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¿Cuál es el camino a donde dan trabajo? Ella se lo preguntó a Oni en un lenguaje oscuro porque algo en Oni le decía que esta mujer también era nigeriana.
Sojourner hizo lo que le dijeron y caminó, hacia el sur por la calle Mayor, asustada de su perseguidor, pero llegó sana y salva a la oficina de la Seguridad Social. En vez de entrar, esperó en la acera de enfrente, mirando el edificio. ¿Por qué no cruzó la calle, como señaló Rossy, y entró?
– Los hombres -dijo Wexford-. Tenía miedo de los hombres. Sí, de acuerdo, sé que Rossy, Danny y los demás no nos asustan, pero ni usted ni yo tenemos diecisiete años ni somos una muchacha negra ignorante. Tenía el miedo metido en el cuerpo y sentía una profunda desconfianza hacia los blancos. Alguien le había pegado, estuvo a punto de contárselo a Oni cuando los niños iban a salir de la escuela.
– Las mujeres tienen más miedo a los hombres que a las demás mujeres. Sí, es así, Mike, le guste o no. Y allí estaba aquella pandilla, uno de ellos sólo con los pantalones, sentados en las escaleras, casi cerrando el paso. Y para colmo, cuando llega una mujer y le dice algo a uno de ellos él le grita, le dice vaya a saber qué, la trata de vieja burra, o quizás algo peor. Él le dijo a usted que la trató así.
Ya había comenzado la búsqueda casa por casa. Con un plano de la parte norte de Kingsmarkham delante, Wexford comenzó a tomar consciencia de lo mucho que había crecido la ciudad desde su llegada. En la zona norte habían edificado verdaderas mansiones. En la parte céntrica habían derribado las casas viejas, como en Ladyhall Avenue, y cada una había sido reemplazada por una docena de casas más pequeñas y algún bloque de pisos. El barrio en que le tocaba votar en las elecciones municipales había sido antaño toda la ciudad; ahora sólo era una parte de la misma. Dejó de estudiar el plano cuando Burden le comentó:
– Así que Sojourner se queda en la acera de enfrente, ¿para qué? ¿Espera que los chicos se vayan?
– O que salga alguien. Ve que los clientes entran y salen pero no ve a nadie después de las tres y media. No hay firmas los lunes y los consejeros de nuevas solicitudes tienen la última cita a las tres y cuarto. Por lo tanto, cualquiera que salga a las cuatro y media tiene que trabajar allí.
– ¿Sugiere que siguió a Annette a su casa?
– ¿Porqué no?
– ¿O sea que escogió a Annette por casualidad?
– No del todo -respondió Wexford-. Casi todos los demás que trabajan allí van en coche y aparcan en la parte de atrás. No salen por la puerta principal.
– Stanton no va a trabajar en coche -señaló Burden-. Tampoco Messaoud. Su esposa lo usa durante el día.
– Son hombres. Sojourner no seguiría a un hombre.
– De acuerdo, ella sigue a Annette por la calle Mayor, doblan por Queen Street que la cruza… -Burden explicaba el recorrido como si Wexford no tuviese el plano sobre la mesa-, bajan por Manor Road y llegan a Ladyhall Gardens. En aquel momento Diana Graddon la ve. O, mejor dicho, ve a Annette y cuando sale por segunda vez ve a Sojourner delante de la puerta de Ladyhall Court.
– Para ser precisos, ve a Annette asomada a la ventana hablando con Sojourner. ¿Annette la dejó entrar en la casa? ¿Sojourner quería entrar?
– Annette debió decirle que si buscaba trabajo, o quería el paro, tendría que volver a la oficina de la Seguridad Social al día siguiente, el martes. Quizá le dijo que preguntara por ella y le dio su nombre, pero no la dejó entrar. No era muy dada a permitir que la gente entrara en su casa.
– ¿Qué le dijo Sojourner que impulsó a Annette a preguntarse si debía comunicárselo a la policía?
– ¿Piensa que fue eso? ¿Fue Sojourner que se lo dijo, aunque no sabemos qué? Esto fue veinticuatro horas, más de veinticuatro horas, antes de que Annette llamara a la prima Jane el jueves por la noche.
