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Hacía el mismo calor que en el corazón de un bosque tropical, o en una sauna. No soplaba ni una gota de viento. El sol se perdía detrás de bancos de una blancura espumosa que se superponían a una masa de nubarrones negros. Tronaba pero tan lejos que el sonido se perdía en el estrépito del tráfico.
La marcha ocupaba el carril izquierdo de la calle Mayor de Kingsmarkham. En este tramo la calle Mayor era bastante ancha y había espacio suficiente para permitir el paso de los coches provenientes de Stowerton, pero a los que iban hacia allí los desviaban por Queen Street y el largo camino alternativo del sur, lleno de curvas. La manifestación pasó por delante de la iglesia de San Pedro cuando sonaba la última campanada de las doce, y siguió hacia el norte casi pegada a las paredes del templo. En este lugar donde se desviaba el tráfico, dos agentes de policía, un hombre y una mujer, dejaban paso libre a los manifestantes. Se habían sumado más personas en la puerta de la iglesia y, delante del más grande de los supermercados de la calle Mayor, un hombre y una niña que habían cogido un carro de la hilera dispuesta en el patio lo abandonaron para irse con la manifestación.
El coche patrulla con la franja en el costado y el penacho en la puerta había sido reemplazado por un Vauxhall sin identificaciones, conducido por el agente Stafford, del cuerpo uniformado, y el agente Rowlands. Wexford y Burden habían dejado el suyo en la zona azul delante de las oficinas de Hawkins y Steele donde trabajaba Bruce Snow, pero cuando Stafford asomó la cabeza por la ventanilla y se ofreció a llevarlos, Wexford sacudió la cabeza y contestó que acompañarían a la columna a pie. Sophie Riding, que había entregado la petición en la oficina de la Seguridad Social, estaba dos personas por delante de ellos. Se encontraban encajonados entre ella y su estandarte y el coche de la policía. Fue así cómo pudieron presenciar sin perder detalle lo que iba a ocurrir.
El Range Rover estaba aparcado a mano derecha y enfrente de la raya discontinua amarilla a unos treinta metros más allá, delante de Woolworths. Era un lugar poco adecuado para aparcar precisamente esta mañana, pero su posición no infringía ninguna regla de tráfico. Wexford no reconoció el Range Rover, ni tampoco la furgoneta blanca aparcada detrás o el coche que tema adelante, pero si consideró que el comportamiento de su conductor, como el de los otros conductores al aparcar los vehículos en este lugar, era antisocial. También observó su color verde oliva que le hizo recordar la reunión de ¡Mujeres, alerta! y la nota que le habían pasado. Sin embargo en aquel momento resultaba más interesante la visión, mucho más lejana, sólo al alcance de alguien tan alto como él, de Anouk Khoori cruzando el césped delante de las oficinas del ayuntamiento, con los brazos abiertos. Vestía una prenda amplia y abría los brazos como un personaje real que regresa de una gira de buena voluntad, saludando a los niños que no veía desde hacía un mes.
Wexford le comentaba a Burden que seguramente ella le diría a los manifestantes que sabía que vendrían, que tenía el presentimiento de que vendrían, cuando se abrió la puerta del pasajero del Range Rover y Christopher Riding se apeó del coche. El Range Rover estaba ahora a unos cuatro metros de Wexford y Burden. Se abrió la puerta de atrás y apareció el padre de Christopher. Los acontecimientos se precipitaron.
Christopher rodeó el capó del Range Rover mientras su hermana Sophie se acercaba. Él y Swithun Riding actuando al unísono la sujetaron por los brazos y ella dejó caer el estandarte al tiempo que gritaba. La alzaron en volandas, abrieron del todo la puerta y la lanzaron al interior del vehículo. Ambos eran altos y fuertes, con manos grandes y brazos musculosos, y la levantaron y la balancearon en el aire, el largo pelo rubio flotando como una nube, antes de arrojarla en el asiento trasero.
Los más próximos se apartaron en abanico. Una mujer gritó. Alguien recogió el estandarte. Los que estaban por delante de la muchacha continuaron la marcha, sin darse cuenta de lo ocurrido, pero los que venían detrás se detuvieron a mirar. Ahora Swithun Riding estaba otra vez en el asiento del conductor, mientras su hijo se escurría entre el capó del Range Rover y el coche que tenía delante. El Range Rover debía estar equipado con cierre central, porque Sophie no podía abrir la puerta y escapar. Comenzó a golpear los cristales con los puños mientras gritaba.
