175619.fb2
– ¿Sabías que el PNB ha presentado un candidato en los comicios para el consejo de Kingsmarkham?- le preguntó Sheila por teléfono.
– Pero si son la semana que viene -dijo Wexford, mientras intentaba recordar quién o qué era el PNB.
– Lo sé. Pero acabo de enterarme. Ya tienen un representante parlamentario.
Por fin lo recordó. El PNB era el Partido Nacionalista Británico, postulante de una Gran Bretaña blanca para el hombre blanco.
– Eso es en Londres Este -replicó él-. Aquí es distinto. Los conservadores ganarán de calle.
– Los ataques racistas en Sussex han aumentado un setecientos por ciento el año pasado, papá. Es un hecho. No puedes negar las estadísticas.
– Está bien, Sheila. No creerás que me entusiasma tener a una pandilla de fascistas en el consejo, ¿verdad?
– Entonces más te valdrá votar por los liberaldemócratas o por la señora Khoori.
– Se presenta, ¿no es así?
– Como independiente en la lista de los conservadores.
Wexford le habló de los encuentros con Anouk Khoori y de la fiesta. Ella le preguntó por Sylvia y Neil. Por primera vez en muchos años Sheila estaba sin un hombre en su vida. Esta carencia parecía haberla convertido en una mujer más calmada y triste. Interpretaría el personaje de Nora en La casa de muñecas en una producción del festival de Edimburgo. ¿Él y mamá pensaban asistir? Wexford pensó en Annette, en Sojourner y en la desaparecida Melanie y contestó que no, lo sentía mucho pero era imposible.
Dispuesto a visitar a los Akande por primera vez desde la escena en el depósito, se dijo a sí mismo que no fuera cobarde, tenía que enfrentarse a ellos, había actuado de buena fe aunque sin cuidado, pero por todo esto fue incapaz de desayunar. El café fue lo único que consiguió tragar. Recordó una frase de Montaigne: «Hay un viejo dicho griego que dice que los hombres se atormentan no por las cosas en sí sino por lo que piensan de ellas». ¿Quien podía decir si pensaba correctamente?
Después de las tormentas del fin de semana, había vuelto el tiempo cálido y no tan húmedo, hacía calor, el aire cristalino, el cielo de un azul fuerte y brillante. Las lilas rosas y blancas habían florecido en el jardín de los Akande. Él olió el fúnebre perfume incluso antes de llegar a la verja. Laurette Akande abrió la puerta. Wexford dijo «Buenos días» y esperó a que se la cerrara en las narices.
En cambio, ella la abrió un poco más y le invitó a pasar, aunque no muy a gusto. Parecía contrita. La casa estaba en silencio. Sin duda Patrick, su hijo, aún no se había levantado; sólo eran un poco más de las ocho. El doctor se encontraba en la cocina, de pie junto a la mesa, bebiendo un jarro de té. Dejó el jarro, se acercó a Wexford y sin venir a cuento, le estrechó la mano.
– Lamento lo ocurrido el domingo -dijo Akande-. Es obvio que no hubo mala intención de su parte. Confiábamos en que no lo tomara a mal y que dejara de visitamos, ¿no es así, Letty?
Laurette Akande encogió los hombros y miró en otra dirección. Wexford pensó que quizá la convertiría en una de sus leyes -llevaba un catálogo mental de la primera ley de Wexford, la segunda, la tercera…-, según la cual si después de las dos o tres primeras excusas dejabas de disculparte con la persona ofendida, esta no tardaría en pedirte disculpas.
– En realidad -añadió Akande-, y por extraño que resulte, nos alegró. Nos dio esperanzas. El hecho de que la muchacha no fuera Melanie nos da motivos para pensar que Melanie sigue con vida. ¿Cree que es una tontería?
Lo creía, pero no pensaba decirlo. Estaban en la peor posición que pueden estar los padres, peor que la de aquellos cuyo hijo está muerto, peor que los padres de Sojourner, si es que tenía. Eran los padres cuyo hijo ha desaparecido y que quizá nunca sabrán cuál fue su final, los tormentos que padeció y cuál fue la causa de la muerte.
