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14

La conmoción lo paraliza todo. No hay pensamientos, sólo reacciones automáticas, movimientos, habla mecánica. Wexford siguió a Akande fuera de la sala, la mente en blanco, sus músculos obedeciendo las órdenes motoras.

Laurette les daba la espalda. Hablaba, o intentaba hacerlo, con Karen Malahyde. Al oír el sonido de los pasos, se levantó sin prisas. El marido se acercó a ella. Su paso era vacilante y cuando extendió la mano para cogerla del brazo, pareció que lo hacía para no caerse.

– Letty -dijo-, no es Melanie.

– ¿Qué?

– No es ella, Letty. -Le tembló la voz-. No sé quién es pero no es Melanie.

– ¿Qué estás diciendo?

– Letty, no es Melanie.

Akande apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposa. Ella le rodeó con los brazos y le sostuvo, sostuvo su cabeza contra su pecho y miró a Wexford por encima del hombro del marido.

– No lo comprendo. -Parecía una estatua de hielo-. Le dimos una foto.

La enormidad de lo ocurrido, la comprensión de aquella enormidad, comenzaba a imponerse sobre la conmoción.

– Sí, así es -contestó Wexford.

– La chica muerta, ¿es negra? -preguntó ella, un poco más alto.

– Sí.

– Señora Akande, si quisiera… -intervino Karen Malahyde, al ver la expresión de Wexford.

Suavemente, como si tuviese entre sus brazos a un bebé, como si no quisiese despertarlo, Laurette Akande, susurró:

– ¡Cómo se atreve a hacernos esto!

– Señora Akande -se disculpó Wexford-. Lamento muchísimo lo ocurrido. Nadie lo siente más que yo.

– ¿Cómo se atreve a hacernos esto? -le gritó Laurette. Se olvidó del niño contra su pecho. Sus manos dejaron de cuidarle-. ¿Cómo se atreve a tratamos de esta manera? Usted no es más que un maldito racista como todos los demás. Se presenta en nuestra casa con aires de protector, el gran hombre blanco es condescendiente con nosotros, tan magnánimo, tan liberal!

– Letty, no -le rogó Akande-. Por favor, no.

Ella no le hizo caso. Dio un paso hacia Wexford, con los puños levantados.

– Fue porque es negra, ¿no es así? No la he visto pero lo sé, me lo imagino. Para usted las chicas negras son todas iguales, ¿verdad? Negratas, negritas…

– Señora Akande, lo lamento. Me siento acongojado.

– Usted lo lamenta… ¡Maldito hipócrita! Usted no tiene prejuicios, ¿no es así? Ah, no, usted no es racista, para usted los blancos y los negros son iguales. Pero cuando encuentra a una joven negra muerta tiene que ser nuestra hija porque somos negros.

– No se parece en nada a ella -comentó Akande, sacudiendo la cabeza.

– Pero es negra. Es negra, ¿no?

– Eso es en lo único que se parece, Letty. Es negra.

– No pegamos ojo en toda la noche. Nuestro hijo se pasa sentado toda la noche y ¿qué hace? Llora. Durante horas y horas. No ha llorado en diez años pero lloró anoche. Y se lo decimos a nuestros vecinos, nuestros buenos vecinos blancos que son liberales y tienen tan buen corazón que se compadecen de los padres cuya hija ha sido asesinada, a pesar de que ella es sólo una de esas chicas de color, una de esas negritas.

– Créame, señora Akande -dijo Wexford-, es un error que se ha cometido muchas veces y el muerto era blanco. -Era cierto, pero ella tenía razón, él lo sabía-. Sólo me queda disculparme. Lamento mucho que esto haya ocurrido.

– Vámonos a casa -le dijo Akande a su esposa.

Laurette miró a Wexford como si quisiera escupirle a la cara. Pero no lo hizo. Las lágrimas que no había derramado mientras pensaba que el cadáver era el de la hija rodaban ahora por sus mejillas. Se sujetó al brazo del marido con las dos manos, y él la llevó hacia el coche.