Wexford miró el Vauxhall sin identificación y le hizo un gesto con la cabeza a Stafford. Se adelantó y cogió la manija del portón trasero, pero al comprobar que estaba cerrada, golpeó el cristal. Stafford y Rowlands salieron del Vauxhall. Esto no era lo que esperaban, esto no tenía precedentes, ¿algo así podía pasar en Kingsmarkham?
El conductor del coche delante del Range Rover, adrede o sin darse cuenta, dio marcha atrás un par o tres de centímetros. Era un movimiento peligroso y Christopher soltó un aullido de rabia y miedo. Por suerte para él, el conductor frenó a tiempo cuando estaba a punto de aplastarlo. Christopher se encontró pillado entre el parachoques trasero del primer coche y el parachoques delantero del Range Rover. Los dos vehículos formaban un cepo que le aprisionaba las piernas. El joven no dejaba de moverse, agitando los brazos al tiempo que gritaba: «¡Mete la primera, cabrón, mete la primera!».
La vanguardia de la columna, todavía sin apercibirse del tumulto a sus espaldas, continuó avanzando, imperturbable. Como un caballo de pantomima cuyas patas traseras han renunciado al juego, se movió al trote en los ochenta metros finales de su avance. La retaguardia se había desparramado en una multitud de espectadores fascinados. Burden, con un gesto rápido a Wexford, dio la vuelta por el espacio entre la parte de atrás del Range Rover y la furgoneta blanca, pasó junto a la muchacha secuestrada que no dejaba de gritar, y abrió la puerta del pasajero a la que Riding había quitado el seguro para que subiera su hijo.
– ¡Da marcha atrás, retrocede! -le gritó el muchacho.
Riding arrancó el motor; iba a poner la marcha atrás cuando Burden apoyó el pie en el estribo y subió al coche. Riding que nunca le había visto antes debió pensar que era un entrometido del público. Sin pensárselo dos veces, hizo algo totalmente inesperado. Echó hacia atrás el brazo derecho como un lanzador de disco y descargó un tremendo puñetazo contra la barbilla de Burden.
La puerta del pasajero se abrió. Burden salió despedido por el hueco. Frenó la caída sujetándose al marco pero así y todo medio cayó sobre el pavimento. La muchacha gritó más fuerte. Con la puerta del pasajero abierta, Riding dio marcha atrás sin parar mientes en la furgoneta blanca aparcada detrás y chocó contra la misma con gran estrépito. Entonces vio a los policías uniformados. Vio a Wexford.
– Abra la puerta -dijo el inspector jefe.
Riding se limitó a mirarle. La mitad de la muchedumbre se había situado en la acera de Woolworths. Alguien ayudó a Burden. Se tambaleó, mareado, se llevó una mano a la cabeza y se sentó con todo el peso del cuerpo en la pared baja, delante de la tienda. Wexford apartó al muchacho y, pasando entre el Range Rover y el coche de delante, entró por la puerta del pasajero.
– No intente hacer lo mismo conmigo -le advirtió a Riding.
Quitó el seguro de la puerta trasera y ayudó a salir a la muchacha. Sophie tenía la cara empapada de lágrimas. Se apoyó en Wexford, con las manos aferradas a las mangas. Tembló al escuchar la sarta de insultos que soltaba Riding. Con la cabeza asomada por la puerta abierta, le gritó a Burden:
– ¿A usted qué le importa lo que yo haga para evitar que mi hija haga el ridículo? ¿Quién le manda a usted meter las narices en asuntos ajenos?
La muchacha se estremeció. Le castañeteaban los dientes. Christopher, fuera de peligro, se frotó la pierna magullada y después tendió una mano hacia su hermana con la intención de calmarla. Ella le gritó:
– ¡Apártate de mí!
– Venga, todos a comisaría -intervino Wexford.
La sangre corría por el rostro de Burden. Murmuró alguna cosa mientras se sostenía la cabeza. El ulular de la sirena de la ambulancia, pedida por Stafford, hizo que la multitud retrocediera, dividida en dos grupos bien diferenciados, uno firme detrás de Burden, y el otro como espectador junto a la pared de la iglesia. La ambulancia salió de York Street y bloqueó la calle, aparcando donde había pasado la columna. La vanguardia de la manifestación se había perdido de vista y junto a la aparición de los enfermeros, dos de ellos cargados con una camilla que Burden miró disgustado, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia.
Riding abrió la puerta de su lado. Con el rostro congestionado de rabia, se bajó del coche y se encaró con Wexford.
– Oiga, lo que hice está plenamente justificado. Avisé a mi hija de que tomaría medidas si participaba en la manifestación, ella sabía lo que le esperaba. Ese tipo debió pensar en hacer un arresto ciudadano…
– Ese tipo es un inspector de policía -le informó Wexford.
