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Viejos amantes
La fiesta había terminado en la planta baja. Los camareros estaban recogiendo las sobras, limpiando con la aspiradora los restos de comida caídos en la alfombra y fregando los últimos platos. En el salón Cari y Michael discutían el tempo adecuado de un soneto de Brahms, tocando al piano un pasaje, mientras Agnes los observaba sentada con las piernas recogidas sobre el sofá.
Levantó la mirada cuando aparecí por la puerta, y se puso apresuradamente en pie para venir corriendo a mi encuentro, antes de que yo pudiera salir de la casa, tras Morrell y Don.
– Vic, pero ¿quién era ese hombre tan raro? Su irrupción ha puesto a Cari fuera de sí. Fue a la terraza y se puso a gritarle a Lotty hasta que Michael fue a pararle. ¿Qué es lo que está ocurriendo?
– Sinceramente, no lo sé -dije-. Ese tipo cree que pasó su niñez en un campo de concentración. Dice que hasta hace poco no descubrió que su verdadero apellido era Radbuka, y ha venido aquí con la esperanza de que Max o Cari fueran parientes suyos o de que alguien de sus amigos en Inglaterra tuviera familiares con ese apellido.
– Pero eso no tiene ningún sentido -dijo Agnes alzando la voz.
Max bajó por la escalera con un paso de cansancio infinito.
– Ya se ha ido, ¿verdad, Victoria? No, no tiene ningún sentido. Esta noche nada tiene demasiado sentido. Incluso que Lotty se haya desmayado… cuando la he visto extraer una bala sin pestañear. ¿Tú qué piensas de él, Victoria? ¿Te has creído su historia? Es un cuento extraordinario.
Yo estaba tan cansada que veía lucecitas flotando frente a mis ojos.
– No sé qué pensar. Es tan voluble que pasa de las lágrimas al júbilo y vuelta atrás en treinta segundos. Y, cada vez que escucha una nueva información, cambia la historia. ¿Dónde nació? ¿En Lodz? ¿En Berlín? ¿En Viena? Me sorprende que Rhea Wiell hipnotizara a un ser tan inestable… Yo hubiera supuesto que con eso haría añicos su frágil conexión con la realidad. Aunque todos esos síntomas bien podrían ser consecuencia, justamente, de lo que le sucedió. Una infancia en Terezin… No sé cómo puede uno recuperarse de eso.
En el salón, Michael y Cari tocaban al piano el mismo pasaje una y otra vez, con variaciones en el tempo y en el tono, demasiado sutiles para mí. Tanta repetición estaba empezando a crisparme.
La puerta que daba a la terraza se abrió y Lotty apareció en el recibidor, pálida pero ya repuesta.
– Lo siento, Max -musitó-. Siento haberte dejado solo para lidiar con él, pero no podía enfrentarme a la situación. Y, por lo visto, Cari tampoco… Ha venido a reprocharme por no acompañarte al piso de arriba. Pero veo que ahora ha vuelto al mundo de la música dejando este asunto en nuestras manos.
– Lotty -dijo Max levantando una mano-, si Cari y tú queréis seguir peleando, hacedlo en otro sitio. Ninguno de vosotros ha contribuido en nada a lo que ha estado ocurriendo arriba, pero hay una cosa que querría saber…
El timbre de la puerta le interrumpió. Era Morrell que volvía con Don.
– Debe de vivir muy cerca -dije yo-. No hace ni un minuto que os marchasteis.
Morrell vino hacia mí.
– Nos pidió que le acercáramos a algún sitio en el que pudiera tomar un taxi, cosa que, francamente, agradecí. Un rato con ese tipo es más que suficiente para mí, así que le dejé enfrente de Orrington, al lado de una parada de taxis.
– ¿Te has quedado con su dirección?
Morrell negó con la cabeza.
– Se la pregunté cuando nos subimos al coche, pero me contestó que volvería a su casa en un taxi.
– Yo también intenté que me la diera -dijo Don- porque, evidentemente, quiero llegar a entrevistarlo, pero decidió que éramos unas personas que no le inspiraban confianza.
– Está chiflado -dije-. Ahora estoy como al principio, a menos que pueda seguirle la pista al taxi.
– ¿Y qué os ha contado ahí arriba? -preguntó Lotty-. ¿Ha dicho algo acerca de cómo ha llegado a saber que su apellido era Radbuka?
Me apoyé en Morrell porque ya no me tenía en pie de cansancio.
– Sólo unas cuantas paparruchas más sobre los misteriosos documentos de su padre, bueno, de su padre adoptivo, que probaban que había sido miembro de los Einsatzgruppen.
