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La luna llena asomaba detrás de las ramas distorsionadas de un cerezo con las flores de un rosa brillante poco verosímil. Este tema, pintado en un pergamino de bambú, se repetía por todas las paredes del local del restaurante Moonflower. Wexford comentó una vez que era el único lugar donde tenían la radio y la televisión encendidas al mismo tiempo. La clientela, que esperaba las raciones de arroz frito y pollo al limón, nunca se fijaba en las pinturas de la luna y las flores de cerezo y sólo miraban la televisión cuando pasaban los deportes.
Era mediodía. En la radio sonaba Michelle Wright cantando Baby, Don’t Start With Me, y la televisión ofrecía la reposición de South Pacific. Karen Malahyde entró en el Moonflower en el momento que Mitzi Gaynor, en una competencia feroz con la cantante country, comenzaba a lavarse el pelo para olvidarse de aquel hombre. Karen se acercó al mostrador donde una mujer entregaba las bolsas de comida que le pasaban de la cocina.
La disposición del restaurante permitía ver a Mark Ling en la resplandeciente cocina de acero, trasteando con media docena de sartenes, mientras su hermano le hablaba vaciando un saco de arroz.
Mhonum Ling era una mujer pequeña y robusta con la piel color café y el pelo estirado, aunque un poco ondulado, que tenía el brillo del carbón. Vestida con una bata blanca como la de un médico, entregaba los recipientes de papel de aluminio con chow mein y cerdo agridulce a los clientes cuyos números aparecían en neón rojo por encima de su cabeza. En parte parecía una versión más alegre de la oficina de la Seguridad Social, aunque los clientes del Moonflower se sentaban en sillas de caña y leían Today y Sporting Life.
En cuanto Karen le dijo qué deseaba, Mhonum Ling llamó a su cuñado de forma un tanto perentoria y señaló con la cabeza hacia el mostrador. El se acercó de inmediato.
– ¿Quién es? -preguntó Mhonum mirando la foto.
– ¿No lo sabe? ¿No la vio nunca?
– Nunca. ¿Qué hizo?
– Nada -respondió Karen, precavida-. No ha hecho nada. Está muerta. ¿No ve los informativos de la televisión?
– Tenemos que trabajar -afirmó Mhonum Ling, orgullosa-. No tenemos tiempo para mirar eso. -Con una uña larga pintada color ciruela pinchó a su cuñado, que cotilleaba con un cliente y no había visto la ración de arroz frito y brotes de bambú a sus espaldas. La mujer dirigió una mirada severa a los clientes-. Tampoco tiempo para leer periódicos.
– De acuerdo, no la conoce. Hay un chico, de unos dieciocho años, con el pelo a lo rasta, siempre lleva una de esas gorras de lana, es la única persona de por aquí con esa pinta. Él no es su hijo, ¿verdad?
Por un momento Karen pensó que Mhonum negaría tener hijos por falta de tiempo. En cambio respondió:
– ¿Raffy? Eso suena a Raffy. No te dejes las galletas de la suerte, Johnny. No les gusta olvidarse las galletas de la suerte.
– Entonces, ¿es un pariente?
– ¿Raffy? Raffy es mi sobrino, el hijo de mi hermana. Acabó la escuela hace dos años pero no ha encontrado trabajo. Nunca lo tendrá, no hay trabajo. Mi hermana Oni quería que Mark lo empleara aquí, sólo un trabajo de pinche en la cocina, os vendría bien una ayuda, pero ¿para qué? No la necesitamos y no hacemos beneficencia, no somos asistentes sociales en África.
Karen preguntó la dirección de la hermana y Mhonum se la dio.
– Pero no estará en casa -añadió-. Estará trabajando. Ella tiene trabajo.
Ante la ocasión de encontrar a Raffy en casa, Karen fue a Castlegate, el único bloque de pisos en Kingsmarkham, donde Oni y Raffy Johnson vivían en el número veinticuatro. No era un edificio muy alto, sólo tenía ocho pisos, viviendas construidas por el ayuntamiento que el consistorio estaba dispuesto a vender a los ocupantes, si los ocupantes estuviesen en condiciones de comprarlos. Wexford había vaticinado que muy pronto no tendrían más opción que derruirlo y empezar de nuevo. El apartamento veinticuatro estaba en el sexto piso y el ascensor, como de costumbre, no funcionaba. Karen subió las escaleras convencida de que Raffy no estaba en casa. Acertó.