– Lo sé, Mike. Estoy especulando. Pero mírelo de esta manera. Sojourner le dijo algo a Annette que no le gustó o le hizo sospechar. No sabemos qué fue, es probable que se lo fuera a decir a Oni pero no lo hizo, algo sobre el hombre que le pegaba o quizá dónde vivía. No obstante, sabemos que Sojourner no siguió el consejo que quizá le dio Annette, que volviera a la oficina de la Seguridad Social al día siguiente.
– Al ver que no aparecía, ¿no cree posible que Annette se inquietara? Quizá quería discutir lo que fuese con Sojourner antes de dar ningún paso. Pero en aquel momento Annette se sentía mal. Se fue a su casa, se metió en la cama, se encontraba tan mal que llamó a Snow para decirle que no le vería al día siguiente, pero le preocupaba tanto que llamó a la prima para comentárselo.
– En cuanto a por qué pienso que eso que debía saber la policía provino de Sojourner, bueno, ella murió aquella noche, ¿no es así? la asesinaron aquella noche. No pudo ir a la oficina de la Seguridad Social porque estaba muerta. Y el hecho de que no se presentara debió aumentar los temores de Annette, sólo que con aquel virus, créame, uno no está para pensar en nadie excepto en uno mismo.
– ¿Así que el lunes por la tarde, Annette se limitó a enviar a Sojourner a dónde fuera que tuviera su casa?
– Se comportó, sin duda, como hubiese hecho cualquier otro en las mismas circunstancias. Probablemente no le dio ningún consejo aparte de recomendarle que fuera a la oficina de la Seguridad Social. Por desgracia, y ahí está lo trágico, Sojourner no tenía otro lugar a dónde ir excepto su casa. No sabemos qué pasó después, pero podemos suponer con bastante certeza que alguien en su casa, el padre, un hermano, incluso el marido o un pariente masculino, la «castigó» por fugarse.
– ¿La persona que pensaba que la perseguía?
– Sí.
– ¿Cómo se enteró él de la existencia de Oni Johnson? ¿Cómo supo lo de Annette?
– Ella se lo dijo.
Burden pareció dispuesto a preguntarle por qué pero no lo hizo.
– Dice que Sojourner «se lo dijo». ¿A quién se lo dijo? ¿Al padre? ¿Al hermano? ¿Al marido? ¿Al novio?
– Tuvo que ser al marido o al novio. Conocemos a todas las personas negras de aquí, Mike, los encontramos a todos, hablamos con todos. Pero quizá tenía un novio blanco.
Mientras hablaba, Wexford no dejaba de pensar en el doctor Akande. A veces le parecía que todos los caminos conducían de regreso a los Akande y que, a la inversa, en cada camino que tomaba encontraba al final a uno u otro de los Akande. Cogió el teléfono y le pidió a Pemberton que subiera.
– Bill, quiero que se ocupe de la familia de Kimberley Pearson y averigüe todo lo que pueda sobre ellos.
Pemberton intento disimular su desconcierto, sin éxito.
– La amiga de Zack Nelson -le ayudó Burden.
– Ah, sí, desde luego. ¿Se refiere a los padres? ¿Dónde viven?
– No lo sé. No tengo ni la menor idea, en algún lugar dentro de un radio de treinta kilómetros. Hay, o había, una abuela. Quiero saber dónde vivía y cuando murió. Y Kimberley no debe enterarse. No quiero que ni el más mínimo rumor de nuestra investigación llegue a oídos de Kimberley.
Con un destello intuitivo que sorprendió y complació a Wexford, Pemberton preguntó:
– ¿Cree que la vida de Kimberley corre peligro, señor? ¿Qué es la próxima víctima del asesino?
– No, si podemos evitarlo -contestó Wexford, con voz pausada-. No si él -o ella- piensa que no nos interesa. Voy al hospital. Quiero hablar otra vez con Oni. -Después, al recordar la acusación de Freeborn, añadió-: Pero no iré por Stowerton High Street, daré toda la vuelta.
Mhonum Ling estaba con su hermana. Si celebraran un concurso para elegir a la mujer con el vestuario más exagerado, pensó Wexford, el jurado habría tenido problemas para escoger entre la hermana de Oni y Anouk Khoori.
La falda rosa de Mhonum le llegaba justo a los tobillos para dejar a la vista las sandalias doradas. La camiseta estaba a años luz de la de Danny, tenía lentejuelas.
