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Royd observó a Michael subir torpemente la escalerilla del avión privado con Jock.
– De pronto tendrá una reacción -dijo, con voz queda-. Ahora se dará cuenta de lo que está pasando.
Dios mío, ojalá que no, pensó Sophie. Michael había guardado silencio en el camino, pero era normal que no estuviera contento.
– Puede que no. Jock ha sido muy persuasivo.
– De pronto tendrá una reacción -repitió Royd-. Prepárese para ello.
¿Cómo podía estar preparada para…?
De repente, Michael giró sobre sus talones, bajó la escalerilla como pudo y echó a correr por la pista de alquitrán. Se lanzó a los brazos de Sophie.
– No quiero ir -murmuró-. No sirve de nada. No está bien.
Ella lo estrechó con fuerza.
– Sí que está bien -dijo, con voz temblorosa-. Nunca te pediría que te marcharas si no fuera la mejor solución.
Michael guardó silencio un momento y luego se separó de ella. Tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
– ¿Me prometes que estarás bien? ¿Me prometes que no te pasará nada?
– Lo prometo. Ya hemos hablado de esto -dijo ella, intentando sonreír-. Y Royd también te lo prometió. ¿Quieres que firmemos un contrato?
Él sacudió la cabeza.
– Pero a veces pasan cosas. A veces son cosas sin sentido.
– A mí no -afirmó Sophie, mirándolo a los ojos-. ¿Quieres decir que te estás echando atrás?
Él volvió a decir que no sacudiendo la cabeza.
– Yo no haría eso. Quiero quedarme contigo, pero Jock dice que estarás más segura sin mí.
– Es verdad.
– Entonces, me iré. -Michael la abrazó desesperadamente antes de volverse a Royd, con semblante grave-. Usted cuide de ella. ¿Me ha oído? Si deja que algo malo le ocurra, lo seguiré a donde vaya y se las verá conmigo.
Antes de que Royd pudiera responder, Michael se había dado la vuelta y corría hacia el avión, donde Jock lo esperaba. Al cabo de un momento, la puerta se cerró.
Royd soltó una risilla.
– Vaya, vaya. Hasta creo que sería capaz de hacerlo. Creo que empiezo a sentirme muy cerca de su hijo.
– Cállese. -Sophie se secó los ojos y observó mientras el avión se alejaba rodando por la pista. Sentía como si algo la estuviera desgarrando viva. Le había dicho a Michael que aquello era lo mejor. Y esa mañana temprano había hablado con MacDuff, que le prometió mantener a su hijo sano y salvo. Sin embargo, eso no había hecho las cosas más fáciles. Esperó hasta que el avión desapareció de su vista antes de girarse-. Vámonos de aquí -pidió, y se dirigió al aparcamiento-. ¿Ha hablado con su amigo Kelly?
– Anoche no pude ponerme en contacto con él. Me dijo que me llamaría sólo si era seguro -explicó Royd, que caminaba junto a ella-. Si Sanborne está muy ocupado eliminando a todos los que tenían alguna relación con el REM-4, acercarse a esos archivos debe de ser cada día más difícil.
– ¿Eso significa que no piensa intentarlo?
– No diga tonterías -dijo él, con expresión fría-. Significa que voy a esperar hasta saber que es seguro.
– ¿Y si no es seguro? ¿Qué pasará si consigue escapar con todos esos archivos y establece su fortaleza en el extranjero?
Royd le abrió la puerta del coche.
– Lo encontraré y haré volar su madriguera hasta el infierno.
Lo dijo con un tono neutro y un semblante inexpresivo, pero ella sintió la fuerza que lo impulsaba como si fuera algo tangible. Respiró hondo y decidió cambiar de tema.
– ¿Adónde vamos? ¿Volvemos al motel?
Él negó con la cabeza.
– Saldremos de la ciudad. He hecho una reserva en un motel a unos sesenta kilómetros. No quiero correr el riesgo de que alguien la vea y la reconozca. Según las noticias de anoche, a usted y Michael se les da por presuntamente muertos. Quiero que siga siendo así todo el tiempo posible.