¿Por qué Wexford suponía que el tal Raffy les ayudaría? No tenía ninguna base, ninguna prueba, sólo una corazonada. Podía llamarlo intuición y a veces, lo sabía, él tenía intuiciones espectaculares. Debía tener fe en él y repetirse que si Wexford consideraba valioso buscar a Raffy porque el chico podía saber la respuesta, posiblemente era cierto. De alguna forma -quizá muy tenue- Sojourner estaba vinculada con este chico del cual su tía hablaba con tanto desprecio.
Karen regresó a la comisaría en el preciso momento en que el Jaguar de Kashyapa Begh se detenía ante la puerta y Wexford le pidió que le acompañara hasta el depósito. Kashyapa Begh era un hombre mayor, arrugado como una pasa, con el pelo blanco, que vestía un traje a rayas y una camisa blanca inmaculada. El alfiler de la corbata de seda roja tenía engarzados un rubí grande y dos diamantes pequeños. Se ganó la antipatía de Karen al preguntarle por qué le escoltaba una mujer en un asunto tan serio. Ella no le contestó, al recordar que probablemente este hombre y sus parientes masculinos habían asesinado a una joven para impedir que se casara con el hombre de su elección. Kashyapa Begh exclamó airado mientras miraba el cadáver sin disimular su desagrado:
– Esto es una pérdida de tiempo lamentable.
– Lo siento, señor Begh. Trabajamos siguiendo un proceso de eliminación.
– Bobadas -afirmó Kashyapa Begh y se marchó a paso ligero hacia su coche.
Apenas había desaparecido de la vista cuando un coche patrulla trajo a Festus Smith, un joven de Glasgow, cuya hermana de diecisiete años figuraba como desaparecida desde marzo. Su reacción ante el cadáver fue muy parecida a la de Begh, aunque no dijo que viajar seiscientos kilómetros para verlo fuera una pérdida de tiempo. Después de él fue el turno de Mary Sheerman de Nottingham, madre de una hija desaparecida. Carina Sheerman había desaparecido cuando regresaba a su casa del trabajo un viernes de junio. Tenía dieciséis años y antes había desaparecido una vez poco antes de cumplir los catorce, pero no era la muchacha muerta en el depósito.
De camino para ver a Carolyn Snow, Wexford pensó que Sojourner era una muchacha local, que había vivido en la ciudad o en el entorno. No se había colado por una red sino que nunca habían denunciado su desaparición. ¿Porque no lo sabían? ¿O porque el que lo sabía quería ocultar su ausencia, de la misma manera que una vez habían querido ocultar su existencia?
Carolyn Snow estaba en el jardín trasero, sentada en una tumbona a rayas; leía precisamente la clase de novela moderna de la cual derivaba, según le había comentado él a Burden, su conocimiento de palabras obscenas. Joel le acompañó hasta el jardín. Wexford pensó que hacía mucho tiempo que no veía una expresión tan desesperada y triste en el rostro de un adolescente.
– ¿Sí? -dijo Carolyn Snow, casi sin mirarle-. ¿Qué pasa ahora?
– Quiero darle una última oportunidad para que nos diga la verdad, señora Snow.
– No sé de qué habla.
Otra de las leyes de Wexford afirmaba que ninguna persona sincera hacía este comentario. Era de uso exclusivo de los mentirosos.
– Yo, en cambio, sé muy bien que no me dice la verdad cuando afirma que su marido salió la noche del siete de julio. Sé que él no se movió de aquí. Pero me dijo que él salió y, además, animó a su hijo, un chico de catorce años, para que le apoyara en su mentira.
Ella dejó el libro boca abajo sobre la tumbona a su lado. Wexford permaneció de pie. La mujer le miró con un leve rubor en las mejillas. El movimiento de sus labios era casi una sonrisa.
– ¿Y bien, señora Snow?
– Caray, ¿qué mas da? Al demonio con todo. Le he hecho pasar unas cuantas noches de insomnio, ¿no cree? Le he castigado. Claro que aquella noche estaba en casa. Sólo fue una broma decir lo contrario, y resultó fácil engañar a todo el mundo. Le conté a Joel todos los detalles de las cosas que él había hecho y le hablé de la tal Diana. Mi hijo hubiera hecho cualquier cosa por mí. Hay gente que me aprecia, ¿lo sabía? -Esta vez la sonrisa era auténtica, amplia, alegre, un poco loca-. Él está para el arrastre, de verdad cree que le encerrarán por matar a aquella puta.
