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Capítulo 8

Los cuentos de Hoffman

Por el momento el marcador de la jornada iba así: Warshawski cero, visitantes tres. No había obtenido ningún dato satisfactorio de Ajax ni de la Agencia Midway ni del propietario de la funeraria. Ya que estaba en el sur de la ciudad podía aprovechar y completar mi ronda de entrevistas decepcionantes visitando a la viuda.

Vivía a pocas manzanas de la autopista Dan Ryan, en una destartalada casa de doce apartamentos, que tenía un edificio quemado a un lado y un solar con desechos de materiales de construcción y coches oxidados al otro. Cuando llegué, un par de tipos estaban inclinados sobre el motor de un viejo Chevy. La única persona que había en la calle aparte de mí era una mujer de aspecto feroz que farfullaba incoherencias mientras echaba unos tragos de una botella metida en una bolsa de papel marrón.

Parecía que el timbre del portero automático de los Sommers no funcionaba, pero la puerta del portal estaba entreabierta, descansando precariamente sobre sus bisagras, así que entré en el edificio. El hueco de la escalera olía a orines y a grasa rancia. A medida que avanzaba por el pasillo, algunos perros me ladraban desde detrás de las puertas, sofocando el débil llanto de un bebé. Cuando llegué a la puerta de Gertrude Sommers, estaba tan deprimida que tuve que hacer un esfuerzo para llamar en lugar de batirme en cobarde retirada.

Transcurrieron algunos minutos. Por fin escuché unos pasos lentos y una voz profunda preguntándome quién era. Le dije mi nombre y que era la detective que su sobrino había contratado. Descorrió los tres cerrojos que aseguraban la puerta y se quedó un momento en el umbral, observándome con aire sombrío antes de dejarme entrar.

Gertrude Sommers era una mujer alta. Incluso siendo una anciana me sacaba por lo menos cinco centímetros, y yo mido más de un metro setenta, y se mantenía erguida a pesar del dolor. Llevaba un vestido oscuro que hacía frufrú al caminar. Un pañuelo de encaje negro metido en el puño de la manga izquierda indicaba su luto. Mirarla me hacía sentirme desaliñada con mi falda y mi jersey de trabajo tan gastados.

La seguí hasta el salón y esperé de pie hasta que me señaló majestuosamente el sofá. La brillante tapicería de flores estaba protegida con un plástico grueso que emitió un sonoro crujido cuando me senté.

La mugre y la sordidez del edificio desaparecían al traspasar el umbral de su puerta. Las superficies que no estaban recubiertas de plásticos brillaban lustrosas, desde la mesa de comedor que estaba contra la pared -al otro extremo de la habitación- hasta el reloj que había sobre el televisor, con su sonido que imitaba a un carillón. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, muchas de las cuales eran del mismo niño sonriente y también había una antigua foto de mi cliente con su mujer el día de su boda. Para mi sorpresa, el concejal Durham se encontraba en aquella pared, en una foto en la que estaba solo y en otra en la que aparecía abrazando a dos adolescentes vestidos con las características sudaderas azules de los grupos OJO. Uno de ellos se apoyaba en dos muletas de metal, pero ambos sonreían llenos de orgullo.

– Siento mucho la muerte de su marido, señora Sommers. Y siento mucho la terrible confusión que ha surgido alrededor del seguro de vida.

Apretó con fuerza los labios. No me iba a ser de gran ayuda.

Inicié la faena lo mejor que pude, desplegando delante de sus ojos las fotocopias del certificado de defunción fraudulento y del cheque que cancelaba el seguro de vida.

– Estoy desconcertada con esta situación. Quizá usted tenga alguna idea de cómo pudo haber ocurrido algo así.

Se negó a mirar los documentos.

– ¿Cuánto le han pagado para venir aquí a acusarme?

– Nadie me ha pagado y nadie podría pagarme para hacer tal cosa, señora Sommers.

– Eso es fácil decirlo. Para usted es fácil decirlo, jovencita.

