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Lo peor, le comentó el doctor Akande a Wexford, era la manera en que todo el mundo les preguntaba si tenían alguna noticia de su hija. Todos los pacientes estaban enterados y todos preguntaban. Al final, incapaz de ocultarle la verdad por más tiempo, Laurette Akande se lo comunicó a su hijo cuando él llamó desde Kuala Lumpur. El joven dijo que regresaría de inmediato. Regresaría en cuanto consiguiera un vuelo barato.

– La muerte de aquella otra muchacha me lleva a creer que Melanie también está muerta.

– Sería darle falsas esperanzas si le digo que no lo piense.

– Pero me digo a mi mismo que no hay ninguna relación. No puedo renunciar a la esperanza.

Wexford había ido a visitarles, como hacía casi todas las mañanas, camino del trabajo o por las tardes cuando regresaba a casa. Laurette, vestida con un vestido de lino en lugar del uniforme azul y blanco, le impresionaba con su elegancia, con la dignidad de su porte. Pocas veces había visto a una mujer con una espalda tan recta. Se mostraba menos emotiva que su marido, siempre controlada, fría, la mirada serena.

– Quisiera saber una cosa -preguntó-. ¿Saben qué hizo Melanie el día anterior a… su desaparición? El lunes. ¿Qué hizo el lunes?

Akande no lo sabía. Había estado en el consultorio pero el lunes era el día libre de Laurette.

– Quería quedarse en la cama -contestó Laurette y a Wexford le pareció que estaba delante de una madre que desaprobaba levantarse tarde-. La llamé a las diez. No es bueno coger malos hábitos si se pretende prosperar en la vida. Se fue de tiendas, no sé para qué. Por la tarde salió a correr, ya sabe, jogging, lo que hacen todos. Siempre coge la misma ruta, Harrow Avenue, Eton Grove, todo cuesta arriba, algo terrible con este calor, pero es inútil decirle nada. El mundo sería un lugar mucho mejor si pensaran en sus responsabilidades tanto como se preocupan de la figura. Mi esposo llegó a casa, cenamos los tres juntos…

– Habló de conseguir un trabajo -intervino el doctor-, de la cita que tenía y de la posibilidad de obtener una beca para estudiar empresariales. -Intentó reír-. Se enfadó conmigo porque le dije que se preparara para costearse los estudios trabajando como hacen en América.

– No podemos pagarle los estudios -recalcó Laurette, tajante-. Y ya había tenido una beca. No tiene nada que ver con la primera licenciatura, pero lo tienen en cuenta si ya has recibido una. Se lo dije y se enfadó. Después nos sentamos a mirar la televisión. Llamó a alguien, no sé a quien, quizás al tal Euan, Dios no lo quiera.

– Mi esposa -dijo el doctor Akande, en un tono casi reverente-, se licenció en física por el University College de Ibadan, antes de estudiar enfermería.

Wexford comenzó a sentir pena por Melanie Akande, una muchacha muy presionada. La ironía era que aparentemente tenía tan pocas probabilidades de escapar a una educación forzada como una muchacha victoriana. Y como aquella victoriana, estaba obligada a vivir en el hogar paterno por tiempo indefinido. Volvió al tema del jogging.

– ¿Les comentó algo de lo que vio mientras coma, si habló con alguien, si algo le llamó la atención?

– No nos dijo nada -respondió Laurette-. Los hijos nunca lo hacen. Son verdaderos expertos. Ni que fueran agentes secretos.

Wexford subió al coche pero en vez de regresar a casa, se dirigió hacia Glebe Lane. Se preguntó si era posible que alguno de los Akande fuera el responsable de la desaparición, o quizá de la muerte de la joven, y reconoció que cabía la posibilidad. Sin embargo iba a verles y hablaba con ellos. Suponer que Akande era culpable del crimen significaba aceptar que era un loco o por lo menos un fanático. El doctor no parecía ser ninguna de las dos cosas y no estaba en absoluto obsesionado con la relación de Euan Sinclair con su hija. El inspector nunca había verificado la coartada de Akande, ni siquiera sabía si tema una coartada. Pero comprendía que había un coche en el cual Melanie hubiese podido subir cuando salió de la oficina de la Seguridad Social para ir a la parada del autobús: el de su padre.

