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12

La casa era nueva, acabada de terminar, quizá no hacia más de una semana que le habían dado la última mano de pintura. Sin embargo tenía la sensación de estar en una deformación temporal. No es que viera Mynford New Hall como algo viejo, sino como si hubiese retrocedido doscientos años y que, convertido en un personaje de una novela histórica, le hubiesen traído aquí para que viera una mansión flamante.

Era de estilo georgiano, con un pórtico de columnas y una balaustrada a todo lo largo del techo bajo, una casa grande, blanco marfil, las ventanas de guillotina perfectamente proporcionadas, las columnas estriadas. En los nichos a cada lado de la puerta principal había jarrones de piedra llenos de hiedras y culandrillos. Un sendero de grava hubiese sido más apropiado pero el camino de coches era de cemento. Las macetas y cubas de madera colocadas en todo el recorrido contenían árboles y cipreses amarillos, fucsias rojas en floración, madroños naranja y crema, pelargonios rosados. Por contraste, los arriates estaban pelados, no asomaba ni una brizna en la tierra removida.

– Dales una oportunidad -susurró Dora-. Sólo llevan aquí cinco minutos. Han debido alquilar las plantas para la fiesta.

– Entonces ¿dónde vivían antes?

– En aquel lugar colina abajo, la casa de la viuda.

La colina era una suave pendiente de prados verdes que llevaba hacia un valle arbolado. Se alcanzaba a ver un techo gris entre los árboles. Wexford recordó la vieja mansión en lo alto de la colina, un pastiche estucado que no era lo suficientemente antiguo ni con el valor arquitectónico necesario para justificar su preservación. Los Khoori no habían tenido pegas para demolerla y construir la nueva mansión.

Los invitados llenaban el enorme jardín. En medio se levantaba una gran carpa a rayas. Wexford la calificó lacónico como «la tienda del té», expresión que a Dora le pareció instintivamente poco respetuosa o incluso de lèse majesté. Su marido no quería ir. Ella replicó, faltando un poco a la verdad, que él lo había prometido, después añadió que le vendría bien salir un poco, distraerse. Por fin él aceptó porque ella dijo que no iría sola.

– ¿Conoces a alguien aquí? Porque sino podríamos ir a dar un paseo. No me importaría nada ir a echar una ojeada a la vieja casa de la viuda.

– No, calla. Ahí está nuestra anfitriona y si no me equivoco viene a por ti.

Anouk Khoori era una criatura proteica. Wexford retenía en su mente la imagen de ella en chándal, el rostro au naturel, el pelo recogido en una coleta; y en aquella otra imagen, la asistente social de lujo, la entusiasta candidata, vestida para impresionar, con los zapatos de tacones altos, las joyas y el solitario solitario.

Ahora también estaba en su mano pero con muchos otros compañeros, que resplandecían en sus dedos con destellos azules y blancos mientras caminaba hacia ellos. Y una vez más era otra, no se trataba del cambio que producen en las mujeres el peinado y el vestuario, sino que estaba irreconocible. Si se la hubiese encontrado en otra parte, si Dora no hubiese estado allí para identificarla, dudaba mucho que hubiese podido reconocer a Anouk Khoori. Esta vez era la señora del castillo en gasa amarilla y una enorme pamela de paja con margaritas, rizos dorados sobre la frente y sueltos sobre los hombros.

– Señor Wexford, sabía que vendría pero de todos modos estoy encantada. ¿Y esta es la señora Wexford? ¿Cómo está usted? ¿No somos afortunados al tener un día tan magnífico? Tienen que conocer a mi marido. -Miró a su alrededor, después oteó el horizonte-. En este momento no le veo. Pero vengan, les presentaré a unos muy queridos amigos nuestros que sé que les encantarán. -Como una de esas mujeres que nunca se preocupan mucho por las demás mujeres, dirigió su mirada y su mejor sonrisa a Wexford, un rayo deslumbrante de sus labios pintados color geranio con un pincel fino y los dientes blancos como la porcelana-. Y que estarán encantados con ustedes -añadió.