– Ay, Dios. Yo no…
– Ahora si tiene la bondad de subir al coche iremos a comisaría. Allí podrá dar todas las explicaciones que quiera.
La muchacha era alta, fuerte y esbelta. Su aspecto correspondía a lo que era, el producto de veintidós o veintitrés años de buena alimentación, aire puro, cuidados y atenciones, la mejor escuela. Wexford no recordaba haber visto un rostro más vulnerable. No mostraba ninguna marca pero parecía golpeado. La piel era suave, casi transparente, los ojos hinchados, los labios cuarteados y eso que era pleno verano. Su pelo, del color de la cebada madura que segaban en los campos más allá de Mynford, parecía un marco contranatura para aquel rostro sufriente, parecía la peluca de una actriz inadecuada para su papel.
– Puedo irme a casa si ellos no están allí -le dijo Sophie a Karen Malahyde.
– Bueno, por ahora no irá usted a ninguna parte -respondió Karen, amablemente-. ¿Quiere una taza de té?
Sophie Riding contestó que sí.
– No iremos al cuarto de entrevistas -le dijo Wexford-. No es un lugar muy agradable. Subiremos a mi despacho. -Entonces pensó en Joel Snow y comprendió que Karen también pensaba en él. Sin embargo, esto era diferente, ¿no? Joel no había querido colaborar mientras que esta chica sabía que no tema otra salida. Mientras subían en el ascensor añadió-: No tardaremos mucho.
– ¿Qué quiere que haga?
– Algo que hubiera querido pedirle hace dos semanas.
Entraron en el despacho. Llovía con tanta fuerza que no se veía nada a través de las ventanas. Karen encendió las luces y el cielo al otro lado de las ventanas se convirtió en un crepúsculo tormentoso. Le ofreció a Sophie una silla. Wexford se sentó detrás del escritorio.
– ¿Fue usted la que me envió aquella pregunta sobre un violador en la reunión de ¡Mujeres, alerta!?
– ¡Oh, sí! -Sophie estaba ansiosa por hablar pero también tenía miedo-. Quise ir después a verle, como usted dijo. Hubiera ido de haber podido, espero que me crea.
De pronto, precediendo al trueno por unos segundos, el brillante zigzag de un relámpago lo borró todo, la lluvia quedó suspendida en el aire, el cielo negro desapareció, hasta que llegó el estruendo y el mundo continuó su marcha. Sophie se estremeció y murmuró algo, como una protesta. Llamaron a la puerta; era Pemberton con el té. La muchacha se tapó la cara con las manos por un momento, después las apartó para mostrar las lágrimas que rodaban por las mejillas. Karen le acercó la caja de pañuelos de papel.
– Le creo -afirmó Wexford-. Sé qué le impidió ir a verme.
– Gracias -dijo Sophie, cogiendo un pañuelo. Le preguntó a Wexford-: ¿Qué quiere que haga?
– Una declaración. Que nos lo cuente todo. Quizá le resulte difícil emocionalmente, pero después se sentirá mejor.
– No puedo seguir como hasta ahora -replicó Sophie-. Esto tiene que acabar. No puedo soportarlo ni un día más, ni un momento más.
– Hay otras maneras -señaló Wexford, sincero-. Podemos arreglamos sin su declaración. No tiene que hacerlo si no quiere. Pero si no lo hace, me temo… bueno, quizá puede…
Karen puso en marcha el magnetófono y dictó el encabezamiento:
– Sophie Riding en la comisaría de policía de Kingsmarkham, viernes, veintinueve de julio. Son las 12.43, presentes el inspector jefe Wexford y la detective Malahyde…
Cuando se acabó, después de oírlo todo, Wexford bajó a la planta baja donde el padre de Sophie le esperaba en el cuarto de entrevistas número uno en compañía del agente Pemberton. Parecía arrepentido. Su rostro había recuperado el color normal. Los veinte minutos de espera habían sido suficientes para que lamentara su mal comportamiento. Un hombre que le ha pegado a otro hombre siempre se siente estupefacto cuando descubre que el otro es policía.
Riding se levantó en cuanto entró Wexford y comenzó a disculparse. Con mucha elocuencia explicó las razones de su comportamiento. Eran las excusas de un hombre que siempre había podido comprar o librarse de las dificultades gracias a la labia.
– Señor Wexford, no sabe cuánto lamento lo sucedido. No hace falta que le diga que no le habría pegado a su agente de haber sabido que era policía. Le confundí con un miembro de la manifestación.
