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– ¿No de asesinato? -preguntó Zack en el cuarto de interrogatorios.
– Vamos a ver, ¿cómo se llama? -replicó Wexford, sin hacerle caso-. ¿Zachary? ¿Zachariah?
– ¿Oiga, de qué va? No, coño. Me llamo Zack. Había un cantante que le puso Zack a su hija y a mi madre le hizo gracia. ¿Vale? Quiero saber si me están acusando del asesinato de aquella mujer.
– Díganos cuándo entró en el apartamento, Zack -dijo Burden-. Fue el miércoles por la noche, ¿no es así?
– ¿Quién dice que entré en el apartamento?
– No me dirá que ella fue a su casa para llevarle la radio como un regalo de cumpleaños.
Fue un golpe de efecto por parte de Wexford, no una deducción astuta. Si hubiese sido diciembre en lugar de julio hubiese dicho: «regalo de Navidad». Zack le miró aterrorizado, como si se encontrara delante de un clarividente con poderes sobrenaturales comprobados.
– ¿Cómo sabe que el miércoles era mi cumpleaños?
Wexford consiguió evitar la risa con verdadero esfuerzo.
– Muchas felicidades. ¿A qué hora entró en el apartamento?
– Quiero llamar a mi abogado.
– Sí, es lógico. Yo haría lo mismo en su situación. Lo podrá llamar más tarde. Quiero decir, más tarde podrá buscar uno y llamarlo. -Zack le miró con suspicacia. Wexford añadió-: Hablemos del anillo.
– ¿Qué anillo?
– Un anillo con un rubí que vale dos mil libras.
– No sé de qué me habla.
– ¿Ella estaba muerta cuando le quitó el anillo del dedo?
– ¡Yo no le quité el anillo del dedo! ¡No lo tenía en el dedo, estaba sobre el tocador! -Una vez más había picado-. ¡A la mierda!
– Será mejor que comience por el principio, Zack -le recomendó Burden-. Cuéntenoslo todo. -En silencio agradeció que la conversación se estuviera grabando. No había manera de negar lo dicho.
Zack intentó discutir un poco más antes de ceder. Por fin preguntó:
– ¿Qué saco si les digo lo que encontré allí y lo que vi?
– ¿Qué le parece si le llevamos ante el juez mañana en lugar del viernes? Sólo tendrá que pasar una noche en el calabozo y el sargento Camb le traerá una Coca Cola sin cafeína para que duerma tranquilo.
– No me venga con chorradas. Me refiero a que si lo que le diga le sirve para encontrar al asesino…
– Me lo tendrá que decir de todas maneras, Zack. No querrá que le acuse de obstrucción a la justicia además de robo con allanamiento y nocturnidad.
Zack, que como sabía Wexford por el ordenador tenía un impresionante prontuario de delitos menores, conocía bien las consecuencias de esos cargos.
– Eh, de allanamiento nada y de nocturnidad tampoco. No estaba oscuro. Y no forcé ni rompí nada para entrar.
– Es un decir -señaló Burden-. Supongo que pasaba por allí, vio la puerta abierta y entró.
En el rostro de Zack apareció una expresión de astucia mientras ladeaba la cabeza. Había algo siniestro en él, algo llamado maldad. Entornó los párpados.
– No me lo podía creer -comentó mucho más tranquilo-. Moví la manija y la puerta se abrió. Me quedé asombrado.
– No lo dudo. Llevaba las herramientas sólo por si acaso, ¿verdad? ¿Qué quiere decir con eso de que no estaba oscuro?
– Eran las cinco de la mañana, ¿no? Hacía una hora que había amanecido.
– Se levanta con el alba, ¿eh, Zack? -Burden sonrió-. ¿Siempre se levanta tan temprano?
– El niño me despertó y no pude volver a dormirme. Salí a dar una vuelta con la furgoneta para despejarme. Iba despacio, respetando el límite de velocidad, ¿vale?, y la puerta principal estaba abierta, así que decidí parar y echar un vistazo.