– A su marido no le pasará nada -replicó Wexford-. Es a usted a la que acusaré de entorpecer la labor de la policía.
Se había nacionalizado australiano y ya hablaba con el acento fuerte de los habitantes de aquel país. Vine apenas si pudo estrecharle la mano y decir: «Buenos días, señor Colegate», antes de que el hombre se embarcara en una diatriba contra la familia real y a proclamar las virtudes del republicanismo.
La madre, estaban en su casa de Pomfret, asomó la cabeza para preguntarle a Vine si quería té. Stephen Colegate dijo:
– Té no, gracias. ¿Que tiene de malo el café?
– No quiero nada, gracias -respondió Vine.
Dos niñas entraron corriendo en la sala perseguidas por un terrier escocés. Saltaron sobre el sofá, con los brazos en alto, gritando. Colegate las miró orgulloso.
– Mis hijas -dijo-. Me volví a casar en Melbourne. Mi esposa no ha podido venir, tiene un trabajo muy importante. Pero le prometí a mi madre que vendría este año al Reino Unido y cuando prometo algo lo cumplo. Llévate al perro al patio. Bonita.
– Entonces, ¿no ha venido para el funeral de su anterior esposa?
– Dios mío, no. Cuando acabé con Annette fue para siempre. -Se rió con fuerza-. En la vida, en la muerte y más allá de la tumba.
Vine pensó que Annette Bystock había tenido un gusto desafortunado con los hombres. Las dos niñitas saltaron del sofá y huyeron. La más pequeña le lanzó un puntapié al perro cuando pasó a su lado.
– ¿Cuándo llegó al país, señor Colegate?
– Caray, ¿por qué diablos iba a matar a Annette?
– Por favor, señor, dígame cuando llegó aquí.
– Desde luego, no tengo nada que ocultar. Llegué el sábado pasado. Volé en Quantas, no me subiría a un avión de la Pom ni regalado, alquilé un coche en Heathrow, las niñas durmieron durante todo el trayecto. Lo puedo demostrar. ¿Quiere ver el billete?
– No hace falta -dijo Vine, y le mostró la foto de Sojourner. La mirada de indiferencia mostró a las claras que Colegate nunca la había visto. Llegó el café, traído por una mujer aprensiva que no estaba habituada a prepararlo.
– No llegué aquí hasta el domingo, ¿no es así, mamá? -comentó Colegate.
– Fue una pena. Me dijiste que llegarías el seis. Todavía no sé por qué cambiaste de opinión.
– Te lo dije. Surgió una cosa y tuve que retrasar la salida. Si dices esas cosas pensará que vine antes y me oculté en alguna parte para estrangular a Annette.
– ¡Calla, Stevie! -protestó la señora Colegate con voz chillona. Contuvo el aliento mientras su hijo, con la nariz fruncida, quitaba restos de café molido de la superficie del líquido aguachirle marrón-. Sé que no está bien hablar mal de los muertos -añadió, y se dedicó a ello, poniendo por tierra a Annette y, por extensión, a sus padres, mientras Vine se retiraba con toda discreción.
No era algo habitual en las elecciones locales de Kingsmarkham pegar carteles con las fotos de los candidatos. Es porque son tan feos, afirmaba Dora, y Wexford estaba de acuerdo. El representante del Partido Nacional Británico con el cuello de toro, el rostro abotagado, el pelo como púas y ojos porcinos, no era ninguna belleza, y Lib Dem, con su cara de buitre, nariz ganchuda y los párpados caídos no le iba a la zaga. En cambio, la gente opinaba que Anouk Khoori sería un embellecimiento en cualquier cargo y su cartel el mejor anuncio que podía hacer de sí misma.
Wexford se detuvo a contemplar uno pegado en una cartelera de Glebe Road. Era pura foto, excepto por el nombre y filiación política. Sonreía y la adecuada utilización del aerógrafo había borrado las arrugas creadas por la sonrisa. Para la foto le habían peinado con rizos. La mirada era limpia, sincera, seria. La escuela Thomas Proctor sería uno de los centros electorales, y el cartel estaba lo bastante cerca como para que el rostro permaneciera en la memoria.
