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– Te estaba esperando -dijo por todo saludo el inspector cuando Víctor Saltero llegó a la estación de Santa Justa. Y tras una mirada de soslayo, esbozando una media sonrisa, continuó mientras comenzaban a andar atravesando un cordón de policía, que contenía a los curiosos amontonados al olor de las noticias:
– ¡Joder, abogado! ¿Cómo consigues estar siempre impecable? ¿No me digas que en tu casa estabas vestido así cuando te llamé? -mirándole con ironía precisó contestándose a sí mismo-: ¡Ah, bueno, será obra de Hur!
– He cambiado a Irene por ti -respondió el aludido en voz baja-. Espero que me hayas pedido que venga para algo mejor que oír tus complejos de funcionario-proletario. ¿Qué ha pasado?
– El AVE Madrid-Sevilla de las veinte horas, traía dos muertos -Quintero se había puesto serio mientras se acercaban a la sala Club-. Un tiro a cada uno de ellos en el corazón. Tengo en ese salón, el de los viajeros importantes, encerradas para interrogarlas, a las cuatro personas que iban en el vagón con los fiambres.
– ¿Has identificado a los asesinados?
– Aún no, pero en breve sabremos quiénes eran.
Callaron porque en ese instante llegaron a la sala Club AVE. Los policías uniformados de la puerta, reconociendo al inspector, le saludaron y facilitaron la entrada. En unos sillones permanecían sentadas, muy cerca las unas de las otras, cuatro personas: dos hombres y un matrimonio mayor.
Quintero se acercó a uno de los policías de la puerta.
– ¿Dónde tenéis a la gente de la tripulación que quiero interrogar más tarde?
– Allí, en la sala AVE -contestó el aludido, señalando otra estancia que con cristaleras exteriores distaba unos veinte metros.
El inspector asintió con la cabeza. Después, dirigiéndose al policía de paisano, el subinspector Juan Ramírez, que había permanecido en la sala Club AVE con los sospechosos en espera de su jefe, le dijo en voz baja:
– ¿Tienes los datos de éstos?
Por toda respuesta, Ramírez le entregó una libreta con una serie de nombres escritos, mientras mostraba en la otra mano cuatro documentos de identidad.
– Muy bien. Sigue tú aquí y me los vais trayendo de uno en uno a esa otra habitación. Pásame primero a la señora.
Hizo un gesto imperceptible a Víctor para que le siguiera, y ambos hombres caminaron hacia la estancia adjunta. Los policías, incluido Ramírez, miraron a Saltero con la curiosidad que les provocaba el interés de saber quién era ese hombre tan elegante, pero nadie se atrevía a preguntar al jefe: éste no era amigo de explicar lo que no deseaba.
Al momento la señora de sesenta años se sentaba frente al inspector y Saltero en una sala aislada de los demás. Un policía uniformado permanecía a unos metros, discretamente.
– Señora -afirmó Quintero a media voz-, usted se llama María de Gracia Serrano López…
– Sí, señor -contestó la mujer a una pregunta que no le habían hecho, con la tensión y el miedo reflejados en la mirada.
– Bueno, ¿cuál es el motivo de su viaje?
– Mi marido y yo volvemos de pasar unos días en Madrid con mi hija y mis nietos.
– ¿Su marido es el señor mayor que está ahí? -dijo Quintero señalando la habitación adjunta.
– Sí.
– ¿Cómo se llama?
– Vicente Zamora y Zamora.
– ¿A qué se dedica?
– Ahora, a intentar disfrutar de su pensión. Es prejubilado de los Astilleros.
– Bueno, señora, vamos a ver: cuénteme lo que recuerde de lo sucedido en el tren.
Víctor Saltero no hablaba, sólo miraba relajadamente a la mujer con la práctica que los años en los juzgados le había dado sobre interrogatorios de testigos. Esto era algo parecido; se trataba de adivinar cuánto de verdad o incierto había en lo que expresaban. La señora se movió nerviosamente en el sillón antes de responder al policía.
– Mi marido y yo tomamos el tren en Atocha. Llegamos muy justo, porque el atasco de la Castellana casi nos deja en tierra. ¡Aunque mejor hubiera sido! -se lamentó-. Entramos en nuestro vagón y allí nos quedamos hasta el final del viaje.
– ¿En algún momento abandonaron sus asientos?
– No, no, señor. Bueno -titubeó-, mi marido tuvo que ir al baño, tiene un problema de próstata, ¿sabe?
– Ya -contestó Quintero con un gesto, intentando expresar que entendía a lo que se estaba refiriendo; y continuó-: ¿Conocía usted o su marido a alguno de los que estaban en el vagón, incluidos los muertos?