– ¿Quiere hacer una declaración, Zack?
– Quiero a mi abogado.
– Le diré lo que haremos. Usted declara y después nosotros le traemos la guía y se busca un abogado en las páginas amarillas. ¿Qué le parece?
Zack se vino abajo sin previo aviso. Cedió de imprevisto. La truculencia dio paso a la mansedumbre.
– Lo que quiera -contestó y lanzó un sonoro bostezo-. Estoy muerto. Nunca puedo dormir a gusto, el chico no me deja.
Sobre las cinco de la mañana del viernes, nueve de julio -declaró Zack Nelson-, entré al apartamento 4 del 15 Ladyhall Avenue, Kingsmarkham. No llevaba herramientas ni forcé la puerta o la cerradura. Llevaba guantes. La puerta principal estaba sin llave. No estaba oscuro. Las cortinas estaban echadas, pero veía el interior. Vi un televisor, un aparato de vídeo, un reproductor de discos compactos y un radiocasete, y me llevé éstos objetos del apartamento, en dos viajes.
Regresé al apartamento y abrí la puerta del dormitorio. Comprobé sorprendido que había una mujer en la cama. Al principio pensé que dormía. Algo en su actitud provocó mis sospechas. Era por la forma en que le colgaba el brazo. Me acerqué pero no la toqué, porque vi que estaba muerta. Sobre el velador había un anillo y un reloj. No los toqué, sino que salí del apartamento a toda prisa, asegurándome de cerrar la puerta.
Cargué el televisor, el vídeo y el radiocasete en la furgoneta que me había prestado el padre de mi novia y regresé a casa. Me dedico a la venta de aparatos electrónicos de segunda mano. Tenía otros equipos rescatados del incendio de una fábrica, así que incluí éstos con los otros. El radiocasete se lo vendí al señor Bob Mole por la suma de siete libras. El televisor y el aparato de vídeo están actualmente en mi casa en el 1 Lincoln Cottages, Glebe End, Kingsmarkham.
– Me gusta el detalle de cerrar la puerta al salir -comentó Wexford después de que se llevaran a Zack a uno de los dos calabozos que había en la comisaría de Kingsmarkham-. Al menos explica por qué la puerta estaba cerrada cuando usted fue allí. Si alguien del Servicio de Empleo lee la crónica de las actuaciones de mañana en el juzgado, Zack perderá el subsidio de paro. El Courier le describirá como negociante en artículos electrónicos.
– No le hará falta allí donde va -señaló Burden.
– No, pero sí lo necesitarán Kimberley y Clint. Es lo que ocurre en casos como este. ¿Les cortan el salario social a los familiares? En cualquier caso, no le condenarán a más de seis meses y sólo cumplirá cuatro-. Wexford vaciló-. ¿Sabe una cosa, Mike? Hay algo extraño en todo esto, algo que no me gusta.
– ¿Cómo que encontró la puerta abierta y el apartamento a su libre disposición? -preguntó Burden. Encogió los hombros-. ¿Cómo que no se llevara el anillo?
– Sí, aunque no exactamente. La puerta principal de la casa casi siempre está abierta y sabemos que Ingrid Pamber dejó la puerta de Annette sólo con el pestillo. Dijo que le dio miedo llevarse un anillo y un reloj que estaban junto a un cadáver, y le creo. Lo que me preocupa es su aparente desconocimiento previo de los apartamentos y sus ocupantes. Según su relato, se coló sin molestarse en cerrar la puerta. No podía dormir, pero no salió a dar un paseo a pie, sino que cogió la furgoneta. Da la casualidad de que llevaba guantes. ¿Con el calor de julio? Afirmó que no llevaba herramientas, pero ¿cuánta gente hay que tiene amigos descuidados y dejan las puertas sin llave durante toda la noche?
