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Wexford, aquel día aplazaría su habitual visita a los Akande. Si su suposición era correcta, no estaría de humor para enfrentarse a ellos mientras tenía esto en la cabeza. ¿Y qué había que decir? Incluso las cortesías de rigor, los comentarios sobre el tiempo, el interés por su salud, sonarían forzadas. Pensó en sus esfuerzos por prepararlos, recomendándoles que abandonaran toda esperanza, y recordó el estado de ánimo de Akande, exultante un día y por los suelos al siguiente.
Se dirigió a su trabajo, pasó por delante de la casa de los Akande, pero mantuvo la mirada fija en la calle. Leyó los informes sobre las averiguaciones casa por casa pero todos eran negativos, no había ninguna novedad aparte de las manifestaciones de racismo donde menos se esperaban y de unas insospechadas actitudes liberales donde se anticipaba el prejuicio. Nunca se sabía cuando se trataba de seres humanos. Malahyde, Pemberton, Archbold y Donaldson continuarían con la tarea todo el día, llamando a las puertas, mostrando la foto, preguntando. Si no encontraban nada en Kingsmarkham, la búsqueda se trasladaría a los pueblos: Mynford, Myfleet, Cheriton.
Wexford llamó a Barry Vine y se fueron juntos a Stowerton. Evitaron la calle Mayor y tomaron por Waterford Avenue donde tenía su casa el jefe de policía. Los barrios cambiaban deprisa en Stowerton y Sparta Grove estaba a un tiro de piedra. Wexford sonrió cuando pasaron por delante de la casa, al pensar lo cerca que había estado Freeborn mientras toda esta, esta… conspiración, se desarrollaba delante de sus narices.
El coche rosa estaba aparcado en la calle, en el mismo lugar donde lo había visto la noche anterior. A la luz del sol se lo veía muy sucio. Algún gracioso había escrito con el dedo en el polvo de la tapa del maletero: «Amo, límpiame». No se veía ninguna ventana abierta en la casa. Parecía desocupada, pero el coche estaba allí.
El timbre no funcionaba. Vine utilizó el llamador y comentó, con la mirada puesta en las ventanas cerradas, que las nueve de la mañana era plena madrugada para algunas personas. Volvió a llamar y se disponía a gritar por la abertura del buzón cuando se abrió una de las ventanas de la planta alta y asomó la cabeza el hombre cuya espalda Wexford había visto la tarde anterior sin llegar a identificarlo. Era Christopher Riding.
– Policía -dijo Wexford-. ¿Me recuerda?
– No.
– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham. Por favor, baje y abra la puerta.
Esperaron un buen rato. Escucharon procedentes del interior los ruidos de alguien que caminaba arrastrando los pies y el sonido de algún objeto de vidrio que caía al suelo y se rompía. Una retahíla de maldiciones ahogadas seguidas por un golpe sordo. Vine, impaciente, sugirió que no estaría mal echar la puerta abajo.
– No, aquí viene.
La puerta se abrió poco a poco. Un niño de unos cuatro años asomó la cabeza y se rió. Le apartaron bruscamente y apareció el hombre que había asomado la cabeza por la ventana. Llevaba téjanos cortados a la altura de las rodillas y un suéter grueso mugriento. Iba descalzo.
– ¿Qué quieren?
– Entrar.
– Necesitarán una orden -replicó Christopher Riding-. No entrarán aquí si no la traen. Esta no es mi casa.
– No, es la casa del señor y la señora Epson. ¿A dónde han ido esta vez? ¿A Lanzarote?
La pregunta le desconcertó lo suficiente como para dar un paso atrás. Wexford, que le llevaba ventaja al menos en estatura, ya que no en juventud, le empujó con el codo y entró en la casa. Vine le siguió, apartando la mano extendida de Riding. El niño se echó a llorar.
