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– Le prometí que no compraríamos ninguna alfombra oriental -dijo Dora-, aunque ya me hubiese gustado comprar una si surgía la ocasión, pero eso no se lo mencioné. Desde luego, ella tiene toda la razón, esas cosas son malvadas y pérfidas, pero es la manera que tiene de entregarse en cuerpo y alma a cualquier proyecto nuevo.
Sheila Wexford se había convertido en miembro activo de Anti Esclavismo Internacional. Aquella misma tarde, antes de que llegara Wexford, había hablado con su madre por teléfono para arrancarle la promesa de que no compraría alfombras orientales o de Oriente Próximo, porque quizá las habían tejido niños de once y doce años o menores. Las niñas de Turquía se quedaban ciegas al tener que trabajar en los telares en talleres casi a oscuras. Obligaban a los niños a trabajar catorce horas al día y como sus padres los habían enviado a los talleres en pago de una deuda, no les pagaban nada.
– ¿Supongo que se irá a Turquía para verlo personalmente? -comentó Wexford.
– ¿Cómo lo sabes?
– Conozco a mi hija.
– ¿Por qué «internacional»? -preguntó Sylvia en un tono quisquilloso-. Internacional es un adjetivo. ¿Qué tienen de malo sociedad o asociación? -Wexford comprendió que su referencia a Sheila como «mi hija» en vez de «mi hija menor», lo cual implicaba que sólo la quería a ella, le había irritado. Lo que menos le importaban eran los adjetivos-. Sheila no se da cuenta pero es tan malo como «colectivo» -añadió con una mirada furiosa a su padre. Wexford se apresuró a enmendar la confusión, y agregó a su próxima pregunta una coletilla afectuosa poco habitual.
– ¿Te han ofrecido algún trabajo, cariño?
– Nada. Neil asiste a un taller de trabajo que quizá le permita entrar en un programa de reciclaje. Eso de «taller de trabajo» suena fatal.
– Y «creditable» por «creíble» -señaló su padre-. Era la clase de conversación que por lo general sólo tenía con Sheila-. O «género» por varón y mujer o «problema de salud» por «enfermo».
– Kanena provlima -proclamó Sylvia, otra vez alegre-, que según mi hijo es su frase favorita en griego. Algo bueno de estar en el paro es que estaré con ellos durante las vacaciones de verano. La escuela termina la semana que viene.
Llovía a cántaros y Gleve End estaba inundado. Sin desagües, o si los había no funcionaban desde hacía años, los Lincoln Cottages parecían flotar en un pantano. Una enorme extensión de agua cubría el camino de ladrillos y llegaba hasta los ejes de una furgoneta vieja, con las puertas traseras abiertas. Un cubo de plástico negro flotaba en un charco delante de la puerta principal.
Barry Vine echó una rápida ojeada al interior de la furgoneta donde había un colchón mojado y un sillón sin cojines, mientras Karen Malahyde llamaba a la puerta. Kimberley tardó un buen rato en abrir.
– ¿Qué quieren?
– Las cosas que robó su amigo -contestó Vine.
La joven encogió los hombros esqueléticos pero abrió la puerta del todo y se apartó. Clint estaba sentado en una trona, muy entretenido en embadurnarse la cara y el pecho con un mucílago marrón que sacaba de un bol rajado. La trona, pintada de blanco con dibujos de conejos y ardillas, era un mueble considerable, quizás un regalo de un abuelo con medios.
– ¿Se muda? -preguntó Vine señalando el exterior.
– ¿Y qué si me mudo?
– Nos dio a entender que no tenía ninguna posibilidad de realojamiento.
Kimberley cogió un trapo sucio de una de las cajas de cartón y comenzó a limpiarle la cara a Clint. El niño se resistió llorando a moco tendido. Vine subió a buscar el televisor. Karen cargó con el vídeo hasta el coche. Por una vez, Kimberley les dio una información mientras cogía en brazos a Clint.
– Murió mi abuela.
Vine, que no era una persona desagradable, y sin saber cómo interpretar las palabras de la joven, dijo:
– Lo lamento -y después añadió-. ¿Se refiere a que heredó su casa o qué?
– Así es. Me tocó a la primera. Mi madre no la quiere. Dijo que nos la podemos quedar.
– ¿Cuándo ocurrió?
– ¿Qué, la muerte de mi abuela o que mamá dijera que nos la podíamos quedar? -Kimberley no esperó la respuesta-. Mamá vino el miércoles y le conté lo de Zack, así que ella dijo: «No te puedes quedar aquí», y yo le respondí: «Tienes toda la razón, no podemos», y fue entonces cuando ella me dijo: «Te puedes mudar a la casa de tu abuela». ¿Satisfecho?