Llegó temprano, pero ya había coches aparcados, esperando recoger a los niños. Decían que era una buena escuela, la escogida por algunos padres acomodados que bien podían permitirse una educación privada. Su objetivo apareció por el lateral de la escuela, cargada con la señal de stop. Al parecer, también era el objetivo de Karen Malahyde. Por una ruta diferente a la suya, Karen había llegado a esta escuela y a este cruce, porque de pronto le vio salir de un coche que él creía perteneciente a uno de los padres de la escuela y dirigirse hacia la mujer en la acera. Karen se volvió al verle.
– Grandes mentes, señor -comentó Malahyde.
– Espero que las grandes mentes además de parecerse sepan pensar bien, Karen. El hijo se llama Raffy. ¿Sabe el apellido?
– Johnson. Ella es Oni Johnson. -Karen se arriesgó a preguntar-. ¿Por qué piensa que Raffy puede identificarla?
– En realidad, Raffy está en la misma situación que aquel viejo, Begh, o, para el caso, el doctor Akande. No tenemos razones específicas. -Wexford encogió los hombros-. Quizá porque pienso en ambos como…, digamos, marginados. Gente prescindible de la que nadie se preocupa mucho.
– ¿Y esta es nuestra última oportunidad?
– En nuestro trabajo no existe la ultima oportunidad, Karen.
Se abrieron las puertas de la escuela y los niños comenzaron a salir. La mayoría llevaban bolsas y paquetes además de las mochilas. Era el último día de escuela hasta septiembre. Oni Johnson era una negra fornida, de unos cuarenta años, la falda azul ajustada, con un chaleco amarillo fluorescente sobre la blusa blanca y un birrete azul en la cabeza. Esperaba junto al bordillo como un pastor que debe reunir al rebaño sin la ayuda de un perro. Pero los niños eran ovejas dóciles, sabían cómo comportarse, lo hacían cada día.
La mujer miró a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, y después se situó en el centro de la calle, con la señal de stop en alto. Los niños la siguieron. Wexford vio a la hija menor de los Riding, la niña que había estado en el garden party con su hermano. Un poco más allá una niña de pelo negro con pendientes de oro subió a un coche conducido por una mujer que Wexford pensó que era Claudine Messaoud. Ahora veía gente negra por todas partes. Siempre era así. Vio a un niño de unos ocho o nueve años abrir la puerta del coche de los Epson pero no alcanzó a ver al conductor. La piel del niño no era negra sino un color café con leche claro y pelo rizado castaño. Sólo era negro porque la clasificación no admitía matices.
Oni Johnson levantó la mano para contener al siguiente grupo de niños en la acera. Fue hacia ellos a paso lento, y al pisar la acera, hizo una señal a los conductores para que circularan. La niña de los Riding subió al Range Rover de sus padres. El coche que podía ser de los Messaoud encaró hacia el sur y lo siguieron otros muchos vehículos. Wexford se acercó a Oni Johnson, le mostró su identificación.
– Nada serio, señora Johnson. Pura rutina. Queremos hablar con su hijo. ¿Irá usted a su casa cuando acabe aquí?
– Mi Raffy -exclamó la mujer, alarmada-. ¿Qué ha hecho?
– Nada que yo sepa. Deseamos hablar con él sobre un asunto, una información que quizás él conozca.
– Está bien. No sé cuándo estará en casa. Viene a merendar. Iré directamente a casa en cuanto acabe aquí. -Dejó pasar un coche y después, con la señal en alto, volvió al centro de la calle, pero esta vez, pensó Wexford, con menos confianza.
Wexford vio que el primero de los coches que esperaba mientras ella hacia pasar a los niños, lo conducía Jane Winster. La mujer le dirigió una mirada fugaz. El chico sentado a su lado tema unos dieciséis años y sin duda lo había recogido en otra escuela, probablemente el instituto.
No estaba lejos de su casa. Tenía tiempo de ir a tomar una taza de té, de reunirse con Karen en Castlegate. El último coche en pasar fue un Rolls Royce conducido por Wael Khoori.
Sylvia estaba allí con sus hijos, sentados alrededor de la mesa de la cocina con Dora. Para Ben y Robin también era el último día del curso.
– Pienso asistir a un curso de formación. Para ser consejera en un centro médico.
– Aclara un poco más -le pidió su padre.
– Hay uno en la consulta de Akande, Reg -intervino Dora-. ¿No has visto la puerta que pone «Consejero» cuando pasas por el pasillo hacia el consultorio?
