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Sólo habían encontrado dos grupos de huellas digitales en el apartamento de Annette Bystock. La mayoría pertenecían a la propia Annette, y el otro grupo de huellas de mujer, en la caja del supermercado, la puerta de la cocina, la puerta de entrada y la mesa del vestíbulo, eran de Ingrid Pamber. No había más huellas en toda la casa. Al parecer, el hogar de Annette no había sido sólo su castillo, había sido la celda donde había pasado su confinamiento solitario.
El ladrón del equipo electrónico había usado guantes. El asesino había usado guantes. Bruce Snow nunca había pisado o tocado el interior del hogar de la mujer que había sido su amante durante casi una década. Ningún amigo, aparte de Ingrid, había estado allí. Todo indicaba, pensó Wexford, que Annette había evitado invitar a nadie. Los visitantes hubiesen podido escuchar una de sus conversaciones con Snow, hubiesen podido traicionarla, o lo que era más importante desde su punto de vista, hubiesen podido con alguna indiscreción destruir el engaño montado por Snow. Así que, en aras del amor, había llevado esta vida solitaria. Era una historia muy triste.
Sólo había confiado en la discreción de una amiga. Y si se podía creer a Ingrid no se había equivocado al convertirla en depositaría de su secreto, porque Ingrid no se lo había dicho a nadie hasta después de la muerte de Annette. A la vista de que el asesinato se había cometido unos siete meses después de hacerle la primera confidencia a Ingrid, parecía poco probable que fuera consecuencia de divulgar su secreto o de divulgar más detalles.
Wexford suspiró. Annette había muerto unas treinta y seis horas antes de que Burden encontrara el cadáver el viernes por la mañana. Aproximadamente entre las diez de la noche del miércoles y la una de la mañana del jueves. Cuando Ingrid Pamber entró en el apartamento a las cinco y media de la tarde del jueves, Annette llevaba muerta todo el día y parte de la noche. La habían estrangulado con un cable, en este caso un cordón eléctrico. Ya lo sabía y como siempre los detalles médicos le resultaban incomprensibles. Tremlett opinaba que el asesino podía ser una mujer fuerte. Hasta su muerte, Annette había sido una mujer sana sin señales visibles, sin una sola cicatriz en el cuerpo, ninguna peculiaridad ni deformidades menores. Tenía el peso normal para su estatura. No sufría de ninguna enfermedad.
El apartamento estaba limpio pero así y todo habían recogido una abundante cantidad de pelos y fibras en la cama, los veladores y el suelo. Que útil hubiese sido, pensó Wexford por enésima vez, si uno de los agentes hubiese recogido una colilla cerca del cadáver, como ocurría en las historias de detectives. O si sujeto en la mano inmóvil de la pobre Annette hubiesen encontrado un botón arrancado de la chaqueta del asesino, con el correspondiente trozo de tela. Nunca encontraba estas pistas. Aunque también era verdad que nadie iba a ninguna parte sin dejar atrás un rastro de sí mismo y llevándose con él algún vestigio del lugar donde había estado. Pero esto sólo era útil si tenías una pista de quién era y dónde había estado.
Se marchaba hacia los estudios de la televisión local para pedir la ayuda del público cuando sonó el teléfono. El operador de la centralita le comunicó que le llamaba el jefe de policía desde su casa en Stowerton.
Freeborn, un tipo duro, siempre iba al grano.
– No quiero ver fotos suyas de parranda.
– No, señor. Fue algo desafortunado.
– Fue más que eso, fue una auténtica desgracia. Y para colmo en un buen periódico.
– No pienso que hubiese quedado mejor en un tabloide -replicó Wexford.
– Entonces esa es otra entre las muchas cosas en las que tendría que pensar y no piensa. -Freeborn se lanzó a un extenso monólogo sobre la necesidad de atrapar cuanto antes al asesino de Annette, el aumento de la criminalidad y de cómo este lugar encantador, tranquilo y seguro en el que vivían se estaba convirtiendo rápidamente en un lugar tan peligroso como cualquier barrio londinense-. Y cuando aparezca en la tele intente no tener una copa en la mano.
