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Oni Johnson permanecía en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Stowerton luchando entre la vida y la muerte. Aquel mundo pequeño era responsabilidad de la hermana Laurette Akande, que estaba a cargo de esta unidad desde el año anterior. No todas las heridas de Oni eran consecuencia de la caída por las escaleras, aunque había rodado los seis pisos. Tenía un golpe en el lado izquierdo de la cabeza a pesar de que había chocado con el derecho contra el suelo, así que había un policía de guardia delante de su puerta las veinticuatro horas del día y Wexford trataba el caso como un intento de asesinato.
Asesinato, si la víctima fallecía. Laurette Akande dudada de que Oni Johnson sobreviviera y se lo comentó al inspector jefe. Tenía rotas ambas piernas y el tobillo izquierdo, además de tener fracturada la pelvis, tres costillas y el radio del brazo derecho, pero la herida más grave era el hundimiento del cráneo. La única posibilidad de salvar su vida era por medio de una intervención quirúrgica y la misma fue practicada por el neurocirujano Algernon Cozens, el viernes por la tarde. El muchacho, que había velado junto a su cama durante horas y horas, que había estado sentado allí mirándola con el rostro empapado de lágrimas, había firmado la autorización poco a poco, como un muñeco al que se le acaba la cuerda.
– ¿Por qué cometieron el ataque justo antes de que llegáramos allí? -le preguntó Karen a Wexford.
Él sacudió la cabeza.
– ¿Sabemos qué arma usó?
– Quizá las manos. El que lo hizo esperó oculto en el rellano del último piso y cuando Oni apareció, le dio un puñetazo en el rostro que la lanzó por las escaleras. Después sólo tuvo que correr detrás de ella, hacerla rodar escaleras abajo a puntapiés y escapar diez minutos antes de que llegáramos nosotros.
– A Sojourner también la mataron a mano limpia -señaló Burden-. Mavrikiev me explicó cómo matar con los puños. Es algo que nunca olvidaré.
– Sí, es la única vinculación que tenemos, y no es gran cosa.
– ¿Dónde estaba el muchacho?
– ¿Cuándo ocurrió esto? Al parecer nunca sabe dónde está en un momento determinado. Una cosa es segura, no estaba en Castlegate. Aquella pandilla que se pasa horas delante de la oficina de la Seguridad Social dice que estuvo con ellos parte de la tarde, pero no saben qué parte. Y es cierto. El muchacho va de un lado a otro. Mendiga.
– ¿Mendiga?
– Todos lo hacen, Mike, si ven a un posible benefactor. A mí me tomó por uno. Supongo que debo sentirme halagado. ¿Recuerda que le buscábamos cuando llevaron a su madre al hospital? Me crucé con él en Queen Street. Tendió la mano y me dijo: «¿Me da algo para una taza de té, señor?» Cuando le dije quién era y lo que había pasado pensé que iba a desmayarse.
Tres horas después de aquel encuentro, Wexford interrogó a Raffy Johnson. Pero él nunca había visto ninguna muchacha negra en Kingsmarkham. «Sólo viejas», le dijo a Wexford. «¿Qué sabes de Melanie Akande? -preguntó Wexford-, ¿La has visto alguna vez?»
Una expresión curiosa donde se mezclaban la humillación y el desprecio apareció en el rostro de Raffy, y Wexford comprendió antes de recibir la respuesta que estos hijos de inmigrantes ya estaban contagiados por el mal inglés. El hecho de ser negros no les había salvado.
– Ella es de otra clase, ¿no? -contestó Raffy-. Su padre es médico.
La raza, la pobreza y un sistema jerárquico le habían condenado a un celibato solitario, porque aparentemente nunca se le había ocurrido hablar, y mucho menos trabar amistad, con una muchacha blanca.
– Tu madre es de Nigeria, ¿no?
– Así es.
Raffy miró a Wexford confuso. Al parecer nunca le había preguntado a la madre sobre su tierra natal y ella no le había ofrecido ninguna información. Él sólo sabía que ella había venido con su hermana cuando eran muy niñas y que la hermana se había casado con un chino. Wexford no le preguntó la identidad del padre, dudaba que la supiera. No parecía saber gran cosa, ni que tuviese intereses, ambiciones o esperanzas. Su único deseo era vivir día a día, mantenerse vivo para recorrer las calles de la ciudad que no le habían dado nada.
– Le pregunté -dijo Wexford-, si sabía por qué alguien quema matar a su madre. Pensé que se indignaría, que se sorprendería. Lo que nunca me imaginé fue que me sonreiría inquieto. Me miró como si le tomara el pelo. Casi avergonzado.
– ¿Pero ahora se lo toma en serio?
– No lo sé. Intenté hacerle comprender que alguien había intentado asesinar a su madre. Sin duda ha visto asesinatos en la televisión durante toda su vida, pero para él la tele es fantasía y la vida es realidad, tal como debe ser, sólo que nosotros siempre insistimos en que los jóvenes confunden las dos.
