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La manifestación contra el desempleo estaba anunciada para las once de la mañana, los participantes se reunirían en la plaza del mercado de Stowerton con las pancartas y el cortejo se formaría delante del viejo edificio del mercado de Cereales. Se anunciaban temperaturas altas y chubascos tormentosos a partir de mediodía. Wexford se enteró de todo esto en el informativo local mientras se vestía, pero fue Dora, que lo había sabido por Sylvia, la que le informó del recorrido de la manifestación. La marcha cruzaría Stowerton hasta el cinturón de ronda, pasaría por el polígono industrial semidesierto, retomaría la carretera de Kingsmarkham y entraría en la ciudad por el puente de Kingsbrook. El punto final era el ayuntamiento de Kingsmarkham.
Volvió a escuchar el informativo para conocer el ganador de las elecciones para el consistorio. La diferencia entre los liberaldemócratas y los conservadores independientes era tan pequeña que se estaba efectuando un nuevo recuento. Ken Burton era el gran derrotado, su candidatura sólo había recibido cincuenta y ocho votos. Wexford consideró la posibilidad de llamar a Sheila para darle la noticia, pero decidió que no. Seguramente ella tenía sus propias fuentes de información.
– ¿Sabes una cosa? -dijo Dora-. Estamos invitados a comer el domingo en casa de Sylvia.
– Espero que todo salga bien -murmuró Wexford-. Me refiero al trabajo de Neil.
El día era bochornoso, no soplaba ni una gota de viento y el cielo era de un azul velado. Era como a principios de mes, cuando él leía junto a los ventanales y llamó el doctor Akande con la primera mención de Melanie. El aire era caliente, y Burden comentó que era más fresco el vapor que salía de una tetera. En el interior del coche el aire acondicionado enfriaba tanto como el de Mynford New Hall.
Wexford le pidió a Donaldson que lo apagara y abriera una ventanilla.
– Siempre nos apresuramos a descartar lo que dicen los viejos, ¿no es así? -comentó Wexford-. Si tienen la más mínima duda asumimos de inmediato que están seniles, que su memoria ya no vale nada o incluso que desvarían un poco. En cambio, escuchamos a una persona más joven e incluso la animamos mientras intenta recordar. Percy Hammond -añadió-, dijo que se acostó la noche del miércoles, se durmió, pero se despertó, se levantó y «encendió la luz por un instante». La apagó «porque era demasiado fuerte». Creo que todos conocemos esa sensación. Miró a través de la ventana y vio «salir al tipo joven con una caja entre los brazos». «¿O fue más tarde?», preguntó. No le pedimos que pensara en ello, no le dijimos «piense con cuidado, intente recordar las horas», Karen sólo confirmó que tuvo que ser más tarde, que fue por la mañana cuando vio «al tipo joven». La culpa también es mía, lo dejé pasar. Pero la cuestión es, Mike, que el viejo vio a Zack Nelson dos veces.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Burden.
– Le vio a las once y media de la noche, minuto más o menos, del miércoles y le volvió a ver a las cuatro y media de la madrugada. Esto lo tiene bien claro. La única duda es si Zack llevaba la «caja» por la noche o de madrugada. Y la primera vez, el miércoles por la noche, Zack le vio a él. Vio un rostro que le miraba desde una ventana. ¿Comprende lo que quiero decir?
– Creo que si -respondió Burden con voz pausada-. Annette murió después de las diez de la noche del miércoles y antes de la una del jueves. Si Percy Hammond le vio por primera vez a… Pero esto significa que Zack mató a Annette.
– Sí, desde luego. Las puertas estaban abiertas. Zack entró, digamos, a las once y media, y encontró a Annette dormida en la cama. Ella estaba débil, enferma, quizá tenía fiebre. Él buscó algo con qué matarla. Quizá llevaba alguna cosa, un pañuelo, una cuerda. Pero el cordón de la lámpara era mucho mejor. Lo arrancó de la lámpara, estranguló a Annette -que no tenía fuerzas para oponer resistencia-, y se marchó sin llevarse nada. No hay luces encendidas en ninguna parte excepto la farola, nadie le ve, está a salvo, hasta que mira al otro lado de la calle y ve, apretada contra el cristal, la cara del viejo Percy Hammond que le observa.
– Pero entonces, lo último que haría sería volver al cabo de cinco horas.
