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PRIMERA PARTE . Ya nada es igual

1

La noche en que asesinaron al Chivo Robirosa yo estaba muy tranquilo mirando la tele en casa, tomándome el segundo whisky y paladeando ya el tercero. Cómo iba a imaginar que mientras desde la caja boba tres políticos mediocres le mentían una vez más al pueblo prometiendo dar trabajo a todos y promover la justicia social, a un viejo amigo lo estaban ejecutando de un limpio tiro en la cabeza.

El Chivo Robirosa había vivido sus últimos años en lo que las inmobiliarias ofrecen en alquiler como «departamentos antiguos en San Telmo», aunque en realidad se trate como en este caso de un conventillo en el barrio de Constitución, un edificio achacoso sobre Tacuarí casi esquina Caseros en el que dos por tres desembarca la policía para llevarse bolivianos ilegales y chulos que no tienen su cuota al día con el comisario.

Claro que había conocido épocas mejores, y es lo que más duele cuando los amigos se vienen abajo con toda la estantería: ser testigo de esa lenta derrota después de haberlos visto en su esplendor. No jode tanto la propia, uno se va aceptando de a poco frente al espejo y acaba por entender que nada es definitivo ni importante, todo pasa y el olvido seca pronto las heridas como un viento fresco del oeste. Además, a uno nunca le fue tan bien como para decir que ahora esté francamente peor. Se tienen más años, eso es inevitable, las mujeres y algunos amigos se borran con cualquier excusa y a veces sin ellas. Nada trágico, ni que resista media botella al hilo de scotch nacional.

Lo del Chivo fue distinto. Había sido estrella del rugby, deporte que en un país obsesionado por el fútbol se atribuye a los ricos pero que, sin embargo, se practica bastante entre los negritos del interior. El Chivo era cordobés, de La Calera, uno de los primeros pueblos que coparon los Montoneros en la década del setenta, él tenía veinte años y nunca entendió muy bien qué buscaban aquellos tipos armados hasta los dientes, de los que después todo el mundo habló y que Perón echó de la Plaza cuando fue presidente por tercera vez, poco antes de morirse. Lo único que le interesaba al Chivo era el rugby, jugaba de primera línea o algo así, las reglas de ese amasijo humano son un completo misterio para mí, sólo sé que se empujan y se revuelcan y que, cuando alguno se desprende del montón, todos en la cancha gritan y alientan al solitario corredor que no para hasta llegar al fondo de la cancha o hasta que lo derriban abrazándole las piernas. Pero era bueno, decían los que saben y lo decía él mismo a cada rato. Fuerte, aguerrido, un toro entre los fémures de los otros jugadores, más bien retacón y muy moreno, pegaba gritos bajo las bolas y entre las rodillas de sus compañeros y el amasijo le obedecía como un animal de circo hasta que él salía disparado hacia el fondo de la cancha, ovación de la tribuna y try, que se pronuncia «trai» y es la coronación de una jugada exitosa.

Tan bueno era jugando con esa absurda pelota ovalada que un día lo descubrió un entrenador italiano y se lo llevó a Florencia, después de hacerle firmar un contrato en liras que sacó al Chivo de la pobreza por casi todo el resto de su vida. En Italia jugó como profesional media docena de años, hasta que un africano se le cayó encima y le partió la clavícula, obligándolo a renunciar en mitad de la temporada y en la plenitud de su carrera, cuando le quedaban por lo menos dos años de estrellato asegurado.

Volvió enyesado y con un buen montón de pasta en el banco. «Ese caníbal me salvó la vida -dijo por el africano cuando fuimos a buscarlo al aeropuerto -al quebrarme la espalda en la cancha, evitó que cualquier día un resentido me rompiera la cabeza en algún callejón.» Nos contó que la camorra se la tenía jurada porque se había negado a ser transferido a un equipo de Nápoles. «Los italianos del sur se cagan a tiros entre ellos y yo en Florencia aprendí a vivir en contacto con la más refinada belleza del Renacimiento -dijo con sus apestosos humos de serrano venido a más-. Ahora tengo plata y me voy a dedicar a los negocios», anunció.

Debió irle bien porque dejó de frecuentar a sus amigos de la pobreza. Se instaló en un departamento de Recoleta y, aunque me dio el teléfono, me harté de llamarlo y de dejarle mensajes en el contestador automático a los que jamás respondió. Alguna vez hasta apareció en los diarios, fotografiado en reuniones de empresarios, sentado muy cerca del presidente de la nación y mencionado en los epígrafes, junto a otras celebridades, como «José Alberto Robirosa, importador y exportador». De qué, nunca lo supe y difícil ya que me entere, ahora que palmó en un inquilinato de verdadera mala muerte.

«Vieja gloria del rugby asesinado de un balazo», anuncia el titular de Crónica junto a una foto de cuando el Chivo triunfaba en Italia, el más chiquito y negro en un equipo de ursos rubiones que debieron sentir su cuota de desprecio por ese habilidoso sudamericano que se les escurría entre las gambas y al que nadie paraba hasta convertir bajo los palos.

Me enteré de la noticia y llamé a Charo para darle el pésame, pero Charo me desayunó con que no vivía con el Chivo desde hacía quince años. «Era un triste ejemplo para los chicos, Mareco, ese desgraciado no paraba en casa -dijo con alguna pena que le estranguló la voz, aunque también pudo ser una retroactiva indignación-: tragos desde la mañana temprano, mujeres que lo llamaban en mis narices, coca a discreción, se patinó todo lo que había ganado en Italia, tomaba y se daba tanto que en los últimos tiempos se le trababa la lengua y de vida íntima ni hablar, un desastre. Agarré a los chicos y me fui a lo de mi madre en Chascomús. Le dejé una carta, pero no sé siquiera si la leyó porque jamás llamó ni vino a vernos. No me extraña que haya terminado de esa manera, alguna deuda, seguro. Se salvó de la camorra italiana pero debió meterse en negocios turbios con los mafiosos de acá».

Cómo cambia la vida de un jugador de rugby cuando un africano le destroza la clavícula. Supongo que lo mismo le sucedería a un concertista si le aplastaran los dedos con la tapa del piano: el hedonismo aparece entonces como la fórmula mágica para reemplazar al arte, y el Chivo era después de todo un artista, un creativo nato al que el público admiraba y los demás jugadores soportaban porque les hacía ganar partidos y cobrar los premios, pero en el fondo de sus embarrados corazones coincidían con la camorra en querer verlo muerto.

Esa presión debió sentirla el Chivo en cada jugada y hasta en su vida cotidiana tan lejos del barrio y de la Argentina, un cordobés que chapuceaba el italiano sin perder la tonada, chiquito y negro y jactancioso pero por dentro un tipo sensible, un melancólico que extrañaba las siestas y las partidas de truco en el boliche de La Calera, las guitarreadas, las perfumadas noches de serenata en que salía con los vagos a regarle los sueños a las bonitas del pueblo. «Es lo que más se sufre, Mareco -me contaba en sus cartas de recién llegado a Florencia-, acá todo el mundo se acuesta temprano, las ventanas de las casas parecen tapiadas y en las calles no quedan ni los gatos, si hubiera toque de queda habría más gente. Y vos sabés que a las minas nunca las conquisté con mi cara de galán, precisamente. Necesito cantarles para que me den bola. Acordate de cómo me levanté a la gallega: cantándole una zamba del Chango Rodríguez y recitándole con música de fondo unos versos de Neruda que vos me copiaste de Marcha, ese pasquín uruguayo y comunista que comprabas en los quioscos del centro.»

Rosario, la pobre Charo que la noche de su muerte pareció más indignada que dolida, «la gallega» que se quedó en Buenos Aires con el hijo varón que habían tenido un año antes, y a quien el Chivo volvió a embarazar en uno de sus viajes relámpago, no sé si por tener otro pibe o por evitar que lo siguiese a Italia.

