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Dos años después.
Hospital universitario de Fentway.
Baltimore, Maryland.
– ¿Qué pasa? Se supone que no deberías estar aquí.
Sophie Dunston alzó la mirada del gráfico y vio a Kathy VanBoskirk, la enfermera jefa del turno de noche, observando desde el umbral.
– Es un estudio de una apnea durante la noche.
– ¿Has trabajado todo el día y ahora haces el seguimiento durante toda la noche? -Kathy entró en la habitación y miró la cama al otro lado del doble panel de vidrio-. Ah, es un bebé. Ahora entiendo.
– Ya no tan bebé. Se llama Elspeth y tiene catorce meses -dijo Sophie-. Dejó de tener episodios hace unos tres meses, y ahora vuelve a tenerlos. Simplemente para de respirar en medio de la noche y el médico no puede descubrir a qué se debe. Su madre está enferma de los nervios.
– ¿Y dónde está, entonces?
– Trabaja por la noche.
– Tú también. Día y noche -dijo Kathy, mirando al bebé que dormía-. Dios, qué guapa es. Me pone a funcionar el reloj biológico. El mío ahora tiene quince y no tiene nada de tierno. Espero que vuelva a convertirse en un ser humano de aquí a seis años. ¿Crees que tengo una oportunidad?
– Don es el adolescente típico. Lo conseguirá -Sophie se frotó los ojos. Era como si tuviera arena. Eran casi las cinco y el estudio del sueño estaba a punto de acabar. Y luego se ocuparía de la tarea pendiente al comienzo de su lista, antes de meterse en la cama y dormir unas horas. Después, tenía que volver a su sesión de la una con el hijo de los Cartwright-. Y la semana pasada, cuando lo trajiste al despacho, se ofreció para limpiarme el coche.
– Lo más probable es que tuviera la intención de robarte algo -dijo Kathy, con una mueca-. O puede que quisiera ligar con una mujer mayor. Dice que te encuentra guapa.
– Sí, claro. -En ese momento, Sophie se sentía con más años de los que tenía, desaliñada y más fea que un pecado. Giró el gráfico que tenía en las manos y estudió el historial médico de Elspeth. La pequeña había tenido un episodio de apnea hacia la una de la madrugada y, desde entonces, nada. Quizá hubiera algo en aquel historial que le ayudara a entender mejor…
– Tienes un mensaje en la sala de enfermeras -avisó Kathy.
Sophie se puso tensa.
– ¿Es de casa?
Kathy se apresuró a sacudir la cabeza.
– No. Dios, lo siento. No era mi intención asustarte. No lo pensé. El mensaje lo han dejado durante el cambio de turno, a las siete, y se han olvidado de dártelo -dijo, y siguió una pausa-. ¿Cómo está Michael?
– A veces terrible. A veces bien. -Sophie intentó sonreír-. Pero maravilloso, siempre.
– Sí, es verdad -asintió Kathy.
– Pero de aquí a cinco años me estaré tirando de los pelos, como tú -dijo, y cambió de tema-. ¿De quién es el mensaje?
– Es Gerald Kennett, otra vez. ¿No piensas devolverle la llamada?
– No -dijo Sophie, mientras revisaba la lista de los medicamentos de Elspeth. Quizá se tratara de una alergia.
– Sophie, no te perjudicaría en nada hablar con él. Te ha ofrecido un empleo por el que te pagan más en un mes que en todo un año aquí en la universidad. Y hasta puede que suba su oferta, ya que no deja de llamarte. Yo no me lo pensaría dos veces.
– Entonces, llámalo tú. Me gusta mi trabajo aquí, y me gusta la gente de mi equipo. No quiero tener que responder ante una empresa farmacéutica.
– Antes trabajabas para una.
– Cuando me licencié de la facultad de medicina. Fue un grave error. Creí que me dejarían la libertad de investigar sin trabas. Eso no ocurrió, y ahora prefiero dedicarme a la investigación en mi tiempo libre. -Dibujó un círculo en torno a un medicamento en el historial de Elspeth-. Y he aprendido más a tratar con las personas aquí de lo que aprendería jamás en un laboratorio.