– ¿Está seguro?
– Lo que menos le interesaría sería llamar la atención sobre sí mismo.
– Se equivoca, es precisamente lo que hizo. Quería llamar la atención sobre sí mismo o alguien quería que lo hiciera. Yo creo que lo que pasó fue lo siguiente. Es una conjetura, pero la considero como la única respuesta posible. Zack estaba asustadísimo. El poseedor de lo que es, y dejémonos de remilgos, una cara siniestra, le ha visto, se ha fijado en él con mucha atención. Le entra pánico, necesita consejo. Se da cuenta de la enormidad de lo que acaba de ocurrir.
– ¿Quien puede aconsejarle? -continuó el inspector-. Obviamente, la única persona, el hombre o la mujer que le ha metido en esto, el instigador que le paga para que asesine. Es plena noche pero eso no tiene importancia. Sin duda le han dicho que nunca llame a esa persona, pero eso tampoco tiene importancia. Va hasta la tienda de la esquina, donde está la cabina de teléfonos. Llama y recibe el consejo de alguien que es mucho más astuto de lo que Zack nunca llegará a ser: regresa a la casa, roba algo, asegúrate de que te vean. Asegúrate de que te vean por segunda vez.
– Pero ¿por qué? No lo entiendo.
– Él o ella, quien quiera que sea, debió decirle: averiguarán la hora de la muerte. Si regresas allí a las cuatro o más tarde sabrán que estaba muerta antes de tu llegada. Tendrás una coartada en lo que respecta al asesinato. Desde luego irás a la cárcel por robo, pero será una condena corta y vale la pena, ¿no? ¿Dices que te vio un viejo? Darán por sentado que si es un anciano se confundió con la hora.
– Lo hicimos -afirmó Burden-. Lo dimos por sentado.
– Todos lo hacemos. Nos mostramos condescendientes con los viejos. Los tratamos como si fuesen niños. Ya nos llegará la hora de pasar por lo mismo, Mike. A menos que el mundo cambie.
El apartamento tenía un curioso parecido con el interior de la chabola de Glebe End. Kimberley había transportado todas sus posesiones en cajas de cartón y cajones de plástico y allí seguían. Continuaban siendo para ella lo que los armarios y cómodas eran para las otras personas. Pero había comprado muebles: un enorme tresillo rojo y gris con trencillas y almohadones dorados, una mesa lacada roja con incrustaciones doradas, un televisor en un mueble blanco y dorado. No había alfombras ni cortinas. Clint, que había aprendido a caminar desde la última vez que Burden lo había visto, se tambaleó a través de la habitación, limpiándose las manos sucias con pastel de chocolate en cuanta tapicería encontraba a su alcance. Kimberley vestía unas mallas negras, zapatos de tacón alto blancos y un top rojo. Dirigió a Burden una mirada beligerante y le contestó que no sabía de qué le hablaba.
– ¿De dónde sacó todo esto, Kimberley? ¿Todas estas cosas? Hace tres semanas no sabía qué sería de usted si perdía aquella chabola.
Ella mantuvo la mirada de malhumor, pero después bajó la cabeza y contempló sus pies, con las puntas hacia adentro.
– Lo consiguió Zack, ¿no es así? No lo compró con la herencia de su abuela.
– Mi abuela murió -dijo Kimberley a sus pies.
– Claro que murió pero no le dejó nada, no tenía nada que dejarle. ¿Cómo le pagaron a Zack? ¿En efectivo? ¿O es que abrió una cuenta a su nombre y de usted y pidió que se lo depositaran?
– No sé nada de todo esto, sabe. No significa nada para mí.
– Kimberley -intervino Wexford-. Él asesinó a Annette Bystock. No sólo le robó el televisor y el video. La asesinó.
– ¡Él no la mató! -Torció la cabeza, con los hombros encogidos, como si quisiera protegerse el rostro de una bofetada-. Le robó las cosas, nada más -. El niño, entretenido otra vez con su ocupación favorita de sacar las cosas de una caja y ponerlas en otra, encontró una caja de saquitos de té y trotó hacia su madre con el hallazgo en las manos. Ella le cogió y le sentó en la falda. Era como si Kimberley lo utilizara como un escudo-. Él me lo dijo, sólo le robó la tele y lo demás. ¿Qué pasa si tiene dinero en el banco? Vale, el dinero proviene de su familia, no de la mía. Me pidió que dijera que era de mi abuela, porque había muerto. Pero se lo dio su familia. Su padre tiene dinero. No la abras, Clint, te ensuciarás todo de té.