Lo cierto, lo más cercano en el tiempo y tenebroso, es que al Chivo se lo cargaron. Dicen que llegó un travesti cojo preguntando por él y alguien que vive en la planta baja le indicó la pieza, «segundo piso por esa escalera del fondo». En el techo de aquel puterío hay un palomar, mensajeras que van y vienen sin llevar mensajes a nadie porque hoy existen los emails. Cuando sonó el tiro, el medio centenar de palomas se espantó y estuvieron revoloteando sobre la terraza sin atreverse a bajar durante por lo menos media hora. «Volaban en círculos -declaró a los de la televisión una vecina-, parecían buitres, murciélagos, cualquier bicho menos palomas.» «¿Conocía al occiso?», le preguntaron los de la tele y la vecina infló el buche como una paloma más, envanecida por su notoriedad: «Un pobre diablo. Tenía más bien pinta de criollo, aunque dicen que hace mucho tiempo fue medio crack en uno de esos juegos raros que por aquí juegan los extranjeros rubios».

2

Dos días después de su muerte ya nadie se acordaba del Chivo Robirosa. Charo volvió a irse a Chascomús para borrar el asunto, llevándose a los hijos que hacía años que habían olvidado la cara del padre. No sé siquiera si se enteraron de su desgraciado final, y puesto en el lugar de la viuda creo que no les habría contado nada, ya tendrán tiempo los pibes cuando sean mayores de escarbar buscando el hueso de la verdad y elegir después por la obra social al sicoanalista que tengan más a mano para elaborar el duelo.

Como vivo solo tampoco volví a hablar con nadie del Chivo, aunque la idea de darme una vuelta por el hotel donde lo habían despachado me rondaba inexplicablemente, una obsesión hueca, una clase de vértigo que me convocaba a asomarme al vacío sin ningún fin práctico y con la posibilidad de estrellarme la cabeza contra el fondo. De todos modos no creo que hubiera ido si la carta no hubiera llegado aquella mañana a mis manos.

La tiró el portero por debajo de la puerta, junto con una factura de la telefónica y un requerimiento del abogado de mi ex mujer a ponerme al día con las cuotas de alimentos que no pago desde hace cinco años. Hacía calor, enero al rojo vivo, Buenos Aires se pone insoportable en una torre de veinte pisos enfrentada a otras torres de puro cemento, en el alguna vez elegante y hoy promiscuo barrio de Belgrano.

«Míster Sebastián Mareco», habían escrito y, aunque el sobre no tenía remitente, supe que era carta de mi viejo amigo muerto. El único que todavía me decía míster era él, porque a pesar de mi apellido italiano mi madre era más inglesa y conservadora que Margaret Thatcher. Nunca entendí por qué se había casado con un italiano violento de Calabria, secretos del alma femenina o el recuerdo de viejos orgasmos guardados como relicarios. «Marequito del alma, querido amigo injustamente olvidado por mi corazón ingrato», encabezaba el Chivo aquella carta de caligrafía irregular, escrita con el pulso tembloroso de un alcohólico o de un parkinson avanzado que sin embargo, por el tono, no había bloqueado aún su capacidad de razonar y recordar. «Ni hace falta que te aclare que estoy en aprietos; para qué, si no, iba a escribirte después de tanto tiempo. No se trata de guita, no te asustes, aunque mal no me vendría cuando la fiesta que fue mi vida durante muchos años me pasa facturas de las que nadie se hace cargo. Pensé en llamarte por teléfono y encontrarnos pero me da vergüenza que me veas así. Vos sabés, no hacen falta los detalles: la marabunta de la vida, ¿te acordás?, así la llamábamos, cuando nos cruzábamos con algún viejo conocido, compañero del colegio o de la milicia, achacoso y resentido. Otro más al que le pasó por encima la marabunta de la vida, decíamos, y nos cagábamos de risa para espantar a nuestras propias hormigas.

»Pero al grano, che, que somos gente grande y el tiempo no nos sobra.

»Me quieren matar, Mareco. No lo tomes en joda, va en serio. Qué hice, te preguntarás. ¿Pero es que hay que hacer algo, o algo justifica apurarle el final a un tipo como yo? No le robé la hembra a nadie. Con qué, además. Pobre, viejo y con la salud medio arruinada. Ni Frankestein se pondría celoso porque cruzara un par de miradas con su novia. Mi único pecado en los últimos diez años -fijate qué cráter lunar en mi vida, un solo pecado en toda una década- fue quedarme con un cambio. Sabés cómo es esto y te imaginarás en qué ando, o andaba, hasta hace un mes: en esquivarle el bulto a la miseria y no tener que dormir a la intemperie. Un ex compañero del club, Abel Sagarra, y otro que fue boxeador y de los buenos viven bajo la autopista, a la altura de Combate de los Pozos; cirujean y de vez en cuando, con una pilcha planchadita que protegen en medio de una pila de diarios, se mandan en un supermercado: el púgil llena el carrito y Sagarra después lo empuja afuera con la potencia y velocidad de locomotora que todavía conserva de cuando jugó hace treinta años contra los franceses, el viejo zorro. Aunque a veces lo alcanzan y van los dos a parar a la comisaría y los trituran a palos. Pero a pesar de las palizas, comen y mantienen los reflejos.

»Yo no puedo entrar en ésa. Nunca me ha dado el cuero por ser chivato ni para revolver basura, y me gusta dormir calentito, aunque en este departamento antiguo de San Telmo tengas que pedir permiso a las cucarachas para ir al baño. Pero al grano, carajo.

»Mi proveedor es un tal Fabrizio. Yo no consumo más, te aclaro, la merca sale un vagón y por ahora me cubro el alma con los recuerdos de los buenos tiempos. Pero como todavía necesito comer, voy y vengo con los mandados. Como si encargaran pizzas o empanadas a domicilio. La gente llama a lo de Fabrizio -buenos vecinos, ningún maleante: padres de familia, madres solteras, hijos adolescentes, el mercado es surtido y cumplidor- y yo les llevo el pedido. El Chivo Robirosa, puesto a recadero. Cuesta creerlo, ¿no? No sé en qué andarás vos, qué tacles te habrá hecho la vida, ni te pido ahora que me cuentes. Nadie llega intacto a la edad que nosotros tenemos, aunque hasta el culo que más sangró se disfrace de trasero de la Madonna.

»El caso es que una noche de tantas, después de una entrega, vuelvo a lo de Fabrizio a rendir mis cuentas. Llamo a la puerta y nadie sale a abrirme; tanteo el picaporte y como está sin llave, entro: en el living, la tele prendida con el programa de la Susana Giménez y un cordobés contando chistes; me quedé parado frente a la tele, riéndome con las huevadas que contaba mi comprovinciano. El tipo que salió del dormitorio de Fabrizio se topó conmigo, ahí parado, y la sorpresa lo inmovilizó lo suficiente para que yo tuviera tiempo de sentir que alguien me estaba mirando. Te juro que no le vi la cara, creí que era el gordo Fabrizio y estaba por repetirle el chiste que acababa de contar por televisión el cordobés cuando recibí el empujón que me hizo trastabillar y caerme detrás del sofá con el estrépito de un armario cargado de vajilla. Cuando reaccioné y me pude levantar, el tipo había rajado.

»Vi que la puerta del dormitorio del gordo había quedado abierta y me agarró una cosa en la garganta, Mareco, el instinto me decía "ni te asomes, andate". Pero no le hice caso al instinto y eso, en una vieja gloria del rugby, es un claro signo de decadencia. Me asomé.

»Mirá que soy un tipo acostumbrado a las trastiendas: el distinguido consorcio en el que vivo está lleno de putas de cuarta y de chulos flatulentos que aprovechan las horas de descanso para echarse en cara las traiciones. Lo que ves, escuchás y olés por esos pasillos habría convencido al Dante Alighieri de abandonar la literatura y anotarse de enfermera en la Cruz Roja.

