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Eran las once en punto de la mañana. Hur había entrado en el dormitorio de Víctor Saltero y, como siempre, le había dejado sobre la mesilla de noche, en una pequeña taza, el líquido vivificador con el que acostumbraba a comenzar el día. La fórmula era un secreto celosamente guardado por el mayordomo; que se supiese, a nadie había dado la receta, aunque al abogado los ingredientes parecían traerle al fresco, pues lo importante para él eran sus indudables efectos en el duro tránsito del despertar.
Hur abrió las contraventanas de madera, por donde penetró la luz diurna, y tras ello se dispuso a preparar el baño a su señor.
Cuando éste oyó los compases a piano de Claro de luna, supo que todo estaba preparado: el agua, exactamente a treinta y ocho grados, y las toallas, cálidas y perfectamente dobladas, a su disposición. Saltero admiraba profundamente el amor y precisión con que Hur atendía los pequeños detalles de la casa; y, de hecho, más de una vez, se había propuesto leer a Wodehouse, para conocer los secretos del mayordomo, pues éste afirmaba inspirarse en Jeeves, personaje creado por el autor británico, convirtiéndole en punto de referencia de su actitud profesional. En definitiva, el abogado se sentía un privilegiado por ser el exclusivo beneficiario de tan altas cualidades domésticas.
Terminado el baño, en el saloncito, comenzó a desayunar tostadas con mantequilla, café y zumo de naranja, mientras leía la prensa. Todos los periódicos seguían trayendo en titulares los asesinatos del AVE. El ABC recordaba que los dos muertos habían sido detectados por la Policía, hacía tiempo, como integrantes de uno de los comandos de ETA que fueron vistos en Mallorca, cerca del Rey. El País destacaba que, según el Gobierno, estos sucesos no deberían significar ningún freno a la pacificación del País Vasco. El Mundo reflexionaba sobre la oportunidad de revisar la política de reducción de penas y la necesidad de priorizar los derechos de las víctimas sobre los verdugos. La Razón apostaba por acelerar la solución del caso, aumentando los recursos humanos y técnicos que se estaban empleando en la investigación.
Cuando hubo terminado el desayuno, Hur entró en el saloncito. Saltero se dirigió a él:
– Me pidió Irene que le transmitiera su felicitación por la magnífica cena que nos preparó anoche.
– La señorita Irene es muy amable, señor. Me alegro que fuese de su aprobación -respondió, mientras retiraba los utensilios del desayuno-. Por cierto, le llamó el inspector Quintero mientras cenaban, pero no me pareció oportuno molestarle.
– Gracias, Hur. Ahora le llamaré.
– Lamento decirle, señor, que no se lo tomó demasiado bien.
– No se preocupe -contestó Saltero-. Ese hombre casi siempre parece enfadado con el mundo. Es, simplemente, Quintero.
– ¿El caballero no tiene otro nombre y apellido?
– Pues, aunque le parezca mentira, ése es el único que se le conoce. Hasta su mujer en casa le llama Quintero a secas. Es, realmente, un caso curioso.
– Muy bien, señor -respondió Hur sin inmutarse.
– ¿Qué programa tenemos hoy? -dijo Víctor Saltero poniéndose en pie.
– Tiene almuerzo en la Taberna del Alabardero con su editor.
– ¡Ah, sí! -recordó el abogado-. Está nervioso por el retraso en entregarle El amante de la belleza; pero ya está prácticamente terminado.
– A las cinco de la tarde, tiene su habitual partido de tenis en el club. Después, se había comprometido con la señorita Irene en ir a la inauguración de la exposición que, sobre Itálica, realiza el Museo Arqueogico.
¡Es cierto, Hur!-dijo Víctor, haciendo un gesto de aprobación-. ¡No sé qué haría sin usted!
– El señor es muy amable. ¿Desea que le pase ahora a Quintero?
– Sí, gracias.
Poco después, el mayordomo entregaba el teléfono a su jefe, y tras ello salía de la habitación.
– ¿Por qué no contestaste mi llamada de che, abogado?
– Yo también te deseo un buen día…
– ¡Déjate de cofias! Y más a esta hora en la que todas las personas decentes del país llevan tiempo despiertas y trabajando.
– ¿Quieres insinuar algo de particular con respecto a mi forma de vida?
– Sí, sólo los señoritos vividores se permiten estos lujos.
– Pues no olvides que este vividor paga los impuestos de los que salen tu sueldo y dietas.
– ¡Lo que me faltaba por oír…!