El niño no le hizo caso. Rompió la caja y encontró los saquitos. Se mostró muy feliz. Kimberley le apretó con fuerza, los brazos alrededor de la cintura.
– El no cometió ningún asesinato -afirmó con fiereza-. Zack no. Nunca mataría a nadie.
Decía la verdad, pensó Wexford, hasta donde la sabía. Estaba seguro de que no la sabía.
– Zack le dijo que había dinero en el banco antes de marcharse, ¿verdad?
– En mi cuenta -afirmó Kimberley, asintiendo con mucho vigor-. Lo puso allí para mí.
Clint sujetó un saquito de té con las dos manos, la carita cada vez más roja por el esfuerzo de tironear.
– ¿A qué vino buscarse este piso, Kimberley? -preguntó Burden.
– Es bonito, ¿no? Me gustaba, tenía ganas de tener algo así. ¿No le parece suficiente?
– ¿Acaso fue porque no tuvo que hacer ningún esfuerzo? Es de Crescent Comestibles, que es lo mismo que decir el señor Khoori, ¿verdad? No tuvo que hacer nada. El señor Khoori la instaló aquí y le dio el dinero para que comprara lo que le viniera en gana.
Para Wexford era obvio que ella no entendía nada de lo que decía Burden. No era una actriz. Sólo era una ignorante y estos nombres no significaban nada para ella. El niño sentado en su falda había conseguido sus propósitos, había roto el saquito y desparramaba el té sobre las mallas de la madre y el suelo. Pero Kimberley ni se dio cuenta. Miró a Burden atónita hasta que por fin replicó:
– ¿Que hice qué?
– ¿Cómo fue? -le preguntó Wexford, convencido de que no valía la pena dar explicaciones.
Kimberley se limpió las diminutas hojas negras de las piernas y sacudió a Clint sin mucho entusiasmo.
– Iba caminando por la calle Mayor con él en el cochecito cuando vi aquel cartel que ponía todo eso de los pisos y las hipotecas y todo lo demás y pensé por qué no, está toda esa pasta que Zack dice que ahora es mía, y entré y vi al tipo aquel y le dije tengo la pasta, se la puedo dar en metálico o en un cheque y cuándo me puedo mudar. Y eso fue lo que hice, me mudé. Y no sé nada del tal señor Coo-no-sé-cuántos que usted dice. Ni siquiera sé quién es.
Desde luego, ella debía saber que el origen de todo aquel dinero era sospechoso. El dinero legítimamente ganado, sin duda muchos miles de libras, no aparece como por arte de magia en las cuentas bancarias de personas como Zack Nelson. Las familias como los Nelson no tienen fortunas privadas, ni pagan fondos de inversión para ayudar a sus hijos más humildes. Kimberley lo sabía tan bien como ellos. Pero Wexford era consciente de que ella nunca lo admitiría, ella nunca diría que era un dinero mal habido porque su deseo de bienestar era tan grande que no quería ni pensarlo. Si era necesario continuaría inventando las excusas y explicaciones más disparatadas.
– Lo importante -le comentó Wexford a Burden mientras caminaban por la calle Mayor de Stowerton-, es que ella no sabe de dónde proviene el dinero. Zack Nelson, en su sabiduría, nunca se lo dijo. O, mejor dicho, le contó una mentira que sabía que ella entendería como una mentira pero que la aceptaría. Quería que ella estuviera a salvo y lo está. No tenemos motivos para esquivar la calle Mayor.
– Pero él lo sabe.
– ¿A quién se lo dirá? -Wexford encogió los hombros-. ¿A estas alturas? Podemos ir a la cárcel y preguntárselo y él nos soltará toda la historia sobre que Percy Hammond es un viejo senil y que Annette murió mucho antes de que él entrara en Ladyhall Court. Y eso es lo que no podemos probar, Mike. Nunca probaremos que Percy Hammond vio a Zack dos veces. Si Zack no abre la boca y no la abrirá, lo peor que puede pasarle es que le condenen a seis meses por robo.