¿Había mentido Akande? ¿Cómo había mentido Snow y sin duda Ingrid Pamber? Resultaba curioso cómo sabía que ella le había mentido sin saber sobre qué mentía. Llegó a Glebe Lane. Ella abrió la puerta y le dijo que estaba sola en casa. Lang había ido a ver a su tío, una extraña excusa que inmediatamente despertó las sospechas de Wexford, aunque no había ningún motivo. La joven le sostuvo la mirada. Era una prueba de confianza, o de la capacidad para mentir con todo descaro, cuando alguien te miraba directamente a la cara y sostenía la mirada. Vestía una falda larga, azul con flores de un azul más claro, y un suéter de seda. Llevaba el pelo recogido en un moño.

– Señorita Pamber, pensará que tengo mala memoria pero me pregunto si le molestaría contarme otra vez lo ocurrido cuando visitó a la señorita Bystock el miércoles pasado. Cuándo le llevo la caja de leche y ella le pidió que le hiciera la compra para el día siguiente.

– En realidad no tiene mala memoria, ¿no es así? Sólo quiere ponerme a prueba para saber si le digo las mismas cosas.

– Quizá sí.

El azul que vestía le hizo pensar que todas las mujeres de ojos azules tendrían que usar el mismo tono. Su presencia hacía innecesario cualquier otro adorno en la habitación.

– Compré la leche en la tienda de la esquina de Ladyhall Avenue con Lower Queen Street. ¿Le dije esto antes? -Debía saber que no. Él permaneció en silencio-. Allí no hay problemas para aparcar. Era un poco más de las cinco y media cuando llegué a casa de Annette. La puerta de entrada a los apartamentos estaba abierta, como siempre. No creo que sea muy seguro, ¿verdad?

– Desde luego que no.

– Creo que le dije que Annette había dejado la puerta de su apartamento con el pestillo. Guardé la leche en el frigorífico y después fui al dormitorio. Primero llamé a la puerta. -Wexford comprendió que le daba todos éstos detalles para provocarle, pero no le molestó. Cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser importante en un caso como éste-. Ella dijo: «Pasa». No, dijo: «Pasa, Ingrid». Entré y ella estaba en la cama, medio sentada contra la almohada. Parecía muy enferma. Me pidió que no me acercara mucho porque estaba segura de que era un virus contagioso, y me dijo si no me importaba hacerle la compra. Había preparado una lista: pan, cereales, yogur, queso, un pomelo y más leche.

Wexford le escuchaba, impertérrito, inmóvil.

– Tenía dos llaves sobre el velador. Me dio una -eso fue lo más cerca que estuve de ella, si le soy sincera no quería contagiarme- y ella añadió: «Así podrás entrar mañana por tu cuenta». Le respondí que muy bien, que haría la compra y que se pusiera bien pronto, y ella me pidió que echara las cortinas del comedor al salir. Fue lo que hice, le grité adiós y… -Ingrid Pamber le miró apenada, la cabeza inclinada hacia un lado-. Será mejor que se lo diga. No irá a comerme, ¿verdad?

¿Acaso había adoptado una expresión feroz?

– Adelante.

– Me olvidé de cerrar la puerta al salir. Quiero decir que la dejé con el pestillo como estaba antes. Fue lo que hice. Sé que fue una equivocación, pero se te olvida con esa clase de puertas.

– ¿Así que la puerta quedó sin llave toda la noche?

Antes de contestar, Ingrid se levantó, cruzó la habitación y buscó algo detrás de los libros en un estante. Le sonrió por encima del hombro. Wexford repitió la pregunta.

– Supongo que sí -contestó la muchacha-. Estaba cerrada cuando fui el jueves. ¿Está muy enfadado conmigo?

Ella no lo veía. No se daba cuenta de lo que había hecho. Su mirada era cálida y llena de vida mientras le entregaba la llave de Annette Bystock.

Carolyn Snow no estaba. La mujer de la limpieza le dijo a Wexford que había salido para llevar a su hijo Joel a la escuela. El inspector decidió dar una vuelta a la manzana, aunque «manzana» no era la palabra adecuada. «Parque» era más precisa. La casa de los Snow, aunque era dos veces más grande que la de Wexford, era una de las más pequeñas del barrio. Las casas parecían cada vez más grandes y estaban más separadas entre sí a medida que llegaba a la esquina y doblaba por Winchester Drive. No recordaba cuándo había estado por última vez en esta parte de Kingsmarkham, desde luego hacía mucho, pero sí recordó que se encontraba cerca de la ruta que Laurette Akande había mencionado como la preferida de su hija cuando salía a correr.