– Supongo que no puedo contarle a mi ex marido que Michael está vivo.
– Claro que no.
No era lo que ella pensaba.
– Será un golpe duro para él. Dave quiere a Michael.
– Una lástima. -Royd salió de la plaza de parking-. ¿Y a usted? ¿Todavía la quiere a usted?
– Ha vuelto a casarse.
– Eso no es lo que le he preguntado.
Ella se encogió de hombros.
– Tuve un hijo con él. ¿Cómo saber qué sentimientos habrá conservado?
– ¿Y usted?
Sophie se giró para mirarlo, pero él no la miró a ella.
– ¿Qué?
– ¿Qué siente usted por él?
– Eso no es asunto suyo. ¿Por qué quiere saber eso?
Él no respondió enseguida.
– Quizá porque quiero explorar posibles debilidades. Sería lo correcto.
– ¿Y es ésa su intención?
– No.
– ¿Curiosidad?
– Quizá. No lo sé -dijo él, encogiéndose de hombros.
– Entonces, que se joda su maldita curiosidad. Lo único que tiene que saber es que no iré corriendo junto a Dave para contarle que Michael y yo estamos vivos. -Se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos-. Y estoy cansada de hablar con usted. Es como abrirse camino a través de un campo de zarzas. Despiérteme cuando lleguemos al motel.
La habitación en el Holiday Inn Express era limpia y sobria, pero disponía de más comodidades que el motel donde habían pasado la noche anterior.
Royd le entregó la llave después de haber echado una mirada por la habitación. Sonrió sin ganas.
– Michael se enfadaría si yo no me encontrara a una distancia prudente.
Sophie dejó caer su bolso sobre la cama.
– Necesito ropa. Todo lo que tenía estaba en esa casa.
– Saldré y compraré algo -dijo Royd, y la miró de arriba abajo-. ¿Talla seis?
– Ocho -corrigió ella-. Calzo un treinta y siete. Y necesitaré un portátil. Me daré una ducha y luego dormiré un rato -dijo, yendo hacia el cuarto de baño-. ¿Averiguará usted si hay noticias sobre nuestro fallecimiento?
– Lo que usted diga.
– Qué servicial. Nadie reconocería al hombre que prácticamente destruyó todo lo que tenía en este mundo.
– Le prometo que le reemplazaré todos los objetos de valor.
– No podría. Me dan igual los muebles y las cosas de la casa pero, ¿qué hay de mis álbumes de fotos? ¿Y los recuerdos de mi hijo y los juguetes que más le gustaban?
– No, eso no lo puedo reemplazar -dijo él, con voz queda-. Supongo que no pienso en esas cosas. Yo crecí en ocho hogares de acogida y nunca nadie pensó en sacar fotos de familia. Pero intentaré compensar a Michael. Sólo usted puede decidir si el tiempo que hemos ganado valía lo que yo le he arrebatado.
Claro que lo valía. Michael volaba hacia un lugar seguro.
– Hizo lo que creía mejor.
– Así es. Pero eso no significa que lo haya hecho de la mejor manera posible. No soy perfecto -dijo, asintiendo con la cabeza-. Compraré comida china al volver. Cerraré la puerta con llave. No le abra a nadie excepto a mí.
Salió y cerró.
No le abra a nadie excepto a mí.
Había pronunciado aquella frase de la manera más impasible, si bien su significado no era nada banal. Ella seguía siendo un blanco, y eso sin duda agradaba a Royd. ¿Por qué no tenía más miedo? Estaba cansada y con los nervios a flor de piel, pero no tenía miedo. Aquello se debía probablemente al hecho de que Michael ya no corría peligro. Podía lidiar con cualquier cosa siempre y cuando no tuviera que preocuparse por la suerte de su hijo.
Se metió en la ducha y dejó correr el agua caliente por todo el cuerpo. Michael estaría bien. Nadie podía cuidar mejor de él que Jock.
Quizá Royd podría.
¿Por qué había pensado de pronto en eso? Royd era la imagen misma del peligro y la muerte. Al contrario de Jock, no tenía ni una pizca de amabilidad que disimulara la amenaza. Royd era un tipo rudo y decidido, y tenía tanta sensibilidad como un rinoceronte enfadado.