Caminaban sin prisa y sin rumbo fijo; el calor justificaba el paso lento, pero se encontraron en Market Cross casi sin darse cuenta. Los bancos siempre se agrupan en la parte de la ciudad más concurrida y al pasar primero por delante del Midland y después por el Natwest, hizo que Burden dijera:
– La cuenta bancaria que abrió Zack. Tuvo que abrirla antes de matar a Annette. En cuanto aceptó hacerlo, el martes o el miércoles a más tardar. Podemos averiguar quién ingresó un cheque, un giro o lo que sea un par de días más tarde.
– ¿Podemos, Mike? -replicó Wexford, casi con añoranza-. ¿Con qué excusa podemos examinar una cuenta bancaria a nombre de Kimberley Pearson? No ha hecho nada. Ni siquiera está acusada. No sabe de dónde provino el dinero, pero probablemente ya está convencida de que es un regalo del abuelo rico de Zack. Es inocente a los ojos de la ley y ningún banco nos permitirá inmiscuimos en su intimidad.
– No consigo entender por qué Zack Nelson se denunció a sí mismo haciendo que Bob Mole pusiera a la venta aquella radio delante de todo el mundo, en un mercado que sabe que siempre vigilamos.
– Precisamente por eso, Mike. -Wexford se rió-. Ahí tiene la razón. Por el mismo motivo que entró en el apartamento de Annette, llamando la atención sobre sí mismo. Es lo que buscaba, acabar con esto lo antes posible, que le acusaran de robo y le condenaran, verse fuera de la circulación. Incluso eligió la cosa más llamativa entre los objetos robados, la radio blanca con la mancha roja.
Se detuvieron en la plaza y estaban a punto de dar la vuelta y regresar por el mismo camino, como hace la gente que pasea sin rumbo fijo, cuando a Wexford le llamó la atención la multitud congregada delante de la Bolsa de Cereales. Era un edificio Victoriano, y se accedía al pórtico de columnas por una escalera. Numerosas personas sentadas y de pie conversaban en los escalones como si fueran las gradas de un anfiteatro. Junto a la entrada, media docena de personas desenrollaban una pancarta. Cuando acabaron quedó a la vista el texto: «Queremos derecho a trabajar».
– Es el comienzo de la manifestación contra el paro -comentó Burden-. ¿Quién hubiera imaginado que esto podía llegar a pasar aquí? Me refiero a que es más propio de Liverpool, o Glasgow. ¿Pero aquí?
– ¿Quién podía imaginar que tendríamos esclavos? Pero Sojourner era una esclava.
– Esclava, lo que se dice, esclava no.
– Si alguien trabaja sin salario, o sin un salario del que pueda disponer, si no puede abandonar su empleo, si no se le permite salir, se le golpea y es objeto de abusos, ¿qué es sino un esclavo? «Los esclavos no pueden respirar en Inglaterra, porque si sus pulmones reciben nuestro aire, desde ese momento son libres; pisan nuestra patria y se rompen sus cadenas.» Lo leí en un libro, no pensaba que pudiera recordarlo. La cuestión es que quizá fue verdad en otra época, pero ya no lo es. -Wexford sacó un trozo de papel del bolsillo-. Copié una página. Es un caso verídico y no ocurrió en el siglo xvii ni el xix sino hace seis años.
«Roseline -leyó Wexford-, es del sur de Nigeria. A la edad de quince años su pobre padre la “vendió” por dos libras creyendo que recibiría la misma cantidad mensualmente para alimentar a sus otros cinco hijos. Roseline, le dijo la pareja compradora, se quedaría como invitada en casa de ellos y aprendería economía doméstica. La trajeron a Sheffield, donde el marido ejercía su profesión de médico. Se la trataba como una sirviente, no se le permitía salir, dormía en el suelo, y la obligaban a permanecer de rodillas durante dos horas si se dormía antes de que le dieran permiso para ir a acostarse. Su jornada laboral comenzaba a las cinco y media de la mañana y duraba dieciocho horas. Tenía que atender a sus patronos y a sus cinco hijos. Le pegaban y le daban poco de comer. En una ocasión, impulsada por la desesperación, escribió una nota para el ocupante de la casa vecina ofreciendo sexo a cambio de un bocadillo. La nota fue descubierta y ella fue objeto de nuevos castigos. En septiembre de 1988, mientras sus explotadores se encontraban de viaje, reunió el coraje suficiente y habló con un transeúnte que a menudo le había visto mirando a través de la ventana y la saludaba. Esta persona le ayudó a escapar, y ella denunció a sus antiguos patronos. Recibió una indemnización de veinte mil libras. Sin embargo, como sólo le habían dado un permiso de entrada de tres meses, y sus empleadores la habían tenido más de tres años, se la consideró inmigrante ilegal y por lo tanto merecedora de la deportación inmediata.»