Una lección ejemplar. Pensamos que nos conocemos pero no es verdad, y descubrir nuestra ignorancia resulta amargo. Era cierto como le dijo a Laurette Akande que también se cometían errores con los cuerpos de los blancos, pero eso no le justificaba. Dio por hecho que el cadáver de la muchacha negra era el de la joven desaparecida porque también era negro. No se le ocurrió mirar la foto de Melanie Akande. No comparó las descripciones físicas de las jóvenes. Contrito, recordó cómo aquella misma mañana, sólo tres horas antes, Mavrikiev había manifestado su sorpresa al saber que la joven asesinada no tenía dieciocho o diecinueve años sino veintidós. Recordó algo aprendido de un informe forense hacía ya muchos años, que algunos huesos importantes de la anatomía femenina se amalgamaban antes de los veintidós…

Para él lo peor de todo era la demostración de que estaba equivocado sobre sí mismo. Cometió el error por los prejuicios, por el racismo, por aceptar una conjetura que nunca hubiese aceptado si la muchacha desaparecida hubiese sido blanca y el cadáver blanco. En ese caso sólo habría pensado que quizá se trataba de la joven desaparecida, pero hubiese hecho una verificación mucho más rigurosa antes de llamar a los padres para que la identificaran. Los reproches de Laurette eran válidos, a pesar de su violencia.

Bueno, era una lección y debía aceptarla. En cualquier caso, no pensaba interrumpir las visitas a los Akande. La primera, pero sólo la primera, sería incómoda para todos. A menos, desde luego, que ellos decidieran que fuese la primera y la última. Se había disculpado, y con más humildad de lo habitual en él. No volvería a repetir sus disculpas. Fue consciente, y hasta cierto punto le complació, que la lección ya daba sus primeros resultados, porque a partir de mañana trataría a los Akande no como miembros de una minoría desprotegida que necesitaba de una consideración especial, sino como a seres humanos iguales a todos demás.

Pero si la chica muerta no era Melanie, ¿quién era?

Una chica negra había desaparecido y habían encontrado el cuerpo de una chica negra, pero no había ningún vínculo aparente entre las dos.

Burden, que no tenía los escrúpulos y sensibilidad de Wexford, dijo que no costaría mucho identificarla ahora que la policía contaba con un registro nacional de personas desaparecidas. El hecho de que fuera negra facilitaría las cosas. A diferencia de Londres o Bradford, muy pocos negros vivían en esta parte del sur de Inglaterra y todavía eran menos los que desaparecían. Sin embargo, a media tarde del lunes, ya sabía que en los ordenadores de la policía no figuraba nadie con la descripción de la muchacha como desaparecido en el distrito policial de Mid-Sussex.

– Hay una mujer tamil desaparecida desde febrero. Ella y su marido poseen el restaurante Kandy Palace en Myringham. Pero tiene treinta años y aunque supongo que técnicamente no es negra, los tamiles son muy oscuros…

– Por favor no toquemos el tema -le pidió Wexford.

– Consultaré el registro nacional. Quizá la trajeron aquí, viva o muerta, de algún lugar como Londres Sur, donde seguramente desaparecen chicas cada día. ¿Y qué pasa ahora con nuestra teoría de que a Annette la mataron por algo que le dijo Melanie?

– No pasa nada -dijo Wexford-. Esta chica no tiene nada que ver con Melanie. Es irrelevante, es otra cosa. La situación sigue siendo la misma. Melanie hace algo o dice algo que el asesino no quiere que se sepa y mata a Annette porque Annette, y por lo que parece sólo Annette, sabe lo que es. Después de todo, el hecho de que esta chica esté muerta no significa que Melanie viva. Melanie también está muerta, sólo que hasta ahora no hemos encontrado el cadáver.

– ¿No cree que la chica…? ¿cómo la llamaremos? Tenemos que darle un nombre.

– De acuerdo, pero por amor de Dios no me diga un nombre sacado de La cabaña del tío Tom.

– No la he leído -comentó Burden, extrañado.

– La llamaremos Sojourner -dijo Wexford-, como Sojourner Truth, la poetisa que escribió «¿No soy una mujer?» Y quizá…, bueno, me la imagino como una desamparada, alguien de paso, solitaria. «Soy una extraña entre vosotros, un ave de paso», ya sabe.