– Sí, no me extraña.
– Esto no tiene por qué ir más lejos, ¿no es así? Si mi hija hubiese sido sensata y hubiese subido al coche, después de todo, ya había participado en casi todo el recorrido de esa manifestación estúpida, si lo hubiese hecho, no habría ocurrido todo esto. No soy un padre severo, adoro a mis hijos.
– El trato que dispensa a sus hijos no nos concierne -afirmó Wexford-. Antes de que diga nada más es mi deber advertirle que cualquier cosa que diga quedará registrada y podrá ser presentada como prueba…
– ¡No pretenderá acusarme por haberle pegado a ese tipo! -le interrumpió Riding, furioso.
– No -contestó Wexford-. Le acuso de asesinato, inducción al asesinato e intento de asesinato. Y cuando termine iré al cuarto contiguo y acusaré a su hijo de violación e intento de asesinato.
– Sin la declaración de Sophie Riding -dijo Wexford-, dudo que hubiésemos conseguido algo. No temamos ninguna evidencia ni pruebas, sólo un montón de conjeturas.
Burden tenía la cara hinchada como uno de aquellos personajes con dolor de muelas que dibujaban los caricaturistas Victorianos.
– Supongo que la agresión a un oficial de policía es la acusación que menos le preocupa. Es extraño, ¿no le parece? Yo fui el más impresionado por todo aquéllo que contó Mavrikiev sobre cómo alguien puede matar con los puños y encima me toca comprobarlo. Resulta curioso porque ves a todos aquellos personajes en las películas, las del oeste y otras similares, que se zurran a base de bien pero que nunca parecen sufrir las consecuencias, les dan un puñetazo tremendo en la barbilla y se levantan en el acto para seguir machacándose tan frescos. Y después los ves en la escena siguiente sin una marca, todos guapos y elegantes con una chica del brazo, dispuestos a pasar una noche de fiesta en la ciudad.
– Duele, ¿no?
– No es tanto lo que duele. Es la sensación de tener la cara enorme. Y además piensas que nunca más volverá a funcionar. En cualquier caso, me dejó todos los dientes. ¿Así qué, piensa contármelo o no?
– Freeborn llegará dentro de media hora y tendré que contárselo a él también.
– Bueno, puede contármelo a mí primero.
– Le dejaré que escuche la declaración grabada de Sophie Riding -aceptó Wexford, con un suspiro-. Verá que Sojourner se enteró de la existencia de la oficina de la Seguridad Social a través de Sophie. Escuchó los comentarios de Sophie sobre cómo te presentabas allí, firmabas y todo lo demás, aunque no sabía dónde estaba.
– ¿Cuándo ella hablaba con sus padres?
– Y con sus hermanos y la hermana pequeña. Sojourner les servía, iba de aquí para allá, aunque nunca salía de la casa.
– ¿Cómo se las apañaron para que entrara en el país?
– Sophie no lo sabe. No estaba allí, ya iba a la politécnica de Myringham que ahora es la universidad de Myringham, y antes había estado en un internado de la ciudad. Pero había visto a Sojourner en su casa de Kuwait cuando estuvo allí durante las vacaciones y recuerda la llegada de Sojourner. Piensa que la trajeron aquí haciéndola pasar por novia del muchacho. En cierto sentido, ella lo era, si por «novia» entendemos a una mujer a la que se obliga a mantener relaciones sexuales con uno.
– ¿Eso era lo que pasaba?
– Oh, sí. Y me atrevería a decir que también el padre tomaba parte, aunque todavía no lo sé seguro. Escuche a Sophie.
Wexford rebobinó la cinta, apretó la tecla de play, y volvió a rebobinar hasta dar con la parte de la declaración que le interesaba. La voz de la muchacha era suave y plañidera, pero también escandalizada. Sonaba como un grito de ayuda, aunque sin ninguna súplica.
Mi madre me dijo que un hombre kuwaití la había comprado a su padre en Calabar, Nigeria, por cinco libras. Pensaba educarla y tratarla como a una hija pero el hombre murió y ella tuvo que trabajar de criada. Mi madre hablaba como si le hubiéramos hecho un gran favor, cómo si para ella lo mejor en el mundo fuera encontrar «una buena casa» con nosotros. «Una buena casa» es la expresión que usan con los perros que rescatan, ¿no? Creo que ella tenía quince años por aquel entonces.