– Sólo puedo decir que me encuentro en la misma situación de hace dos semanas. No tengo la menor idea de lo que puede haberle pasado a Melanie. De todos modos continuaremos la búsqueda. No cejaremos en el empeño. En cuanto a la esperanza…
– Una pérdida de tiempo y energía -afirmó Laurette, con aspereza-. Perdone, tengo que ir a mi trabajo. Los pacientes no pueden dejar de ser atendidos sólo porque la hermana Akande ha perdido a su hija.
– No haga caso a mi esposa -dijo el doctor en cuanto ella se marchó-. Todo esto es terrible para ella.
– Lo sé.
– Sólo agradezco tener esta sensación bastante ilógica de que Melanie está viva. Puede parecer ridículo, pero casi diría que sé que una tarde llegaré a casa después de las visitas y le encontraré sentada aquí. Y ella tendrá una explicación perfectamente razonable para la ausencia.
– ¿Cuál? Sería un error de mi parte alentar sus esperanzas -manifestó Wexford, sin olvidar su decisión de tratar a los Akande como a cualquier otro-. No tenemos motivos para creer que Melanie esté viva.
Wexford vio como Akande meneaba la cabeza al escuchar sus palabras.
– ¿Sabe quien era la otra muchacha, la que confundió con Melanie? Supongo que no tengo derecho a preguntar, como tampoco lo tiene usted a preguntar sobre mis pacientes.
– Estuve a punto de preguntárselo, saber si la había visto antes.
– No le dimos ocasión, ¿verdad? Nos pusimos furiosos en lugar de sentimos aliviados. Nunca la había visto. Sin duda no le resultará difícil averiguar quién era. Después de todo, no hay mucha gente como nosotros por aquí. Sólo uno de mis pacientes es negro.
Estuviesen relacionados o no, la segunda muerte significaba que todos los posibles testigos del primer caso debían ser interrogados otra vez en relación con el segundo. Si alguno de ellos había visto a Sojourner en cualquier parte, había reconocido su rostro, o la recordaba vagamente, esto quizá les daña el vínculo que buscaban. Quizá les ayudaría a descubrir su identidad. La peor situación que podía imaginar era aquella en que el cuerpo de Sojourner hubiese sido transportado en un coche desde un punto a centenares de kilómetros, quizá de alguna ciudad del norte donde había tantas prostitutas negras como blancas, que no tenían pasado, y menos todavía futuro, y cuya desaparición podía pasar inadvertida.
Pensó una vez más en ella con ternura y el informe del forense no disminuyó su ternura. Mavrikiev calculaba la edad en unos diecisiete años. Las heridas eran terribles. Además del bazo, tenía dos costillas rotas. Contusiones en la cara interior de los muslos, las viejas cicatrices en los genitales delataban una violenta agresión sexual anterior y en más de una ocasión. El patólogo señalaba que un fuerte puñetazo le había lanzado al suelo y que en la caída se había golpeado la cabeza contra un objeto duro y afilado. Este le había causado la muerte.
Habían enviado al laboratorio las fibras encontradas en la herida de la cabeza. Mavrikiev expresaba su opinión de que eran fibras de lana pertenecientes a un suéter, no de una alfombra, pero no lo aseguraba porque no era su especialidad. Wexford leyó un informe del laboratorio que confirmaba la opinión. Las fibras eran de lana Shetland y mohair, los componentes típicos de los tejidos de lana. También se encontraron rastros de esta mezcla debajo de las uñas de la víctima, junto con restos de la tierra donde le habían enterrado. Pero no había rastros de sangre debajo de las uñas. No había arañado a nadie luchando para defender su vida.
Embajadas, legaciones, consulados de todos los países africanos. Era una línea de investigación y se la encomendó a Pemberton. Karen Malahyde se concentró en los centros educativos, muchos de los cuales estaban cerrados por vacaciones, lo que significaba llamar a los directores, administradores, bedeles y encargados de residencias. Si Sojourner sólo tenía diecisiete años quizá aún iba a la escuela. Las probabilidades de que se hubiese alojado en un hotel inmediatamente antes de su muerte eran pocas, pero de todas maneras tendrían que preguntar, desde el Oliver y Dove en un extremo de la escala a la más humilde de las pensiones de Glebe Road en el otro.
