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22

Este era el camino más largo, por la carretera que iba a Pomfret y Cheriton. A campo a través desde Kingsmarkham se llegaba caminando en cuarenta minutos, o en veinticinco corriendo, sólo eran tres kilómetros, pero casi doce por aquí. Burden, que conducía, no conocía Mynford New Hall. Preguntó si era tan viejo como parecía, pero al enterarse de que la construcción se había terminado justo a tiempo para la fiesta, perdió todo interés.

Wexford había esperado ver carteles electorales, aunque Mynford estaba fuera del distrito por el que se presentaba la señora Khoori. Pero no había nada en las columnas de la entrada ni en las ventanas de la falsa casa georgiana. Alguien había plantado geranios florecidos en los parterres donde no había nada dos semanas antes. Habían añadido un cordón de campana desde su primera visita y una pareja de los más grandes y adornados faroles de carro que nunca había visto.

Pero dudó entre si la campana estaba conectada o si de verdad no había nadie en casa. Fue Burden el que miró hacia la planta alta y vio el rostro que les miraba, una cara pálida y oval con el pelo negro que se perdía en la oscuridad del fondo. Wexford, que había tocado la campana cuatro veces, gritó:

– ¿Quiere hacer el favor de bajar y abrimos la puerta?

La obediencia no fue inmediata. Juana o Rosenda continuó mirando impasible durante unos instantes. Después asintió, un leve movimiento de cabeza, y desapareció. Pero cuando por fin se abrió la puerta no fue ella la que la abrió sino una mujer de piel morena y facciones mongólicas. Wexford no había esperado un uniforme pero le sorprendió ver el chándal rosa afelpado.

Hacía mucho frío en la casa; producía la misma sensación que se tiene al entrar en la sección de congelados en un supermercado. Quizá tenían instalado el mismo sistema de aire acondicionado que utilizaban en la sección de alimentos perecederos de los supermercados Crescent. Wexford y Burden sacaron sus tarjetas de identificación. La mujer las miró con interés, al parecer le divertía comparar las fotos con los hombres vivos.

– Ha envejecido desde que se la hicieron -le comentó a Wexford con una carcajada.

– ¿Por favor, cómo se llama?

La carcajada desapareció y ella le miró como si hubiese dicho alguna impertinencia.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Por favor, dígame su nombre. ¿Es usted Juana o Rosenda?

El cambio de la afrenta al malhumor fue instantáneo.

– Rosenda López. Aquélla es Juana.

La mujer que les había observado desde la ventana había entrado en el vestíbulo sin hacer ningún ruido. Al igual que Rosenda llevaba zapatillas blancas pero su chándal era azul. Tenía el mismo acento que Rosenda pero su inglés era mejor. Era más joven y casi justificable la parodia de Mikado que les había ofrecido Dix para indicar que las criadas de los Khoori eran adolescentes.

– El señor y la señora Khoori no están en casa. -Sus siguientes palabras sonaron como un contestador automático-. Por favor, si quiere deje su mensaje.

– ¿Juana qué? -preguntó Burden.

– González. Ahora váyanse. Muchas gracias.

– Señora López -dijo Wexford-, señora González, pueden escoger. Hablan con nosotros aquí o nos acompañan a la comisaría de Kingsmarkham. ¿Entienden lo que digo?

Fue necesario repetirlo varias veces. Wexford lo repitió y Burden lo expresó con otras palabras, antes de conseguir una respuesta. Las dos mujeres eran expertas en el arte de la insolencia silenciosa. Pero cuando de pronto Juana dijo algo que él tomó por tagalo y ambas se rieron, Wexford comprendió el sufrimiento de Corazón, la hermana de Margarita, al escuchar cómo se reían de ella por echar de menos a sus hijos.

Juana repitió las palabras incomprensibles y después hizo una brevísima traducción.

– Ningún problema.

– De acuerdo. Está bien -dijo Rosenda-. Siéntense.

Al parecer no era necesario adentrarse más en la casa. El vestíbulo era un lugar enorme, con columnas, arcadas, alcobas, las paredes tapizadas y columnas hundidas, muy parecido al tipo de habitación donde recibían a los invitados en alguna abadía de Pemberley o Northanger. Sólo que este era nuevo, flamante, recién acabado. Incluso a principios del siglo xix, incluso en invierno, ninguna mansión hubiese sido tan fría como ésta. Wexford se sentó en una silla tapizada de azul claro con patas doradas, pero Burden permaneció de pie como las dos criadas, que parecían estar pasándoselo bomba.

