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Capítulo 13

El agente secreto

– Andy Birnbaum, el portavoz de la familia y bisnieto del patriarca que había empezado empujando una carretilla de chatarra y acabó siendo una de las grandes fortunas de Estados Unidos, dijo que la familia estaba perpleja ante las acusaciones de Durham. La Fundación Birnbaum había subvencionado programas de desarrollo educativo, artístico y económico en las zonas urbanas deprimidas durante cuatro décadas. Birnbaum añadió que las relaciones de la comunidad afroamericana, tanto con la Corporación Birnbaum como con la fundación, habían sido siempre de mutuo apoyo y que estaba convencido de que, si el concejal Durham se sentara a hablar, comprendería que todo ha sido producto de un malentendido.

Estaba escuchando esa información en la radio mientras conducía de regreso a la ciudad. El tráfico de entrada era denso pero avanzaba rápidamente, así que no estaba prestando demasiada atención hasta que de repente oí mi nombre.

– La investigadora V. I. Warshawski ha afirmado mediante un comunicado a la prensa que las acusaciones de Durham sobre su irrupción en el funeral de Aaron Sommers exigiendo dinero son una pura invención. Joseph Posner, que está presionando al estado de Illinois para que se apruebe la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, ha dicho que las acusaciones de Durham contra Ajax no son más que una estrategia para desviar la atención de la asamblea legislativa y retrasar la aprobación de la ley. Y ha dicho, también, que los comentarios antisemitas de Durham son una vergüenza para la memoria de los difuntos pero que, dado que en pocas horas comenzaba el Sabbath, no violaría la paz del día del Señor para aparecer en público y enfrentarse al concejal.

Gracias a Dios que por lo menos nos libraríamos, de momento, de la presencia de Joseph Posner en la refriega. Ya no podía absorber más noticias; decidí poner música. Una de las emisoras de música clásica calmaba los impulsos salvajes de los que viajaban diariamente por aquella autopista con algo muy moderno y animado. En la otra estaban anunciando a bombo y platillo un acceso a Internet. Apagué la radio y bordeé el lago en dirección sur, de regreso a Hyde Park.

Dada la actitud displicente de Howard Fepple con respecto a su trabajo, sólo había una remota posibilidad de encontrarle todavía en su oficina a las cuatro y media de la tarde de un viernes. De todos modos, cuando una es una bolita de pinball, lo normal es que vaya dando botes de acá para allá con la esperanza de obtener el premio. Y en aquella ocasión tuve suerte o como quiera llamarse a la oportunidad de volver a hablar con Fepple. No sólo se encontraba en su oficina sino que había colocado bombillas nuevas, con lo cual, cuando abrí la puerta, pude ver perfectamente el suelo de linóleo levantado, la mugre y también su expresión de incredulidad.

– Señor Fepple -dije con tono animado-. Me alegra ver que todavía sigue en el negocio.

Miró hacia otro lado y su expresión de incredulidad desapareció para dar paso al enfurruñamiento. Era obvio que no se había puesto un traje y una corbata para recibirme a mí.

– ¿Sabe una cosa? Esta tarde cuando volvía en mi coche después de haber estado visitando a Isaiah Sommers se me ocurrió una idea increíble. Bull Durham sabía de mi existencia. Sabía cosas sobre los Birnbaum. Sabía cosas sobre Ajax. Pero, aunque lleva días hablando de la injusticia cometida con la familia Sommers, parece que no sabe nada sobre usted.

– No le he dado una cita para verme -farfulló, sin mirarme a la cara-. Haga el favor de marcharse.

– En esta oficina no hay que pedir hora -dije alegremente-. Así que tiene que recibirme. Hablemos de esa póliza que le vendió a Aaron Sommers.

– Ya le dije que no fui yo, que fue Rick Hoffman.

– Da igual. Fue su agencia, que es la que tiene la responsabilidad legal en caso de que haya algún problema. Mi cliente no tiene ningún interés en que esto pase años en los tribunales, pero podría demandarle por un dineral puesto que, según la ley, usted tiene una responsabilidad fiduciaria frente a su tío, responsabilidad que no ha cumplido. Se conformaría con que le entregase un cheque por los diez mil dólares a los que ascendía la póliza.

– El no es su… -empezó a decir, pero se detuvo.