Annette le dijo a su prima que tenía que contarle algo a la policía, y Wexford se preguntó por qué ella no se lo dijo a Bruce Snow cuando él le llamó aquel mismo martes a última hora de la tarde, la tarde anterior a su muerte. Pensó en el pariente de Ladyhall Avenue cuya existencia negaban los Snow. Y se preguntó qué podía haber hecho una chica tan joven, tan vulnerable y, al parecer, tan poco estimada como Sojourner como para que alguien la matara a golpes. ¿Era posible que estuviese considerando las cosas al revés? ¿Que a Annette no la mataron por lo que le habían dicho, sino que a Sojourner la mataron por lo que Annette le había confiado? ¿Era Annette la depositaría de un secreto, desconocido para Snow, para Jane Winster o para Ingrid Pamber?
– No tuve ánimos para desayunar esta mañana y ahora siento ese desagradable vacío que es la llamada silenciosa para el almuerzo del alma -le dijo a Burden cuando se encontraron delante del Nawab.
– Eso es de P. G. Wodehouse -señaló Burden.
Wexford no hizo ningún comentario. Esta era la primera vez que Burden adivinaba la fuente de una de sus citas. Resultaba una experiencia reconfortante que el inspector se apresuró a disipar con un jarro de agua fría. Con un tono agrio que a veces utilizaba añadió:
– La esposa de Messaoud es antillana.
– Mi mujer es inglesa -dijo Wexford en el interior del restaurante-, pero no significa que conociera a Annette Bystock.
– Es diferente. Usted sabe que es diferente.
Wexford vaciló, cogió un trozo de nan del plato que tenía delante.
– Sí, lo sé. Es diferente. Lo lamento. Y ya que estamos, lamento lo de ayer. No tenía por qué hablarle de esa manera.
– Olvídelo.
– Al menos no delante de Barry. Lo lamento. -Wexford recordó su nueva ley y cambió de tema-. Me gusta el pan indio, ¿a usted no?
– Más que los indios. Lo lamento, pero ese tipo Messaoud es mala cosa. Iré a hablar con su esposa.
Les sirvieron el menú especial que habían perdido, el «Thali rápido», llegó en un par de minutos. Consistía en casi todo lo que considerabas como comida india colocada en el borde de un plato grande con una pila de arroz en el medio y un poppadom aparte. Wexford se sirvió un vaso de agua.
– Ojalá esa foto que tenemos no la hiciera parecer tan muerta, muerta de hace tiempo, pero no se puede evitar. No vendría mal mostrarla por Ladyhall Avenue. Probaremos con los tenderos de la calle Mayor, los centros comerciales y los supermercados.
– La estación de trenes -añadió Burden-, y la de autocares. ¿Iglesias?
– Los negros van a la iglesia más que los blancos, por lo tanto, sí, ¿por qué no?
– ¿Stowerton Industrial State? Se alegrarán de haber perdido a uno. Así no les parecerán que sobran. Disculpe, es un chiste malo. Vale la pena intentarlo, ¿no cree?
– Todo ayuda, Mike.
Wexford suspiró. Por «todo» no se refería a hablar con todos los residentes negros de las islas británicas. En realidad se refería a actuar como si Sojourner hubiera sido una estudiante blanca. Pero de pronto comprendió que no podía ser, que esta no era la manera, por muy ética que pareciera.
Una rápida ojeada al fax de la policía de Myringham que estaba sobre su mesa le dijo que ninguna de las descripciones coincidía con la de Sojourner. Las mujeres desaparecidas estaban clasificadas por etnias, pero ¿no era inevitable esta clasificación en un caso como este? Recordó la conversación que había mantenido una vez con el superintendente Hanlon de la división criminal de Myringham sobre el tema de lo políticamente correcto.
«En lo que a mí respecta -afirmó Hanlon-, PC equivale a “Police Constable” [agente].»
Cuatro mujeres cuyos antepasados pertenecían al subcontinente indio y un africano figuraban en la lista. Myringham, con su industria, aunque ahora casi liquidada, había atraído a muchos más inmigrantes que Kingsmarkham o Stowerton, y a sus dos universidades asistían estudiantes de todo el mundo. Melanie Akande no era la única alumna de la antigua politécnica de Myringham que había desaparecido. En la lista aparecía Demsie Olish de Cambia, estudiante de sociología, cuyo hogar estaba en un lugar llamado Yarbotendo. Una de las indias, Laxmi Rao, era licenciada por la universidad del Sur. No tenían noticias de ellas desde Navidad pero se sabía que no habían regresado a casa. La esrilanquesa que Burden ya le había mencionado como la restauradora ausente. La paquistaní, Naseem Kamar, viuda, había sido operaría en una fábrica de ropa hasta que la empresa cerró en abril. La señora Kamar desapareció al perder el empleo. La policía de Myringham tenía casi la plena certeza de que Darshan Kumari se había fugado con el hijo del mejor amigo de su marido. Asimismo, sospechaban que Surinder Begh había sido asesinada por su padre y tíos por no querer casarse con el hombre que le habían elegido, pero no tenían pruebas para demostrar la teoría.