»Pero aquello era un asco. Al gordo Fabrizio lo habían achurado, con una saña de aprendiz de matarife o practicante de cirugía que todavía hoy me revuelve las tripas recordar. En su cama, desnudo, boca abajo sobre las sábanas empapadas en sangre, como si le hubiera pasado un tractor por encima. Imaginate la escena, si podés: yo, parado en la puerta del dormitorio, mirando despavorido aquel estropicio y con la plata de la recaudación del día en el bolsillo, dos mil trescientos cincuenta y cinco mangos. Ya sé que es poca guita para un tipo como vos que vive en Belgrano y paga doscientos mangos solamente de gastos. Pero yo como seis meses con lo que vos gastás en un mes de impuestos, Mareco, a ese extremo de miseria he llegado. Y si la policía me encontraba con esa plata encima me encerraban y, después de afanármela y de destrozarme a palos una semana seguida, recién hubieran llamado al juez para darle barniz legal a la carnicería.

»Me escabullí sin tocar nada, hasta la tele quedó encendida. Pensé en volver al conventillo para no despertar sospechas pero me dije: qué boludo, si el treinta por ciento de lo que le llevo a Fabrizio se lo queda el comisario, todos saben en qué ando y lo primero que van a hacer es ir a buscarme.

»Pasé esa noche en la suite de Sagarra y el boxeador, bajo la autopista. Sagarra ahora de viejo se la come y el púgil es su amante, tuve que soportar sus puercas escenas frente a mis narices, besos y manoseos a la luz de una fogata que alimentaban con los tetrabricks que iban vaciando, qué ganas de vomitar. Menos mal que el viento sudeste soplaba fuerte esa noche y por lo menos barría los olores de ese par de tórtolos de pesadilla. Apenas amaneció los dejé, abrazados y borrachos, habían tomado tanto tinto peleón que por los siguientes dos o tres días fue fiesta nacional en sus cerebros.

»Viajé a Mar del Plata. Tomé un costera criolla que salió a las siete de la mañana y entró en todos los pueblos. Al pasar por Chascomús me dije: ¿y si bajo? Capaz que Charo se vino con los pibes. Dos lucardas en el bolsillo son suficientes para vivir un mes creyéndonos todos que papá ha vuelto a casa. Pero echar un vistazo al pasado puede ser peor que asomarse al dormitorio de Fabrizio: me hice un ovillo en el asiento del ómnibus, vi pasar por la ventanilla los chalecitos, las calles arboladas, adiviné ahí afuera el orden fragante de los jardines, el aire dulce y húmedo que a veces viene de la laguna, cerré los ojos y dormí hasta Mar del Plata.

»Y aquí estoy, Mareco. Alquilé una pieza, seis mangos por día, cerca del puerto. Me hace bien el olor a pescado, el viento del mar me da ganas de vivir un poco más. No vine de vacaciones ni voy a quedarme acá, pero en Buenos Aires me andan buscando. Gloria la Pecosa, que si te encontró en la guía te habrá llamado para darte esta carta, me contó que tras la muerte del traficante apareció un patrullero por el conventillo, a la mañana, sin aspavientos ni despliegue. Preguntaron por Rodolfo Robirosa, nada más, como para certificar un domicilio, y como se le dijo que no estaba, los canas se fueron tranquilos. Y esa misma noche, dos de civil. Los mismos buenos modales, según me contó Gloria por teléfono hace un rato.

»Tengo miedo, míster querido. Me quedé sin amigos, en estos últimos años fueron saltando del bote, vos sabés. Mi vida no vale nada, soy consciente, pero es lo único que tengo. No arruiné a nadie para hacerme rico, en eso estoy tranquilo, más bien jodí a unos cuantos por volverme pobre. Mis negocios fueron un desastre, creí que para pasarla bien alcanzaba con pagar unas copas a los amigotes y tener alguna minita querendona que no me exigiera relación de dependencia. A Charo, sí: le estropeé la vida. Pero me pedía demasiado. Creo que cuando ese negro caníbal me partió la clavícula en Italia, también se me rompió algo más adentro, ya no pude querer a nadie, ni a mis propios hijos. Charo hizo lo suyo por separarme de los pibes, no es inocente, pero en todo caso se quedó esperando que yo cumpliera un juramento que debí hacerle cuando viajé a Italia por primera vez, con el contrato en dólares. No sé qué le dije, ya me olvidé, pero no es difícil, con la omnipotencia que da la guita, imaginarme haciendo promesas como un político en campaña.

»Se me acaba la paciencia para seguir con esta carta, Mareco, no soy escritor, soy un tipo de acción al que expulsaron hasta del banco de suplentes y es tiempo de descuento. Con esta carta, Gloria la Pecosa va a darte una luca y media. Sos el único amigo que me queda y también el único, además, a quien Charo respetó siempre, no sé por qué carajo, a lo mejor estaba enamorada de vos, viejo atorrante, pero a esta altura qué importa si me metieron los cuernos. Llevale esa guita, que no es nada, pero seguro que le sirve. Tiene deudas, estoy seguro, la hipoteca, gastos todavía con los pibes, la madre vieja. La vida de cualquiera se va llenando de sombras cuando pasan los años. Haceme ese favor, aunque haya pasado tanto tiempo sin vernos. Ojalá Gloria la Pecosa encuentre tu teléfono en la guía, te perdí el rastro pero no debés andar muy lejos, siempre fuiste un tipo sedentario, no te veo jugando al exilio, hablando de tú y criticando a los argentinos, como tanto pajarraco austral suelto por el mundo que aprovechó la dictadura de Videla para mostrar la hilacha.

»Gloria la Pecosa no tiene pecas pero se las pinta cuando trabaja. Es joven y linda, si está arruinada no se le nota. Dice que me quiere, por el edipo no resuelto, claro, y porque la divierto a pesar de que le cuente siempre lo mismo, el replay de mis mejores jugadas. Chau, míster. A lo mejor todavía nos vemos, qué sé yo.»

3

Ya no volveríamos a vernos, estaba claro. Y la herencia del Chivo brillaba por su ausencia. Aquella carta alborotó el altillo donde mis neuronas duermen en rincones llenos de polvo. Como una corriente de aire irrumpiendo en un lugar estancado, en un depósito de arrugados recuerdos.

Lo habían matado por nada, si su historia era cierta. Por quitarse de encima a un probable testigo que sólo recordaba a otro cordobés como él contando chistes en la tele y la imagen del cuerpo despanzurrado de un distribuidor de barrio, un minorista.

Todo ese día y el siguiente me quedé esperando a que apareciera Gloria la Pecosa, o cualquiera que me explicara qué hacía el Chivo en su departamento antiguo de San Telmo la noche en que lo borraron, por qué había ido a meter la cabeza en la boca del león cebado. Pondría la luca y media de mi bolsillo y se la llevaría a Charo, decidí al final del día después de haber recibido la carta: «Te dejó esto -le diría-, no era tan mal tipo el Chivo». Y aunque putease, de nuevo indignada y más sola que nunca, la gallega tal vez guardaría de ese supremo atorrante una memoria menos turbia.

Mientras tanto, seguí trabajando. Daba vueltas por medio Buenos Aires con el taxi y con cada pasajero sufría una absurda decepción. A lo mejor esperaba verlo todavía en una esquina, más joven y entero, haciéndome señas para darse una vuelta conmigo. «¡Míster Mareco!, ¿qué hacés de taxista? A vos también te dieron duro, ¿eh? Llevame al centro, dale. Voy a culearme a una gringa que me hace feliz.»

Me parecía mentira que con tanto desahuciado suelto, tantos descosidos que cuelgan de los hilos porque no hay alma piadosa que se atreva a cortárselos, le hubiese tocado a él, sobreviviente nato, náufrago por naturaleza de este país que se fue a pique hace rato sin que nos diéramos cuenta.

Cuando volví a casa, en la tarde del tercer día, encontré el llamado en el contestador.

«¿Mareco?», preguntaba como acariciando una voz de mina. «¿Mareco? Contestá si andás cerca… ¿Mareco?» Una pausa y un suspiro de impaciencia: «Soy Gloria, Mareco. La carta que recibiste no te la mandó el finado». Una risita pequeña, de muñeca a la que se le aprieta el ombligo de plástico: «Tengo algo para vos, Mareco. Buscame».

Y yo, que había pensado mal de la Pecosa. Sin mirarme a los ojos, sin saber siquiera si existía, ya me calentaba de esa manera.