– ¿Trabajaban para el señor y la señora Khoori cuando estaban en Dower House?

Burden las acompañó hasta la ventana y señaló los bosques en el valle, los techos invisibles. Los cabeceos de asentimiento lo alentaron.

– ¿Y también, desde luego, cuando se mudaron aquí en junio? -Más asentimientos. Recordó el comentario de Cookie Dix sobre encerrar a la gente-. ¿Salen mucho?

– ¿Salir?

– Si van a la ciudad. Si salen y ven a los amigos. Si conocen gente. Si van al cine. ¿Salen?

El movimiento de las cabezas pasó del vertical al horizontal.

– No conduzco coche -contestó Juana-. La señora Khoori hace la compra y nosotras no queremos ir al cine, tenemos la televisión.

– ¿Corazón estaba con ustedes en Dower House?

Su pronunciación muy inglesa del nombre provocó las risas de las mujeres que repitieron su forma de decirlo.

– Era la cocinera -le informó Juana.

Wexford recordó el centro médico y la mujer que se había saltado el prohibido fumar.

– ¿Tuvo que ir al médico? ¿Estaba enferma?

– Siempre enferma. Añorada. Se fue a su casa.

– Y se quedaron ustedes dos -dijo Wexford-. ¿Pero hubo otra criada, al mismo tiempo que Corazón o quizá después? -Resultaba difícil saber si tenían la mente en blanco o eran precavidas. Buscó la corrección política y añadió con mucho cuidado-: Una chica joven, de diecisiete o dieciocho años, procedente de África.

Burden, que casi tiritaba de frío, les mostró la foto. El efecto fue provocar más risas. Pero antes de que Wexford decidiera si se reían por el prejuicio racial, si sólo se preguntaban cómo alguien podía sospechar que eran capaces de identificar a esta muchacha o que les provocaba un horror placentero -el rostro de Sojourner parecía más muerto cada vez que mostraba la foto- se abrió la puerta principal y entró Anouk Khoori, escoltada por su marido, Jeremy Lang e Ingrid Pamber.

– ¡Reg, qué alegría! -exclamó Anouk, como si tal cosa-. Tenía la sensación de que le encontraría aquí. -Le tendió las manos, con un cigarrillo en una de ellas-. ¿Por qué no me avisó que vendrían?

Wael Khoori no dijo nada. Su actitud era la habitual de los empresarios millonarios que sonríen en silencio, mientras parecen estar en otra parte, preocupados por cosas distantes, las altas finanzas, quizás el índice Hang Seng. Sonreía, era paciente. Esperaba.

– Venimos a comer -añadió la señora Khoori-. Esto de la campaña electoral es un trabajo muy duro, se lo juro y estoy hambrienta. ¿No se está de maravilla aquí, tan fresco? Tiene que quedarse a comer, Reg, y usted también, ¿señor…? -Se dirigió a Rosenda con el mismo tono amable aunque un tanto excitado-. Espero que prepares algo delicioso y rápido, porque tengo que volver a la lucha.

El señor Khoori habló por fin. No hizo ningún caso de todo lo que había dicho su mujer. Era como si no hubiese abierto la boca.

– Sé muy bien cuál es el motivo de la visita.

– ¿De verdad, señor? -replicó Wexford-. Entonces, quizá será mejor que hablemos de ello.

– Sí, desde luego, después de comer -intervino Anouk-. Venga, pasemos al comedor, y deprisa, porque Ingrid tiene que ir al trabajo.

Una vez más el marido no le hizo caso. Khoori permaneció donde estaba mientras Anouk cogía a Jeremy y a Ingrid del brazo, y los arrastraba a través del vestíbulo. Ingrid, afligida y pálida con su vestido sin mangas, se volvió por un instante para dirigirle una de sus miradas coquetas, picaras, tentadoras. Pero estaba cambiada, la mirada azul había perdido su poder. Sus ojos habían perdido el color y por un momento Wexford se preguntó si había imaginado aquel azul brillante, pero sólo por un momento, porque Khoori añadió:

– Acompáñenme. Por aquí.

Era una biblioteca, pero una ojeada rápida le permitió saber que no era una biblioteca de consulta ni un lugar donde nadie pasaba mucho tiempo. Quizá los Khoori habían llamado a un estudio de decoración y habían pedido que cubrieran las paredes con estanterías y las llenaran con los libros adecuados, antiguos y con encuadernaciones de lujo. Esto justificaría la presencia de La historia natural de los Pirineos en siete volúmenes, los Viajes de Hakluyt, la historia de Roma de Mommsen y el tratado de Motley sobre la república holandesa. Khoori se sentó delante de la réplica de un escritorio de estilo. La cubierta de cuero verde estaba rayada como si los escribas con las plumas de ganso la hubiesen utilizado durante siglos.