– Allí sólo hay dos apartamentos -señaló Burden-. No tenía nada que perder. Lo único que debía hacer era intentar con la puerta de Annette y después subir las escaleras y probar con la de los Harris. Si las dos estaban cerradas, mala suerte.
– Ya lo sé. Es lo que dice él. Pero ¿no es sorprendente que encontrara una puerta abierta a la primera?
– Quizá no era la primera.
– Él dice que sí. De modo que llegamos a la siguiente cosa extraña. Si lo que dice es cierto, no tenía manera de saber si había alguien o no en el apartamento. ¿Qué debemos pensar? ¿Qué al ver -y recordar, calcular, deducir- que estaban echadas todas las cortinas del apartamento uno, y después descubrir que la puerta principal estaba abierta, decidió que no había nadie en casa? En el supuesto de que nadie duerma con la puerta principal abierta, pero que quizá habían salido sin cerrarla. No es muy lógico.
– Corría un riesgo, por supuesto. Pero el robo siempre es arriesgado, Reg.
Wexford no se convenció. Él siempre profundizaba en las motivaciones y las peculiaridades de la naturaleza humana, mientras que Burden se concentraba en los hechos, y casi nunca los discutía por insólitos que parecieran. De camino a la oficina de la Seguridad Social, esta vez a pie, Burden pensó en algo que Wexford le había comentado una vez sobre Sherlock Holmes, que no se podía resolver gran cosa con sus métodos. Un par de zapatillas con las suelas chamuscadas tanto podían significar que su dueño había sufrido un enfriamiento agudo como que tenía los pies fríos. Tampoco se podía deducir al ver a un hombre contemplando un retrato que pensaba en la vida y la carrera del sujeto retratado, porque quizá pensaba en el parecido con su cuñado, que estaba mal pintado o que necesitaba una limpieza. Con la naturaleza humana sólo podías adivinar, e intentar hacerlo bien.
Alcanzó a Peter Stanton cuando abandonaba su mesa.
– ¿Podemos hablar un momento?
– No, si me impide ir a comer.
– Yo también como -respondió Burden.
– Venga por aquí. -Stanton llevó a Burden por la puerta marcada «Privado» que daba al aparcamiento. Era un atajo a la calle Mayor.
Su esposa o Wexford probablemente hubiesen descrito al hombre como byronesco. Tenía ese aire de aventurero que, según decían, las mujeres encontraban tan atractivo, las facciones marcadas por los excesos, el pelo oscuro ondulado que para Burden era desgreñado, el brillo en los ojos que podía corresponder a una tendencia a la crueldad o sencillamente codicia. Stanton vestía un traje de lino, color piedra y muy arrugado, y la corbata -un detalle seguramente impuesto por Leyton- con el nudo flojo debajo del cuello de la camisa no muy limpia y el primer botón desabrochado. Si era posible caminar echado para atrás, así lo hacía Stanton, indolente, con las manos metidas en los bolsillos deformados de sus pantalones abombados. Se detuvo delante de la puerta de una sandwichería con cuatro mesas vacías en la pared opuesta al mostrador y señaló el local con el pulgar.
– Acostumbro a comer aquí. ¿Le parece bien?
Burden asintió. La última vez que había estado en uno de éstos locales, de los que ahora había tres en Kingsmarkham, había pedido «gambas frescas de primera» y la gastroenteritis resultante le había tenido en cama durante tres días. Así que cuando Stanton pidió un bocadillo de camarones y lechuga, él se conformó con la austeridad del queso y el tomate. Observó sin comentarios cómo Stanton vaciaba el contenido de una petaca en el vaso de Sprite.
– Quiero preguntarle sobre las cosas que les dice a sus clientes.
– No les digo ni la mitad de lo que me gustaría decirles.
– Para ser más exacto -continuó Burden, sin seguirle la broma-, quiero saber qué le pudo haber dicho Annette a Melanie Akande.