Burden no lo sabía. Su expresión era de inquietud y sospecha.

– ¿Sodgemah? -arriesgó.

– Correcto. ¿Qué iba a decir? Dijo que esta chica…

– Ah, sí. ¿No cree que esta chica -me refiero a cómo-se-llama, Sojourner-, no cree que pudo decirle alguna cosa importante a Annette?

– ¿En la oficina de la Seguridad Social? -replicó Wexford, interesado.

– No sabemos quién es pero quizá fue allí a firmar o a presentar la solicitud. Es una manera de identificarla, ver si tienen a alguien que responda a su descripción entre los solicitantes.

– A Annette la mataron el miércoles siete, a Sojourner la mataron antes, el cinco o el seis. Encaja, Mike. Es una buena idea. Muy ingenioso.

– También podemos comprobar los inmigrantes que tenemos registrados -añadió Burden, complacido-. Iré a la oficina de la Seguridad Social. Me llevaré a Barry. Por cierto, ¿dónde está Barry?

El sargento Vine llamó a la puerta y entró en el despacho antes de que Wexford pudiese contestar. Había estado en Stowerton, hablando con James Ranger. Ranger era un viudo jubilado, un hombre solitario que iba a cuidar de sus nietos el sábado por la tarde cuando vio desde el coche a Broadley cavando una tumba.

– Dice que nunca más lo volverá a hacer -les informó Vine-. Al parecer, su hija y su marido se perdieron su cena y baile. Dice que la próxima vez que vea a un campesino, cito textualmente, destrozando el entorno pisará el acelerador y pasará de largo. ¿Saben qué pensó que hacía Broadley? No se lo van a creer. ¡Pensó que buscaba orquídeas! Se ve que por allí crece una variedad de orquídeas muy rara y él se ha nombrado su guardián.

– Ranger de nombre y por naturaleza [2] -comentó Wexford-. Sin embargo, ¿no es un tanto extraño, que un tipo bastante mayor como él, defensor de las especies amenazadas, canguro, propietario de un 2CV de diez años de antigüedad pero impecable, tenga un teléfono móvil? ¿Para qué lo usa? ¿Para llamar a los guardabosques cuando ve que alguien coge una prímula?

– Se lo pregunté. Me contestó que gracias a tenerlo nos pudo llamar.

– Pero no respondió a la pregunta.

– No. Cuando insistí, dijo -ya verán- que era por si tenía una avena de noche en la autopista. -Vine se rió-. Lo tengo entre los primeros de mi lista de sospechosos. Al salir de su casa, mientras iba a buscar el coche, como de costumbre tuve que aparcar a casi un kilómetro, me crucé nada menos que con Kimberley Pearson, que ahora vive en un bloque de pisos de la calle Mayor, no-sé-cuantos Court, eso Clifton Court.

– ¿Habló con ella?

– Le pregunté cómo le iba con la nueva casa. Tenía a Clint con ella muy bien vestido, con un chándal flamante y sentado en un coche nuevo. Ella también iba muy bien arreglada, malla roja, top y zapatos con unos tacones así de altos. -Vine levantó una mano y separó el pulgar y el índice unos diez centímetros-. Es otra mujer. Me había dicho que se mudaba a la casa de su difunta abuela, pero no me parece que sea allí. Me refiero a que los pisos son casi nuevos y muy elegantes.

Burden miró de reojo a Wexford y con un tono de mal disimulado reproche le comentó:

– Esto tranquilizará su conciencia. Usted que se preocupaba tanto por su destino.

– «Preocupado» es una palabra demasiado fuerte, inspector Burden -replicó Wexford, tajante-. La mayoría de las personas que no son del todo insensibles se preocuparían por la vida de un niño en esas condiciones.

Por unos momentos reinó un silencio incómodo en el despacho. Vine fue el primero en romperlo.

– Parece que le va bastante bien sin Zack. Supongo que no veía la hora de perderlo de vista.

Wexford permaneció en silencio. Tenía otra cita con los Snow. ¿La muerte de Sojourner afectaría la manera de tratarlos? ¿Debía adoptar un enfoque completamente nuevo? De pronto se sintió como perdido en un bosque oscuro. ¿Por qué le había pegado la bronca a Mike? Cogió el teléfono y le pidió a Bruce Snow que viniera a la comisaría a las cinco.

