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Capítulo 37

Mi reino por una dirección

Aquella noche la melancolía me impidió descansar bien. Me levanté a las seis para ir a correr con los perros y a las ocho y media ya estaba en mi oficina, a pesar de haber parado para desayunar de nuevo en la cafetería y de haberme desviado de mi camino para pasar por la clínica de Lotty, aunque no pude verla porque seguía en el hospital haciendo su ronda de consultas.

Nada más aparecer Mary Louise, la envié al South Side a ver si algún amigo de Sommers podía ayudarnos a averiguar quién le había denunciado. Llamé a Don Strzepek para saber si había tenido la suerte -o, más bien, si la había tenido yo- de conseguir que Rhea se tomara en serio el acoso que Paul ejercía sobre Max.

Carraspeó incómodo.

– Rhea me dijo que le parecía un síntoma de fortaleza que estuviera haciendo nuevos amigos, pero que probablemente necesitaba adquirir un mayor sentido de la medida.

– Entonces, ¿va a hablar con él? -dije sin poder ocultar mi impaciencia.

– Me dijo que sacaría el tema en la próxima cita, pero que no puede asumir el papel de encauzadora de las vidas de sus pacientes, que son ellos los que necesitan funcionar en la vida real, caer y levantarse como hace todo el mundo. Si no pueden hacerlo, significa que necesitan una ayuda mayor de la que ella puede proporcionarles. Es tan asombrosa… -dijo con voz cantarína-. Nunca he conocido a nadie como ella.

Le corté a mitad de aquel canto amoroso preguntándole si el pago por adelantado de un libro que le iba a reportar una cantidad de seis cifras estaría nublando su percepción objetiva sobre Paul Radbuka. Me colgó ofendido. Según él, yo no estaba dispuesta a apreciar las cualidades de Rhea.

Todavía me estaba recriminando a mí misma por aquella charla cuando me llamó Murray Ryerson desde el Herald Star. Beth Blacksin le había contado que yo había mantenido una conversación en privado con Posner el día anterior, tras la manifestación.

– Por los viejos tiempos, Vic, y en un plan totalmente extraoficial -dijo tratando de engatusarme-. ¿De qué hablasteis?

– ¿En un plan totalmente extraoficial, Murray? ¿Se levantará Horace Greeley de entre los muertos y te retorcerá los testículos si mencionas algo de esto a tu madre y no digamos ya a Beth Blacksin?

– Palabra de scout, Warshawski.

Murray jamás había traicionado mi confianza.

– Extraoficialmente, no sé qué significado tendrá el asunto, pero el caso es que tanto Posner como Durham han tenido reuniones en privado con Bertrand Rossy, el director general de Edelweiss, que está en Chicago para supervisar la absorción de Ajax. He estado dándole vueltas a si Rossy le habría ofrecido algo a Posner para que dejase de manifestarse frente a Ajax y se fuera a hacerlo al Beth Israel, pero no he sacado nada en limpio de mi charla con Posner. Puede que contigo hable. Las mujeres le asustamos.

– A lo mejor eres sólo tú, Vic. A mí me asustas y soy el doble de grande que Posner. Aunque Durham… Nadie ha logrado colgarle nunca nada turbio, a pesar de que el alcalde ha puesto a unos polis tan pegados a él como si fuesen sus calzoncillos. Es un tipo muy hábil. Bueno, pero si consigo enterarme de algo suculento sobre cualquiera de los dos, te prometo que lo compartiré contigo.

Cuando colgué me sentía algo mejor: era bueno tener una especie de aliado. Tomé el metro en dirección al centro para reunirme con unos clientes que, de hecho, sí me estaban pagando por hacerles un trabajo bastante complejo, y poco antes de las dos ya estaba de vuelta en mi oficina. Mientras metía la llave en la puerta, oí que el teléfono estaba sonando. Descolgué al mismo tiempo que saltaba el contestador automático. Era Tim Streeter. Al fondo pude oír a Calia berreando.