Robin abandonó por un momento el videojuego.
– Consejero es como llaman a los abogados en Estados Unidos.
– Bueno, sí, pero aquí no. Me enviarán pacientes para que les aconseje. La idea es que puede resultar una alternativa a los tranquilizantes. Y no intentes pasarte de listo. Robin. Continúa con tu juego.
– Ko se wahala -contestó Robin.
Hacía mucho tiempo que los miembros de la familia habían dejado de preguntarle a Robin sobre sus «ningún problema». La teoría de Sylvia era que si no le hacían caso, acabaría por superarlo. Sin embargo, esta fase duraba en exceso y no mostraba señales de ir a menos. Hacía meses que los padres, abuelos y su hermano no se reían, comentaban ni preguntaban, pero ahora Wexford quiso saber una cosa.
– ¿Qué idioma es ese, Robin?
– Yoruba.
– ¿Dónde se habla?
– En Nigeria -le informó Robin-. Suena bien, ¿no crees? Ko se wahala. Mucho mejor que nao problema, que es prácticamente igual en inglés.
– ¿Te lo enseñó alguien en la escuela? -preguntó Wexford, sin tener muy claro que esperaba averiguar.
– Sí. Lo aprendido Oni. -Robin parecía muy satisfecho de que le preguntaran-. Oni George. Se sienta a mi lado en la clase.
Así que Oni era un nombre nigeriano. Raymond Akande era nigeriano. De pronto tuvo la certeza, sin ningún motivo sólido, sólo por intuición, que Sojourner también lo era. La otra Oni, Oni Johnson, había dicho que estaña en casa a las cinco. Tenía la sensación, casi una intuición exultante, que estaba a punto de descubrir algo, de averiguar quién era Sojourner, la vinculación entre ella y Annette y la razón por la que las habían asesinado. El chico era la respuesta, el chico llamado Raffy con su gorra de colores, que no hacía otra cosa en todo el día que observar, reparar, recordar, ¿o es que pasaba como un ciego por sus días vacíos?
Karen le esperaba cuando llegó a Castlegate pasadas las cinco. El tablón de anuncios delante del edificio estaba cubierto con carteles de Anouk Khoori, por lo menos una decena, pegados uno al lado del otro. Wexford y Karen cruzaron el patio de cemento lleno de baches. Un perro, o un zorro, o incluso, en estos tiempos, un ser humano había roto una de las bolsas de basura apiladas junto a la entrada y dejado un rastro de huesos de pollo, cajas de comida, envases de verduras congeladas. La tarde era calurosa y un olor casi químico de cosas podridas emanaba de las bolsas.
Wexford recordaba los años en que una casa de estilo gótico victoriano, con sus torres y almenas, se levantaba en este lugar; no era muy bonita, sino un tanto grotesca, pero interesante. Y el jardín había sido un muestrario de árboles. Todo había desaparecido en los sesenta y, a pesar de las protestas de todos, las peticiones e incluso una manifestación, habían construido Castlegate en aquel solar. Incluso le desagradaba a aquellos que habían tenido allí su hogar. Wexford abrió las puertas de entrada y los cristales rajados resonaron.
– El ascensor no funciona -dijo Karen.
– Y ahora me lo dice. ¿Cuántos pisos son? Si el chico no está en casa podemos esperar aquí.
– Sólo son seis pisos, señor. Si quiere que suba a ver si…
– No, no, desde luego que no. ¿Dónde están las escaleras?
Las paredes eran de cemento pintadas color crema y la pintura se caía. Las baldosas del suelo mostraban un color negro sucio. Un aficionado a las pintadas había escrito: «Gary es una mierda» en la pared donde estaba el ascensor averiado.
– Van a derruirlo -comentó Karen como si fuera su responsabilidad disculparse por el mal estado de Castlegate, por la mala calidad de la construcción y la mugre general-. Todo el mundo ha sido realojado excepto los Johnson y otra familia. Por aquí, señor. Las escaleras están a la izquierda.
Karen contuvo un grito. Se llevó la mano a la boca. Un segundo más tarde Wexford vio lo mismo que ella.
Al pie de las escaleras de cemento una mujer, o el cuerpo de una mujer, yacía tendido en el mosaico. La cabeza en un charco de sangre. Oni Johnson no había conseguido llegar a su casa.