Le concedieron dos minutos que, cómo ya sabía, se convertirían en treinta segundos. Sin embargo, era mejor que nada. Su llamada atraería a un público ansioso por revelar sus fantasiosos avistamientos de un asesino en la vecindad de Ladyhall Road, confesiones del crimen, declaraciones de videntes, afirmaciones de haber estado en la escuela con Annette, en la facultad, haber sido su amante, su madre, su hermana, haberla visto en Inverness, en Carlisle o en Budapest después de su muerte y, quizás, una pista auténtica y valiosa.
Se acostó tarde. Pero se levantó temprano en el momento en que llegaba el correo. Dora bajó en camisón para prepararle el desayuno, un gesto cariñoso pero innecesario dado que él sólo tomaba un bol de cereales y un trozo de pan.
– Una sola carta y es para los dos. Ábrela.
Dora abrió el sobre y sacó una tarjeta en papel de barba.
– Vaya, Reg, ella se ha encaprichado contigo.
– ¿Quién se ha encaprichado conmigo? ¿De qué hablas? -Por curioso que le resultara pensó en el acto en la bonita Ingrid Pamber.
– Sylvia dice que las invitaciones a esta fiesta son como oro en paño. Le encantaría ir.
– Déjame ver. -¡Vaya tonto! ¿Cómo a su edad podía imaginarse estas cosas? Leyó en voz alta el texto de la tarjeta:
Wael y Anouk Khoori tienen el placer de invitar al señor Reginald Wexford y a su distinguida esposa al garden party que se celebrará en su casa, Mynford New Hall, Mynford, Sussex, el sábado, 17 de julio, a las 3 de la tarde.
Había una nota al pie:
En ayuda de la Fundación para la Lucha contra el Cáncer Infantil.
– Llega un poco tarde, ¿no crees? Hoy es trece.
– No, bueno, a eso me refería. Es obvio que no estábamos en la lista de invitados. Pero el sábado por la noche la deslumbraste.
– Seguro que Freeborn está en la lista -dijo Wexford, en un tono lúgubre-. Esperarán que todo el mundo suelte cómo mínimo diez libras, lo que es tener mucha cara si consideras que Khoori es millonario. Con el dinero que tiene puede sostener la fundación sin necesidad de apelar a la colecta pública En cualquier caso, no tiene importancia porque no iremos.
– Me gustaría ir -afirmó Dora mientras su marido se marchaba. Le gritó-: Digo que me gustaría ir, Reg.
No tuvo respuesta. La puerta principal se cerró con discreción.
La encuesta judicial por el asesinato de Annette Bystock se inició a las diez de la mañana y se postergó hasta la presentación de nuevas pruebas a las diez y diez. Jane Winster, la prima de Annette, no asistió a la misma pero esperaba a Wexford cuando él regresó a la comisaría. Alguien -algún estúpido, pensó- la había llevado a uno de los lúgubres cuartos de interrogatorios donde la mujer esperaba sentada en una silla metálica delante de una mesa de madera, con una expresión de extrañeza y un poco asustada.
– ¿Tiene alguna cosa que decirme, señora Winster?
La mujer asintió mientras miraba las paredes de ladrillo pintadas de color crema y la ventana sin cortinas.
– Acompáñeme a mi despacho -añadió Wexford.
A alguien se le iba a caer el pelo por esto. ¿Por quién habían tomado a esta pobre mujer mayor con la gabardina abotonada hasta el cuello y un pañuelo mojado en la cabeza? ¿Por una carterista? ¿Por una mechera? Tenía el aspecto de una camarera de colegio a la que le hubiera venido muy bien una buena ración de lo que servía. Su rostro era delgado, las manos huesudas y agrietadas, de una vejez prematura.