El Chivo siempre había sido bueno para elegir sus relaciones. Acertaba con el afecto, como un buitre con el cálido corazón intacto en medio de la carroña. No lo imaginé nunca con mujeres frígidas, aunque no sé qué hizo de su vida después que dejó el rugby.

Buscame, rogó la Pecosa, pero dónde. La comunicación se había cortado y no volvió a llamar.

Me di una ducha, encontré al peón del taxi en la parada de siempre -Avenida de Mayo y Piedras- y le di el auto para la vuelta nocturna.

– El primer viaje lo hago yo -le dije-, llevame a Tacuarí y Caseros.

4

Quien conozca Buenos Aires sabe que las avenidas De Mayo y Rivadavia la cruzan de este a oeste como el muro a Berlín, antes de que lo tiraran abajo. El obelisco, la Recoleta, el barrio norte y el puerto reciclado, la vidurria de los restoranes, las librerías de Corrientes con Joyce, Faulkner y Kafka por un peso, el Colón con Pavarotti o Plácido Domingo que cobran fortunas por trinar en el Tercer Mundo y la sinfónica nacional o el ballet estable currando todos los días y casi por nada. Ciudad engreída y pretenciosa por un lado, Berlín oeste. Y desolada por el otro, oriental sin comunistas. Oriente que para colmo es sur, paredón y después, final sin sorpresas, esa clase de abandono que hasta deja tiempo para la melancolía, como un bandoneonista al que un infarto acuesta de a poco sobre el fueye.

Tacuarí y Caseros, puterío con categoría de hotel para familias, no era el mejor lugar para hacer un examen de conciencia.

– Tenga cuidado -me aconsejó el peón del taxi cuando llegamos, como si le importara.

Planta baja y dos pisos, sin puertas, un pasillo mugriento y oscuro donde a lo mejor a comienzos de siglo hubo alfombra roja. El Chivo tenía razón, gritos y olores saturan esos inquilinatos sin verdaderos inmigrantes, colmados de hermanos latinoamericanos sin agallas para convertirlos en conventillos de buena ley.

Encaré como si fuera de la casa, aunque sólo tuviera la descripción seguramente fantasiosa de la crónica del diario. Por la mitad de la escalera hacia el primer piso se me cruzó una gorda desaliñada, un coágulo de pura grasa transpirada preguntándome qué busca. Le dije que allí había muerto un amigo y que, como según su testamento me había dejado algo, venía a ver si lo encontraba en la que había sido su pieza.

– ¿Cómo sé que no es poli?

Ocupaba, increíblemente, casi toda la luz de la escalera. Para pasar, tendría que haberme sumergido en ese pozo ciego adiposo, abrirme paso entre sus carnes como si estuviera naciendo de nuevo a los cincuenta y siete. Preferí hacerme amigo de la gorda.

– Lo sabe, simplemente -dije sonriendo.

– Tiene razón -aceptó, halagada porque le reconocieran su olfato-, los polis apestan.

Giró despacio, resoplando, y me dijo que la siguiera.

– Aunque a esa pieza la ocupan ahora dos familias de bolitas. Si había plata de su amigo ahí, despídase.

– De todos modos era poca -la consolé.

– Tratándose del Chivo, un cambio de cien ya sería una fortuna -dijo la gorda.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación y la abrió de un saque, estilo Gestapo.

– ¡Afuera! -les gritó a los bolivianos que, amontonados en dos catres como cubanos sobre sus balsas, estaban comiendo con la mano albóndigas con puré-. ¡El señor viene a revisar!

Nadie protestó. Salieron mirando al piso, dos hombres con sus mujeres y media docena de chicos, callados y en fila, masticando las albóndigas.

– Mire bien -dijo la gorda, severa-, a ver si estos ladrones no se quedaron con algo.

Escuché un murmullo a mis espaldas mientras entraba, le reclamaban a la gorda que los llamara ladrones pero el rezongo sonaba como un rezo, las eses afiladas por el odio, aunque al mismo tiempo el miedo les apretara las mandíbulas.

Me dio un poco de asco revolver en esos hatos de ropa tirados en el piso o arrugados en valijas de cartón, asco por el olor y la mugre, y asco por mí mismo. Esa gente debió vivir con alguna dignidad en las afueras de La Paz o de Oruro, y hasta en los húmedos arrabales de Santa Cruz de la Sierra. Sin embargo estaban en aquella mazmorra, encandilados por quién sabe qué promesas de subterránea prosperidad. Difícilmente reconocerían ante el espejo su estirpe de indios secos y misteriosos, humillados por una ciudad extranjera opresiva y racista de la que, en ese momento, la gorda había asumido su rol de sacerdotisa.

– No se preocupe, son ilegales -me dijo al oído con su aliento a cebollas-, un perro vagabundo tiene más papeles que éstos. ¿Encontró algo?

Encontré una foto. Los bolivianos le habían puesto un baúl encima y el papel se había quebrado. Pero ahí estaba, aunque fracturada, la sonrisa joven y la mirada limpia del Chivo.

– Mi amigo -me ufané ante la gorda-. El estilo de campeón nunca se pierde.

– ¿Eso buscaba?

No le confesé que buscaba mil quinientos dólares en efectivo porque se me habría reído en la cara. Le hablé, en cambio, de Gloria la Pecosa. No hizo falta que la describiera, parecía conocerla bien.

– Buena piba -resopló mientras con un gesto les daba permiso a los bolivianos para volver a entrar-. No tan puta como ella cree porque se enamoró de ese carcamán, lo tomó de padre, qué sé yo: hay hembras jóvenes que se mojan por un viejo verde.

– Yocasta.

– ¿Yoqué? -reculó la gorda.

No era ése el lugar, la oportunidad ni la interlocutora para hablar de Sófocles. Guardé la foto del Chivo y le di diez pesos a la gorda, sin sospechar que iba a retribuirme con un beso pegajoso en la mejilla, demasiado cerca de la boca.

– Estoy tan poco acostumbrada a tratar con gente -dijo a modo de despedida y homenaje.

5

La excursión al inquilinato me había quitado el sueño y me había despertado la curiosidad por la herencia del Chivo. Decidí buscar a la Pecosa.

– Ronda mucho por la avenida Brasil y laterales, zona de hoteles no precisamente cinco estrellas -me había orientado la gorda. -Usa minifaldas muy cortitas y blusas de encaje ajustadas.

– Si es una puta no va a andar vestida de carmelita.

– Pero aunque anduviera, todo le queda bien, parece una modelo de las que almuerzan con Mirtha Legrand o salen en la tapa de la revista Gente. Y casi no se pinta, es muy joven.

En mi juventud me ufanaba de no haber pisado nunca un prostíbulo, aunque ya crecido descubrí que no pagar por lo que a uno le gusta es pura soberbia, una tara congénita de pequeñoburgués intoxicado con Marcuse. El sexo va por las calles como barquitos de papel por las alcantarillas: zarpa con gallardía, despedido por multitudes entusiastas, y termina sus viajes estrujado y solo, encallado en alguna pieza barata o aplastado en el asiento de un auto. Buenos Aires es además una ciudad hipócrita donde las putas navegan todavía algo escoradas, de refilón contra las paredes o atracadas en los zaguanes, la policía las molesta demasiado para que puedan ir de frente y negociar al sol, sin miedo al chantaje, a la confiscación grosera o a la violación en la comisaría, sin derecho al pataleo. Porque sí, además. Porque justo esa noche el comisario no tiene ganas de negociar.

Identificar a Gloria la Pecosa no fue fácil. Tuve que caminar cuadras y cuadras por esas tensas veredas del paraíso, vigilado por ojos de gato que desde el filo de la medianera ven pasar al ovejero jadeante y torpe. Caminar, además, como si aquello fuera lo mío, lo de todos los días, como un pescador avezado que ni respira para que la trucha, feliz aunque desconfiada entre los espejos de agua de un río de montaña, muerda los colores tramposos del anzuelo.

