175619.fb2 Simisola - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

Simisola - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

18

Barry Vine durmió cuatro horas, se dio una ducha fría y llamó a Wexford. El inspector jefe le dijo algo incomprensible en un idioma africano. La traducción fue suficiente para que marchara de inmediato a la oficina de la Seguridad Social.

Ingrid Pamber había vuelto al trabajo después de las vacaciones, y ocupaba la mesa entre Osman Messaoud y Hayley Gordon. La joven enfocó a Vine con el rayo azul de sus ojos y le sonrió como si él fuese el amante que regresa de la guerra. Impertérrito, él le mostró la foto de la difunta Sojourner y otra de Oni Johnson que Raffy había encontrado en el piso de Castlegate. Ingrid reconoció a Oni pero nunca había visto a Sojourner. La indiferencia de Vine a sus encantos y sonrisas irritó a la joven.

– Es la señora de la piruleta, ¿no? La reconocería en cualquier parte. Creo que la tiene tomada conmigo. Basta que se me haga tarde para llegar al trabajo bajando por Glebe Road para que ella se plante en la mitad de la calle con la piruleta y me pare.

– ¿Annette la conocía?

– ¿Annette? ¿Cómo voy a saberlo?

Ingrid fue la única entre todo el personal de la oficina de la Seguridad Social que no le preguntó qué le había pasado a Oni y por qué quería saberlo. Nadie, por mucho que hiciera memoria, recordaba haber visto antes a Sojourner. Fue la supervisora Valerie Parker, la que manifestó en voz alta aquello que quizá los demás no se atrevían a decir.

– Todas las personas negras me parecen iguales.

Osman Messaoud, que pasaba en ese momento junto a ella para ir a sentarse frente a uno de los ordenadores, comentó en tono desagradable:

– Qué curioso. A las personas negras los blanquitos les parecen todos iguales.

– No hablaba contigo -replicó Valerie.

– No, supongo que no. Reservas los comentarios racistas para las otras personas que son como tú.

Una vacilación momentánea. ¿Tenía que levantarse para ser incluido en esa categoría? ¿Debía negar a voz en cuello la acusación? Vine optó por dejarles que discutieran el asunto entre ellos. Niall Clark, el otro supervisor, un sociólogo en ciernes, apuntó:

– No creo que los blancos conozcan a los negros en una sociedad como esta. Quiero decir, en un lugar como Kingsmarkham, una ciudad de provincias. Después de todo, hasta hará cosa de diez años no había negros por aquí. Te dabas la vuelta para mirar si veías uno en la calle. Cuando yo iba a la escuela no había ningún alumno negro. Dudo mucho que tengamos más de tres o cuatro negros que vengan a firmar.

Valerie Parker, con el rostro arrebolado después de la discusión, preguntó:

– ¿Cómo se llamaba?

– Ojalá lo supiera.

– Si tuviéramos el nombre lo buscaríamos en el ordenador. Es probable que haya centenares con el mismo nombre pero quizá…

– No sé su nombre -contestó Vine con la sensación de que nunca llegaría a saberlo.

Incluso sin un nombre, tendría que haber sido fácil identificar y localizar una muchacha negra desaparecida en una ciudad como Kingsmarkham donde predominaban los blancos, pero no lo era. Le habían indicado cómo llegar a este lugar, probablemente había seguido las indicaciones, pero en algún punto del trayecto se había esfumado. O quizás había llegado hasta aquí sin que nadie se fijara en ella. Vine era de la opinión de que no había llegado, pero necesitaba obtener más datos de Oni Johnson antes de seguir esta línea de investigación. De camino hacia la salida pasó junto a la cabina donde Peter Stanton aconsejaba a una nueva clienta. Se trataba de Diana Graddon.

Hasta ahora no había decidido si hablar o no con ella. Parecía innecesario, incluso impúdico. Desde luego la recomendación de Wexford había hecho sonar una campana y había pensado en ello, antes de dormirse y desde el momento que se despertó. ¿Pero qué le importaba a él, o a cualquiera de ellos, si esta mujer había sido una vez la amante de Snow antes de ser reemplazada por Annette Bystock? ¿Era importante en un caso de dos asesinatos y el intento de un tercero? Sin embargo, ahora que la había visto. Vine se sentó a esperar en una de las sillas grises junto a una maceta de plástico con su peperomia artificial.

