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Capítulo 14

– Me permite tutearle.

– Por supuesto -respondió Santiago Freire García a aquel señor tan correcto que había conocido en el interrogatorio de la sala Club AVE de Santa Justa-. Pero desearía saber ¿qué hago aquí?

Víctor Saltero hizo un gesto como quitándole importancia al lugar.

– Me gustaría contarte una historia, y me pareció más adecuado este sitio que la comisaría. ¿Te incomoda?

– Oh, no. Es sólo que atrajo mi atención su llamada citándome, simplemente, para hablar en este restaurante, como si fuésemos dos viejos amigos. ¿O es que espera que diga algo distinto a lo que ya informé en los diversos interrogatorios? -y continuó-: ¿No será que quiere jugar al policía bueno como en las películas?

Saltero sonrió:

– En primer lugar, esta sala reservada de mis amigos de la Taberna del Alabardero, que han tenido la gentileza de dejárnosla, es un sitio sumamente agradable y discreto para que dos personas se sienten a hablar -hizo una pausa y continuó-. En segundo lugar, no soy policía. Podría definirme como un colaborador eventual de ellos. Te puedes ir cuando quieras. En tercer lugar, es posible que la historia que deseo contar pueda interesarte mucho, y, especialmente, que la cuente yo, como si fuésemos dos viejos amigos, y no como un colaborador de la Policía.

Se hizo un silencio y Santiago se removió inquieto en su asiento. Puso en su rostro una sonrisa forzada al decir:

– Disculpe, no intenté ofenderle. Pero es lógico que me extrañe esta cita.

– Claro, es natural.

En ese instante una discreta llamada precedió a la entrada de un camarero trayendo, en una bandeja, unos refrescos. Los sirvió y salió dejando solos a los dos hombres.

Santiago miraba expectante a su interlocutor. Era un hombre tranquilo y elegante. Tenía clase, aunque no parecía ser consciente de ello. Todo en él daba la impresión de naturalidad y serenidad. Transmitía confianza. Por un instante pensó que no se le podía imaginar perdiendo los nervios.

Aquel hombre comenzó a hablar:

– Hace mucho tiempo había en Galicia un niño que no había conocido a su madre. Esta murió cuando él apenas tenía un par de años. Allí vivió durante una época, como otros tantos críos, acudiendo a su primer colegio. Poco después su padre aceptó una oferta de trabajo en el País Vasco, y, como es natural, aquel crío se trasladó con su progenitor. Así que, en un taller de reparaciones de automóviles en Rentería, comenzó una nueva vida para ambos. Parecía que el mundo daba otra oportunidad a ese padre que había visto morir a la mujer que amaba.

Se hizo un silencio. Santiago miraba sin pestañear a Víctor Saltero, preguntándose dónde quería ir a parar. Éste continuó:

– Aquel padre tuvo la suerte de encontrar a una estupenda mujer allí, en el pueblo. El único problema es que estaba divorciada y que tenía un hijo mayor, bastante mayor que el pequeño huérfano. Así que ese chico que venía de Galicia se encontró de golpe con una madre y un hermano; es decir, una familia completa. Esa que, en realidad, nunca había tenido hasta entonces. Aquella mujer divorciada lo estaba de hecho, que no de derecho. Esta circunstancia impidió que ese hombre y esa mujer llegaran a casarse. Pero no les hacía falta ya que, igualmente, vivieron juntos y felices. El pequeño fue creciendo queriendo a su nueva madre y admirando a aquel hermano. A los pocos años los quería como si hubiesen sido de su sangre.

A estas alturas Santiago parecía bajar la mirada buscando algo inconcreto en el pulcro mantel.

Saltero continuó:

– El pequeño iba al colegio como un niño más, y aunque escuchaba entre sus compañeros y profesores algunas cosas que no entendía, siguiendo los consejos de su padre y su nueva madre, procuraba no intervenir y callar. No, no era un chico problemático. En definitiva: creció feliz. Al cabo de unos años su hermano, que se había convertido en todo un hombre y había terminado el COU, consiguió, tras unas oposiciones, un trabajo. En la casa, aquel jovencito, observaba que cuando preguntaba por la naturaleza del mismo le solían responder con evasivas. Bueno, no le importaba demasiado. Lo que le preocupaba en realidad era, simplemente, que compartía menos tiempo con él. Le dijeron que trabajaba en una administración pública, y que tenía turnos de noche de vez en cuando. Así que, fuese lo que fuese, odiaba el trabajo de su hermano, pues apenas le dejaba tiempo para disfrutar de él, y ahora, cuando comenzaba a despuntar su pubertad, sentía que le necesitaba más que nunca. Su padre, desde su perspectiva, era muy mayor. Su madre también, y además era mujer. Pero su hermano era perfecto: entendía todas sus preocupaciones, le sabía decir la palabra justa cuando se sentía triste, estaba lleno de vitalidad y, además, las chicas le llamaban con frecuencia. ¿Qué más se podía pedir? El chico presumía de hermano.

