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Un intruso en la fiesta
El breve descanso que Morrell y yo nos tomamos en Michigan me sirvió para olvidarme de mis problemas del viernes, gracias sobre todo al buen juicio de Morrell. Puesto que iba conduciendo por la carretera de circunvalación, había empezado a desviarme hacia Hyde Park, pensando que podría hacer una rápida incursión en la oficina de Fepple para echar un vistazo a la carpeta de la familia Sommers. Morrell me lo prohibió rotundamente, recordándome que habíamos acordado pasar cuarenta y ocho horas sin ocuparnos del trabajo.
– Yo no me he traído el ordenador portátil para no caer en la tentación de mandar correos electrónicos a Médicos para la Humanidad. Así que tú también podrás mantenerte alejada durante este tiempo de un agente de seguros que parece ser un tipo repugnante, Vic -dijo Morrell, sacándome del bolso mi juego de ganzúas y metiéndoselas en un bolsillo de sus vaqueros-. Y, además, no quiero ser cómplice de esos métodos tuyos nada ortodoxos para obtener información.
A pesar de mi enfado momentáneo, no tuve más remedio que soltar una carcajada. Después de todo, por qué iba a estropear los pocos días que me quedaban con Morrell preocupándome por un gusano como Fepple. Decidí que tampoco me preocuparía por los periódicos de la mañana que había metido en el bolso sin hojearlos siquiera: no necesitaba para nada que me subiera la tensión arterial viendo cómo se metía conmigo Bull Durham en la prensa.
Me resultaba más difícil dejar de lado mi preocupación por Lotty, pero la prohibición de preocuparnos del trabajo no incluía los problemas de los amigos. Intenté explicarle a Morrell lo angustiada que estaba Lotty. Me escuchó mientras yo iba conduciendo, pero no pudo ofrecerme mucha ayuda para descifrar lo que había detrás de sus atormentadas palabras.
– Lotty perdió a su familia en la guerra, ¿verdad?
– A todos menos a Hugo, su hermano menor, que fue a Inglaterra con ella. Ahora vive en Montreal. Tiene una pequeña cadena de elegantes boutiques en Montreal y Toronto. Y a su tío Stephan, que creo que era hermano de su abuelo y que se vino a Chicago en los años veinte. Se pasó la mayor parte de la guerra como huésped del gobierno federal en la penitenciaría de Fort Leavenworth. Por falsificación -añadí adelantándome a la pregunta que iba a formularme Morrell-. Era un grabador que se enamoró de la cara de Andrew Jackson que sale en los billetes, pero que pasó por alto algún detallito, así que no formó parte de la infancia de Lotty.
– Entonces, no tendría más de nueve o diez años cuando vio a su madre por última vez. No es de extrañar que los recuerdos de esa época sean tan dolorosos para ella. ¿No me habías dicho que ese tal Radbuka había muerto?
– Ese o ésa, Lotty no me ha dicho si era un hombre o una mujer, pero lo que sí me dijo fue que esa persona ya no existe -me quedé pensando en aquello-. ¡Qué frase tan rara! «Esa persona ya no existe.» Puede significar varias cosas: que la persona ha muerto, que la persona ha cambiado de identidad o, tal vez, que una persona a quien amaba o que pensaba que la amaba la había traicionado y, por tanto, ese ser a quien amaba no había existido nunca en realidad.
– Entonces su dolor estaría causado porque le recuerda una segunda pérdida. Deja de andar haciendo averiguaciones, Vic. Que te lo cuente ella cuando se sienta lo suficientemente fuerte para hacerlo.
Mantuve la mirada fija en la carretera.
– ¿Y si no me lo cuenta nunca?
Morrell se inclinó para secarme una lágrima de la mejilla.
– Eso no querría decir que tú le hubieras fallado como amiga. De lo que se trata aquí es de sus demonios internos, no de tu culpa.
No hablé mucho durante el resto del viaje. íbamos a un lugar a unos ciento sesenta kilómetros de Chicago, rodeando la parte inferior de la U que forma el lago Michigan. Dejé que el runrún del coche y la carretera ocuparan mi mente.