El sumum de lugares residenciales es ese sitio que parece un bosque y no se ve ninguna casa, donde no hay portones y el único signo de la presencia de los vecinos es el buzón, instalado discretamente en huecos de los setos. Estaba muy alto, un risco muy arbolado, más allá del cual, abajo, se distinguían algunos tramos del sinuoso Kingsbrook. En Winchester Drive los prados acababan en setos altos o en tapias y, porque sabías que estaban allí, imaginabas que veías los ladrillos amarillentos entre las soberbias hayas grises, los delicados abedules plateados y las ramas de un cedro majestuoso.

La presencia de dos personas en uno de los prados, una mujer cargada con un cesto de frutas maduras y un joven veinteañero colocando una escalera contra un cerezo, no estropeaba la imagen rural. Wexford se sorprendió al ver que la mujer era Susan Riding, aunque no tenía motivos. Tenía que vivir en alguna parte y gozaba de una buena posición. El joven era la viva imagen del padre, con el mismo pelo color paja y de rasgos nórdicos, la frente despejada, la nariz chata, el largo labio superior.

Wexford les dio los buenos días.

Ella se acercó un poco. Si no se sabía quién era y se la encontrase lejos de su propio entorno hubiera podido confundirse con una de esas vagabundas que dormían en la calle Mayor de Myringham. Vestía una falda de algodón con la mitad del dobladillo caído y una camiseta heredada de alguno de sus hijos, porque llevaba impresa la leyenda «Universidad de Myringham» en la tela roja desteñida. Una cinta elástica le sujetaba el pelo revuelto y canoso.

El inspector vio cómo la sonrisa la transformaba. En un instante pasó de ser una pordiosera a una madre tierna, casi hermosa.

– Los pájaros se comen la mayoría de nuestras cerezas. No me molesta que se las coman pero sólo las picotean y dejan caer el resto al suelo. -El muchacho, encaramado en la escalera, le volvía la espalda, pero ella se lo presentó de todos modos-. Mi hijo, Christopher. -El joven no le prestó atención y la madre se encogió de hombros como si fuera algo habitual-. Tienes que pasarte el día espantándolos. Lo hicimos el año pasado pero entonces teníamos una asistenta. ¿Cómo se las apañan para conseguir personal por aquí?

– Tengo entendido que es difícil.

– Lo que quiere decirme es que lo haga yo misma, ¿no es así? No es fácil cuando tienes seis dormitorios y cuatro hijos rondando por la casa a todas horas. Para colmo también me ha dejado la au pair.

De pronto Christopher soltó una sarta de obscenidades. La avispa que le había estado incordiando salió del árbol y se lanzó hacia Susan Riding, que se agachó al tiempo que la espantaba con la mano.

– Las odio. ¿Por qué hizo Dios a las avispas?

– Para que limpien -dijo Wexford, que al ver la expresión de extrañeza de la mujer añadió-: La tierra.

– Ah, sí. Quiero agradecerle que haya dedicado su noche del sábado a las mujeres indefensas. Le escribí una carta pero la eché al correo esta mañana.

– Venga, mamá -gritó el muchacho-. Tenemos que recoger las cerezas.

– ¿Conoces a una muchacha llamada Melanie Akande? -le preguntó Wexford.

– ¿Quién?

– Melanie Akande. Una vez tomaste una copa con ella. Quizá la viste en más de una ocasión.

– ¿Qué es esto, señor Wexford? -exclamó Susan Riding, riéndose-. ¿Un interrogatorio? ¿Así se llama la muchacha desaparecida?

Michael bajó la escalera. Era casi tan alto como Wexford. Tenía las manos grandes y los hombros de un toro.

– ¿Ha desaparecido? No lo sabía.

– Melanie desapareció el martes pasado por la tarde. ¿La habías visto recientemente?

– No la veo desde hace meses. El martes pasado me fui de viaje por la mañana. Si quiere le doy los nombres de mis acompañantes, si es que necesito una coartada. Le puedo enseñar el billete de avión o lo que queda.

– ¡Christopher! -exclamó su madre.

– ¿Por qué me lo pregunta? No tengo nada que ver. ¿Puedo continuar recogiendo las cerezas?

Wexford se despidió de la pareja. En la esquina miró atrás. Por una brecha entre los árboles se veía la casa con toda claridad, la parte trasera de una villa al estilo italiano, paredes blancas, techo verde, un torreón. Incluso vio los barrotes de las ventanas de la planta baja. Susan Riding pertenecía a ¡Mujeres, alerta!, una persona prudente. La casa tenía aspecto de guardar muchas cosas de valor. Tomó por Eton Grove colina abajo. Por un momento la casa de los Riding resultó visible desde la carretera y después, sin más, quedó oculta por una espesa cortina de arbustos con flores blancas. Retrocedió unos pasos para echarle otra ojeada y se demoró unos instantes antes de doblar a la izquierda por Marlborough Gardens y caminar los doscientos y pico metros hasta Harrow Avenue.