Wexford supuso que la mujer se quejaría por el tratamiento recibido en cuanto se instalaron en la relativa comodidad de su despacho, alfombrado y con sillas que casi eran sillones, pero ella mantuvo la misma expresión desconfiada. Quizá por llevar una vida tan protegida y circunspecta todos los lugares nuevos la asustaban. La invitó a sentarse y le repitió la pregunta formulada en la planta baja. La mujer le contestó después de sentarse en el borde de la silla, con las rodillas juntas.
– Me olvidé de decirle una cosa al policía que vino. Verá… yo…
La brusquedad de Vine la intimidó, pensó Wexford.
– No tiene importancia, señora Winster. Lo importante es que ahora lo recuerda.
– Sabe, fue toda una sorpresa. Verá, no estábamos…, bueno, no estábamos muy unidas, quiero decir Annette y yo, pero era mi prima, la hija de mi tía.
– Sí.
– Y tener que ir a aquel lugar y verla…, ya sabe, muerta, fue una sorpresa. Nunca había hecho nada parecido y yo…
Una mujer que dejaba las frases sin acabar debido a las dudas y quizá por la posibilidad de que alguien pudiera tomarla en serio. Comprendió que era una disculpa. Se disculpaba por tener emociones.
– Le dije que hablábamos por teléfono. Me refiero a que le dije que hablábamos por teléfono pero él estaba más…, bueno, él estaba más interesado en saber cuándo le había visto por última vez. No la veía desde que vino a nuestro aniversario de bodas, y eso fue en abril, el tres de abril.
– ¿Pero se hablaron por teléfono?
La mujer necesitaba que la ayudaran y Vine no era el hombre más indicado para darle apoyo. Ella le miró implorante.
– Me llamó el martes antes…, el martes pasado. Quiero decir…
El día que Melanie Akande habló con Annette.
– ¿Fue por la tarde, señora Winster?
– Sí, por la tarde, alrededor de las siete. Yo estaba sirviendo la cena. A él… verá, a él no le gusta esperar. Me sorprendió la llamada pero entonces dijo que no se sentía muy bien, que se acostaría temprano… -La señora Winster vaciló-. Mi marido…, bueno, mi marido me hacía señas, así que dejé el teléfono y él me dijo, sé que le parecerá horrible…
– Por favor continúe, señora Winster.
– Mi marido, no es que no le gustara Annette, pero es que no le interesan las personas ajenas. Nuestra propia familia es suficiente, es lo que dice siempre. Desde luego, Annette era en cierto sentido parte de la familia pero él siempre dice que los primos no cuentan. Me dijo, me refiero a cuando Annette estaba al teléfono, él dijo, no te metas. Si está enferma querrá que le hagas las compras y todas esas cosas. Bueno, supongo que sí, porque ese era el motivo de la llamada, y me sentó muy mal decirle que estaba ocupada, que no podía hablar en ese momento, pero lo primero era atender a mi marido, ¿no le parece?
Si esto era todo, perdía el tiempo. Apeló a la paciencia.
– ¿Le colgó?
– Bueno, no. No en el acto. Ella me preguntó si podía llamar más tarde. No supe qué contestar. Entonces añadió otra cosa, algo que quería preguntarme, quizá preguntárselo también a Malcolm, es mi marido, algo referente a ir a la policía.
– Ah. -Conque era esto-. ¿Le dijo de qué se trataba?
– No, porque iba a volver a llamar. Pero no lo hizo.
– ¿Usted no la llamó?
Jane Winster se ruborizó al escuchar la pregunta del inspector.
– A mi marido no le gusta que haga llamadas innecesarias -contestó desafiante-. Está en su derecho. Es él quien gana el dinero.
– Dígame exactamente que le dijo su prima respecto a ir a la policía.
Wexford comprendió la impaciencia de Vine con esta mujer como testigo, incluso comprendió al que le había encerrado en aquel lúgubre cuarto de interrogatorios. Sus simpatías se esfumaban rápidamente. Aquí sólo tenía a otra persona que había rechazado a Annette Bystock. Ella jugueteaba con el bolso, fruncía los labios; una mujer, conjeturó, experta en minusvalorarse pero que se ofendería muchísimo ante cualquier crítica.