– Huy, huy, huy, Howard. ¿Con quién ha estado hablando? ¿Fue con el señor Sommers en persona? No, eso no puede ser. Si no sabría que ha vuelto a contratarme para que finalice la investigación. Así que tiene que haber sido con el concejal Durham. Si es así, va a recibir tanta publicidad que va a tener que empezar a rechazar trabajos. Dentro de un rato tengo una entrevista con el Canal 13 y se les va a hacer la boca agua cuando se enteren de que su agencia ha estado pasando información a Bull Durham sobre los asuntos de sus propios clientes.

– Usted ha bebido -dijo, torciendo el gesto-. Yo no he podido hablar con Durham: ha dejado bien claro que no se trata con blancos.

– Pero hay algo que despierta mi curiosidad -dije y me senté en la desvencijada silla que había frente a su mesa de despacho-. Me muero por saber por qué se ha emperifollado usted tanto.

– Tengo una cita. Yo tengo una vida social independiente del mundo de los seguros. Estoy esperando que se marche para poder cerrar la oficina.

– Enseguida me iré. En cuanto me conteste algunas preguntas. Quiero ver el expediente de Aaron Sommers.

Su rostro pecoso se volvió de un naranja intenso.

– Usted es una caradura. Ésos son documentos privados y no son asunto suyo.

– Son asunto de mi cliente. Da igual, puede cooperar conmigo ahora o puede esperar a que traiga una orden judicial, pero tarde o temprano tendrá que enseñarme ese expediente. Así que más vale que lo haga ahora mismo.

– Vaya y pida la orden judicial, si es que puede. Mi padre puso este negocio en mis manos y no voy a defraudarlo.

Era una forma de reaccionar extraña y hasta patética, a esas alturas.

– Muy bien. Conseguiré la orden judicial. Y otra cosa más: quiero la agenda de Rick Hoffman. Ese cuaderno negro que solía llevar consigo y en el que apuntaba los pagos de sus clientes. Quiero verlo.

– Póngase a la cola -me espetó-. Medio Chicago quiere ver esa agenda, pero yo no la tengo. Todas las noches se la llevaba consigo a casa como si se tratase de la fórmula secreta de la bomba atómica. Y estaba en su casa cuando murió. Si supiese dónde se encuentra su hijo tal vez sabría el paradero de esa maldita agenda. Pero es probable que ese tipejo asqueroso esté en algún manicomio perdido. Sea como sea, no está en Chicago.

Sonó el teléfono y Fepple se abalanzó sobre él tan deprisa como si fuese un billete de cien dólares tirado sobre la acera.

– Ahora mismo no estoy solo -masculló sobre el auricular-. Exacto, la detective -escuchó durante un minuto-. Vale, vale -dijo garabateando algo que parecían números sobre un pedazo de papel y colgó.

Apagó la lámpara de su mesa de trabajo y empezó a cerrar todos los archivadores con llave haciendo grandes aspavientos. Cuando se dirigió a abrir la puerta no tuve más remedio que ponerme de pie. Bajamos en el ascensor hasta el vestíbulo y allí me sorprendió, dirigiéndose hasta donde estaba el guardia de seguridad.

– ¿Ve a esta dama, Collins? Ha venido a mi oficina a amenazarme. ¿Puede encargarse de que esta noche no vuelva a entrar en el edificio?

El guardia me miró de arriba abajo antes de decir, sin demasiado entusiasmo: «Claro, señor Fepple».

Fepple salió conmigo a la calle. Cuando le felicité por su buena táctica, me sonrió con aire de suficiencia y se alejó calle abajo. Lo observé entrar en la pizzería de la esquina. Había un teléfono en la entrada y se detuvo para hacer una llamada.

Me metí a un bar al otro lado de la calle, donde había dos borrachos. Estos discutían sobre un hombre llamado Clive y sobre lo que había dicho la hermana de Clive acerca de uno de ellos, pero después cambiaron de tema para intentar que yo les diera dinero para comprarse una botella. Me alejé de ellos sin quitarle los ojos de encima a Fepple.

Después de unos cinco minutos, salió, miró atentamente a su alrededor, me vio y se dirigió a toda prisa hacia un centro comercial que había en aquella misma calle, en dirección norte. Me disponía a seguirlo cuando uno de los borrachos me agarró del brazo y empezó a decirme que no me portase como una zorra estirada. Le di un rodillazo en el estómago y me soltó. Mientras me gritaba todo tipo de obscenidades, salí corriendo en dirección norte, pero llevaba zapatos de tacón. El tacón izquierdo se me rompió y caí sobre el asfalto. Para cuando estuve en condiciones de reanudar la marcha, Fepple ya había desaparecido.