Donaldson le esperaba sentado en el coche leyendo el Sun, pero plegó el periódico cuando vio al jefe. Wexford leyó su propio periódico durante diez minutos. Un joven con una cámara colgada del cuello apareció en la esquina y el inspector guardó el periódico, aunque saltaba a la vista que el paseante no tenía ningún interés en fotografiarle, que no se había fijado en él y que ni siquiera había sacado la cámara de la funda.

– Me estoy volviendo paranoico.

– ¿Señor?

– Nada. No me haga caso.

El coche apareció de improviso, a gran velocidad. Entró en el camino del 101 y se detuvo con un gran chirrido de frenos. Wexford tuvo tiempo de echarle una buena ojeada mientras ella salía del coche y caminaba deprisa hacia la casa, la llave de la puerta en el mismo llavero del coche. Era alta y delgada, rubia, vestida con pantalones negros y un top sin mangas. Él esperó dos minutos antes de ir a tocar el timbre. La mujer abrió la puerta. Era más joven de lo que esperaba, rondaba los cuarenta pero aparentaba menos. Cayó en la cuenta de que parecía mucho más joven que la pobre Annette.

No llevaba alianza. Esta fue una de las primeras cosas que advirtió y también vio que la había llevado, porque había una banda de piel blanca en el dedo bronceado.

– Le esperaba. ¿Quiere pasar?

Su voz era educada, agradable, con el acento típico de un buen internado de señoritas. De pronto, Wexford fue consciente de lo atractiva que era. Llevaba el pelo tan corto que parecía una capucha de plumas doradas. No usaba maquillaje y la piel era tersa, firme, de un tostado claro, sólo con unas leves arrugas alrededor de los ojos. El top era del mismo color azul marino de los ojos y los brazos bronceados eran los de una muchacha.

Se preguntó por qué un hombre que tema esto en casa, legítima y honradamente, se había liado con Annette, pero sabía que estas preguntas era inútiles. En parte se debía a que lo legítimo y honrado eran menos atractivo que lo ilícito y prohibido, y también al extraño deseo por lo sórdido y licencioso, por la pornografía suave hecha carne. Estaba seguro de que la señora Snow no usaba ropa interior transparente y camisones rojos, sino bragas Calvin Klein y sujetadores deportivos Playtex.

Ella le llevó a una amplia sala de estar con moqueta de terciopelo verde, sofás y sillones suficientes para acomodar a una veintena de personas, y un hogar de piedra de Cotswold con campana de cobre. Era evidente que conocía el motivo de la visita y que tenía las respuestas preparadas. Se mostraba confiada pero seria, sus movimientos controlados, la expresión fija y decidida.

– Estoy seguro de que su marido le ha dicho que fue interrogado en relación con la muerte de Annette Bystock -manifestó Wexford.

La señora Snow asintió. Apoyó un codo en el brazo de su silla y descansó la mejilla contra la mano. Era una pose de exasperación controlada.

– Nos dijo que el miércoles, siete de julio, llegó aquí sobre las seis y que pasó el resto de la velada en compañía de usted y su hijo. ¿Es correcto?

La mujer demoró tanto la respuesta que el inspector estuvo a punto de repetir sus palabras. Por fin contestó con una voz fría y tensa:

– ¿De dónde sacó esa idea? ¿Se lo dijo él?

– ¿Qué quiere decir, señora Snow? ¿Que no estuvo aquí?

Ella soltó un suspiro tan fuerte y premeditado como la inspiración y la expiración recomendadas para los gimnastas, una inspiración profunda, una expiración total.

– Mi hijo no estaba aquí. Él, mi hijo, Joel, estaba en el cuarto de juegos. Siempre está allí cuando vuelve de la escuela, tiene que hacer muchos deberes, tiene catorce años. A menudo no le vemos entre la hora de la cena y la de acostarse, y algunas veces ni entonces.

¿Por qué le contaba esto? Nadie acusaba al chico del crimen.

– ¿Así que su marido y usted estuvieron solos? ¿Aquí?