Nunca pensé mucho sobre esto. Sé que hubiese tenido que hacerlo. Pero no vivía en casa con ellos. Me gustaba estar aquí en Inglaterra. Siempre deseaba regresar a Inglaterra. Cuando estalló la guerra del Golfo regresaron a casa. No fue un problema para mi padre, puede trabajar en cualquier parte, es un gran cirujano pediátrico. Me disgusta reconocerlo, ojalá no tuviera que decirlo, pero es cierto. Adora a los bebés, tendrían que verle con un bebé, y nos quiere a todos, a la familia, a los hijos. Pero en su opinión nosotros somos diferentes, pertenecemos a lo que él llama raza superior. Afirma que algunas personas nacen destinadas a ser leñadores y aguadores. Creo que lo sacó de la Biblia. Para él algunas personas nacen para ser esclavos y servir a los demás.
Supongo que fui muy ingenua. No sabía que aquellos morados que tenía… bueno, los morados, los cortes y todas las otras marcas. En Kuwait me parecía bonita pero no era bonita en Inglaterra. Me licencié y estaba en casa todo el tiempo y todo era misterioso para mí. Nunca vi a nadie pegarle pero veía que tenía miedo de mi padre y de mi hermano. Y de mi otro hermano David cuando estaba en casa, aunque no estaba la mayor parte del tiempo, porque va a la universidad en Estados Unidos. Lo peor, quiero decir, para mí, lo peor fue que pensaba que ella era estúpida y torpe. Casi podía entender a mi madre cuando decía que no estaba hecha para dormir en una cama como la gente.
– Los psicólogos dicen que alguien feo y sucio es un candidato firme a que abusen de él -comentó Wexford mientras apretaba la tecla de la pausa-. Que la fealdad sea consecuencia de nuestro propio abuso no tiene importancia. El razonamiento que ampara esto sostiene que la fealdad merece ser castigada e incluso más todavía que la suciedad y la falta de aseo personal. Llegó un momento en que Sojourner recibía una paliza por la más mínima falta. Trabajaba doce o catorce horas al día pero no era suficiente. Susan Riding en persona me dijo que había seis dormitorios en aquella casa pero eso no significa que tuvieran uno para Sojourner. Ella dormía en un pequeño cuarto junto a la cocina. Todas las habitaciones de la planta baja que dan a la parte de atrás tienen rejas en las ventanas, sin duda para protegerse de los ladrones, pero también muy conveniente si se quiere evitar que alguien se escape.
»Acabo de estar en la casa -prosiguió Wexford-, lo vi. Era el cuarto del perro y ahora, en efecto, tienen un perro metido allí. Susan Riding dijo textualmente que era más «apropiado» que Sojourner durmiera allí, «por si acaso necesitaban que hiciera alguna cosa para ellos durante la noche», dijo «que no hubiese sabido qué hacer con una cama». Escuche otra vez a Sophie.
Esta vez la voz de la muchacha sonó más clara y confiada.
Necesitaba un trabajo, así que hice lo más lógico. Fui al centro de trabajo y firmé, sólo que no era algo lógico para mis padres. Mi padre dijo que era una vergüenza, que aquello era para la clase trabajadora. Estaba más que dispuesto a mantenerme. La educación no era algo sin sentido, dijo, sino que te convertía en una persona mejor. Él me pasaría una mensualidad. ¿Acaso no me había mantenido siempre? Mi madre llegó a decir que me mantendrían hasta que me casara. Discutimos mucho por esto y aquella pobre chica nos oyó. Su inglés nunca fue brillante pero sabía lo suficiente para entender aquéllo. Se enteró de que existía un lugar cercano donde se podía ir y pedir que te encontraran un trabajo y que si no encontrabas ningún trabajo te daban dinero.
Fue a principios de julio, el uno o el dos, cuando mi hermano Christopher le pidió que le lavara las zapatillas… bueno, le ordenó que las lavara. Eran unas zapatillas blancas. No sé que hizo, pero las estropeó y estaba aterrorizada. Él le dio una paliza. Fue entonces cuando descubrí lo que pasaba. Sé que parece absurdo que no lo hubiera descubierto antes, pero supongo que no quería creer que mi propio hermano fuera capaz de hacer esas cosas. Quiero a mi hermano, o lo quería; sabe, somos mellizos.
Vi a Christopher entrar en su habitación y salir al cabo de unos veinte minutos. Yo hubiera entrado pero ella no hizo ningún ruido, durante toda la paliza no pronunció ningún sonido.