– No acabo hasta las cinco y media.

– Por favor, a las cinco, señor Snow. Y también quiero ver a su esposa.

– Le deseo suerte -contestó Snow-. Se marcha hoy. Se lleva a los niños a Malta, a Elba o algún lugar así.

– No, no se marchará. -Wexford marcó el número de la casa en Harrow Avenue. La voz de una muchacha respondió a la llamada.

– Por favor, la señora Snow.

– Soy la hija. ¿Quién la llama?

– El inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham.

– Ah. Espere un momento.

Tuvo que esperar más de la cuenta y el enfado fue en aumento. Cuando se puso al teléfono, resultó evidente que Carolyn había recuperado el control. La dama de hielo estaba otra vez en funciones.

– ¿Sí, qué desea?

– Por favor, señora Snow, quiero que venga a comisaría a las cinco.

– Lo lamento, tendrá que ser en otra ocasión. Mi vuelo a Marsella sale a las cinco menos diez.

– Se marchará sin usted. ¿Ha olvidado que le pedí que no se fuera de viaje?

– No, pero no pensé que lo dijera en serio. Es absurdo. ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Soy la parte perjudicada. Me llevo a mis pobres hijos de aquí para que se repongan. La conducta de su padre les ha roto el corazón.

– La reparación de sus corazones puede esperar algunos días, señora Snow. Supongo que no querrá verse acusada de obstruir investigaciones policiales.

No era tan tonto como para creer que entendía a la gente. Por ejemplo, ¿por qué mentía esta mujer? Era, como acababa de decir, la parte perjudicada. Engañar a la esposa con una amante durante un período de nueve años era una ofensa muy grave, porque además de herirla la había humillado, la hacía aparecer como una tonta. En cuanto a Snow, nunca entendería la conducta del hombre. Nunca hubiera creído posible que aquí, en Inglaterra, en los noventa, un hombre pudiera disfrutar de los favores sexuales de una mujer durante años sin pagarle, sin hacerle ningún regalo ni salir con ella, sin utilizar una habitación de hotel ni siquiera una cama, en la oficina, en el suelo, para poder atender el teléfono si llamaba su esposa.

Si no podía entender eso, ¿cómo podía entender cualquier otro aspecto de la conducta de Snow? Le parecía absurdo que el hombre hubiese matado a Sojourner porque, supongamos, Annette le había hablado de sus relaciones. Pero, asimismo, le resultaban incomprensibles todos los comportamientos de Snow. ¿La mató y la enterró en los bosques de Framhurst? ¿Mató a Annette, mató a la mujer a la que Annette se lo había dicho, sólo para evitar que su esposa se enterara? Bueno, ahora todos sabían lo que había pasado cuando su esposa se enteró… Quizá Sojourner le chantajeaba. Algo de poca monta. A él no le hubiese costado nada darle algún dinerillo de cuando en cuando para que mantuviera la boca cerrada. Entonces ella le pidió más dinero, quizás una suma considerable. Wexford descubrió que le disgustaba pensar de esta manera. En el fondo, de una manera casi inconsciente, tenía a Sojourner por una buena persona. Sojourner era la víctima inocente de unos hombres perversos que la explotaban y abusaban de ella, mientras ella misma era virtuosa y gentil, alguien que sabía guardar un secreto, un alma cándida, simple y temerosa.

Desde luego, la idealizaba. ¿Que había pasado con la lección que había recibido en aquel asunto con los Akande y que consideraba aprendida? No sabía nada de la muchacha, ni su nombre real, ni su país de origen, o si tenía familia, ni siquiera sabía la edad. El informe forense de Mavrikiev, que todavía no había recibido, tampoco le ayudaría con estas preguntas. Incluso no sabía si ella había estado alguna vez en la oficina de la Seguridad Social.

