, él nunca le daba nada, nunca había recibido un regalo de su parte. Necesitaba todo lo que ganaba para la familia. Según Ingrid, Annette no estaba resentida, jamás le criticaba. Le comprendía.
– ¿Supongo que después de aquella primera confidencia hubo más?
– Ah, sí. Una vez que empezó no hubo manera de detenerla. Bruce esto y Bruce lo otro y siempre Bruce cada vez que ella e Ingrid estaban a solas. Me imagino que fue un alivio para la pobre mujer tener alguien con quien hablar. -Wexford echó otra ojeada a la casa, a los signos de prosperidad, el cuarto piso, la pintura nueva, la antena parabólica en una de las ventanas-. Snow nunca la llevó a un hotel y desde luego no podían ir a su casa. Ella tenía su apartamento pero él se negaba a ir allí. Al parecer, una amiga o un pariente de la esposa vivía al otro lado de calle. La solución: él la llamaba para que fuera a su oficina después del trabajo.
– Es una broma -exclamó Burden.
– No a menos que sea un invento de Ingrid Pamber y dudo que tenga la imaginación suficiente. Snow nunca le escribió, razón por la cual no encontramos cartas. No le dio nada, ni siquiera una foto suya. La llamaba por teléfono, a una hora determinada, «cuando podía». Pero ella le amaba, y por eso no había pegas, él se comportaba de una manera razonable, prudente. Después de todo sólo había que esperar a que los hijos fueran mayores.
Burden utilizó la expresión favorita de su hijo menor:
– ¡Puaj!
– Yo no podría expresarlo mejor. Cuando él quería verla, o digamos cuando él quería mojarla… -Wexford no hizo caso de la expresión dolida de Burden-, le pedía que fuera a su oficina. Es contable en Hawkins y Steele.
– Están en York Street, ¿verdad?
– En una de aquellas casas muy viejas que sobresalen sobre la calle. La parte de atrás da a Kiln Lane, uno de los callejones que desembocan en la calle Mayor al otro lado de San Pedro. Nunca hay nadie por allí después del cierre de los comercios y Kiln Lane es sólo un callejón entre muros muy altos. Annette se metía por allí y él le hacía entrar por la puerta trasera. Lo mejor de todo -o lo peor, depende de cómo se mire- es que él le explicó este arreglo diciendo que si la esposa llamaba a la oficina atendería la llamada y ella sabría que trabajaba hasta tarde.
Las luces comenzaron a encenderse en las casas pero el 101 siguió a oscuras. Wexford y Burden salieron del coche y se acercaron a la verja. Estaba abierta la puerta lateral y entraron al jardín trasero, una zona de césped y arbustos que acababa en un bosquecillo cada vez más oscuro a medida que caía el crepúsculo.
– ¿Hizo eso durante nueve años? -preguntó Burden-. ¿Como una prostituta?
– Una prostituta espera una cama, Mike, y una copa de algo estimulante. Las prostitutas, según me han dicho, esperan encontrar un baño. Y desde luego que les paguen.
– Esto explica la ropa interior. -Burden describió lo que había encontrado en el apartamento de Ladyhall Court-. Siempre estaba preparada. Me pregunto qué pensara este tipo ahora.
– ¿Cree que es el tipo de la foto? Lo que me preocupa es que esté de vacaciones.
– Seguro que no, Reg. No, si el hijo menor tiene catorce años. Esperará a que acabe el curso y todavía quedan dos semanas de clase.
– Tenemos que verle y pronto.
– ¿Por qué dice que Ingrid es una mentirosa?
– Me dijo que dejó la llave que le dio Annette en el piso cuando se marchó el jueves. Si lo hizo, ¿dónde está?
– Estaba en el velador -contestó Burden en el acto.
– No, no estaba, Mike. No a menos que mintiera cuando dijo el miércoles que había dos llaves. Una de estas declaraciones es mentira.