Pero lo supe cuando la vi al día siguiente. Le pregunté a mi hermano y él lo negó. Ella era una torpe, dijo, yo tenía que saberlo, ella siempre lo había sido, no estaba preparada para vivir en una casa civilizada. Hizo un montón de comentarios sobre chozas de barro y dijo que ella no sabía cómo arreglárselas con los muebles, que siempre se daba golpes contra un mueble u otro. Bueno, no me quedé satisfecha, se lo dije a mi padre y lo único que ocurrió fue que se puso furioso. Si usted no le hubiera visto furioso no sabría a qué me refiero. Es algo terrorífico. Me acusó de ser desleal con mi familia, quiso saber «de dónde había sacado esas ideas» y si las había aprendido de mis amigos «marxistas» que había conocido en el centro de trabajo.
Sé que tendría que haber hecho más. Me siento muy culpable al respecto. Pero entonces comprendí que me había negado a ver la realidad, que Christopher también la había violado, una y otra vez, estaban todas aquellas señales que no había querido ver. Lo único que hice fue enviarle aquella pregunta en la reunión y no sirvió de nada.
Ella desapareció al lunes siguiente de la paliza. Mi padre estaba en el hospital y Christopher había ido a Londres nada menos que por una entrevista de trabajo. Supongo que ella escapó y lo mismo pensó mi madre, pero no sabíamos qué hacer, y por la noche mi madre tuvo que ir a la reunión del comité para preparar aquel acto de ¡Mujeres Alerta!
Dejó una nota para mi padre. Yo dije que teníamos que llamar a la policía pero a mi madre le entró pánico. Desde luego ahora comprendo por qué. Yo tenía una cita y cuando regresé sobre las once y media mi madre estaba acostada y Christopher había salido, pero mi padre estaba allí. Me dijo que le había dicho a mi madre que no había ningún motivo para tanto escándalo. Había enviado a la muchacha de regreso a su país, ella era una inútil y a él le ponía enfermo verla rondar por la casa. Dijo que la había enviado de regreso a Banjul en un vuelo de British Airways pero no hay vuelos de la BA a Banjul los lunes, sólo los domingos y los viernes, lo comprobé. Mi hermano no estaba y mi padre nos dijo a mí y a mi madre que él la llevó en coche a Heathrow pero no podía ser porque no había ningún vuelo.
No me creí ni una palabra. No sé por qué pensé que ella estaba en su cuarto. Seguramente le habían dado una paliza cuando regresó y ahora estaría acostada en su jergón. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Bueno, ya sabe, en una casa como la nuestra -en una casa como la de ellos- todas las llaves interiores abren cualquier puerta. Busqué otra llave, abrí la puerta y no había nadie. Ella no tenía gran cosa, sólo un par de vestidos viejos que le había dado mi madre y aquellas horribles botas negras de lona de media caña que le había comprado mi madre, las más baratas que venden. Pero no quedaba nada, sólo el jergón y el pañuelo. No sé cómo no lo vieron cuando limpiaron la sangre pero la cuestión es que lo pasaron por alto. Estaba sobre el jergón y el jergón era rojo y azul. Bueno, el pañuelo también era azul y rojo, rojo de sangre.
Lo tengo guardado. Fue una locura quedármelo. Quería tirarlo pero no podía. Incluso entonces no se me ocurrió pensar que pudiera estar muerta. Aquella noche mi hermano no volvió hasta muy tarde. Le oí llegar, debían ser las dos y media o las tres de la madrugada, y a la mañana siguiente se marchó de vacaciones a España, así que no tuve la oportunidad de hablar con él. En cualquier caso, me daba miedo hablarle, éste no era mi hermano, no era el Chris que había estado más unido a mí que cualquier otra persona. Entonces encontré su suéter en el lavadero todo manchado con sangre.
Pensé que quizá mi padre la había llevado al hospital en secreto porque mi hermano se había pasado de la raya. Mi padre es muy influyente, no sabía si podía hacer una cosa así, pero pensé que podía. Lo único que pude pensar entonces fue en mi hermano violándola, en mi hermano violando a cualquiera. Entonces no culpé a mi padre, pensé que quizá sólo protegía a su hijo. Fui con él a la reunión de ¡Mujeres alerta! y escribí aquella pregunta para usted llevada por un impulso. Mi padre no vio lo que había preguntado. Le dije que quería saber si era legal o no llevar un bote de gas paralizante. Pero después no pude ir a verle para explicárselo. No conseguí despistarme ni un minuto.
El jefe Freeborn parecía haber olvidado la foto de Wexford «de juerga» en la portada del periódico. Si las tres semanas que habían tardado en cazar al asesino de las dos mujeres todavía le molestaban, no lo aparentó. Era la amabilidad en persona. Una camarera les sirvió en el rincón de los íntimos, un cuartucho con una mesa y tres sillas en lo más recóndito del Olive y Dove, las tres cervezas que había pedido el jefe. Wexford se sentó en la silla con brazos. Pensó que se la merecía.