– ¿Y si el atacante también se confundió? -planteó Karen-. ¿Confundió a Oni Johnson con Raffy? Allá arriba estaba muy oscuro.
– Incluso en la oscuridad nadie confundiría a Oni con el hijo. Es quince centímetros más alto, flaco como un palo y ella es regordeta. No, nuestro asesino quería matar a Oni y no tengo la más remota idea del porqué.
Las únicas otras personas que vivían en Castlegate, un matrimonio, estaban en el trabajo a la hora de la agresión. Tampoco había estado nadie en los aparcamientos que rodeaban el edificio. Era como si ya le hubieran abandonado a la cuadrilla de demolición y que nadie recordara que allí aún vivían cuatro personas. El atacante de Oni Johnson no hubiese podido encontrar un lugar más propicio para cometer un asesinato.
La sugerencia de Karen quedó absolutamente descartada al día siguiente cuando alguien atentó por segunda vez contra la vida de Oni Johnson.
Archbold hizo la guardia nocturna y Pemberton lo relevó por la mañana. Nadie podía haber entrado sin que lo vieran, pero ellos sólo habían visto al personal del hospital, médicos, enfermeras, técnicos y Raffy.
Fue la enfermera de la planta, una joven llamada Stacey Martin, la que informó a Wexford. Él llegó a la sala a las nueve y la enfermera salió a su encuentro cuando se disponía a saludar a Pemberton que montaba guardia delante de la habitación de Oni.
– ¿Puede acompañarme, por favor? -La enfermera le llevó hasta el despacho con una cartel que ponía «Hermana» en la puerta-. Entré de servicio esta mañana a las ocho. A esa hora es el cambio de turno. La hermana ya estaba aquí. Fui directamente a la habitación de Oni y vi algo que me llamó la atención, la sábana le cubría la mano.
– No le entiendo -dijo Wexford.
– Como ya habrá notado aquí hace calor. Mantenemos la temperatura alta para que los pacientes no necesiten mantas. La sábana le cubría la mano donde va el tubo intravenoso. Aparté la sábana y la cánula no estaba. La habían quitado y habían cerrado el tubo con un clip para que el suero no goteara sobre la cama.
Wexford miró a la joven y vio que aún sufría el efecto de la conmoción.
– ¿Quiere decir que «alguien» la quitó? ¿No lo pudo hacer ella misma?
– No lo creo. Supongo que es posible…, pero ¿por qué iba a hacerlo?
Wexford no tuvo tiempo de responder, si es que tenía una respuesta, porque se abrió la puerta y entró Laurette Akande. La mujer le miró como una maestra mira a un alumno díscolo. Él comprendió por primera vez la profunda aversión que le tenía la madre de Melanie.
– Señor Wexford -dijo ella en un tono frío-. ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Puede decirme qué le suministran a Oni por vía intravenosa?
– ¿Con el suero? Medicamentos. Un cóctel de medicamentos. ¿Por qué le interesa? Ah, ya lo veo. La enfermera Martin le ha comunicado sus ridículas sospechas.
– Pero le quitaron la cánula, ¿no es así, señora Akande?
– Hermana. Sí, así es. Quiero decir, se salió. Por fortuna, no hubo consecuencias, no afectó en nada la recuperación de la señora Johnson… -De repente cambió de tono, y dedicó una cálida sonrisa a Stacey Martin-, gracias a la rápida intervención de la enfermera Martin. -El tono se volvió un poco irónico-. Todos le estamos muy agradecidos. Venga, por favor, le acompaño a ver a la señora Johnson.
Oni estaba sola en su habitación, vestida con una bata blanca, tapada hasta la cintura con la sábana y con la parte superior de la cama levantada. Sobre el velador había uno de los tebeos de Raffy, pero el chico no estaba.
– ¿Está consciente? -preguntó Wexford-. ¿Puede hablar?
– Ahora duerme.
– ¿Pudo haberlo hecho el muchacho?
– Nadie lo hizo, señor Wexford. No pasó nada. La cánula se salió. Fue un accidente sin consecuencias. ¿De acuerdo?
El hospital investigaría el caso, pensó Wexford, si él o la enfermera Martin comentaban lo ocurrido con algún otro. Era obvio que la hermana Akande no tenía la intención de contárselo a nadie, porque se jugaba el empleo. Además, ¿de qué serviría ahora?
– Voy a quedarme aquí -dijo Wexford-. En esta habitación.
– No puede hacerlo. Tiene a un agente fuera, ese es el procedimiento habitual.
– Soy yo el que decide cuál es el procedimiento habitual -afirmó el inspector jefe-. Hay cortinas alrededor de la cama. Si tienen que hacer algo que no deba ver, pueden correr las cortinas.