¿Qué impresión causaba Stanton en las mujeres, mirándolas de esa manera, con los ojos desorbitados? Diana Graddon era una mujer bastante atractiva pero Vine tenía la sensación de que a Stanton sólo le interesaba que fuera mujer y joven. Cogió un folleto titulado «¿Tiene usted derecho al salario social?» y lo leyó para pasar el rato.

Burden no tardó más de veinte minutos en llegar al hospital con la fotografía de Sojourner. Oni Johnson la reconoció en el acto.

– Es ella. Ésta es la muchacha que habló conmigo delante de la Thomas Proctor.

Tuvo que ser el cinco de julio, pensó Wexford. Al anochecer ya estaba muerta. Mavrikiev había dicho que había muerto al menos doce días antes de que la encontraran el día diecisiete. Oni Johnson había hablado con ella unas horas antes de que la mataran.

– ¿Le dijo su nombre? -preguntó Burden.

– No me lo dijo. ¿Por qué iba a hacerlo? Tampoco me dijo de dónde venía, no señor. Me dijo a donde iba, al centro de trabajo, a pedir un trabajo. Eso es todo lo que dijo. ¿Mo fé mò ibit’ó gbé wà?

– ¿Puede describirla?

– Alguien la había golpeado, eso sí que lo sé. He visto gente golpeada. Tenía los labios cortados y un ojo morado, no te lastimas así si te das contra una puerta, qué va. Así que le dije dónde estaba el centro, calle abajo, doblas a la derecha, otra vez a la derecha, entre el Nationwide y Marks y Spencer, y entonces le pregunté, ¿quién te ha pegado?

– ¿Se lo preguntó en inglés o en yoruba?

– En yoruba. Y ella me dijo, bí ojú kò bá kán e m m bá là òràn náà yé e. Que es como decir: «Si no tiene prisa, me gustaría explicárselo».

A Wexford el corazón le dio un brinco.

– ¿Y se lo dijo?

Oni sacudió la cabeza vigorosamente.

– Yo le contesté, sí, tengo tiempo, los niños no salen hasta dentro de cinco, diez minutos, pero entonces, cuando le dije esto, un coche se detuvo justo a mi lado, una madre lo conducía. Venía a recoger a su hijo y yo le dije, no, no puede aparcar aquí, aparque un poco más abajo, y cuando acabé me di la vuelta pero aquella muchacha se había ido.

– ¿Cómo dice? ¿Desapareció sin más?

– No, la veía pero muy lejos, muy lejos calle abajo.

– Dígame cómo iba vestida.

– Llevaba un pañuelo en la cabeza, de tela azul. Un vestido con flores, blanco con flores rosas, y zapatos como los que lleva habitualmente Raffy.

Los policías miraron los pies de Raffy, enganchados en las patas de la silla. Botas de lona de media caña con viras y suela de goma, quizás el calzado más barato que se podía conseguir en la zapatería de más de baratillo de todo Kingsmarkham.

– ¿Recuerda la dirección por la que vino, señora Johnson?

– No la vi hasta que la tuve a mi lado, hablándome al oído. No la vi venir por la calle Mayor, así que quizá vino por el otro lado. Quizá venía de Glebe Lane donde está el campo. Quizá se bajó de un helicóptero en el campo.

– Ella le habló en yoruba -dijo Wexford-, ¿Pero hablaba inglés?

– Sí, seguro. Un poco. Como yo cuando vine aquí. Le dije, ve por aquí, sigue recto hasta el final y llegaras a la calle Mayor, dobla a la derecha, caminas un poco más y tuerces otra vez a la derecha y allí encontrarás el centro de trabajo entre el Nationwide y Marks y Spencers. Son todas palabras inglesas así que se lo dije en inglés. Y ella asintió así… -Oni Johnson sacudió con vigor la cabeza vendada-, y repitió lo que le dije, recto por aquí y a la derecha y a la derecha otra vez, y allí está entre el Nationwide y Marks y Spencers. Y entonces le pregunté quién le había pegado.

– ¿Señora Johnson, recuerda alguna cosa más? ¿Cómo estaba? ¿Jadeaba? ¿Cómo si hubiese estado corriendo? ¿Se la veía triste o alegre? ¿Estaba nerviosa? ¿Angustiada?

La sonrisa de Oni comenzó a esfumarse poco a poco. Frunció el entrecejo y asintió una vez más, pero con menos energía.