– Debe recordar -comenzó-, que ella no sabía nada de los derechos que tenía de acuerdo con el acta de inmigración, ni siquiera sabía que había un acta de inmigración. Sabía que no se le permitía trabajar, pero «trabajar», según le habían explicado hacía mucho, es cuando te pagan por hacer algo y a ella nunca le habían pagado, sencillamente estaba en «una buena casa». Susan Riding la llamaba au pair, o al menos así la llamó cuando hablo conmigo después de la muerte de Sojourner. En honor a la justicia, y supongo que todo el mundo se merece justicia incluida la señora Riding, pienso que ella no sabía gran cosa del destino de Sojourner. La dejaba dormir en un jergón en el suelo en el cuarto del perro porque es esa clase de mujer, de las que dicen que los pobres convertirán el baño en una carbonera si les dejan usarlo. Le compraba a Sojourner los zapatos más baratos, convencida de que era muy generosa. Me pregunto que diría si supiera que la vendedora de la zapatería la describió como la señora de las bolsas que dormía en la calle.
»Pero ella no sabía nada de las violaciones ni las reiteradas palizas, y si lo sospechó cerró los ojos, se dijo a sí misma que no debía dejar volar la imaginación. Aquella noche cuando ella regresó a casa después de la reunión del comité, su marido le dijo que había enviado a la muchacha de regreso a su país y que Christopher se encargaba de llevarla al aeropuerto. Según la señora Riding, Sojourner se había convertido en una persona sucia y haragana y era una inútil. Se alegraba de su marcha aunque ahora no tendría a nadie para que la ayudara en las tareas de la casa.
»Lo que ocurrió en realidad fue que Sojourner se escapó el lunes por la tarde. Riding no estaba, Christopher estaba en Londres y la hermana menor en la escuela. La muchacha no sabía a dónde ir, nunca había salido, me refiero más allá de la casa, pero sabía que había un lugar donde uno iba a buscar trabajo. Debió pensar que cualquier lugar donde le dieran un trabajo no podía ser peor que el que dejaba.
– Dice que ella no sabía a dónde ir -le interrumpió Freeborn-. Winchester Avenue está muy lejos de la oficina de la Seguridad Social. ¿Cómo averiguó el camino?
– No lo averiguó, señor. Quizá siguió el río. Se ve el Kingsbrook si uno mira desde allá arriba por encima de los jardines. Melanie Akande disfrutaba con la vista mientras corría. Algún instinto llevó a Sojourner hacia el río, colina abajo, quizá sabía que casi siempre hay ciudades junto a los ríos. Su instinto la llevó a Glebe Road y encontró a Oni Johnson que le indicó cómo llegar a la oficina de la Seguridad Social. El resto usted ya lo sabe. Siguió a Annette hasta su casa y, al no conseguir de ella la ayuda que esperaba, no le quedó otra elección que la de regresar por donde había venido.
– Es una pena que Annette no la enviara a nosotros -dijo Freeborn.
El comentario de siempre, pensó Wexford, aunque desde luego no lo manifestó.
– La muchacha no regresó a casa de inmediato o quizá tardó en encontrar el camino de vuelta. En cualquier caso, no llegó hasta después de que Susan Riding y Sophie salieran. Podemos suponer que ella entró por la parte de atrás y permaneció en su cuarto, donde la encontró Swithun Riding.
»No digo que él planeara matarla -prosiguió el inspector jefe-. No parece haber ningún motivo. Él le preguntó dónde había estado y cuando ella se lo dijo, Riding quiso saber si había hablado con alguien. Sí, con la mujer que cruzaba a los niños en la escuela y con la otra mujer del lugar donde daban trabajos o te daban dinero. ¿Cómo se llamaba y dónde vivía? La muchacha se lo dijo y fue el acabóse. La hija de Riding describió sus ataques de furia. Se puso como un loco y la atacó con los puños. Mike conoce en carne propia el efecto de sus puñetazos y ella era poco más que una chiquilla, delgada y frágil. Apenas si la alimentaban. Así y todo, ella no murió a consecuencia de los puñetazos sino de un golpe en la cabeza contra las rejas de la ventana. Cuando uno ve aquel cuarto sabe cómo ocurrió.
– Entonces buscó a su hijo para que le ayudara con el cadáver -intervino Burden-. El joven Christopher llevó el cuerpo al bosque de Framhurst y lo enterró, ¿no es así?