– Eso es cierto -hice una pausa, para tratar de ponerme en su situación-. Mi madre murió cuando yo tenía quince años. Si algún desconocido hubiese cobrado su póliza de seguros y hubiesen acusado de ello a mi padre, bueno, puedo imaginarme lo que él hubiera hecho, y eso que era un tipo con buen carácter. Pero si usted no me deja que le pregunte nada sobre el asunto, ¿cómo voy a hacer para averiguar quién cobró esa póliza hace ya tantos años?

Apretó los labios, pensativa, y luego dijo:

– ¿Ha hablado usted ya con ese agente de seguros, ese tal señor Hoffman, que se presentaba todos los viernes por la tarde antes de que el señor Sommers pudiese gastarse la paga en alcohol o en alguna de esas otras cosas en las que, según aquel tipo, malgastan el dinero los negros pobres en lugar de dar de comer a su familia?

– El señor Hoffman ha muerto. La agencia está en manos del hijo del anterior dueño, que no parece saber mucho del negocio. ¿El señor Hoffman le faltaba al respeto a su marido?

Inspiró profundamente por la nariz.

– Para él no éramos personas. Éramos sin más una anotación en aquel cuaderno que siempre llevaba consigo. Iba de acá para allá en aquel Mercedes enorme que tenía, con lo cual nos quedaba muy claro adonde iban a parar los centavos que tanto esfuerzo nos costaba ahorrar. Y a mí que no me vengan a decir que era un hombre honrado.

– ¿Piensa que fue él quien los estafó?

– ¿Y quién otro podría ser? -dio un golpe sobre los papeles desplegados encima de la mesa sin siquiera mirarlos-. ¿Cree que soy ciega, sorda y muda? Yo sé lo que pasa en este país con la gente negra y los seguros. He leído cómo descubrieron a esa compañía del sur que cobraba a los negros más dinero de lo que valían sus pólizas.

– ¿También a usted le pasó eso?

– No. Pero nosotros pagamos. Pagamos, pagamos y pagamos. Y todo para que el dinero acabase esfumándose.

– Si usted no cobró el seguro en 1991 y piensa que tampoco lo hizo su marido, ¿quién pudo haberlo hecho? -le pregunté.

Negó con la cabeza mientras sus ojos se dirigían de manera involuntaria hacia la pared de las fotografías.

Contuve la respiración.

– No me resulta fácil preguntarle esto, pero ¿era su hijo uno de los beneficiarios de la póliza?

Me fulminó con la mirada.

– ¿Mi hijo? Mi hijo murió. Precisamente por él contratamos una póliza mayor, pensando en dejarle un poco de dinero aparte del que estaba destinado a sufragar nuestros entierros, el del señor Sommers y el mío. Nuestro hijo tenía distrofia muscular. Y en caso de que esté pensando, «Ah, bueno, entonces está claro que cobraron la póliza para poder pagar los gastos médicos», permítame informarle, señora, de que el señor Sommers trabajó dos turnos seguidos durante cuatro años para pagar esas cuentas. Yo tuve que dejar mí empleo para cuidar de mi hijo cuando se puso tan enfermo que ya no podía ni moverse. Después de su fallecimiento yo también tuve que trabajar dos turnos para saldar todas las cuentas. Trabajaba de ayudante en una residencia de ancianos. Si va a andar husmeando en mi vida personal, le facilito el dato para que mi sobrino no tenga que pagarle ni un centavo por ello: Hogar de Ancianos la Gran Travesía. Pero usted siga fisgoneando en mi vida. Tal vez yo tenga algún vicio alcohólico escondido, vaya y pregunte en la iglesia a la que pertenezco y en la que mi marido fue diácono durante cuarenta y cinco años. Tal vez el señor Sommers fuese un jugador que se gastó todos nuestros ahorros. Es así como piensa acabar con mi reputación, ¿no es verdad?

Me quedé mirándola fijamente.

– Así que no me va a dejar hacerle ninguna pregunta sobre la póliza. Y tampoco se le ocurre nadie que pueda haberla cobrado. ¿No tiene ningún otro sobrino o sobrina, aparte del señor Isaiah Sommers, que pudieran haberlo hecho?