– ¿Qué quiere decir con exactamente?
– ¿Qué pasa cuando un nuevo solicitante presenta el formulario, -¿cómo se llama…, un ES?-, y le dan un día para que venga a firmar y todo lo demás?
– ¿Quiere saber qué le dijo a la muchacha, lo que le aconsejó y todos los trámites a seguir?
Stanton lo dijo con un tono de aburrimiento. Tenía la mirada puesta en la joven que acababa de salir de la cocina para unirse al hombre detrás del mostrador. Tenía unos veinte años, rubia, alta, muy bonita, con un delantal blanco sobre la camiseta roja escotada y una minifalda tubo ajustada como un vendaje.
– Así es, señor Stanton.
– Muy bien. -Stanton bebió un trago de su cóctel de Sprite-. Annette hubiera echado una ojeada al formulario ES 461, para ver si todo estaba bien. Hay que contestar a cuarenta y cinco preguntas y es complicado hasta que sabes cómo. Digamos que es… bueno, poco habitual que un cliente responda bien la primera vez sin ayuda. Éstos camarones tienen un gusto raro, saben a pescado.
– El camarón es pescado -señaló Burden.
– Sí, pero ya sabe lo que quiero decir, tienen un sabor fuerte, como el olor que sale de la pescadería. ¿Cree que debo comérmelos?
– Continúe con lo que Annette le hubiese dicho -replicó Burden, sin hacer caso de la pregunta.
– A menudo la comida que sirven aquí tiene un gusto raro, pero ver a esa tía lo compensa. Supongo que por eso continúo viniendo. -Stanton captó la mirada de basilisco de Burden-. Sí, bueno, una vez revisado el formulario le hubiese dado al cliente, Melanie comosellame, un día para firmar. Va por orden alfabético. De la A a la K los martes, de la L a la R los miércoles, de la S a la Z los jueves. No se firma ni los lunes ni los viernes. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Akande? Le hubiese tocado un martes. Un martes cada quince días.
»Después Annette le hubiese explicado que la firma es para demostrar que todavía sigues en el mundo de los vivos, que no te has largado a ninguna parte, que estás disponible y muy ocupado buscando trabajo, y le hubiese dicho que después de firmar le enviarían un giro a su casa y que podía cobrarlo en la oficina de correos o depositarlo en el banco. Annette le hubiese explicado todo esto. Después, supongo, le hubiese preguntado si Melanie tenía alguna duda. Melanie sólo hubiese dispuesto de veinte minutos con Annette, lo que da para muy poco.
– Supongamos que hubiese tenido un trabajo para Melanie. ¿Es posible? ¿Cuál hubiese sido el procedimiento?
Stanton bostezó. No había tocado el segundo bocadillo. Ahora repartía sus miradas entre la muchacha de la minifalda tubo y otra que había aparecido de alguna región interior. Esta mujer tenía el pelo color caoba largo hasta la cintura y al parecer no llevaba nada excepto una gorra blanca y una bata de algodón blanco con el dobladillo dos centímetros más abajo de la entrepierna. El carraspeo de reproche de Burden le obligó a volver al tema, con un leve suspiro.
– No hay trabajos. Es un bien muy escaso. Supongo que quizás Annette hubiese tenido algo adecuado para la tal Melanie, una clienta licenciada. Quizá por uno de esos milagros hubiese tenido algo.
– ¿Dónde? ¿En una carpeta? ¿En un archivo?
– Lo hubiese buscado en el ordenador -contestó Stanton, con una mirada piadosa.
– ¿Y si hubiese tenido algo que ofrecerle a Melanie, entonces qué?
– Ella hubiera llamado al empleador y pedido una hora para la entrevista de Melanie. Pero no lo tenía -añadió Stanton sin más-. Eso seguro. Los dos consejeros de nuevas solicitudes tenemos la misma información en los ordenadores y no había nada, por remoto que fuera, adecuado para una muchacha de veintidós años licenciada en teatro. Puede comprobarlo si quiere, pero le digo que no había.