– No, señor -se sobresaltó la pobre mujer-. A ninguno.
– ¿Está totalmente segura?
– Absolutamente. Ni mi marido ni yo los habíamos visto en toda nuestra vida.
El inspector cruzó por unos instantes la mirada con Saltero, que permanecía en silencio, aparentemente ajeno a lo que allí se hablaba. Pero el policía sabía que no era así.
– De acuerdo, señora. ¿Quiénes entraron en el vagón de ustedes durante el viaje?
– No lo sé, señor. No recuerdo a nadie. Además, pasamos gran parte del trayecto dormidos, porque mi hija salió ayer noche con su marido y dormimos muy poco al cuidado de los niños.
– Pero bueno, señora -la voz de Quintero comenzó a expresar impaciencia-, ¿al menos gente de la tripulación entraría?
– Sí, claro. Una muchacha al principio y después… -la mujer se detuvo con claras muestras de desasosiego-, llegando a Sevilla…
– Se refiere a las que llevaban el carrito de los recuerdos del AVE y descubrieron a los dos muertos, ¿no es así? -interrumpió el inspector mientras limpiaba con una servilleta los cristales de sus gafas, que se volvió a colocar.
– Sí, a ésas. Gritaron, no es para menos con el susto que se llevarían las pobres, y nos despertaron a mi marido y a mí. Al principio no entendíamos lo que sucedía. Después… después miramos hacia atrás y vimos la sangre…
– Tranquilícese, señora. ¿Quiere que le traigan algo?
La mujer tenía los ojos húmedos de las lágrimas que comenzaban a insinuarse.
– No -rechazó la oferta con decisión renovada-. Señor policía, quiero ir a casa cuanto antes con mi marido. Nosotros no sabemos nada, ni vimos nada. No podemos ayudar.
Quintero hizo caso omiso a la petición de María de Gracia; como si no la hubiese oído, continuó:
– La única parada intermedia que realizó este tren fue en Córdoba, según creo. ¿Alguien del vagón de ustedes bajó allí?
– No, no, señor.
– Es decir, que llegaron a Sevilla los mismos pasajeros que habían subido en Madrid, ¿no es así?
– Sí.
Quintero reflexionó unos instantes, y tras otra rápida mirada a Víctor, se dirigió al uniformado que permanecía en la puerta.
– Tráigame al marido de esta señora.
Mientras el policía salía a cumplir la orden recibida, en la habitación se hizo un pesado silencio.
En ese mismo instante entró Juan Ramírez haciendo un gesto significativo a Quintero, mostrándole un papel que tenía en la mano.
En el momento en que el inspector se acercaba a su subordinado, entró el marido de la mujer que interrogaban. Se sentó junto a su esposa y la abrazó cálidamente, con un gesto protector.
Quintero recogió el papel que Ramírez le mostraba. Lo leyó. Se detuvo pensativo unos instantes y después se lo entregó a Víctor Saltero.
– Gracias, Juan -dijo por toda despedida al subinspector.
El abogado lo leyó: "Los muertos son dos etarras excarcelados hace pocos meses. Se llamaban Manex Olavarria y Ander Arrufe. Con cuarenta y nueve, y cuarenta y cinco años, respectivamente. Fueron acusados y condenados por atentado terrorista”.
El abogado extendió la mano y, sin comentario alguno, devolvió el papel a Quintero.
Este intentó concentrarse en el interrogatorio, lo que le costaba trabajo dado el insospechado cariz que había tomado el asunto.
– Su señora nos ha informado del motivo de su viaje, de que usted está jubilado y de que no vieron nada extraño en ese tren. Permítame una pregunta: ¿han vivido alguna vez en el País Vasco?
– No, nunca. Ni siquiera lo conocemos -respondió el marido mientras ella asentía con la cabeza.
– ¿Conocen a alguien que viva allí, o tienen algún pariente?
La respuesta fue negativa. De nuevo se hizo el silencio.
Quintero era consciente de que estaba desconcertado. Aquellos nombres, que acababa de conocer, daban una nueva dimensión al caso y, definitivamente, no le gustaba.
– Nos van a perdonar un momento -dijo al matrimonio, a la vez que se levantaba y hacía un gesto a Víctor para que le siguiera.
Instantes después, los dos hombres entraban en la habitación que utilizaban los empleados de aquella sala como almacén. Tras de sí, cerraron la puerta.
– ¡Joder! ¿Qué te parece?
– Que tienes un problema. Pero baja la voz.
Quintero golpeó una caja con irritación.
– ¡Coño, me tuvo que tocar un sucio asunto de etarras! Y tal y como están estos temas hoy en día…
– Bueno, tranquilízate.
Callaron unos instantes.