– Como con Elspeth -dijo Kathy, que miraba al bebé-. Se está agitando.
– Sí, está en fase no REM desde hace cinco minutos. Casi ha acabado. -Sophie dejó el gráfico y se dirigió a la puerta que daba a la sala de pruebas-. Tengo que entrar y quitarle esos cables, antes de que se despierte. Si se despierta sola, tendrá miedo.
– ¿A qué hora se supone que viene la madre?
– A las seis.
– Va contra las normas. Se supone que los padres deben venir a buscar a sus hijos al final de la sesión, y ésta acaba a las cinco y media.
– Al diablo con las normas. Por lo menos, la madre se preocupa lo bastante como para que le hagamos las pruebas a su bebé. A mí no me importa quedarme.
– Ya lo sé. Serás tú la que empiece a tener terrores nocturnos por la noche si te empeñas en no dormir y acabas agotada.
Sophie hizo la señal para mantener a los demonios a raya.
– Ni me hables de ello. Dile a la madre de Elspeth que venga en cuanto llegue, ¿vale?
– Te he asustado -dijo Kathy, con una risilla.
– Sí, me has asustado. No hay nada peor que sentir terror por la noche. Créeme. Yo lo he vivido. -Entró en la habitación de Elspeth y se acercó a la cuna. Sólo tardó unos minutos en desconectar los cables. La pequeña tenía el pelo oscuro, como su madre, y una piel sedosa de color oliva, ahora enrojecida en medio del sueño. Sophie sintió una calidez familiar mientras la contemplaba-. Elspeth -murmuró-. Vuelve a nosotros, cariño. No te arrepentirás. Hablaremos y te leeré un cuento y esperaremos a tu mamá…
Kathy pensó que debía volver a su puesto, mientras observaba a Elspeth y a Sophie a través del vidrio. Sophie había cogido al bebé y lo había arropado con una manta y, en ese momento, estaba sentada en la silla mecedora con la pequeña en el regazo. Le hablaba y la mecía y la expresión de su rostro era dulce, viva y afectuosa.
Kathy había oído a otros médicos describir a Sophie como una mujer brillante e intuitiva. Tenía un doble doctorado en medicina y química y era una de las mejores terapeutas del sueño de todo el país. Pero Kathy prefería a esta otra Sophie. La que se acercaba a sus pacientes y, aparentemente sin esfuerzo, los tocaba con su magia. Incluso su hijo adolescente había respondido a esa calidez el día que la conoció. Y Don era un chico decididamente exigente. Desde luego, era probable que el hecho de que Sophie fuera rubia, alta y delgada, además de tener un ligero parecido con Kate Hudson, tuviera mucho que ver con la admiración de su hijo. A Don no le iban las mujeres maternales. A menos que se tratara de Madonna, a quien tenía en las tapas de sus cuadernos.
Pero Sophie no se parecía a Madonna más de lo que se parecía a una estatua de la virgen María. En aquel momento, era muy humana y estaba llena de amor.
Y de fuerza. Sophie tenía que ser una mujer muy fuerte para haber superado el infierno que le había tocado vivir en los últimos años. Se merecía un respiro. A Kathy le habría gustado que cogiera el empleo que le ofrecía ese Kennett, que cobrara una buena pasta y se olvidara de la responsabilidad.
Y luego, cuando volvió a mirar su expresión, sacudió la cabeza. Sophie no renunciaría a su responsabilidad. No con ese bebé, ni con Michael. No iba con su naturaleza.
Qué más daba, quizá Sophie tuviera razón. Quizá el dinero no fuera tan importante como lo que recibía cuando estaba ahí dentro, con esa pequeña.
– Adiós, Kathy -se despidió Sophie al ir hacia los ascensores-. Ya nos veremos.
– Si tienes dos dedos de frente, espero que no. Tengo turno de noche todo este mes. ¿Has encontrado algún motivo que explique el aumento de la apnea?
– Voy a cambiar uno de los medicamentos. En el caso de Elspeth, es casi todo ensayo y error. -Dio un paso para entrar en el ascensor-. Sólo tenemos que hacer un seguimiento hasta que, con el tiempo, lo supere.