Era una casa con muchas habitaciones pequeñas, y una escalera muy empinada en el centro. En mitad de la escalera estaba un niño mayor, con un muñeco de goma en una mano. Era el niño moreno con el pelo castaño rizado que Wexford había visto salir de la Thomas Proctor. Cuando el niño vio a Wexford dio media vuelta y escapó escaleras arriba. El sonido de una radio sonaba detrás de una puerta cerrada. Wexford la abrió sin hacer ruido. Una muchacha a cuatro patas recogía los vidrios rotos -sin duda los restos del objeto que había oído caer- y ponía los trozos en un cartucho de papel. La muchacha volvió la cabeza al escuchar el discreto carraspeo, se levantó de un salto y soltó un grito.
– Buenos días -dijo Wexford-. ¿La señorita Melanie Akande, supongo?
Su calma disimulaba sus verdaderos sentimientos. El inmenso alivio que sentía al verla sana y salva y viviendo en Stowerton se mezclaba con el enojo y una especie de terrible miedo por sus padres. Supongamos que Sheila hubiese hecho lo mismo. ¿Cómo se sentiría él si su hija hubiese hecho lo mismo?
Christopher Riding se apoyó contra la chimenea, con una expresión cínica en el rostro. Melanie, que en un primer momento dio la impresión de echarse a llorar, controló las lágrimas y se sentó, desconsolada. En la sorpresa se había cortado un dedo con un trozo de cristal. La sangre goteaba sobre los pies descalzos. Uno de los hijos de los Epson comenzó a chillar en el primer piso.
– Por favor, ve a ver qué quiere. -Melanie le habló a Riding como si llevasen varios años de casados y no fueran muy felices.
– Joder.
Riding encogió los hombros con muchos aspavientos. El niño pequeño le cogió de los téjanos y se colgó, hundiendo el rostro en la corva del hombre. Christopher salió de la habitación, arrastrando al niño, y cerró de un portazo.
– ¿Dónde están el señor y la señora Epson? -preguntó Wexford.
– En Sicilia. Regresan esta noche.
– ¿Y usted qué pensaba hacer?
– No lo sé. -Suspiró y al ver la herida del dedo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se envolvió la herida con un pañuelo de papel-. Preguntaré si quieren seguir manteniéndome. No lo sé, quizá duerma en la calle.
Llevaba las mismas prendas que aparecían descritas en la denuncia de personas desaparecidas, como las que vestía el día de la desaparición: téjanos, una camisa blanca y un chaleco largo bordado. La expresión de su cara reflejaba el desencanto más total con la vida que le había tocado vivir.
– ¿Prefiere explicármelo todo ahora o quiere que vayamos a comisaría?
– No puedo dejar a los niños.
Wexford pensó en el problema. Tenía un lado divertido que quizá descubriría con el paso del tiempo. Ella no podía dejar a los niños. Los hijos de los Epson figuraban en el registro del servicio social desde que los padres habían sido condenados a prisión suspendida por dejarlos solos en casa durante una semana. Pero no tenía ganas de llamar a una asistenta social, pedir una orden de tutela, de poner toda la maquinaria en marcha sólo por llevarse a Melanie Akande unas horas antes. Sin duda los Epson, asustados por lo ocurrido la última vez, la habían contratado más o menos para que cuidara de sus dos hijos.
– ¿Qué hizo? ¿Contestó a un anuncio en el centro de trabajo?
– La señora Epson, me dijo que la llamara Fiona, estaba allí. Cuando acabé la entrevista con el consejero de nuevas solicitudes di una vuelta por el centro de trabajo y allí estaba esta mujer junto al tablero donde piden niñeras, cuidadoras de ancianos y cosas así. Nunca había pensado en esa clase de trabajo pero, al ver que leía las tarjetas, ella se acercó y me preguntó si quería trabajar para ella durante tres semanas. Bueno, sabía que no hay que marcharse con las personas que te ofrecen trabajos de esta manera pero la mujer no parecía ser de ésas. Me refiero a que todo es una cuestión de acoso sexual, ¿no? Ella me dijo: «¿Porque no me acompañas y lo ves tu misma?», así que la acompañé. Tema el coche en el aparcamiento, el coche que vio en la calle, y salimos por la puerta lateral.
– Por eso no la vieron salir aquellos chicos de la escalera -dijo Vine.