– Será un cambio para mejor.
– Clint -dijo Kimberley-, deja las botellas en paz o te daré un sopapo.
Vine, un padre muy consciente, estaba en contra de los castigos corporales, tenía lo que llamaba una «manía» con el tema, y Clint era muy pequeño.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se refiere a que no debe vivir en esta pocilga? En esto, estoy de acuerdo. Pero nos mudamos, ¿no? ¿Qué pasa, ahora va de asistente social?
– Me refería a si está recuperado del todo de aquella operación.
– Joder, eso fue hace un año. -De pronto Kimberley se puso furiosa, el rostro enrojecido, los hombros y los brazos temblando de rabia-. ¿Y a usted qué coño le importa? Desde luego que está bien, mírele. Está de maravilla, es normal, como si hubiese nacido así. ¿No lo ve? -Se estremeció-. ¿Por qué no acaban de recoger las cosas y se largan?
Cerró de un portazo en cuanto salieron.
Vine metió un pie en el charco y soltó una maldición.
Wexford consideraba que este asunto le resultaba odioso, le repugnaba tener que pedir información a un chico sobre su padre. Le recordaba, por una de esas cosas, la pregunta que le habían hecho en la reunión de ¡Mujeres, alerta! Encargar a Karen, una joven guapa y muy seria, que interrogara a Joel parecía la mejor solución. Sin duda, su bien conocida dureza a la hora de interrogar a los hombres no incluiría a un chico de catorce años.
Fue con ella y habló con la madre mientras Karen conversaba con Joel en el cuarto de juegos, una habitación donde no había nada con qué jugar pero llena de cosas que inducían al estudio. Joel poseía una impresionante colección de libros de textos y diccionarios, un ordenador y un magnetófono. Los carteles en las paredes eran todos educativos: la vida de un árbol, el sistema digestivo humano, un mapamundi climático.
Joel se parecía a su padre, moreno, delgado, alto, pero tenía la actitud reposada de la madre. Quizás él también era capaz de estallidos violentos. Se dirigió a Karen antes de que ella pudiera decir palabra.
– Mi madre me explicó el motivo de su visita. No le servirá de nada preguntarme porque no sé nada.
– Joel, sólo quiero que me digas si sabes si tu padre salió antes de las ocho. ¿Estaba en este cuarto?
El chico asintió. Se mostraba tranquilo pero tenía la mirada alerta.
– Este cuarto está sobre el garaje. Habrás oído si salía un coche.
– Mi madre guarda su coche en el garaje. El suyo está siempre fuera.
– Incluso así. Tienes buen oído, ¿no? ¿O estabas muy concentrado en tus deberes? -Karen no pasó por alto que no se había referido a Snow como «mi padre». Decidió arriesgarse-. ¿Tu madre te explicó de qué se trata?
– Por favor -respondió Joel-, no soy un crío. Él cometía adulterio y ahora han asesinado a su amante.
Karen parpadeó. Se había quedado de una pieza. Inspiró con fuerza y comenzó de nuevo con el coche, el garaje, la hora.
En la planta baja, Wexford le preguntaba a Carolyn Snow si quería rectificar su declaración respecto a los movimientos de su marido la tarde noche del siete de julio.
– No. ¿Por qué? -No llevaba maquillaje. No parecía haberse lavado el pelo desde que se enteró de la existencia de Annette Bystock. Si iba vestida con elegancia quizás era porque no tenía otras ropas. Entonces, añadió sin más-: Hubo otra antes que ella. Una tal Diana no sé cuantos. Pero no duró mucho. -Se pasó una mano por el pelo-. ¿Es verdad que una esposa no puede declarar en contra de su marido?
– Una esposa no puede ser hostigada a declarar en contra de su esposo -respondió Wexford-. No es lo mismo.
La mujer consideró la respuesta y la conclusión a la que llegó pareció complacerla.
– No volverá a hablar conmigo, ¿verdad?
– Quizás. Es una posibilidad. Espero que no piense en viajar a alguna parte.
– ¿Por qué lo pregunta? -Entornó los párpados como señal de desconfianza y el inspector adivinó que había pensado en ello.
– La escuela acaba la semana próxima -dijo Wexford-. No quiero que se vaya por ahora, señora Snow. -Se detuvo al llegar a la puerta. Ella estaba detrás de él pero le dejó que abriera la puerta-. Creo que tiene un pariente que vive en Ladyhall Avenue, ¿es verdad?