– ¿Cómo sabe en qué estaba licenciada?
– Me lo dijo mientras la violaba y la estrangulaba, por supuesto. -Stanton seguramente recordó que estaba penado hacer perder el tiempo a la policía. Añadió malhumorado-: Venga, lo leí en el periódico.
Burden fue a buscar una taza de café al mostrador. Cuando volvió a la mesa, preguntó:
– ¿Eso hubiese sido todo? ¿Ningún consejo? Ustedes son consejeros, ¿no?
– Eso es consejo, les decimos cómo firmar, les explicamos lo de los giros. ¿Qué más quiere?
Por un momento, había brotado la esperanza en el corazón de Burden. Se había imaginado una escena en la que Melanie salía de la oficina de la Seguridad Social para ir a una entrevista de trabajo, de la que nunca más volvería. Sólo Annette sabía a dónde había ido y por qué y, lo que era más importante, a quién había ido a ver. Pero su muy bien estructurada escena se había venido abajo, y cuando le preguntó a Stanton si se le ocurría alguna cosa confidencial, secreta o siniestra que Melanie pudiese haberle confiado a Annette, algo que era asunto de la policía, no le sorprendió que el hombre descartara la pregunta con un ademán y cabeceo.
– Tengo que irme.
– Está bien. -Burden se levantó.
– Yo también soy licenciado en teatro -comentó Stanton sin más-. Quizá por eso lo recuerdo. Estaba dispuesto a ser un gran actor, un segundo Olivier y muchísimo más guapo. De eso hace quince años, y todo para acabar en esto.
Aburrido por el comentario y sin compadecerse en lo más mínimo, Burden le preguntó mientras salían del local:
– ¿Alguna vez la amenazó alguien?
– ¿A Annette? ¿En la oficina? Bendito sea su casco de policía si es que lo tiene, nos amenazan continuamente. Continuamente. Es peor todavía en las mesas. ¿Por qué piensa que tenemos un guardia de seguridad? El 99 por 100 de las veces no pasa nada, vagas promesas de que «nos cogerán». Algunos nos acusan de quedamos con los giros, de perder adrede los ES 461, y todas esas cosas. Entonces nos «cogerán» o nos «rajarán».
»También está el tema del fraude. Firman con tres o cuatro nombres diferentes y piensan que nosotros informamos a los inspectores, así que nos cogerán por habernos chivado…
Burden recordó que una vez Karen Malahyde había ido a la oficina de la Seguridad Social por un «incidente», y otra ocasión le había tocado a Pemberton y Archbold. En aquel entonces no le había prestado ninguna atención.
– ¿Salió con ella una o dos veces? -le preguntó Burden de sopetón.
– ¿Con Annette? -replicó Stanton, inmediatamente alerta, cauteloso-. Dos veces. Fue hace tres años.
– ¿Por qué dos veces? ¿Por qué no más? ¿Pasó algo?
– No me la follé, si se refiere a eso. -Stanton que hasta el momento caminaba con su andar indolente, sin prisas, se detuvo. Permaneció inmóvil en mitad de la acera sin saber qué hacer. Por fin, se sentó en el muro bajo que rodeaba el patio de una agencia inmobiliaria y sacó un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos.
– Cyril el rata me llamó a su oficina para comunicarme que no podía ser. Las relaciones entre miembros del personal de sexos opuestos daban una mala imagen. Le pregunté si consideraba correcto que me follara a Osman pero me respondió que no dijera guarradas y aquello fue todo.
La mirada de Burden era una elocuente muestra de adhesión a la opinión de Leyton, pero no dijo nada.