Morrell había reservado habitación en un agradable hostal de piedra con vistas al lago. Después de registrarnos, dimos un largo paseo por la playa. Era difícil de creer que aquél fuese el mismo lago que bordeaba Chicago. Las largas franjas de dunas, vacías de todo lo que no fueran pájaros y matas de hierba, conformaban un mundo muy diferente al del ruido incesante y la mugre de la ciudad.
Tres semanas después del Día del Trabajo teníamos toda la vista del lago para nosotros solos. Sentir el viento en el pelo y hacer que la arena cristalina de la playa cantase al rozar contra ella mis pies desnudos me proporcionaba un refugio de paz. Noté cómo se me iban borrando de la frente y de las mejillas las arrugas provocadas por la tensión.
– Morrell, me va a ser muy difícil vivir sin ti los próximos meses. Ya sé que ese viaje es muy apetecible y que estás ansioso por hacerlo. No te lo reprocho, pero para mí va a ser muy difícil, especialmente ahora, no tenerte conmigo.
– También va a ser difícil para mí, pepaiola -dijo atrayéndome hacia él-. Me vuelves loco y me haces estornudar con tus agudos comentarios.
En una ocasión le había contado a Morrell que mi padre nos llamaba así a mi madre y a mí, con ese término italiano que era una de las pocas palabras que había aprendido de mi madre. Molinillo de pimienta. ¡Ay, mis dos pepaiolel, solía decir, fingiendo que estornudaba cuando le volvíamos loco para que hiciera algo. Me estáis poniendo la nariz roja como un tomate. Vale, vale, haré lo que queráis con tal de que no me estropeéis la nariz. De pequeña, yo me moría de risa con sus falsos estornudos.
– Ah, con que pepaiola… ¡Pues ahora sí que vas a estornudar! -le dije tirándole un puñado de arena y echando a correr por la playa.
Morrell se puso a correr detrás de mí para agarrarme, algo que no hace normalmente porque no le gusta correr y, además, porque yo soy más rápida. Así que aminoré la velocidad para que me alcanzara. Pasamos el resto del día evitando los temas espinosos, entre ellos el de su inminente partida. El aire era frío, pero el agua del lago aún estaba tibia. Nadamos desnudos en medio de la oscuridad y, luego, abrazados bajo una manta sobre la arena, hicimos el amor con Andrómeda sobre nuestras cabezas y Orion, el cazador, mi talismán, asomando por el este con su cinturón tan cercano que parecía que podíamos arrancarlo del cielo. El domingo a mediodía, de bastante mala gana, nos pusimos ropa elegante y nos metimos en el coche para volver a tiempo de asistir al último concierto del Cellini Ensamble en Chicago.
Cuando paramos a echar gasolina cerca de la entrada de la autopista, dimos por finalizado oficialmente el fin de semana, así que compré los periódicos dominicales. La manifestación de Durham encabezaba tanto la sección de noticias locales como la página de opinión del Herald Star. Me alegré de comprobar que mi entrevista con Beth Blacksin y con Murray había logrado que Durham echase marcha atrás en sus ataques contra mí.
El señor Durham ha retirado una de sus acusaciones, la de que la investigadora privada V. I. Warshawski se había enfrentado a una mujer que acababa de perder a su marido durante la celebración del funeral. «Los que me informaron estaban comprensiblemente afectados ante la terrible falta de humanidad de una compañía de seguros que se negó a cumplir el compromiso adquirido de pagar el entierro de un ser querido; con el nerviosismo pueden haber malinterpretado el papel de la señora Warshawski en este caso.»
– ¿Pueden haber malinterpretado? ¿Es que no puede admitir simple y llanamente que estaba equivocado? -pregunté a Morrell con un gruñido.
Murray había añadido algunas frases más en las que explicaba que mis investigaciones estaban suscitando algunas dudas sobre el papel que habían representado en todo aquello la Agencia de Seguros Midway y la Compañía de Seguros Ajax; que el propietario de Midway, Howard Fepple, no había contestado a los mensajes que se le dejaban en su contestador automático; que un portavoz de Ajax había dicho que la compañía había descubierto una solicitud de pago por defunción fraudulenta que se había presentado hacía diez años y que estaban intentando aclarar cómo había podido ocurrir aquello.
