175622.fb2
Lunes, 30 de marzo
Tess McGowan se despertó con dolor de cabeza. La luz del sol horadaba las persianas del dormitorio como rayos láser. Maldición. Había vuelto a meterse en la cama sin quitarse las lentillas. Se tapó los ojos con el brazo. ¿Por qué no se había comprado ésas que no hacía falta quitárselas? Odiaba aquel reciente recordatorio de su edad. A los treinta y cinco, aún no era vieja. Sí, había desperdiciado sus veinte años. Pero no haría lo mismo con los treinta.
De pronto se dio cuenta de que estaba desnuda bajo las sábanas. Y entonces notó algo pegajoso a su lado. Alarmada, se incorporó, pegándose la sábana a los pechos, y escudriñó la habitación con los ojos borrosos.
¿Por qué no recordaba que Daniel hubiera estado allí? Él nunca se quedaba a pasar la noche en su casa. Decía que era demasiado típico. Vio su ropa revuelta sobre la silla, al otro lado del dormitorio. En el suelo, junto a la silla, había un ovillo de ropa que semejaba unos pantalones de hombre, con las puntas de unos zapatos sobresaliendo debajo.
Una cazadora de cuero negro colgaba del pomo de la puerta. Aquélla no parecía la ropa de Daniel. Entonces oyó la ducha, pero sólo fue consciente de su sonido al detenerse el agua. Se le aceleró el pulso mientras intentaba recordar algo, cualquier cosa, de lo sucedido la noche anterior.
Miró la mesilla de noche. Eran las nueve menos cuarto. Por alguna razón, recordaba que era lunes por la mañana. Sabía que no tenía citas los lunes, pero Daniel sí. ¿Por qué no recordaba su llegada? ¿Por qué ni siquiera recordaba cuándo había llegado ella a casa?
«¡Piensa, Tess!». Se frotó las sienes.
Daniel se había ido del restaurante y ella tomó un taxi para volver a casa, pero, por supuesto, no volvió directamente. Lo último que recordaba era haberse bebido unos chupitos de tequila en el bar de Louie. ¿Había llamado a Daniel para que fuera a buscarla? ¿Por qué no se acordaba? ¿Se enfadaría él si se lo preguntaba? Estaba claro que Daniel no se había enfadado la noche anterior. Tess se apartó de la mancha húmeda.
Apoyó la cabeza en las almohadas, se frotó los ojos cerrados y deseó que aquel martilleo que amenazaba con partirle la cabeza cesara de una vez.
– Buenos días, Tess -dijo una voz profunda y sedosa.
Antes de abrir los ojos, ella supo que aquélla no era la voz de Daniel. Asustada, volvió a sentarse y se acurrucó contra el cabecero. Un hombre desconocido, alto y fibroso, con sólo una toalla anudada a la cintura, la miraba sorprendido y preocupado.
– ¿Tess? -dijo suavemente-. ¿Estás bien?
Entonces se acordó, como si un dique se rompiera en su cabeza, liberando una inundación de recuerdos. Él estaba en el bar de Louie, observándola desde la mesa del rincón, guapo y callado, distinto a los hombres que frecuentaban aquel tugurio. ¿Cómo era posible que lo hubiera subido a casa?
– Tess, empiezas a asustarme.
Su preocupación parecía sincera. Al menos, no se había llevado a casa a un asesino. Pero ¿cómo demonios iba a darse cuenta, en caso de que lo fuera? Con el pelo todavía mojado y envuelto en la toalla, parecía inofensivo. Enseguida se fijó en su cuerpo duro y firme, y comprendió que era lo bastante fuerte como para vencerla sin mucho esfuerzo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
– Lo siento. Me… me has asustado -procuró mantener la voz en calma.
Él recogió sus pantalones del suelo, pero se detuvo antes de ponérselos, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo.
– ¡Oh, cielos! No te acuerdas, ¿verdad?