– No es que lo sintiera. -Stanton dio una chupada al cigarrillo y soltó el humo en dos columnas azules por la nariz-. No me entusiasmaba ser utilizado como un -¿cómo lo diría?- no lo sé, la cuestión es que ella sólo quería salir conmigo para que aquel tipo se pusiera celoso, abandonara a su mujer y se casara con ella. Vaya idea. Incluso me lo contó, me habló de cómo le diría al tipo que yo iba por ella y que si no quería perderla más le convenía espabilar. Encantador, ¿no le parece?
– ¿Estuvo en su apartamento?
– No, nunca visité su casa. Fui al cine con ella, nos encontramos en la entrada y después nos tomamos un café. La siguiente vez tomamos unas copas, comimos una pizza y dimos un paseo en coche. Aparcamos en el campo y nos sobamos un poco pero nada extraordinario. Entonces Cyril el cancerbero echó el cerrojo.
Regresaron juntos a la oficina de la Seguridad Social y Burden entró con él. Hablaba con el guardia de seguridad, interesado en averiguar si Annette había sido amenazada en alguna ocasión, cuando un grito agudo procedente del mostrador de Wendy Stowlap le hizo levantarse de un salto.
– Le avisé que gritaría si volvía a repetirlo -gritó la mujer-. Si lo dice una vez más me tiraré al suelo y comenzaré a chillar.
– ¿Qué quiere que le diga? Puede recibir tratamiento odontológico gratuito si cobra el salario social pero no le pagaremos la factura del osteópata.
La mujer, bien vestida y que tenía una resonante voz de artista, se tendió en el suelo de espaldas y comenzó a chillar. Era joven y tenía los pulmones fuertes. A Burden los chillidos le sonaron como la rabieta de un niño en el supermercado. Se acercó a la mujer seguido por el guardia de seguridad, Wendy asomada por encima del mostrador agitaba un panfleto azul y amarillo con el título: «Ayúdenos a entenderle y cómo quejarse».
– Venga -dijo el guardia de seguridad-. Levántese, chillar no le servirá de nada.
La mujer chilló más fuerte.
– Basta -le ordenó Burden al tiempo que le ponía la placa delante mismo de los ojos-. Se acabó. Está perturbando el orden público.
La placa tuvo un efecto mágico. La mujer era de clase media y por lo tanto se sentía intimidada por la policía y la sugerencia de que estaba cometiendo una falta. Los chillidos se convirtieron en un gemido. Se levantó con torpeza, arrebató el folleto de la mano de Wendy y le dijo resentida:
– No hacía falta llamar a la policía.
Marido y mujer se sentaron uno al lado del otro, pero no muy cerca, delante de la mesa en el despacho de Wexford. El inspector jefe no quería asustar a Carolyn Snow, todavía no. Si era necesario asustarla lo haría después. Mientras, aunque el despacho no se podía comparar con un estudio de grabación, el detective Pemberton tenía preparado todo el equipo necesario por si necesitaban utilizarlo.
La pareja había llegado por separado con una diferencia de dos minutos. Carolyn Snow se apresuró a explicar que estaban separados. Ella se había quedado en la casa de Harrow Avenue -«el hogar de mis hijos»- y había enviado al marido a una habitación de hotel. Wexford advirtió que Bruce Snow llevaba la misma camisa del día anterior. Tampoco se había afeitado. Era obvio que su esposa se había despreocupado totalmente de sus obligaciones matrimoniales.
– Tenemos que aclarar de una vez qué hicieron ustedes durante la tarde-noche del siete de julio -dijo Wexford-. ¿Señor Snow?
– Ya le dije lo que hacía. Estaba en casa con mi esposa. Mi hijo también estaba. En la planta alta.
– No es eso lo que nos ha dicho la señora Snow.
– Oiga, no me venga con tonterías, es pura mentira. Llegué a casa a las seis y no me moví de allí. Cenamos a las siete, como siempre. Mi hijo subió a su habitación después de cenar. Tenía que hacer los deberes de historia. Un comentario sobre la guerra de Sucesión española.