Se apoyó contra la pared del ascensor cuando las puertas se cerraron. Cerró los ojos. Estaba demasiado cansada. Debería ir a casa y olvidarse de Sanborne.
Deja de portarte como una cobarde. No, señor, todavía no se iría a casa.
Unos minutos después, abría la puerta de su Toyota monovolumen. Evitó mirar la caja con el rifle Springfield en el maletero. Lo había comprobado antes para asegurarse de que todo estaba en orden. En realidad, ni siquiera era necesario comprobarlo. Jock siempre se ocupaba de las armas y no la dejaría ir por ahí con un rifle defectuoso. Era demasiado profesional para eso.
Ya quisiera ella tener igual opinión de sí misma. Había evitado pensar en Sanborne durante toda la noche, pero ahora temblaba. Durante unos minutos, mantuvo la cabeza apoyada contra el volante. Supéralo, se dijo. Era natural que se sintiera de esa manera. Cobrarse una vida era una cosa terrible. Incluso la de una escoria como Sanborne.
Respiró hondo, alzó la cabeza y puso en marcha el coche.
Sanborne llegaría a las siete de la mañana.
Ella tenía que estar ahí, esperándolo.
Corre.
Oyó que alguien gritaba a sus espaldas.
Se dejó caer por la pendiente del cerro, rodó, se levantó y corrió a toda prisa hacia la orilla del arroyo.
Una bala pasó silbando a centímetros de su cabeza.
– ¡Deténgase!
Corre. Sigue corriendo.
Alcanzaba a oír el ruido de los arbustos que se quebraban. ¿Cuántos eran?
Ocúltate entre los arbustos. El monovolumen estaba aparcado a la orilla del camino, a unos quinientos metros. Tenía que perderlos antes de llegar al coche.
Las ramas le azotaban la cara mientras se abría camino entre los arbustos.
Ya no los oía.
Sí, todavía los oía. Pero sonaba como si estuvieran más lejos. Quizá hubieran ido en otra dirección. Había llegado al coche.
De un salto estuvo en el asiento del conductor. Lanzó el rifle hacia el asiento trasero antes de arrancar. Pisó con fuerza el acelerador.
Huye. Todavía le quedaba una posibilidad. Si no estaban lo bastante cerca para verla bien.
Lo bastante cerca para meterle una bala en la cabeza…
Michael estaba chillando cuando entró en la casa, una hora más tarde.
Mierda. Mierda. Mierda.
Dejó su bolso en el suelo y corrió por el pasillo.
– Ya está. -Jock Gavin levantó la vista cuando ella entró corriendo en la habitación-. Lo he despertado en cuanto se activó el sensor. No le ha afectado demasiado.
– Lo suficiente.
Michael se había sentado en la cama. Respiraba con dificultad y tenía el pecho agitado por el esfuerzo. Sophie se acercó deprisa a la cama y lo cogió en sus brazos.
– Ya está, cariño. Se ha acabado -murmuró, meciéndolo-. Se ha acabado todo.
Michael la apretó desesperadamente un momento antes de rechazarla.
– Ya sé que ya está -dijo, con voz cortante, y respiró hondo-. Quisiera que no me tratases como a un bebé, mamá. Me siento raro.
– Lo siento -cada vez se decía a sí misma que dejaría de ser tan emocional, pero aquello la había pillado con la guardia baja. Se aclaró la garganta-. Intentaré evitarlo -dijo, sonriendo tímidamente-. Sin embargo, algunas personas podrían pensar que eres un niño. Imagínatelo.
– Te prepararé el desayuno, Michael -dijo Jock, al ir hacia la puerta-. Muévete. Son las siete y media.
– Sí. -Michael bajó de la cama-. Vaya, tengo que prepararme para ir al colegio. Perderé el autobús.
– No hay prisa. Te puedo llevar si no alcanzas a cogerlo.
– Nooo. Tú estás cansada. Lo cogeré -afirmó Michael. Miró por encima del hombro-. ¿Cómo va ese bebé?
– Esta noche ha tenido un episodio. Creo que es uno de los medicamentos que toma. Intentaré cambiarlo.