Otra vez sus ojos miraron hacia la pared. Sin pensármelo dos veces, le pregunté quién era el otro chico que estaba en la foto con el concejal Durham y con su hijo.

– Es mi sobrino Colby. Y eso sí que no: no voy a darle a usted ni a la policía la oportunidad para que le cuelguen ningún mochuelo, ni tampoco al grupo OJO. El concejal Durham ha sido un buen amigo para mi familia y para este barrio. Y su organización brinda a los jóvenes una oportunidad para hacer algo con su tiempo y su energía.

No parecían el momento ni el lugar adecuados para preguntarle sobre los rumores que circulaban sobre que los miembros de la organización OJO conseguían contribuciones para las campañas del concejal usando la dialéctica de los puños. Volví a los papeles que teníamos delante y le pregunté sobre Rick Hoffman.

– ¿Qué tipo de persona era? ¿Piensa que sería capaz de robarles la póliza?

– ¡Ay, y yo qué sé! Lo único que sabíamos, como ya le he dicho, era que tenía un cuaderno con tapas de cuero en el que estaban apuntados nuestros nombres. Podía haber sido Adolf Hitler y nosotros no nos habríamos enterado siquiera.

– ¿Le vendió seguros de vida a mucha gente de este edificio? -pregunté, insistiendo en el tema.

– ¿Y por qué quiere saberlo?

– Me gustaría averiguar si otras personas que contrataron un seguro de vida con él han tenido el mismo problema que usted.

Cuando dije eso ella me miró a los ojos por primera vez, en lugar de mirarme como si fuese transparente.

– En este edificio no le vendió a nadie más. Pero sí en el lugar donde Aaron, el señor Sommers, trabajaba. Mi marido era empleado en los Desguaces South Branch. El señor Hoffman sabía que la gente quiere tener un entierro decente, así que visitaba ese tipo de lugares en los barrios del sur. Debía de visitar a unos diez o veinte clientes cada viernes por la tarde. A veces pasaba a cobrar por el mismo Lüller, a veces venía por aquí, dependiendo de su agenda. Y Aaron, el señor Sommers, le pagó sus cinco dólares semana tras semana durante quince años, hasta terminar de pagarlo todo.

– ¿Hay algún modo de averiguar los nombres de algunas de esas otras personas que contrataron un seguro de vida con Hoffman?

Volvió a estudiarme en detalle, intentando descubrir si yo trataba de engatusarla, pero al final decidió arriesgarse y confiar en mi sinceridad.

– Puedo darle cuatro nombres, los de las personas que trabajaban con mi marido. Todos le compraron a Hoffman, porque les facilitaba las cosas pasando a cobrar por el taller. ¿Servirá eso para que usted comprenda que le estoy diciendo la verdad sobre todo este asunto? -hizo un gesto con la mano hacia donde estaban mis papeles, pero siguió sin mirarlos.

Torcí el gesto.

– Tengo que tener en cuenta todas las posibilidades, señora Sommers.

Me dirigió una mirada glacial.

– Ya sé que las intenciones de mi sobrino al contratarla eran buenas, pero si él supiese lo irrespetuosa que está siendo…

– Yo no le estoy faltando al respeto, señora Sommers. Usted le dijo a su sobrino que hablaría conmigo. Ya sabe el tipo de preguntas que esto implica: hay un certificado de defunción con el nombre de su marido, en el que figura que ha sido usted quien lo ha presentado, fechado hace casi diez años y un cheque que la Agencia de Seguros Midway ha extendido a su nombre. Alguien lo ha cobrado. Y por algún lado tendré que empezar si he de averiguar quién fue. Me ayudaría a creer lo que me dice si descubriera que a otras personas les ha pasado lo mismo que a usted.

Su rostro se contrajo en una mueca de furia pero, tras permanecer sentada en silencio durante treinta segundos, marcados por el tic tac del reloj, sacó un cuaderno a rayas de debajo del teléfono. Se humedeció el dedo índice, pasó las páginas de una libreta de direcciones gastada por el tiempo y finalmente escribió una serie de nombres. Todavía en silencio, me entregó la lista.