El inspector jefe estrechó la mano de Oni y ella le dedicó una de sus tremendas sonrisas.
– Quiero que me lo vuelva a contar todo -dijo Wexford.
Ella mostró una falsa expresión de horror y él supuso que en el fondo Oni disfrutaba con todo esto. Apareció Raffy, con un radiocasete enorme al hombro, pero por fortuna no lo traía encendido. Se había habituado a la presencia de Wexford pero miró a la tía con la cara de alguien que se encuentra con una leona suelta. Cuando Oni repitió lo que le había dicho Sojourner en yoruba, Mhonum encogió los hombros y volvió la cabeza para mirar a Raffy de arriba a abajo.
– ¿Recuerda si los niños salían de la escuela cuando la perdió de vista? -le preguntó Wexford-. ¿O si antes ya habían llegado muchos padres?
– Las madres y los padres, sobre todo las madres, llegan alrededor de las cinco, diez minutos antes de la salida. La que aparcó justo a mi lado, la que le dije que aparcara más allá, fue la primera. Entonces comenzaron a llegar todos los demás.
– Quiero que piense con cuidado en una cosa, señora Johnson. ¿Cree que ella escapó porque tenía miedo de ser vista por alguno de los padres?
Oni Johnson intentó recordar. Apretó los párpados con fuerza en un esfuerzo por concentrarse.
– ¿Ya saben cómo se llamaba? -intervino Mhonum Ling.
– Todavía no, señora Ling.
– ¿Para qué has traído la radio, Raffy? -le preguntó a su sobrino y, sin esperar la respuesta, añadió-: Ve a la máquina y trae una Fanta light para tu tía y otra para tu mamá. -Sacó un puñado de monedas del bolso rosa de cuero auténtico-. Y cómprate una coca. Sé buen chico y ve corriendo.
– Es inútil -afirmó Oni, abriendo los ojos-. No lo sé. Nunca lo supe. Ella estaba asustada, tenía mucha prisa, pero no sé de qué tenía miedo.
Wexford bajó las escaleras detrás del muchacho silencioso que arrastraba los pies al caminar. Raffy se detuvo delante de la máquina y miró desconsolado las teclas y las figuras encima de cada una. Podía arreglárselas con la coca pero la Fanta era más difícil. Wexford tendió la mano mientras pasaba, tocó la tecla correspondiente y siguió su camino hacia el aparcamiento. Había llegado casi un centenar de coches desde que había aparcado el suyo. Recordó que le había dicho al jefe de policía y a muchas personas más, que tendría resuelto el caso para el fin de semana. Todavía le quedaba tiempo, sólo estaban a martes.
Al salir del hospital y entrar en el cinturón, estuvo a punto de abandonarlo en la primera salida. Entonces recordó que debía evitar la calle Mayor y siguió hasta la tercera. Quizás exageraba. No le seguía nadie, la idea era ridícula, no pensaba detenerse delante de Clifton Court y mucho menos visitar a Kimberley Pearson, pero de todos modos salió por la tercera salida. Quizá había salvado la vida de Oni Johnson, pero primero la había puesto en un grave peligro.
Este rodeo le llevó por Charteris Road y después por Sparta Grove. No pasaba por aquí desde que la asistencia social se había hecho cargo de los hijos de los Epson, y él había tenido que aparecer para decir unas cuantas palabras ante las cámaras de la televisión sobre los padres que se marchaban de vacaciones y dejaban a los niños solos en el hogar. Ahora intentó recordar cuál era la de ellos entre la hilera de casa victorianas de tres pisos. Eran casas elegantes, los Epson no eran pobres, si no querían llevarse a los hijos de vacaciones, podían permitirse pagar a una niñera.
Condujo sin prisas. Vio salir a un hombre de una de las casas, cerrar la puerta y subir a un coche rosa aparcado en el bordillo. Wexford detuvo el coche y apagó el motor. El hombre era alto y fornido, el pelo rubio, joven, pero le daba la espalda y Wexford no le veía la cara. No era Epson. Era demasiado joven y Epson era negro, jamaicano.