– Qué bien -dijo Michael, y desapareció en el cuarto de baño.
Cuando cerró la puerta, pensó Sophie, era probable que Michael estuviera apoyado en el picaporte dándose un momento para superar las náuseas inducidas por el terror nocturno. Ella le había enseñado a hacerlo pero, en los últimos tiempos, él la marginaba de ese ejercicio. Era una reacción perfectamente natural y no había motivos para que ella se sintiera herida. Michael tenía diez años y estaba creciendo. Sophie tenía suerte de que todavía mantuvieran una relación tan estrecha.
– Mamá. -Michael había asomado la cabeza por la puerta, y una sonrisa iluminaba su cara delgada-. He mentido. No es que me sienta raro. Pero he pensado que quizá debería sentirme raro.
Y volvió a desaparecer.
Mientras iba hacia la cocina, Sophie se sintió embargada por una calidez y un amor inconmensurables.
– Buen chaval. -Jock estaba parado junto al aparador-. Y los tiene bien puestos, además.
Ella asintió con un gesto de la cabeza.
– Ya lo creo. ¿Ha tenido algún otro episodio anoche?
– No según tus instrumentos. Sin aumento significativo del ritmo cardiaco hasta hace unos minutos. -Jock se giró-. Dile a Michael que le he hecho una tostada y un zumo de naranja. Tengo que hacer una llamada. Ya es hora de que informe a MacDuff.
Ella sonrió.
– La primera vez que te oí decir eso creí que MacDuff era tu agente de libertad condicional. Nunca pensé que sería un terrateniente escocés.
– En cierto sentido, es mi agente. -Los ojos de Jock brillaban-. Si no lo llamara de vez en cuando, me andaría siguiendo los pasos para asegurarse de que hago lo que se supone que tengo que hacer. Tenemos un acuerdo.
– El que hayas crecido en un pueblo de sus tierras no le da derecho a decirte lo que tienes que hacer.
– MacDuff cree que sí. Creció siendo una persona muy responsable y se muestra muy protector con todos los habitantes de nuestro pueblo. Nos considera a todos parte de su familia -dijo Jock, y sonrió-. Y a veces yo pienso lo mismo. También es mi amigo, y es difícil decirle a un amigo que se vaya al infierno-. Su sonrisa se desvaneció cuando la miró-. Tienes un rasguño en la mejilla.
Sophie evitó llevarse la mano a la cara. Se había limpiado en una gasolinera, pero no había manera de ocultar el arañazo. Tendría que haber sabido que Jock se daría cuenta. Jock se daba cuenta de todo.
– No es nada -dijo.
Él entrecerró los ojos, fijos en su cara.
– Te esperaba hace una hora. ¿Dónde has estado?
Ella no contestó directamente.
– Podrías haberme llamado si había algún problema con Michael.
– ¿Dónde has estado? -repitió él-. ¿En las instalaciones?
Ella no le mentiría. Asintió con un gesto brusco de la cabeza.
– No vino. Ha llegado a las siete en punto el martes las últimas tres semanas. No sé por qué no ha aparecido hoy. -Sophie tenía los puños apretados a los lados-. Joder, estaba preparada, Jock. Estaba dispuesta a hacerlo.
– Nunca estarás preparada.
– Tú me has enseñado. Estoy preparada.
– Puede que lo mates, pero de todas maneras te destrozará.
– Matar no te ha destrozado a ti.
Él respondió con una mueca.
– Deberías haberme visto hace unos años. Era un caso perdido.
– Un motivo más para matar a Sanborne -dijo Sophie-. No se le debería permitir que siga vivo.
– Estoy de acuerdo. Pero no tienes que ser tú quien lo haga. -Jock guardó silencio un momento-. Tienes a Michael. Te necesita.
– Lo sé. Y he llegado a un acuerdo con su padre para que cuide de él si fuera necesario. Dave lo quiere, pero fue incapaz de soportar lo que ocurrió aquel primer año. Michael está mucho mejor ahora.
– Michael te necesita.
– Cállate, Jock. ¿Cómo puedo…? -Sophie se frotó la sien que le dolía y murmuró-: Es culpa mía. Ellos siguen adelante. ¿Cómo puedo dejar que sigan?