– ¿Qué opinas? -preguntó el inspector, con el tono de resignación que produce lo inevitable.
– Debes hablar con tu jefe; éste es un asunto para los de antiterrorismo.
Quintero hizo un gesto de asentimiento. Cogió el móvil y llamó al comisario. De forma breve y concisa le explicó lo que sabía hasta ahora, pidiéndole que se hiciese cargo del asunto la división especializada correspondiente, dada la identidad de los asesinados. Aquél le respondió que contestaría en unos minutos y colgó.
– Dice que ahora me dará instrucciones.
Los dos hombres salieron del almacén y se dispusieron a esperar la llamada del comisario, separados unos metros de donde se encontraban el resto de policías y personas a interrogar.
Quintero tomó un bote de zumo de tomate de la vitrina que, con diversas bebidas y frutos secos, estaba allí a disposición de los pasajeros de clase preferente. Lo abrió, vertiendo su contenido en un vaso de plástico transparente.
– ¿Quieres? -ofreció a Víctor, el cual negó con la cabeza.
Mientras lo bebía daba cortos paseos, con evidentes muestras de impaciencia.
Saltero se sentó en uno de los cómodos sillones de la sala, desde donde contemplaba los mal disimulados nervios del amigo. Parecía que la llamada del comisario se retrasaba. No obstante, el móvil terminó sonando.
Quintero, prácticamente, no hablaba, sólo escuchaba. Al cabo de un momento colgó con cara de pocos amigos. Tras ello volvió a realizar un gesto a Víctor para que le siguiera y volvieron a entrar en el almacén.
– ¡Me largaron el marrón!
– ¿Qué ha pasado?
– Pues dice que, en principio, hasta que no se demuestre lo contrario, esto no es un caso de terrorismo, y así lo comunicará a la prensa. Me ha ordenado abandonar cualquier otro asunto y que me dedique con exclusividad a este tema.
– No cabe duda -dijo reflexivamente Saltero- que el comisario habló con los políticos. A éstos, en el momento que vive el país, no les interesan líos con ETA. Es la única explicación que encuentro, porque en otras circunstancias este caso correspondería a los de antiterrorismo, y no a la Policía judicial. En definitiva, le quieren dar carácter de un problema normal de inseguridad ciudadana.
– Evidentemente, abogado. Como casi siempre -matizó-, has dado en la clave. Pero al menor indicio que encuentre de que estamos ante un tema relacionado con el mundo del terrorismo, exigiré mi retirada del caso -concluyó-. ¡Mierda, me tocó!
Se hizo un silencio entre los dos hombres. Quintero golpeaba rítmicamente con los dedos una caja de latas de cerveza.
– ¿Qué puñetas hacemos ahora? ¡Tengo muy poca experiencia en estos asuntos! Lo mío son los chorizos corrientes…
– Primero, tranquilízate. Debemos tratarlo como cualquier otro caso de asesinato. Olvida que las víctimas sean etarras en este caso. Por tanto, sigamos el interrogatorio de esos cuatro, y tras ello el de los tripulantes. Alguien tiene que haber visto algo. El forense te dirá a la hora que los mataron, y a partir de ahí habrá que reconstruir lo sucedido. No es igual que fuese antes de la parada de Córdoba, pues los asesinos podrían haber abandonado el tren en esa estación, a pesar de lo afirmado por ese matrimonio; o después, en cuyo caso no pudieron huir y llegaron hasta Sevilla. Y, por último, comprueba con los de la científica si alguno de éstos tiene restos de pólvora en las manos producto de los disparos. Aunque supongo que no será así.
Quintero asintió algo más calmado.
– ¿Qué piensas de esa parejita de jubilados?
– Nada. Aún nada.
– Estos no parecen tener nada que ver.
– Seguramente no. Pero termina el interrogatorio y ya veremos.
Quintero miró al amigo.
– Oye, abogado, ¿tú nunca pierdes los nervios?
Víctor Saltero sonrió.
– Eso no sirve de nada.
Los dos hombres salieron del almacén y volvieron al saloncito donde, claramente inquieto, permanecía el matrimonio.
Tras sentarse nuevamente frente a ellos, y ocupar Saltero el mismo asiento anterior, el inspector preguntó:
– ¿Han intentado recordar quiénes entraron en el vagón durante el viaje?
– Señor, una azafata al principio para entregar los auriculares -respondió Vicente- y, al final, las del carrito de recuerdos que nos despertaron a los dos.
– Ya. Eso es lo que me dijo su señora.
– Pues es la verdad. Pasamos la mayor parte del camino durmiendo, y no estamos diciendo que no entrara nadie, sino que no vimos a nadie -subrayó el jubilado de Astilleros. Mire, anoche dormimos mal, pues nos quedamos cuidando a mis…
– A sus nietos, ya lo sé.