Bajo la sombra de la barba que empezaba a crecerle, su rostro infantil pareció azorarse. Se puso torpemente los pantalones, tropezó y estuvo a punto de dejar caer la toalla antes de acabar de subírselos. Tess lo observaba, inquieta y enojada porque su cuerpo musculoso empezaba a excitarla pesar de su confusión. Debía estar preocupada por si la agredía, en vez de preguntarse cuántos años tendría aquel chico. Y, Dios santo, ¿por qué no recordaba su nombre?
– Debí darme cuenta de que habías bebido demasiado -se disculpó él mientras buscaba ansiosamente su camisa, revolviendo entre las cosas de Tess y doblándolas cuidadosamente al volver a colocarlas en la silla. Se detuvo al recoger el sujetador, y su confusión pareció aumentar. Su timidez y su delicadeza hicieron sonreír a Tess. Cuando él volvió a mirarla, se quedó parado, sorprendido por su expresión. Se dejó caer en la silla, ignorando las ropas de Tess, y agitó distraídamente las manos, en las que aún agarraba el sujetador sin darse cuenta.
– Soy un completo idiota, ¿no?
– No, en absoluto -ella sonrió otra vez, y el evidente desasosiego del chico la tranquilizó. Se sentó, tapándose cuidadosamente con la sábana, levantó las rodillas hasta el pecho y apoyó la barbilla sobre los brazos-. Lo que pasa es que no suelo hacer estas cosas -intentó explicarle-. Al menos, ya no.
– Yo tampoco -notó que tenía el sujetador en las manos, lo dobló y lo dejó sobre la estantería cercana-. Así que ¿no recuerdas nada de anoche?
– Recuerdo que me mirabas. Y que me sentía atraída por ti -su confesión pareció sorprenderla casi tanto a ella como a él.
– ¿Nada más? -él parecía dolido.
– Lo siento.
Finalmente, él sonrió y se encogió de hombros. A Tess le extrañaba sentirse tan a gusto con él. Ya no sentía miedo, ni alarma. La única tensión que quedaba parecía proceder de la evidente atracción sexual que sentía por él, y que trataba de ignorar. Él ni siquiera parecía tener treinta años. Y era un extraño, por el amor de Dios. Le daban ganas de darse una patada en el trasero. ¡Cielo santo! ¿Cómo había podido ser tan imprudente? ¿Acaso no había cambiado en absoluto después de tanto tiempo?
– Si encuentro mi camisa, tal vez pueda invitarte a comer.
Entonces ella se acordó de Daniel. ¿Cómo le explicaría todo aquello? Notó que el anillo de zafiros que Daniel le había regalado se le clavaba en la barbilla como un doloroso recordatorio. ¿Qué le pasaba? Daniel era un empresario serio y respetable. Sin duda a veces era arrogante y egocéntrico, pero por lo menos no era un crío al que había recogido en un bar.
Observó al guapo y desconocido joven subirse los calcetines y ponerse los zapatos mientras aguardaba una respuesta. Él miró a su alrededor en busca de su camisa perdida. Tess tocó con los pies algo al otro extremo de la cama. Metió la mano bajo la sábana y sacó una camisa azul de cuadros completamente arrugada. Se la mostró y al instante recordó que la había llevado puesta. El recuerdo de aquel chico quitándosela la hizo sonrojarse.
– ¿Está presentable? -preguntó él, estirándose para recogerla sin acercarse demasiado.
Se estaba comportando como un caballero, fingiendo que no había tenido pleno acceso a su cuerpo sólo unas horas antes. La idea debería repugnarla, o asustarla. Pero no era así. Por el contrario, seguía con la vista clavada en él, deleitándose en sus movimientos nerviosos, pero fluidos, a pesar de que, al mismo tiempo, se sentía enojada consigo misma. No debía fijarse en que el color de la camisa realzaba los reflejos azulados de sus ojos verdes. ¿Cómo había sabido que no le haría daño? En los tiempos que corrían, los ojos de un extraño no eran modo seguro de juzgar un carácter.