– Quizá. -De pronto Melanie cayó en la cuenta-. ¿Mis padres me han estado buscando?
– Todo el país la está buscando -contestó Vine-. ¿No lee los periódicos? ¿No ve la televisión?
– El televisor se estropeó y no sabíamos a quién llamar para que viniera a repararlo. No he leído ningún periódico.
– Su madre pensó primero que estaba con Euan Sinclair -le explicó Wexford-. La asustaba esa posibilidad. Después pensó que estaba muerta. ¿Así que la señora Epson la trajo aquí? ¿Sin más? ¿No le preguntó si primero quería ir a su casa, si necesitaba recoger alguna cosa?
– Se iban al día siguiente. Tenían más o menos decidido llevarse a los niños. Comprendo que no quisieran llevárselos. Son unos niños terribles.
– No es de extrañar -comentó Vine, el padre responsable.
Melanie encogió los hombros ante el comentario del sargento.
– Le dije a Fiona que aceptaba el trabajo. Llevaba mis cosas conmigo, vera… bueno, tema suficiente con lo que llevaba para ir a la casa de Laurel. Pero no quería ir allí. Tenía una cita con Euan pero tampoco quería verle, no quería escuchar más sus mentiras. Esta casa y estar aquí era precisamente lo que quería. Al menos, era lo que pensaba. Ganaría un dinero que no era de una beca o dinero de bolsillo de papá. Pensé que estaña sola y eso es lo único que deseaba, estar sola. Pero no puedes estar sola con los críos.
– ¿Christopher Riding no estuvo aquí todo el tiempo?
– No sé dónde estaba. No le conocía muy bien, al menos entonces. Fue… fue al cabo de una semana de estar aquí. Ya no aguantaba más, estos chicos son un desastre, tenía que llevar al mayor a la escuela, por eso me dejaron el coche, y Chris me vio, me reconoció, y entonces él… me siguió hasta aquí.
Después de estar una semana aquí, pensó Wexford. Esto correspondía al mismo día, o al siguiente, después de que él hablara con Christopher Riding y le preguntara sobre Melanie. Al menos, entonces le había dicho la verdad.
– Pensó que sería divertido -añadió Melanie-. Me refiero a todo el montaje. Le fascinaba. Se quedó por aquí. -La muchacha desvió la mirada-. Me refiero a que iba y venía. Me ayudaba con los niños. Son unos niños terribles.
– ¿Y usted no es una niña terrible? -señaló Vine-. ¿No es una niña terrible la que se va, desaparece, sin decirle ni una palabra a los padres? ¿Les deja que piensen que está muerta? ¿Que la han asesinado?
– ¡No pueden haber pensado eso!
– Claro que lo pensaron. ¿Qué le impidió llamarlos por teléfono?
La muchacha no respondió, la mirada puesta en el pañuelo de papel manchado de sangre que le envolvía el dedo. Wexford pensó en todas las personas que la habían visto y no habían dicho nada, que no habían dicho nada porque siempre iba con dos niños negros que tomaron por sus hijos. O que la habían visto con Riding, al que habían tomado por el padre de los niños, que iba con ellos. Wexford había pensado que encontrar a una muchacha negra no sería difícil porque no había muchos negros por aquí, pero también era válida la situación inversa. Por este último motivo no la habían reconocido.
– No me hubiesen dejado quedarme -respondió Melanie con una voz casi inaudible. Desconsolada, miró de soslayo a Christopher que acababa de entrar en la habitación-. Mi madre hubiese dicho que era trabajar de criada. Mi padre hubiese venido a buscarme. -Su voz subió de volumen con un punto de histeria-. Usted no sabe lo que es mi casa. Nadie lo sabe. -Dirigió a Christopher una mirada amarga-. No puedo marcharme si no tengo un trabajo y un… un techo. -Sin ningún motivo aparente, le preguntó a Wexford-: ¿Puedo hablar con usted a solas? Sólo será un momento.
Se escuchó un alarido tremendo. Provenía de la planta alta pero podría haber sonado en la misma habitación. Al alarido le siguió un choque violento.
