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13

Kingsmarkham está en aquella parte de Sussex que en un tiempo fue la tierra de una tribu celta que los romanos llamaban regnenses. Para sus colonos sólo era un lugar agradable donde vivir, bonito de ver y no demasiado frío, con una población indígena considerada únicamente como mano de obra esclava. Los numerosos restos de niñas desenterradas por los arqueólogos en la zona de Pomfret Monachorum sugieren que los romanos practicaban el infanticidio entre los regnenses para mantener una fuerza de trabajo masculina.

Además de este hallazgo macabro, se encontró un tesoro. Nadie sabe cómo esta fortuna en monedas de oro, estatuillas y joyas fue a parar en un campo de cultivo a unos tres o cuatro kilómetros de Cheriton, pero hay pruebas de que una vez se levantó allí una villa romana. Una leyenda un poco romántica dice que la familia que vivía en la casa, al tener que huir, enterró el tesoro en la esperanza de que algún día volverían para recuperarlo. Pero los romanos nunca más volvieron y comenzó la Edad Media.

Este tesoro lo encontró el dueño del campo mientras araba un trozo pequeño, hasta entonces parte de los terrenos donde pastaban las ovejas, con la intención de plantar maíz destinado a engordar a sus faisanes. Fue valorado en poco más de dos millones de libras, de las que recibió la mayor parte. El hombre abandonó su oficio y se fue a vivir a Florida. La estatuilla de oro de una leona amamantando a sus dos cachorros y dos brazaletes de oro, uno con una escena de la caza del jabalí y el otro con un ciervo acorralado, están expuestos en el museo Británico, donde se los conoce como el lote Framhurst.

El resultado fue que alentó a los buscadores de tesoros. Llegaban con sus detectores de metales y trabajaban con paciencia y en silencio durante muchas horas. Desde lejos daban la impresión que limpiaban los matorrales y el valle con aspiradoras. Los campesinos no ponían pegas -casi no había cultivos en la zona- y mientras no hicieran ningún daño ni espantaran a las ovejas, no sólo eran inofensivos sino también una fuente potencial de riqueza. Cualquier buscador con éxito tendría que repartir la mitad del botín con el propietario de la tierra.

Hasta ahora no habían encontrado nada. El tesoro del que habían formado parte la leona y los brazaletes parecía ser el único. Pero los buscadores no cejaban en su empeño y fue uno de ellos, mientras recorría por un sector vecino al lugar preferido, pasando y repasando el detector por un trozo de ladera cubierta de guijarros y piedras, quien encontró primero una moneda y después el cadáver de una muchacha.

Era donde comenzaban las tierras bajas, entre Cheriton y Myfleet. Una angosta carretera blanca, sin vallas, paredes o setos, pasaba entre las estribaciones, y era a unos veinte metros a la izquierda, donde comenzaba la parte boscosa, en el linde de un bosque, donde estaba enterrada. Hacía buen tiempo mientras Colin Broadley pasaba el detector de metales, la tierra estaba húmeda por las últimas lluvias pero no había barro. Las condiciones eran ideales para excavar y Broadley, en cuanto encontró la moneda que había hecho sonar la alarma del detector, continuó con la exploración.

– Cuando vio lo que había encontrado -le preguntó Wexford-, ¿por qué no dejó de cavar?

Broadley, un hombre cuarentón, fornido y con la panza típica del bebedor de cerveza, encogió los hombros con una expresión de avaricia. No era arqueólogo sino un lampista en paro que actuaba movido por la codicia. No fue él el que llamó a la policía sino un automovilista que, alertadas sus sospechas al ver la amplitud de la excavación, había parado el coche para echar un vistazo. Este buen ciudadano. James Ranger, de Myringham, esperaba sentado en su coche desde hacía dos horas que le permitieran marcharse.

– ¿No le parece extraño? -insistió Wexford.

– Tenía que sacarla -contestó Broadley-. Alguien tenía que hacerlo.