– Ya le pregunté de dónde sacó esa idea. Mi marido no estaba aquí. -Su expresión se había vuelto irreal, soñadora, parecía mirar a la distancia como quien contempla una hermosa puesta de sol, con los labios apenas abiertos. De pronto, se volvió hacia Wexford-. A menudo no está aquí los miércoles. Esos días trabaja hasta tarde, ¿no lo sabía?

Wexford no se esperaba esto. Si no había estado en casa con su esposa ¿por qué lo había mencionado Snow? Si lo único que deseaba era ocultarle su relación con Annette, ¿por qué había ofrecido a su esposa como coartada? Sin duda porque no tenía elección…, nada le apetecía menos que informar a Carolyn Snow de los amoríos del marido pero al parecer no podría librarse. Snow se había acobardado, se había echado atrás, había eludido la confesión ¿O no?

– ¿Señora Snow, está al corriente de la relación de su marido con Annette Bystock?

Nadie empalidece debajo del bronceado, pero se le contrajo la piel envejeciéndola. Sin embargo, no había sido una revelación.

– Oh, sí. Me lo dijo. -La mujer desvió la mirada-. Comprenda que no me enteré hasta ayer, no, anteayer. Estaba a oscuras, me habían tenido a oscuras. -Una risa helada resumió sus sentimientos sobre hombres como Snow, sus valores, su cobardía-. Tuvo que decírmelo.

– ¿Y quizá le pidió que me dijera que había estado con él el miércoles pasado?

– No me pidió nada. No estaban las cosas como para pedirme favores.

No había nada más que decir por el momento. Todo era muy diferente a lo que había imaginado. Hasta el momento nunca había pensado seriamente en Snow como un sospechoso, como un presunto asesino. Después de todo, Snow no había estado en el apartamento de Ladyhall Avenue. Pero por la misma regla de tres nadie había estado en el apartamento excepto Annette e Ingrid Pamber. No había ninguna prueba de la visita de Edwina Harris o, lo que era más importante, del ladrón que había entrado en algún momento para llevarse el televisor, el vídeo y el radiocasete. Si el ladrón había usado guantes, también podía haberlo hecho Bruce Snow.

Él había hablado con Annette el martes por la tarde, pero quizá mentía al manifestar que ella le había dicho que estaba enferma y que no podía ir a la cita de la noche siguiente. Ella le amaba, nunca se había negado, le anteponía a todo lo demás. Una cosa era no ir al trabajo, pedirle a Ingrid que le hiciera la compra, y otra muy distinta cancelar el deseado encuentro con Snow sólo por la posibilidad de que al día siguiente siguiera enferma.

Pero siempre se habían encontrado en la oficina de Snow. ¿Siempre excepto por esta única vez? Quizás ella le había dicho: «No me siento bien, pero tú podrías venir aquí». ¿Aunque sólo sea ésta vez, no podrías venir aquí?». Y él había aceptado, acudió a la cita, se quedó durante horas, y después riñeron y la había matado…

Bob Mole no pensaba decirle a Vine cuál era la procedencia de la radio. Al principio lo único que dijo era que formaba parte de un lote de mercaderías salvadas de un incendio. La ausencia de quemaduras no significaba nada. Las alfombras, por ejemplo -¿las había mirado Vine?- no estaban chamuscadas. Las tres sillas de comedor no estaban chamuscadas. Había muchos objetos chamuscados y a nadie se le ocurría ponerlos a la venta en un puesto. ¿Qué se pensaba, qué el público era idiota?

Vine insistió en saber de dónde provenía aquella mancha. Bob Mole no lo sabía. Y ya puestos, ¿por qué tenía que dar explicaciones y qué pretendía averiguar Vine? Las cosas cambiaron cuando Vine se lo dijo. La clave fue la palabra «asesinato», y sobre todo el asesinato de Annette Bystock. El asesinato cometido en Kingsmarkham era noticia en los periódicos e incluso en la tele.

– ¿Era de ella?

– Se parece mucho.

Bob Mole, cuyo rostro mostraba un color ceniciento, frunció los labios.

– No es sangre, ¿verdad?

– No, no es sangre. -Vine quería reírse pero se contuvo-. Es pintura de uñas. Ella la derramó. Ahora dígame dónde lo consiguió.

– Ya se lo dije, señor Vine. Lo sacaron de aquel incendio.

– Sí, le escuché. Pero ¿quién lo rescató del incendio y se lo puso en sus manos codiciosas?