– Daba la impresión de que alguien iba a por ella -respondió-, como si alguien la persiguiera. Estaba asustada. Después que se marchó miré por si había alguien pero el lugar estaba desierto, ni un alma, nadie la perseguía. Pero le diré una cosa, ella estaba muy asustada.

– Podemos descartar que llegara en helicóptero -dijo Wexford en el coche-, aunque la idea tiene su atractivo. Vino de algún lugar en el vecindario, Glebe Road, Glebe Lane, Lichfield Road, Belper Road… -Hizo una pausa mientras recordaba la topografía de la zona-. Harrow Avenue, Wantage Avenue, Ashley Grove…

– O a través del campo más allá de Glebe End.

– ¿De Sewingbury o Mynford?

– ¿Por qué no? No están tan lejos -replicó Burden-. Bruce Snow vive o mejor dicho, vivía en Harrow Avenue. Vivía allí el cinco de julio.

– Sí. Pero si se le ocurre alguna razón por la cual Bruce o Carolyn Snow persiguen a una muchacha negra aterrorizada por Glebe Road a las tres y media de la tarde, entonces es que tiene una imaginación más fértil que la mía Mike, incluso ahora éste no es un lugar muy grande. Pudo haber venido de algún lugar al norte de la calle Mayor y esto incluye su casa y la mía.

– Y la de los Akande -apuntó Burden. -En cuanto a los zapatos, ¿servirá de algo preguntar en las zapaterías si una mujer negra compró ese modelo de zapatos recientemente?

– Vale la pena intentarlo -respondió Wexford-, aunque es poco probable que haya dejado su nombre y la dirección en su lista de clientes.

– Mientras tanto, tenemos toda esta información pero seguimos sin saber quién es.

– Quizá porque no la interpretamos de la manera correcta. Por ejemplo, sabemos el motivo del ataque a Oni. Alguien quería evitar que consiguiéramos la información que tenía sobre Sojourner.

– Entonces ¿por qué no lo hizo dos semanas antes? -objetó Burden.

– Tal vez porque él, quien quiera que sea, aunque sabía que Oni Johnson tenía la información, nunca pensó que la encontraríamos. Nunca imaginó que hablaríamos con alguien cuya lejana vinculación con Sojourner se reducía sólo a que por casualidad le había preguntado una dirección. Pero el jueves pasado comprendió su equivocación. Nos vio a Karen y a mí conversando con Oni delante de la Thomas Proctor.

– ¿Él?

– Él o ella, o digamos, su agente. Alguien que lo sabía nos vio. El resto lo conjeturó y sólo disponía de una hora para llegar a Castlegate y agazaparse en lo alto de aquellas escaleras. Vamos a buscar casa por casa, Mike. Preguntaremos a todos los residentes de la parte norte de la calle Mayor.

En la oficina de la Seguridad Social efectuaron las mismas preguntas que Barry Vine había formulado una hora antes. Pero Barry sólo había supuesto que Sojourner había estado aquí sin saber cuándo: en cambio Wexford estaba casi seguro de que había entrado en el edificio el lunes cinco de julio, antes de las cuatro de la tarde.

– Buscaba trabajo -le dijo a Ingrid.

– Lo mismo que todos. -Ingrid le miró con sus resplandecientes ojos azules y encogió los hombros-. Ojalá la hubiese visto. -La insinuación era que lo deseaba por él, para complacerlo-. Pero lo recordaría porque al otro día vi a Melanie Akande. Hubiese pensado al ver a Melanie, vaya, qué te parece, otra muchacha negra que no había visto antes por aquí. -Le sonrió apenada-. Pero no la vi.

– Quizá vivía en su barrio -insistió Wexford-. En Glebe Lane o en Glebe Road. Si no la vio por aquí aquel día, tal vez la vio en el barrio ¿En la calle? ¿Delante de un escaparate? ¿En una tienda?

Ella le miró cómo si le tuviera lástima. Él tenía que hacer esta tarea tan ardua, esta misión tan exigente, este trabajo tan duro, y ella lo lamentaba tanto… Ojalá pudiese ayudarlo, hacer cualquier cosa para que la carga resultara más llevadera. Ladeó un poco la cabeza, uno de sus gestos característicos. Wexford pensó en cómo hubiesen sido las cosas si ahora volviera a tener veinticinco años, y hubiese tenido que encontrarse una y otra vez con ella, una muchacha que le hablaba de una manera tan particular, y se preguntó cómo se las habría apañado para desbancar a Jeremy Lang. No «si», sino «cómo», porque estaba seguro de que lo habría intentado, aunque solamente fuera por los ojos más azules del mundo.