El coche arrancó, aceleró en un segundo y dio la vuelta en la esquina de Charteris Road a gran velocidad. Había visto a aquel hombre en el mismo coche hacía poco y tenía la sensación de que las circunstancias habían sido un tanto desagradables o que deseaba no pensar en ellas. Ésta, sin duda, era la razón por la que no conseguía recordar.
Permaneció en el coche durante unos instantes pero la memoria le había abandonado. La ruta a casa le llevó a través del polígono industrial, un lugar desapacible y desierto, con la mitad de las fábricas cerradas o en alquiler. Un angosto camino rural desembocaba en la carretera de Kingsmarkham y diez minutos más tarde estaba en su casa.
Algunas veces las respuestas a cosas que le preocupaban las había conseguido, directa o indirectamente, de Sheila; por algún comentario que ella había hecho, por su último interés o pasión, o por algo que le había dado a leer. Lo que fuera le había puesto en la senda correcta. Ahora la necesitaba, escuchar un par de palabras de ella, conseguir una guía.
Pero se encontró con su otra hija en casa con Ben y Robin, que había quedado de acuerdo con Neil para encontrarse en el hogar de sus padres después de su asistencia al curso de reciclaje. La madre indulgente los había invitado a todos a cenar. Mientras digería la noticia, Wexford pensó en lo mucho que se enfadaría Sylvia de verse catalogada, aunque sólo fuera en lo más íntimo, como «su otra hija». Ningún padre se había esforzado tanto como él por no mostrar sus preferencias y ningún padre, pensó, había fracasado tan miserablemente. En cuanto entró en la casa comprendió que debía resistirse a la tentación de llamar a Sheila mientras Sylvia estuviera allí, o al menos mientras pudiera oírle.
El anochecer era caluroso. Se sentaron en el jardín, alrededor de la mesa con la sombrilla, y la sugerencia de Sylvia de cenar allí fue recibida, inevitablemente, por una nueva versión de la frase favorita del hijo mayor.
– Mushk eler.
– Bueno, para mí sí es un problema -afirmó Wexford-. No soporto comer al aire libre, me incordian los mosquitos. Me pasa lo mismo con las meriendas campestres.
Los niños y la abuela se enzarzaron inmediatamente en una discusión sobre los pros y los contras de las meriendas campestres. Sylvia, sin hacerles caso, se repantigó en la silla, con los párpados entornados, y comenzó a hablar sobre el curso de consejera, de que el enfoque era muy distinto al que había aprendido en sus estudios de ciencias sociales, de que aquí el énfasis se centraba en la gente, en las interacciones humanas, de favorecer la interdependencia personal… Era ridículo, pensó Wexford, su propio comportamiento, tener miedo a llamar a Sheila en secreto porque bien podía darse el caso de que tuviera conectado el contestador automático y por lo tanto no le llamaría hasta al cabo de una hora o dos. ¿Cuánto duraría la visita de Sylvia y su familia? Horas. Para empezar Neil no llegaría hasta dentro de una hora.
Dora se llevó a los niños a la casa. Robin tenía que poner la mesa. Esta vez no se escuchó la respuesta habitual, quizá porque eso sí era un problema.
– ¿Quieres una copa? -le preguntó a Sylvia, en parte para frenar la charla y porque él quería una.
– Agua con gas. Sobre todo estudiamos todo lo relacionado con la depresión y los estados de ansiedad. Pero también está el componente de la violencia doméstica y no tienes que olvidar el secreto necesario para ganar la confianza del cliente. Al principio practicamos entre nosotros, me refiero a los otros participantes del curso.
Cuando Wexford volvió con el vaso de agua y una cerveza ella seguía hablando. Ahora comentaba la violencia física de las personas fuertes contra los más débiles. Hablaba con los ojos cerrados, la cara vuelta hacia el cielo azul.
– ¿Por qué lo hacen? -preguntó Wexford.
La había interrumpido en mitad de una frase. Ella abrió los ojos y le miró.
– ¿Hacen qué?
– Por qué los hombres pegan a sus esposas, por qué la gente maltrata a los niños.
– ¿De verdad me lo preguntas? ¿De verdad quieres saberlo?