Víctor Saltero bebió un sorbo del refresco. Santiago aún no lo había probado.

– En Rentería, esta familia habitaba en un primer piso de un barrio residencial, con balcón a la calle. No era muy grande, pero sí cómodo para los cuatro miembros. El hermano mayor solía irse al trabajo, salvo cuando tenía turno de noche, justo a la hora en que el pequeño se levantaba. De hecho, éste se asomaba cada mañana al balcón para decirle adiós. Invariablemente, el mayor se volvía con una sonrisa y un guiño para despedirse. Así fue pasando el tiempo. Pero un buen día, cuando el pequeño había cumplido los doce años, sucedió lo inesperado.

Hizo una pausa sin mirar al oyente. Después, con voz lenta y profunda, continuó:

– Era un día de primavera y, como siempre, el hermano pequeño se precipitó al balcón, aún en pijama, para despedir al mayor. Este sonrió y le dijo adiós con la mano. Pero no vio a dos hombres que se acercaban tras él con paso acelerado. El chico, sin saber por qué, se fijó en ellos. Algo le intranquilizó de esos individuos. Vio cómo uno sacaba algo de debajo de la cazadora y extendía el brazo detrás de la cabeza de su hermano. De pronto, oyó un ruido seco y fuerte, y aquellos dos hombres comenzaron a correr perdiéndose por la primera esquina. Cuando volvió la mirada pudo ver a su hermano con la cabeza abierta en medio de un enorme charco de sangre. Vio cómo tenía unas sacudidas, quedando finalmente quieto en una extraña postura; muy quieto, y muy roto.

Saltero clavó los ojos en los de su silencioso oyente. Intento inútil, pues los escondía para disimular lágrimas tras un pañuelo.

– Aquellos hermanos se llamaban: Juan, el mayor, un joven guardia civil, y el pequeño Santiago, al que nunca se le olvidarían las caras de aquellos asesinos y la imagen de su hermano destrozado en medio de un gran charco de sangre.

Calló, dejando que los sollozos que salían de aquel alma siguieran su curso natural. Esperó que pasara un buen rato. Freire escondía la cara entre sus manos. Las sacudidas de sus hombros indicaban la intensidad del llanto.

Poco a poco fueron disminuyendo.

Con los ojos aún rojos, pero al fin secos, se dirigió a Víctor:

– Es usted cruel. Deténgame, o haga que me detengan, pero ¿quién le ha dado derecho para resucitar aquel día?

– Yo no he hecho más que sacar al exterior lo que te llevó a la acción del tren. Esos recuerdos dejaron de pertenecer a tu intimidad cuando decidiste disparar aquella pistola en el AVE. Si realmente los hubieses superado, nunca habrías asesinado a aquellos hombres.

Callaron de nuevo. La sensación de Santiago era de aturdimiento. Pero, también, por primera vez en muchos años, notó que la angustia iba comenzando a diluirse por dentro. Parecía como si hubiese tenido un grito contenido en su interior durante siglos, y el hecho de que ese hombre tranquilo y desconocido le describiera con tanta precisión lo sucedido aquella mañana, allá en Rentería, le descargaba el corazón de tensiones insoportables.

Le miró como si lo viese por primera vez. No, no era un hombre corriente. Le transmitía sosiego. Pero ¿qué quería?

– ¿Y ahora? -preguntó Santiago sin un ápice de desafío, más bien esperando que el otro le dijera lo que tenía que hacer a partir de lo que ya sabía.

– ¿Quieres seguir hablando?

– Es usted el que habla. Yo estoy en sus manos.

Víctor Saltero asintió con la cabeza, pero hizo un gesto de duda:

– No, no sólo yo conozco esta historia. Supongo que los tres pasajeros que iban contigo en el AVE la deben de saber. Deduzco que se la contaste, dándoles tus razones para matar a aquellos dos asesinos, y decidieron entre dos posibilidades: encubrir o delatar. Estimo que fue la señora la que convenció a su marido y al otro chico de escoger la primera opción. Ella tiene agallas y corazón.

Santiago Freire asintió con la cabeza sin hablar.