– No la he visto en mi vida -afirmó Ingrid y de pronto, otra vez en su papel de funcionaría, apretó el botón que encendía el cartel con el número del próximo cliente.

Wexford, ensimismado, cruzó el centro de trabajo y se detuvo delante de los paneles donde los posibles empleadores ofrecían un puesto vacante. La mayoría no ponían nombres ni domicilios, sólo unos salarios ridículos y trabajos la mar de curiosos, algunos de los cuales nunca había oído mencionar. Se distrajo por un momento y echó una ojeada por las hileras de tarjetas. De hecho, casi todos eran trabajos que nadie, por muy desesperado que estuviese, aceptaría y una frase le vino a la memoria: «desesperados sin experiencia en alegrías…». Se ofrecían salarios de miseria a los dispuestos a cuidar a tres niños menores de cuatro años o a combinar veinte horas de trabajo semanales en una perrera con llevar la casa para una familia de cinco.

No comprendió por qué un anuncio para una niñera (no hacía falta experiencia) mientras los padres estaban de viaje de negocios, despertó un eco en su memoria. Pero confiaba en su intuición y se esforzaba en recordar, buscaba la relación, cuando salió a encontrarse con Burden.

Barry Vine ya había mostrado la foto de Sojourner a los muchachos sentados en las escaleras. «Aquel otro», fue como le describió el chico bajo de pelo rubio. El muchacho de la coleta al parecer hacía todo lo posible por acabar su paquete de cigarrillos antes del mediodía, porque había once colillas entre las cenizas alrededor de sus pies. Burden rogó para que hoy fueran un poco más específicos.

– El lunes por la tarde -dijo-. El primer lunes de julio. Alrededor de las cuatro.

El muchacho de la cabeza afeitada con el surtido de camisetas -hoy llevaba una roja desteñida con la cara de Michael Jackson- miró la foto y, provisto con estos nuevos detalles, declaró después de mucho darle vueltas, como si fuese el resultado de un esfuerzo intelectual tremendo:

– Quizá la vi.

– ¿Quizá la viste? ¿Quizá la viste entrar en la oficina de la Seguridad Social?

– Aquel otro me preguntó lo mismo. No dije eso. Dije que nunca la vi entrar allí.

– Pero sí la viste -se apresuró a intervenir Wexford.

– ¿Tú qué dices, Danny? -le consultó el muchacho al otro de la coleta-. Hace la tira.

– Nunca la vi, tío -contestó Danny, tosiendo mientras apagaba la colilla. Sin nada que hacer con las manos, comenzó a tirarse los pellejos alrededor de las uñas.

– Yo tampoco la vi -señaló el chico del pelo rubio-. ¿Crees que la viste, Rossy?

– Quizá sí -dijo el de la camiseta-. Quizá la vi al otro lado de la calle. Estaba allí mirando. Estábamos yo, Danny, Gary y otro par de tíos, no sé cómo se llaman, estábamos todos en la escalera como ahora, sólo que éramos más, y ella estaba del otro lado mirando.

Ya lo había dicho antes, recordó Burden. En los primeros días de la búsqueda de Melanie Akande, él había mencionado haber visto a una muchacha negra el lunes.

– ¿Recuerdas si fue el lunes cinco de julio por la tarde? -preguntó Burden, ilusionado. Pero si había sido el lunes ya no lo recordaba.

– No lo sé, no sé ni el día ni la hora. Sí recuerdo que hacía calor. Me quité la camiseta para tomar un poco el sol y entonces apareció aquella vieja bruja y me dijo; pillarás un cáncer de piel, jovencito. Yo le contesté: vete a tomar por el culo, vieja burra.

– ¿Crees que la chica del otro lado de la calle quería entrar en la oficina de la Seguridad Social?

– Si quería entrar, ¿por qué no cruzó la calle? -replicó Danny, sin dejar de escarbarse las cutículas-. Sólo tenía que cruzar la calle.

– Pero tú no la viste cruzar…

– ¿Yo? No, no la vi. Pero es lógico, sólo tenía que cruzar.