Sin embargo, había sabido que Michael reaccionaría de esa manera en el último momento.
Tenía buen juicio, pero carecía de sensibilidad. No tenía la menor duda de que Royd era un hombre inteligente.
«No pienses en él», se dijo. Aprovecharía esos momentos para relajarse y recuperar fuerzas. Estaba irritada y enfadada, y empezaba a sentir las primeras punzadas de la soledad. Michael estaba siempre con ella, en persona o en sus pensamientos. Todos los días empezaban y acababan con su hijo presente. Ahora se había separado de él, y aquello dolía.
«Entonces deja de quejarte y haz lo que tengas que hacer. Es la única manera de volver a estar juntos». Ella no era solo madre. También era una mujer inteligente y tenía voluntad. Debía servirse de esas cualidades y usarlas contra Sanborne.
Royd estaba sentado en una silla al otro extremo de la habitación, con una pierna colgando sobre el brazo del sillón y la cabeza apoyada en el respaldo.
Tigre, tigre, luz llameante…
– ¿Está despierta? -Royd se enderezó en el sillón y sonrió-. Se ha quedado completamente frita. Me pregunto cuánto sueño habrá perdido en los últimos años.
Sophie sacudió la cabeza para despejarse antes de sentarse y envolver su cuerpo desnudo con la sábana.
– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
Royd miró su reloj.
– Tres horas. Y he tardado otras dos horas en encontrarle ropa y una bolsa de viaje.
– Cinco horas. Debería haberme despertado -dijo, y puso los pies en el suelo-. O debería haber aprovechado para dormir.
– No tenía prisa. Aunque pareciera que se está convirtiendo en una costumbre que yo la despierte a usted, ¿no? Sin embargo, esta vez he disfrutado.
– Eso es una cho… -Sophie se interrumpió al ver su mirada. Sensual. Tan sensual como su manera de sentarse. Perezosa, felina, totalmente sensual. Tuvo que apartar la mirada-. Entonces será mejor que encuentre otra cosa para distraerse. No me gusta que invadan mi espacio, Royd.
– No lo he invadido. No me he movido de esta silla desde que entré. Sólo la he estado observando -dijo, sonriendo-. He estado demasiado tiempo en la selva -Se incorporó-. Volveré a mi habitación y calentaré la comida china en mi microondas. Su ropa está en esas dos bolsas. Espero que le quede bien. He intentado encontrar algo con un poco de estilo -dijo, mirando por encima del hombro-, aunque nunca encontrará nada que le quede mejor que esa sábana.
Ella se lo quedó mirando. Dios mío, tenía las mejillas calientes y los pechos bajo las sábanas de pronto estaban hinchados y sensibles.
Se sentía… No quería pensar en cómo se sentía. Y no quería pensar en el hombre que le hacía sentir eso. De todas maneras, era una insensatez. A ella siempre le habían atraído los hombres inteligentes y civilizados, como Dave. Puede que Royd fuera un hombre inteligente, pero no tenía nada de civilizado. Establecía sus propias reglas e ignoraba todo lo demás.
Era normal sentirse así. Aquella respuesta descontrolada era puramente biológica, considerando que no había tenido relaciones sexuales desde meses antes de su ruptura con Dave. La habían sorprendido con la guardia baja y era probable que hubiera tenido la misma reacción ante cualquiera, en esas mismas circunstancias.
Quizá no cualquiera. Había en Royd una sexualidad atrevida que…
«Olvídate de ello. Ese momento no se repetiría». Se incorporó y fue hacia el otro extremo de la habitación para abrir las bolsas. Debía vestirse, guardar el resto de la ropa en la bolsa de viaje, ir a la habitación de Royd y comer. Cuando acabaran, quizá fuera la hora de llamar a Jock y hablar con Michael.
– Acabo de ver las noticias de la noche -dijo Boch, cuando Sanborne contestó el teléfono-. La policía todavía no sabe si estaban en la casa cuando explotó. O si lo saben, no lo han hecho público.