Burden permaneció en silencio por unos momentos mientras pensaba en el contenido de la lectura. Por fin, dijo:
– Sojourner intentó escapar y fue objeto de nuevos castigos. ¿Es esto lo que intenta decir?
– Llegaron demasiado lejos con los castigos. Sin duda tenían miedo de la publicidad y de tener que pagar una cuantiosa indemnización. Quisieron asegurarse de que no ocurriría. Lo hicieron tan bien que mataron a Annette, porque quizás estaba en situación de revelar sus identidades y paraderos, e intentaron -por dos veces- matar a Oni que quizá sabía cuál era su domicilio.
– ¿Cree que le permitieron la entrada como visitante, como en el caso de Roseline? ¿Que le dieron sólo tres o seis meses pero se quedó?
– ¿Quién iba a saberlo si no la dejaban salir nunca ni veía nunca a nadie? ¿Si los visitantes de la casa nunca la veían? De hecho, el empleador sólo tenía que decirle que si la descubrían sería deportada para que ella colaborara con sus raptores en el incumplimiento de la ley.
– Si sus condiciones de vida eran tan malas, ¿no hubiese preferido la deportación?
– Eso depende de lo que le esperaba. Hay muchos lugares en el mundo donde la prostitución es el único recurso para una mujer sola y desamparada. En cualquier caso, quién sabe si Sojourner colaboró. Suponemos que le informaron de sus derechos antes de venir aquí, que le dieron el folleto con las explicaciones de las leyes de inmigración y lo que debía hacer en caso de malos tratos. Pero esto es válido hasta cierto punto. Si, como pienso, Sojourner entró aquí con la familia como visitante, como invitada, no habría tenido ningún derecho y además quizá no sabía leer. Al menos no creo que supiera leer en inglés.
»Es probable -prosiguió Wexford-, que conociera muy poco del mundo exterior, de Inglaterra, de Kingsmarkham. Era negra, pero nunca veía otras personas negras. Hasta que un día, mientras miraba por la ventana, vio a Melanie Akande corriendo…
– Reg, eso es pura fantasía.
– Es una conjetura inteligente -replicó Wexford-. Vio a Melanie. No una sino muchas veces. Casi cada día a partir de mediados de junio en adelante. Vio a una muchacha negra como ella, una nigeriana, y quizá presintió los orígenes africanos de Melanie.
– Aun en el caso de que esto sea verdad, cosa que dudo, entonces ¿qué?
– Creo que le dio confianza, Mike. Le mostró que era posible escapar y que el mundo no podía ser tan extraño. Así que escapó, en la oscuridad, sin saber nada más…
– No, eso no es válido -protestó Burden-. No pudo ser así. Ella conocía la existencia de la oficina de la Seguridad Social. Sabía que era el lugar donde se va a buscar trabajo o a que te den dinero si no hay trabajo… Mire… comienza la manifestación.
¿Un centenar de personas? Como la mayoría de la gente, Wexford no era muy ducho a la hora de calcular números de una ojeada. Primero tenía que verla ordenada en grupos de cuatro o de ocho para poder decirlo. Ahora comenzaban a formarse, de cuatro en fondo, con dos escogidos en la vanguardia sosteniendo la pancarta, dos hombres de mediana edad. Burden creyó reconocer a uno de ellos de sus frecuentes visitas a la oficina de la Seguridad Social. Fue entonces cuando vio a los dos agentes del cuerpo uniformado, que aparecieron de pronto en los escalones de la Bolsa de Cereales.
Ya estaba formado el cortejo y se puso en marcha. Resultaba difícil saber cuál había sido la señal. Una palabra susurrada de uno a otro, o la pancarta enarbolada. Los dos agentes de las escaleras volvieron a su coche, aparcado en los adoquines de la plaza, un Ford blanco con la faja roja y el águila de la policía de MidSussex.