– MacDuff conoce a mucha gente importante. Podría pedirle que llame a alguien conectado con el gobierno.
– Ya sabes que lo he intentado. He llamado a toda la gente que conocía. Me han dado golpecitos en la espalda y me han dicho que entendían mi histeria. Que Sanborne era un empresario respetable y que no había pruebas de que fuera el monstruo que yo decía. -Los labios se le torcieron en una mueca-. Cuando conseguí hablar con el quinto senador, un burócrata cabrón, era verdad que estaba histérica. Me parecía inconcebible que no me creyeran. Aunque, en realidad, sí lo entendía. Se hacían favores. En todas partes. -Sophie sacudió la cabeza con gesto de cansancio-. Tu MacDuff se toparía con el mismo muro. No, tiene que ser de esta manera -dijo, entre dientes-. Y te equivocas. No me destrozaría. No dejaría que Sanborne me hiciera más daño del que me ha hecho hasta ahora.
– Entonces deja que lo mate yo en tu lugar. Sería una solución mucho más aconsejable.
A Sophie el tono de Jock le pareció relajado, casi inexpresivo.
– ¿Porque a ti no te molestaría? Eso es una mentira. Sí que te molestaría. No eres tan insensible.
– ¿No? ¿Sabes a cuántos he matado?
– No. Y tú tampoco lo sabes. Por eso me has ayudado. -Sophie pulsó el botón de la cafetera y se apoyó contra el aparador-. Uno de los guardias me vio. Quizá más de uno, no estoy segura.
Jock se puso tenso.
– Eso está mal. ¿Te habrán filmado con las cámaras de vigilancia?
Ella negó con la cabeza.
– Llevaba un abrigo y el pelo recogido bajo un gorro. Estoy segura de que nadie me vio hasta que empecé a retirarme, y fue sólo un minuto. Puede que no pase nada.
Él sacudió la cabeza.
– Ya verás como no. Lo conseguiré. Nadie va a avisar a la policía. Sanborne no quiere llamar la atención a propósito de nada raro en las instalaciones.
– Pero ahora estarán alertas.
Eso no lo podía negar.
– Tendré cuidado.
Jock negó con la cabeza.
– No puedo permitirlo -dijo, con voz suave-. Puede que MacDuff me haya contagiado su sentido de la responsabilidad. Yo maté a mi demonio personal hace muchos años, pero te señalé la dirección correcta para acabar con Sanborne. Puede que nunca lo hubieras encontrado si yo no te hubiera llevado hasta él.
– Lo habría encontrado. Sólo que habría tardado más. Sanborne tiene instalaciones farmacéuticas en todo el mundo. Las habría comprobado todas.
– Y habrías tardado un año y medio en llegar igual de lejos.
– No podía creerlo. O quizá no podía aceptarlo. Era demasiado horrible.
– La vida puede ser horrible. Las personas pueden ser horribles.
Pero Jock no era horrible, pensaba Sophie, mientras lo miraba. Quizá era el ser humano más bello que había conocido. Era delgado, tenía poco más de veinte años, pelo rubio y rasgos notablemente finos. No había nada de afeminado en él, era un tipo totalmente masculino y, aún así, su rostro era… bello. No había otra manera de describirlo.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó Jock.
– No querrías saberlo. Ofendería tu orgullo escocés masculino. -Sophie se sirvió una taza de café-. Anoche tuve una paciente llamada Elspeth. También es un nombre escocés, ¿no?
Él asintió con la cabeza.
– ¿Y está bien?
– Creo que sí. Espero que sí. Es un bebé precioso.
– Y tú eres una buena mujer -dijo él-. Que intenta evitar una discusión cambiando de tema.
– No pienso discutir. Es mi batalla. Te he arrastrado a ella para que me ayudes, pero no dejaré que corras riesgos ni cargues con culpas.
– ¿Culpas? Dios, si lo pensaras bien, te darías cuenta de lo ridículo que es eso. A estas alturas, mi alma estará más negra que la caldera del infierno.
Ella negó con un gesto de la cabeza.