– ¡Oh, no! -gritó Melanie-. Chris, por favor, ve a ver qué hace ahora.
– Ve tú -replicó Christopher, con una carcajada.
– No puedo. Tengo que hablar con ellos.
– Caray, ya estoy hasta las narices. Ni siquiera sé por qué me lié con todo esto.
– ¡Yo sí!
– Pues ahora tampoco me atrae.
– Iré yo -intervino Vine, en un tono severo.
– ¿Quiere que hablemos en otra habitación? -le preguntó Wexford a Melanie.
Entraron en una habitación oscura que al parecer se utilizaba muy poco, donde en un rincón había una mesa de comedor, unas cuantas sillas y una bicicleta. Las persianas verdes estaban cerradas. Wexford le señaló a la muchacha una de las sillas y él se sentó en otra.
– ¿Qué quiere decirme?
– Pensaba tener un hijo -contestó ella-, para que el ayuntamiento me concediera un piso.
– Lo más probable es que le pagaran sólo la cama y el desayuno en algún hostal.
– Eso sería mejor que Ollerton Avenue.
– ¿Lo dice en serio? ¿Tan malo es?
Melanie se relajó de pronto. Apoyó los codos sobre la mesa y le dirigió una mirada casi íntima. La sonrisa forzada la volvió muy atractiva. La transformó en una muchacha bonita y encantadora.
– Usted no lo sabe -respondió-. No sabe cómo son de verdad. Usted sólo ve al médico trabajador y bondadoso y a la esposa hermosa y eficaz. Esos dos son unos fanáticos, están obsesionados.
– ¿En qué sentido?
– Para empezar tienen una educación superior a la mayoría de los que viven por aquí. Mi madre se licenció en ciencias antes de comenzar a ejercer de enfermera y es casi todo lo que se puede ser como enfermera, está especializada en todo. Medicina, psiquiatría, lo que usted quiera, ella lo tiene. Cuando Patrick y yo éramos niños nunca la veíamos, ella siempre estaba fuera en un curso u otro. Nos dejaban con los abuelos y los tíos. Mi padre es médico de medicina general pero también es cirujano, pertenece al Real Colegio de Cirujanos, puede realizar cualquier tipo de intervención quirúrgica, no sólo extirpar un apéndice. Es tan bueno como pueda serlo el padre de Chris.
– ¿Así que tenían grandes ambiciones para usted?
– ¿Está de broma? ¿Sabe cómo llaman a las personas como ellos? La elite de ébano. La crème de la crème negra. Tenían organizado nuestro futuro antes de que cumpliéramos los diez años. Patrick sería el gran cirujano, probablemente un neurocirujano, sí, en serio, para ellos no es una broma. Y a él le va bien, es lo que quiere, tiene vocación. ¿Pero yo? Yo no soy tan brillante, sólo soy normal. Me gusta cantar y bailar, así que me licencié en eso, pero mis padres no lo aguantan porque es lo que hacen las negras que triunfan, ¿lo comprende? Se alegraron de que no consiguiera un trabajo, querían que volviera a los estudios y así tenerme en casa. Estaban dispuestos a que trabajara en una oficina y estudiara administración de empresas por la noche, en casa. No hacen otra cosa que hablar todo el santo día de carreras, cursos de perfeccionamiento, títulos y promociones. Y aunque son demasiado educados para decirlo, reventaban de orgullo cuando se enteraron de que las personas que no quisieron tenerles como vecinos sólo habían hecho la escuela primaria.
»Me voy de casa y a ellos sólo se les ocurre que me fui a vivir con Euan o alguien como él. -Frunció la boca en un gesto de amargura-. Y quizá lo haga ahora. No puedo tener un hijo si no tengo un hombre, ¿no? No dejaría a Chris llegar tan lejos, aunque es eso lo que busca, por mucho que lo niegue. Sólo le gusto porque soy negra. Encantador, ¿no? Tuve que pararle los pies.
– Tenemos que informar a sus padres inmediatamente. No pueden continuar en la ignorancia ni un minuto más. Han sufrido mucho. Nada de lo que hayan hecho justifica esto. Han padecido lo indecible, su padre ha perdido peso, parece un anciano, pero han continuado con su trabajo…
– No me extraña.