Los muy queridos amigos resultaron ser un hombre mayor, arrugado y encogido, con el rostro de un viejo gurú pero vestido con téjanos y botas vaqueras, y una muchacha unos cincuenta años más joven. Anouk Khoori, un genio a la hora de recordar nombres y experta en eliminar los apellidos dijo:

– Reg y Dora, no veía la hora de presentarles a Alexander y Cookie Dix. Cookie, cariño, este es Reg Wexford, un «importantísimo jefe de policía».

¿Cookie? ¿Cómo diablos le podían poner a nadie ese nombre? Medía casi treinta centímetros más que su marido, y vestía como la princesa de Gales en Ascot, pero con el pelo negro hasta la cintura.

– ¿Algo así como un sherif? -preguntó la joven.

Anouk Khoori soltó una larga carcajada y como si la risa hubiera sido una señal, se marchó. Wexford se asombró al ser consciente de su propia reacción, una intensa repulsión física. ¿A qué se debía? Ella era hermosa, al menos así opinaban muchos, fuerte y sana, extremadamente limpia, desodorizada, entalcada, perfumada. Sin embargo, se había encogido al tocarle la mano y su olor cerca de él era como un aliento fétido.

Dora hacía un esfuerzo por charlar con Cookie Dix. ¿Vivía cerca? ¿Qué le parecía el vecindario? Él también podía charlar como cualquiera pero no veía razón para esforzarse. El viejo permanecía en silencio con el entrecejo fruncido. A Wexford le recordaba una película de terror que había visto una noche que no podía dormir. Aparecía una momia que el científico había desenvuelto, resucitado y llevado a una fiesta idéntica a esta.

– ¿Ha visto los diamantes de Anouk? -preguntó Cookie de sopetón.

Dora, que hablaba tranquilamente sobre el tiempo en julio, de cómo nunca hacía calor del todo en Inglaterra hasta julio, se quedó muda.

– Los que lleva ahora cuestan cien billetes. Increíble, ¿no? Y en la casa hay otro millón en piedras.

– ¡Dios mío!

– Ya lo puede decir. -La joven se inclinó, algo necesario para acercar el rostro al de Dora, pero en lugar de susurrar añadió con voz normal-: La casa es siniestra, ¿no le parece? Da pena. Creen que está basada en un proyecto de Nash para una casa que nunca se construyó pero no lo es, ¿no es así, cielo?

La momia ladró. Era exactamente lo mismo que había ocurrido en la película, sólo que en aquel momento la gente había escapado gritando.

– Mi marido es un arquitecto muy famoso -les informó Cookie. Torció el cuello y casi tocó el rostro de Wexford con el suyo-. Si fuésemos los personajes de un libro, que yo le mencionara los diamantes sería una pista, cometerían un robo mientras estamos en el jardín, y usted tendría que interrogar a toda esta gente. ¿Sabía que hay quinientas personas?

Wexford se rió. Le caía bien Cookie Dix, su comportamiento ingenuo, sus piernas largas.

– No me extraña. Sin embargo, dudo que hayan dejado la casa sin vigilancia.

– No tienen a nadie más que a Juana y Rosenda.

De pronto la momia comenzó a cantar con una voz de tenor cascada una de las canciones de Mikado: «Dos pequeñas doncellas de las Filipinas, una de ellas adolescente…».

– Pensaba que teman servicio -comentó Dora, en voz baja.

– Tenían una muchacha más, la hermana de la nuestra, pero los ricos son muy tacaños. Por suerte, mi querido Alexander no lo es y Dios sabe que está forrado. -El rostro de la momia se agrietó. Enfrentados a una sonrisa idéntica las mujeres de la película habían comenzado a chillar-. Casi siempre contratan personal -dijo Cookie-. Los sirvientes no se quedan. Salvo, estas dos. Les pagan una miseria pero lo necesitan porque envían el dinero a sus casas. -Por algún motivo Cookie bajó la voz-. Es lo que hacen los filipinos.

– Filipinas -apuntó la momia.

– Gracias, cariño. ¡Eres tan riguroso! ¿Vienen ustedes a tomar una taza de té?