– Entonces, ¿te apetece que comamos juntos? -preguntó él, a pesar de que parecía esperar una negativa. Le costaba abrocharse la camisa. Casi había acabado cuando notó que se había saltado un botón y tuvo que empezar de nuevo.
– No recuerdo tu nombre -admitió finalmente Tess.
– Me llamo Will. William Finley -la miró, sonriendo débilmente-. Tengo veintiséis años y no estoy casado. Soy abogado. Acabo de mudarme a Boston, pero he venido a Newburgh Heights a visitar a un amigo. Se llama Bennet Cartland. Su padre tiene un bufete aquí. Un bufete muy prestigioso, a decir verdad. Puedes comprobarlo, si quieres -vaciló-. Bueno, seguramente eso no te interesa, ¿no? -al ver que ella le sonreía, añadió-: ¿Qué más? No padezco ninguna enfermedad, aunque tuve las paperas más o menos a los once años, pero mi amigo Billy Watts también, y tiene tres hijos. Ah, pero no te preocupes. Anoche tomé precauciones.
– Eh… Aquí hay una mancha húmeda -dijo ella suavemente.
Él la miró a los ojos, y su azoramiento pareció dar paso a un destello de deseo disparado tal vez por el recuerdo.
– Sólo tenía dos condones, así que la tercera vez yo… bueno, me salí antes de… bueno, ya sabes.
De pronto, ella recordó la intensidad del placer. Sintió a aquel chico dentro de sí. Aquella extraña oleada de deseo la sorprendió y la asustó. No podía deslizarse de nuevo en sus viejas costumbres. No debía hacerlo, después de tantos esfuerzos.
– Creo que será mejor que te vayas, Will.
Él abrió la boca para decir algo; tal vez, para hacerla cambiar de idea. Vaciló y se miró los pies. Ella se preguntaba si quería tocarla. ¿Tenía ganas de besarla para despedirse, o de convencerla para que lo dejara quedarse? Tal vez ella quisiera dejarse convencer. Pero Will Finley descolgó su cazadora del pomo de la puerta y se fue.
Tess se recostó en las almohadas y notó que olían a la loción de afeitar de Will. Era un olor suave, no como el denso olor a musgo de Daniel. Cielos, ¡veintiséis jodidos años! Casi diez menos que ella. ¿Cómo podía ser tan tonta? Sin embargo, al cerrar los ojos, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a volver a ella en forma de claros y tensos gemidos, de jadeos y sensaciones. Podía sentir el cuerpo de Will frotándose contra el suyo, su lengua y sus manos acariciándola como a un delicado instrumento, sabiendo dónde y cuándo tocarla, arrastrándola a lugares que no frecuentaba desde hacía mucho tiempo.
Los recuerdos más turbadores eran los de su propia urgencia, su ansia, sus dedos y boca devorándolo. Se habían dado placer uno al otro sucesivamente, como si estuvieran hambrientos. La pasión, el ansia, el deseo, no eran nada nuevo. Tess había experimentado a menudo aquellas emociones en su sórdido pasado. Lo que era nuevo e insólito eran las suaves caricias de Will, esa genuina preocupación porque ella sintiera el mismo placer, las mismas sensaciones que experimentaba él. Lo que era nuevo y distinto era que la noche anterior no sólo había follado con Will Finley, sino que Will Finley le había hecho el amor. Quizá pudiera haber hallado algún consuelo en aquella idea. Pero, por el contrario, sintió que despertaba en ella un extraño desasosiego.
Se volvió de lado, giró la almohada y se abrazó a ella. No podía permitir que alguien como Will Finley la apartara de su camino. Ahora, no. Se había esforzado mucho para conseguir lo que tenía. A pesar de sus diferencias, Daniel le confería credibilidad en una comunidad en la que la credibilidad lo era todo. Daniel le convenía en todos los sentidos para llegar a ser una mujer de negocios respetable y próspera. Pero, entonces, ¿por qué tenía la sensación de haber dejado que algo valioso se le escapara entre los dedos al pedirle a Will Finley que se marchara?