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21

En la soledad de la cabina trazó una cruz sobre la papeleta electoral. Había tres nombres: Burton K. J., Partido Nacionalista Británico, Khoori A. D., Conservadores Independientes y Sudgen M., Liberaldemócratas. Sheila decía que los liberales no tenían ninguna posibilidad y la única manera de mantener fuera al BNP era uniendo votos en favor de Anouk Khoori.

Pero Wexford tenía ahora razones importantes para votar en contra de la señora Khoori y trazó la cruz junto al nombre de Malcolm Sudgen. Quizás era un voto desperdiciado pero no podía evitarlo. Plegó la papeleta en dos, salió de la cabina y la depositó en la urna.

Anouk Khoori llegó en un coche conducido por su marido, un Rolls Royce dorado, cuando Wexford salía de la escuela primaria Thomas Proctor. Burton del BNP también estaba allí, en el patio de cemento, rodeado por damas con vestidos de seda y pamelas de paja, la anterior vanguardia conservadora seducida por los encantos de la extrema derecha. Fumaba un puro, y el humo del tabaco formaba una nube en el aire cálido de la mañana. La señora Khoori se apeó del coche como un personaje de la realeza. Vestía como uno de ellos, pero del grupo de los jóvenes, con una falda blanca muy corta, camisa verde esmeralda, chaqueta blanca. El pelo formaba un velo amarillo por debajo del ala del sombrero blanco. Cuando vio al inspector jefe le extendió las manos.

– ¡Sabía que le encontraría aquí!

Wexford se asombró ante la confianza que le permitía a alguien que era casi un extraño hablar con los tonos de un amante.

– Sabía que usted sería uno de los primeros en votar.

El marido apareció detrás de ella, con una amplia sonrisa ensayada y tendió la mano hacia Wexford. El ademán era duro, como el de un boxeador, pero el apretón resultó fofo y sintió como si entre los dedos tuviera una flor marchita. El inspector apartó la mano mientras comentaba que hacía un día magnífico para los comicios.

– Tan inglés -dijo la señora Khoori-, pero me encanta. Quiero que me prometa una cosa, Reg.

– ¿Qué quiere que le prometa? -replicó Wexford, e incluso a él el tono de su voz le sonó a burla, pero Anouk no se dio por enterada.

– Ahora que los consejos comarcales están desapareciendo -continuó ella-, se ampliarán las funciones y ganarán en importancia las autoridades locales. Necesitaré un asesor en temas de seguridad ciudadana, en relaciones públicas, en el trato con los ciudadanos de esta ciudad dormida. Usted será ese asesor, ¿verdad, Reg? Me dará el apoyo que necesitaré más que cualquier otra cosa que haya necesitado en mi vida. ¿Qué me contesta?

Wael Khoori mostraba una sonrisa de oreja a oreja, algo muy apropiado, pero se trataba de una sonrisa vacía con la que obsequiaba a todos los que pasaban.

– Primero tienen que elegirla, señora Khoori.

– Anouk, por favor. Pero me elegirán, lo sé, y cuando me elijan, ¿me ayudará?

Era absurdo. Wexford sonrió pero no dijo nada, evitó el rechazo directo. Eran las nueve menos cinco y Raymond Akande iniciaba las consultas a las ocho y media. Laurette entraba en el hospital a las ocho. En los cinco minutos que tardó en ir a Ollerton Avenue, Wexford pensó en todas las visitas que había hecho a esa casa, en el sufrimiento del doctor, en las lágrimas del muchacho. Recordó la terrible visita al depósito y la furia histérica de Laurette. No podía hacer nada al respecto. No podía acusar a más personas de desperdiciar el tiempo de la policía porque eso también es malgastarlo.

Lo más probable sería que nunca más volviera por aquí. Esta era la ultima visita. Incluso tras el día anterior, después de la identificación y las explicaciones, fue una sorpresa ver la cara de la foto, la cara muerta, viva. Melanie abrió la puerta y, por un momento, él se quedó mudo por el sólo hecho de verla allí, de su existencia.

– Estoy sola -dijo Melanie.