La entrevista había acabado. Me dirigí hacia la salida por el oscuro corredor que llevaba escaleras abajo. El bebé seguía llorando. Fuera, los hombres continuaban inclinados encima del Chevy.

Cuando abrí la puerta del Mustang los hombres me gritaron jovialmente proponiéndome intercambiar los coches. Les sonreí y les saludé con la mano. Ay, la amabilidad de los desconocidos. Hasta que la gente hablaba conmigo, no se volvía hostil. Era una lección que tenía que aprender, aunque no ponía mucho empeño en ello.

Eran casi las tres y todavía no había comido nada desde el yogur que me había tomado a las ocho de la mañana. Tal vez la situación se tornase menos deprimente si ingería algo. Pasé junto a una cafetería de carretera antes de entrar en la autopista y compré una porción de pizza de queso. La masa parecía chicle, y la superficie brillaba con tanto aceite, pero disfruté cada bocado y me la comí toda. Cuando me bajé del coche delante de mi oficina, me di cuenta de que me habían caído unos churretes de aceite en mi jersey rosa de punto de seda. A aquellas alturas el marcador era: Warshawski cero; visitantes cinco. Al menos aquella tarde no tenía ninguna cita de trabajo.

Mary Louise Neely, mi ayudante durante media jornada, estaba sentada a su mesa. Me entregó un paquete con el vídeo de las entrevistas a Radbuka, que Beth Blacksin me había mandado con un mensajero. Lo metí en mi maletín y puse a Mary Louise al día sobre el caso Sommers, para que pudiera buscar información sobre las otras personas que habían contratado un seguro con Rick Hoffman. Después le expliqué el particular interés que tenía Don en Paul Radbuka.

– No pude encontrar a nadie llamado Radbuka en la base de datos -dije resumiendo-, así que una de dos…

– Vic, si se ha cambiado de nombre, ha tenido que solicitarlo a un juez. Tiene que haber una orden judicial -Mary Louise me miró como si yo fuese la tonta del pueblo.

Yo, a mi vez, me quedé mirándola boquiabierta como una merluza moribunda y luego me dirigí obediente a encender mi ordenador. Apenas me sirvió de consuelo ver que si Radbuka o Ulrich, o como demonios se llamase, se había cambiado legalmente de nombre, el nuevo no figuraba todavía en la base de datos: tenía que habérseme ocurrido a mí sólita.

Mary Louise, que no quería andar pateándose la ciudad de arriba abajo, no podía creerse que Radbuka no apareciese por ningún lado en la base de datos. Estuvo buscándolo ella misma y después dijo que por la mañana se pasaría por los juzgados para comprobar los datos en los registros.

– Aunque la psicóloga podrá decirte dónde encontrarle. ¿Cómo se llama?

Cuando se lo dije, abrió los ojos como platos.

– ¿Rhea Wiell? ¿La famosa Rhea Wiell?

– ¿La conoces? -hice girar mi butaca hasta quedar frente a ella.

– Bueno, no en persona -el rostro de Mary Louise adquirió el mismo color naranja rojizo de su cabello-. Pero, ya sabes, debido a mi historia, he seguido su carrera. He asistido a algunos de los juicios en los que ella testificó.

Mary Louise se había fugado de su casa cuando era una adolescente porque sufría abusos sexuales. Tras una tumultuosa época de sexo y drogas, rehízo su vida y se convirtió en agente de policía. De hecho, los tres niños que tenía en acogida habían sido rescatados de hogares donde eran víctimas de abusos sexuales. Así que no era raro que prestase una atención especial a una psicóloga que trabajaba con ese tipo de niños.

– Rhea Wiell estaba en el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia. Era una de las psicólogas de plantilla, trabajaba con niños, pero también testificaba como experta en los procesos relacionados con abusos sexuales. ¿Recuerdas el caso MacLean?