Juntos bajaron la pendiente verde; les distrajeron de su objetivo los entretenimientos considerados correctos para este tipo de actos benéficos. Una morena guapa con un suéter blanco que le llegaba a los tobillos rifaba cestas de Fortnum y Mason. Un joven vestido con una bata y provisto con un caballete y una paleta hacía retratos por cinco libras. Debajo de una pancarta amarilla con el rótulo de un grupo benéfico en negro, un hombre exhibía a sus hijas mellizas, dos niñas rubias con vestidos de organdí blanco y zapatos de charol negro. Se invitaba a los asistentes a adivinar la edad de Phyllida y Fenella y aquel que se acercara más a la fecha del nacimiento recibiría de premio un enorme oso de peluche blanco que estaba colocado sobre el mostrador.

– Ven cómo es vulgar -señaló Cookie-. Ese es su problema. No conocen la diferencia.

Dora miró brevemente a las niñas mientras contestaba al comentario de Cookie.

– ¿Se refiere a que la rifa está bien y quizás el retratista, pero que lo del oso sobra?

– Así es. Eso es precisamente lo que quiero decir. Penoso, de verdad, cuando lo tienes todo.

Por fin Alexander Dix se expresó sin hacerlo cantando. Wexford pensó que su voz correspondía a la de un francés que hubiese vivido, por ejemplo, en Casablanca, hasta los treinta, y pasado el resto de su vida en Aberdeen.

– Qué se puede esperar cuando eres un niño de las cloacas de Alejandría.

Al parecer se refería a Wael Khoori. Wexford, interesado, se disponía a pedir más detalles cuando sucedió lo que siempre pasa en las fiestas. Apareció una pareja que se lanzó sobre los Dix dando gritos de asombro y alegría, y también como siempre, los anteriores compañeros pasaron al olvido. Wexford y Dora se quedaron abandonados delante de Phyllida, Fenella y el oso de peluche.

– Supongo que nos toca hacer algo por esta institución -opinó Wexford. Sacó un billete de diez libras-. ¿Qué dices? Yo creo que tienen cinco años y que nacieron el primero de junio.

– No quiero mirarlas demasiado de cerca. No son animales en una feria. Ahora comprendo lo que quería decir la tal Cookie. Oh, está bien. Digo que tienen cinco pero que cumplirán seis en septiembre, el cinco de septiembre.

– Tienen más -afirmó una voz detrás de Dora-. Ya han cumplido los seis. Rondan los seis y medio.

Wexford se dio la vuelta y vio a Swithun Riding. Su esposa parecía muy baja a su lado. Entre ellos la disparidad de estaturas era mayor que entre Wexford y Dora o, ya puestos, entre Cookie Dix y el arquitecto diminuto.

– ¿Conoce a mi marido? -preguntó Susan.

Se hicieron las presentaciones. A diferencia de su hijo, Swithun Riding respondió. Sonrió mientras pronunciaba el arcaísmo habitual que antiguamente era una pregunta sobre la salud de la otra persona.

– ¿Cómo está usted?

Wexford le entregó su dinero al padre de las mellizas y repitió su estimación de la edad.

– Vaya tontería -opinó Riding-. ¿Acaso no tiene hijos?

La pregunta la formuló en un tono indignado y arrogante. Los buenos modales se esfumaban deprisa. Riding parecía sugerir que Wexford era un fanático del control de natalidad.

– Tenemos dos -replicó Dora, irritada-. Dos hijas. Y también tiene muy buena memoria.

– Verá, es que Swithun es pediatra -intervino la esposa de Riding con un tono de ligero reproche.

Su marido no le hizo caso. Entregó un billete de veinte libras, sin duda como un símbolo de superioridad social y quizá paterna, y Swithun Riding apostó a que tenían seis años y medio.

– Cumplieron seis el doce de febrero -pronosticó pero con una voz tan firme como si quisiera dejar bien claro que independientemente del cumpleaños oficial, esa era la fecha de su nacimiento natural.

Los Riding, a los que se había unido el hosco Christopher con pantalones cortos y camisa polo y una niña rubia de unos diez años, se marcharon hacia el quiosco de plantas. Esto fue suficiente para que Dora escogiera la dirección opuesta hacia la tienda del té. La merienda era un asunto de lujo, veinte clases de bocadillos, buñuelos con mermelada y crema agria, pasteles de chocolate, tarta de café y almendras, fruta de la pasión, helados, lionesas, fresas con nata y muchas cosas más.