– No parece sorprendido por nuestra visita, señor Khoori -dijo Wexford.

– No, en absoluto, señor Reg. Molesto, pero no sorprendido.

Wexford le miró. Esta era una postura muy distinta a la de Bruce Snow que les había confundido con agentes de tráfico.

– ¿Cuál cree que es el motivo?

– Supongo, mejor dicho sé, que esas mujeres o una de ellas no ha presentado la solicitud de prórroga de la estancia al ministerio de Interior. Esto, a pesar de su gran interés por quedarse y que yo hiciera que les escribieran a máquina las solicitudes. Además saben que sólo pueden quedarse cumpliendo las disposiciones del acta de inmigración de 1971. Lo único que tienen que hacer es firmar la carta y llevarla al correo. Lo sé porque es lo que pasó la última vez, cuando las contratamos y pidieron una permanencia inicial de seis meses. Hay que vigilarlas constantemente y no tengo tiempo para ocuparme de todos los detalles. Así que ya lo ve, así están las cosas. ¿Qué tenemos que hacer para solucionarlas?

Un pequeño subterfugio no causaría ningún mal, pensó Wexford.

– Sólo tiene que presentar otra vez la solicitud, señor Khoori. Se cometió una falta pero no hubo mala fe.

– ¿Así que sólo debo repetir la solicitud y esta vez asegurarme de que llegue a su destino?

– Así es -afirmó Burden, que se transformó en el acto en un oficial de inmigración. Comenzó a improvisar con una naturalidad que asombró a Wexford-. En cuanto a aquella mujer. Corazón, tenemos entendido que deseaba cambiar de trabajo, cosa que desde luego es ilegal. Según las disposiciones del acta sólo se le permite trabajar para el empleador cuyo nombre aparece estampado en el pasaporte.

– Se quejaba de que las otras criadas la maltrataban…, bueno, que no eran buenas compañeras. No hacía más que llorar. -Khoori encogió los hombros-. No era algo muy agradable para mí ni para mi esposa.

– Por lo tanto, sabiendo que no podía trabajar en otra parte, regresó a su país. ¿Cuándo se marchó?

Khoori alzó una mano y se acarició el casquete de pelo blanco. Le encajaba como una peluca pero saltaba a la vista que no era una peluca. La mano era morena, larga, con una manicura perfecta. Frunció un poco el entrecejo mientras hacía memoria.

– Hará cosa de un mes, quizá menos.

Hacía exactamente cuatro semanas del día en que Wexford vio por primera vez a Anouk Khoori en el centro médico. Por aquel entonces todavía tenía una cocinera, una criada que tal vez estaba enferma por culpa de la añoranza y la crueldad de los demás.

– ¿Le importaría decirme, señor, dónde consiguió el dinero para el pasaje de regreso? -preguntó Wexford.

– Se lo pagué yo, señor Reg. Lo pagué yo.

– Muy generoso de su parte. Una cosa más. Quiero que me aclare una cosa ¿Es cierto que en los estados del golfo Pérsico las leyes laborales no reconocen al personal doméstico cómo trabajadores sino que los consideran como miembros de la familia?

La sospecha de que podía tratarse de una trampa apareció en los ojos del millonario.

– No soy abogado -contestó.

– Pero es ciudadano kuwaití, ¿verdad? Debe estar enterado si es así o no, que es algo que se da por supuesto.

– En términos generales supongo que es así, sí.

– ¿Diría que hay familias procedentes de los estados del Golfo que tratan a sus criados como miembros de la familia o amigos, que no tienen contrato laboral como personal doméstico y, en consecuencia, están desprotegidos? Y aunque está claro que no vienen de vacaciones sino a trabajar se les permite quedarse como visitantes.

– Es posible. Aunque no lo sé de primera mano.

– ¿Pero sabe qué ocurre? Ocurre que prohibir la entrada de personal doméstico, ya sea como trabajadores ligados a un empleador y restringidos a estancias de doce meses o como miembros de la familia, amigos o visitantes, podría desanimar a inversores ricos como usted a venir aquí.

– Que me aspen si pensara quedarme aquí teniendo que lavar mis platos -exclamó Khoori con una carcajada.