– Supongo que Christopher no sería bien recibido.

– Ha regresado a su casa. No quiero volver a verle nunca más. Era amiga de su hermana, de Sophie, no de él.

Wexford siguió a la muchacha a la sala cuyas paredes habían escuchado a sus padres preguntar si había alguna esperanza de encontrarla viva. Ella le sonrió, primero titubeante, después serena.

– Me siento feliz, no sé por qué. Será porque ya no tengo que aguantar a los hijos de los Epson.

– ¿Cuánto le pagaron?

– Cien libras. La mitad antes de marcharse y el resto anoche.

Wexford le mostró la foto de Sojourner.

– ¿La ha visto alguna vez?

– No lo creo.

Esta expresión, desde luego, significaba no, pero no era un no rotundo.

– ¿Está segura?

– Nunca la vi. ¿Le permiten que saque fotos a los cadáveres y las muestre por ahí?

– ¿Qué alternativa me sugiere?

– Podrían llevar registros de todo el mundo con fotos, huellas digitales, ADN y lo que haga falta, en un ordenador central con detalles de todos los que viven en el país.

– Nuestro trabajo sería mucho más fácil si tuviésemos registros de esa clase pero no los tenemos. Dígame qué hizo el día anterior a su visita a la oficina de la Seguridad Social, y conocer a la señora Epson.

– ¿A qué se refiere?

– A cómo pasó el día. Su madre dijo que salió a correr.

– Salgo a correr todos los días. Bueno, no salí mientras cuidaba de aquellos niños.

– De acuerdo. Salió a correr, ¿por dónde?

– Mi madre no lo sabe todo, por mucho que diga. No siempre hago el mismo recorrido. Algunas veces voy por Harrow Avenue y sigo por Winchester Drive, y otras tomo por Marlborough Road.

– Christopher y Sophie Riding viven en Winchester Drive.

– ¿Ah, sí? Nunca he estado en su casa. Se lo dije, sólo le vi un par de veces antes de que me siguiera hasta la casa de los Epson. Conocí a Sophie en la facultad.

Si cinco minutos antes Melanie se sentía feliz, ahora parecía muy angustiada. Wexford se preguntó qué sería de ella, si las tácticas prepotentes de la madre dominante la empujaban otra vez a buscar a Euan Sinclair. Volvió al tema del camino que había seguido mientras corría.

– ¿Qué camino siguió aquel día?

– Aquel día no fui por allí -contestó Melanie, como si le complaciera llevarle la contra-. Crucé el campo hasta Mynford. Por los senderos.

Wexford se sintió desilusionado, aunque no sabía por qué. Formulaba estas preguntas, cuya importancia presentía, con la esperanza de que le permitieran intuir alguna cosa.

– Casi llegué hasta Mynford New Hall -añadió Melanie, con una mirada idéntica a la de su padre-. Me sorprendió ver la casa, no sabía que estuviera tan cerca. -La mirada tenía una fuerza hipnótica-. Ese fue el día que fui a la oficina de la Seguridad Social. ¿Es ese el que le interesa, no?

– El que me interesa es el anterior al día que fue a la oficina de la Seguridad Social. -El inspector trató de no perder la paciencia-. El lunes.

– Ah, el lunes. Espere un momento. El sábado salí a correr por la carretera de Pomfret, y después el domingo… El domingo y lunes tomé el mismo camino, por Ashley Grove, subí por Harrow Avenue, doble en Winchester Drive y luego por Marlborough Road. Es muy bonito allá arriba, el aire es limpio y cuando miras abajo, se ve el no.

– ¿Mientras corría nunca vio a esta muchacha?

Wexford volvió a sacar la foto. Melanie la observó otra vez pero sin ninguna emoción.

– Mi madre dijo que la sacaron porque creyeron que el cadáver era yo, sólo que no era. ¿Es ella?

– Sí.

– Vaya. En cualquier caso, nunca la vi. Casi nunca veo a nadie cuando corro. La gente no camina, ¿verdad? Va en coche. Supongo que usted sospecharía si viera a alguien caminando por allí. Los pararía y les preguntaría qué hacen.