– Todo lo que más gusta -dijo Wexford, sumándose a la cola.

Era una cola muy larga, una serpiente de invitados que se enroscaba por todo el perímetro interior de la carpa a rayas amarillas y blancas, la clase de cola que casi nunca se ve, completamente distinta a la cola de personas desilusionadas y mal vestidas que esperan el autobús o peor, como Wexford había visto recientemente en Myringham, que esperan la olla popular delante de una fonducha. La carpa de Glyndebourne era lo más parecido a ésta que podía imaginar. Había estado allí una vez e, incómodo por llevar esmoquin a las cuatro de la tarde, había hecho la cola para que le sirvieran los canapés de salmón ahumado como ahora. Pero allí había muchos que como él vestían ropas pasadas de moda, esmoquin de apenas acabada la guerra, mujeres mayores con vestidos de encaje negro de los años cuarenta, mientras que aquí era como si la página central de Vogue hubiese cobrado vida. Dora dijo que la mujer que tenían delante llevaba un traje de Lacroix, mientras abundaban los vestidos de Caroline Charles. Ella comentó al pasar:

– No pruebes la crema agria, Reg.

– No pensaba hacerlo -mintió él-. ¿Supongo que podré probar el pastel de nueces? ¿Y unas cuantas fresas?

– Desde luego, pero recuerda lo que dijo el doctor Akande.

– El pobre diablo tiene demasiadas cosas en las que pensar como para preocuparse de mi nivel de colesterol.

Todas las mesas de la marquesina estaban ocupadas. Tal como había predicho, el jefe de policía estaba aquí; compartía mesa con su delgada esposa pelirroja y dos amigos. Wexford se quitó rápidamente de la vista y él y Dora se llevaron las bandejas fuera. Se tuvieron con conformar con una pared baja como asiento y una balaustrada como mesa. Estaban a punto de comenzar a comer cuando una voz exclamó a sus espaldas:

– ¡Sabía que era usted! Me alegro mucho de verle, porque aquí no conocemos a nadie.

Ingrid Pamber escoltada por Jeremy Lang con una bandeja cargada hasta los topes con bocadillos, tartas y fresas.

– Sé lo que está pensando -añadió Ingrid-. Qué demonios hace esta pareja entre la gente de pasta.

Por fortuna, ella no sabía lo que él pensaba. Si no se hubiese impuesto hacía años la regla de nunca admirar a otras mujeres mientras estaba en compañía de su esposa, de no hacerlo nunca ni siquiera de pensamiento, se habría deleitado contemplando su piel rosada y blanca, el pelo brillante y satinado como el de un caballo de carrera, la figura esbelta y el mohín encantador de sus labios. Con su top blanco y la falda de algodón estaba diez veces más bonita que Anouk Khoori, Cookie Dix o la morena que dirigía la rifa de cestos. Entonces abandonó la admiración encubierta y dijo que aunque no había pensado en ello, ¿cómo era que estaba aquí?

– El tío de Jerry es amiguete del señor Khoori. Son vecinos en Londres.

El tío. Así que era cierto lo del tío. Dado que el Londres de Khoori no podía estar muy lejos de Mayfair, Belgravia o Hampstead, el tío debía ser un hombre rico.

Ingrid ejercitó una vez más sus dotes de telépata, pero ahora con mayor acierto, y dijo:

– Eaton Square. ¿Podemos hacerles compañía? Es fantástico tener con quien hablar.

Wexford presentó a Dora que les invitó con mucha gracia a compartir la pared.

Ingrid comenzó a charlar sobre la alegría de tener dos semanas de vacaciones, de todos los lugares adonde ella y Jeremy habían ido, de un concierto de rock, de una función de teatro en Chichester. Mientras hablaba no dejaba de comer a dos carrillos. ¿Cómo era que los flacos podían comer tanto sin problemas? Las chicas como Ingrid, los chicos como el esquelético Jeremy engullían pastas con doble ración de crema agria. Nunca parecían pensar en las consecuencias, sencillamente se las comían.