En la página de opinión había un artículo del presidente de la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois. Se lo leí a Morrell en voz alta.
Imagínense que van a Berlín, la capital de Alemania, y que se encuentran con un enorme museo dedicado a los horrores de tres siglos de esclavitud de los negros en Estados Unidos. Después, imagínense que Frankfurt, Munich, Colonia y Bonn tienen también ese mismo tipo de museos, pero más pequeños. Eso sería exactamente igual que si en Estados Unidos se erigieran museos sobre el Holocausto e ignorasen totalmente las atrocidades que se cometieron aquí contra los negros o contra los indios.
Y, ahora, supongan que en Alemania se aprobase una ley que impidiera a toda compañía estadounidense que hubiera obtenido algún beneficio a costa de la esclavitud ejercer su actividad en Europa. Eso es lo que Illinois pretende hacer con las compañías alemanas. El pasado es un asunto complicado. Nadie tiene las manos limpias, pero si tuviéramos que detenernos cada diez minutos a lavárnoslas, antes de poder vender automóviles, productos químicos o seguros, el comercio acabaría estancándose.
– Etcétera, etcétera, Lotty no es la única en querer enterrar el pasado. Demasiado fácil, en cierto modo. Morrell hizo una mueca.
– Sí -dijo-, todo eso que dice hace que parezca un liberal de buen corazón preocupado por los afroamericanos y por los indios, cuando, en realidad, lo único que pretende es impedir que se inspeccionen los archivos de los seguros de vida para ver cuántas pólizas se niegan a pagar las compañías aseguradoras de Illinois.
– Claro, y la familia Sommers suscribió una póliza que no puede cobrar. Aunque, no creo que fuese la compañía de seguros la que cometió el fraude, sino el agente. Me gustaría ver los ficheros de Fepple.
– Hoy no, señorita Warshawski. No te voy a devolver tus ganzúas hasta que esté a punto de subir al 777 el martes.
Me reí y me zambullí en la sección de deportes. Los Cubs habían descendido tanto en su caída libre que tendrían que enviarles la lanzadera espacial para que pudieran volver a la Liga Nacional. Por otra parte, a los Sox les iba muy bien. Habían alcanzado los mejores resultados de la Liga, que ya entraba en la última semana de la temporada. Aunque los expertos decían que quedarían eliminados en la primera ronda de las finales, aquello seguía siendo un hecho sorprendente en el panorama deportivo de Chicago.
Llegamos al Orchestra Hall unos segundos antes de que los acomodadores cerraran las puertas. Michael Loewenthal había dejado las entradas para Morrell y para mí en la taquilla. En el palco nos reunimos con Agnes y Calia Loewenthal. Calia tenía un aire angelical con su vestido de nido de abeja blanco bordado con rosas doradas. Su muñeca y su perrito de peluche, con unas cintas doradas a juego, estaban en la silla que había a su lado.
– ¿Dónde están Lotty y Max? -pregunté en un susurro mientras los músicos salían al escenario.
– Max se está preparando para la fiesta. Lotty fue a ayudarle y acabó discutiendo terriblemente con él y con Cari. No tiene buen aspecto. Ni siquiera sé si va a quedarse a la fiesta.
– ¡Chisst!, ¡mami, tía Vicory! No se puede hablar cuando papá toca en público -nos dijo Calia mirándonos muy seria.
En su corta vida había oído cientos de veces que aquello era un pecado. Agnes y yo obedecimos, pero la preocupación por Lotty volvió a adueñarse de mi mente. Además, si había tenido una bronca monumental con Max, no me apetecía nada ir a la fiesta.
Cuando los músicos se instalaron ante sus atriles, con aquellos atuendos formales que les otorgaban un aire tan distante, me parecieron unos extraños en vez de unos amigos. Durante unos momentos deseé no haber asistido al concierto, pero una vez que comenzó a sonar la música, con aquel lirismo controlado que definía el estilo de Cari, se me aflojaron los nudos de tensión. En un trío de Schubert la riqueza interpretativa de Michael Loewenthal y la intimidad que parecía sentir -con su violonchelo y sus compañeros- hizo que me invadiera el dolor de la nostalgia. Morrell me sujetó los dedos y me los apretó con suavidad: la lejanía no iba a separarnos.