A medida que Mary Louise iba contándomelo, empecé a recordar los detalles. El tipo era un profesor de derecho que había empezado su carrera como fiscal en el condado de Du Page. Cuando su nombre se barajó para un nombramiento de juez federal, apareció su hija, que entonces era una mujer adulta, y lo denunció por haberla violado cuando era una niña. Fue tan insistente que logró que la fiscalía presentara una querella criminal.

Varias asociaciones familiares de derechas acudieron al rescate de MacLean, afirmando que su hija no era más que la portavoz de una campaña difamatoria de los liberales, ya que su padre era un republicano conservador. Al final el jurado falló a favor del padre, pero su nombre se cayó de la lista de candidatos al puesto de juez.

– ¿Y la Wiell testificó? -pregunté a Mary Louise.

– Aún más incluso. Era la psicóloga de la hija. Gracias a su terapia, la mujer había recuperado la memoria y recordado los abusos, después de haber tenido aquellos recuerdos bloqueados durante veinte años. La defensa presentó a Arnold Praeger, de la Fundación Memoria Inducida, quien intentó todo tipo de argucias baratas para dejarla mal parada, pero no logró hacerla flaquear -Mary Louise estaba radiante de admiración.

– Así que el enfremamiento entre Praeger y Wiell viene de lejos.

– Eso no lo sé, pero no hay duda de que en los tribunales se han enfrentado durante bastantes años.

– Esta mañana, antes de irme, estuve buscando unos datos en el ProQuest. Si sus enfrentamientos han aparecido en la prensa, seguro que daré con ellos.

Entré en la página de búsqueda del ProQuest. Mary Louise se acercó a leer por encima de mi hombro. El caso que había mencionado había hecho correr ríos de tinta en su época. Eché un vistazo a un par de artículos del Herald Star en los que se alababa el inalterable testimonio de Wiell.

Mary Louise montó en cólera con un artículo de opinión que Arnold Praeger había publicado en The Wall Street Journal, en el que criticaba tanto a Wiell como a las leyes por admitir el testimonio de niños cuyos recuerdos habían sido claramente manipulados. Praeger concluía diciendo que Wiell ni siquiera era una psicóloga seria. ¿Por qué, si no, la había despedido de su plantilla el estado de Illinois?

– ¿Despedida? -le pregunté a Mary Louise, mientras marcaba el artículo para imprimirlo junto a muchos otros-. ¿Sabes algo al respecto?

– No. Supongo que ella decidió que era mejor dedicarse a la práctica privada. Tarde o temprano casi todo el mundo acaba quemado de trabajar para el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia -los ojos claros de Mary Louise denotaban preocupación-. A mí me parecía una psicóloga seria y realmente buena. No puedo creer que el Estado la despidiese, al menos no con razón. Tal vez por resentimiento. Era la mejor que tenían, pero siempre existen muchos celos en ese tipo de oficinas. Cuando la iba a escuchar a los juicios me gustaba imaginarme que era mi madre. De hecho, llegué a sentir unos celos increíbles de una mujer que era paciente suya.

Se rió, avergonzada, y dijo:

– Tengo que irme, es hora de recoger a los chicos. Mañana temprano haré esas averiguaciones sobre el caso Sommers. ¿Puedes rellenar tu hoja de control de horas?

– Sí, señora -le respondí rápidamente, con un saludo militar.

– No es broma, Vic -dijo con tono serio-. Es la única forma…

– Ya lo sé, ya lo sé -a Mary Louise no le gusta que le tomen el pelo, cosa que puede llegar a ser bastante aburrido, pero quizás también por eso es tan buena profesional.

Después de que Mary Louise se marchara, prometiendo pasar por los juzgados a investigar si Radbuka había cambiado de nombre, llamé a una abogada que trabajaba en el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia. La había conocido en un seminario llamado «Las mujeres y la ley en el sector público» y nos hablábamos de vez en cuando.