Tendrían que buscar a los parientes de estas mujeres y llevarlos al depósito para que hicieran una identificación. Bueno, no los de la viuda Kamar. Ella tenía treinta y seis años. Y la edad de Laxmi Rao, veintidós, era un ingrato recuerdo del error cometido. La candidata con más puntos era Demsie Olish. Tenía diecinueve años, había ido a su casa en Gambia en abril y había vuelto, la habían visto la casera, los otros dos estudiantes que vivían en la casa, y los numerosos estudiantes de su curso en Myringham, y después, a partir del cuatro de mayo, no la habían visto más. Transcurrió una semana antes de que denunciaran la desaparición. La pega para que fuera Sojourner era la estatura declarada: un metro sesenta y dos centímetros. Descartadas estas mujeres, tendrían que ampliar las redes…
Convocó una reunión a las cinco para compartir los descubrimientos y proponer a Demsie Olish como la víctima anónima. Una muchacha que había sido amiga suya y que vivía en Yorkshire llegaría al día siguiente para ver el cadáver. Para estar prevenidos, si no se conseguía la identificación, se lo pedirían a Dilip Kumari. Su esposa sólo tenía dieciocho años.
Claudine Messaoud era la cara opuesta de su marido; dispuesta a ayudar en todo lo posible. Al parecer, a Burden le había caído bien, cosa que era un triunfo en las relaciones raciales. Aunque ella no sabía nada de una mujer negra entre dieciséis y veinte años desaparecida, dirigió a Burden a la iglesia a la que asistían ella y otras personas negras. Eran los baptistas de Kingsmarkham. El pastor le dijo a Burden que por lo menos un miembro de la mayoría de las familias negras de Kingsmarkham asistía a la iglesia, por lo general una mujer de mediana edad. Incluso así, eran pocas.
– Laurette Akande también es una de las feligresas -señaló Burden-. Por lo tanto, sólo quedan cuatro familias. Visité a una pero son jóvenes y sus hijos tienen dos y cuatro años. Quizá a Karen le gustaría hablar con el resto.
– ¿Karen? -dijo Wexford.
– Desde luego. Lo haré esta noche. Pero sospecho que ya conozco a dos, me refiero a las que tienen hijos en el instituto. Dos chicas de dieciséis y un chico de dieciocho, todos en sus casas. Les vi.
– Esto nos deja a los Ling -dijo Burden-. Mark y Mhonum, M, H, O, N, U, M, en Blakeney Road. Él es de Hong Kong, tiene el restaurante Moonflower, ella es negra, y no sabemos la edad de los hijos, o si tienen. Ella es la única paciente negra del doctor Akande.
Pemberton había hablado con alguien del consulado de Gambia. Estaban al corriente de la desaparición de su conciudadana, Demsie Olish, y «seguían el caso con atención». Había conseguido menos de las restantes embajadas africanas. Había reducido a cinco el número de mujeres en el registro nacional que se ajustaban a la descripción de Sojourner. Los parientes o, en su ausencia -a menudo no los había- los amigos, tendrían que viajar a Kingsmarkham para el desagradable intento de identificar a la muerta.
Wexford calculaba, por los datos disponibles, que dieciocho personas negras vivían en Kingsmarkham, quizá media docena más entre Pomfret, Stowerton y los pueblos vecinos. Esta cifra incluía a los tres Akande, Mhonum Ling, las nueve personas pertenecientes a las tres familias que iban a la iglesia, los dos clientes masculinos de la oficina de la Seguridad Social, la madre y su hijo que eran los otros dos baptistas de Kingsmarkham. Melanie Akande que era una de las dientas, y la hermana de uno de los baptistas que era la otra.