Durante el intermedio le pregunté a Agnes si sabía por qué se habían estado peleando Lotty y Max.
Negó con la cabeza.
– Michael dice que se han pasado todo el verano discutiendo por esa conferencia sobre los judíos en la que ha participado Max. Ahora parece que se pelean sobre un hombre al que Max conoció allí el viernes o al que oyó hablar o algo así, pero la verdad es que yo estaba intentando que Calia se estuviera quieta mientras le ponía las cintas del pelo y no presté mucha atención.
Después del concierto, Agnes nos pidió si podíamos llevarnos a Calia en el coche con nosotros hasta Evanston.
– Se ha portado tan bien, ahí sentadita como una princesa durante tres horas que, cuanto antes pueda desahogarse y ponerse a jugar, mejor. A mí me gustaría quedarme hasta que Michael esté listo para salir.
El comportamiento angelical de Calia se esfumó tan pronto salimos del Orchestra Hall. Se puso a correr gritando calle abajo, quitándose las cintas del pelo e incluso tirando a Ninshubur, su perrito de peluche. Antes de que pudiera cruzar la calle en su alocada carrera, la agarré y me la subí en brazos.
– No soy un bebé. No tienes que llevarme en brazos -me dijo a gritos.
– Claro que no lo eres. Ningún bebé es tan pesado -le contesté jadeando por el esfuerzo de bajar con ella las escaleras que llevaban al aparcamiento. Morrell empezó a reírse de nosotras dos y a Calia le entró de pronto un aire de dignidad ofendida.
– Estoy muy enfadada con su comportamiento -dijo, cruzando los brazos, como si fuera el eco de su madre.
– Ya somos dos -murmuré bajándola al suelo.
Morrell la subió al coche y con mucha solemnidad le devolvió a Ninshubur. Calia se negó a dejarme ponerle el cinturón, pero decidió que Morrell era su aliado y, cuando él se inclinó para hacerlo, dejó de retorcerse. Mientras íbamos hacia la casa de Max, se puso a regañar a su muñeca como si me estuviese regañando a mí. «Eres una niña muy mala. Has cogido a Ninshubur cuando estaba corriendo y le has bajado las escaleras en brazos. Ninshubur no es un bebé. Tiene que correr y desahogarse.» Lógicamente, hizo que me olvidara de todas mis preocupaciones. Tal vez ésa fuera una buena razón para tener hijos: no te dejan energía para preocuparte de ninguna otra cosa.
Cuando llegamos a casa de Max, había varios coches aparcados junto a la puerta, entre los que estaba el Infiniti verde oscuro de Lotty con los parachoques abollados, testigos elocuentes de su imperioso modo de circular por las calles. No había aprendido a conducir hasta que llegó a Chicago, a los treinta años y, por lo que se ve, debió de enseñarle algún maniquí de los que se usan en los bancos de pruebas de la Agencia Nacional para la Seguridad en los Automóviles. Pensé que, si se había quedado a la fiesta, debía de ser que había arreglado sus diferencias con Max.
Nos abrió la puerta un joven de esmoquin. Calia echó a correr por el recibidor llamando a gritos a su abuelo. Fuimos tras ella, aunque más lentamente, y vimos a otros dos camareros que estaban doblando servilletas en el salón. Max había mandado colocar una serie de mesitas bajas por allí y en la sala de al lado, de modo que la gente pudiera cenar sentada.
Lotty estaba de espaldas a la puerta envolviendo tenedores en servilletitas y colocándolos sobre un aparador. A juzgar por lo rígido de su postura, aún seguía enfadada. Pasamos de largo sin decir nada.
– No parece tener el mejor humor para una fiesta -dije por lo bajo.
– Podemos felicitar a Cari e irnos pronto -dijo Morrell, que estaba de acuerdo conmigo.
Encontramos a Max en la cocina hablando con el ama de llaves sobre cómo organizarse durante la fiesta. Calia corrió a tirarle de la manga. El la levantó en volandas y la sentó en la encimera, pero sin dejar su conversación con la señora Squires. Max ha sido administrador durante muchos años y sabe que nunca se logra acabar nada si se toleran interrupciones.