– Sin embargo, ¿usted nunca trajo a nadie con esas circunstancias especiales?

– No, señor Reg, nunca. Se lo puede preguntar a mi esposa. También a Rosenda o a Juana.

Khoori les acompañó al enorme comedor helado con diez ventanas en una pared y el techo pintado. A unos tres metros por debajo de los querubines, cuernos de la abundancia y lazos dorados, Anouk, Jeremy e Ingrid comían salmón ahumado y bebían champán en una mesa de caoba con lugar para veinticuatro comensales.

– Celebramos mi victoria por anticipado, Reg -dijo Anouk-. ¿Cree que es una tontería?

El marido le susurró algo al oído. Provocó en ella una carcajada que no tenía nada de alegría. Wexford volvió a sentir la repulsión y se volvió instintivamente para mirar a Ingrid, la hermosa, joven y fresca Ingrid cuyo pelo todavía era fuerte y suave, con la piel resplandeciente de salud pero cuyos ojos se habían vuelto opacos como piedras. Mientras la miraba, ella sacó unas gafas del bolso y se las puso.

Si Ingrid parecía cambiada, su cambio no era nada comparado con el sufrido por Anouk Khoori. Debajo del maquillaje se había puesto roja como un tomate y sus facciones se veían abultadas por la tensión.

– ¿Busca la muchacha asesinada, no es así? ¿Aquella muchacha negra? Nunca la hemos visto. -La voz cuidadosamente modulada se volvió aguda-. No sabemos nada de ella. Nunca tuvimos a nadie trabajando para nosotros aquí, aparte de Juana, Rosenda y aquella Corazón que se marchó para regresar a su casa. Pienso que es horrible que esto ocurra precisamente hoy. ¡No quiero que pase nada que pueda arruinar mis probabilidades de triunfo!

Mientras su voz alcanzaba una nota de pánico. Juana y Rosenda entraron en el comedor, la primera cargada con una jarra de agua en una bandeja y la segunda con un plato de pan integral y mantequilla. La irritación de su patrona, la súbita furia que Wexford nunca hubiese imaginado, provocó en ellas una hilaridad que apenas podían disimular. Juana se tapó la boca con una mano y Rosenda intentaba controlar los movimientos espasmódicos de los labios sin dejar de mirar a su señora.

Wexford no se esperaba una deducción tan acertada de parte de Anouk. ¿O no era una deducción sino auténtica culpa?

– Díganselo -gritó Anouk-, ustedes dos, díganselo. Nunca tuvimos a nadie como ella aquí, ¿no es verdad? A ustedes les gusta estar aquí, ¿no es así? Nunca nadie las trató mal, díganselo.

Juana soltó la carcajada. No pudo controlarla más.

– Está loco -dijo, casi ahogada por la risa-. Nunca vimos a nadie como ella, ¿no es verdad, Rosa?

– No, nunca vimos a nadie, de ninguna manera.

– No, de ninguna manera. Aquí tiene su pan y la mantequilla. ¿Quiere más limón?

– De acuerdo. Muchas gracias -se despidió Wexford-. Esto es todo.

En aquel momento, Anouk, quizás al recordar que él ya había votado, le gritó:

– ¡Fuera de mi casa! ¡Ahora mismo! ¡Los dos, fuera!

Ingrid soltó una pequeña exclamación, y se levantó de la mesa sin soltar la servilleta.

– Tengo que irme -dijo-. Llegaré tarde a la oficina.

Rosenda les abrió la puerta del comedor, al tiempo que murmuraba:

– Venga, venga, tener que irse ahora.

– ¿Me llevará, verdad? -le preguntó Ingrid a Wexford.

– Me temo que no -contestó Burden por el inspector.

– Pero es que…

– No somos un servicio de taxi.

Detrás de ellos, en el comedor, Anouk sufría un ataque de nervios que manifestaba con una serie de grititos agudos. Khoori comentó sin dirigirse a nadie en particular que quizá sería útil traer el coñac. Wexford y Burden atravesaron el inmenso vestíbulo desierto hasta la puerta, escoltados por las dos criadas que no paraban de reír. El calor exterior los envolvió como una ola de placer sensual. Apenas habían entrado en el coche cuando apareció Ingrid seguida por Khoori que la ayudó a subir en el coche en el que habían llegado.

– Me juego lo que quiera a que es la primera vez que alguien va a la oficina de la Seguridad Social en un Rolls como ese -dijo Burden, mientras arrancaba-. Parece otra sin las lentes de contacto, ¿no cree?