– Mi proveedor -contestó Bob Mole como si fuera un respetable comerciante hablando de mayoristas de fama nacional-. ¿Está seguro de que era de ella, de la Annette que está muerta? -Formuló la pregunta en voz baja mientras miraba de un lado al otro.

– También había un televisor y un vídeo -dijo Vine.

– Nunca llegaron a mis manos, señor Vine. Se lo juro. -Mole miró otra vez a los lados antes de acercarse a Vine y susurrarle-:

Le llaman Zack.

– ¿Tiene otro nombre?

– No lo sé, pero puedo decirle dónde vive.

No le dio una dirección sino la descripción de un lugar. Mole no sabía la dirección.

– Siga hasta el final de Glebe Lane, tome por el pasaje junto a aquel lugar, aquella especie de iglesia que había sido de los metodistas pero que ahora es un almacén, rodee el solar de coches usados y verá dos casas que dan a un taller de pintura. Él vive en la más apartada.

En cuanto Burden se enteró marchó a la caza del proveedor de Mole, en compañía de Vine. Esperaba encontrarse con algo parecido a la zona donde vivía Ingrid Pamber, pero el barrio de ella era de lujo comparado con este recóndito rincón de Kingsmarkham. No había confusión posible a la hora de identificar la casa de Zack porque la otra, la más cercana al pasaje, estaba en ruinas, con la puerta y las ventanas tapiadas. Apenas si tenía aspecto de casa, parecía más un gallinero, una choza marrón con las tejas del techo rotas y llenas de hierbajos.

La de Zack no estaba mucho mejor. Hacía años alguien había dado una primera mano de pintura rosa a la puerta, sin preocuparse de darle la segunda, y algún otro había limpiado los pinceles sucios con otros colores contra la superficie. Quizás alguno de los empleados del taller. El cristal roto de una ventana estaba sujeto con cinta adhesiva. En los restos de una espaldera colgaban las ramas de una planta trepadora muerta tiempo ha.

– El ayuntamiento tendría que hacer algo con esta pocilga -protestó Burden, enfadado-. Me gustaría saber qué hacen con nuestros impuestos.

La muchacha que abrió la puerta era delgada y pálida, con la estatura de una niña de doce años. Sostenía apoyado en una cadera, casi invisible, a un niño de un año que lloraba a lágrima viva.

– ¿Sí, qué quieren?

– Policía -respondió Vine-. ¿Podemos pasar?

– Cállate, Clint -le dijo la joven al niño, sacudiéndole sin mucho entusiasmo. Miró a Barry Vine y a Burden con un gesto entre apático y disgustado-. Quiero ver las placas antes de dejarles pasar.

– ¿Y usted quién es? -preguntó Vine.

– Kimberley. Señorita Pearson para usted. Él no está aquí.

Ellos sacaron sus identificaciones y la joven las examinó como si quisiera asegurarse de que no eran falsas.

– Mira que graciosa es la foto de este hombre, Clint -dijo, al tiempo que empujaba la cabeza del niño contra el pecho de Vine.

En el momento que Clint comprendió que no podía quedarse con las fotos se echó a llorar desconsolado. Kimberley lo acomodó sobre la otra cadera. Burden y Vine la siguieron a lo que Burden calificó después como la peor de las chabolas. En su análisis del hedor interior, afirmó que era un compuesto de pañales sucios, orina, grasa recalentada cincuenta veces, carne mantenida demasiado tiempo fuera de la nevera, humo de tabaco y comida de perro envasada. El linóleo del suelo tenía agujeros y se veía cubierto de manchas de grasa. Las cenizas de los fuegos del invierno pasado estaban dispersas por el hogar donde se amontonaban papeles viejos y colillas. Había dos tumbonas colocadas delante de un televisor enorme. Era demasiado grande para ser el de Annette, pero el aparato de vídeo que había al lado bien podía ser el suyo.

Kimberley dejó al niño en una de las tumbonas y le dio una caja de cereales que sacó de una de las muchas cajas de gran tamaño apiladas para servir de armario, alacena y despensa. De otra sacó un paquete de Silk Cut y cerillas.

– ¿Por qué le buscan? -preguntó, encendiendo el cigarrillo.

– Queremos saber un par de cosas -respondió Vine-. Sobre un asunto bastante serio.

– ¿Cómo de serio? -quiso saber Kimberley. Tenía los ojos verde claro de los gatos blancos. El pelo y la piel resplandecían con la grasa-. Nunca ha hecho nada serio. -Se corrigió a sí misma-. Nunca ha hecho nada.

– ¿Dónde está?

– Es su día de firmar.