– No puedo repetir las mismas palabras, yo no…, verá, dijo algo así: «Ha pasado algo relacionado con el trabajo y pienso que quizá tendría que ir a la policía pero quiero saber tu opinión y también la de Malcolm». Esto es todo.
– Querrá decir en «el» trabajo, ¿no?
– No, ella dijo «relacionado con el trabajo».
– ¿No volvió a hablar con ella?
– Ella no me volvió a llamar y yo… No, yo…, yo no tenía motivos para llamarla.
Wexford asintió. Ante el rechazo de la prima, Annette había llamado a alguien más caritativo, a la joven Ingrid para que le hiciera la compra, que le ofreciera los pequeños cuidados que necesitaba alguien afectado por la «enfermedad de las caídas». En cuanto a ir a la policía, había cambiado de opinión, o lo más probable, había pospuesto la llamada hasta recuperarse. Pero no mejoró, todo lo contrario, y ya fue demasiado tarde.
– ¿Su prima le mencionó alguna vez a un hombre llamado Bruce Snow?
– No. ¿Quién es? -replicó la mujer, indiferente.
– Un hombre casado con el cual la señorita Bystock mantenía relaciones desde hacía años.
La noticia sorprendió a Jane Winster mucho más que la muerte de su prima, la conmocionó incluso más que ver a Annette en el depósito.
– No me lo creo. Annette jamás hubiera hecho una cosa así. No era de esa clase de personas. -El asombro le había quitado la timidez-. Mi marido nunca le hubiese permitido entrar en la casa de haber tenido la más mínima sospecha de algo semejante. Ah, no, se equivoca usted. Annette nunca hubiese hecho eso.
La señora Winster se marchó y Wexford llamó a Hawkins y Steele y pidió hablar con el señor Snow. Mientras esperaba escuchando la interpretación de Greensleeves, pensó en Snow y se preguntó si se sorprendería al recibir su llamada. Después de todo, habían encontrado el cadáver de Annette el viernes pasado, lo habían dicho en la televisión aquel mismo día, y lo habían publicado los periódicos del sábado. Pero nadie sabía de su relación excepto Annette y él mismo, ¿verdad? Y Annette estaba muerta. Sin duda pensaba que se había librado. Pero Wexford pensó: ¿librado de qué?
– El señor Snow está hablando por otra línea. ¿Quiere esperar?
– No. Volveré a llamar dentro de diez minutos. Dígale que es de parte de la policía de Kingsmarkham.
Esto le inquietaría un poco. Wexford supuso que Snow no tardaría en llamar, incapaz de esperar ni un momento para enterarse de lo peor, pero no llamó. Esperó un cuarto de hora antes de volver a marcar el número.
– El señor Snow está en una reunión.
– ¿Le dio el mensaje?
– Sí, pero se dirigió a la reunión en cuanto colgó el teléfono.
– ¿Cuánto durará esta reunión?
– Media hora. El señor Snow tiene una visita a las once y cuarto.
– ¿Puede transmitirle otro mensaje? Dígale que cancele la próxima cita porque el inspector jefe Wexford irá a verle a su despacho a las once.
– De verdad no puedo…
– Muchas gracias -dijo Wexford y colgó. El enfado le hizo recordar su problema de tensión arterial. Entonces se le ocurrió una idea que le hizo reír. Cogió el teléfono y llamó a la agente Karen Malahyde para que subiera a su despacho.
Karen Malahyde era el prototipo de la nueva mujer. Joven, bien parecida, hacía muy poco para resaltar su aspecto. Nunca se maquillaba y llevaba el pelo y las uñas muy cortas. Muchas con menos dotes que ella se hubieran transformado a sí mismas en bellezas. Sin embargo, no podía hacer nada para disimular su cuerpo escultural. Karen tenía una silueta preciosa y el tipo de piernas que parecían comenzar en la cintura. Era feminista, casi radical, y una buena policía aunque algunas veces había que advertirle que no fuera demasiado dura con los hombres o que no favoreciera a las mujeres.