– ¿Quiere decir que aquel azul eran las lentillas?

– ¿Qué si no? Supongo que le producen alergia y se las tuvo que quitar.

Quizá fuera el perfume de la colonia para después del afeitado, pero Gladys Prior adivinó que era Burden antes de que abriera la boca. La mujer incluso deletreó su nombre sin darle tiempo a que hablara, insistiendo en la broma que la divertía tanto. La pregunta de Wexford motivó más carcajadas.

– ¿Si está en casa? Dios le bendiga, no ha salido de aquí en los últimos cuatro años.

Percy Hammond estaba en su mizpah, vigilando la llanura de Siria. Sin darse la vuelta, los identificó por las voces y las pisadas.

– ¿Cuándo lo van a pillar? -preguntó.

– Pienso que mañana, señor Hammond -contestó Wexford, lo que provocó una mirada de sorpresa y quizá de reproche por parte de Burden-. Sí, los pillaremos… este… mañana.

– ¿Quién se quedará con el apartamento de enfrente? -quiso saber la señora Prior.

– ¿Cómo dice? ¿El apartamento de Annette Bystock?

– Sí, ese. ¿Quién se lo quedará?

– No lo sé -respondió Burden-. Quizá lo herede el pariente más cercano. Ahora bien, señor Hammond, queremos que nos ayude un poco más…

– Si pretenden pillarle mañana, ¿eh?

La expresión de Burden mostró a las claras lo que pensaba de la insensata presunción de Wexford.

– Lo que deseamos, señor, es que nos diga otra vez lo que vio desde la ventana el ocho de julio.

– Y lo que es más importante -añadió Wexford-, lo que vio el siete de julio.

Hubiese sido algo sin precedentes, nunca lo había hecho, y esta vez tampoco lo hizo, pero Burden estuvo a punto de corregir a Wexford. Tenía en la punta de la lengua murmurar, «se equivoca, no quiere decir el siete, él no vio a nadie el siete sino a la muchacha con las lentillas azules, a Edwina Harris y a un hombre con un spaniel. Está todo en el informe». En lugar de decirlo, carraspeó, se aclaró la garganta. Wexford no le hizo caso.

– La mañana del jueves, muy temprano, vio al tipo joven que se parece un poco al señor Burden, aquí presente, salir de la casa con una caja grande entre los brazos.

– Sobre las cuatro y media de la mañana -contestó Percy Hammond, asintiendo con vehemencia.

– Muy bien. Ahora, la noche anterior, la noche del miércoles, se acostó pero se despertó al cabo de un rato y se levantó…

– Para hacer un pipí -intervino Gladys Prior.

– Y naturalmente miró a través de la ventana, y ¿vio salir a alguien de Ladyhall Court? ¿Vio salir a un hombre joven?

La cara arrugada se deformó todavía más por el esfuerzo de recordar. El viejo apretó los puños.

– ¿Yo dije eso?

– Lo dijo, señor Hammond, y entonces pensó que se equivocaba porque sí le vio por la mañana y no podía haberlo visto dos veces.

– Pero silo vi dos veces… -afirmó Percy Hammond, y después susurró: -Lo vi.

– ¿Lo vio dos veces? -preguntó Wexford, con voz calma para no intimidar al anciano-. ¿Por la mañana y la noche anterior?

– Así es. Sabía que lo había visto, por mucho que dijeran. Lo vi dos veces. Y la primera vez, él me vio.

– ¿Cómo lo sabe?

– La primera vez no llevaba la caja, no llevaba nada. Llegó a la verja, miró hacia arriba y me vio.

Era la última visita que le haría a Oni Johnson. Ella no tenía nada más que decirle. Su voluntad de contarlo todo la había salvado y al día siguiente dejaría la unidad de cuidados intensivos para pasar a otra habitación compartida con otras tres mujeres en el ala Rufford.

Laurette Akande salió a recibirlo. Le miró y le habló cómo si el último mes no hubiera existido. Nunca había perdido a una hija y él no la había encontrado, no habían habido angustias, ni sufrimientos ni feliz reencuentro. Él bien podía ser un amable desconocido. Sus modales eran despreocupados, el tono vivaz.

– Ojalá alguien convenciera a ese hijo suyo de que se bañara. Sus ropas y su pelo apestan, y no hablemos ya del resto.

– Se marchará cuando se vaya su madre -dijo Wexford.

– No veo la hora.