– Todavía no hemos llegado a eso -respondió Wexford-. ¿Nunca vio su rostro en una ventana? ¿O la vio en un jardín?

– Ya se lo dije. Nunca la vi.

Era difícil recordar que Melanie Akande tenía veintidós años. Estaba seguro de que Sojourner, con diecisiete, hubiese parecido mayor. Pero Sojourner, desde luego, había sufrido, había padecido los rigores de la vida. Los Akande habían mantenido a su hija como una niña, tratándola como una persona irresponsable, que sólo servía para ser controlada y dirigida por los demás. Se estremeció al pensar que la muchacha quería tener un hijo para escapar de su casa.

Abandonaron la búsqueda casa por casa. No habían conseguido nada, así que cuando Wexford dijo que irían a Ashley Grove, Burden quiso saber el motivo.

– Vamos a visitar a un arquitecto -le explicó a Burden después de relatarle la entrevista con Melanie-. O quizás a la esposa de un arquitecto antes de que se marche a atender sus buenas obras por la parroquia.

Pero aquel no era el día en que Cookie Dix llevaba material de lectura a los enfermos. Se encontraba en casa con su marido, aunque no fue ninguno de los dos los que hicieron entrar a Wexford y a Burden en la casa.

¡Y qué casa! El vestíbulo, circular y con una escalera blanca que se levantaba como la proa de un velero, tenía el suelo de mármol con tiestos en los que los limoneros florecían y daban frutos al mismo tiempo. Otros árboles crecían en el suelo, en pequeños trozos de tierra: ficus con hojas susurrantes, abedules con hojas como plumas, cipreses como estacas y sauces plateados con los troncos retorcidos, se alzaban hacia la luz que entraba por la cúpula de vidrio muy por encima de ellos. La criada, de ojos y cabello negro, y piel cetrina, les hizo esperar debajo de los árboles mientras iba a anunciar la visita. Regresó en treinta segundos y les llevó a través de una puerta doble -Wexford se agachó para esquivar una rama- a una especie de antesala, negra y blanca, y otro par de puertas, hasta un comedor amarillo y blanco iluminado por el sol, donde desayunaban Cookie y Alexander Dix.

Al revés de lo que era habitual, Cookie se levantó mientras su marido permanecía sentado. Tenía The Times en una mano y un trozo de croissant en la otra. No respondió al saludo de los visitantes, pero le pidió a la criada:

– Margarita, por favor, traiga café para nuestros invitados.

– Esta mañana nos ha costado levantamos -comentó Cookie. No mencionó si Pemberton o Archbold la habían interrogado el día anterior. Vestía una prenda de satén verde oscuro, que parecía una bata sin acabar de serlo, porque era muy corta y la llevaba sujeta a la cintura con una faja de pedrería. Se había peinado de tal manera que su larga melena negra parecía el tallo de una zanahoria quemada por la escarcha-. Tomen asiento. -Señaló con un ademán las otras ocho sillas dispuestas alrededor de la mesa de cristal con una base de mármol veteado de verde-. Anoche estuvimos de parranda…, quiero decir una fiesta. Casi salía el sol cuando regresamos a casa, ¿no es así, cariño?

Dix pasó la página y comenzó a leer la columna de Bernard Levin. Algo le hizo reír. Su risa tenía el sonido de la leña húmeda cuando se quema, un chisporroteo y un siseo. Abandonó la lectura sin dejar de sonreír, miró primero a Wexford después a Burden y cuando ambos estuvieron sentados, les preguntó:

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

– Tengo entendido que el señor y la señora Khoori son amigos de ustedes -dijo Wexford.

– Los conocemos -contestó Cookie, mirando a su marido.

– Estuvieron en su fiesta.

– Usted también -replicó Cookie-. ¿Qué pasa con ellos?

– En la fiesta, usted mencionó que la señora Khoori tenía una criada que se había marchado hacía poco y que era la hermana de su asistenta.

– Sí, la hermana de Margarita.