Víctor le interrumpió riendo:
– Bueno, ya está bien. ¿Qué sucede?
– ¿Qué sucede? ¿Tú estás leyendo la prensa?
– Sí, claro. Más o menos ha reaccionado como esperábamos.
– Ya; sería muy divertido si no fuese mi carrera la que está en la picota.
Hubo un instante de silencio. Cuando Víctor entendió que el habitual mal humor del policía se había apaciguado lo suficiente, preguntó:
– ¿Qué novedades hay en el caso?
– No muchas. Terminamos los interrogatorios de tripulantes y pasajeros, así como de comprobar sus historias. Conclusión: nada de nada.
– ¿Y aquellos tres que podían haber tenido alguna relación con movimientos nacionalistas vascos?
– Abogado, no fue eso lo que yo dije. Lo que te comenté es que venían de esas provincias. En cualquier caso, ni se conocían entre sí, ni se les ha podido conectar con los muertos o la banda terrorista. Para colmo de males uno de ellos, un francés aunque de la región vasca de ese país, ha tenido un accidente de tráfico y está en las últimas. No he podido interrogarle.
– ¿Habéis comprobado a fondo las historias de los cuatro que iban en el vagón número ocho?
– ¡No faltaría más! ¡Pues claro! -la voz de Quintero sonaba a desesperanza e inquietud cuando continuó-. Abogado, esto no es ninguna broma. La verdad es que no sé por dónde continuar y, ¡maldita sea!, llevo varias noches sin dormir. Me parece que tal como están las cosas va ser mejor intentar ganarme la vida con tu método del Casino; aquí van a crucificarme como no resuelva con celeridad el caso.
Víctor Saltero reflexionaba al tiempo que hablaba el amigo. La verdad es que el asunto presentaba grandes complejidades. Por lógica, los pasajeros del vagón número ocho deberían haber visto lo sucedido, pero ¿qué les impedía contarlo a la Policía? En principio, no parecía tener sentido que ellos fueran los autores del asesinato, ni que estuviesen encubriendo a quien lo hiciera; incluso, si el asesino los hubiese amenazado de alguna forma, algo se debería de haber deducido durante los interrogatorios al desaparecer la presión de quienes pudiesen coaccionarlos. Pero no había sido así. Por otro lado, parecía absurdo pensar en la teoría de que lo hubiesen hecho en conjunto; ¿qué tenía que ver un matrimonio jubilado de Carmona, con un informático sevillano a la caza de un empleo y un pequeño empresario de Madrid en busca de clientes? No parecían tener nada en común, ni conocerse con anterioridad. Conectarlos con las víctimas parecía aún más descabellado. La tesis de la conspiración tipo Oriente Express era, simplemente, ridícula.
– ¿Estás ahí, abogado? -el tono de la voz de Quintero parecía un canto a la impaciencia.
– Sí, perdona. Estaba pensando.
– Pues adelante, que eso es lo tuyo.
– Escucha -dijo Saltero-, ¿me puedes conseguir una lista con los nombres y apellidos de todos los asesinados o secuestrados por ETA?
– Creo que sí; pero ¿qué buscas concretamente?
– Aún no lo sé, mas consíguemela cuanto antes. Es una posibilidad, veremos adonde nos lleva.
– Espero, sea como sea, que aciertes. Las cosas están difíciles.
– Necesito algo más.
– ¿Qué?
– Con discreción, sería interesante enterarnos si el matrimonio de Carmona se quedó, la noche anterior al viaje en el AVE, con sus nietos. Es decir, si su hija y el marido salieron como afirmaron en el interrogatorio.
– ¿Y eso a qué punto nos lleva? -el policía parecía irritado-. Incluso en el supuesto de que nos hubiesen mentido sobre ese particular, ya me dirás qué puñetas tiene de importancia para el caso. ¿Te imaginas detenerlos con esos rotundos cargos? Mire usted, señor juez, estos jubilados nos dijeron que la noche anterior…
– ¿Quieres hacer lo que te digo? -Saltero cortó sin contemplaciones la ironía que iniciaba el inspector.
– Está bien, abogado.
– Bueno, pues además de todo lo dicho, profundiza en esos tres que provienen del País Vasco. Hay que investigar su entorno familiar, por si pudiéramos encontrarnos con alguna relación indirecta.
Víctor, tras una breve despedida, colgó el teléfono y se acercó a la ventana para ver la luminosa, aunque fría, mañana de Sevilla mientras reflexionaba.