Preguntar algo que no sea el precio es un ejercicio peligroso, la primera reacción de las putas es mirar por qué calle viene el patrullero a paso de hombre y con las luces apagadas. Me ayudó mi aspecto, supongo, el mismo que me había ganado la complicidad de la gorda del inquilinato, aunque no pude evitar que dos chulos me cegaran en una encerrona con el brillo del acero de sus navajas. Les expliqué para qué buscaba a Gloria la Pecosa, aunque creo que hablarles del Chivo Robirosa fue lo que me salvó de un tajo preventivo.

Resultó que gracias al Chivo, ese par de empresarios de la calle había descubierto el rugby y ahora seguían las campañas del seleccionado nacional con una pasión secreta, como si por celebrar una victoria de los Pumas ante el seleccionado de Francia o un empate con el de Nueva Zelanda en Auckland estuvieran traicionando su condición de fanáticos de Boca Juniors.

– El Chivo fue un grande, un verdadero crack -dijo uno de ellos-. Un buenazo, además, un angelote -dijo el otro-. El que lo mandó a matar es un profanador -agregó el primero-: hay que cortarle las manos para que se muera desangrado.

Gracias a aquellas dos almas sensibles no tuve que caminar más para encontrar a la Pecosa.

6

Lo que atrae de una mujer no es su belleza sino su femineidad. Mal que les pese a los transformistas, la amistad y el amor no pueden falsificarse ni copiarse en una Xerox. Que al Chivo lo hubiera matado un travesti podía parecerme una burla o un mensaje cifrado, pero jamás aceptaría la conjetura de Gloria la Pecosa: «Puede que fuera bonito, a lo mejor tu amigo… no sé… a la vejez viruela».

Me recibió a media cuadra de donde me habían encerrado los fiolos, no estaba yirando sino sentadita en un bar, café recién servido y celular sobre la mesa.

– Sabía que ibas a encontrarme, Mareco. El Chivo te recordaba bien, confiaba en vos. Pero yo no te conozco.

Pedí una ginebra y me quedé mirando a aquella mocosa de rizos y ojos negros rabiosamente delineados. No encontré las pecas.

– Me las pinto para trabajar -explicó, sosteniendo mi mirada-, por hoy ya terminé, te aviso para que no te hagas ilusiones.

Me pregunté si con la misma ligereza con que se borró las pecas podría haberse borrado la tristeza, o por lo menos la perplejidad, por la muerte del Chivo.

– Acá me siento segura -explicó-, los muchachos van y vienen, es mi territorio. Pero ahora que te veo se me fue la desconfianza, dame un trago de ese veneno.

Se liquidó el vasito de ginebra y se le enturbió la mirada, que desvió hacia la calle. La chicharra del celular me sobresaltó, aunque ella lo dejó sonar un rato antes de atender.

– Hola, corazón, treinta la media hora con una práctica, cincuenta la hora completa con dos, pero llamame mañana, ya terminó mi turno, chau.

Cortó sin dar tiempo a su interlocutor de pedirle rebaja o armar una cita. Había hablado en un tono monocorde de contestador automático, y desconectó el aparato. Después se revolvió los rizos con las manos, como para escurrírselos o despejarse la cabeza, y me dedicó por fin una mirada con sonrisa.

– Hola, Mareco -dijo.

No sé por qué lo hice, a lo mejor para devolverle el gesto amistoso, o por agradecerle que se hubiera tomado mi ginebra y evitado la acidez fatal que me provoca: le mostré la foto que había encontrado en el inquilinato.

– ¡Guau! Era resultón el guacho, de joven.

Había sido recortada de una revista y el Chivo posaba con el equipo -Cuba, tal vez, por la camiseta- donde había jugado un campeonato, antes de irse a Italia.

– Tenía veinte años. Había terminado la mili, jugaba en primera y el padre, que era mecánico en un tallercito de La Calera, quería ponerlo a engrasarse la vida. Pero el Chivo la tuvo clara, quiso surfear la ola de los ganadores y estuvo arriba unos cuantos años. No sé qué le pasó.

– Tengo que ir a mi segundo trabajo -me interrumpió la Pecosa, como si no le importara lo que le contaba-. Acompañame, si tenés ganas de trasnochar un rato. Después hablamos de tu amigo.

El segundo trabajo pecoso era otro hobby: cantaba tangos en un bar de mala muerte de la calle Brasil. Entre las dos y las tres de la mañana se enroscaba en el cuello los ajados armiños de Cadícamo, taconeaba casi como una bailaora flamenca las taquicardias de Mores, y la luz de escena -un par de focos destartalados que más que colgar del techo parecían suspendidos en telas de araña- se descomponía como atravesando vitrales misteriosos cuando caminaba por la poesía de Manzi como por las veredas de levante, moviendo el culo y casi afónica, y encaraba con una especie de striptease las desnudeces metafísicas de Discepolín.

Después de la faena se quedó muy quieta agradeciendo los pocos aplausos, mientras se maceraba en sus jugos y el olor a sobacos y a vagina era un pequeño tifón, una miniatura transparente de intensos perfumes incestuosos que daba vueltas por el boliche como guiado por el mouse de una computadora.

– ¿Te gustó?

¿Qué decirle? Cantaba fuerte, nadaba sin asco en el riachuelo del dos por cuatro. Era demasiado piba para imaginarle una niñez entreverada con los guapos afantasmados del tango. Vacié el vaso de whisky antes de aceptar que lo que tenía, a lo mejor, no era otra cosa que talento. Pero de puro jodido no le dije que sí, sólo dejé caer la cabeza despacio, como adormecido.

– La noche no es tu patria -arriesgó, gentil, aunque le adiviné las ganas de decirme viejo choto.

– Trabajo de día -me justifiqué sin convicción, sombrío. Lo que me jodía era la dilación, el jueguito de naipes de aquellos tangos, en vez de sentarse a contarme cosas del Chivo.

Dijo que iba a cambiarse, que la esperara. El pianista que la había acompañado volvió a sentarse al piano y arremetió con un popurrí arqueológico: cargado de hombros, levantaba las manos y las dejaba caer con los dedos como garras sobre el teclado. Parecía estar cavando un pozo y a su manera debió ser eso lo que hacía, descubrir tesoros que sólo él codiciaba, y el silencio era la tierra que escarbaba y revolvía sin encontrarlos. Desde mi punto de vista, afectado por el sexto whisky de la noche, ese tipo no estaba ahí, era otro recorte como el del Chivo posando con su equipo allá lejos en el tiempo, un pedazo de papel amarillento y quebradizo, sepultado por las valijas de cartón de los bolivianos en la pieza de Tacuarí y Caseros.

El boliche languidecía. Empezó a parecerse a una estación ferroviaria sin trenes y yo, asomado al andén de una vía muerta. Entre la clientela, que no era poca, había médicos de guardia del hospital de pediatría: de vez en cuando el silbato de sus radiollamadas los rescataba del sopor, venían pesadamente hasta la barra y el dueño les dejaba usar el teléfono para enterarse de si se trataba de una emergencia o de una enfermera que no sabía qué antibiótico darle al pibe de la cama cuarenta y siete.

– La caca de chico es como la caca de perro -me confió un tal doctor Gurruchaga, según el apellido bordado en su ambo de guardia, más abrumado que borracho, mientras esperaba que en el hospital atendieran el teléfono-. Un pibe desnutrido es como un pichón de canario que ponen a entibiar en el regazo de una gata: se lo come el sistema antes de que al gurrumín le salgan siquiera los dientes de leche. Y nadie se calienta -agregó, después que lo atendieron y se enteró de que habían llevado a la guardia a un pibe de seis años triturado a golpes por el padre.

Dejé de mirarlo porque el tipo buscaba la salida sin quitarme los ojos de encima, como si fuera yo el que debía preocuparme por el pendejo que en ese mismo instante tal vez estuviera en coma. Nadie se calienta, repitió con fondo de Malena canta el tango como ninguna, de música gris que como el humo y el doctor gurruchaga también buscaba la salida, los respiraderos, las cloacas, el pozo ciego de una canción que habla de nosotros sin respeto, y que encima cantamos a coro aunque cada verso de su tumefacta letra nos insulte.