Todos los caminos, como había comentado Wexford, llevaban a la oficina de la Seguridad Social.

– ¿De dónde proviene ese vídeo, señorita Pearson? -preguntó Burden.

– Me lo dio mi mamá -contestó ella en el acto. Esto desde luego no significaba nada-. Y soy la señora Nelson.

– Comprendo. Señorita Pearson para él y señora Nelson para mí. Ese es su apellido, ¿no? ¿Nelson?

La joven no respondió. Clint comenzó a chillar; había acabado con los cereales.

– Cállate, Clint -exclamó ella. Lo sacó de la tumbona y lo dejó en el suelo. El pequeño gateó hasta una de las cajas, se levantó y comenzó a sacar todas las cosas que contenía, una a una. Kimberley no le hizo caso. Sin que viniera a cuento, comentó-: Van a tirar abajo esta casa.

– Es lo mejor que pueden hacer -opinó Vine.

– Ah, sí, claro, es lo mejor que pueden hacer. ¿Qué pasará con nosotros? Eso no le preocupa en lo más mínimo, ¿verdad? Vaya con el señorito. -La mujer imitó a Vine exagerando la nota-. Es lo mejor que pueden hacer.

– Tendrán que recolocarla.

– ¡Qué dice! A lo sumo nos meterán en una pensión. Si quieres otra casa lo tienes que hacer tu mismo. Lo único bueno de esta pocilga es el seguro para el alquiler. Si nos echan, lo perderá. Hace meses que no consigue un trabajo.

Fuera de la casa, Burden respiró con fuerza el aire un poco contaminado con el humo que salía del taller de pinturas.

– Estar sin trabajo no les impide tener hijos. ¿Te has fijado que siempre se permiten el lujo de fumar?

«Si yo viviera en esa covacha fumaría hasta reventar», pensó Vine, pero no lo dijo en voz alta. En cambio comentó:

– ¿No te acuerdas de ellos? Salieron en el periódico, allá por Navidad. Los recordé por el nombre del crío: Clint. Tenía alguna cosa en el corazón y le operaron en el hospital de Stowerton. El Courier publicó un montón de fotos de Clint y Kimberley Pearson.

Burden fue incapaz de recordarles. Estaba seguro de que no darían con Zack Nelson, que el tipo era un genio para escabullirse. Kimberley no tenía teléfono, aunque era posible llamar a las personas que esperaban para firmar. Ninguno de los dos policías las tenía todas consigo pero cuando llegaron a la oficina de la Seguridad Social, Zack seguía allí.

Era uno de la docena de personas que esperaban sentadas en las sillas grises. Burden hizo lo que consideró una conjetura inteligente sobre quién era de entre los siete u ocho hombres presentes y se equivocó. La primera persona que abordó, un joven de unos veintidós años con el pelo rubio cortado al rape, tres pendientes en cada oreja y otro en una de las aletas de la nariz resultó ser un tal John MacAntony. El otro que podía ser Zack Nelson lo admitió primero con un encogimiento de hombros exagerado y después con un cabeceo.

Era alto y, de todos los hombres presentes, el de mejor estado físico. Al parecer hacía pesas, porque su cuerpo era delgado y fuerte; no necesitaba flexionar los brazos desnudos para exhibir los grandes músculos redondos que hinchaban las mangas de su sucio polo rojo. Llevaba el pelo largo, tan grasiento como el de Kimberley, trenzado unos cuantos centímetros y atado con un cordón de zapato. El cuello desabrochado del polo dejaba ver debajo de la mata de vello negro, el azul verdoso, el rojo y el negro de un tatuaje muy elaborado.

– ¿Me permite unas palabras? -dijo Burden.

– Tendrá que esperar a que salga mi número -contestó Zack Nelson, sin ironía.

Burden se quedó pasmado, luego comprendió que se refería a los carteles luminosos que colgaban del techo. Cuando apareciera el número de su tarjeta tenía que ir a la mesa para firmar.

– ¿Cuánto tardará?

– Cinco minutos. Quizá diez. -Zack miró a Vine con la misma expresión que él había puesto cuando olió el interior de la casa-. ¿A qué viene tanta prisa?

– No hay prisa -respondió Burden-. Nos sobra el tiempo.

Los dos inspectores se alejaron unos pasos y se sentaron en las sillas grises. Burden pasó los dedos por una de las hojas de la planta en la maceta que estaba a su lado. Tenía la textura un tanto húmeda y gomosa del polietileno.