Bruce Snow se sentó en el cuarto de entrevistas número uno con Burden. Su esposa estaba con Wexford en el cuarto de entrevistas número dos. Ponerlos juntos hubiese significado repetir la violenta discusión de la vez anterior. Wexford se enfrentó a una Carolyn Snow malhumorada, mientras Karen Malahyde permanecía de pie detrás de ella con una evidente expresión de desagrado que se debía, supuso el inspector, a todo lo que concernían a la señora Snow: su estilo de vida, su condición de esposa sin un trabajo o ingresos personales y, por desgracia, su nueva posición como mujer engañada.

– Quiero dejar constancia -dijo Carolyn-, que considero un ultraje que se me impida ir de vacaciones. Es una interferencia injustificada a mis derechos y a mi libertad. Y en cuanto a mis pobres hijos, ¿qué han hecho?

– No es lo que han hecho ellos sino lo que ha hecho usted, señora Snow. O, mejor dicho, lo que no ha hecho. Puede dejar constancia de lo que quiera. Pero por mucho que presuma que no dice mentiras, no me ha dicho la verdad.

En el otro cuarto Burden le preguntó a Bruce Snow si deseaba modificar o añadir algo a su declaración anterior, y le puso un ejemplo:

– ¿Puede decirme qué hizo la tarde-noche del siete de julio?

– Estaba en casa, sencillamente estaba en casa. Quizá leía, no lo recuerdo, o miraba la tele con mi esposa, pero no me pregunte qué programa porque no lo sé.

– ¿Ha visto alguna vez a esta muchacha, señor Snow?

Burden le mostró una foto del rostro de Sojourner, asesinada doce días atrás. Estaba muy bien hecha, pero no dejaba de ser la foto del rostro magullado de un cadáver. Snow dio un respingo.

– ¿Es la hija de Akande?

Otra vez el mismo error. Pero Burden no lo dejó pasar.

– ¿Por qué lo dice?

– Eh, pare el carro. No la he visto en mi vida.

Con una mirada trágica como si estuviese de luto, Carolyn Snow le rogó a Wexford que la dejara marchar de vacaciones. Había contratado el viaje seis meses antes. Cuando lo contrató, Snow era uno de los viajeros, pero ahora la hija mayor iría en su lugar. El hotel no tenía habitaciones disponibles para la siguiente semana, no encontraría plazas en ningún vuelo, y la agencia de viajes no le devolvería el dinero pagado.

– Haberlo pensado antes -dijo Wexford, y le mostró la foto de Sojourner, los ojos cerrados, la piel magullada, los trozos en la frente y las sienes donde ya no quedaba pelo-. ¿La conoce?

– No la he visto en toda mi vida. -En lugar de apartarse, Carolyn miró la foto con más atención-. ¿Es de color? No conozco a nadie de color. Mire, he perdido el avión pero la señorita de la agencia dice que nos puede conseguir plazas en el que sale mañana por la mañana a las diez y cuarto.

– ¿De veras? Me sorprende ver como ha mejorado la atención de las compañías aéreas.

– ¡Me pone enferma! Usted no es más que un sádico. Disfruta con todo esto, ¿verdad?

– Hay una buena parte de satisfacción laboral en lo que hago -respondió Wexford, preguntándose si el servicio de Empleo convertiría «satisfacción laboral» en una sola palabra-. Tengo que obtener algo de lo que hago. -Miró su reloj-. El trabajo que no se acaba nunca, ni cobro las horas extras cuando preferiría estar en mi casa con mi esposa en lugar de estar encerrado aquí intentando que me diga la verdad.

– Es feliz en su matrimonio, ¿no es así, inspector jefe? Pues a ver si se entera que todo esto ha destrozado el mío.

– La culpa es de su marido, señora Snow. Vénguese con él si quiere. No quiera vengarse con nosotros.

– ¿Vengarme, qué quiere decir?

Wexford arrimó la silla y puso los codos sobre la mesa.

– ¿No es eso lo que hace? Se está vengando por sus líos con dos mujeres. Niega que él estuviera en casa aquel día, insiste en que salió a las ocho y no regresó hasta el cabo de dos horas y media. Además de quedarse con la casa y buena parte de sus ingresos, quiere la satisfacción añadida de que le acusen de asesinato.

Esta vez la había pillado, lo veía en sus ojos.