– ¿Sí, señor?
– Quiero que me acompañe a visitar a un caballero galante.
– ¿Señor?
Wexford le contó parte de la historia romántica de Annette Bystock. En lugar de tratar a Snow de cabrón, como esperaba, ella dijo apesadumbrada:
– Estas mujeres son sus peores enemigas. -Después añadió-: ¿Él la asesinó?
– No lo sé.
Entraron en la vieja casa de York Street por la entrada principal. El interior era lóbrego y los techos bajos producían una sensación de agobio, pero era antigua de verdad, la clase de lugar que por lo general se considera de mucho carácter. No había ascensor. La recepcionista dejó su puesto y les acompañó por una angosta escalera de roble hasta el último piso. Llamó a una puerta, la abrió y anunció de una manera un poco críptica:
– La visita de las once, señor Snow.
El hombre de la foto que había encontrado Burden se acercó a ellos con la mano extendida. Wexford simuló no verla. Por un momento pensó que Snow no sabía quiénes eran sus visitantes. En caso contrario no se habría mostrado tan seguro, no habría sonreído con tanta confianza.
– Me alegra decirle que ha aparecido -dijo.
Era evidente que se trataba de una confusión aunque Wexford no sabía cómo ni por qué. Pensó que si no se controlaba disfrutaría con este asunto. Iba a ser divertido.
– ¿Qué ha aparecido, señor?
– Mi carné de conducir. Sólo podía estar en cinco lugares, miré en ellos y estaba en el último. -Snow comprendió que algo iba mal pero no se asustó, sólo se mostró desconcertado-. Perdonen. ¿Cuál es el motivo de la visita?
Karen parecía ofendida por haberla tomado por un agente de tráfico, y fue Wexford el que respondió:
– ¿Por qué cree que queremos verle, señor Snow?
El brillo que apareció en su mirada fue un aviso. Enarcó las cejas e inclinó la cabeza a un lado. Era un hombre alto y delgado, con algunas canas en el espeso pelo negro, no era guapo pero tenía un aire distinguido. Wexford pensó que tenía una boca cruel.
– ¿Cómo voy a saberlo? -replicó con una voz un poco más chillona.
– ¿Podemos sentamos?
Las piernas de Karen quedaron bien a la vista cuando se sentó. Incluso con aquellos espantosos borceguíes, sus piernas eran sensacionales. Snow les dirigió una mirada rápida pero significativa.
– Me sorprende que no sepa por qué hemos venido, señor Snow -dijo Wexford-. Suponía que nos esperaba.
– Así es. Se lo dije. Pensaba que habían venido porque no llevaba el carné cuando me detuvieron el sábado. -Wexford estaba seguro de que lo sabía. ¿Pensaba echarle cara al asunto? Snow jugueteó con los objetos sobre el escritorio. Acomodó una hoja de papel, le puso el capuchón a un bolígrafo-. ¿De qué se trata?
– De Annette Bystock.
– ¿Quién?
De no haber sido por los dedos inquietos, ahora ocupados con el cable del teléfono, por la mirada de pánico, quizá Wexford hubiese dudado, hubiese pensado que la muerta era una cuentista paranoica, Jane Winster un oráculo e Ingrid Pamber la reina de las mentirosas. Miró a Karen.
– Annette Bystock fue asesinada el miércoles pasado -dijo Karen-. ¿No ve la televisión? ¿No lee los periódicos? Usted y ella tenían una relación. Mantenía relaciones con ella desde hace nueve años.
– ¿Que yo qué?
– Si no me ha escuchado, señor, no tengo inconveniente en repetirlo. Usted ha mantenido una relación con Annette Bystock durante…
– ¡Eso es una gansada!
Bruce Snow se puso de pie. Su rostro delgado mostraba un color rojo oscuro y el pulso latía en la vena azul de su frente.