– No, Jock. -Se mordió el labio inferior. Maldita sea, no quería decirlo-. Te agradezco todo lo que has hecho, pero quizá ha llegado el momento de que me dejes.
– Esa breba no caerá. Ya hablaremos. Buenos días, Sophie. -Jock se dirigió a la puerta-. Le he prometido a Michael que lo recogeré esta tarde después de su partido de fútbol, así que no tienes que molestarte si estás ocupada. Métete en la cama e intenta dormir. Me dijiste que tenías una cita a la una.
– Jock.
Él miró por encima del hombro y sonrió.
– Es demasiado tarde para que intentes deshacerte de mí. No puedo dejar que te maten. Actúo como un egoísta. Me quedan muy pocos amigos en este mundo, como si hubiera perdido la habilidad de entablar amistades. Me dolería mucho perderte.
Al salir, cerró con un portazo.
Maldita sea, no necesitaba ese tipo de reacciones de Jock. Debería haberse callado la boca y no contarle que la habían visto. Ella sabía que él era muy protector. Jock no había parado de discutir con ella para que le dejara a él ejecutar el asesinato y, cuando Sophie se había negado, él le había enseñado la manera más segura y eficaz de hacer lo que tenía que hacer. Se había quedado con ella esos meses para supervisarla y protegerla, y para estar presente en caso de que cambiara de parecer. Ella debería haberlo despachado después de que él le enseñara todo lo que tenía que aprender. Jock decía que se portaba como un egoísta, pero la egoísta era ella. Tenerlo ahí para que cuidara de Michael mientras ella trabajaba era una bendición. Se sentía muy sola, y la presencia de Jock había sido un consuelo, pero ahora tenía que obligarlo a marcharse.
– Tengo cinco minutos. -Michael entró a toda prisa en la cocina. Cogió el zumo de naranja y lo tragó-. No tengo tiempo para desayunar -dijo. Cogió su mochila y fue hacia la puerta. Ella le dio un beso en la mejilla al pasar-. No llegaré a casa hasta las seis. Tengo fútbol.
– Lo sé. Me lo ha dicho Jock -Sophie lo abrazó-. Te veré en el partido.
– ¿Podrás venir? -preguntó él, con la cara iluminada.
– Llegaré tarde, pero llegaré.
– Estupendo -Michael sonrió. Dio unos pasos y se giró-. Deja de preocuparte, mamá, estoy bien. Esto ya lo tenemos resuelto. Sólo ha ocurrido tres veces esta semana.
Tres veces en que su corazón se había disparado hasta triplicar su ritmo y él se despertaba gritando. Tres veces en que Michael podría haber muerto si ella no lo hubiera conectado al monitor. Y, aún así, él quería que ella no se preocupara. Sophie se obligó a sonreír.
– Lo sé. Tienes razón. Ahora lo tienes cuesta arriba. ¿Qué puedo decir? Me preocupo demasiado. Todo viene con el mismo paquete -lo empujó hacia la puerta-. Llévate una barrita de proteínas ya que no tienes tiempo para desayunar.
Él cogió la barra y desapareció.
Sophie esperaba que se acordara de comerla. Michael estaba demasiado delgado. Después de los terrores nocturnos, había tenido problemas para retener la comida y, sin embargo, insistía en jugar al fútbol y practicar atletismo. Lo más probable era que le hiciera bien estar ocupado, y ella quería desesperadamente que tuviera una vida lo más normal posible. Pero sin duda el deporte le había ayudado a perder peso.
Sonó su teléfono móvil.
Sophie se puso tensa al ver el nombre en la pantalla. Dave Edmunds. Dios, no tenía ganas de hablar con su ex marido en ese momento.
– Hola, Dave.
– Esperaba hablar contigo antes de que te fueras al trabajo -dijo él, y siguió una pausa-. Jean y yo vamos a coger un vuelo a Detroit el sábado por la noche, así que antes tendré que llevar de vuelta a Michael. ¿Te parece bien?
– No, pero supongo que así tiene que ser. -Sophie apretó con fuerza el auricular-. Dave, es la primera vez en seis meses que tienes a Michael un fin de semana. ¿Crees que no se enterará de por qué no se queda a dormir? No es tonto.