– ¿Qué es eso? -preguntó Agnes con la preocupación reflejada en sus ojos oscuros.
– Unas fuerzas especiales que cometieron atrocidades terribles en la Europa del Este durante la guerra -contestó Max lacónicamente-. Lotty, ya que te encuentras mejor, querría que ahora me dieras una información: ¿quién es Sofie Radbuka? Ese hombre ha dicho esta noche que se trata de un nombre que ha encontrado en la Red, pero creo que nos deberías explicar a Vic y a mí por qué su mención te ha afectado tanto.
– A Vic ya se lo he dicho -respondió Lotty-. Le he explicado que los Radbuka eran una de las familias sobre las que tú hiciste indagaciones para nuestro grupo de amigos en Londres.
Había estado a punto de decirle a Morrell que nos fuéramos a casa, pero, como quería oír lo que Lotty tuviera que decirle a Max, le pregunté:
– ¿Podemos sentarnos? Tengo los pies destrozados.
– Por supuesto, Victoria -contestó Max, acompañándonos a la sala en la que Cari y Michael aún seguían con la música.
Michael levantó la mirada hacia nosotros, le dijo a Cari que podrían continuar la discusión de camino a Los Ángeles y se acercó para sentarse junto a Agnes. Me lo imaginé sentado en el avión, con el violonchelo entre las piernas, tocando los doce compases una y otra vez mientras Cari los interpretaba con su clarinete con un tempo diferente.
– Tú no has comido nada, ¿verdad? -me preguntó Morrell-. Voy a ver si encuentro algo por ahí. Te sentirás mejor.
– Pero ¿no has cenado? -exclamó Max-. Todo este jaleo me está haciendo olvidar hasta la más elemental cortesía.
Mandó a uno de los camareros que trajera de la cocina una bandeja con lo que hubiera sobrado y algunas bebidas.
– Y ahora, Lotty, ha llegado tu turno de subir al estrado. He respetado tu intimidad durante todos estos años y voy a continuar haciéndolo, pero necesito que nos expliques por qué el nombre de Sofie Radbuka te ha puesto tan nerviosa esta noche. Ya sé que estuve buscando a unos Radbuka en Viena después de la guerra porque tú me lo pediste. ¿Quiénes eran?
– No me impresionó oír ese apellido otra vez -dijo Lotty-. Ha sido todo en general… -se detuvo, mordiéndose un labio como una colegiala al ver que Max negaba con la cabeza-. Era… Era una persona del hospital -murmuró Lotty mientras miraba la alfombra-. El de la Beneficencia. No quiso que se supiera su nombre.
– Así que era eso -dijo Cari, con un tono envenenado que nos sobresaltó a todos-. Lo sabía. Lo sabía y tú siempre lo negabas.
Una oleada de un carmesí tan intenso como su chaqueta tiñó el rostro de Lotty.
– Me hiciste unas acusaciones tan estúpidas que no creí que merecieras una explicación.
– ¿Sobre qué? -preguntó Agnes, tan perpleja como yo.
– A estas alturas -dijo Cari-, ya os habréis dado cuenta de que Lotty y yo fuimos amantes durante varios años, cuando estábamos en Londres. Yo pensé que aquello era para siempre, pero no había caído en la cuenta de que Lotty se había casado con la medicina.
– Sí, claro, ¡lo tuyo con la música es diferente! -contestó bruscamente Lotty.
– Bien -dije yo, mientras me inclinaba un poco para servirme unas patatas gratinadas y algo de salmón de la bandeja que había traído el camarero-. Los dos teníais una vocación muy marcada. Ninguno de los dos iba a ceder un ápice. Pero ¿qué ocurrió entonces?
– Lotty contrajo la tuberculosis, o eso es lo que dijo -musitó Cari. Se volvió hacia Lotty-. Nunca me dijiste que estabas enferma. Ni siquiera te despediste de mí. Recibí tu carta… ¡Vaya una carta! Un anuncio por palabras en The Times me habría dado más información. Cuando volví de Edimburgo allí estaba: una nota fría y críptica. Crucé la ciudad a la carrera y aquella imbécil de casera que tenías, aún puedo ver su cara, con aquella horrible verruga en la nariz llena de pelos, me lo dijo. Me lo dijo con una sonrisita. Por ella me enteré de que te habías ido al campo, por ella me enteré de que ). habías dejado instrucciones de que te enviara el correo a casa de Claire Tallmadge, la Reina de Hielo. No fuiste tú quien me lo dijo. Yo te amaba y creía que tú también me amabas, pero no fuiste capaz ni siquiera de decirme adiós.