– Les diré que está bien y después tendrá que ir a verles. Lleve a los niños, no tiene más alternativa. -Wexford pensó en el desperdicio de tiempo y medios, en el coste de todo esto, en la pena, el dolor y el sufrimiento. En el regreso del hermano desde sus vacaciones por Asia, en su propia vergüenza y justificaciones. Pero se apiadó. Quizá fuera sentimental y sensiblero, pero le daba lástima-. ¿A qué hora llegan los Epson?
– Ella dijo sobre las nueve o las diez.
– Enviaré un coche a recogerla a las seis. -Se levantó, dispuesto a marcharse, pero recordó una cosa-. Un favor se merece otro. Quiero hablar con usted en otro momento. ¿De acuerdo?
– Sí.
– Supongo que fue usted la que habló por teléfono con uno de mis agentes cuando llamamos para preguntar sobre la muchacha muerta.
– Me dio un susto tremendo -contestó Melanie-. Pensé que me habían encontrado.
– Cúrese el dedo. ¿Tiene tiritas en la casa?
– Miles. Es algo imprescindible. Los críos se lastiman continuamente.
Sobre el escritorio había dos informes de Pemberton. Por el primero se enteró de que la zapatería de Kingsmarkham que vendía botas de lona y suela de goma de media caña llevaba un estricto control de las ventas. En los últimos seis meses habían vendido cuatro pares. Una empleada recordaba haber vendido un par a John Ling. Lo conocía porque él era uno de los dos hombres chinos de la ciudad. Otro par se lo había llevado alguien que describió como «la señora de las bolsas», que había entrado en la zapatería con dos bolsas descomunales y que tenía pinta de dormir en la calle. No recordaba a los compradores de los otros dos pares. Wexford echó un vistazo al segundo informe y dijo:
– Quiero que venga Pemberton.
– Se le han subido los colores -comentó Burden, con el teléfono en la mano.
– Lo sé. Es la excitación. Escuche esto. La abuela de Kimberley Pearson murió a principios de junio pero no dejó dinero en herencia, y mucho menos una propiedad. Vivía en una de esas casas del ayuntamiento en Fontaine Road. La señora Pearson, que era su nuera, no sabe nada de que Kimberley recibiera dinero alguno, se refería a dinero de la familia, porque no tienen ni un duro, son más pobres que las ratas. Clifton Court, donde se mudó Kimberley después de que a Zack le enviaran a prisión preventiva, es un bloque de pisos, o apartamentos como los llama Pemberton, vaya a saber por qué, alquilados. Adivine cuál es la compañía propietaria del edificio.
– Corte el suspenso y dígamelo.
– Nada menos que Crescent Comestibles, o en otras palabras, Wael Khoori, su hermano y nuestra candidata al consistorio local, su esposa.
– Se pueden alquilar esos pisos con opción a compra -comentó Pemberton, que entró en ese momento-. Cuarenta libras a la semana y dicen que cuando se haga la transferencia las cuotas de la hipoteca serán por la misma cantidad. Desde luego, no hablé con Kimberley, le pedí a su madre que no le dijera ni una palabra de todo esto. Su madre dice que se mudó a Clifton Court en cuanto enchironaron a Zak, depositó la fianza y se trasladó al día siguiente. Desde entonces ha comprado un montón de muebles.
– ¿Piensa comprar?
– Según la madre, ya se ha puesto en contacto con un procurador para que inicie los trámites. Por cierto, ocupaban ilegalmente aquella casucha de Glebe End, aunque a nadie le importaba. Al propietario no le sirve para nada. Tendría que invertir cincuenta mil libras para ponerla en condiciones antes de sacarla a la venta.
– ¿Crescent Comestibles es la propietaria de los pisos?
– Es lo que me dijeron los vendedores. No es ningún secreto. Construyen por todo Stowerton, allí donde hay un solar desocupado o derriban una casa vieja. Es el mismo proceso en todas partes. Los pisos son baratos, tal como va el mercado. Pagas el alquiler mientras esperas que te concedan la hipoteca que es por el total del precio, sin entrada. Las cuotas de la hipoteca son iguales al alquiler.