– Tim, ¿qué está pasando?

– Tenemos un pequeño lío, Vic. He intentado llamarte varias veces en las últimas horas, pero tenías el teléfono apagado. Nuestro amigo ha vuelto esta mañana. He de admitir que me ha pillado con la guardia baja. Había dado por supuesto que estos días estaría volcado con Posner. De cualquier manera, ¿sabes que va a todas partes en bici? Calia y yo estábamos en el parque, en los columpios, cuando apareció en bici haciendo mucho ruido y por en medio del césped. Trató de agarrar a Calia. Por supuesto que, antes de que pudiera tocarla, yo ya la había tomado en brazos, pero agarró al Nibusher ese, ya sabes, el perrito azul de peluche que lleva a todas partes.

Al fondo oí a Calia gritando:

– No se llama Nibusher. Es Ninshubur, el perro fiel. Me estará echando de menos, me necesita. ¡Quiero que me lo des ahora mismo, Tim!

– ¡Por todos los demonios! -dije-. Max tiene que conseguir una orden de alejamiento contra ese sujeto. Últimamente parece un buscapiés que nunca se sabe para dónde se dirige. Y esa condenada psicóloga que no ayuda para nada, por no mencionar a Strzepek. Tendría que haberlo seguido y haberme hecho con su dirección. ¿Quieres hacer el favor de llamar a tu hermano y decirle que quiero que esté preparado para seguir a Radbuka hasta su casa desde la oficina de Posner, la consulta de Rhea Wiell o desde donde se le ocurra aparecer a partir de ahora?

– Lo haré. Yo no he podido seguirlo desde el parque porque, lógicamente, tenía que quedarme con la niña. Esta situación no me gusta nada.

– ¿Max y Agnes lo saben? De acuerdo, déjame hablar un minuto con Calia.

Al principio Calia se negó a hablar con «tía Vicory». Estaba cansada y asustada, y reaccionaba como lo hacen los niños: cerrándose en banda. Pero, cuando Tim le dijo que yo tenía que darle un recado sobre Nebbisher accedió a ponerse, aunque de mala gana.

– Tim es muy malo. Ha dejado que ese hombre malo se llevara a Ninshubur y ahora está diciendo mal su nombre.

– Tim siente muchísimo no haber cuidado bien a Ninshubur, cariño, pero, antes de que te metas en la cama esta noche, yo voy a intentar llevarte a tu perrito. Voy a salir ahora mismo de mi oficina para ir a buscarlo, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, tía Vicory -me contestó con voz de resignación.

Cuando Tim volvió a ponerse al teléfono, me dio las gracias por haber conseguido que la niña dejara de llorar. Empezaba a estar desesperado. Había dado con Agnes en la galería donde tenía una cita y ella ya estaba de camino a casa, pero me dijo que preferiría proteger al primer ministro israelí en Siria a tener que encargarse de otra criatura de cinco años.

Tamborileé con los dedos sobre la mesa de mi despacho. Llamé a Rhea Wiell, que, por fortuna, estaba en aquel momento descansando entre dos pacientes. Cuando le expliqué la situación y le dije que realmente nos haría un gran favor si consiguiera que Paul nos devolviese el perro de peluche aquel mismo día, dijo que lo hablaría con él cuando lo viese el viernes por la mañana.

– Mira, Vic, solamente lo quiere a modo de talismán que le una a esa familia que se niega a reconocer su parentesco. Al comienzo del tratamiento a mí también se me llevaba algunas cosas de mi consulta pensando que yo no me daba cuenta, como una taza de la sala de espera o un pañuelo de cuello. Pero, cuando se empezó a sentir más fuerte, dejó de hacerlo.

– Tú lo conoces mejor que yo, Rhea, pero la pobre Calia es una niña de cinco años. Me parece que hay que anteponer sus necesidades.