Me despaché soltando maldiciones contra mí misma, contra Fepple y contra los borrachos con igual furia. Por suerte, los desperfectos se limitaron a unos agujeros en las medias, un rasguño en la pierna izquierda y otro en el muslo. Con la luz del atardecer no pude ver bien si me había estropeado la falda, que era de seda negra y que me gustaba mucho. Regresé a mi coche cojeando y me limpié la sangre de la pierna con un poco de agua de la botella. La falda estaba sucia de tierra y parecía que la tela se había raspado. Le quité el polvo con aire desconsolado. Tal vez después de enviarla a la tintorería no se notase el raspón.

Recostada en el respaldo de mi asiento y con los ojos cerrados, me pregunté si valdría la pena intentar entrar en el edificio de Hyde

Park Bank. Incluso aunque pudiese embaucar al guardia con mi aspecto actual, no podría quedarme con ningún documento porque Fepple sabría que habría sido yo. Eso podía esperar hasta el lunes.

Todavía me quedaba casi una hora antes de mi cita con Beth Blacksin. Debería ir a casa y arreglarme para la entrevista. Pero, por otro lado, Amy Blount, la joven que había escrito la historia de Ajax, vivía a sólo tres manzanas de donde yo estaba. Llamé al número que Mary Louise me había dado.

La señorita Blount estaba en casa. Accedió a que la visitase con su tono de voz educado y distante. Cuando le expliqué que quería hacerle algunas preguntas sobre Ajax, su tono dejó de ser distante para convertirse en glacial.

– La secretaria del señor Rossy ya me ha hecho todas esas preguntas. Es algo que encuentro ofensivo. No voy a contestarle a usted nada, como tampoco le he contestado a él.

– Lo siento, señorita Blount, creo que no me he expresado bien. No es Ajax quien me envía. No sé qué preguntas quería hacerle Rossy pero es muy probable que sean diferentes a las mías. Las mías tienen relación con un cliente que está tratando de averiguar qué pasó con la póliza de un seguro de vida. No creo que usted conozca la respuesta, pero a mí me gustaría hablar con usted porque… -¿por qué? ¿Porque me sentía tan frustrada después de que Fepple se me hubiese escapado y de que Durham me hubiese difamado que me aferraba a un clavo ardiendo?-, porque no puedo entender lo que está pasando y me gustaría hablar con alguien que conozca el funcionamiento de Ajax. Estoy cerca de su casa, podría pasar a verla si pudiese dedicarme diez minutos de su tiempo.

Después de hacer una pausa, me dijo fríamente que me escucharía, pero que no me prometía contestar ninguna de mis preguntas.

Vivía en un edificio bastante destartalado en la calle Cornell. Era ese tipo de vivienda descuidada en la que suelen vivir estudiantes. Aunque, según me había enterado por las quejas de un viejo amigo, cuyo hijo estaba estudiando medicina en la ciudad, era posible que Amy Blount pagase seiscientos o setecientos dólares al mes por una ventana rota que diese a la calle, una puerta de entrada desvencijada y un hueco de escalera sin ascensor.

Amy Blount me esperaba junto a la puerta abierta de su estudio, observándome mientras yo subía los tres pisos por la escalera. En su casa llevaba los rizos estilo rastafari sueltos y, en lugar del traje de chaqueta de tweed que se ponía para ir a Ajax, llevaba unos vaqueros y una camisa amplia. Me invitó a entrar con gesto educado pero carente de cordialidad, señalándome con la mano una dura silla de madera mientras ella se sentaba en el sillón giratorio de su mesa de trabajo.

A excepción del futón, con su brillante colcha de colores y un grabado de una mujer arrodillada detrás de una canasta, la habitación estaba amueblada con una austeridad casi monástica. Todas las paredes estaban cubiertas de librerías de contrachapado blanco. Hasta el minúsculo hueco del comedor tenía estanterías alrededor de un reloj.

– Ralph Devereux me dijo que usted había hecho el doctorado en Historia Económica. ¿Por eso ha escrito una historia sobre Ajax?

Asintió con la cabeza en silencio.