Las esperanzas de Wexford se vinieron abajo. Antes de que pudiera decir nada más apareció Margarita con una bandeja con la cafetera y dos tazas. Era imposible imaginar que ella y Sojourner estuviesen emparentadas, y mucho menos que fuesen hermanas. Cookie, que al parecer no se perdía detalle, se apresuró a decirle algo en un castellano fluido y escuchó la respuesta en el mismo idioma.

– La hermana de Margarita regresó a las Filipinas en mayo -tradujo Cookie-. No era feliz aquí. No se llevaba bien con las otras dos criadas.

Margarita sirvió el café y les ofreció la jarra de leche y el azucarero por turnos. Después esperó paciente, con la mirada baja.

– ¿Vinieron juntas? -preguntó Wexford y al ver que Cookie asentía añadió: -¿Con permiso de estancia de seis meses o de doce porque sus empleadores vivían aquí?

– Doce meses. Es un permiso renovable, lo renueva el ministerio de Interior, ¿no es así, cariño? Ellas tienen, ¿qué tienen que hacer, Alexander?

– Tiene que solicitar las renovaciones por períodos sucesivos de doce meses y pasados cuatro años, si quiere permanecer más tiempo, puede solicitar el permiso indefinido.

– ¿Cómo es que ustedes y los Khoori teman a las dos hermanas trabajando para ustedes?

– Anouk fue a una agencia y me lo dijo. Hay una agencia que contrata a mujeres en las Filipinas. -Cookie dijo algo en castellano y Margarita asintió-. Si quiere puede hablar con ella en inglés, lo habla muy bien. Y lo lee. Cuando ella y su hermana llegaron a este país tuvieron una entrevista con el oficial de inmigración y les dieron un folleto donde explicaban sus derechos como, ¿como qué, cariño?

– Personal de servicio doméstico que entra en el Reino Unido de acuerdo con el acta de inmigración 1971 del ministerio del Interior -contestó Dix, otra vez enfrascado en la lectura de Levin.

Antes de irse a dormir, Wexford había leído todos los folletos que le había enviado Sheila.

Le preguntó a la criada:

– ¿Había alguien más trabajando con su hermana aparte de…?

– Juana y Rosenda -respondió Margarita-. Esas dos no eran buenas con Corazón. Ella lloraba por sus hijos en Manila y ellas se reían.

– ¿Nadie más?

– Nadie. ¿Puedo irme?

– Sí, Margarita. Muchas gracias.

Cookie volvió a sentarse y se sirvió café de la cafetera recién hecha.

– Esta mañana estoy un poco espesa. -Wexford nunca lo hubiese dicho-. Corazón tiene cuatro hijos y un marido en paro en casa. Por eso ella vino a trabajar aquí, para enviar dinero a su casa. Margarita no tiene hijos ni está casada. Creo que vino… bueno, para ver mundo, ¿tú qué crees, cariño?

La risa de Dix podía derivarse de la pregunta un tanto imbécil o del artículo que leía. Estiró el brazo y palmeó la mano de su esposa con una garra escamosa de las que normalmente se ven en los museos de historia natural. Cookie encogió los hombros cubiertos de satén verde.

– Sale de paseo, se divierte. Creo que se ha echado un novio, ¿no es así, cariño? No la tenemos encerrada como hacen algunos.

– Como los Khoori -señaló Alexander Dix, después de una pausa, con un efecto devastador.

Burden dejó la taza de café en el platillo.

– ¿El señor y la señora Khoori mantienen encerradas a sus criadas?

– Mi querido Alexander exagera, pero sí, se puede decir que son un tanto restrictivos. Me refiero a que si vives en Mynford Old Hall, no sabes conducir, no tienes a nadie que te lleve, nunca, y además tienes que mantener todo aquél enorme caserón limpio y reluciente, ¿qué puedes hacer? Si vives así, ¿qué puedes hacer si te dejan salir, sino caminar a través del campo hasta los confines más remotos de Kingsmarkham?

Burden miró sin querer a Wexford y el inspector jefe le devolvió la mirada.

– ¿No tienen más sirvientes?

– No que yo sepa -contestó Cookie, indecisa.

– Margarita lo sabría -apuntó Dix-, y dice que no.