– El problema es que, si se descubre, les pueden acusar de encubrimiento -dijo el abogado reflexivamente.

– Lo sé -contestó inmediatamente Santiago-. Y eso no puedo permitirlo. Ellos no tienen nada que ver; son personas increíbles: se arriesgan por alguien que conocieron en aquel mismo instante.

– Cierto.

– Yo estoy a su disposición para entregarme cuando usted me diga, pero a ellos no debe pasarles nada.

Víctor no contestó. El silencio ahora no estaba cargado de tensión, sólo de profunda tristeza. El abogado pareció sumergirse en sus propios pensamientos, mientras Santiago esperaba mucho más relajado, totalmente decidido a hacer lo que aquel hombre le dijera.

Llamaron a la puerta suavemente, y el mismo camarero de antes les preguntó desde ella:

– Don Víctor, ¿desea que les traiga alguna otra cosa?

– No, gracias -contestó Saltero tras consultar con la mirada a Freire.

El camarero volvió a salir discretamente.

– ¿Tu mujer, supongo, no conoce lo que pasó?

– No, nunca le conté nada. Para qué le iba hacer sufrir. Además -continuó-, en el mundo de las personas normales estas cosas sólo las conocen por los medios de comunicación, dentro de otro montón de noticias, y es imposible que sepan cómo afectan a una vida. Cómo la destrozan.

– Tal vez deberías haberle dado la oportunidad de ayudarte.

– Si lo hubiese sabido, probablemente, habría intentado hacerme desistir, y eso no podía ser.

– Ya. Por eso supuse que no conocía estos hechos.

– Desde niño tenía grabado a fuego los rostros de esos dos hombres -continuó Santiago-. No sólo mataron a mi hermano, sino también a mis padres, pues ya jamás fueron los mismos. Pasé mi pubertad viendo cómo tenían miedo a salir a la calle. Observaba que muchos vecinos de aquel pueblo nos miraban con recelo. ¡Como si hubiésemos hecho algo! Sus ojos y gestos parecían indicarnos que los culpables éramos nosotros; sobre todo, cuando detuvieron a aquellos dos canallas. Nuestra vida allí se volvió imposible. A mí, en el colegio, incluso los niños me hacían el cerco, manifestándome un desprecio que no podía entender. Nadie que no haya vivido eso sabe lo que es. Yo creí enloquecer. Un buen día mis padres, con profunda amargura, dejaron el taller y nos fuimos los tres a Madrid. Hoy siguen sin salir prácticamente de casa, consumiéndose entre los recuerdos y el silencio. Ellos tampoco hablan ¿Quién los entendería?

Hizo una pausa, continuando con voz baja y suave:

– A pesar de que yo era aún pequeño cuando detuvieron a aquellos individuos, viviendo todavía en Rentería, procuraba, a escondidas de mis padres, seguir por los medios de comunicación el juicio contra ellos. La verdad es que los periódicos no decían gran cosa. Incluso muchos en el País Vasco los defendían. Y otros, la mayor parte, callaban cobardemente. Parecía que nosotros éramos los verdugos y ellos las víctimas. Yo no podía entenderlo, y en mi interior ardía de dolor y de un vacío cada vez mayor. En fin, hace unos meses me enteré que salían de la cárcel. Cuando sucedió, los recibieron como héroes con pancartas de salutación y medios de comunicación dándoles la bienvenida. Todo el mundo se me vino encima. Mis padres enfermaron; hoy apenas sobreviven con el tratamiento de un psiquiatra. Me juré que pondría fin a tanta injusticia, disparate y angustia -hizo una pausa y, casi en un susurro, terminó-. Bueno, ahora aquí me encuentro inerme ante usted. Pero ¿sabe? Estoy descubriendo que no me importa. Sé que hice lo que tenía que hacer.

No hubo alarde en la última frase, sólo convicción.

– ¿Piensa volver hoy a su casa de Madrid?

Santiago miró francamente a Víctor.

– No lo sé. Usted dirá.

– Yo sólo quería contarte una historia -contestó Saltero con voz neutra-, y ya lo he hecho. La estación del AVE está cerca de aquí. Probablemente -continuó, mientras se ponía en pie echándole un vistazo al reloj-, si sales ahora, aún llegues a tiempo para coger el tren de las siete.

– ¿Y… ya está? -preguntó Santiago, incorporándose a su vez.

– Te dije que no soy policía. Lo que ésta descubra no es de mi incumbencia. Mientras, procura vivir…

Momentos más tarde se despedían con un rápido apretón de manos a las puertas del restaurante.