– Tiene muy buena memoria, señor Snow, considerando que no sabía qué tenía que recordar.
– No he dejado de exprimirme el cerebro desde que nos vimos. No he pensado en otra cosa.
– ¿Qué hizo después de cenar? ¿Miró la televisión? ¿Leyó algo? ¿Llamó por teléfono?
– No tuvo tiempo -intervino Carolyn, con un tono agrio-. Salió de casa a las ocho menos diez.
– ¡Eso es una puñetera mentira! -gritó Snow.
– Que va, sabes que es cierto. Era tú miércoles, ¿no? La tarde noche de un miércoles cada quince días que dedicabas a follarte a esa mala puta en el suelo de tu oficina.
– Bonito lenguaje, muchas gracias, te sienta muy bien. Cualquier hombre se sentiría orgulloso de escuchar a su esposa hablar así, como una buscona.
– No sé de qué te asombras, tú que eres un experto en la materia. Y no soy tu esposa, ya no. Dentro de dos años, sólo dos años, tendrás que decir «mi ex esposa», tendrás que explicar que vives en un albergue porque tu «ex esposa» te dejó sin nada, se quedó con la casa, con el coche y con las tres cuartas partes de tus ingresos… -La voz por lo habitual serena y gentil de Carolyn Snow subía de tono cada vez más, vibrando de cólera-, ¡porque te pillaron follándote a una puta gorda a través de las bragas rojas!
Dios santo, pensó Wexford, ¿cuánto le había contado? ¿Todo? ¿Quizá había pensado librarse con una confesión completa? Carraspeó como una advertencia que no consiguió detener a Snow.
– ¡Cállate de una puta vez, vaca frígida! -le gritó a su esposa.
Carolyn Snow se levantó lentamente sin apartar la mirada del rostro de su marido.
Wexford intervino.
– Basta, por favor. No quiero tener aquí una rencilla matrimonial. Siéntese, señora Snow.
– ¿Por qué? ¿Por qué tengo que comportarme como si fuera una acusada? Yo no he hecho nada.
– ¡Ja! -exclamó Snow, y lo repitió, con un énfasis amargo-. ¡Ja!
– De acuerdo -dijo Wexford-. Pensé que se sentirían más cómodos hablando conmigo aquí pero veo que me equivoqué. Pemberton, bajaremos al cuarto de interrogatorio dos, y con el permiso de ustedes -miró con acritud a los Snow, cómo si pedirles permiso fuese una formalidad inútil- grabaremos el resto de la entrevista.
Abajo era otra cosa, el parecido con un calabozo lo daban las paredes de ladrillo encaladas y un ventanuco muy alto. En más de una ocasión Wexford había pensado que los aparatos electrónicos que cubrían la pared detrás de la mesa metálica sugerían la idea inquietante, no tanto de una cámara de tortura, pero sí de uno de esos lugares donde te tenían de pie durante toda la noche iluminado por los focos.
Mientras bajaban aprovechó para preguntarle a Snow, en un tono informal y sin que le escuchara la esposa, si era verdad que un amigo o pariente de ellos vivía en una casa de Ladyhall Avenue con vista a los apartamentos. Snow lo negó. No era cierto, dijo, y nunca le había comentado a nadie tal cosa.
En el cuarto de interrogatorios sentó a los Snow uno delante del otro y él se sentó en la cabecera. Burden, que acababa de volver de la oficina de la Seguridad Social, ocupó la otra. La austeridad del cuarto, su severidad, acalló a Carolyn, tal como él había pensado. En un momento, en el ascensor, la mujer la había emprendido otra vez con su marido que le escuchó con los ojos cerrados. Aquí abajo guardó silencio. Se apartó el pelo rubio de la frente y se apretó las sienes con los dedos como si le doliera la cabeza. Snow se sentó con los brazos cruzados, la barbilla apoyada en el pecho.