– Esa era tarea de la policía -señaló Wexford, y era verdad que la policía había acabado el trabajo. Sabía muy bien lo que había pretendido Broadley. Después de encontrar la moneda y siendo un hombre sin muchos remilgos, había continuado cavando en busca de las monedas o joyas que pudieran estar debajo del cadáver.

No había nada. El cuerpo estaba desnudo. Tampoco era posible afirmar, en este momento, si había o no alguna relación entre el cadáver y la moneda. Para Broadley la moneda era el primer indicio de un tesoro romano, pero Wexford vio que era un medio penique de la época victoriana, con la efigie de la joven reina. El peinado se parecía un poco al de las actrices en las películas de la Roma antigua. El inspector envió a Broadley a sentarse en uno de los coches patrulla en compañía de Pemberton.

No paraba de llover. Habían extendido una lona sobre la fosa y los árboles daban un poco de reparo. Debajo de la lona el patólogo examinaba el cadáver. No era sir Hilary Tremlett ni la bête noire de Wexford, el doctor Basil Sumner-Quist, que estaban de vacaciones, sino un asistente o un sustituto que se había presentado a sí mismo como señor Mavrikiev. Wexford, provisto con un paraguas -había diez paraguas en la escena, debajo de los árboles que goteaban- sostenía una bolsita de plástico con la moneda, aunque era impensable que fueran a encontrar una huella digital en la superficie incrustada de tierra. En cuanto Mavrikiev saliera del agujero y tomaran las fotos, se ocuparía de aquello que más le espantaba: ir a Ollerton Avenue y decírselo a los Akande.

Era responsabilidad suya. No podía enviar a Vine o a Burden para que lo hicieran por él. Desde que habían denunciado la desaparición de Melanie, les había visitado cada día, con la única excepción de la vez que encontró a Akande en la calle. Se consideraba amigo de ellos y era consciente de que lo había hecho porque eran negros. Su raza y su color merecían su atención especial, aunque esto no era correcto. En teoría, si de verdad se consideraba libre de prejuicios, tenía que tratarlos como a los padres de cualquier otra chica desaparecida.

Mavrikiev levantó uno de los lados de la lona y salió del agujero. Uno de sus ayudantes se apresuró a darle un paraguas. Wexford se quedó de piedra al ver que el patólogo se encaminaba directamente hacia su Jaguar sin hacer ningún comentario.

– ¡Doctor Mavrikiev! -llamó.

El hombre era bastante joven, rubio, con un cierto aire nórdico. Probablemente tenía antepasados ucranianos, pensó Wexford.

– Señor. Señor Mavrikiev -le corrigió el hombre.

Wexford se tragó su enfado. ¿Por qué siempre eran tan groseros? Éste parecía el peor de todos.

– ¿Puede darme una fecha aproximada de la muerte? -Por un momento Wexford pensó que Mavrikiev le pediría sus credenciales.

– Diez días -contestó, con voz agria-. Quizá más. No soy adivino.

No, usted es un cabrón de primera.

– ¿Y la causa de la muerte?

– No le dispararon. No la estrangularon. No la enterraron viva.

Se metió en el coche y cerró de un portazo. Era obvio que no le gustaba salir de su casa en medio de la lluvia un sábado por la noche. Tampoco le gustaría hacer una autopsia en domingo, peor para él. Apareció Burden resbalando en la hierba mojada, con el cuello alzado, el pelo empapado, para él no había paraguas.

– ¿La ha visto?

Wexford sacudió la cabeza. Ya no sentía nada al mirar los cuerpos de los asesinados, ni siquiera los cadáveres en descomposición. Estaba acostumbrado, uno se acostumbraba a todo. Por fortuna, su sentido del olfato no era tan sensible como antes. Se metió debajo de la lona y miró el cuerpo. Nadie lo había tapado, ni siquiera con una sábana. La muchacha yacía de espaldas, en un estado de conservación aceptable. La cara, sobre todo, estaba casi intacta. Incluso muerta, después de varios días de estar enterrada, parecía muy joven.