Los Epson, que vivían en Stowerton, era la familia cuyos hijos estaban al cuidado de Sylvia. Él era negro, ella blanca. El año pasado habían ido de vacaciones a Tenerife dejando al hijo de nueve años a cargo del hermano de cinco. Al parecer estaban otra vez de viaje porque cuando Karen llamó una niñera atendió el teléfono. La mujer respondió a las preguntas nerviosa y molesta pero no sabía nada de ninguna chica negra de diecisiete años desaparecida.
– Aquellos chicos, los jóvenes, que se pasan el día en la escalinata, supongo que no son siempre los mismos, pero el día que fui allí después de que encontramos el cadáver de Annette, uno de ellos era negro. Trenzas y una gorra tejida grande. Al parecer tenemos localizadas y clasificadas a todas las personas negras de Kingsmarkham; no me gusta, pero no dudo que ha de ser así, por lo tanto ¿qué pasa con él? ¿Dónde encaja?
– Hoy no estaba allí -le contestó Barry que después le preguntó a Archbold-. Hoy no estaba, ¿no es así, Ian?
– En efecto, no le vi. Tienes a una madre y a su hijo en la lista; quizá él es el hijo.
– Probablemente es mi chico de dieciocho años -señaló Karen.
– No lo es si el tuyo todavía va a la escuela. A menos que sea un experto en escabullirse. Tenemos que encontrarlo.
Wexford miró a los presentes, y de pronto se sintió como un anciano entre ellos. El resto de lo que iba a decir lo tenía en la punta de la lengua, pero se lo calló. No era fácil, ¿verdad? No todas las madres iban a la iglesia. La mayoría de ellos no asistía regularmente a la escuela ni iba al instituto. En cuanto a las embajadas, suele olvidarse, siempre suele olvidarse, que la mayoría de estas personas son británicas, legalmente son tan británicas como nosotros. No figuran en los archivos, no tienen expedientes, ni carnets de identidad. Y se cuelan por la red.
La muchacha era muy joven y aunque oscura, con la piel morena y el pelo negro largo, parecía frágil. Yasmin Gavilon, de Harrogate, era la compañera de facultad de Demsie Olish. Daba muestras de una timidez extrema y al parecer no tenía muy claro qué se esperaba de ella. Wexford hubiese preferido que algún otro la acompañara a la sala del depósito, pero era una tarea que no podía delegar. Recordaba con toda claridad lo ocurrido la ultima vez. Y a esta muchacha se la veía muy joven, no aparentaba tener veinte años.
Le había explicado tres veces que el cuerpo que iba a ver quizá no era el de Demsie, que con toda probabilidad no se trataba de Demsie. Ella sólo tenía que mirar y decirle la verdad. Pero al ver la expresión confiada de su rostro, tan inocente, sin ninguna huella de la experiencia, casi tuvo la tentación de decirle que se fuera a su casa, que cogiera el próximo tren de vuelta, y que él buscaría a algún otro para que mirara el cadáver de Sojourner.
El olor del formol era como un gas. La funda de plástico estaba abierta, y apartada la sábana. Yasmin miró. Su expresión fue casi idéntica a la que mostró cuando le presentaron a Wexford en su despacho. Entonces había murmurado, «Hola», y ahora murmuró: «No. No es ella». El tono era el mismo.
Wexford la acompañó fuera de la sala. Se lo preguntó otra vez. «No -dijo ella-. No es Demsie», y añadió: «Me alegro». Intentó sonreír, pero su rostro tenía un color verdoso. «Por favor, quiero ir al lavabo».
Le dieron una taza de té dulzón bien caliente y la llevaron en coche a la estación. El siguiente en comparecer fue Dilip Kumari. Si Wexford le hubiera visto en la calle, sin saber su nombre ni escuchado su voz, le hubiese tomado por español. Kumari hablaba con sonsonete galés, pero en el inglés perfecto de los indios que han nacido en la India. Era el delegado de la agencia del NatWest Bank en la calle Mayor de Stowerton y aparentaba los cuarenta y tantos años que tenía.
– Su esposa es muy joven -comentó Wexford.
– ¿Demasiado joven para mí? ¿Es lo que insinúa? Tiene razón. Pero en aquel momento no me lo pareció. -Se mostraba resignado, fatalista, casi despreocupado. En el acto fue evidente su convencimiento, sin haberla visto, que Sojourner no era Darshan Kumari-. Hasta donde yo sé, mi mujer se fugó con un chico de veinte. Desde luego, si esta es ella, cosa que dudo mucho, no tendré problemas ni gastos para divorciarme de ella.