– ¿Cómo se atreven a presentarse en mi despacho para acusarme de semejante infamia?
Por alguna razón Wexford se imaginó de pronto a Annette viniendo aquí, ocultándose en el callejón, llamar a la puerta trasera, subir por la escalera de caracol en compañía de Snow hasta este despacho donde ni siquiera había un sofá, donde no había cómo servir una copa o una taza de té. Eso sí, estaba el teléfono por si acaso llamaba la esposa.
El inspector jefe se levantó y Karen le imitó.
– No dudo de que ha sido un error venir a su despacho, señor Snow -se disculpó Wexford-. Le pido perdón. -Observó cómo Snow se relajaba, volvía a respirar, recuperaba energías para la protesta final-. Le diré qué haremos. Esta noche iremos a su casa y hablaremos allí. ¿Le parece bien a las ocho? Así tendrá tiempo para cenar primero con su esposa.
Si no hubiera funcionado habría tenido que reconocer su error, aceptar que una o las dos mujeres eran unas cuentistas, que se había imaginado todas las reacciones culpables de Snow, y que estaba metido en un buen lío. A Freeborn esto le sentaría mucho peor que la foto en el periódico.
Pero funcionó.
– Por favor, siéntense -dijo Snow.
– ¿Nos dará su versión, señor Snow?
– ¿Qué hay que decir? No soy el primer hombre casado que tiene una amiguita. Y le diré algo más, Annette y yo habíamos decidido acabar nuestra relación. -Snow hizo una pausa, carraspeó-. No tiene ningún sentido contárselo a mi esposa. Por si le interesa sepa que tomé múltiples precauciones para que mi mujer no se enterara. No quería causarle ningún mal. Annette lo entendía. Nuestra relación, aunque suene un poco cruda, era exclusivamente física.
– ¿Entonces nunca pensó en divorciarse de su esposa y casarse con la señorita Bystock en cuanto no tuviera que ocuparse más de sus hijos?
– ¡Santo cielo, no!
– ¿En dónde se citaban, señor Snow? -preguntó Karen-. ¿En el apartamento de la señorita Bystock? ¿En un hotel?
– No veo qué importancia puede tener.
– Conteste a la pregunta.
– En su apartamento -respondió Snow, inquieto-. Nos veíamos en su casa.
– Es curioso, señor, porque no encontramos ni una sola huella digital en el apartamento de la señorita Bystock aparte de las de ella y las de una amiga. Quizás usted borró las huellas. -Karen se esforzó al máximo-. Ah, sí, ya lo entiendo, usted llevaba guantes.
– ¡Desde luego que no llevaba guantes!
Snow comenzaba a enfadarse. Wexford observó los latidos de la vena, los ojos inyectados en sangre. ¿No sentía ninguna pena por Annette Bystock? ¿Después de todos aquellos años no sentía aflicción, ninguna nostalgia, ningún remordimiento? ¿Qué había querido decir con que era una relación «puramente física»? ¿No habían hablado, no se habían tratado con cariño, no se habían hecho promesas? Al menos le había hecho prometer una cosa a la mujer muerta, que no se lo dijera a nadie. Ella casi la había cumplido.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– No lo sé. Tengo que pensarlo. Hará unas semanas, creo que fue un miércoles.
– ¿Aquí? -preguntó Karen.
Snow encogió los hombros, después asintió.
– ¿Puede decirme dónde estuvo entre las ocho y las doce de la noche del miércoles pasado, el miércoles, siete de julio?
– En casa, desde luego. Siempre llegó a casa alrededor de las seis.
– Excepto cuando se citaba con la señorita Bystock.
Snow hizo una mueca y carraspeó como si torcer el rostro fuera el paso previo a aclararse la garganta.
– El miércoles pasado llegué a casa a las seis y me quedé allí. No volví a salir.
– ¿Se quedó en su casa con su esposa y sus hijos, señor Snow?