– No. ¿De dónde sacó esa idea?
Wexford no iba a decirle que se lo había mencionado su marido o que el lugar de residencia de esta persona era la razón por la que no había querido ir nunca al apartamento de Annette.
– Entonces, ¿un amigo?
– Nadie -afirmó ella-. Mi familia proviene de Tunbridge Wells.
El inspector jefe se marchó pensando que si Annette había amenazado con apresurar el matrimonio con Snow por medio de contárselo todo a Carolyn, esto hubiese sido el móvil de Snow para cometer el asesinato. La reacción de Carolyn al enterarse de la infidelidad continuada de su marido justificaba el crimen como la única salida. Ella era tan despiadada y rencorosa como había esperado Snow. Además él lo sabía; había habido otra antes de Annette.
Quizás él había ido a Ladyhall Avenue el miércoles por la noche para rogarle a Annette que mantuviera el silencio. Tal vez le había prometido el cielo. Llevarla a cenar de vez en cuando no hubiera estado mal, pensó Wexford. Ir de vacaciones juntos a algún lugar o sólo hacerle un regalo. Pero no había funcionado. Ella no había querido aceptar nada que no fuera divorciarse de Carolyn y su casamiento. Habían discutido, él había arrancado el cordón de la lámpara y la había estrangulado… Era el arrancar el cordón lo que no cuadraba. Se necesitaba fuerza. Además, en el ardor de la pelea, ¿no hubiera sido más lógico que le rodeara el cuello con las manos?
Cruzó la acera hasta el coche donde Karen le esperaba sentada al volante, el único ejercicio que haría hoy. El doctor Crocker primero, y el doctor Akande después, le habían recomendado caminar más (el mejor ejercicio cardiovascular, habían proclamado ambos) y se preguntaba si decirle o no a Karen que se llevara el coche y le dejara recorrer a pie el par de kilómetros hasta la comisaría, cuando vio al doctor que venía hacia él. Wexford fue consciente en el acto de la reacción pusilánime que hace simular que no te ha visto a una persona, que impulsa a cruzar a la otra acera y desviar la mirada, cuando el encuentro en ciernes puede significar un reproche o una recriminación. Él no había ofendido de ningún modo al doctor Akande; por el contrario, había hecho todo lo que estaba a su alcance y en el de los policías a sus órdenes por encontrar a la hija desaparecida, pero a pesar de esto sentía vergüenza. Y para acabar de empeorarlo, quería evitar el encuentro con una persona tan triste y desesperada como el doctor. Pero no evitó el encuentro. Un policía debe enfrentarse a todo o cambiar de trabajo (reciclarse, según la oficina del paro). Era un principio que había seguido desde hacía treinta años.
– ¿Cómo está, doctor?
– Vengo de visitar a una paciente a la que sólo le faltan dos años para cumplir los cien -contestó Akande-. Incluso ella me preguntó si tenía alguna noticia. Todos son muy bondadosos, muy solidarios. Me digo a mí mismo que sería peor si dejaran de preguntar.
Wexford no supo que decir.
– No dejo de pensar en lo que pudo haber hecho Melanie, a dónde fue, y todo lo demás. Es como si no pudiese pensar en otra cosa. Le doy vueltas y más vueltas. Incluso a veces me pregunto si llegaremos a recuperar su cuerpo. Nunca entendí por qué las personas que pierden a sus hijos en la guerra reclaman sus restos o quieren saber dónde están enterrados. Pensaba ¿qué más da? Lo que quieres es a la persona, al ser vivo que quieres, no la… la envoltura exterior. Ahora lo comprendo.
La voz de Akande se había quebrado al pronunciar la palabra «querer» como se quiebra la voz de todas las personas desgraciadas cuando la dicen.
– Tendrá que disculparme, debo irme -murmuró el doctor, y se alejó caminando como un ciego. Wexford vio que le costaba meter la llave en la cerradura de la puerta del coche. Sin duda las lágrimas le impedían ver.
– Pobre hombre -comentó Karen.
– Sí -respondió Wexford mientras se preguntaba si esta era la primera vez que ella utilizaba juntos ese adjetivo y ese sustantivo.
– ¿A dónde vamos, señor?
– A Ladyhall Avenue. -Hizo una pausa antes de añadir-: Ingrid Pamber nos dijo algo que aparentemente se perdió en la conmoción general por la conducta de Snow. ¿Sabe de qué hablo?
– ¿Algo referente a Snow?
– Quizá no sea verdad. Es una mentirosa y para colmo una liante.