Una puntada, un encogimiento de culpa, fue la reacción de Wexford a estas preguntas. Era como si ella se sintiera sorprendida de que él quisiera saber algo de lo que le decía. Ella hablaba, se reafirmaba a sí misma, implacable, pero no para entretener o informar. Lo hacía para llegar hasta él, para demostrarle que ella también valía. Ahora parecía mostrar un interés sincero. El tono de Sylvia era de incredulidad: «¿Me lo preguntas a mí?».
Lo que él deseaba de verdad era encontrar la manera de escaparse y llamar a Sheila. Pero en cambio dijo:
– Quiero saberlo.
– ¿Has oído mencionar alguna vez a Benjamín Rush? -preguntó Sylvia que evitó la respuesta directa.
– No lo creo.
– Era el decano de la facultad de medicina en la universidad de Pensilvania. Hará cosa de doscientos años atrás. Se le conoce como el padre de la psiquiatría americana. Por aquel entonces había esclavos en Estados Unidos. Una de las cosas que sostenía Rush era que todos los crímenes son enfermedades y pensaba que no creer en Dios era un trastorno mental.
– ¿Qué tiene que ver él con la violencia física?
– Estoy segura de que nunca has escuchado esto antes, papá. Rush elaboró algo llamado la teoría de la negritud. Creía que ser negro era una enfermedad. Las personas negras sufrían de lepra hereditaria pero en una forma benigna de la cual la pigmentación era el único síntoma. ¿Comprendes lo que significa sostener semejante teoría? Justifica la segregación sexual y el maltrato social. Significa que tienes un motivo para maltratar a la gente.
– Espera un momento -le interrumpió Wexford-. ¿Quieres decir que si alguien es objeto de piedad utilizarás la violencia física contra él? Eso parece un poco retorcido. Es lo contrario a todo lo que nos enseña la moral social.
– No, escucha. Conviertes a alguien en un objeto, no tanto de piedad sino de debilidad, enfermedad, estupidez, ineficacia, ¿ves lo que quiero decir? Les pegas por su estupidez y su incapacidad para responder, y cuando les haces daño, los marcas, son todavía más feos y repugnantes. Tienen miedo y se acobardan. Sé que no es muy agradable, pero tú me preguntaste.
– Continúa.
– Así que tienes a una persona asustada, estúpida, incluso incapacitada, muda, fea, y ¿qué puedes hacer con alguien así, alguien que no merece ser tratado bien? Los tratas mal porque es lo que se merecen. Uno piensa en los pobres chiquillos a los que nadie quiere porque están sucios, llenos de mocos, mierda, y que siempre lloran. Entonces les pegas porque son odiosos, porque son como animales, porque son subhumanos. Para lo único que sirven es para pegarles, para hacerles todavía más despreciables.
Wexford permaneció en silencio. Sylvia confundió su silencio con sorpresa, no por el contenido de lo que había dicho, sino porque lo había dicho, y de inmediato se disculpó.
– Papá, sé que suena horrible, pero necesito saber todas estas cosas. Tengo que intentar comprender cómo funcionan el agresor y la víctima.
– No, no es eso. Lo sé. Soy policía, ¿recuerdas? Una cosa que dijiste me llamó la atención. Una palabra. Ahora no la recuerdo.
– ¿Subhumano? ¿Ineficacia?
– No. Ya la recordaré. -Se levantó-. Gracias, Sylvia. No sabes cuánto me has ayudado. -La mirada de su hija le llegó al corazón. Por un momento se pareció mucho a su hijo Ben. Wexford se inclinó y le dio un beso en la frente-. Sé lo que era -murmuró-. Ya me vendrá.
En el dormitorio, junto a la cama, todavía sin leer, estaban los folletos y panfletos que le había enviado Sheila, la literatura de su última pasión. Los leería en cuanto se marchara Sylvia. Pero también recordó algo del hombre que salió de la casa de los Epson y que conducía el coche de los Epson. No le había visto la cara. Y no había visto la cara de la persona que conducía aquel coche cuando un niño atravesó las puertas de la Thomas Proctor y subió al auto.
Wexford veía con toda claridad al niño en su imaginación, un niño moreno con el pelo castaño rizado, que podía haber sido el hijo de aquel hombre sólo si su madre hubiese sido negra y sólo si él le hubiese engendrado cuando él también era un niño.
¿Era este el hombre del que Sojourner había escapado dos semanas atrás?
No, pensó Wexford, se equivocaba en el enfoque que daba a todo esto…