En cualquier caso, más le valía mirar la comida y pensar en sus efectos que no en esta encantadora muchacha que ahora alababa con mucha amabilidad el vestido de Dora. Esta tarde sus ojos parecían más azules que nunca, mostraban el color del plumaje del martín pescador. Ella preguntó si habían participado en el concurso de adivinar la edad de las mellizas. Jeremy había dicho que era ridículo pero ella insistió porque quería ganar el oso de peluche. Ingrid apoyó una mano sobre la manga de Wexford.

– Los muñecos de peluche me chiflan. No lo recuerdo, ¿estuvimos en el dormitorio cuando vino al apartamento?

La serpiente desenroscándose en el jardín. Quizá se mostraba cortés y encantadora, pero también estaba el veneno, la diminuta bolsa debajo de la lengua. La respuesta de Dora fue una leve expresión de sorpresa pero nada más. Jeremy, mientras atacaba el segundo plato de tarta, terció:

– Claro que no entró en el dormitorio, Ing. ¿Por qué iba a entrar? Si hasta un gato se sentiría allí como en una lata de sardinas.

– O un oso de peluche -rió Ingrid-. Tengo un spaniel dorado que mi papá me trajo de París cuando yo tenía diez años, un cerdo rosa y un dinosaurio que vino de Florida. Aunque no lo parezca, el dinosaurio es el más encantador de todos, ¿no es así, Jerry?

– No es tan encantador como yo, pero está bien -contestó Jeremy, mientras cogía una lionesa-. ¿Han conocido a mi tío Wael?

– Todavía no. Hablamos con la señora Khoori.

– Supongo que todavía puedo llamarle tío. En realidad no lo sé. No hablaba con él desde que cumplí los dieciocho. Si quieren se lo presento.

A Wexford y Dora les daba un poco lo mismo pero no podían decirlo. Jeremy se quitó las migas de los téjanos y se levantó.

– Quédate aquí, Ing -dijo cariñoso-, y acábate las lionesas. Sé que te encantan.

Encontrar a Wael Khoori les llevó mucho tiempo y les obligó a dar casi toda la vuelta a Mynford New Hall. Wexford divisó al jefe de policía camino de unos sombrajos de diseño futurista y calculó que evitaría el encuentro. Jeremy comentó que cuando llegó había esperado encontrar una casa parecida a uno de los supermercados de su tío Wael con lo que llamó «aquellos minaretes» o algo parecido al aeropuerto de Abu Dhabi. En cambio vio esta sosa casa georgiana. ¿El señor y la señora Wexford conocían el aeropuerto de Abu Dhabi? Mientras Dora escuchaba la descripción de aquella extravagancia sacada de las Mil y una noches, y trampa para turistas, Wexford miró las ventanas de la casa nueva confiando en que quizá vería asomar el rostro de Juana o Rosenda.

Era una casa demasiado grande para sólo dos criadas. La señora Khoori no parecía ser una de esas mujeres que se hacen la cama o lavan las tazas del desayuno. Por lo menos había veinte dormitorios y otros tantos baños. ¿Qué se sentiría al tener que cruzar medio mundo para darle de comer a los hijos?

El cielo comenzaba a nublarse y por encima de la llanura mostraba un púrpura amenazador. Se levantó una leve brisa desde los bosques mientras bajaban por la ladera. A Wexford le desagradaba la idea de volver a subir, comenzaba a aburrirle la caza del anfitrión cuando era obligación suya buscarles. Y estaba a punto de decirlo, aunque con cortesía, cuando de pronto Jeremy miró atrás y saludó al grupo que tenían a las espaldas.

Tres hombres, dos de ellos cogidos del brazo. Lo más normal, pensó Wexford, hubiese sido verles vestidos con albornoces y chilabas, pero todos vestían trajes occidentales y uno de ellos era anglosajón, piel rosada, rubio, calvo. Los otros dos eran obesos y altos, más altos incluso que Wexford. Ambos tenían las facciones semitas, nariz ganchuda, labios finos, los ojos juntos. No había duda de que eran hermanos: el más joven tenía la piel oscura picada de viruelas, pero el otro no era más moreno que un inglés bronceado mientras que el pelo, abundante y un poco largo, era blanco como la nieve. Parecía unos diez años mayor que su esposa aunque ella quizá fuera mayor de lo que aparentaba.