– Se parece a ti, sabes -le comentó Vine, en voz baja-. Quiero decir, si te dejas crecer el pelo y no te lavas mucho. Le podrían tomar por tu hermano menor.

Burden, molesto por el comentario, permaneció en silencio. Pero recordó lo que había dicho Percy Hammond, que el hombre que había visto salir de Ladyhall Court se parecía a él. Si era verdad y Vine acababa de confirmarlo con su ridícula apostilla, esto confirmaba la buena vista del anciano. Significaba que se podía confiar en él.

Miró el recinto. Detrás del mostrador se encontraban Osman Messaoud, Hayley Gordon y Wendy Stowlap, que parecía sufrir una alergia, porque no paraba de sonarse la nariz con una sucesión de pañuelos de papel que sacaba de una caja que tenía delante de ella. Todos tenían clientes. Cyril Leyton conversaba con el guardia de seguridad delante de su oficina.

La clienta de Messaoud acabó su trámite y se marchó. Se encendió un número y el joven con los pendientes en las orejas y la nariz se puso de pie. No se veía a los consejeros de nuevas solicitudes desde donde se encontraba Burden, sólo los laterales de las cabinas. Se levantó y comenzó a pasear, sin rumbo fijo, pero evitando confrontarse con Leyton. El consejero de nuevas solicitudes que ocupaba la cabina vecina a la de Peter Stanton era el sustituto de Annette, pero estaba demasiado lejos y Burden no alcanzaba a leer el nombre en la placa. A la luz de los nuevos conocimientos, Burden se dijo que debía someter a Stanton a una segunda entrevista. Después de todo, el hombre admitía haber salido con Annette. ¿Acaso buscaba ella una opción mejor que Bruce Snow? En ese caso, ¿qué había salido mal?

Se sobresaltó al oír los gritos de una mujer y se dio la vuelta. Era la primera vez que había «problemas» desde que visitaban la oficina de la Seguridad Social. La mujer, gorda y desaliñada, se quejaba a Wendy Stowlap por un giro extraviado y Wendy parecía comprobar en la pantalla del ordenador si era así. Su respuesta no calmó los ánimos y el torrente de quejas se convirtió en una retahíla de insultos que culminó con un estentóreo: «¡Eres una mala puta!».

Wendy miró a la mujer, imperturbable. Encogió los hombros mientras replicaba:

– ¿Cómo lo sabe?

Se oyó una leve risita de Peter Stanton que pasaba junto al mostrador en busca de un folleto. La mujer dirigió sus invectivas contra él y por un momento Burden consideró la posibilidad de intervenir. Pero el personal parecía competente para arreglárselas, y la mujer no tardó en calmarse.

Por fin apareció el número de Zack Nelson y el joven se dirigió al mostrador; le atendió Hayley Gordon. Vine pensó que tenía un cierto parecido con Kimberley, la amiga de Nelson, sólo que más limpia, mejor vestida y -tenía que admitirlo- mejor alimentada. ¿Qué conseguiría Zack? Aquí nada, desde luego, pero cuando recibiera el giro cobraría un subsidio de paro de unas cuarenta libras además del salario social por Kimberley y Clint, siempre que Kimberley no cobrara personalmente el subsidio por hijos. Siempre lo cobraba la madre, ¿no? Vine no lo sabía. Pero sin ninguna duda no vivían en la miseria porque les gustara.

Estas consideraciones particulares no modificarían su actitud respecto a Zack, que era un ladrón y un rufián. No podía arrestarlo aquí, a menos que lo pidiera el personal de la oficina.

– Hablaremos en el coche -dijo cuando volvió Zack, después de asegurarse la subsistencia para la siguiente quincena.

– ¿Sobre qué?

– Bob Mole -contestó Burden-, y una radio con una mancha de sangre.

Fue, como le explicó después a Wexford, tan fácil como quitarle los caramelos a un bebé que no los quiere.

– Aquéllo no era sangre -replicó Zack. Comprendió en el acto lo que había dicho, miró al cielo y se tapó la boca con una mano.

– ¿Por qué no sangre? -le preguntó Vine, acercándose.

– La estrangularon. Lo dijeron en la tele. Salió en los periódicos.

– Así que admite que estuvo en el apartamento de Annette Bystock, que la radio era de ella.

– Mire, yo…

– Vayamos a la comisaría, sargento Vine. Zack Nelson, no tiene obligación de responder a ninguna pregunta sobre el cargo, pero cualquier cosa que diga será anotada y podrá ser utilizada…