– Les acompañaremos -dijo Wexford.
Se apartaron para dejar pasar a la columna. La marcha era lenta como siempre ocurre al principio. Ganaría velocidad cuando entraran en la carretera principal a Kingsmarkham. Casi todos llevaban téjanos, camisa o camiseta, zapatillas de deporte, el uniforme universal. La persona más vieja era un hombre ya bien entrado en los sesenta que no podía esperar ningún trabajo y que sin duda se manifestaba por solidaridad social, por altruismo, o incluso por divertirse. La más joven era una niña en su sillita, la madre una réplica de Kimberley Pearson antes de que se hiciera con dinero.
Una segunda pancarta cerraba la retaguardia: «Trabajo para todos. ¿Es mucho pedir?». La llevaban dos mujeres, una pareja tan parecida que seguramente eran madre e hija. La columna avanzó por la calle Mayor, escoltada por el coche de policía a paso de tortuga. Wexford y Burden regresaron a su coche y Donaldson se situó detrás del Ford blanco.
– Alguien debió decírselo -dijo Wexford, que se mantuvo en sus trece, respondiendo a la crítica de Burden como si no hubiese habido un corte en la conversación-. Tuvo que ser alguien que fue allí o alguien que ella conoció quien le dijo dónde debía ir.
– ¿Quién? -Burden se sentía muy seguro de su posición-. Si es así, ¿por qué esta persona no le dijo dónde estaba? ¿O, incluso, por qué no le ayudó a escapar? ¿Por qué no le dijo cómo recurrir a la ley?
– No lo sé.
– Si esta persona le habló de trabajo y de subsidios de paro y de cómo escapar de su situación, ¿por qué él o ella no se puso en contacto con nosotros?
– Esos son detalles menores, Mike. Todas esas preguntas tendrán respuesta a su debido momento. Por ahora no sabemos dónde le dieron la paliza, ni dónde murió. Pero sí sabemos el por qué. Porque, al no recibir ayuda de Annette, no tuvo más elección que regresar a su casa. ¿A qué otro lugar podía ir?
La columna dobló a la izquierda por Ángel Street y, a paso más rápido, llegó al cinturón de ronda. La primera salida era la de Sewingbury, la segunda correspondía a Kingsmarkham, y la tercera llevaba al polígono industrial que Wexford había visitado dos días antes. Después de desfilar entre las fábricas, regresarían a la carretera de Kingsmarkham en el cruce donde había un bar llamado Halfway House.
– No tiene mucho sentido pasar por el polígono -opinó Burden-. La mitad de las fábricas están cerradas.
– Precisamente por eso -replicó Wexford.
El sol que había brillado con todo su esplendor mientras estaban en la plaza del mercado de Stowerton aparecía ahora tapado por una capa de nubes. Se había convertido en un disco blanco y distante, un simple charco de luz. Las nubes presentaban un reborde oscuro. Pero el calor se mantenía, incluso se hizo más intenso, y dos jóvenes de la manifestación se quitaron las camisas y se las ataron alrededor de la cintura.
Les esperaban refuerzos en la esquina de Southern Drive, media docena de hombres y mujeres con una pancarta propia, con un lema no muy claro: «Sí al eurotrabajo». Quizá no haya un espectáculo más desconsolador en términos sociales que una hilera de fábricas vacías. Las tiendas cerradas no son nada en comparación. Las fábricas, dos de ellas flamantes, tenían todas las ventanas cerradas a pesar del calor, los portones con candados, y carteles que ofrecían los edificios en alquiler o venta plantados en los jardines donde sólo crecía la mala hierba. Los miembros de la columna, una vez más en respuesta a una señal secreta, volvieron las cabezas al unísono para mirar a estos monumentos a la desocupación mientras pasaban frente a ellos, como un regimiento que rinde honores ante el panteón de un héroe.