Se hizo de nuevo un silencio.
– Muy bien -continuó Quintero-. ¿Alguien del vagón salió durante el viaje?
– Ni siquiera nos enteramos cuando el tren se detuvo en Córdoba. Estábamos dormidos. ¿Cómo podríamos saber lo que sucedió?
– Es obvio que no oyeron disparo alguno.
– Por supuesto que no -esta vez contestó decididamente la mujer, que parecía haberse recobrado de su angustia anterior.
– ¿Les suenan los nombres de Manex Olavarria y Ander Arrufe?
Con cara de desconcierto, se miraron entre sí los interrogados, y al unísono respondieron:
– No, ni idea. ¿Quiénes son?
El inspector no respondió; sólo hizo un gesto de asentimiento.
– Muy bien -dijo-. Antes de irse a su casa un compañero les tomará las huellas y les realizará una prueba rápida.
– ¿Qué prueba? -preguntó el jubilado alarmado.
– No se preocupe, es rutinaria. Se trata de saber, que no será así, si tienen restos de pólvora en sus manos. ¿Se oponen?
– No, por supuesto que no -dijo la señora con cierta sensación de alivio.
– Pues de acuerdo. Ahora el compañero les conducirá. Y, por cierto, deben estar localizables por si les necesitamos. Preferimos que no salgan de la ciudad, y si lo hacen nos lo comunican.
El matrimonio, que ya se había puesto en pie, asintió confirmando que así lo haría. Aliviados, salieron de la sala tras un policía uniformado.
Cuando el inspector y el abogado quedaron solos, mientras traían a otro de los pasajeros del fatídico vagón, aquél se volvió hacia el amigo:
– Vamos a tener a toda la prensa y los partidos políticos metiendo las narices en este tema
Víctor Saltero hizo un gesto de asentimiento, mientras veía entrar para el nuevo interrogatorio a un joven con el pelo negro recogido en una coleta.
Daban las cinco de la madrugada cuando se iban a descansar tras terminar los interrogatorios de pasajeros y tripulantes.
El inspector se sentía cansado y frustrado. Nadie parecía haber visto nada en el vagón. Todos decían dormir. El tren iba muy callado y vacío, invitando al sueño, según afirmaban. Era evidente que los disparos deberían haber sido hechos con silenciador, pero resultaba difícil de creer que nadie hubiese observado nada especial. ¿Quién mentía? ¿Alguno o todos?
Las azafatas del AVE explicaron hasta la saciedad, aún con el alma encogida, cómo al llegar con el carrito de los recuerdos, una vez pasado Córdoba, observaron que los seis ocupantes del vagón ocho dormían. De hecho, habían dudado entrar para no molestarlos, pero lo hicieron. Entonces es cuando vieron a aquellos dos hombres, cubiertos hasta el cuello con una manta, los cuales tenían los ojos muy abiertos. Se acercaron y fue cuando descubrieron la sangre que manchaba el suelo bajo ellos. No pudieron evitar la reacción de pánico, y con ella despertaron a los cuatro durmientes que ocupaban asientos dispersos. Las dos salieron inmediatamente para avisar a su superior, e, instantes más tarde, se presentó allí el jefe de tripulación. Este intentó que todo el mundo se serenase, incluidos los pasajeros. ¡Gracias a Dios que eran pocos! Tras ello avisó a su superior, el jefe de tren, y éste conectó, por medio del teléfono de a bordo, con la Policía de Sevilla, que inmediatamente dio instrucciones para bloquear ese vagón y no permitir salir a nadie en los pocos minutos que faltaban para llegar a la estación de Santa Justa.
Quintero sabía que esa noche, en realidad lo poco que aún quedaba de ella, no conseguiría conciliar el sueño ni un minuto. Pero necesitaba urgentemente descansar para aclarar sus ideas. Habían levantado los cadáveres por orden del juez. La Policía científica había terminado su trabajo, pero el arma homicida no había aparecido. En cualquier caso, ese tren quedaría precintado, aunque se permitió que lo trasladasen a una vía muerta con el objeto de normalizar cuanto antes la actividad de la estación. Tendrían que seguir buscando pistas y, sobre todo, el arma, o las armas, que hubiesen usado en los asesinatos.
Como era natural, la prensa ya había aparecido por la estación. Pero Quintero no la atendió, estaba demasiado cansado.
Poco después se despidió de sus hombres y de Víctor Saltero, preguntándose cómo diablos su amigo conseguía siempre parecer tranquilo y lúcido, cuando todos los demás estaban agotados y confusos.