Las manchas oscuras en la piel negra, la masa pegajosa a un lado de la cabeza, quizás eran producto de la descomposición o podían ser golpes. Él no lo sabía, pero Mavrikiev lo averiguaría. Uno de los brazos formaba un ángulo extraño y se preguntó si se lo habían roto antes de morir. Salió del pozo e inspiró con fuerza.

– Dijo diez días o más -comentó Burden-. Ese cálculo cuadraría.

– Sí.

– Son once días desde aquel martes. Si el que la trajo aquí vino en coche, lo dejó en la carretera. Claro que quizás ella estaba viva cuando llegaron. Tal vez la mató aquí. ¿Quiere que vaya a la autopsia? Dijo mañana a las nueve. Iré si quiere. Le prometo que no hablaré con Mavri no-sé-qué si no me habla él primero.

– Gracias, Mike -contestó Wexford-. Le juro que preferiría asistir a la autopsia antes que hacer lo que tengo que hacer esta noche.

Las nueve menos diez y todavía estaba claro, de esa manera triste como sólo pueden ser los atardeceres lluviosos en Inglaterra. Resultaba difícil distinguir si llovía o era agua que caía de los árboles. No se movía ni una hoja y la humedad era un vapor helado. La casa estaba a oscuras, pero eso no significaba nada. Apenas si había comenzado el crepúsculo. Wexford tocó el timbre y de inmediato se encendió una luz en el vestíbulo y otra en la galería encima de su cabeza. Reconoció al muchacho que abrió la puerta. Era el hermano de Melanie.

Wexford se presentó. La presencia del muchacho complicaba las cosas, pero quizá fuera mejor para los padres. Tendrían un hijo para consolarlos.

– Soy Patrick. Mis padres están cenando en el comedor. Llegué hoy y estaba durmiendo. Acabo de levantarme.

– Me temo que no traigo buenas noticias.

– Ah. -Patrick le miró por un instante y después desvió la mirada-. Será mejor que hable con mis padres.

Raymond Akande se levantó al escuchar las voces y miró hacia la puerta, pero Laurette no se movió, permaneció sentada muy erguida, con las manos sobre el mantel a cada lado del plato con gajos de naranja. Ninguno de los dos dijo nada.

– Tengo malas noticias, doctor Akande, señora Akande.

El doctor contuvo la respiración. La esposa volvió la mirada hacia Wexford sin decir palabra.

– ¿Por favor, quiere sentarse, doctor? Supongo que ya sabe el motivo de mi visita.

El leve temblor de la cabeza de Akande transmitió su asentimiento.

– Hemos encontrado el cuerpo de Melanie -continuó Wexford-. Quiero decir, creemos que es ella aunque no podemos afirmarlo sin una identificación positiva.

– Ven y siéntate, Patrick -le dijo Laurette a su hijo, con voz firme. Después le preguntó a Wexford-: ¿Dónde la encontraron?

– En el bosque de Framhurst. -¿Por qué tenían que preguntar? No quieran saber nada más.

– ¿Estaba enterrada? -preguntó Laurette, implacable-. ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?

– Mamá, por favor -intervino Patrick, que puso una mano sobre el brazo de su madre.

– ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?

– La gente va por allí con detectores de metal en busca de tesoros como el lote Framhurst. La encontró uno de los buscadores.

Wexford pensó en los morados y el brazo roto, la masa pegajosa en el cráneo, pero ella no preguntó nada más y él no se vio obligado a mentir.

– Sabíamos que debía estar muerta -añadió Laurette-. Ahora lo sabemos de verdad. ¿Cuál es la diferencia?

Había una diferencia y consistía en la existencia o no de la esperanza. Todos los presentes lo sabían. Wexford se sentó en la cuarta silla de la mesa.

– Sólo se trata de una formalidad -dijo-, pero necesito que uno de ustedes identifique el cadáver. Creo que usted es el más indicado, doctor.

Akande asintió. Por fin habló y su voz era irreconocible.

– Sí, de acuerdo. -Se acercó a su esposa y permaneció junto a su silla pero no la tocó-. ¿Dónde? ¿A qué hora?