– Claro que no. -Siguió otra pausa-. Son esos malditos cables, Sophie. Tengo miedo de hacer algo mal. Está mejor contigo.
– Sí, es verdad. Pero te enseñé cómo conectar el monitor. Es sencillo. Sólo el dedo índice con la pinza y el cinturón de respaldo del pecho. Ahora Michael sabe hacerlo solo. Lo único que tienes que hacer es verificar que el monitor funcione correctamente. Eres su padre y no quiero que lo engañes. Por Dios, Michael no tiene la peste. Está herido.
– Lo sé -dijo Dave-. Estoy trabajando en ello. A mí me da un miedo de muerte, Sophie.
– Entonces, supéralo. Él te necesita. -Sophie colgó, y parpadeó para reprimir las lágrimas que le quemaban. Esperaba que Dave hubiera cambiado por fin, pero las perspectivas no eran demasiado halagüeñas. El santuario de seguridad que ella había construido para Michael con su padre se estaba viniendo abajo ante sus ojos. Tendría que pensar en otra cosa, hacer otros planes. Antes de aquel día horrible, pensaba que podían superarlo como pareja, a pesar de que tenían unos cuantos problemas. Se había equivocado. Seis meses después de que la hubieran dado de alta en el hospital, el vínculo no había sido lo bastante sólido para perdurar.
Pero, maldita sea. Dave tenía que estar presente si Michael lo necesitaba. Tenía que estar.
Conserva la calma. En ese momento, nada podía hacer. Encontraría una manera de proteger a Michael. Se metería en la cama y se dormiría. Y luego volvería al hospital, donde podría mantenerse ocupada y dedicada a aquello para lo que había estudiado. Ayudar a las personas, en lugar de planear cómo matarlas.
– Te pido que me liberes de mi promesa -dijo Jock Gavin cuando MacDuff contestó el teléfono-. Puede que tenga que matar a un hombre. -Esperó, mientras escuchaba al terrateniente lanzar imprecaciones al otro extremo de la línea. Cuando terminó, Jock dijo-: Es un hombre malvado. Merece morir.
– No a manos tuyas, maldita sea. Eso ha acabado para ti.
Nunca acabaría, pensó Jock. Él lo sabía, aunque el terrateniente lo ignorara. Pero MacDuff deseaba que aquello acabara con tanto ahínco que él también lo quería.
– Sophie va a matar a Sanborne, si no lo hago yo. No puedo permitirlo. Ya le han hecho demasiado daño. Aunque no la descubrieran, la marcaría para siempre.
– Es probable que se eche atrás. Dijiste que no tenía instinto de asesina.
– Pero ahora tiene la destreza. Yo se la he dado. Y, además de la destreza, tiene el odio y la noción de que hace algo malo por el motivo correcto. Eso la empujará más allá del abismo.
– Entonces, déjala que lo haga. Vete de ahí.
– No puedo hacer eso. Tengo que ayudarla.
MacDuff guardó silencio un momento.
– ¿Por qué? ¿Qué sientes por ella, Jock?
Jock rió por lo bajo.
– No te preocupes. Nada de sexo. Y, Dios me libre, nada de amor. Bueno, quizá amor. La amistad también es amor. Los aprecio, a ella y al chico. Siento un vínculo debido a todo lo que ha sufrido. Lo que todavía sufre.
– Con eso basta para que me preocupe, porque podría llevarte a adoptar viejos hábitos. Quiero que vuelvas a los dominios de MacDuff.
– No. Libérame de mi promesa.
– Ni lo sueñes. Te he dejado solo mucho tiempo para que encuentres tu camino. Fue jodidamente difícil para mí. Lo único que te pedí es que te mantuvieras en contacto y que no hubiera más crímenes.
– Y no los ha habido.
– Hasta ahora.
– No ha ocurrido nada… todavía.
– Jock, no… -MacDuff calló y respiró hondo-. Déjame pensar. -Siguieron unos minutos de silencio. Jock casi oía el tic-tac de la mente del terrateniente, barajando las posibilidades-. ¿Qué te haría volver al castillo?
– No quiero que Sophie mate a Sanborne.