– Pero Margarita nunca ha estado allí, cariño. -Cookie frunció los labios y soltó un silbido silencioso-. ¿Están buscando a alguien encerrado en la casa? ¿Una loca encerrada en el desván?

– No exactamente -respondió Wexford, apenado.

Dix captó el tono en la voz del inspector y se apresuró a preguntar muy amable:

– ¿Les podemos ofrecer alguna cosa más? -Miró la mesa y vio que faltaban cosas-. ¿Bollos? ¿Fruta?

– No, muchas gracias.

– En eso caso, tendrán que perdonarme. Tengo trabajo que hacer. -Dix se levantó, un diplodoco muy pequeño sobre sus patas traseras. Saludó a cada uno de los inspectores con una ligera reverencia, y después a su esposa. Quizá hubiera chocado los tacones si no hubiera llevado sandalias-. Caballeros, Cornelia -dijo, respondiendo así a una de las preguntas no formuladas de Wexford.

– Mi querido Alexander está entusiasmado, comienza un nuevo proyecto -les confió Cookie en cuanto su marido salió del comedor-. Dice que estamos a punto de ver el amanecer de un nuevo renacimiento en la construcción de este país. Encontró a un joven maravilloso que formará sociedad con él. Puso un anuncio y esta persona brillante apareció como caída del cielo. -Sonrió feliz-. Bueno, espero haberles servido de ayuda. -Wexford se sorprendió ante el desconcertante hábito de Cookie de ser capaz de leerle el pensamiento-. Sabe, hoy no encontrará a Anouk en casa. Está por ahí en un camión exhortando al populacho a que la vote.

Desde el camino de entrada miraron la casa, una complicada estructura de cristal, paredes de mármol negro y placas que parecían de alabastro delgadas como un papel.

– No se ve el interior -comentó Burden-, sólo se puede ver hacia afuera ¿No le parece que es claustrofóbico?

– Lo sería si fuese al revés.

– Esa mujer. Margarita -añadió Burden, mientras se sentaba al volante-, parece sentirse feliz con su trabajo.

– Así es. No tiene nada de malo que la gente contrate sirvientes siempre que los traten bien y les paguen adecuadamente por su trabajo. Y el acta, Mike, no está mal en su conjunto. De hecho, a primera vista parece muy buena, contempla todas las contingencias. Pero también está abierta a muchos abusos. Los trabajadores domésticos que llegan a este país no reciben la condición de inmigrantes independientes de la casa donde trabajan. No se pueden marchar y no pueden realizar ningún otro trabajo. Es eso lo que buscamos, algo de estas características.

En lugar del camión de Anouk Khoori, se cruzaron con el del BNP cuando circulaban por la calle Mayor. Ken Burton, el candidato, vestido con téjanos y camisa negra -¿no se daban cuenta los espectadores del significado del atuendo?- iba de pie en el lugar del pasajero, proclamando su manifiesto a través de un megáfono. Quizás era de los nacionalistas británicos pero, por alguna sutileza, lo que promocionaba en este encantador y cálido rincón de Sussex era Inglaterra para los ingleses.

Los carteles pegados en los laterales del vehículo no sólo exhortaban al electorado a votar por Burton sino también a participar en la marcha contra el paro que tendría lugar al día siguiente entre Stowerton y Kingsmarkham.

– ¿Estaba enterado? -le preguntó Burden.

– Escuché algunos rumores. Los antidisturbios están preparados.

– ¿Quiere decir que esperan problemas? ¿Aquí?

– ¿En esta verde y tranquila tierra? Verá, Mike, hay muchísima gente sin trabajo. En Stowerton la tasa de paro es del doce por ciento, muy por encima del índice nacional. Y la gente no está para bromas -comentó Wexford-. Creo que es hora de hacer una visita a Mynford New Hall.

– La señora Khoori no estará en casa, señor. Está por ahí animando a los electores.

– Mucho mejor -dijo Wexford.

– ¿Se refiere a qué podremos hablar con las criadas?

– No buscamos a una criada, Mike -replicó Wexford-. Buscamos a una esclava.