– Todo de acuerdo a los postulados políticos de la señora Khoori -comentó Wexford, con voz pausada-. Ayuda a los desfavorecidos a que se ayuden a sí mismos. No les des nada pero dales la oportunidad de ser independientes. Supongo que no es una mala filosofía. Me pregunto cuándo llegará el día en que alguien funde un partido político llamado conservadores socialistas.
Al doctor le avisaron entre consultas en el centro médico, a su esposa la llamaron a la unidad de cuidados intensivos. Wexford se presentó cuando el doctor Akande llegaba a casa y la expresión de dolor de su rostro era casi la misma de cuando pensaba que su hija estaba muerta. Hubiese sido peor si hubiese estado muerta, muchísimo peor, pero esto era terrible. Saber que su hija era capaz de hacerle pasar por esto, sin preocuparse si podría superarlo o no, sólo era soportable después de filtrarlo a través del enojo y Raymond Akande no estaba enfadado. Estaba humillado.
– Pensaba que nos quería.
– Se dejó llevar por un impulso, doctor Akande. -Wexford no mencionó a Christopher Riding. Que lo hiciera Melanie.
– ¿Estuvo en Stowerton todo el tiempo?
– Así parece.
– Su madre trabaja un poco más allá. Yo voy a allí a visitar a mis pacientes.
– Los Epson le dejaron un coche para hacer la compra y llevar a los niños a la escuela. No creo que saliera mucho a pie.
– Tendría que estar de rodillas agradeciendo a Dios por su bondad, tendría que estar saltando de alegría. ¿Es eso lo que piensa?
– No -contestó Wexford. Y se atrevió a añadir-: Sé cómo se siente.
– ¿Dónde nos equivocamos?
Antes de que pudiera responder -si es que se sentía capaz o dispuesto a contestar- entró Laurette Akande. Wexford pensó primero que parecía diez años más joven, después que rebosaba de alegría y por último que era la mujer más furiosa que había visto en años.
– ¿Dónde está?
– Un coche la traerá a las seis. Vendrá con los niños. Los traía o había que buscar una asistente social y dado que los Epson regresan esta noche…
– ¿En qué nos equivocamos, Laurette?
– No seas ridículo. No nos equivocamos. ¿Quién es esa mujer, esa tal señora Epson, que deja a sus hijos a cargo de una persona carente de toda preparación? Espero que alguien la denuncie, tendrían que acusarla. Estoy tan furiosa que la mataría. No a la señora Epson, a Melanie. La mataría.
– Por favor, Letty, no lo digas -le rogó el doctor-. Piensa en cómo nos sentimos cuando nos dijeron que estaba muerta.
El coche trajo a Melanie y a los escandalosos hijos de los Epson un par de minutos después de la seis. La muchacha entró desafiante en la sala, la cabeza erguida. Los padres, que estaban sentados, no se movieron, pero después de unos instantes de silencio el padre se levantó y fue hacia ella. Extendió una mano y cogió la suya. La acercó un poco hacia él y la besó en la mejilla con un poco de miedo. Melanie permitió que la besara, sin responder.
– Me voy -dijo Wexford-. Melanie, nos veremos mañana a las nueve.
Nadie le hizo caso. Se levantó y fue hacia la puerta. Laurette recuperó una voz fuerte y autoritaria. Ya no parecía furiosa sino sólo decidida.
– Bien, Melanie, escucharemos tus explicaciones y daremos por acabado este asunto. Creo que lo mejor es que te inscribas para cursar los estudios de administración de empresas. Podrías comenzar en octubre si te das prisa. La universidad del Sur tiene un curso muy bueno y además ofrece la ventaja de que puedes vivir en casa. Yo me ocuparé de enviar por ti toda la documentación necesaria y mientras tanto tu padre quizá te permita presentarte para el puesto de recepcionista…
El más pequeño de los hijos de los Epson comenzó a chillar. Wexford se marchó discretamente.