Soltó una carcajada, quizá para mostrarle a Wexford que no lo decía del todo en serio.
Entraron y una vez más exhibieron a Sojourner.
– No -dijo enfático-. No -y al salir añadió-: Que tenga mejor suerte la próxima vez. ¿Sabe si uno se puede divorciar de una mujer que no encuentra? Quizá sólo después de cinco años. Me pregunto que dice la ley al respecto. Tendré que averiguarlo.
¿Cuál era la red por la que se había colado? Quizá la misma por la que se había filtrado el chico de las trenzas y la gorra de colores que no estaba delante de la oficina de la Seguridad Social cuando Wexford llegó al lugar diez minutos más tarde. El que sí estaba era el chico de la cabeza rapada, esta vez con una camiseta tan descolorida que el dibujo del dinosaurio era una sombra de sí mismo, y el chico de la coleta con los pantalones del chándal, que encendía un cigarrillo con la colilla del otro. Con ellos estaba un chico muy bajo y regordete con los rizos dorados peinados hacia atrás para parecer más alto y un chico indescriptible lleno de lunares, en pantalones cortos. Pero el chico negro con las trenzas no estaba.
Dos estaban sentados en la balaustrada desportillada, sucia y áspera del lado derecho y dos en el izquierdo, donde también había un montón de latas de gaseosas vacías y aplastadas y paquetes de cigarrillos vacíos. El chico de la coleta fumaba un cigarrillo que él mismo había liado. El muchacho de los lunares tenía los pies en medio de un montón de colillas y con la punta de las zapatillas de baloncesto de lona negra trazaba sin ningún método una serie de círculos y rayas en las cenizas. Se mordía las cutículas. En el momento que se acercaba Wexford, a su vecino de enfrente, con el fantasma del dinosaurio en el pecho, se le ocurrió la divertida idea de lanzar chinas -tenía un puñado-, contra el montón de latas; quizás apuntaba a la más alta para hacerla caer y que rodara por el suelo.
No se fijó en Wexford. Ninguno le miró. Tuvo que decir dos veces quién era antes de conseguir llamar la atención, y entonces fue el chico bajo el que le miró, probablemente porque era el único desocupado.
– ¿Dónde está tu amigo?
– ¿Qué?
– ¿Dónde está tu amigo? ¿El que lleva la gorra a rayas? -Esta era una manera de no tener que identificarlo por su origen étnico. Wexford se dijo a sí mismo que ya estaba bien de ser tan remilgado-. El negro de las trenzas.
– No sé de qué me habla.
– Se refiere a Raffy. -Una china hizo diana, la lata se balanceó y cayó-. Tiene que ser Raffy.
– Sí, Raffy. ¿Sabes dónde está?
Nadie contestó. El fumador continuó, concentrado, como si estuviese inmerso en un estudio que necesitaba memoria e incluso poderes deductivos. El roedor de cutículas se mordió aún más las cutículas y trazó más anillos con la punta de los pies en las cenizas. El tirador de chinas las lanzó por encima del hombro, sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno. El chico gordo y rizos dorados miró a Wexford como quien mira a un perro peligroso, en este momento tranquilo, abandonó la balaustrada y entró en la oficina de la Seguridad Social.
– Os he preguntado si sabéis dónde está.
– Quizá -respondió el tirador de chinas con la camiseta del dinosaurio.
– ¿Sí?
– Quizá sé dónde está su vieja.
– No está mal.
Fue el roedor de cutículas el que le dio la información. Habló como si sólo un loco, que viviera en su propio mundo de fantasías esquizofrénicas, pudiera desconocer este hecho.
– Cruza a los chicos en el Thomas Proctor, ¿o no?
Esta frase, aunque en apariencia críptica, informó inmediatamente a Wexford, sin necesidad de descifrarla, que la madre de Raffy era la señora con la señal de stop que, de nueve a tres y media de la tarde, se encargaba de que los niños del parvulario Thomas Proctor cruzaran la calle.
– ¿Tiene alguna hermana? -le preguntó al tirador de chinas. Los hombros delgados se encogieron.
– ¿Novia?
Se miraron los unos a los otros y se echaron a reír. El chico de los rizos dorados salió y el roedor de cutículas le susurró algo. Él también se echó a reír y muy pronto se tronchaban de risa.
Wexford meneó la cabeza y se fue por donde había venido.