Lo que menos le interesaba a Wael Khoori en este momento, en medio quizá de una importante discusión de negocios, era verse abordado por su sobrino postizo y que le presentara a unas personas que no deseaba conocer. Esto resultó evidente por su expresión primero abstraída y después un tanto irritada. Una cosa era cierta, conocía bien a Jeremy, aquí no había exagerado, aunque a Wexford no le hubiese sorprendido lo contrario. Le llamó «querido muchacho» como un padrino Victoriano.

Jeremy les presentó a Khoori como «Reg y Dora Wexford, amigos de Ingrid», algo que Dora comentaría después como un poco exagerado. Khoori se comportó de aquella manera que se dice que se comporta la familia real cuando les presentan a desconocidos. Pero su actitud mientras formulaba las preguntas banales era un tanto impaciente en lugar de amable, tenía prisa por continuar con lo suyo.

– ¿Vienen de muy lejos?

– Vivimos aquí -contestó Wexford.

– ¿Agradable, verdad? Un lugar bonito, mucho verde. ¿Han tomado el té? Vayan a tomar una taza, mi esposa dice que es excelente.

– Así es -afirmó Jeremy-. Creo que tomaré un poco más.

– Bien hecho, querido muchacho. Saluda a tu tío de mi parte cuando le veas. -A Wexford y a Dora, les soltó la frase habitual-: Ha sido un placer. Vuelvan otra vez.

Cogió del brazo a sus dos compañeros, a los que no había presentado, y se alejó con ellos hacia la espesura tan densa como un laberinto. Jeremy les comentó con tono íntimo, mientras regresaban a la tienda.

– Tiene una voz curiosa, ¿no? ¿Se han fijado? Inglés del estuario con una pizca de cockney.

– Sin embargo, no puede ser.

– Bueno, en realidad sí. Su hermano, que se llama Ismael, habla de la misma manera. Tuvieron una niñera inglesa y él dice que era de Whitechapel.

– Entonces ¿no se crió en las cloacas de Alejandría? -preguntó Dora.

– ¿De dónde ha sacado esa idea? Sus padres eran aristócratas. Mi tío William dice que su padre era un bey, califa o algo así, y se crió en Riadh. Eh, Ing, perdona que hayamos tardado tanto.

– Han dado el resultado de la adivinanza -les informó Ingrid-. Ni a ti ni a mí nos ha tocado el oso. Le tocó al 368. Pero no se lo llevaron porque la persona no se presentó. ¿Por qué la gente participa y después no se preocupa de saber si ha ganado?

Dora dijo que era hora de marcharse y, con una variante de la fórmula de Khoori, añadió que estaba encantada de haberles conocido. Wexford dijo adiós.

– Quizá teníamos que haber ofrecido llevarles. Jeremy me comentó que no vinieron en coche, lo tienen en el taller.

– Me lo creo -replicó Wexford.

Hubiese estado bien tener que llevarlos de regreso a Kingsmarkham, quizás invitarlos a una taza de té y después escuchar como Dora en su inocencia les invitaba a visitarles la próxima semana. «Tienen que conocer a mi hija Sylvia…» Cogió a su esposa del brazo con afecto. Ella sacó su boleto y lo miró mientras pasaban delante de la pancarta de las mellizas, que ya no estaban, aunque el padre -y el oso de peluche- seguían allí.

– Tres-seis-siete -dijo Dora-. Erré por uno. -Se volvió para mirar a Wexford-. Reg, tú debes tener el tres-seis-seis o el tres-seis-ocho.

Claro que él tenía el boleto ganador. Lo sabía por unas de esas intuiciones horribles desde que Ingrid lo mencionó. La respuesta correcta a la pregunta sobre la edad de las mellizas era el uno de junio, fecha en la que Phyllida había nacido hacía cinco años, dos minutos antes de la medianoche, y la fecha de nacimiento de Fenella, era el dos de junio, ya que había nacido diez minutos pasada la medianoche. Nadie había acertado y Wexford había sido el más cercano, con el uno de junio.