– Nunca en todos mis años de enfermera he visto a un policía sentado en una habitación de la unidad de vigilancia intensiva.
– Siempre hay una primera vez. -Se olvidó de la cortesía, del respeto a los sentimientos de la mujer, incluso se olvidó del tremendo error cometido en el depósito-. Sentaré un precedente. Si no le gusta tendrá que aguantarse o le pediré la autorización al señor Cozens.
Laurette apretó los labios. Cruzó los brazos y agachó la cabeza, esforzándose en controlar su temperamento. Después se acercó a la cama y observó atentamente a Oni Johnson. Sacudió el tubo del suero, miró el monitor colgado en la pared y salió de la habitación sin mirar a Wexford.
Él o Burden tendrían que quedarse aquí, pensó el inspector. Quizá Vine y Karen Malahyde. Nadie más. Hasta que ella no hablara y les dijera lo que sabía no la dejarían a solas. Se sentó en la única silla y al cabo de media hora una enfermera que no había visto antes, una mujer tailandesa o malaya, le trajo una taza de té. A última hora de la mañana corrieron las cortinas alrededor de la cama y a la una se presentó Algernon Cozens escoltado por un grupo de médicos internos, estudiantes, la enfermera Martin y la hermana Akande.
Nadie se fijó en Wexford. Sin duda, Laurette Akande había dado alguna explicación de su presencia aunque estaba seguro de que no era la correcta. Llamó a Burden por el teléfono móvil y el inspector se presentó a las tres para relevarlo. La llegada de Burden coincidió con la de Mhonum Ling, vestida de veintiún botones. Los zapatos de tacón alto añadían diez centímetros a su estatura y, con el peinado alto, se había convertido en una mujer bastante esbelta.
De acuerdo a la vieja tradición traía uvas, un regalo inútil porque a Oni la alimentaban por vía intravenosa. La mujer pareció alegrarse de ver a Burden, era alguien con quien conversar y compartir las uvas, aunque Burden no quiso cuando se las ofreció.
No imaginaba, dijo, quién podía querer asesinar a su hermana. Como su sobrino, pareció avergonzada por la pregunta. Después se embarcó en el relato pormenorizado de las desgracias y errores de Oni, de la mala suerte que la había perseguido desde su llegada a la Gran Bretaña, de cómo la había maltratado la vida. No sabía cómo se las arreglaba su hermana para mostrarse siempre tan alegre. Mhonum no tenía hijos y quizá por eso citaba a Raffy como la fuente de todas las preocupaciones de su hermana, un problema desde el día que nació, incluso desde antes, porque el padre se largó en cuanto Oni le dijo que estaba embarazada. Raffy había sido un desastre en la escuela, no iba casi nunca. No sabía hacer nada, apenas si sabía escribir su nombre. Nunca conseguiría un trabajo, viviría del paro toda su vida. La trabajadora y próspera Mhonum sacudió la cabeza apenada por su sobrino, y comentó que Raffy sólo tenía una virtud: era incapaz de hacerle daño a una mosca.
– ¿Su hermana tiene enemigos? -le preguntó Burden.
– ¿Enemigos? ¿Oni? Ni siquiera tiene amigos. -Se metió una uva en la boca. Miró por encima del hombro a la mujer dormida mientras añadía-: Sólo nos tiene a Mark y a mí, y somos gente ocupada. Tenemos que atender un negocio, ¿no? -Su voz se convirtió en un susurro-. Oni tenía un novio pero él no tardó en largarse, ella le asustó. No se lo creerá, era muy posesiva, lo quería todo para ella. Pero él se escapó como el padre de Raffy, otra vez la misma historia.
– ¿Se le ocurre algún motivo por el que alguien quisiera matar a la señora Johnson?
La mujer se lamió la punta de los dedos con delicadeza. Burden se fijó en sus ropas, calculó en unas quinientas libras el valor del traje de seda turquesa y los zapatos Bruno Magli color crema.
– Nadie quiere matarla -contestó-. Ellos matan a una persona porque sí. Están hechos de esa manera. Ella estaba allí y ellos matan, eso es todo.
Como si él no lo supiera, como si necesitara explicaciones en este tema.
Barry Vine relevó a Burden a última hora de la tarde. Se trajo un videojuego de su hijo y un libro de ejercicios de castellano. Aprovechaba las tardes libres para estudiar castellano en una academia. En respuesta a una llamada perentoria del jefe de policía, Wexford cogió el coche y fue a Stowerton. Era la hora punta y se encontró metido en una cola interminable de entrada a la carretera de circunvalación. Por el espejo retrovisor vio el coche rosado de los Epson pero no alcanzó a distinguir al conductor. Tardó quince minutos más en llegar a la casa de Freeborn.