– Vámonos de aquí -ordenó Gloria. Se había duchado y estaba a mi lado, junto a la barra, tomándome del brazo, fresca y perfumada.

Y pecosa.

7

Fuimos a su departamento, un coqueto dos ambientes sobre la avenida Montes de Oca, a dos cuadras del Parque Lezama, en el que convivía con una serenata de ronquidos tras la puerta cerrada del dormitorio. Me explicó, mientras preparaba café, que se trataba de un tal Fabio, con quien compartía las expensas pero no la cama.

– Fabio es camionero y duerme aquí una vez cada quince días; el resto del mes se lo pasa por las rutas. Dice que la Patagonia es como el patio ventoso de una cárcel: de un lado, el mar, y del otro, la montaña.

– Mucha gente va a la Patagonia buscando la libertad -dije.

– La gente dispara para donde la dejan, como el ganado en el arreo. Nadie elige su destino, Mareco. Todo está escrito.

Amaba tan fuerte como cantaba, la Pecosa. Me hundí en ella antes de que el agua para el café hirviera y después hubo que acabar de urgencia para que, al apagarse el fuego con el agua que desbordaba de la pava, el gas no nos hiciera aparecer al día siguiente como dos suicidas pelotudos. Ventilamos abriendo de par en par las ventanas del living y de la cocina; mientras el gas se disipaba, se abrazó a mí, desnudos los dos y parados junto a la puerta de la cocina. Revolviéndole el pelo que me hacía cosquillas en el pecho escuché su pedido de que no le hiciera preguntas dolorosas. No hubiera podido, de todos modos, porque ni siquiera supe qué clase de preguntas hacerle.

Durante casi veinte años la vida del Chivo había sido un completo misterio para mí. El dolor, que seguramente existió, fue una materia extraña y remota, inaccesible por lo menos esa noche en la que hubiera preferido no haberlo conocido, creer que esa mina era mía por derecho propio, porque me la había ganado, y no el reflejo de otra historia, una imagen capturada en el aire como una mariposa.

Elogió mis esforzadas erecciones con conceptos de maestra de escuela ensalzando la mejor composición tema la vaca del grado. Me habló después de Rabindranath Gore Fernández, algo parecido a un gurú, nacido a mitad de camino entre Bombay y Villa Fiorito, y a quien ella y el Chivo habían ido a consultar un par de años atrás.

– El Chivo siempre andaba buscando a alguien que le devolviera la paz -dijo, sentada en bolas a lo buda sobre la alfombra, mientras fumaba y me acariciaba el sexo como se atiza una brasa para sostener por lo menos su mortecina lumbre-. Parece que la pelea con él mismo era muy dura y antigua.

– Puede ser -admití-, a nuestra edad, eso es lo más común. ¿Qué les dijo el gurú?

– Que nos cuidáramos del sida. Y que el amor no se hace por placer sino para restablecer el equilibrio de los cuerpos y salvarse del vacío al menos por un rato. «No llueve cuando la presión es alta -dijo-, el cielo en esos días es luminoso y diáfano, el día es perfecto.»

– Estabas enamorada, entonces, o algo así.

La Pecosa sonrió, conmovida por mi ingenuidad.

– «Algo así» -dijo, tirando de mi pájaro como de la válvula de una esclusa.

– De un viejo pobre, de un fracasado -me ensañé.

Siguió tirando, suave, sabia y oportuna como la lluvia, diciéndome sin palabras que toda vejez es fracaso, que el tiempo nos desnuda y quema nuestras ropas, y ya no hay chance de volver a esconderse, a disimular, a ser otro.

– El Chivo no le tenía miedo a la muerte -dijo-, pero no le busqués la vuelta, no te compliques. Lo que te contó en esa carta es cierto, él no jodía a nadie. Lo mataron porque estuvo donde no debió estar. Como a un perro que se cruza en la ruta cuando viene un auto a ciento cuarenta. No pudieron esquivarlo.

La Pecosa fue a buscar la plata. Antes, se lavó las manos en la pileta de la cocina y sacó el dinero de un tarro de yerba. Mil quinientos, intactos.

– Todos sus bienes -dijo, dándome el rollito de billetes de cien pesos-. No creo que a la viuda le sirva para mucho. No sé cómo llegó a eso, francamente no lo sé, Mareco -agregó después, cuando yo estaba ya vestido y afuera amanecía, un resplandor gris contra el paredón del edificio vecino recortado en la ventana del living-. Él preguntaba lo mismo pero nadie te contesta esas preguntas. Como si vos buscás una calle cercana y la gente te indica cómo llegar a otra, en el culo del mundo, al otro lado de la ciudad.

Le di un beso en la frente antes de irme. Frente al edificio estaba estacionado el camión que manejaba su compañero de departamento, un semirremolque con cámara frigorífica. A cuántos perros les habría pasado por encima sin que Fabio el patagónico levantara siquiera el pie del acelerador.

– ¿Puedo volver a verte? -le había preguntado a la Pe cosa antes del beso paternal.

– Pero en la calle -se atajó, empujándome suavemente al palier. Su cuerpo parecía vibrar bajo la bata de seda con que se había cubierto para acompañarme hasta la puerta, los senos pujaban por abrir el escote que ella cerraba con la mano izquierda bajo su cuello para protegerse de la corriente de aire-. Para amores sin salida, con el del Chivo tuve bastante.

«Patagonia soñolienta», había escrito el camionero sobre las puertas de su semirremolque. Pensé en esos desiertos por los que iba y venía transportando carnes congeladas, a un lado el mar y al otro la montaña, al sur el frío y al norte nada, otro desierto pero lleno de gente que mira para otro lado. Otro ventoso patio carcelario, lo que llaman Argentina. Eternidad desolada y sin visitas.

– Mala noche -me descargó a modo de saludo el peón del taxi, cuando lo encontré a las seis de la mañana en avenida de Mayo y Piedras-: me asaltaron, se llevaron el coche y toda la guita.

8

Rutina. La denuncia policial, los trámites en la compañía de seguros, la aparición del auto dos días después con algunas abolladuras y sin la radio, de nuevo en la calle y a currar dos horas más por día para tratar de recuperar lo perdido. Rutina también la llovizna de los días borrando las huellas que nos comprometen, que indican que venimos, a veces, de algún buen recuerdo, de una hora en algún lugar que valió la pena.

No tenía ganas, sin embargo, de buscar a la Pecosa en sus lugares de trabajo. En el fondo de mi corazón destartalado pretendía que fuera ella quien volviera a llamarme, oír su voz en el contestador convocándome a seguir el juego. Pero entraba en casa y en el contestador los mensajes de siempre: un par de amigos invitándome a ir de pesca el fin de semana, mi hermana preguntando si estás de novio que no aparecés ni hablás por teléfono tus sobrinos quieren verte, y el llamado estimulante de mis hijos, uno, para anunciarme que abandona el bachillerato, y el otro, que quiere hablar conmigo de hombre a hombre.

– Tenés que saberlo, viejo, y tengo que ser yo quien te lo diga, no es fácil para mí, son cosas que pasan.

Lo escucho como si se tratase de una conversación ocasional en el asiento de al lado del metro, se me debe notar escandalosamente la cara de póquer que pongo cuando la realidad me supera porque Gustavo se queda esperando a que reaccione como si me hubiera desmayado. Como si le resultara imposible deducir que mi mirada vidriosa es de puro estupor.

– Las cosas que pasan me están pasando todas a mí últimamente. Primero, matan a un amigo en desgracia, lo matan como a un perro, y en vez de salir a vengarlo o a buscar justicia me enamoro de la hembra con la que mi amigo había compartido un amor chacabuco pero cierto. Pero la hembra no quiere verme a deshoras, por si fuera poco es puta y canta tangos en un tugurio de la avenida Brasil.

– Deberías vender el taxi -es el consejo del hijo que vino a hablar conmigo de hombre a hombre-, o tomar a otro peón que cubra tu turno. Es un trabajo peligroso. Tenés la jubilación del banco, el alquiler de la casa de Flores, con eso podés vivir tranquilo y pagarle los alimentos atrasados a mamá.