Se detuvo, tratando de recobrar el aliento, y luego siguió dirigiéndose a Lotty con amargura:
– Hasta el día de hoy sigo sin comprender por qué dejaste que esa Tallmadge te manejara de la forma en que lo hizo. Era tan…, tan altanera. Para ella tú eras su mascotita judía. ¿Es que nunca te diste cuenta de cómo te miraba por encima del hombro? Y toda su familia, la insulsa de su hermana Vanessa y su insoportable marido, ¿cómo se llamaba?, ¿Mermelada?
– Marmaduke -dijo Lotty-, como bien sabes, Cari. Aparte de que tú tenías celos de cualquiera al que le prestase más atención que a ti.
– ¡Dios mío! ¡Cómo sois! -dijo Max-. Deberíais subir con Calia al cuarto de jugar. ¿No podéis ir al grano?
– Y, aparte -continuó Lotty poniéndose toda colorada ante la crítica de Max-, cuando regresé al hospital, Claire… Claire consideró que mi amistad no era conveniente para ella. Ella… Ni siquiera he sabido que se había jubilado hasta esta primavera en que lo vi en el boletín del Hospital de la Beneficencia.
– ¿Y qué tienen que ver los Radbuka con todo esto? -preguntó Don.
– Fui a ver a la Reina Claire -gruñó Cari-, y me dijo que le enviaba su correspondencia a Lotty a una oficina de correos de Axmouth, a la atención de Sofie Radbuka. Cuando te escribí, me devolvieron la carta con una nota garabateada en el sobre diciendo que no había nadie con ese nombre. Un lunes tomé un tren en Londres y luego recorrí a pie cinco kilómetros a través de la campiña hasta llegar a una casa de campo. Dentro había luces, Lotty, pero tú no quisiste abrir la puerta. Estuve allí toda la tarde, pero tú no saliste.
»Y, pasados seis meses, de pronto Lotty apareció otra vez en Londres. No me dijo ni una palabra. No respondió a mis cartas. No me dio ninguna explicación. Como si todo lo que habíamos vivido juntos no hubiera existido jamás. ¿Quién era Sofie Radbuka, Lotty? ¿Era tu amante? ¿Os pasasteis toda aquella tarde riéndoos de mí?
Lotty estaba sentada en un sillón con los ojos cerrados. Las arrugas de su rostro estaban muy marcadas. Tenía un aspecto cadavérico y sólo de pensarlo hizo que se me encogiera el estómago.
– Sofie Radbuka ya no existía, así que tomé prestado su nombre -dijo Lotty con un hilillo de voz y sin abrir los ojos-. Ahora parece una estupidez, pero en aquellos días todos hacíamos cosas inexplicables. Las únicas cartas que aceptaba eran las del hospital, todas las demás las devolvía sin leerlas, como hice con las tuyas. Tenía una enfermedad mortal. Necesitaba estar sola mientras me enfrentaba a ella. Yo te amaba, Cari, pero nadie podía acompañarme en aquel lugar solitario. Ni tú, ni Max, ni nadie. Cuando… me recuperé… no me sentía capaz de hablar contigo. Lo…, lo único que podía hacer era borrón y cuenta nueva. Tú…, tú nunca me pareciste inconsolable.
Max se sentó a su lado y le sujetó la mano, pero Cari empezó a pasearse, furioso, por la sala.
– ¡Sí! Tuve amantes -soltó Cari por encima del hombro-. Un montón de amantes para que tú te enteraras, pero tuvieron que pasar muchos años hasta que volví a enamorarme y, para entonces, ya había perdido la práctica y no conseguí que durara. Tres matrimonios en cuarenta años y no sé cuántas amantes entre uno y otro. Soy el referente por excelencia entre las mujeres de las orquestas.
– A mí no me eches la culpa de eso -dijo Lotty fríamente, mientras se erguía en la silla-. Tú puedes actuar como te plazca. No tengo por qué cargar con esa responsabilidad.
– Sí, tú puedes elegir ser tan distante como siempre. Pobre Loewenthal: él quiere casarse contigo y no puede entender por qué tú no quieres. No se da cuenta de que tú estás hecha de bisturíes y ligaduras y no de corazón y músculos.
– Cari, puedo manejar mis propios asuntos yo solo -dijo Max, entre bien humorado y exasperado-. Pero volviendo al presente, si me lo permitís, ¿de dónde ha sacado el nombre de Radbuka el hombre que ha venido esta noche, si esa familia ya no existe?
– Claro -dijo Lotty-. Por eso es por lo que me sobresalté al oírlo.
– ¿Tienes alguna idea de cómo averiguarlo, Victoria?
Bostecé con fiereza.