Wexford se la había descrito a Burden como la única casa más o menos bonita en el pequeño y feo pueblo de Stowerton. En otros tiempos había sido la rectoría, un lugar amplio con una gran superficie de jardín.
– ¿Cuánto tiempo más durará esto, Reg? -le preguntó Freeborn-. Dos muchachas muertas y ahora esta mujer a las puertas de la muerte.
– Oni Johnson se recupera -señaló Wexford.
– Más por suerte que por las acciones de ustedes. Pensándolo bien, ella está así por las acciones de ustedes.
A Wexford le pareció un poco duro. Hubiese replicado que de no haber sido por él y Karen la mujer habría muerto en medio de un charco de sangre en el suelo de cemento de Castlegate. Pero no lo dijo. Pensó en una fecha arbitraria y contestó que tendría todo el asunto resuelto a finales de la siguiente semana. Sólo necesitaba una semana.
– Nadie le ha sacado más fotos, ¿verdad? -Freeborn soltó una carcajada desagradable-. Estos días me da miedo mirar el periódico.
Barry pasó la noche en la habitación de Oni y Wexford le reemplazó por la mañana. Mientras estaba allí, entró un médico y cerró las cortinas alrededor de la cama; una enfermera nueva sacudió el tubo del suero. ¿Cómo podía saber quién intentaría matar a Oni? ¿Cómo podía saber si la inyección administrada por el interno era beneficiosa o letal para Oni? No podía hacer otra cosa que estar aquí y rogar que ella se recuperara cuanto antes para hablar con él.
Raffy llegó a media mañana, con la gorra de lana encasquetada, aunque hacía calor en la calle y todavía más en la habitación. Miró los dibujos de su tebeo, sacó el paquete de cigarrillos y después, quizás al comprender que representaba un error grave, lo guardó. Permaneció sentado durante media hora antes de marcharse. Wexford oyó como coma por el pasillo. Karen le relevó por la tarde. Su llegada coincidió con el regreso de Raffy. El muchacho entró comiendo patatas fritas que llevaba en una bolsa de papel grasienta.
– Si despierta, si dice algo, avíseme de inmediato.
– Sí, señor -respondió Karen.
La mujer despertó el domingo cuando Vine estaba de guardia. La mirada de Oni se posó en su hijo. Tendió una mano, cogió la de Raffy y la retuvo. Wexford los encontró así, el muchacho parecía confundido, sin saber qué hacer. Oni le sujetaba los dedos largos con los suyos regordetes. La mujer le sonrió a Wexford y comenzó a hablar.
La señora Johnson habló hasta por los codos; de la habitación, de las enfermeras, de los doctores, le comentó a Raffy las posibilidades de conseguir un trabajo como asistenta en el hospital. En cambio, no recordaba nada de lo ocurrido en el rellano de su piso en Castlegate.
Era lo que Wexford esperaba. La mente es caritativa con el cuerpo y le permite curarse sin los padecimientos que pueden inducir los terribles recuerdos. Pero no se atrevió a dejarla hasta que ella le dijo todo lo que sabía. ¡Ojalá fuera consciente de lo que sabía! Que Dios la ayudara si lo que sabía le parecía trivial o insignificante o, peor aún, si lo había olvidado. Era una mujer alegre y bien dispuesta, con ganas de hablar de sí misma, de su vida y de su hijo, pero cuya memoria estaba fragmentada en dos partes: recordaba desde el momento en que abrió los ojos en el hospital, y toda su vida anterior hasta el momento en que entró en Castlegate el jueves por la tarde, pasó por delante del ascensor averiado y comenzó a subir las escaleras.
– El ascensor siempre está averiado -dijo Oni-. Pero, ya sabe, siempre tengo esperanzas. Me digo a mí misma, Oni, quizás hoy ya funcione y subirás como un pájaro. Pero no hay manera, y tengo que subir a pie. Estas son pruebas que nos impone el Señor, me digo a mí misma, y entonces todo se vuelve oscuro, veo que el suelo viene hacia mí y me despierto aquí.
– ¿Recuerda si vio a alguien antes de entrar en el edificio? ¿Había alguien rondando por el patio?
– Ni un alma. Él estaba allá arriba, esperando para sacudirme con su enorme puño de boxeador.
– ¿Y no se le ocurre quién es ese «él»?
Ella sacudió la cabeza envuelta en un grueso vendaje blanco. Cada vez que decía «su enorme puño de boxeador», soltaba la carcajada. Tenía el curioso hábito, común a todos los africanos y afrocaribeños pero incompresible para los europeos, de reírse alegremente ante la tragedia o las catástrofes. Su risa sacudía la cama y Wexford se desesperaba, inquieto ante la posibilidad de que apareciera una enfermera que interpretara la excitación de Oni como una señal de suspender la entrevista para otro día.