– ¿Ella le chantajeaba, señor Snow? -preguntó Burden al otro lado de la pared.

– Olvídelo. Nunca la había visto.

– Sabemos lo que pasó cuando su esposa se enteró de su infidelidad. Lo hemos visto. No es una mujer comprensiva, ¿verdad? Creo que le pagaba y que quizá llevaba tiempo haciéndolo. -Burden se saltó una vez más los límites-. ¿Qué diablos tenía Annette Bystock para que usted siguiera con el asunto? -No hubo respuesta, sólo un gesto agrio-. Sin embargo, usted siguió. ¿Se cansó de pagar? ¿Comprendió que nunca dejaría de pagar, incluso si cortaba la relación con Annette? ¿La solución fue matar a la chantajista?

– Todo lo que dije es verdad pero, sí, me gustaría verle sufrir -afirmó Carolyn Snow-. ¿Por qué no? Me gustaría verle pagar por esas dos mujeres con unos cuantos años en la cárcel.

– Bueno, ya es algo -comentó Wexford-. ¿Y qué me dice de usted, señora Snow? ¿Le gustaría pagar por su venganza?

– No le entiendo.

– Parece mirar las cosas del revés. Supone desde el principio que le interrogamos para confirmar o desmentir las declaraciones de su marido sobre sus movimientos. Que su marido es el sospechoso, que su marido es el único con un motivo para asesinar a Annette Bystock. Pero se equivoca. También está usted.

– No le entiendo -repitió ella, pero esta vez angustiada.

– Sólo tenemos su palabra de que no sabía nada de la existencia de Annette en la vida de su marido hasta que la asesinaron. Ya sabemos lo que vale su palabra, señora Snow. Tenía usted mejores motivos que él para asesinarla, más motivos que nadie.

– ¡Yo no la maté! -Carolyn se levantó, sin color en el rostro-. ¿Está loco? ¡Claro que yo no la maté!

– Eso es lo que dicen todos -replicó Wexford, sonriente.

– ¡Le juro que yo no la maté!

– Usted tenía motivos. Tema los medios. No tiene una coartada para la tarde-noche del miércoles.

– ¡Yo no la maté! ¡No la conocía!

– Quizá quiera hacer una declaración, señora Snow. Con su permiso grabaremos lo que diga. Después me iré a casa.

Carolyn se sentó. Jadeaba, la frente arrugada, los labios fruncidos. Se clavó las uñas en las palmas hasta que consiguió recuperar parte de su control. Comenzó a decirle al magnetófono lo que había pasado. Había estado sola en su casa de Harrow Avenue, excepto por el hijo menor, que se encontraba en su habitación. Su marido se había marchado a las ocho y había regresado a las diez y media. Se interrumpió en este punto y le preguntó a Wexford:

– ¿Mañana podré irme?

– Me temo que no. No quiero que salga del país. Si quiere, váyase de vacaciones a Eastbourne, no tengo ningún inconveniente.

Carolyn Snow se echó a llorar.

En otros tiempos, el sargento Vine había pasado muchas horas sentado en una de las mesas en la parte de atrás, haciéndose pasar por un empleado, mientras esperaba que cierta persona se presentara a firmar. Por lo general se trataba de alguien que buscaba por algún delito menor, y esta era la manera infalible de cazarlo. Daba igual lo que ganaran con los robos, por atracar en las tiendas, con los tirones de bolsos. Todos querían cobrar también el paro.

A diferencia de Wexford y Burden que eran unos recién llegados a la oficina de la Seguridad Social, este era un territorio conocido para Vine. Nadie se llevaba bien con Cyril Leyton y Osman Messaoud era difícil de abordar, pero mantenía buenas relaciones con Stanton y las mujeres. Burden, ocupado con Leyton y el guardia de seguridad, le dejó que hiciera lo suyo. Mientras esperaba que Wendy Stowlap se desocupara, observó al público y vio a dos que conocía. Uno era Broadley, el que descubrió el cadáver de Sojourner, el otro la hija mayor de Wexford. Intentaba recordar su nombre, debía comenzar con una letra entre la A y la G, cuando se marchó el cliente de Wendy.