– ¿Alimentos para quién, para el vago de Huguito que no quiere agarrar más un libro? ¿Te envió tu madre, entonces, o es una misión tuya de buena voluntad?

Se va, ofendido. No hay portazo porque estamos en un bar: se levanta de la mesa y me deja plantado con su revelación, como quien paga su parte y además deja propina.

Lo vi salir, cruzar la calle mojada por la cansina lluvia de enero, perderse en el gentío. Tuve ganas de pararme sobre la mesa, patear los pocillos vacíos y gritar que todos los que estaban en ese bar eran unos cornudos, cornudos reconcentrados frente a sus cafecitos, cornudos melancólicos, fumando solos o en cornudas parejas aburridas, de gritar les pago una vuelta de cicuta, el barco ya se hundió, manga de cornudos, qué esperan.

Pero puse un billete de cinco pesos sobre la mesa y salí yo también como si me cerrara el banco, quién no tiene en Buenos Aires un vencimiento, una reunión de negocios o una citación en tribunales: me subí a la corriente y me dejé llevar por las ciegas multitudes. No podía pensar, no toleraba la sospecha de que cada idea estuviera en su sitio como pieza de ajedrez y que quien decidiría los próximos movimientos no fuera yo. ¿Eso mismo le habría pasado al Chivo? ¿Esa sospecha lo habría desgarrado hasta dejarlo en carne viva?

Charo había vuelto a irse a Chascomús y yo tenía los mil quinientos pesos de la herencia. Decidí, mientras caminaba sin rumbo por la ciudad, que no iría de pesca ese fin de semana, ni me sentaría a esperar a que Gloria la Pecosa me llamara, ni saldría a dar vueltas con el taxi hasta que algún drogón me rompiera la cabeza. Un rayo de sol se filtró en mi cerebro como un soplido entre la bruma, el llamado de Dios indicándome que sus caminos son siempre misteriosos.

Esa noche me emborraché sin culpas frente al televisor, mirando Pulp fiction por un canal de cable: gente que dispara a quemarropa como un dibujante que tira líneas entre un punto y otro sobre un plano, drogones con conciencias de cucaracha, la ciudad entera como un nido bullente y repulsivo, sociedades de hombres y mujeres ciegos cumpliendo sus mandatos sin reflexionar sobre ellos.

Gustavo, mi hijo mayor, veintitrés años, arquitecto, se había enamorado de Matías, treinta y ocho, empresario del calzado. Para colmo el zapatero era casado y padre de mellizos de tres años, no quería por el momento abandonar a su mujer, «los hijos son muy chicos y una separación es más traumática para críos de esa edad», me explicó Gustavo antes de ofenderse conmigo porque supuse que había venido a verme enviado por su madre.

Me pregunté, mientras veía la película de Tarantino, si mi deber como padre no sería hablar con Matías el Zapatero, llamarlo a la reflexión, explicarle que, en el mundo de las ideas, una se conecta con otra y ésta con la siguiente, y entre todas arman un universo simbólico, una complicada red de significados y representaciones que no siempre ocultan lo real, a veces sencillamente lo iluminan, mal que les pese a gurús de barro como Rabindranath Gore Fernández. Deseché la iniciativa, que le hubiera puesto los pelos de punta a mi hijo arquitecto, y ese fin de semana me fui a Chascomús a ver a Charo, la ex mujer y flamante viuda del Chivo.

Para saber por qué un tipo se desintegra, hay que ir armando las piezas que su desaparición dejó desparramadas por ahí. A lo mejor después, con el dibujo reconstruido de su vida, es más fácil entrever la identidad y los móviles de sus últimos asesinos.

9

Desde la estación de Chascomús caminé seis cuadras por una calle arbolada que parecía la garganta del Paraíso. Pocos autos que pasan despacio, nadie va muy lejos en un pueblo; pájaros removiendo las copas de los árboles, un picado en una esquina y un pibe que grita a mis espaldas «¡la pelota, señor!», dándome la oportunidad de parar el rebote con que la pelota se me acerca como un perro amistoso y reventarla de un zurdazo, un gol imposible y fuera de reglamento que el piberío celebra como si lo hubiera hecho Maradona.

Charo me espera frente a un portón bajito que interrumpe una cerca de ladrillos rodeando la casa, un chalet para familia tipo que debió financiar algún plan Eva Perón del Banco Hipotecario. Llega una brisa salada y fresca desde la laguna. Charo parece joven, fuera del tiempo.

– No tenías necesidad de venir, yo subo a Buenos Aires una vez por mes. Además, por esa plata.

– Es todo lo que el Chivo tenía.

Con la mueca que apenas vela su sonrisa me indica que el tema le molesta, que quizás no quiera hablar una sola palabra del pasado. Los hijos adolescentes andan por el fondo, donde hay una pequeña huerta, y bajo una glorieta sombreada por una parra de uva chinche, su madre vieja mira sin ver desde una silla de ruedas.

– El mayor ya tiene diecinueve, y el más chico, quince. Hacía diez años que no veían al padre -me informa en voz baja, mientras los pibes patean una pelota de goma que vuela rasante entre los canteros de acelga y zanahoria.

– Yo nunca dejé de ver a los míos y sin embargo también el mundo se me abre ahora bajo los pies -digo después de contarle brevemente mis fracasos familiares.

– Todo pudo haber sido tan diferente.

Busca mis ojos como si hasta ahora hubiera estado hablando con alguien oculto en la niebla y recién me encontrase, o el aire de pronto se hubiera limpiado, un espejo que se desempaña con la mano para descubrir el rostro de quien habla a nuestras espaldas. Eludo su mirada y digo que barajamos mal, pero ella no debe entenderme o no acepta mis excusas: no tuviste huevos, dice, aunque de inmediato se arrepiente de sus palabras, se muerde los labios, pide que la perdone.

Vuelve a hablar del Chivo después de tomarse un tiempo en la cocina para preparar una picadita de salami, queso y aceitunas, y cuando ya estamos los dos bajo la parra, junto a la abuela desenchufada de la realidad.

– Se la creyó, Mareco, eso le pasó.

Habla del que no quiere hablar y tiene su sólida versión, la que seguramente le permitió sobrevivir con dignidad y aguantarse los chubascos de la menopausia. Dice que el Chivo ganó mucha plata y la plata atrae adulones como la humedad y el calor a los mosquitos: negocios, juergas, vida fácil.

Ella y los chicos pasaron a segundo plano, puro lastre. Fue más sencillo borrarlos que aceptar la carga.

– Se creyó más poderoso de lo que era, abrió el gallinero y se le llenó de zorros -dice, observando con los párpados entornados el gallinero de verdad al fondo de la huerta, donde un gallo maltrecho se pasea con patética majestad entre las ponedoras.

– Acá se vive tranquilo -atino a comentar, respirando a fondo el olor ácido de la uva que cuelga de la parra y por la que merodean abejas y tábanos.

– Pero no hay cerros.

Charo es tucumana y añora su Tafí del Valle natal como un compadrito de Borges su farol en la esquina con buzón y calle empedrada.

– Salís a la pampa y se te desbanda el alma, no sé explicártelo, es como si…

Gesticula, demarca en el aire una llanura de incertidumbre y nostalgia. Sabe explicarlo, aunque prefiera no admitirlo.

– Qué grandes están los pibes -digo como buscando el ritmo de otra respiración, algo que me salve de esa asfixia que de pronto me acosa a cielo abierto-. Cuesta entender que no quisiera volver a verlos. Pero no mereció morir de esa manera.

– A mí no me importa, Mareco. No pasa de ser una noticia policial, y yo no leo la crónica roja de los diarios.

Apuro el martini con limón, porque a las tres y cuarto pasa un tren a Buenos Aires. Suspiro en silencio y le doy el sobre con los mil quinientos mangos mientras me levanto y repito, pero con la garganta seca como si no hubiera tomado nada, que de todos modos es un buen lugar, éste, para vivir sin hacerse tanta mala sangre. Charo recoge el sobre, lo abre y cuenta los billetes mojándose los dedos, los quince de cien que abultan como el sueldo de un obrero antes de que se inventara la flexibilización laboral.