– ¿Alguien le amenazó? ¿Discutió con alguien? -Sus preguntas provocaron más carcajadas y después timidez. Mostró la misma expresión que había mostrado el hijo cuando le preguntó si sabía quién podía querer matar a su madre: vergüenza, la sospecha de una burla, la decisión de tomarse el asunto a la ligera. De pronto a Wexford se le ocurrió una idea-: ¿Discutió con algún automovilista, con alguien que detuvo en el cruce?
Era una locura suponer que alguien intentaría asesinar a una persona por una nimiedad como esa, o al menos esto es lo que hubiese opinado antes. Ahora sabía que la gente hacía esas cosas. Hombres comunes, de aspecto normal, que conducían por las calles de esta ciudad y de todas las demás, eran capaces de tomarse la venganza más salvaje contra un guardia de tráfico, sobre todo si era una mujer la que se había atrevido a llamarles la atención. Sobre todo si era una mujer negra. Pero al parecer no existía un paranoico violento en el pasado de Oni Johnson.
Ella repitió las mismas palabras de su hermana: «Es un asesino, ¿no? No necesita razones. Él mata, está hecho así». Su concisa opinión de la iniquidad sin sentido del hombre dio pie a unas carcajadas tan estentóreas que esta vez sí motivaron la aparición de la enfermera que acabó con la entrevista por aquel día.
Quizá no tendría continuación. Wexford dejó a Barry Vine en la habitación y mientras caminaba hacia el ascensor se preguntó si conseguiría sacar algo más de Oni, o si ella y Mhonum Ling tenían razón y este había sido un ataque al azar ejecutado por algún psicópata; alguien que la tenía tomada contra los residentes negros, las mujeres, las madres, o los ocupantes de piso o sencillamente las demás personas. Quizá no tenía nada que ver con Raffy, nada que ver con la oficina de la Seguridad Social y Annette o, puestos ya, con Oni y Melanie Akande. Quizá Raffy había quitado la cánula porque le daba miedo o pensaba que le hacía daño a Oni o sólo había intentado sacudir el tubo como hacían las enfermeras. ¿Acaso la mayoría de los crímenes no eran cometidos por motivos incomprensibles para los seres vulgares o sin razón aparente?
Iba tan ensimismado en sus pensamientos que equivocó el camino, pero al ver una escalera bajó por ella. Allí se perdió del todo, porque se encontraba en una parte del hospital donde nunca había estado. Acababa de leer las palabras escritas sobre las puertas de vaivén que tenía delante: sala de pediatría y enfermedades infantiles, cuando se abrió la puerta de la izquierda y apareció Swithun Riding, la bata abierta sobre un suéter beige, con un bebé en los brazos.
Wexford pensó que el médico no le haría caso, pero Riding le sonrió cordialmente y comentó que se alegraba de verle porque pensaba felicitarlo por acertar la edad correcta de las mellizas en la fiesta.
– Me lo dijo mi esposa. Bromeó con mi tan cacareada experiencia. ¿Qué hace con el oso de peluche, tiene una regresión infantil y lo abraza por las noches?
Wexford estaba tan interesado en el trato que Riding le dispensaba al bebé que no se le ocurrió ningún retruécano ingenioso. Dijo: «Lo regalé», y continuó mirando embobado la manera cariñosa conque el pediatra sostenía al bebé, con una delicadeza inesperada en alguien tan grande; cada una de sus manos enormes podían contener al bebé como una cuna. La expresión de Riding, siempre tan arrogante, la mirada altanera del orgulloso poseedor de un intelecto y físico superiores, era ahora tierna y casi femenina mientras contemplaba el rostro diminuto, los ojos azules muy abiertos.
– ¿Supongo que no le pasa nada al niño? -aventuró Wexford.
– Nada grave. Una hernia umbilical y ya nos hemos ocupado de solucionarlo. Por cierto, no es un él. Es una niña preciosa. ¿No son adorables? Me los comería.
Sonaba como una mujer, y las palabras, pronunciadas con voz de barítono, que en otro hubiesen resultado grotescas, tenían su gracia. Riding estaba transformado, por el momento era un hombre «agradable». Wexford consideró que quizá le indicaría cómo salir de allí sin pegarle una bronca.
– Vuelva por donde vino y doble a la izquierda -le indicó el pediatra-. Ahora llevaré a esta belleza a su madre, que si no se preocupará y con razón.
Más tarde, cuando Wexford se lo contó a Dora se sorprendió al ver que a ella no le parecía extraño.
– A Sylvia se lo recomendaron para que atendiera a Ben, ¿no lo recuerdas? Ben se había roto el brazo y tuvo aquellas complicaciones. Hará cosa de tres años, poco después de que los Riding llegaran aquí.
– Uno juzga a las personas por una única experiencia desafortunada. Es triste, pero es así.
– Sylvia comentó que se comportó de maravilla con Ben y el pequeño estaba entusiasmadísimo con él.