– Cada día hay más extranjeros, italianos, españoles, de todas partes. ¿Por qué tenemos que mantenerlos con nuestros impuestos? Yo no sé qué se piensa la Unión Europea que somos -le comentó Wendy a Vine.

– Pero a que no tiene muchos clientes negros -replicó el sargento-. Me refiero en este rincón del bosque.

– ¿Qué ha querido decir con eso? ¿Qué este es el quinto infierno? -Wendy era nativa de Kingsmarkham y estaba muy orgullosa de su ciudad-. Si no le gusta vivir aquí, ¿por qué no regresa a Berkshire o a dónde sea, que es tan alegre y sofisticado?

– Vale, perdone, pero ¿los tiene?

– ¿Si tengo clientes que son de color? Se sorprendería. Tenemos más que hace dos años. Bueno, tenemos más clientes que los que teníamos hace dos años, muchos más. Quizá la recesión se esté acabando, pero el problema del paro sigue siendo muy grave.

– ¿Así que no se habrá fijado por casualidad en una chica negra?

– Mujer -le corrigió Wendy-. Yo no le llamo a usted chico.

– Ojalá -dijo el sargento Vine.

– En cualquier caso, no vi a ninguna mujer negra hablando con Annette. Sabe, ni siquiera vi a la tal Melanie. Con toda franqueza, ya tengo bastante faena en el mostrador como para fijarme en lo que hacen los demás. -Wendy apretó el botón del letrero luminoso-. Así que si me perdona atenderé a los clientes.

Peter Stanton preguntó si Sojourner era guapa. Reconoció que le gustaban las mujeres negras, tenían unas piernas fantásticas. Le gustaban sus cuellos, como cisnes negros, y sus manos delgadas. Y la forma de caminar, como si llevaran un cántaro en la cabeza.

– Sólo la vi cuando ya estaba muerta -le contestó Vine.

– Si presentó la solicitud, quiero decir, si completó el ES 461, la encontraremos. ¿Cómo se llamaba?

Hayley Gordon también preguntó el nombre de Sojourner. Los dos supervisores le hicieron un montón de preguntas inútiles sobre si había pedido el subsidio de desempleo o el salario social, si había trabajado alguna vez, y qué clase de trabajo buscaba. Osman Messaoud, que esta semana en lugar de atender en el mostrador ocupaba la misma mesa donde Vine acostumbraba a sentarse, dijo que cerraba su mente y algunas veces los ojos cuando las solicitantes eran mujeres jóvenes. Si por casualidad las veía se forzaba a sí mismo a no mirar.

– Su esposa no se fía de usted ni un pelo, ¿no es así?

– Es correcto que una mujer sea posesiva -afirmó Osman.

– Eso es algo discutible. -A Vine se le ocurrió una idea. Le dio vueltas mientras pensaba en cómo hacer la pregunta sin ofender-. ¿Su esposa… eh… es india como usted?

– Soy ciudadano británico -contestó rápido Osman, con un tono helado.

– Ah, disculpe. ¿Y su esposa de dónde es?

– De Bristol.

El tipo disfrutaba con esto, pensó Vine. En voz alta añadió:

– ¿Puedo saber de dónde provenía la familia?

– Me pregunto qué sentido tiene todas esto. ¿Acaso soy sospechoso del asesinato de la señorita Bystock? ¿O quizá lo es mi esposa?

– Sólo quería saber… -Vine renunció y acabó la frase sin pelos en la lengua-, si también es de color.

Messaoud sonrió satisfecho por haber puesto al sargento en una situación incómoda.

– ¿De color? Que expresión más interesante. ¿Rojo quizás, o azul? Mi esposa, sargento detective Vine, es una dama afrocaribeña de Trinidad. Pero no está en el paro y nunca ha puesto un pie en esta oficina.

Por fin, después de mucho bregar. Vine consiguió averiguar entre todos los empleados de la oficina de la Seguridad Social, y con la renuncia a lo políticamente correcto por todas las partes, que cuatro de los beneficiarios eran negros. Dos hombres y dos mujeres y todos mayores de treinta años.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «Ranger» tiene el sentido en Gran Bretaña de guardabosques real. (N. del T.)