Oni estaba muy guapa, sentada en la cama con un salto de cama acolchado de satén rosa sobre los vendajes, una prenda en exceso abrigada para el calor reinante en la habitación, sin duda un regalo de Mhonum Ling. Mhonum estaba a un lado de la cama, Raffy en el otro. Era verdad que olía mal, la curiosa mezcla de olor a hamburguesa y a tabaco se imponían al agua de colonia Giorgio de la tía.

– ¿Cuándo le detendrá? -preguntó Oni.

Al parecer, esta tarde estaba condenado a ser la broma de todos los demás. Oni se rió, después Mhonum y por último Raffy se unió al coro con una risa que sonaba como el balido de una oveja.

– Mañana.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó Mhonum.

– Así es.

Se estaba convirtiendo en un hábito. Sylvia traía en coche a Neil y a los niños a Kingsmarkham, Neil se iba a su curso de reciclaje, prometiendo encontrarse con ellos más tarde, y Sylvia se instalaba con sus padres. O, mejor dicho, con su madre. Wexford nunca preguntaba cuánto tiempo llevaba allí cuando llegaba a casa, no quería saberlo, aunque en los últimos tiempos Dora algunas veces se lo decía, sin dejar de calificar estas quejas con una advertencia: «Sé que no tendría que hablar así de mi propia hija…».

– Supongo que no tienes ninguna objeción -dijo Sylvia en cuanto le vio entrar-, a que participe mañana en la manifestación contra el paro.

A Wexford le sorprendió la pregunta, y también le conmovió un poco.

– No será una de esas manifestaciones en la que hay arrestos. No quemarán tiendas ni volcarán coches.

– Creía que debía preguntártelo -explicó Sylvia en un tono que implicaba una sufrida obediencia.

– Haz lo que quieras siempre que no asustes a los caballos.

– ¿Habrá caballos, abuelo?

Wexford se rió complacido de algo cuyo significado escapaba a los demás. De pronto sonó el timbre. Nunca venía nadie llamando a la puerta con el ritmo de la marcha del coronel Bogey: dadadididipompom. Tanta insolencia era algo totalmente inesperado. Wexford abrió la puerta. Se encontró con su yerno que, con una sonrisa de oreja a oreja, insistió en estrecharle la mano.

– ¿Puedo tomar una copa? La necesito.

– Desde luego.

– Whisky, por favor. He tenido una tarde maravillosa.

– Ya lo veo.

– Tengo trabajo -declaró Neil, después de beber un trago-. Y en mi ramo. Formaré sociedad con un viejo arquitecto, un hombre muy distinguido, y él pone el dinero, estoy…

– Creo -intervino Sylvia-, que es vergonzoso que se lo cuentes a todos antes de decírmelo a mi primero.

Su padre compartía la misma opinión pero no dijo nada. Se sirvió una copa.

– Alexander Dix -dijo, cuando el whisky hizo su efecto.

– Así es -replicó Neil, con su hijo menor sentado sobre las rodillas-. Es la primera y única respuesta a todas las cartas que envié. ¿Cómo lo sabe?

– Dudo mucho que haya más de un rico, distinguido y viejo arquitecto en Kingsmarkham.

– Comenzaremos con un plan un tanto ambicioso para el solar de Castlegate. Un centro comercial, si es que eso no degrada el proyecto. Una cosa muy bella, un aporte para el centro de la ciudad, todo de cristal y dorados, con un supermercado Crescent como eje de todo el conjunto. -Vio la mirada de su suegro y malinterpretó el brillo en los ojos de Wexford-. Oh, no se preocupe, sin medias lunas ni minaretes. La restauración del comercio en el centro de la ciudad forma parte de la política del nuevo consistorio. -Neil le comentó lacónico a Sylvia-. Desde el martes ya puedes dejar de firmar.

– Muchas gracias, pero eso es algo que me toca decidir a mí.

– Podrías decir que te alegras.

– No me interesa formar parte de una sociedad donde la mujer se queda en casa y el hombre regresa al hogar y dice: «tengo un nuevo empleo donde ganaré un dineral», y ella responde, «Ay, que suerte, ¿me puedo comprar el abrigo de piel y el collar de perlas?».

– No está bien usar pieles -opinó Ben.

– No las usaré. No me las puedo permitir y nunca podré.

– Walang problema -dijo Wexford en tagalo.

Robin, con la consola en la mano, apartó la mirada de la pantalla para mirar con pena a Wexford.

– Ya no lo digo más, abuelo. Ahora coleccionó portadas con los autógrafos de gente famosa. ¿Crees que podrás conseguirme el de Anouk Khoori?