¿No podrías llamarlo ahora e insistirle en que lo devolviera? O dame su teléfono y lo llamo yo.

– Espero que no estés inventándote todo esto para conseguir que te dé el teléfono de su casa, Vic. En estas circunstancias dudo de que, precisamente tú, puedas persuadirlo para que se reúna contigo. Tiene cita conmigo por la mañana. Hablaré con él. Ya sé que Don está convencido de que Max Loewenthal no es pariente suyo, pero Max tiene la clave para que Paul pueda contactar con sus parientes europeos. Si pudieras conseguir que Max aceptara verlo…

– Cuando Paul irrumpió en la fiesta del domingo, Max se ofreció a verse con él. Paul no quiere ver a Max, lo que quiere es que Max le acoja como miembro de su familia. Si pudieras conseguir que Paul nos dejara ver los papeles…

– ¡No! -dijo tajantemente-. En cuanto llamaste pensé que te ibas a inventar alguna cosa para sonsacarme algo y ver los papeles, y tenía razón. No voy a violar la intimidad de Paul. Ya sufrió demasiadas violaciones de niño como para que yo le haga eso.

Me colgó.

¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que su mejor espécimen debería estar en una habitación aislada en el manicomio de Menard o dondequiera que le administrasen fuertes dosis de antipsicóticos?

Aquel pensamiento, fruto de la rabia, me dio la idea. Busqué el número de teléfono del Comité para la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto que Posner tenía en Touhy. Cuando me contestó una voz de hombre, me tapé la nariz para que mi voz adquiriera un sonido nasal.

– Llamo de la farmacia Casco de River Forest -dije-. Necesito hablar con el señor Paul Radbuka.

– No trabaja aquí -me contestó.

– ¡Vaya por Dios! Es que estoy rellenando su receta para el Haldol, pero no tenemos su dirección. El dejó este número de teléfono. ¿No sabe dónde podría localizarlo? Es que no podemos dispensar recetas de ese tipo de drogas sin poner la dirección.

– Bueno, pues ésta no la puede poner, porque no trabaja aquí.

– Bien, pero ¿no tendría usted alguna manera para que yo pudiese localizarlo? Es que es el único número de teléfono que dejó.

El hombre soltó el auricular sobre la mesa dando un golpe.

– León, ¿rellenó algún formulario de inscripción ese tal Radbuka cuando vino el martes? Vamos a empezar a recibir llamadas para él y yo, sin ir más lejos, no tengo la menor intención de hacer de su contestador automático.

Oí voces hablando al fondo. Sobre todo se quejaban de Radbuka y se preguntaban por qué les habría cargado el rabino Joseph con una persona tan difícil. Oí que León, el secuaz que Posner se había llevado de acompañante el día anterior, cuando estuvimos hablando fuera del hospital, les reprendía por cuestionar las decisiones del rabino, antes de atender él en persona el teléfono.

– ¿Quién es?

– Llamo de la farmacia Casco de River Forest. Tenemos una receta de Haldol para el señor Paul Radbuka y hay que rellenar todos los datos, así que necesitamos su dirección. Es un antipsicótico muy fuerte y no podemos dispensarlo sin localizarlo -dije todo aquello con una voz cantarína pero nasal, como si me hubiesen enseñado a recitar de un tirón aquella letanía burocrática.

– Ya, ya, muy bien, pero ¿podría usted poner una nota en su ficha para no utilizar este número? Esto es una oficina a la que viene a veces a hacer trabajos de voluntariado, pero no podemos ocuparnos de tomar mensajes para él. Le doy la dirección de su casa.

El corazón me latía tan deprisa como si estuviera oyendo un mensaje de mi amado. Escribí la dirección y el número y se lo volví a leer, olvidándome de poner voz nasal por la emoción, pero a esas alturas, ¿qué más daba? Ya tenía lo que quería. Y no había tenido que romperle la mandíbula de un puñetazo a Rhea Wiell para conseguirlo.