– Eso fue cuando supuestamente él llevaba a su esclava a Heathrow. Dudo que supiera dónde enterrarla, así que sencillamente condujo por el campo hasta encontrar un lugar adecuado. No hay mucho tráfico en aquella carretera y sólo tuvo que esperar a que se hiciera de noche.
– ¿Y después Riding decidió qué hacer con Annette y Oni?
– No creo que tuviera la intención de hacerle nada a Oni. Después de todo, la vinculación con Oni era muy marginal. Oni no iría a la policía, no tema nada que contar, pero Annette era otra cosa. Seguramente debió volverse loco pensando qué le había contado Sojourner a Annette. Aquella noche no debió pegar ojo. Al día siguiente, instantes después de la llamada de Annette a la oficina de la Seguridad Social un hombre llamó y preguntó por ella. Ingrid Pamber pensó que era Snow pero se equivocaba, era Riding. Y cuando escuchó la respuesta se sintió un poco más tranquilo. Annette estaba enferma.
– ¿Cómo se enteró del nombre? -preguntó Freeborn.
– Sojourner lo sacó de la placa encima del timbre en Ladyhall Court. El paso siguiente de Riding fue buscar a Zack Nelson. Verá, Nelson le debía un favor. Riding, fue el cirujano que operó al hijo de Zack cuando descubrieron que el niño tenía una malformación en el corazón a las pocas semanas de nacer. Sin duda, Nelson debió formularle un montón de promesas extravagantes. «Si alguna vez necesita alguna cosa, doctor, lo que sea y cuando sea, no tiene más que pedírmelo», ya sabe, ese tipo de cosas.
»Zack también necesitaba dinero. Necesitaba una casa para alojar a su compañera y al niño. Pero Zack metió la pata, dejó que Percy Hammond le viera la cara y tuvo que volver siguiendo las instrucciones de Riding para cometer un delito de menor importancia: el robo. Sabía que le acusarían por robo, quería que le condenaran por robo, y a cambio de lo que había hecho logró que Riding depositara el dinero en la cuenta abierta a nombre de Kimberley Pearson.
»Por lo tanto, todo indicaba que Riding y su hijo se habían salido con la suya, hasta que nuestro lampista en paro y buscador de tesoros desenterró el cadáver. Incluso entonces Riding tenía muy claro que nadie sabía quién era Sojourner. El pánico le entró mientras recogía a su hija pequeña delante de la escuela Thomas Proctor y vio como me acercaba a Oni Johnson.
»Vi el Range Rover cuando se marchaba de la escuela el día que atacaron a Oni, pero desde luego no lo relacioné. Yo quería hablar con su hijo Raffy, no con la madre. Riding llegó a Castlegate mucho antes que ella, o quizá fue su hijo: Christopher también pudo verme porque estaba allí con el Escort rosa de los Epson, para recoger al niño de la familia. Por cierto, aunque resulte desagradable pensarlo, creo que Christopher siguió a Melanie a Stowerton aquella vez anterior porque le había cogido el gusto a las muchachas negras, le atraían las muchachas negras. Por fortuna para ella, a Melanie no le gustaba Christopher y sin duda él tenía miedo de intentar violar a una mujer joven, libre e independiente.
»Todavía no sé cuál de los dos atentó contra la vida de Oni. Ya lo averiguaremos. Si sé que Riding entró al día siguiente en la unidad de cuidados intensivos y, con muy poco tiempo o privacidad a su disposición, arrancó la cánula del brazo de Oni. No funcionó, pero lo intentó.
– ¿Quién recogió a la niña de los Riding en la escuela el día que escapó Sojourner? -reflexionó Burden, en voz alta-. Es obvio que ni Riding ni la esposa. Probablemente un amigo, supongo que tenían montado un sistema de turnos. Porque si él o la mujer hubieran estado allí habrían visto a Sojourner antes de que hablara con Oni y se pusiera en contacto con Annette, y nada de todo esto hubiese ocurrido. ¿Me pregunto si él pensará en eso ahora?
Freeborn, que se acabó el resto de la jarra de un solo trago, preguntó irritado:
– ¿Sojourner, por qué la llaman así? ¿Qué significa?
– No me gustaba señorita X. No teníamos un nombre.
– Bueno, supongo que ahora lo saben, ¿no?
– Sí -contestó Wexford-. Ahora lo sé. Pero si tenía un apellido nadie lo recuerda. Sophie nunca olvidó el primer nombre que ella mencionó cuando la trajo aquel hombre que murió, en cambio los demás lo olvidaron. Se llamaba Simisola. -El inspector jefe se levantó-. ¿Nos vamos?