– Permítame que se lo devuelva. Lo podrá volver a sortear para la causa.

– No, de ninguna manera -exclamó el padre con un tono desagradable-. Estoy hasta las narices del maldito muñeco. Se lo lleva o lo tiro al no y contamino el entorno.

Wexford se lo llevó. El oso de peluche era grande como un niño de dos años. Sabía que debía hacer con él, aunque vacilaba. Dora le resolvió el dilema:

– Podrías…

– Sí, ya lo sé.

Comían otra vez, siguiendo el consejo de Khoori, y bebían más té. La mayoría de los invitados se marchaban, así que habían conseguido la mejor mesa, fuera de la marquesina y a la sombra de una morera. Wexford dejó el oso de peluche en la silla vacía entre los dos jóvenes. Los ojos brillantes de Ingrid se iluminaron con el deseo, el ansia. ¿Cómo podían los ojos que absorbían la luz y no la devolvían emitir un rayo azul cobalto?

– Es suyo si lo quiere.

– ¡No lo dirá en serio! -Se levantó de un salto-. ¡Es usted maravilloso! ¡Es tan amable de su parte! ¡La llamaré Christabel!

¿Desde cuándo existían osos de peluche hembra? Intuyó lo que vendría a continuación pero no tuvo tiempo de apartarse. Ella le echó los brazos al cuello y le besó. Dora le miró enigmática. Jeremy continuó engullendo la tarta de café y almendras. El cuerpo de Ingrid, que era una delicia, relleno y delgado al mismo tiempo, se mantuvo casi pegado al suyo un instante más de lo correcto. Él le cogió las manos y las apartó suavemente de su cuello.

– Me alegra que le guste -dijo.

Dado que no estaba dentro de la naturaleza de las cosas que ella se sintiera atraída por él -no era rico como Alexander Dix, joven como Jeremy o guapo como Peter Stanton- y la ninfomanía era un mito, sólo quedaba una posibilidad. Era una coqueta. Una coqueta con los ojos más azules del mundo: «Un siglo no bastaría para alabar tus ojos, y tu mirada…». Ni pensar en llevarla hasta su casa.

– Quizá después de todo sea un niño -aceptó Ingrid-. Ya lo sé, usted se llama Reg, ¿no es así?

Wexford soltó la carcajada. Volvió a despedirse, y mientras se alejaba añadió por encima del hombro:

– No está disponible para osos de peluche.

Había una segunda posibilidad y ahora pensó en ella. Ingrid era una mentirosa. ¿Sería también una asesina? ¿Le halagaba para tenerlo de su lado? Llegaron al campo que servía de aparcamiento antes de que Dora abriera la boca. Ya caían las primeras gotas. La brisa había dado paso a un viento fuerte y la mujer que caminaba delante de ellos con una pamela descomunal y un vestido casi transparente tenía que sujetarse la falda.

– Esa chica casi se te come -comentó Dora.

– Sí.

– ¿Quién es?

– Una sospechosa en un caso de asesinato. -Nunca le contaba nada de su trabajo. Ella le miró divertida.

– ¿De verdad?

– De verdad. Subamos al coche. Se te mojará el sombrero.

Había una cola para salir pero no era larga. La hilera de coches tenía que pasar por un portón y dado que la mayoría eran Rolls, Bentley y Jaguar, avanzaban poco a poco. Sólo faltaban pasar dos coches cuando comenzó a sonar el teléfono móvil. Atendió la llamada. Era Karen.

– Sí -dijo-, sí. Ahora mismo.

Dora oía la voz de Karen pero no alcanzaba a distinguir las palabras.

El coche cruzó el portón. Wexford continuó con la conversación:

– ¿A dónde ha dicho? Llevo a mi esposa a casa y de inmediato voy para allá.

– ¿Qué pasa, Reg? ¿Ay, Reg, no me digas que es Melanie Akande?

– Así parece.

– ¿Está muerta?

– Sí -contestó Wexford-. Está muerta.