– Mi hija mayor no vive en casa. La menor, Catherine, ella…, verá, casi nunca está en casa por la tarde…
– Pero ¿su esposa y su hijo estaban con usted? Tenemos que hablar con su esposa.
– ¡No puede meter a mi esposa en esto!
– Fue usted quien la metió, señor Snow -replicó Wexford, en voz baja.
Bruce Snow había cancelado su cita de las once y cuarto y ahora se vio obligado a posponer la que tenía con un inspector de Hacienda a las doce y media. Wexford consideró que su desdicha no tenía nada que ver con la culpa ni con ninguna responsabilidad por la muerte de Annette. Era terror, el pánico a que su mundo tan bien estructurado se viniera abajo. Pero no estaba seguro.
– Dice que vio a la señorita Bystock un miércoles hace varias semanas. ¿Cuántas semanas, señor?
– ¿De verdad necesita tanta precisión?
– Sí, señor.
– Tres semanas. Hace tres semanas.
– ¿Y cuándo habló con ella por teléfono, por última vez?
Snow no quería admitirlo. Frunció los ojos como si la habitación estuviera llena de humo.
– Fue el martes por la tarde.
– ¿Cómo, el martes anterior a su muerte? -Karen Malahyde se sorprendió-. ¿El martes seis?
– La llamé desde aquí -contestó Snow deprisa-. La llamé desde esta oficina antes de irme a casa. -Se frotó las manos-. Para fijar una cita, si le interesa saberlo. Para la noche siguiente. Caray, se están entrometiendo en mi vida privada. En cualquier caso, no fue nada importante, no pasó nada, ella me dijo que no se sentía bien. Estaba en cama. Tenía la gripe o algo así.
– ¿Le mencionó a una joven llamada Melanie Akande? ¿Le comentó algo referente a ir a la policía?
Esto le dio a Snow un respiro. Había alguna otra cosa. La presión, al menos de momento, se había desviado de su reprochable relación con Annette. Soltó un sonoro suspiro.
– No, no dijo… un momento, ¿ha dicho Akande? Hay un doctor que se llama así en la misma consulta que mi médico. El tipo de color.
– Melanie es su hija -le informó Karen.
– ¿Qué pasa con ella? No sé nada de esa joven. No le conozco, no sabía que tenía una hija.
– Annette sí. Y Melanie Akande ha desaparecido. Aunque, desde luego, Annette no se lo mencionó porque la relación que mantenían ustedes era puramente física, como usted mismo dijo, una cosa secreta.
A Snow no le quedaban ánimos para replicar. Preguntó cuándo pensaba Wexford ir a hablar con su esposa.
– Ah, todavía no, señor Snow -contestó el inspector-. Hoy no. Le daré la oportunidad de que usted mismo se lo explique. -Abandonó el tono de burla y se puso serio-. Le sugiero, señor, que lo haga en cuanto tenga oportunidad.
William Cousins, el joyero, examinó a fondo el anillo de Annette Bystock, dijo que era un buen rubí y lo tasó en dos mil quinientas libras, libra más o menos. Esa era la suma que estaba dispuesto a pagar si se lo ofrecían. Probablemente lo revendería por mucho más.
El martes era uno de los dos días de mercado en Kingsmarkham, el otro era el sábado. Como una de sus obligaciones rutinarias, el sargento Vine echaba una ojeada a las mercaderías a la venta en las paradas de St. Peter’s Place. Por lo general los objetos robados aparecían aquí, en los puestos improvisados en los jardines particulares o en un solar donde se vendía de todo los fines de semana. El sargento primero recorría las paradas y después iba a comer un bocadillo al bar ambulante.
Después de la visita al joyero, comenzó su paseo por el mercado y en la segunda parada vio a la venta un radiocasete. Era de plástico blanco y en la parte de arriba, justo sobre el reloj digital, había una mancha rojo oscuro que alguien había intentado quitar sin éxito. Por un momento. Vine pensó que la mancha era sangre, y entonces lo recordó.