– ¿Cuál fue el tema de su tesis?

– ¿Es eso importante para su cliente, señora Warshawski?

Arqueé las cejas.

– Una respuesta muy amable, señorita Blount. Pero es verdad, ya me advirtió que no contestaría a ninguna pregunta. Me dijo que había hablado con Bertrand Rossy, así que ya sabe que el concejal Durham ha acusado a Ajax…

– Hablé con su secretaria -me corrigió-. El señor Rossy es demasiado importante como para llamarme él en persona.

El tono de su voz era tan impersonal que no podría afirmar si intentaba ser irónica.

– De todos modos, fue él quien planteó las preguntas. Así que usted sabe que Durham ha organizado una manifestación frente al edificio de Ajax y afirma que Ajax y los Birnbaum le deben una indemnización a la comunidad afroamericana por el dinero que ambos han ganado a costa de la esclavitud. Supongo que Rossy la ha acusado de proporcionarle a Durham la información de los archivos de Ajax.

Asintió con la cabeza, con aire desconfiado.

– La otra parte de la protesta de Durham me atañe a mí personalmente. ¿No ha oído hablar de la Agencia de Seguros Midway que se encuentra ahí, en el edificio del banco? Aunque es un inútil, Howard Fepple es el actual propietario. Hace treinta años uno de los agentes de su padre vendió una póliza a un hombre llamado Sommers -le resumí el problema de la familia Sommers-. Ahora Durham se ha aprovechado de la historia. Me pregunto si, basándose en el trabajo que usted ha hecho en Ajax, tiene idea de quién podría haberle proporcionado al concejal una información interna tan detallada sobre la historia de la compañía y sobre esta demanda que acabo de explicarle. Sommers fue a quejarse al concejal, pero las manifestaciones de Durham proporcionan un detalle que no creo que Sommers conociese: el hecho de que Ajax fue la compañía que aseguró a la Corporación Birnbaum en los años previos a la Guerra Civil. Estoy dando por supuesto que esa información es exacta, porque, si no lo fuera, Rossy no la habría llamado. Es decir, su secretaria no la habría llamado.

Cuando hice una pausa, Amy Blount dijo:

– Es más o menos exacta. Es decir, el primer Birnbaum, el que empezó la fortuna familiar, hizo un seguro con Ajax en la década de 1850.

– ¿Qué quiere decir con «más o menos exacta»? -le pregunté.

– En 1858 Mordecai Birnbaum perdió un cargamento de arados de acero con destino a Mississippi cuando el barco de vapor explotó en el río Illinois. Ajax pagó por ello. Supongo que es a eso a lo que se refiere el concejal Durham -hablaba con un tono monocorde. Pensé que cuando diera clases sería mejor que hablase de un modo más animado o, si no, se le dormirían todos los alumnos.

– ¿Arados de acero? -aquello distrajo mi atención-. Pero ¿existían antes de la Guerra Civil?

Puso una sonrisa remilgada.

– John Deere inventó el arado de acero en 1830. En 1847 abrió su primera fábrica y una tienda al por menor aquí, en Illinois.

– Así que los Birnbaum ya eran una potencia económica en 1858.

– Creo que no. Creo que la familia hizo su fortuna con la Guerra Civil, pero los archivos de Ajax no contenían muchos detalles al respecto. Es algo que deduje a partir de la lista de bienes que aseguraban. Los arados de los Birnbaum sólo eran una pequeña parte de la carga que transportaba el barco.

– En su opinión, ¿quién puede haberle informado a Durham sobre el embarque de arados de Birnbaum?

– ¿Es ésta una forma sutil de hacerme confesar?

Podía haber hecho la pregunta con un tono de humor, pero no fue así. Tuve que hacer un gran esfuerzo por no perder la calma.

– Acepto todas las posibilidades pero tengo que tener en cuenta los hechos de los que dispongo. Usted tenía acceso a los archivos. Puede que le comentara sus hallazgos a Durham. Pero, si no lo hizo, quizás tenga alguna idea de quién pudo hacerlo.

– Así que, al final, ha venido hasta aquí para acusarme -adelantó el mentón con gesto intransigente.

Hundí el rostro en mis manos, repentinamente harta de todo aquello.

– He venido hasta aquí con la esperanza de obtener una información mejor que la que tengo. Pero déjelo. Tengo una entrevista con el Canal 13 para hablar de todo este asunto, así que tengo que irme a casa a cambiarme.