– Tenían que estar dentro. El policía que paró su coche reconoció las fotos. Los restos del mismo coche fueron encontrados entre los restos esparcidos por el jardín.
– Pero no hay cuerpos, maldita sea.
– Es la fuerza de la explosión. Hablamos de trozos de cuerpos, y la policía no anunciará una muerte hasta estar segura. Podría desatar una marea de demandas contra la compañía de gas y provocar el pánico en los barrios donde había fugas. Llevará un tiempo.
– Son excusas, Sanborne. Tu enviado, Caprio, metió la pata y ahora no tienes pruebas de que tus hombres hayan corregido el error.
Sanborne procuró controlar su irritación.
– No puedo llamar a ninguno de mis contactos en la policía. No me pueden relacionar con ella de ninguna manera. ¿Es que no lo entiendes? Le he dicho a Gerald Kennett que llame al hospital, y Sophie Dunston no ha llamado. Suele ver a sus pacientes los fines de semana. El personal está impresionado y preocupado.
– Eso no basta. Esa mujer no es tonta. Puede que esté oculta. Debe de tener amigos con quienes ponerse en contacto. Averigua algo de ellos.
– Tengo que irme con cuidado. No puedo exponerme a que llamen a la policía acusándome de acoso. -Sanborne no esperó una respuesta-. Voy muy por delante de ti -avisó-. He mandado a uno de mis hombres, Larry Simpson, a hablar con los vecinos y con el entrenador de fútbol del chico, fingiendo ser reportero. Ninguno de ellos ha sabido nada.
– ¿Y el ex marido?
– He mandado a alguien a casa de Edmunds. ¿Satisfecho?
– No. Me daré por satisfecho cuando la policía declare que Sophie Dunston ha volado en pedazos -dijo Boch, y calló-. Ben Kaffir se ha puesto en contacto conmigo. Le interesa el REM-4, pero está coqueteando con Washington y no quiere comprometerse hasta que demostremos que no figura como implicado en ninguna investigación. Esa mujer, Dunston, ya ha creado demasiados problemas.
– Ya no creará más problemas -dijo Sanborne-. Ten paciencia. Dame otro día y verás que te preocupas innecesariamente.
– No me preocupo. Voy a viajar a Caracas para hacer los últimos arreglos. Si me entero de que has vuelto a fallar, volveré y yo mismo me ocuparé de ella -dijo Boch, y colgó.
Sanborne se reclinó en su silla. Aunque él mismo tenía ganas de destapar toda su irritación, Boch no se equivocaba demasiado. Él le había dicho la verdad acerca de la tardanza de los informes forenses, pero le preocupaba la desaparición de Caprio. El retraso en anunciar la muerte quizá se debiera a que intentaban identificar los trozos encontrados, pero quizá era una chapuza. Las cosas no marchaban tan bien como había imaginado, y aquello no le gustaba.
¿Royd?
Dios, esperaba que no. No tenía necesidad alguna de enfrentarse a ese cabrón en ese momento decisivo.
De acuerdo, suponiendo que Royd no apareciera en escena para enturbiar las aguas. Suponiendo que esa mujer y su hijo habían perecido, como le había dicho a Boch.
Necesitaba la confirmación.
Miró su libreta y vio el nombre subrayado, el último de la lista. Dave Edmunds.
Royd había puesto el pollo de Hunan en dos platos de cartón en la pequeña mesa junto a la ventana y estaba sirviendo el vino en un segundo vaso cuando entró Sophie.
– He comprado vino tinto. ¿Le parece bien?
Ella dijo que sí con la cabeza.
– Aunque preferiría tomar café.
– Prepararé una cafetera más tarde -dijo él, y señaló una silla-. Es vino barato de supermercado y de todas maneras no tolerará más de dos copas. Le aseguro que no es mi intención emborracharla.
– No era eso lo que creía.
– ¿Ah, no? -preguntó Royd, con la boca torcida en una sonrisa-. Creía que todo lo que hacía o decía era sospechoso. Detecto en usted cierta actitud de cautela. A veces actúo siguiendo mis impulsos, pero no la asaltaré.
– Porque soy un anzuelo demasiado importante para Sanborne y Boch.