Me puso en contacto con una supervisora del Departamento, dispuesta a hablar del asunto siempre que fuera algo totalmente extraoficial. Me dijo que prefería volver a llamarme ella desde un teléfono privado, por si el de su despacho estuviese pinchado. Tuve que esperar hasta las cinco, que fue cuando, camino de su casa, paró en una cabina telefónica que había en la planta sótano del Illinois Center. Antes de decirme nada, mi informante me hizo jurarle que yo no tenía ninguna relación con la Fundación Memoria Inducida.

– No todos los que estamos en el Departamento creemos en la terapia por hipnosis, pero no queremos que ninguno de nuestros pacientes se vea afectado por una demanda interpuesta por Memoria Inducida.

Cuando por fin la convencí, después de enumerar una larga lista de posibles referencias hasta llegar al nombre de una persona que ella conocía y en la que confiaba, me habló con asombrosa franqueza.

– Rhea ha sido la psicóloga con mayor empatía que hemos tenido jamás. Logró unos resultados increíbles con niños que ni siquiera llegaban a decir sus nombres a otros terapeutas. Aún hoy sigo echándola de menos cuando nos enfrentamos a determinados casos traumáticos. El problema fue que empezó a creerse la sacerdotisa del Departamento Estatal para Servicios Familiares e Infantiles. No se podían cuestionar sus resultados ni sus opiniones. No recuerdo cuándo empezó exactamente con su consulta privada, tal vez hace seis años, y al principio sólo la tenía a media jornada. Pero hace tres años decidimos rescindir su contrato. A la prensa se le comunicó que se había ido por decisión propia, que quería dedicarse a su consulta, pero la realidad era que teníamos la sensación de que no aceptaba ninguna sugerencia. Siempre tenía razón. Nosotros, el fiscal general del Estado o cualquiera que estuviera en desacuerdo con ella estaba equivocado. Y no se puede tener a una persona en plantilla, alguien en quien tienes que confiar por el trabajo que hace con los niños y ante un tribunal, que pretende ser siempre Juana de Arco.

– ¿Y usted cree que era capaz de distorsionar una situación sólo por su propia gloria? -le pregunté.

– Oh, no. Nada de eso. No era la gloria lo que le interesaba, ella estaba convencida de que tenía una misión que cumplir. Se lo digo yo, algunas de las más jóvenes empezaron a llamarla Madre Teresa, y no siempre con admiración. De hecho, eso fue parte del problema, porque la oficina se dividió en dos: los seguidores incondicionales de Rhea y los escépticos. Y además no dejaba que nadie le preguntase cómo había llegado a tal o cual conclusión. Como en el caso de aquel tipo al que acusó de abusos sexuales y que era un ex fiscal que había sido propuesto para el cargo de juez federal. Rhea no nos permitió ver sus notas antes de testificar. Si el caso hubiese salido mal, podríamos habernos enfrentado a una demanda por daños y perjuicios.

Revolví entre mi montón de papeles.

– Pero ¿la hija que presentó los cargos no era paciente privada de RheaWiell?

– Sí, pero Rhea todavía trabajaba para el Estado, por lo tanto aquel tipo podía habernos acusado de que ella estaba usando las oficinas estatales o nuestras instalaciones para fotocopiar o para lo que fuese, cualquier cosa que se le ocurriese y que nos pudiese llevar a una demanda. Nosotros no podemos correr esa clase de riesgos. Así que tuvimos que decirle que se fuese. Ahora, dígame usted, ya que he sido tan franca, ¿qué es lo que ha hecho Rhea para que una investigadora privada esté interesada en ella?

Ya sabía yo que iba a tener que desembuchar algo. Ojo por ojo, diente por diente, así es como se logran las informaciones.

– Uno de sus pacientes salió esta semana en las noticias. No sé si habrá visto a ese tipo que dice haber recuperado la memoria de lo que le sucedió en el Holocausto. Alguien quiere escribir un libro sobre él y sobre la forma de trabajar de Rhea. Me han pedido que investigue algunos antecedentes.

– Si hay algo que Rhea sabe hacer mejor que ningún otro psicólogo que haya trabajado para nuestra oficina es llamar la atención -dijo mi informante y luego colgó.