– No la cruzó -afirmó Rossy, aburrido-. Dame uno de tus pitillos, Dan.

Diana Graddon le había preguntado a Vine media hora antes y en este mismo lugar cuando estaban a punto de subir en el coche del policía:

– ¿Le molesta si fumo?

– Si no le importa, espere a que lleguemos a su casa.

Diana encogió los hombros y apretó los labios. Vine estaba fascinado por el parecido con Annette Bystock. Podían haber sido hermanas. Esta mujer era unos años más joven, más delgada que Annette, menos voluptuosa, pero tenían el mismo pelo ondulado oscuro, las mismas facciones marcadas, la boca grande, la nariz fuerte y los ojos redondos y oscuros, sólo que los de Annette habían sido castaños y los de ella eran azul gris.

Vine le preguntó sobre Snow y ella no intentó negar la relación, aunque mostró una gran sorpresa.

– ¡Eso fue hace diez años!

– ¿Por casualidad fue usted la que le presentó a Annette Bystock?

Nuevas muestras de sorpresa. Diana se quedó pasmada.

– ¿Cómo lo sabe?

– Supongo que la relación no duró mucho -replicó Vine, que era experto en esquivar esa clase de preguntas.

– Un año -dijo Diana Graddon-. Descubrí que tenía hijos. El menor sólo tenía tres años. Es curioso como de pronto lo recuerdas todo. No había pensado en esto desde hacía años.

– ¿Pero usted no cortó la relación?

– Comenzaron las peleas. Mire, yo tenía entonces veinticinco años y no entendía por qué tenía que acomodarme a que él viniera una hora por la tarde y después no tener noticias suyas durante una semana hasta que llamaba para un polvete, y si te he visto no me acuerdo. A veces salíamos pero muy de pascuas a ramos. Tampoco lo quería de forma permanente, me refiero a que yo no pensaba en el matrimonio ni nada parecido. Era joven pero no tonta. Me imaginaba el panorama, vivir con un tipo que tenía que mantener a tres hijos y a una esposa, y para colmo una esposa bastante posesiva. -Cogió aliento y Vine, mientras aparcaba delante de la casa en Ladyhall Road, se preguntó si le interesaba mucho esta historia cuando ella añadió-: Vino una tarde en la que estaba Annette. Yo sabía que vendría porque siempre llamaba primero, pero pensé, ¿Y qué? Por una vez tendremos una reunión de amigos, pasaremos un rato juntos sin sexo de por medio, vamos a ver qué le parece, aunque podía imaginármelo. Es curioso cómo vuelve todo, ¿no? Annette no sabía quién era él o… bueno, lo que éramos el uno para el otro, no sé si me entiende. -De pronto se le ocurrió una idea desagradable-. ¿No querrá decir que él lo hizo? Quiero decir, que él la asesinó.

– ¿Podemos entrar en la casa, señorita Graddon? -dijo Vine, con una sonrisa.

– Ah, sí, desde luego. -Abrió la puerta. Helen Ringstead no estaba en casa. Fueron a la sala de estar-. Me refiero a que él y Annette apenas si se conocían. No creo que volvieran a verse.

Así que no lo sabía…, a Vine le pareció divertido. Por odioso que fuera Snow, había que reconocerle el mérito de que sabía cómo apañárselas. Vine iba a formular otra pregunta pero no fue necesario.

– Él cortó nuestra relación al cabo de poco tiempo -prosiguió Diana-. Me dijo que su esposa estaba enterada de lo nuestro. Una conocida de ella nos había visto juntos en un restaurante en una de aquellas veces, se pueden contar con los dedos de una mano, en que me llevó a cenar. Aquella mujer le había oído pronunciar mi nombre. Él se lo había confesado todo, se había puesto a su merced, al menos fue lo que dijo.

– ¿Fue entonces cuando le comentó a Annette que estaba a la venta el apartamento de enfrente?

– Sí, más o menos. Hacía poco que se había divorciado. Todavía éramos amigas. -Diana Graddon encendió el cigarrillo que Vine le había negado en el coche. Le dio una chupada muy larga-. La cuestión es que no sé por qué dejamos de serlo. Cualquiera hubiese pensado que nos pasaríamos el día una en casa de la otra, siendo como éramos vecinas, pero en cambio nos distanciamos, y pienso que fue cosa suya. Se volvió retraída. Y lo que es más, no pienso que tuviera un amigo desde que se separó de Stephen. Pero no deja de sorprenderme que usted sospeche de Bruce.

