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El mayordomo entró en el salón, como siempre, sin oírsele llegar. Parecía que no andaba, que se desplazaba levitando. Vio a Víctor Saltero disfrutando un Cardhu con agua y una sola piedra de hielo, que él mismo le había servido poco antes, mientras leía un libro sentado en su cómodo sillón, iluminado por la luz acogedora de una elegante lámpara de pie.
– Señor, lamento interrumpirle.
– ¿Si? -dijo el aludido, levantando la vista de la lectura-. ¿Qué sucede?
– Está al teléfono el inspector Quintero. Parece que tiene cierta urgencia por hablar con usted.
– Muy bien. Pásemelo.
Instantes más tarde el criado entregaba a Saltero el teléfono inalámbrico, para después desaparecer tras la puerta del salón.
– ¿Cómo estás? -preguntó Víctor por toda salutación.
– Escucha, abogado -oyó decir al otro lado, reconociendo inmediatamente la voz de su amigo, aunque más tensa de lo normal-. Estoy en Santa Justa, en la estación, con dos muertos en el AVE que acaba de llegar de Madrid.
– Bien -el tono del letrado sonó neutro, esperando que el otro siguiera.
– ¿Cómo bien? Lo que quiero es que vengas inmediatamente.
Por un instante Saltero reflexionó la respuesta, para después afirmar:
– Tienes del don de la inoportunidad. Estoy citado con Irene en media hora…
– Este asunto no me gusta -interrumpió el policía sin dar síntomas de haber oído al amigo-. Por ello, te daré la posibilidad de echarme una mano, y así podrás tener tema para una nueva novela. Te espero en diez minutos.
Sin más, colgó el teléfono.
Víctor se levantó, dejó el inalámbrico sobre la mesa y sonrió para sí mismo: Quintero nunca cambiaría; era un hombre de carácter.
Le conocía desde la época en que peleaba en los tribunales, hacía ya unos años de eso, cuando tenía su prestigioso bufete jurídico. Desde entonces había mantenido una extraña amistad con él, para tratarse de un policía y un abogado; conservando, de alguna forma, un mutuo respeto profesional.
Recientemente le había ayudado a resolver el caso de las dos mujeres desaparecidas en un barrio de Barcelona, una de ellas pariente de Hur, y ahora se encontraba escribiéndolo, de forma novelada, con el título de El amante de la belleza.
"Es una vocación tardía ésta de escribir", pensó Víctor. Pero la realidad es que le divertía, además de aportarle unos buenos ingresos, complementarios a los que obtenía de las inversiones inmobiliarias que realizó con los abundantes beneficios de su antiguo despacho de abogados.
Sabía que Quintero era un secreto admirador de su perdurable soltería, así como de su forma de vida; envidiaba el ritmo de la misma, sin jefes ni horarios; también el hermoso ático que ocupaba aquí, en la calle Betis, a la orilla del Guadalquivir, que le permitía disfrutar de los luminosos días sevillanos; incluso, probablemente, estaba algo enamorado de Irene, la pareja de Víctor; al menos decía que era la mujer perfecta, pues la percibía hermosa, sensual, independiente y amante, que no esposa, cosa que para el policía significaba un fuerte contraste con su propia vida de casado con dos hijos, y que, según afirmaba, no le dejaban tranquilidad ni para ver los partidos de fútbol. En cambio, con respecto a Hur, su mayordomo, Víctor sabía que el inspector tenía una opinión un tanto difusa: por un lado, le consideraba un vago estirado que había tenido la suerte de encontrar un tipo de vida segura y sosegada junto a él, y encima bien remunerada. Y, por otro, le envidiaba porque al policía también le encantaría tener una persona que cuidara de sus pequeños detalles diarios como el mayordomo hacía con el abogado, y sin reproches por los temas cotidianos.
Víctor Saltero sonreía para sí mismo con estas reflexiones, mientras terminaba de vestirse, cuando Hurtado -Hur para todos- se hizo presente portando una chaqueta en las manos.
– El señor a lo mejor prefiere esta americana.
– ¿No está bien la que me he puesto? -preguntó Víctor a sabiendas de que la autoridad de su criado en cuestiones de estética era indiscutible.
– No me atrevería a señalar tal circunstancia, señor. Pero…
– Bien. No siga -Saltero comenzó a cambiarse-. Seguro que tiene razón.
Se quitó la chaqueta para sustituirla por la que le ofrecían; a este respecto el mayordomo era la voz definitiva, y él, hacía tiempo, había delegado en Hur toda selección de ropa.
– ¿El señor desea que le espere? -inquirió el criado cuando Víctor Saltero se disponía a salir.
– No, Hur. Desconozco qué tiempo tardaré -y continuó-; pero le ruego que telefonee a la señorita Irene y le diga que me será imposible ir esta noche a su casa.
– Muy bien, señor.
– Gracias, Hur.
– Gracias, señor.