– Correcto. -Royd sonrió-. De otra manera, estaría perdida.
Ella se sentó y cogió un tenedor.
– Creo que no. Jock ha sido un excelente instructor.
Él soltó una risilla.
– Entonces, decididamente me mantendré a distancia -dijo, y tomó un trago de vino-. He oído decir que Jock es un auténtico especialista.
Ella alzó la mirada al tiempo que fruncía el ceño.
– Se ve que está fingiendo. No recuerdo haberlo visto reír antes.
– Quizá intente hacerle bajar la guardia para dar el salto.
Sophie se lo quedó mirando.
– ¿Es eso lo que intenta?
Él se encogió de hombros.
– O podría ser que Kelly finalmente me ha llamado y me he enterado de que no lo han convertido en fiambre. Ya me doy cuenta de que piensa que soy un hijo de perra insensible, pero no me agrada ver que la palman los hombres que he enviado al frente.
– Sin embargo, lo ha enviado de todas maneras.
– Sí -admitió él, mirando por encima del borde del vaso-. Tal como la enviaría a usted.
– Me parece bien. -Sophie comió otro bocado-. ¿Qué ha dicho Kelly?
– Que no había encontrado los archivos, pero que seguirá intentándolo. Volverá a llamarme más tarde esta noche.
– Puede que no estén en la sala de archivos. Quizá Sanborne los tenga a salvo en su casa.
– Tal vez. Pero apostaría a que quiere tenerlos en un lugar donde la seguridad sea máxima, y ese lugar es la planta.
– Pero es probable que los guarden en una caja fuerte de todas maneras.
– Kelly puede entrar en la mayoría de las cajas fuertes, siempre y cuando tenga tiempo.
Sophie recordó la facilidad con que Royd había burlado los cerrojos de su casa.
– Qué conveniente. Aunque Kelly los encuentre, puede que no reconozca el CD -dijo Sophie, bajando la voz-. A menos que tenga estudios superiores de química. Sanborne ha etiquetado todos sus discos con números de código. Y esa fórmula es muy compleja e intrincada. Necesitará ayuda.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Kelly puede meterme en las instalaciones?
Royd se puso rígido.
– De ninguna manera -dijo, en tono neutro.
– ¿De ninguna manera me puede meter dentro o de ninguna manera quiere que lo haga?
– Las dos cosas.
– Pregúntele si puede hacerlo.
Royd soltó una imprecación entre dientes.
– ¿Pretende meterse en la boca del lobo cuando intentamos precisamente mantenerla lejos de Sanborne para que no le corte el cuello?
– Necesitamos ese CD. Es nuestro objetivo primordial. Y usted lo sabe.
– Y lo conseguiré.
– Pero puede que el tiempo se le acabe. Ha dicho que será más difícil si Sanborne traslada las instalaciones al extranjero.
– No -dijo él, con tono firme-. Dejaremos que Kelly haga su trabajo.
– Pregúntele cómo podría entrar. Debe saber dónde están situadas cada una de las cámaras de seguridad, ya que trabaja en la sala de vigilancia. Jamás podría haber llegado cerca de ningún archivo reservado si no supiera cómo burlar esas cámaras.
– Sin embargo, una vez que se encuentra dentro, sólo puede pasar la seguridad con una huella dactilar.
– Ya lo sé. Pero si Kelly le ha entregado información sobre mí, ha conseguido burlarlas.
– Cambió el código de su huella por el de un científico que estaba de vacaciones unos días. Tuvo que restaurarlo casi enseguida.
– Si lo hizo una vez, puede volver a hacerlo. O encontrar alguna otra manera. Pregúntele.
– No la necesitamos a usted ahí dentro. Descríbame las etiquetas de código de Sanborne.
Ella le respondió con un silencio deliberado.
– Tenemos que trabajar juntos, Sophie.
– A menos que sea usted el que prefiera trabajar solo -dijo ella, con tono seco-. Seguro que no se lo pensaría dos veces antes de dejarme en la estacada.
Ahora fue él quien guardó silencio.
– Puede que sí. ¿Qué importa eso si consigo acabar la misión?