Vine no lo había dicho. Estaba maravillado por el montaje de engaños y traiciones de Snow. Por mucho que como ser humano deplorara el comportamiento de Snow, como hombre admiraba su picardía. Annette no se había enterado de su relación con Diana y ésta ni siquiera había sospechado la relación Snow con Annette, y si no había conseguido mantener el secreto de Diana con su esposa, en cambio había podido convencer a Carolyn durante nueve años de la inviolabilidad del matrimonio. ¿Le había preocupado el traslado de Annette a Ladyhall Gardens? ¿O le había dado la excusa perfecta para mantener la nueva relación a un nivel de simple intercambio sexual, repetido continuamente? A todas luces era peligroso agasajar a una amiguita en un restaurante y una indiscreción ir a su casa, en cambio de esta manera evitaba meterse en mayores honduras.

Pero ¿qué le había dicho a Annette? ¿No confíes demasiado en Diana porque conoce a mi esposa? ¿O incluso, ella es muy capaz de contárselo a mi mujer? Los mejores mentirosos se ciñen a la verdad hasta donde les es posible.

– Me refiero a que Bruce hubiese tenido que conocerla -insistió Diana-. Entonces hubiese tenido un motivo, ¿no le parece? Créame, le hubiese visto si alguna vez hubiese aparecido por aquí y no le vi. Veía a todos los conocidos de Annette, hubiese visto a cualquiera que viniera a visitarla. -Diana vaciló, tosió. El cigarrillo tembló entre sus dedos-. Es curioso, pero me tenía fascinada. Me pregunto por qué. No sé por qué se lo pregunto, usted no es un psicólogo, pero me pregunto si un psicólogo no diría que fue porque ella…, bueno, ella me rechazó.

Vine, que conocía los métodos de Wexford, esperó en silencio. No era psicólogo pero sabía lo que hacían los psicólogos. Instalaban al paciente o al cliente, o cómo lo llamaran, en un diván y escuchaban. Una palabra pronunciada a destiempo podía ser fatal. Escucharía, aunque no supiera qué escuchaba. Tampoco lo sabía Freud, pensó.

– Supongo que estaba resentida. Me decía a mí misma, ¿quién se cree que es, tratándome de esta manera? Algunas veces la veía llegar acompañada por aquella muchacha bonita, la que trabajaba con ella en la oficina de empleo, y también era amiga de Edwina No-sé-cuantos. Pero, sabe, no venía nadie más. Bueno, vi a su prima por aquí un par de veces, una tal señora Winster. No recuerdo el primer nombre. Joan, Jean, Jane. Ni un sólo hombre cruzó el umbral de su casa, era como un convento. La verdad es que pensar que Bruce entrara allí es como para echarse a reír. -Sonrió ante lo absurdo que hubiese sido-. ¿En qué anda metido ahora? ¿Aparte de asesinar mujeres que no conoce? -La sonrisa dio paso a la carcajada.

Vine aflojó los hombros, desencantado. Ella no sabía nada. Aquí no sacaría nada. Había pensado en contárselo todo con la intención de que la incredulidad, después la comprensión del engaño y la cólera posterior, le hicieran irse de la lengua. Pero ¿y si no sabía nada? Dispuesto a marcharse, comentó al pasar:

– ¿Dice que la vio por última vez la tarde del lunes?

– Sí, yo me marchaba para ir a la casa de mi amigo en Pomfret. -Le sonrió de soslayo, complacida ante la oportunidad de decirle que Snow tenía un sucesor-. Siempre era un poco incómodo, ya se lo puede imaginar, Annette y yo nos esquivábamos, pero dio la casualidad de que nos vimos, yo cuando salía y ella cuando entraba en su casa. Nos saludamos y entonces recordé que me había olvidado el suéter, así que entré a buscarlo.

»Al salir -prosiguió Diana-, no tardé ni un par de minutos, ella ya había entrado; había una muchacha delante de la puerta, me refiero a la puerta de entrada a Ladyhall Court. Sin duda, Annette debió entrar en su apartamento y se fue directamente a la sala de estar para abrir la ventana. Se asomó, vio a la muchacha -por cierto, una muchacha negra- y la muchacha se acercó a la ventana y le dijo algo y entonces… bueno, aquella fue la última vez que vi a Annette.