No todas las fábricas estaban cerradas. Una, que producía componentes de maquinaria, continuaba abierta, así como otra dedicada a la elaboración de cosméticos naturales que parecía floreciente. Burden comentó que la imprenta de la esquina de Southern Drive y Sussex Mile había reabierto y las rotativas volvían a funcionar. Era una buena señal, añadió, una señal de que se acababa la recesión y el retorno de la prosperidad. Wexford no opinó. Pensaba, y no sólo en los problemas económicos. Según su comportamiento previo, los manifestantes tendrían que haber dado vivas pero desfilaron en silencio. No parecían compartir el optimismo de Burden. La columna subió por la suave pendiente de la colina. La distancia era de un kilómetro y medio, y Wexford hubiese podido pedirle a Donaldson que adelantara la manifestación pero era imposible pasar. La carretera se convirtió en un angosto camino rural, un sendero blanco entre setos altos y árboles gigantes.
Sólo encontraron un coche antes de llegar a la curva de entrada a la carretera de Kingsmarkham. Se detuvo y lo mismo hizo el Ford blanco. Pero antes de que el agente pudiera abrir la puerta, los miembros de la columna cambiaron de posición, formaron en fila india, las pancartas estiradas contra los setos. El coche avanzó lentamente y a medida que los ocupantes dejaban de ser sólo unas siluetas, Wexford vio que el conductor era el doctor Akande, acompañado por su hijo en el asiento del pasajero. Akande asintió y levantó una mano en el clásico gesto de gracias. Bajó la mano antes de ver a Wexford o quizá la bajó porque no le vio. El muchacho mostraba una expresión de agravio y malhumor. Esa era una familia que nunca le perdonaría la recomendación de prepararse para la muerte de una hija, de una hermana.
El tráfico no era muy denso en la carretera de Kingsmarkham por ser un viernes al mediodía, pero tampoco era escaso. El Ford blanco adelantó a los manifestantes y tomó nuevamente posición a la cabeza de la columna. Más personas se unieron en la curva de la carretera de Forby y la manifestación se detuvo para dejar pasar a una docena de coches provenientes de Kingsmarkham. Wexford calculó que ahora eran unas ciento cincuenta personas. Aparentemente, muchos habían decidido que este era un buen tramo para sumarse a los manifestantes, familias enteras que habían abandonado sus coches en las franjas de hierba, mujeres con tres o cuatro niños que se tomaban esto como un bonito paseo y adolescentes que, en opinión de Burden, sólo estaban aquí porque buscaban jaleo.
– Ya lo veremos. Quizá no.
– Ahora que lo recuerdo, quería decirle una cosa. Con toda esa historia de la esclavitud me olvidé por completo. Annette hizo testamento. ¿A que no adivina a quién le dejó el apartamento?
– A Bruce Snow.
– ¿Cómo lo sabe? Vaya, yo que pensaba darle una sorpresa.
– No lo sabía. Lo adiviné. No hubiera puesto esa voz si hubiese sido el ex marido o Jane Winster. Espero que esté agradecido. Tendrá algún lugar donde vivir después de que su esposa lo esquilme. Aunque no estará muy cómodo con Diana Graddon al otro lado de la calle.
La columna se aproximaba a las afueras de Kingsmarkham. Como en la mayoría de las ciudades rurales inglesas, se accedía por carreteras flanqueadas por grandes casas de mediados y finales del siglo xix, villas con setos altos y jardines al viejo estilo, que marcaban una sutil diferencia con Winchester Avenue y Ashley Grove. La riqueza se escondía detrás de las paredes de estas casas en lugar de exhibirse, se disimulaba detrás de una indiferencia que casi llegaba a lo ruinoso.
Una mujer salió de una de las casas, y corrió por un largo sendero de lajas, para unirse a la marcha. Quizás era una empleadora o una empleada, resultaba imposible deducirlo de sus téjanos y la camisa sin mangas. ¿Se quedaría Sylvia en su casa ahora que ya no tenía necesidad? ¿O se uniría a la marcha para hacer campaña por los demás? Burden, que había estado muy callado, dijo de pronto:
– Esa historia que me contó, ¿cita la nacionalidad del empleador?
– No. Aparentemente, la familia era británica.
– Quizá, pero también podían ser nigerianos. -Burden se encontraba en un dilema y Wexford no le ayudó-. Me refiero a que quizás eran nigerianos antes de ser británicos. -Renunció al esfuerzo-. ¿Eran negros?
– Es un libro políticamente correcto. No lo dice.