– Importa. Ha dicho «si», y ésa es la palabra clave. He renunciado a demasiadas cosas como para jugármelo todo por su manera de planear todo esto. -Sophie acabó su plato y se llevó el vaso a los labios-. Quiero hacer algo. Quiero recuperar a mi hijo.
Él se la quedó mirando un buen rato y luego se encogió de hombros.
– Le preguntaré a Kelly. Tiene razón. ¿Por qué habría de detenerla? Por lo visto, tiene ganas de que la maten.
– ¿Cuándo lo llamará?
– Lo llamaré ahora mismo -Se incorporó y sacó su móvil-. Tómese otra copa de vino. Yo voy a salir fuera un momento. Necesito aire.
– ¿Qué va a decirle que yo no pueda escuchar?
– Le preguntaré qué posibilidades tendrá si consigue meterla dentro. Y si no me gustan las probabilidades, usted no irá a ningún sitio. -Acto seguido salió y cerró la puerta.
Ella se quedó sentada unos minutos y luego se acercó a la ventana. Royd se paseaba de arriba abajo por el parking del motel, hablando por el móvil. No había esperado esa reacción por su parte. Había pensado que cumpliría su promesa de protegerla pero, ante su propuesta de entrar en las instalaciones, él había tenido una actitud negativa y violenta. Quizá no lo conocía tan bien como creía. Había pensado que su obstinada pasión por ponerle las manos encima a Sanborne y a Boch dejaba en segundo plano y nublaba los demás rasgos de su personalidad. Pero cuanto más estaba a su lado, más matices revelaba su carácter.
Como esa lujuria suya, pensó. Tampoco aquello debiera sorprenderla. Era evidente que Royd era un hombre muy viril, y que el sexo gobernaba el mundo. Debería haberle sorprendido más el hecho de que le preocupara la seguridad de Kelly, un empleado. Royd le había advertido que Kelly debía correr ciertos riesgos pero, por lo visto, su actitud no era tan insensible como daba a entender superficialmente.
Royd seguía hablando y ella comenzaba a impacientarse. Detestaba tener que esperar a que volviera. Detestaba no tener el control de la situación. Bueno, había un aspecto en el que sí tenía el control. Se giró y cruzó la habitación hasta la mesa donde tenía el móvil, dentro del bolso.
Y el móvil sonó justo cuando lo sacaba del bolso.
– Yo también te quiero. -Sophie apagó el móvil y se giró hacia la puerta al darse cuenta de que Royd entraba en la habitación.
– Dave ha vuelto a llamar. Me preguntaba si… -Sophie calló al ver la expresión de Royd, que acababa de cerrar de un portazo y cruzaba la habitación a toda prisa-. ¿Qué diablos…?
Royd lanzó una imprecación al cogerla por los hombros.
– Es usted una imbécil. Le dije que…
– Quíteme las manos de encima.
– Mejor tener las mías encima que las de Sanborne. Maldita sea, se las hará pasar canutas. ¿Por qué diablos correr el riesgo sólo porque siente una debilidad por un antiguo amante? ¿Por qué no me ha hecho caso?
– Quíteme las manos de encima -repitió ella, entre dientes-. Si no, que Dios se apiade de usted porque lo convertiré en un eunuco.
– Inténtelo -advirtió él, y la apretó con más fuerza-. Resístase. Quiero hacerle daño.
– Entonces lo ha conseguido. Me dejará magulladuras. ¿Está contento?
– ¿Por qué no habría de estarlo? -Royd aflojó y la rabia desapareció de su semblante-. No -dijo, y la soltó-. No, no estoy contento. -Dio un paso atrás-. No era mi intención… Mierda. Sin embargo, no debería haber contestado la llamada de Edmund.
– No la he contestado -dijo Sophie, metiendo el móvil en su bolso-. No he dicho que haya contestado. He dicho que ha llamado. No me ha dado la oportunidad de decirle nada más. Llamó anoche y dejó un mensaje en el buzón de voz. Y luego, ha vuelto a llamar esta noche. Pensé que era raro que insistiera cuando lo más lógico es que piense que he muerto.