Wexford habló para la grabación: «Están presentes el señor Bruce Snow, la señora Carolyn Snow, el inspector jefe Wexford y el inspector Burden».
Después le dijo a la mujer:
– Quiero que me diga exactamente qué pasó la tarde-noche del siete de julio, señora Snow.
La mujer miró de soslayo a su marido, mientras pensaba en la respuesta.
– Llegó a casa a la seis y le pregunté: «¿Hoy no trabajas hasta tarde?». Volveré a la oficina después de cenar, me contestó…
– ¡Mentira! ¡Otra de tus puñeteras mentiras!
– Por favor, señor Snow.
– Joel dijo que quizá necesitaría que su padre le echara una mano con el trabajo para la escuela y su padre respondió: «Lo lamento porque tengo que salir…».
– ¡Yo no dije eso!
– «Porque tengo que salir», y se fue. A las ocho menos diez. Yo no sospechaba nada, se lo juro, nada. ¿Por qué iba a sospechar? Confiaba en él. Confío en la gente. La cuestión es que le llamé a la oficina porque Joel necesitaba ayuda. Le dije: «Llamaremos a papá y se lo preguntas por teléfono». Pero no contestó nadie. No me preocupó. Pensé que no quería atender el teléfono. Ya estaba acostada cuando regresó a casa. Eran las diez y media pasadas, casi las once.
– Venga, continúa delirando.
– No acostumbro a mentir, él lo sabe. Mientras que todos sabemos que él es un mentiroso. ¡Trabajando hasta tarde! ¿Sabía que se la follaba en la oficina por si acaso yo le llamaba poder contestar? Si no fuese porque recibió lo que se merecía, que la asesinaran, casi sentiría lástima por esa puta gorda.
– Le recuerdo, señora Snow -señaló Wexford, un poco harto- que, con su permiso, estamos grabando esta conversación.
– ¡A mi qué me importa! ¡Grábela! ¡Transmítala por los altavoces de la calle Mayor! Que se entere todo el mundo, porque de todos modos yo lo contaré. Se lo dije a mis amigos, se lo dije a mis hijos. Quería que supieran que su padre es un cabrón.
En cuanto se marchó la pareja, Burden adoptó una expresión seria y sacudió la cabeza.
– Sorprendente, ¿verdad? -le comentó a Wexford-. Cualquiera la tomaría por una auténtica dama si se la presentan en una fiesta: discreta, buenos modales, refinada. ¿Quién pensaría que una mujer como ella pudiera conocer semejante lenguaje?
– Habla como un policía en una novela de detectives de los años treinta.
– De acuerdo, quizá sí, pero ¿no le sorprende?
– Lo aprenden de las novelas modernas -contestó Wexford-. No tienen nada más que hacer durante todo el día que leer. ¿Hemos averiguado alguna cosa de Stephen Colegate?
– ¿El ex marido de Annette? Vive en Australia, se ha vuelto a casar, pero su madre vive en Pomfret y le espera el domingo. Viene a visitarla con sus dos hijas.
– Pida que alguien compruebe que de verdad está en Australia. ¿Qué ha pasado con Zack Nelson?
– Permanece bajo custodia en los juzgados. ¿Por qué lo pregunta?
– Pienso en Kimberley y su hijo.
– No se preocupe tanto por Kimberley -replicó Burden-. Sabe más sobre cómo conseguir ayudas que el mismísimo Cyril Leyton. Es de esas que tienen matrícula de honor en salario social.
– Creo que tiene razón -afirmó Wexford, con una carcajada-. La señora Snow ha terminado conmigo, -Hizo una pausa y después añadió-: Ay, pienso irme muy lejos, a la isla valle de Avalon, donde me curaré de mis terribles heridas.
– ¡Dios bendito! -exclamó Burden-. ¿Qué lugar es ese?
– Mi casa.