Apretó los labios.

– ¿Va a acusarme por televisión?

– En realidad, yo no he venido aquí a acusarla de nada, pero usted desconfía tanto de mí y de mis motivos que no creo que esté en condiciones de creer en ninguna de las garantías que pueda darle. Vine con la esperanza de que un observador profesional como usted hubiese visto algo que me proporcionara una forma nueva de enfocar lo que está sucediendo.

Me miró, recelosa.

– Si yo le dijese que no le he dado información sobre los archivos a Durham, ¿me creería?

– Póngame a prueba -le dije, abriendo ambas manos.

Tomó aire y empezó a hablar a toda velocidad, con la mirada clavada en los libros de la estantería que estaba encima de su ordenador.

– Sucede que yo no estoy de acuerdo en absoluto con las ideas del señor Durham. Soy totalmente consciente de las injusticias raciales que todavía existen en este país. He investigado y he escrito sobre la historia económica y comercial de la comunidad negra, así que tengo más conocimiento de la historia de esas injusticias que la gran mayoría. Son muchas y muy graves. Yo acepté el trabajo de escribir la historia de Ajax, por ejemplo, porque me está resultando tremendamente difícil que en los programas académicos de historia o de economía me presten atención para encargarme otros temas que no sean los estudios sobre los afroamericanos, estudios que suelen ser demasiado marginales como para resultarme interesantes. Necesito ganar algún dinero mientras busco trabajo. También es cierto que podría escribirse una monografía interesante con los archivos de Ajax. Pero yo no estoy de acuerdo con el enfoque que muestra a los afroamericanos como víctimas. Eso hace que los estadounidenses blancos sientan lástima de nosotros, y mientras despertemos lástima no se nos respetará -se puso colorada, como si le diera vergüenza revelarle sus creencias a una extraña.

Me acordé de la furiosa vehemencia de Lotty cuando discutía con Max el tema de la victimización de los judíos. Asentí lentamente con la cabeza y le dije a Amy Blount que creía en lo que me decía.

– Además -añadió, todavía colorada-, me parecería inmoral facilitarle los archivos de Ajax a un extraño cuando ellos me han confiado sus documentos privados.

– Puesto que usted no ha proporcionado información interna de Ajax al concejal, ¿se le ocurre alguien que pueda haberlo hecho?

Negó con la cabeza.

– Es una compañía tan grande… Y además los archivos tampoco son tan secretos, por lo menos no lo eran cuando yo estuve haciendo mi investigación. Todos los documentos antiguos los tienen metidos en cajas en la biblioteca de la compañía. De hecho, tienen cientos de cajas. El material más reciente lo guardan con celo, pero el de los primeros cien años… Ha sido más una cuestión de tener paciencia para leer todo aquello que un problema de dificultad de acceso. Es verdad que para ver ese material había que pedírselo al bibliotecario pero, aun así, es probable que cualquiera que haya querido estudiar esos papeles lo haya podido hacer sin dificultad.

– ¿Así que puede tratarse de un empleado, de alguien que tenga algún resentimiento o de alguien a quien hayan sobornado? ¿O tal vez un ferviente militante de la organización del concejal Durham?

– Podría ser cualquiera de esas posibilidades o todas a la vez, pero yo no tengo ningún nombre que pueda sugerirle. De todos modos, en la compañía hay tres mil setecientas personas de color que ocupan puestos administrativos de nivel bajo o desempeñan trabajos secundarios. Están muy mal pagados, no ocupan cargos de supervisión y suelen recibir un trato claramente racista. Cualquiera de ellos podría ponerse lo suficientemente furioso como para emprender una acción de sabotaje pasivo.

Me puse de pie al tiempo que me preguntaba si habría algún miembro de la extensa familia Sommers que ocupara algún puesto administrativo de nivel bajo en Ajax. Le agradecí a Amy Blount por haber accedido a hablar conmigo y le dejé una tarjeta, por si se le ocurría alguna otra cosa. Cuando me acompañaba a la puerta, me detuve a mirar el cuadro de la mujer arrodillada. Tenía la cabeza inclinada sobre la canasta que estaba delante de ella; no se le veía la cara.

– Es una obra de Lois Mailou Jones -dijo la señorita Blount-. Ella también se negaba a ser una víctima.