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Las tres miradas de terror seguían clavadas en Santiago.
Óscar, desde su asiento, sólo alcanzaba a ver el brazo inerme y lacio de uno de aquellos hombres colgando desde el asiento hacia el pasillo. Estaba paralizado por el pánico.
La señora mayor, al estar en la otra hilera de asientos, tenía una visión más amplia. Las cabezas caídas, y los ojos desmesuradamente abiertos, no dejaban lugar alguno a la duda sobre lo allí acontecido. Se agarró a su marido que, mirando entre los respaldos de los asientos, intentaba adivinar lo ocurrido.
Pasaron unos minutos. Muchos o pocos, nadie lo sabría decir. Solamente se escuchaba el monótono ruido del tren caminando por las vías.
Vieron cómo aquel hombre, que aún tenía la pistola en su mano, con el rostro profundamente pálido, se puso trabajosamente en pie y dio unos pasos hacia ellos.
Todos se tensaron.
– Señores -dijo Santiago-, no tienen nada que temer de mí.
Los tres pasajeros le miraban con el desconcierto y el terror aún dibujados en sus pupilas.
– Tengo intención de entregarme a la Policía -continuó el hombre de la pistola con una voz de profundo cansancio que parecía intentar tranquilizarlos-, si no me queda otro remedio -aclaró-. Pero antes han de saber que nunca les haré ningún daño a ustedes.
Hizo una pausa. Parecía agotado.
– Sólo les voy a pedir que me oigan unos minutos -y continuó-. Después podrán llamar, Isasi lo deciden, a quien crean oportuno para que me detenga. No lo impediré. Pero antes, por favor, óiganme lo que tengo que contarles.
– ¡Usted está loco! -fue Óscar el primero en hablar-. ¿Sabe que acaba de matar a dos hombres? Y aun así nos pide que le escuchemos.
El joven miró al matrimonio como pidiendo apoyo. Éstos permanecían en silencio con las manos fuertemente entrelazadas. Intuitivamente, miró la cercana puerta del vagón con la secreta esperanza de que alguien entrara en ese momento y le sacara de aquella pesadilla.
– Por favor, no miren a esos hombres -rogó Santiago, mientras seguía en el pasillo procurando recuperar la calma-. Ya sé que es una imagen muy dura; por ello les pido que se concentren un momento en oírme. Sólo unos minutos -insistió-. Después, les prometo que podrán hacer lo que crean oportuno.
El silencio del matrimonio y del chico de la coleta fue lo más parecido a un obligado "adelante". De otra forma, estaban convencidos de que aquel hombre terminaría disparando sobre ellos. Al menos así lo percibían. Ese individuo tenía que estar loco para asesinar a dos personas en un tren.
Aquel individuo comenzó a hablar.
– Ellos eran dos miembros de ETA. Se llamaban Olavarria y Arrufe…