– No lo sé. No sé cómo conseguir que me deje ver esos misteriosos documentos. El otro cabo de la investigación sería su pasado. No sé si todavía existirán archivos en Inmigración correspondientes a los años 1947 o 1948, que sería cuando vino a este país. Suponiendo que sea verdad que fue un inmigrante.
– Por lo menos habla alemán -dijo Lotty inesperadamente-. Cuando llegó, me pregunté si habría algo de cierto en su historia. Ya sabéis que en el vídeo decía que había llegado aquí siendo pequeño y que hablaba alemán, así que le pregunté en alemán si le habían contado de pequeño el mito que asimilaba a los Ulrich a los caudillos de las manadas de lobos y está claro que me entendió.
Intenté recordar la secuencia del diálogo que había tenido lugar en el recibidor pero no conseguía tenerlo claro.
– Fue cuando dijo que no iba a hablar en el idioma de su esclavitud, ¿verdad? -se me escapó otro bostezo-. Bueno, ya está bien por esta noche. Cari, Michael, el concierto ha sido magnífico. Deseo que el resto de la gira sea igual y que todo este alboroto no afecte a vuestra música. ¿Tú vas a ir con ellos? -pregunté dirigiéndome a Agnes.
Negó con la cabeza.
– Van a estar de gira cuatro semanas más. Calia y yo nos vamos a quedar en casa de Max otros cinco días y luego nos volveremos directamente a Londres. Calia debería estar ya en el Kindergarten pero queríamos que pasara unos días con su Opa.
– Durante los cuales me voy a aprender de memoria la historia de Ninshubur, el perro fiel -dijo Max sonriendo, aunque conservando la seriedad en la mirada.
Morrell me agarró de la mano.
Juntos nos dirigimos a trompicones hasta su coche mientras Don nos seguía, metiéndose su ración de nicotina en el cuerpo. Una patrulla municipal de Evanston estaba inspeccionando el adhesivo del permiso de aparcamiento del coche de Morrell: el ayuntamiento saca un pastón gracias a su caprichosa normativa de aparcamiento. Morrell estaba fuera de la zona que le correspondía, pero nos metimos en el coche antes de que el agente le pusiera la multa.
Caí como un saco sobre el asiento delantero.
– Nunca me había visto rodeada de tantas emociones durante tantas horas.
– Agotador -dijo Morrell coincidiendo conmigo-. No me parece que ese tal Paul sea un fraude, ¿y a ti?
– A mí tampoco me parece que esté intentando engañarnos a propósito -murmuré con los ojos cerrados-. Cree sinceramente en lo que dice, pero lo tremendo es que cambia de creencia en un abrir y cerrar de ojos.
– Sea como sea, es una historia extraordinaria -dijo Don-. No sé si no debería irme a Inglaterra e investigar lo que haya sobre la familia Radbuka.
– Eso te alejaría mucho de tu libro con Rhea Wiell -le dije-. Y, tal y como Morrell me dijo ayer, ¿es realmente necesario andar hurgando en el pasado de Lotty?
– Solamente en tanto en cuanto está invadiendo el presente -contestó Don-. Me ha parecido que mentía, ¿a vosotros no? Me refiero a lo de que era alguien del Hospital de la Beneficencia.
– Yo creo que ha querido dejar bien claro que era un asunto suyo y no nuestro -dije en un tono cortante mientras Morrell enfilaba el callejón que hay detrás de su edificio-. Esa historia entre Lotty y Cari -dije, con un escalofrío, mientras iba por el pasillo detrás de Morrell, camino al dormitorio-. El dolor de Lotty y el de Cari… Pero no puedo aceptar la idea de que Lotty se sintiera tan sola que no pudiera decirle a su amante que se estaba muriendo.
– Mañana es mi último día -se quejó Morrell-. Tengo que hacer la maleta y tengo que pasarme el día otra vez con ese funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores en lugar de estar contigo, como quisiera, cariño. Esta noche podría haberla pasado sin tantos traumas y con más horas de sueño.
Tiré mi ropa sobre una silla y Morrell colgó su traje cuidadosamente en una percha dentro del armario aunque, por lo menos, dejó la tarea de deshacer su bolsa de fin de semana para la mañana siguiente.
– Tú eres un poco como Lotty, Vic -me dijo, abrazándome en la oscuridad-. Si algo va mal, no huyas a una casa en mitad del campo, con un nombre falso, para lamerte las heridas tú sola.
Con su partida tan próxima, aquellas palabras fueron un consuelo para mí, sobre todo cuando todavía no me había repuesto de la turbulencia que me había agitado tanto durante las últimas horas. Aquellas palabras se esparcieron, rodeándome en la oscuridad y calmándome hasta llevarme al sueño.