¿Ahora? No, mejor que durmieran un poco. Mavrikiev haría la autopsia temprano, pero quizá tardaría más de la cuenta.

– Enviaré un coche a recogerlos. ¿Digamos, a la una y media?

– Quiero verla -anunció Laurette.

Era inútil decirle a esta mujer que no, que era un trance por el que no tendría que pasar ninguna madre, porque hubiese sido como decírselo a Medea o a lady Macbeth.

– Como quiera -contestó Wexford.

La mujer no dijo nada más. Miró a Patrick, que debió advertir algún extraño síntoma de debilidad o presintió un primer aviso de que estaba próxima a perder el control. El muchacho la abrazó con fuerza. Wexford se marchó sin despedirse.

Si las facciones hubiesen sido menos inconfundibles, no habría reconocido al patólogo. Y esto no tema nada que ver con el delantal de goma verde y la gorra. Mavrikiev era otra persona. Los cambios de humor tan violentos son raros en las personas normales y Wexford se preguntó qué cataclismo le había agriado tanto el día anterior o que inesperado golpe de suerte le había alegrado tanto hoy. Una de las cosas que más le llamó la atención fue que, en un primer momento, se comportó como si no conociera a los policías.

– Buenos días, buenos días. Soy Andy Mavrikiev. ¿Cómo están ustedes? No creo que tardemos mucho.

Puso manos a la obra. Wexford no le prestó mucha atención. Aunque no le repugnaban el sonido de la sierra en el cráneo ni la visión de los órganos, tampoco le parecía de gran interés. En cambio, Burden lo miraba todo, como había mirado a sir Hilary Tremlett practicando la autopsia de Annette Bystock, y formulaba cantidad de preguntas, a las que Mavrikiev respondía complacido. Mavrikiev hablaba continuamente y no sólo del cadáver que estaba sobre la camilla.

Aunque no había ofrecido una explicación concreta del cambio de humor, había una explicación. A las cinco de la mañana del día anterior su esposa había tenido los dolores de parto de su primer hijo. Se esperaba un parto difícil y Mavrikiev pensaba estar a su lado, pero recibió la llamada de Framhurst Heath precisamente cuando discutían si era mejor continuar esperando un nacimiento normal o practicar una cesárea.

– Como se imaginarán me molestó bastante. Así y todo, llegué a tiempo para ver como le ponían a Harriet la epidural y asistir al nacimiento.

– Felicitaciones -dijo Wexford-. ¿Qué es?

– Una niñita preciosa. Mejor dicho, una niña enorme, casi cinco kilos. ¿Ve esto? ¿Sabe lo que es? Un bazo reventado, eso es lo que es.

Cuando acabó, el cuerpo sobre la mesa -o mejor dicho el rostro, porque el pobre cuerpo vacío estaba completamente cubierto con un trozo de plástico- se veía mucho mejor que en el momento de desenterrarlo. Incluso parecía haberse detenido la descomposición. Mavrikiev había hecho el trabajo del embalsamador aparte del propio. La terrible experiencia que esperaba a los Akande sería un poco menos traumática.

– Corrijo lo que le dije anoche -comentó Mavrikiev mientras se quitaba los guantes-. Le dije diez días o un poco más, ¿no? Ahora seré más preciso. Doce días como mínimo.

– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Wexford.

– Ya le dije que tenía el bazo reventado. Hay una fractura de radio y cubito en el brazo izquierdo. Pero no murió de eso. Era muy delgada. Quizás bulímica. Contusiones en todo el cuerpo. Y una embolia cerebral masiva, coágulos en el cerebro para que lo entiendan. Diría que el tipo le pegó hasta matarla. No creo que utilizara ningún objeto contundente, sólo los puños y quizá los pies.

– ¿Se puede matar a alguien sólo con los puños? -quiso saber Burden.

– Claro. Si es un tipo grande y fuerte. Piense en los boxeadores. Y después piense en un boxeador haciéndole a una mujer lo mismo que le hace a su oponente, sólo que sin guantes. ¿Ahora lo ve?