Tres años atrás, cuando Sylvia tema trabajo, Neil tenía trabajo y Dora se quejaba de que nunca les veía.
– Supongo que esta noche no vendrán, ¿verdad?
– No, no vendrán pero ¿sabes una cosa? No tendríamos que hablar así de nuestros hijos. Está mal hacerlo. Siempre pienso que tentamos a la providencia como si llamásemos a la desgracia, y después pienso en lo culpable que me sentiré.
Wexford iba a responderle que ya habían tentado tantas veces a la providencia que esta ya había aprendido a resistirse, cuando llamaron a la puerta. Sylvia tenía llave pero tenía la prudencia de no utilizarla si llegaba sin avisar.
– Yo iré -dijo, pensando mientras iba hacia la puerta en otra velada de consejos para gente en paro, talleres de reciclaje, y «ningún problema» en versión políglota.
Pero no se trataba de Sylvia y su familia. Era Anouk Khoori.
Tuvo que mirar dos veces para saber que efectivamente era ella. Llevaba el pelo rubio recogido muy tirante hacia atrás, muy poco maquillaje y los pendientes de perlas preferidos por las políticas. La falda de su vestido de lino azul oscuro le llegaba muy por debajo de la rodilla. Sus modales eran sencillos y encantadores. Parecía la técnica más adecuada y menos pomposa que podía emplear una mujer de su clase y apariencia. Entró sin esperar a que la invitaran.
– Ya habrá adivinado que vengo a pedirle su voto.
Wexford lo había adivinado sólo un par de segundos antes. De pronto la vio como una versión mucho más sofisticada de Ingrid Pamber. Esto era extraño porque no le resultaba nada atractiva mientras que Ingrid… Para su sorpresa y también disgusto, Anouk Khoori le cogió del brazo y le guió a través de su propia casa hacia donde estaba Dora.
– Hola, Dora, querida -dijo Anouk-. Esta noche me toca hacer toda esta calle y también la siguiente; la política es un trabajo duro, pero he venido aquí primero porque siento que los tres compartimos algo que sólo los ingleses sienten.
Wexford conocía muy bien la expresión que apareció en el rostro de Dora, la sonrisa, el pestañeo, y después sólo la sonrisa con la boca cerrada, la cabeza erguida. La provocaba las pretensiones y una supuesta intimidad por parte de un extraño. La mano de Anouk Khoori seguía sobre su brazo, una mano color beige con las venas violáceas, las uñas pintadas rojo oscuro, que él imaginó como un crustáceo exótico. Era como si después de sumergir el brazo en el agua, al sacarlo hubiese encontrado enganchado un pulpo o una medusa. Si esto le hubiese sucedido nadando no hubiera vacilado en quitarlo. Pero no podía hacer lo mismo ahora y su aversión anterior a esta mujer, su inexplicable repulsión reapareció con un estremecimiento.
Sin embargo ella tenía que sentarse y no podía hacerlo sin soltarlo. Dora le ofreció una copa, o una taza de té si lo prefería. Anouk Khoori rechazó la invitación con una sonrisa y una gratitud excesiva, y comenzó su discurso. Al principio lo planteó como una campaña exclusivamente de defensa. La idea de que el fascismo, que en estos días significaba racismo, contara con un representante en un lugar como Kingsmarkham era espantosa. Ella, a pesar de los pocos años que llevaba en el distrito, se sentía tan a gusto aquí como cualquiera de los nativos, tan fuerte era su compenetración con las esperanzas y los temores de los residentes. Odiaba el racismo y las ideas que propugnaban un Kingsmarkham blanco. Había que impedir que los nacionalistas británicos entraran en el consistorio costara lo que costara.
– Yo no calificaría elegirla a usted como una acción «cueste lo que cueste», señora Khoori -comentó Dora, amablemente-. De todas maneras ya pensaba votarla.
– ¡Lo sabía! Lo sabía desde el primer momento, cuando me presente aquí, como recordaran, antes de ir a la casa de cualquier otro, me dije, pierdes el tiempo, no es necesario que los visites, son tus partidarios, y entonces pensé, pero yo sí necesito su aliento y ellos necesitan… bueno, ¡verme! Sólo para que sepan que les aprecio y que me preocupo.
La mujer dirigió todo el poder de su sonrisa a Wexford y, sin poder resistirse a la coquetería, levantó una mano para acariciarse el pelo. A pesar de sus manifestaciones, las cejas enarcadas y la leve inclinación interrogativa de la cabeza eran una señal de que esperaba también su apoyo. Pero Wexford no quería comprometerse. Las elecciones eran secretas y su voto privado. Le preguntó a la candidata por las iniciativas que pondría en marcha en caso de ser elegida y le resultó divertido comprobar su ignorancia.
– No se preocupe -contestó Anouk-. En primer lugar haré todo lo posible para que echen abajo el edificio de Castlegate donde atacaron a aquella pobre mujer. Y después construiremos unas viviendas dignas con los beneficios de las ventas privadas.