– ¿Es aquello de que la esposa tenía un pariente o amigo que vivía delante de Ladyhall Court?
Wexford asintió. Salieron de Queens Gardens, donde vivía Wendy Stowlap, y pasaron por el supermercado de la esquina donde Ingrid había hecho la compra para Annette. Un hombre aporreaba furioso el cristal de la cabina de teléfonos donde una mujer hablaba, sin hacerle caso.
Una mujer ciega les atendió. Los ojos, en sus cunas de arrugas, eran como canicas cuarteadas por tanto uso. Wexford se presentó con voz suave:
– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham, y esta es la sargento detective Malahyde.
– Es una mujer joven, ¿verdad? -comentó la señora Prior, mirando a media distancia.
Karen contestó que sí.
– Puedo olería. Es muy agradable. Roma, ¿no es así?
– Sí, así es. Muy inteligente de su parte.
– Vaya, los conozco todos, todos los perfumes, es así cómo distingo a una mujer de otra. No se molesten en mostrarme sus credenciales, no puedo verlas y supongo que no huelen. -Gladys Prior celebró con una carcajada su muestra de ingenio-. ¿Qué ha pasado con aquel joven, B U R D E N? -Evidentemente era una broma personal y volvió a reír.
– Hoy está ocupado en otra parte -respondió Wexford.
Percy Hammond no miraba por la ventana. Dormía. Pero el sueño ligero de los muy ancianos se interrumpió cuando entraron en la habitación. Wexford se preguntó qué aspecto había tenido de joven. No había nada en aquel rostro arrugado, consumido, cuarteado, que sugiriera los rasgos de la edad madura, y mucho menos los de la juventud. Apenas si parecía humano. Sólo las encías rosadas, que dejaba ver cuando sonreía, indicaban que alguna vez había tenido dientes, desaparecidos quizá cincuenta años atrás.
Vestía un traje a rayas con chaleco y camisa sin cuello. Las rodillas levantaban la tela gris como una estructura con ángulos agudos, y las manos apoyadas en ellas parecían patas de paloma.
– ¿Quieren que asista a una rueda de identificación? -preguntó-. ¿Qué señale cuál es él en una fila de detenidos?
Wexford contestó que no. Mientras felicitaba mentalmente al señor Hammond por su rápida deducción, añadió que no había dudas sobre quién había robado en el apartamento de Annette. Ya tenían a alguien ayudándoles con las investigaciones de este asunto.
– De todos modos, no hubieses podido ir -señaló la señora Prior-. No en tu estado. -Se dirigió a Karen, que al parecer le había caído bien-. Tiene noventa y dos años, sabe.
– Noventa y tres -le corrigió el señor Hammond, confirmando la ley de Wexford referente a que sólo cuando la gente tiene menos de quince o más de noventa se añaden años a su verdadera edad-. Cumpliré noventa y tres la semana que viene, y podría ir. No salgo desde hace cuatro años, así que cómo sabes que no puedo.
– Una deducción inteligente -replicó Gladys Prior con una risita en dirección a Karen.
– Señor Hammond -dijo Wexford-, usted le contó al inspector Burden lo que vio al amanecer del jueves. ¿También miraba por la ventana la tarde-noche anterior?
– Siempre miró por la ventana. A menos que esté dormido o esté oscuro. Incluso a veces de noche. Puedes ver con la luz de las farolas si apagas la luz de la habitación.
– ¿Apagó la luz, señor Hammond? -preguntó Karen.
– Tengo que pensar en la factura de la electricidad, señorita. La tarde-noche del miércoles tenía la luz apagada, si eso es lo que quiere saber. ¿Quiere saber lo que vi? Le he estado dando vueltas, he intentado recordarlo todo. Sabía que ustedes volverían.
Era una bendición como testigo, pensó Wexford.
– ¿Me dirá lo que vio, señor?
– Siempre les observo regresar a casa del trabajo, aunque ahora hay unos cuantos que se han marchado de vacaciones. La mayoría no me hace caso pero aquel tipo, Harris, siempre me saluda. Regresó a eso de las cinco y veinte y diez minutos más tarde llegó una chica. Tenía coche y lo aparcó delante. Hay una raya amarilla que prohíbe aparcar hasta las seis y media, pero no le prestó atención. No le había visto antes. Una chica muy guapa, de unos dieciocho años.
Ingrid se sentiría halagada, aunque sin pasarse. Cuando llegas a los noventa y tres, pensó Wexford, cualquiera con cincuenta te parecerá que tiene treinta, y los veintiañeros, niños.