El puente de Kingsmarkham apareció a la vista delante de ellos. La oposición general a la construcción de cinturones de ronda había mantenido el centro de la ciudad antigua, al menos a primera vista, tal como siempre había sido. Pero el cuello de botella provocado por el puente viejo había provocado tantos atascos que lo habían ensanchado hacía dos años. Su longitud sólo abarcaba un arco de poca altura reproducido en multitud de postales, y la ampliación, de acero pintado color gris, daba a los terrenos del hotel Olive y Dove. Se habían salvado la mayoría de árboles, los sauces, los abedules y los gigantescos castaños de India.
Era el lugar favorito de los adolescentes que coman entre los coches detenidos por el semáforo para limpiar los parabrisas. Hoy los muchachos también estaban allí, pero renunciaron a su desagradecida y muchas veces rechazada faena para unirse a la marcha. A este lado del puente un grupo de personas, quizás una docena, se sumó a la cola de la manifestación. Entre ellas estaba Sophie Riding, la muchacha de la cabellera rubia que Wexford había visto por primera vez esperando su turno en la oficina de la Seguridad Social y cuyo nombre había sabido a través de Melanie Akande. Ella junto con otra mujer llevaban una pancarta de seda roja, muy bien hecha y con las palabras «Dad a los graduados una oportunidad» escritas con letras blancas cosidas a la seda.
La columna esperó. El agente de tráfico hizo pasar a los tres coches que esperaban que cambiara el semáforo y después de que pasaran, indicó a los manifestantes que cruzaran el puente. Wexford vio a los parroquianos en las mesas de la terraza del Olive levantarse y estirar el cuello para observar el paso de la manifestación.
– Por cierto, también me olvidé de decirle otra cosa -dijo Burden-. Eligieron a la señora Khoori.
– Nadie me dice nada -se quejó Wexford.
– Por siete votos. Lo que se dice una victoria muy ajustada.
– ¿Quiere que les siga, señor? -preguntó Donaldson.
Los manifestantes se disponían a doblar por Brook Road. Los portadores de la pancarta, a la cabeza de la marcha, se detuvieron al otro lado del puente y uno de ellos levantó una mano, señalando hacia la izquierda. Un consenso de opinión, una onda invisible, debió pasar entre la cuádruple fila de gente, porque el mensaje llegó hasta él, y la columna dobló moviéndose hacia la izquierda como un tren que recorre una curva cerrada.
– Aparque al otro lado de la oficina de la Seguridad Social -contestó Wexford.
Delante de ellos, el coche patrulla hizo lo mismo. En las balaustradas de piedra estaban sentados Rossy, Danny y Nige, y Raffy con ellos. Raffy, por una vez sin su gorra, mostraba el enorme casco de trenzas que coronaba su cabeza y le caía en cascada por la espalda. Mientras la manifestación llegaba y se detenía, Danny se bajó de la balaustrada y apagó la colilla de su cigarrillo.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Burden.
– Supongo que harán algún gesto.
Wexford no se equivocó. Sophie Riding le pasó su extremo del estandarte de seda al hombre que tenía a su lado. Abandonó la columna y subió las escaleras. Llevaba en la mano una hoja de papel, quizás una petición o una declaración. Rossy, Danny, Raffy y Nige la miraron mientras ella desaparecía en el interior de la oficina de la Seguridad Social.
No tardó más de quince segundos en salir. Había entregado el papel y se había conseguido un objetivo. Al cabo de unos instantes, se abrieron las puertas de la oficina de la Seguridad Social y apareció Cyril Leyton. Miró a izquierda y derecha, después directamente a la columna, que ya no era una columna, que había perdido el orden y se había convertido en una muchedumbre dispersa. Leyton frunció el entrecejo. Pareció que iba a decir algo y quizá lo hubiese dicho, de no ser que en aquel momento vio el coche patrulla aparcado al otro lado de la calle.
Las puertas batieron detrás de él cuando entró. Era una medida de prudencia para que no se pudieran dar portazos con ellas. Esta vez, sin ninguna voz de mando, como una bandada de pájaros cuyo líder los dirige por medios desconocidos, la multitud se agrupó como antes de cuatro en fondo, dio la vuelta -los que estaban en la vanguardia no querían renunciar a su posición de honor- y regresó por donde había venido.
Los muchachos de las escaleras se unieron a la retaguardia. Sophie Riding ocupó su puesto de portaestandarte. Mientras la columna doblaba por la calle Mayor, el carillón de la iglesia de San Pedro comenzó a dar las doce.