– ¿Qué le pasa a Lotty? -le pregunté cuando terminó de hablar con la señora Squires.
– Ah, tiene un berrinche. No hay que prestarle mucha atención -contestó quitándole importancia.
– No tendrá nada que ver con el asunto de Radbuka, ¿verdad? -le pregunté frunciendo el ceño.
– ¡Opa, Opa! -gritó Calia-, he estado callada todo el rato, pero tía Vicory y mami han hablado y, luego, tía Vicory ha sido muy mala y me ha hecho mucho daño en la tripita cuando me llevaba en brazos por las escaleras.
– ¡Qué horrible, Püppchenl -murmuró Max, acariciándole el pelo. Luego, dirigiéndose a mí, añadió-: Lotty y yo hemos acordado dejar a un lado nuestras diferencias por esta noche, así que no voy a violar el concordato exponiéndote mis puntos de vista.
Uno de los camareros entró en la cocina acompañando a una joven con pantalones vaqueros. Max nos la presentó diciendo que era Lindsey, una estudiante que iba a ocuparse de entretener a los más pequeños. Cuando le dije a Calia que iba a subir con ella para ayudarla a cambiarse de ropa para ir a jugar, me contestó muy desdeñosa que aquélla era una fiesta de gala y que, por tanto, tenía que seguir vestida con su traje de fiesta, pero consintió en irse con Lindsey al jardín.
Lotty apareció en la cocina, nos saludó a Morrell y a mí con un leve movimiento de cabeza, como si fuera una princesa, y dijo que iba a subir a cambiarse. A pesar de aquel aire prepotente, era un alivio verla tan imperiosa en vez de toda angustiada. Volvió a aparecer, enfundada en un vestido largo con una chaqueta de seda carmesí, casi al mismo tiempo en que empezaron a llegar los demás invitados.
Don Strzepek llegó desde casa de Morrell, llevando, por una vez, una camisa bien planchada. Max no había puesto el menor inconveniente en incluir entre sus invitados al viejo amigo de Morrell. Los músicos aparecieron todos juntos. Tres o cuatro tenían niños de una edad aproximada a la de Calia; la sonriente Lindsey los reunió a todos y se los llevó escaleras arriba para que vieran unos vídeos y comieran pizza. Cari había cambiado el frac por unos pantalones y un suéter fino. Tenía los ojos brillantes de alegría, satisfecho consigo mismo, con el concierto y con la presencia de tantos amigos; el tempo de la fiesta se fue animando gracias a la fuerza de su personalidad. Hasta Lotty estaba más relajada y riéndose en un rincón con el contrabajo del Cellini Ensemble.
Yo me encontré hablando sobre la arquitectura de Chicago con el primer profesor de chelo que había tenido Michael. Mientras tomábamos un vino y unos cuadraditos pequeños de polenta con queso de cabra, el representante del grupo Cellini dijo que los sentimientos antiamericanos que había en Francia se asemejaban a los sentimientos contra Roma en la antigua Galia. Cerca del piano, Morrell estaba inmerso en una de esas controversias políticas que tanto le gustan. Habíamos olvidado la idea de marcharnos pronto.
A eso de las nueve, cuando los demás invitados habían pasado a la parte de atrás para cenar, sonó el timbre de la puerta. Yo me había entretenido un poco en la terraza acristalada escuchando un disco de Rosa Ponseüe cantando Harnero, saro constante. Era una de las arias favoritas de mi madre y quise escucharla hasta el final. El timbre volvió a sonar mientras cruzaba el recibidor, ya vacío, para reunirme con el resto de los invitados. Aparentemente los camareros estaban demasiado ocupados sirviendo la cena como para acudir a abrir. Me dirigí hacia la pesada puerta de madera de doble hoja.
Cuando vi aquella figura en el umbral, se me cortó la respiración. El pelo ensortijado le escaseaba por las sienes, pero a pesar de las canas y de las arrugas que le rodeaban la boca, su rostro tenía una especie de aire infantil. Las fotografías que yo había estado mirando mostraban a un hombre crispado por la angustia, pero incluso con las mejillas dibujando una sonrisa, con una mezcla de timidez y ansiedad, Paul Radbuka era inconfundible.