– ¿Entró en los apartamentos?
– En efecto, y salió al cabo de cinco minutos. Bueno, fueron siete. No soy muy bueno calculando el tiempo, pero a ella la controlé, no sé por qué. Es por hacer algo. Algunas veces lo hago, es como un juego, y apuesto. Me dije a mi mismo: van diez chelines, Percy, a que sale antes de diez minutos.
– La señorita no sabe que son diez chelines, Percy. Ya no vives en la realidad. Son cincuenta peniques, querida, han pasado veinte años o más desde el cambio pero para él es como si fuera ayer aclaró la señora Percy.
– ¿Qué pasó después? -le interrumpió Wexford.
– No pasó nada si es que se refiere a la entrada de extraños. La señora Harris salió y regresó con el diario de la tarde. Cené. Lo mismo de siempre, una rodaja de pan con mantequilla y un vaso de Guinness. Vi llegar el coche que lleva a Gladys a su club de ciegos.
– A las siete en punto -dijo la señora Prior-. Y regresé a las nueve y media.
– Señor Hammond, ¿cenó en aquella mesa? ¿Miró la tele?
El anciano sacudió la cabeza. Señaló la ventana.
– Ese es mi televisor.
– No tienes ocasión de ver mucho sexo y violencia, ¿verdad, Percy? -Gladys Prior se tronchó de risa.
– ¿Así que continuó mirando? ¿Qué ocurrió después de marchar la señora Prior?
Percy Hammond arrugó todavía más su rostro arrugado.
– Poca cosa más. -Miró a Wexford con una expresión de astucia-. ¿Qué quería que viese?
– Sólo lo que vio -señaló Karen.
– Me interesa saber qué pasó alrededor de las ocho, señor Hammond -contestó Wexford-. No quiero ponerle ideas en la cabeza, pero ¿vio a un hombre entrar en Ladyhall Court entre las cinco y las ocho y cuarto?
– Sólo a aquel tipo con su perro. Hay un hombre que no sé cómo se llama, Gladys tampoco lo sabe, que tiene un spaniel. Lo saca a pasear todas las tardes. Le vi. Me hubiese llamado la atención no verle. Algo no iba bien, pensó Wexford, algo iba muy mal. Se le escapaba.
– ¿A nadie más?
– A nadie.
– ¿Ni a un hombre ni a una mujer? ¿No vio a nadie entrar alrededor de las ocho y salir entre las diez y las diez y media?
– Ya le dije que no soy muy bueno con las horas. Pero no vi ni un alma hasta que apareció aquel muchacho que le mencioné al señor No sé cuantos.
– B U R D E N, querido. Se llama Burden. -Dijo la señora Prior con nuevas risas.
– Y entonces estaba oscuro. Ya estaba en la cama, dormía pero me levanté. ¿Por qué me levanté, Gladys?
– A mí no me lo preguntes, Percy. Supongo que para hacer pipí.
– Encendí la luz por un momento pero me cegaba y la apagué. Miré por la ventana y vi a aquel muchacho salir cargado con una caja muy grande, ¿o eso fue después?
– Fue al amanecer, señor Hammond -le corrigió Karen, con dulzura-. Le vio por la mañana, ¿no lo recuerda? Era el joven por el que nos preguntó, si tenía que señalarlo en una rueda de identificación.
– Comprendido, está claro. Ya le dije que no soy muy bueno con las horas.
– Creo que le hemos cansado, señor Hammond -se disculpó Wexford-. Nos ha prestado una gran ayuda pero queremos preguntar una cosa más. A usted y a la señora Prior. ¿Alguno de ustedes está relacionado con unas personas llamadas Snow que viven en Harrow Road, Kingsmarkham?
Dos rostros viejos y desilusionados se volvieron hacía él. Ambos deseaban excitación, odiaban no poder dar una respuesta afirmativa.
– Nunca les he oído mencionar -contestó la señora Prior, de mala gana.
– Supongo que conoce a todo el mundo de…, a todos los que viven en esta calle, ¿verdad? -le preguntó Wexford a la anciana mientras bajaban las escaleras.
– Iba a decir «de vista», ¿no es así? Bendito sea, no me hubiera molestado. Aunque hubiese sido más preciso decir «por el olor». -Esperó hasta llegar al pie de las escaleras para reírse-. Por aquí hay muchos viejos, las casas son antiguas, y algunos viven en ellas desde hace cuarenta, cincuenta años. ¿La persona relacionada con esos Cómo-se-llamen es joven o vieja?
– No lo sé -respondió Wexford-. No lo sé.