– Las ganancias obtenidas por los ayuntamientos a través de las ventas privadas están congeladas y por lo que parece lo estarán por bastante tiempo -le corrigió Wexford, amablemente.
– Vaya, lo había olvidado, pero lo sabía -replicó Anouk, sin inmutarse-. Me espera una tarea ardua y tendré que aprender muchas cosas, pero lo importante ahora es que me elijan, ¿no es así?
Wexford se mantuvo en sus trece. Presionado -la mano de Anouk otra vez sobre su brazo mientras la acompañaba a la puerta-, le comentó que, como ella sin duda sabía, su voto era un asunto privado entre él y su conciencia. La mujer estuvo de acuerdo, pero como decía su marido, ella era tenaz, formaba parte de su naturaleza enfrentarse a la verdad por desagradable que fuese. A estas alturas, Wexford ya se había perdido pero se las apañó para despedirla amablemente sin olvidar la coletilla de que había sido un placer verla.
Sin duda, los Akande también habían soportado el mismo tratamiento por parte de Anouk, porque cuando Wexford los visitó a la mañana siguiente, Laurette, siempre tan estirada, le comentó su indignación porque la candidata calificaba a las personas negras como sus mejores amigas y afirmaba tener una afinidad especial con ellas.
– ¿Sabe qué me dijo? «Mi piel es blanca -dijo-, pero tengo el alma negra». Lo que tienes es mucha cara, pensé yo.
Wexford no pudo evitar la risa pero fue una risa discreta. El jolgorio no tenía cabida en esta casa. Sin embargo, Laurette parecía haber olvidado la discusión por el incidente de la cánula. Se mostró muy cordial, incluso por primera vez le ofreció algo de beber. ¿Quería un café? ¿O un té?
– La señora Khoori no llegará muy lejos con ese manifiesto -opinó el doctor-. No creo que seamos más de media docena en todo el distrito.
– Dieciocho para ser exactos -dijo Wexford-. Y no familias, sino individuos.
Wexford llegó al hospital y aparcó el coche en la única plaza desocupada, junto al furgón biblioteca. El coche del otro lado tenía un curioso color púrpura que le recordó el auto de los Epson. De pronto, el inspector comprendió aquéllo que le rondaba por la cabeza desde que fue a la casa del jefe de policía. El coche rosa lo conducía un hombre blanco. No había alcanzado a verle el rostro pero sí había visto que el hombre era blanco. Los Epson eran un matrimonio mixto -sin duda algo que Laurette Akande no aprobaba- pero Fiona Epson era blanca y el marido negro. ¿Significaba algo? ¿Era importante? A menudo, él comentaba que todo era importante en un caso de asesinato.
El servicio de biblioteca rodante era una iniciativa privada realizada por voluntarios y el año pasado Dora le había convencido de que donara una docena de sus libros que ella consideraba «superfluos». Se sorprendió al ver que la conductora era Cookie Dix, y se sorprendió todavía más cuando ella le reconoció al salir del furgón.
– Hola -dijo Cookie-. ¿Cómo está usted? La fiesta de los Khoori fue una maravilla. A mi querido Alexander le encantó; desde entonces está mucho más tratable.
Ella hablaba como si fueran amigos íntimos de toda la vida, y él conociera todos los detalles de su, sin duda, problemática vida matrimonial. Wexford le preguntó si necesitaba ayuda para cargar los libros en el carrito.
Aunque era casi tan alta como él, parecía frágil, con los miembros delgados, el rostro delicado y la larga melena negra.
– Es muy gentil de su parte. -Se apartó para que Wexford sacara el carrito de la parte de atrás del furgón-. Odio las mañanas de los lunes y los sábados, pero esta es la única obra digna que hago y si renuncio mi vida sería una pura entrega al hedonismo más incontrolado.
Wexford sonrió con amabilidad y después le preguntó dónde vivía.
– ¿Cómo, no lo sabe? Pensaba que todo el mundo conocía la casa que construyó Dix. El palacio de cristal con los árboles dentro. En lo alto de Ashley Grove.
Una de las monstruosidades de la ciudad, uno de esos lugares que todos los visitantes miran y por el que preguntan extrañados. Wexford la ayudó a cargar los libros en el carrito, le preguntó quién se los daba y quién los seleccionaba. Todos sus amigos le regalaban libros, respondió ella. No debía olvidarse de ella la próxima vez que hiciera limpieza de estanterías.
– Todo el mundo piensa en novelas románticas y policíacas -le comentó ella cuando Wexford se despidió en la entrada-, pero las de terror son las más populares. -Le dedicó una calurosa sonrisa-. Lo que se lleva es la mutilación y el canibalismo. Es la mejor lectura cuando uno está depresivo.