– Entonces, ¿con quién hablaba?
– ¿Con quién cree usted? Acaban de llegar a casa de MacDuff.
– Oh. -Royd prefirió callar-. La he pifiado.
– Y tanto que la ha cagado, pedazo de cabrón. ¿Cree que he ignorado la llamada de Dave porque usted me dijo que no contestara? No lo he hecho porque pensé que era lo más inteligente -explicó, y le lanzó una mirada fulgurante-. Y no vuelva a ponerme las manos encima.
– No lo haré. -respondió Royd, con una sonrisa torcida-. Su amenaza ha acertado en mi parte más vulnerable.
– Bien.
– Y siento haber perdido los estribos por un momento.
– Ha sido más que un momento, y no acepto sus disculpas.
– Entonces tendré que esforzarme para expiar mi culpa. ¿Le ayudará a distraerse si le digo que Kelly me ha informado que podrá desactivar las cámaras de seguridad durante doce minutos?
– ¿Sólo doce minutos?-dijo ella, frunciendo el ceño.
– No es suficiente para localizar la caja fuerte, sacar el CD y salir.
– Sería muy justo.
– Muy justo, joder. Lo cancelaremos.
– Y una mierda. Déjeme pensármelo.
Él guardó silencio y luego asintió con un gesto de la cabeza.
– Tenemos hasta mañana, pero hay que darle tiempo a Kelly para que prepare la avería eléctrica.
– Si Kelly es tan bueno con las cajas fuertes como usted dice, quizá lo consigamos. No tardaré tanto en revisar la caja fuerte. Reconocería cualquiera de los CDs de Sanborne en un abrir y cerrar de ojos. Pero doce minutos son… Me lo pensaré. -Sophie se dirigió hacia la puerta-. Buenas noches, Royd.
– Buenas noches. Deje la puerta entornada y cierre la puerta de entrada con llave. Y no se enfade tanto conmigo como para discutir eso -añadió.
– Me encantaría discutirlo, pero no soy la imbécil que usted cree. Dejaré que se pase la noche en vela para protegerme, si quiere. Se lo tiene bien merecido.
– Sí, es verdad -dijo él, con semblante grave-. ¿Cómo está Michael?
– Mejor de lo que esperaba. Dice que el castillo de MacDuff está muy bien. Cualquier chaval diría lo mismo -dijo, encogiéndose de hombros-. Un castillo escocés y un terrateniente que obedece a todos sus deseos.
– No creo que MacDuff se ocupe de los deseos de nadie, por lo que me cuenta Jock. Pero estoy seguro de que sabrá cuidar de Michael.
– Jock me prometió que los dos cuidarían de él. Sólo espero que lo mantengan a salvo -dijo, con ademán de cansancio-. Hasta mañana, Royd. -No esperó una respuesta.
Unos minutos más tarde, se quitaba sus pantalones vaqueros y la camiseta y se ponía un camisón de algodón de color amarillo vivo. ¿Amarillo? Royd había escogido un color raro. Ella habría pensado en un azul o verde cazador…
Sería un milagro si conseguía dormir después de aquella larga siesta que había hecho durante la tarde. Quizá sería lo mejor. Se tendería y tomaría una decisión. ¿Estaba dispuesta a arriesgar el pellejo e intentar dar el golpe en menos de doce minutos?
– No ha contestado. -Dave Edmunds apagó el móvil-. Ha ido directamente a su buzón de voz. Le dije que no contestaría. Su móvil está probablemente en algún lugar entre los escombros o ha acabado en el jardín trasero de alguien. La policía me dijo que una de las primeras cosas que hicieron después de la explosión fue llamar a su móvil.
– Merecía la pena intentarlo -dijo Larry Simpson, y se encogió de hombros-. Como le he dicho, a veces la policía no investiga en profundidad. Tienen demasiados casos y están desbordados. Pero yo soy periodista freelance y tengo todo el tiempo del mundo. Esperaba conseguir un bonito reportaje para vender a los periódicos.