– ¿No podemos dejarlo en manos del FBI o de algún organismo de gobierno?
– Ella dijo que ya lo ha intentado. Cree que hay sobornos de por medio.
– Podría ser. Sanborne tiene casi tanto dinero como Bill Gates y ese potencial podría parecer muy atractivo a ciertos políticos. ¿Qué pasa con los medios de comunicación?
– Sophie estuvo tres meses ingresada en un hospital, con una crisis nerviosa, después de aquellas muertes. Es uno de los motivos por los que no conseguía que nadie le hiciera caso.
– Mierda.
– Libérame de mi promesa -repitió Jock, paciente.
– Olvídalo -dijo MacDuff, terminante-. ¿No quieres que Sophie mate a Sanborne? Entonces mandaremos a alguien que haga el trabajo en su lugar.
– Si no me deja a mí, no dejará a nadie. Dice que es responsabilidad suya.
– ¿Quién va a contárselo? Nos deshacemos del cabrón, y ya está.
Jock rió.
– Hasta ahí llegan tus ganas de impedir un homicidio -dijo-. Empiezas a hablar como yo, MacDuff.
– No me importa pisar una cucaracha. Sólo que no quiero que lo hagas tú. ¿Qué pasa si metemos a Royd en la foto?
Jock guardó silencio.
– ¿A Royd?
– Me dijiste que anda a la caza de algo. Al parecer, no hay duda de que Royd podrá ocuparse y llegar hasta el final, si tiene la oportunidad.
– Sin duda. Royd es una apisonadora. Sólo tendría que preocuparme de que no arrase a Sophie a su paso.
– Eso no estaría mal si la mantiene a salvo.
– Sophie no pensaría igual -dijo Jock, seco-. Te aseguro que volvería a levantarse y lo buscaría hasta encontrarlo, como me encontró a mí.
– Llama a Royd y luego vuelve a casa.
– No.
Silencio.
– Por favor.
– No quiero… -Jock dejó escapar un suspiro. Una promesa era una promesa y él le debía a MacDuff más de lo que podría pagarle en mil años-. Me lo pensaré. Puede que tarde un poco en encontrarlo. Según mis informaciones, Royd podría estar muerto. Lo último que supe es que estaba en algún sitio en Colombia. Intentaré dar con él.
– Si necesitas ayuda, dímelo. Hazle venir, y tú, coge ese avión. Nos veremos en Aberdeen -dijo MacDuff, y colgó.
Jock colgó, lentamente, a su vez. La respuesta de MacDuff no era inesperada, pero lo decepcionaba. Quería acabar con el tormento de Sophie de la manera más rápida y eficaz, y no había nadie más eficaz que él para la tarea que ella se había propuesto.
Excepto, quizá, Matt Royd.
Como le había advertido a MacDuff, Royd era una apisonadora en todo el sentido de la palabra. Jock le había pedido a MacDuff que investigara los antecedentes de Royd cuando éste se había puesto en contacto con él hacía un año. Parecía un hombre lleno de pasión y amargura, pero Jock había vivido con mentiras y engaños demasiado tiempo y no iba a correr el riesgo de que volvieran a manipularlo. Royd era un tipo listo, implacable, y conseguía salir con éxito de operaciones difíciles, cuando no imposibles.
Royd tenía motivos para alimentar esa pasión y amargura que Jock había percibido. No había duda de que se centraría solamente en Sanborne y en el REM-4 una vez que averiguara dónde estaban las instalaciones.
Pero, joder, a Jock no le gustaba la idea de no estar para controlar la actuación de Royd. Apreciaba a Sophie Dunston y a Michael y, en su vida, cualquier tipo de emoción era algo raro y preciado. Había tenido que volver a aprender cómo responder al afecto, y ese aprendizaje era algo que debía atesorar y proteger.
Sonrió desganadamente con ese último pensamiento. Era raro reflexionar sobre la gentileza mientras se resistía a no cometer el más abominable de los pecados en nombre de la bondad.
Y puede que existiera la necesidad de hacerlo, en caso de que Royd hubiera perdido interés por la caza.
Aquello era una probabilidad jodidamente remota.