Vine había estado con Oni Johnson durante toda la noche. La mujer dormía con las cortinas cerradas.
– Sé que ya terminó su turno -le dijo Wexford en voz baja-, pero quiero pedirle una cosa. Carolyn Snow ya me ha dicho tres veces que su marido estuvo liado con una tal Diana. Piense en ello y si le suena alguna campana, avíseme.
Al cabo de media hora llegó Raffy. Despertó a su madre con un beso y se sentó a mirar los dibujos de su tebeo. Laurette Akande tenía el día libre y la hermana a cargo era una irlandesa pelirroja que trajo el té. Raffy miró las tazas con suspicacia y preguntó si podía tomar un refresco.
– Lo que me faltaba por oír. Ve tú mismo y sácala de la máquina, jovencito. ¡Habrase visto!
– Me gusta tenerle a mi lado -señaló Oni cuando Raffy salió a buscar su bebida, después de haber cogido las monedas del bolso de su madre-. Me gusta saber lo que hace. -Wexford recordó las palabras de la hermana sobre lo posesiva que era Oni-. ¿De qué hablaremos hoy?
– Tiene mucho mejor aspecto -comentó Wexford-. Veo que le han puesto un vendaje más pequeño.
– Un vendaje pequeño para un cerebro pequeño. Quizás ahora tengo el cerebro más pequeño porque el doctor me lo cortó.
– Señora Johnson, le diré de lo que vamos hablar hoy. Quiero que vuelva atrás unas cuantas semanas, digamos tres, antes del jueves pasado, y me diga cualquier cosa extraña que recuerde. -La mujer le miró en silencio-. Algo extraño o diferente en casa, en el trabajo, cualquier cosa sobre su hijo, si conoció a alguien. No se apresure, sólo piense. Retroceda a principios de julio e intente recordar cualquier cosa extraña.
Raffy regresó con una lata de coca. Alguien había encendido el televisor y el muchacho movió la silla para ver mejor. Oni no podía cogerle de la mano y apoyó la suya en el brazo.
– ¿Se refiere a que si alguien habló conmigo en el cruce? ¿Vino a mi casa? ¿O si vi a algún extraño?
– Así es. Lo que sea.
– Alguien dibujó una cosa en nuestra puerta. Raffy lo limpió. Algo parecido a una cruz con las puntas torcidas.
– Una esvástica.
– Fue el día que llamaron a Raffy del centro de trabajo por un empleo. Fue a la entrevista pero para nada. Después Mhonum, mi hermana, celebró el cumpleaños, tiene cuarenta y dos, aunque no los aparenta, y fuimos al Moonflower a cenar. Tengo otro trabajo, ¿lo sabía? Limpio la escuela, tres veces por semana. Un día estaba limpiando y me encontré un billete de diez libras, los chicos siempre llevan mucho dinero, y se lo di a la maestra. Pensé que me darían una recompensa pero qué va. Son pruebas que nos pone el Señor, ¿lo sabía? ¿Es esto lo que quiere saber?
– Eso mismo -contestó Wexford, aunque había esperado alguna cosa más interesante.
– Todo a partir de principios de julio, ¿no? El domingo vino la señora a mi casa, la señora del pelo largo rubio, pidiendo mi voto en las elecciones del consistorio, pero le dije quizá, que no sabía, que me lo pensaría. Aunque quizás esto fue el otro domingo. Sé que el día siguiente fue lunes. ¿Qué fecha fue el primer lunes?
– ¿Cinco de julio?
Raffy se reía de algo en la tele. Dejó la lata vacía en el suelo. Su madre le pidió que se acercara para cogerlo de la mano. El muchacho movió la silla un poco sin apartar la mirada del televisor. Oni se apresuró a cogerle de la mano aunque para conseguirlo tuvo que estirar el brazo al máximo.
– ¿Qué pasó aquel lunes? -preguntó Wexford.
– Poca cosa. Lo único fue por la tarde y yo estaba en el cruce. Quizá no fue aquel lunes sino el siguiente. Pero estoy segura que fue al día después de que viniera la señora de las elecciones. Pensé, es una pena que Raffy no esté aquí. Él te acompañaría, chica, no te perderías si Raffy te llevara.
– No acabo de entenderla, señora Johnson -dijo Wexford, confuso.
– Se lo estoy diciendo, yo estaba en el cruce antes de que los niños salieran de la escuela, en aquel momento, yo estaba allí, y vino una chica y se paró delante mío, ahí mismo en la acera, delante mío y me habló en yoruba. Me sorprendí tanto que casi me caigo al suelo. No oía hablar yoruba desde hacía veinte años. Mi hermana no lo habla porque es demasiado orgullosa. Pero esta chica es de Nigeria y me dijo en yoruba, ¿por dónde se va al lugar que dan trabajo? Mo fé mò ibit’ó gbé wà. Quiero saber dónde queda.