– No hay nada de bonito en esto -dijo Edmunds, entristecido-. Mi hijo ha muerto. Mi ex mujer ha muerto. No debería haber sucedido. Alguien pagará por lo que me han hecho. Y pienso demandar a la compañía de gas y sacarle hasta el último centavo. No pueden salir indemnes de esto.
– Es una buena iniciativa. -Simpson se incorporó-. Tiene mi tarjeta. Si puedo ayudarlo, llámeme.
– Puede que lo llame -dijo Edmunds, frunciendo los labios-. Cualquiera que crea que un caso se juzga únicamente en los tribunales, está loco.
– Usted es abogado, debería saberlo -Simpson calló para mirar sus notas-. ¿Su hijo le mencionó que alguien más estuviera viendo a su mujer aparte de este Jock Gavin?
– No.
– ¿Y lo único que le dijo era que se trataba del primo de su ex mujer?
– Ya le he dicho que sí -respondió Edmunds, escrutando la expresión de Simpson-. Y empiezo a hacerme preguntas sobre usted, Simpson. Lo he dejado entrar en mi casa y he cooperado con usted porque quizá necesite el apoyo de algún medio. Pero es usted una persona muy, muy entrometida. Me pregunto si la compañía de gas no habrá enviado a alguien para sondear mis intenciones y saber cómo me lo tomaba.
– Ha visto mis credenciales.
– Y no crea que no las comprobaré mañana.
– Lamento que sospeche de mí -dijo Simpson, con expresión sincera-. Aunque, por otro lado, es perfectamente comprensible. Quizá podamos hablar mañana después de que lleve a cabo su investigación.
– Quizá. -Edmunds cruzó la sala y abrió la puerta de entrada-. Pero ahora mismo quiero estar a solas con mi dolor. Buenas noches.
Simpson asintió con un gesto de simpatía.
– Sí, claro. Gracias por su ayuda.
Edmunds lo siguió hasta el porche, lo vio alejarse, subir al coche aparcado junto al bordillo.
Simpson miró por el espejo retrovisor cuando se alejaba. Mierda.
Cogió el teléfono móvil al llegar a la esquina.
– Tiene el número de matrícula del coche, Sanborne -dijo, cuando éste contestó-. Y puede que haga averiguaciones acerca de mí mañana.
– Eso quiere decir que no has conseguido presentarte ante él como un profesional recto y honorable.
– Lo he hecho lo mejor que he podido. ¿Qué más quiere? Sospecha de todo el mundo. Es abogado, por amor de Dios.
– Vale, cálmate. ¿Cómo podemos tranquilizarlo?
Simpson guardó silencio un momento.
– Tiene la intención de demandar a la compañía de gas. Pensaba que quizá ellos me habían contratado. No sé bien si lo que quiere es venganza o llenarse los bolsillos.
– Entonces, exploraremos esa vía. Los abogados siempre están dispuestos a negociar. No debería… Espera un momento. -Sanborne cortó un momento la comunicación-. Maldita sea, el departamento de bomberos acaba de anunciar que no había restos humanos entre las ruinas de la casa.
– Entonces ya no tenemos que preocuparnos de Edmunds.
– Puede que sí, puede que no. -Sanborne calló-. Llámalo mañana y acuerda una reunión para discutir los términos de parte de la compañía de gas. Ya que no tiene pruebas de que ha perdido a su hijo, debería estar dispuesto a negociar según nuestros términos. ¿Tienes alguna otra cosa?
– Ella no contestó su teléfono móvil. Y, según el chaval, Sophie Dunston tenía algún tipo de relación con su primo, un tal Jock Gavin, durante los últimos meses.
Silencio.
– ¿Jock Gavin?
– Ése fue el nombre que me dio.
– Maldita sea.
– ¿Lo conoces?
– Lo conocí hace tiempo. Y he oído ciertas cosas impresionantes después de que le perdí la pista.
– ¿Qué tipo de…?
– Vuelve aquí en cuanto puedas. Necesito decirte un par de cosas sobre cómo proceder con Edmunds mañana.
– ¿Por qué no esperar y dejarlo impacientarse un poco?
– Porque no quiero esperar. No discutas conmigo -dijo Sanborne, y colgó.