– Sí, claro.

– Era sólo una cría -comentó Mavrikiev-. ¿Había cumplido los veinte?

– Tenía más -respondió Wexford-. Veintidós.

– ¿En serio? Me sorprende. Bueno, tengo que quitarme estos atavíos y marcharme porque estoy citado a comer con Harriet y Zenobia Helena. Fue un placer conocerlos, caballeros. Recibirán mi informe a la mayor brevedad.

– Zenobia Helena Mavrikiev -dijo Burden en cuanto se marchó el patólogo-. ¿A qué suena?

La pregunta no requería una respuesta pero Wexford la contestó:

– A nombre de criada en uno de los cuentos de Tolstoi. -Miró a Burden-. ¡Vaya cambio con el de anoche, pero que tipo más insensible! Caray, me tocó un poco las narices eso de mezclar lo de su hija con el bazo reventado de la hija de los Akande.

– Al menos no hace bromas macabras como Sumner-Quist.

Wexford fue incapaz de probar bocado. Esta pérdida de apetito, rara en él, pareció complacer a Dora que intentaba continuamente por métodos sutiles o directos que comiera menos. Pero provocó muchos comentarios de Sylvia y su familia, que se había autoinvitado a comer, como ocurría cada vez con más frecuencia cuando llegaba el domingo. Hoy hubiese preferido no tenerlos en su mesa.

Ahora que la novedad de ser la que ganaba el pan de la familia, era un decir, comenzaba a pasar, Sylvia había adquirido el irritante hábito de señalar cada cosa de la mesa y diversos objetos de la habitación, como libros y flores, que estaban fuera del alcance de aquellos que vivían con setenta y cuatro libras a la semana. Esta era la cantidad total que recibían los Fairfax del paro y la Seguridad Social. ¡Que pronto había aprendido a utilizar el arma de los pobres para herir la sensibilidad de los más pudientes! Su padre a veces se preguntaba dónde aprendía estos hábitos tan nefastos.

Cada comentario era precedido por una risa irónica.

– Robin, ahí tienes crema agria para ponerle a las fresas. Aprovecha porque en casa no tendrás ocasión de probarla.

Robin, rápido le respondió con la fórmula habitual:

– Koi gull knee.

– Yo en tu lugar no bebería más vino, Neil. Beber es un hábito y no es precisamente un hábito que nos podamos costear tal como están las cosas.

– Si no hay no podré beberlo, ¿no? Pero hay y lo disfruto de la misma manera que tú le dices a los niños que coman la crema agria.

– Mafesh -opinó Robin con mucho sentimiento.

Wexford tuvo la sensación de que malgastaba su vida escapando de las cosas, de situaciones incómodas, de las miserias de la gente. Llovía otra vez. Se dirigió directamente al depósito después de resistir la tentación masoquista de ir a buscar a los Akande.

El coche los trajo a las dos y diez. Por una vez al mando de la situación, Akande le dijo a su esposa:

– Yo entraré primero.

– Está bien.

Laurette tenía los ojos hundidos. Sus facciones parecían más grandes y el rostro más pequeño. Pero llevaba el pelo peinado con esmero, recogido y sujeto con una hebilla. También iba muy bien vestida. Con el traje y la blusa negra, parecía preparada para asistir a un funeral. El rostro de Raymond Akande mostraba el color gris de los últimos días y era evidente que había perdido peso desde la desaparición de su hija. En dos semanas había perdido unos cinco kilos.

Wexford le acompañó a la sala del depósito donde ahora había los cadáveres de dos mujeres. Levantó el borde de la sábana con las dos manos para destapar la cara. Akande vaciló por un momento, después se adelantó. Se inclinó, miró la cara y se apartó de un salto.

– ¡Esa no es mi hija! ¡Esa no es Melanie!

– ¿Doctor Akande, está seguro? -Wexford notó la boca seca-. Por favor, mire otra vez.

– Claro que estoy seguro. Esa no es mi hija. ¿Cree que alguien es incapaz de reconocer a su propia hija?