– La única que a veces preguntaba por el Chivo es ella -dice, indicando con un cabeceo la silla de ruedas-. Pero ahora ya no habla. Y si lo recuerda, ni me entero.

El tren pasó a horario y a las seis de la tarde estuve de vuelta en casa. Mensaje en el contestador: «Veintidós pejerreyes y quince tarariras, mirá la que te perdiste, Mareco. Traé vino blanco, te esperamos esta noche».

Tenían razón, mis amigos pescadores: me lo había perdido. Un productivo día de pesca, por una excursión al campo de la que había vuelto con las manos vacías.

Esa noche la pasamos bien. Les conté a mis amigos que me había acostado con una piba de veintidós y no lo podían creer, «¡qué pique!», se asombró Floreal, el más veterano de los tres, «¿con qué encarnaste?».

Tomamos vino y comimos pejerrey hasta hartarnos. El resto, festival para los gatos que esperaban su turno sobre la medianera, con las servilletas puestas.

10

Qué tranquilo me hubiera sentido pensando que Charo nunca lo quiso. Pero lo de esos dos fue bastante más que un metejón. «El matrimonio Chachi», los bauticé un día, por Charo y Chivo, y el Chivo me corrigió: «Chicha, che, primero el tipo: chicha de buena graduación, como para poner en pedo a un elefante», doblándose a carcajadas, el Chivo cordobés, «ni Chachi ni Chicha», terció entonces Charo, «somos Rosario y Rodolfo». «Peor todavía: Rodolfo Robirosa y Rosario Romero de Robirosa, Rorrorrorró», con lágrimas en los ojos, el Chivo, y Charo actuando una furia que se convirtió en besos suaves y mordiscos, «esperen a que me vaya, por lo menos», dije y los dejé solos, convencido de que esa pareja de románticos cobayos resistiría todas las pruebas de laboratorio a que podría someterlos la decepción y la locura de este siglo.

No las resistió. Y al final de un modesto calvario sin cronistas ni apóstoles, el Chivo murió en la sórdida cruz de un ajuste de cuentas entre mercaderes.

Hurgando en diarios viejos que me prestó de mala gana una vecina -como tratando de leer en mi pedido intenciones perversas de revisarle la lencería-, encontré la crónica del asesinato del tal Fabrizio, un pie de página sin fotos.

– Don Aristóteles era una persona muy querida en este barrio -dijo el kiosquero al que le compré cigarrillos, cerca de la casa del difunto, en Tellier y avenida De los Corrales-. Un benefactor -agregó, confidente, mientras me entregaba un atado de Camel como si se tratara de un incunable rescatado de algún polvoriento anaquel-. Tenía sus negocios, claro. Pero quién no tiene su rebusque en estos tiempos difíciles.

– La calle está durísima -lo justifiqué.

– Si lo sabrá usted. -Miró mi taxi abollado, estacionado frente al kiosco-. ¿Lo conocía?

– No yo, un amigo. Gracias a él, sobrevivía. Pero dicen que también gracias a él le metieron un tiro acá.

Apoyé el dedo índice en su entrecejo y el kiosquero palideció.

– No me diga que al Chivo también…

Le conté la historia. El tipo no se había enterado porque casi no miraba la tele, a pesar de que tenía un portátil blanco y negro encendido todo el día, debajo de la bandeja de las golosinas.

– Lo pongo ahí abajo para que los ladrones crean que es un monitor. -Señaló una minicámara que colgaba del marco del ventanal donde exhibía la mercadería-. No funciona, me la regaló un amigo reducidor de electrodomésticos, qué va a hacer, el kiosco no da para mucha tecnología. Pero los rateros creen que los filmo y de vez en cuando se acojonan. Quince veces me asaltaron en este barrio de mierda. Pendejos como aquéllos, mire: señaló a una barrita de adolescentes que tomaban cerveza, sentados en el cordón de la vereda y mirando pasar autos y mujeres-. ¿Por qué matarían también al Chivo?

– Eso trato de averiguar. Y quién. Supongo que por nada. Por estar, nada más. Por cruzarse.

El afable kiosquero pertrechado con su falsa electrónica robada había sido cliente de Aristóteles Fabrizio, y el Chivo, su mensajero de cada quincena.

– Andaba medio chacabuco, últimamente -reveló, ya en confianza-: cojeaba de la pierna izquierda, un navajazo, según me dijo. Alguien de afuera, porque en el barrio todos lo queríamos y lo respetábamos. Además, tenía protección.

Le pregunté de quién y mi pregunta lo defraudó. Aprendí que hay cosas que se dan por sobreentendidas aunque no se sepa de qué se trata. Yo sabía, en realidad, pero necesitaba precisiones que el kiosquero no estuvo dispuesto a darme.

– Averígüelo usted -dijo, súbitamente preocupado por ordenar un estante cargado de chocolates-. Pero vaya con cuidado -me aconsejó, sin embargo, cuando ya había abierto la puerta de mi taxi-: ese laburo suyo es más peligroso que el del Chivo.

Le agradecí el consejo con una escupida en la vereda que el kiosquero simuló no ver. Al otro lado de la calle, la barrita de adolescentes seguía dándole a la cerveza, discutiendo a gritos la formación de Nueva Chicago y probablemente el modo en que, por decimosexta vez, desplumarían el kiosco de Tellier y avenida de Los Corrales.

11

El destino baraja sus naipes marcados para que las ovejas del rebaño creamos que todo es azar. Dos días más tarde respondí a la invitación a una reunión de ex alumnos, promoción 60 del Normal Mixto Juan Bautista Alberdi.

Una sola vez en mi vida me aparecí en esos bailes de vampiros arrancados de sus tumbas por la puta nostalgia de sus juventudes. Fue cuando quise abrazar a Osvaldo Rébora, un traga solidario con los burros que nos sentábamos al fondo del ruinoso y multitudinario salón de quinto primera, capaz de soplarnos pruebas enteras de física y de memorizar uno por uno para nosotros, en las de anatomía, todos los huesos y los músculos del esqueleto antropomorfo en que encarnamos nuestras penas. Hasta que el jefe de celadores sospechó de tanto rendimiento intelectual concentrado en un área donde predominaban los vagos recalcitrantes y Rébora fue al exilio del primer banco, donde él no quería estar porque era un tipo legal: la fila de los devoradores de libros, de los glotones que empiezan en la secundaria a no abrir el juego y terminan haciendo goles y ganando campeonatos para los poderosos.

Por no ser de esa casta, a Rébora se lo chuparon los salvadores de la patria, cuando tenía treinta y seis años y estaba a punto de irse de la Argentina, con un contrato de investigador científico en Alemania y un dolor silencioso y sin alivio por tanta desolación.

De esto último me enteré al presentarme en aquella reunión de mutantes, y en vez de abrazar a Rébora tuve que soportar el relato minucioso de varias decenas de vidas inodoras, incoloras e insípidas, de mezquinas currículas expuestas sin pudor por ex alumnos, ex jóvenes, ex minas bonitas y calientes devenidas en señoras empolvadas y frígidas. Era el año 1984 y algunos y algunas ya extrañaban la mano dura de los militares, el orden sepulcral que, después de todo, es el ambiente en que mejor se crían y se reproducen los microorganismos de la especie.

Fui, entonces, por segunda vez, en 1997, dos días después de mi excursión al barrio de Aristóteles Fabrizio. Y no me equivoqué, o el destino talló sin disimulo su naipe doblado en una punta.

Ahí estaba como un solo hombre Gargano Daniel, adoquín contra cuya estulticia lucharon en vano camadas enteras de profesores de las más diversas materias, repetidor crónico que arrancó con nosotros en primero primera y se perdió luego, como un astronauta expulsado de su cápsula al espacio y condenado a vagar por el vacío infinito de su burrez, acompañando a los de primer año durante varias temporadas, con sus barbas crecidas y sus consejos de sabelotodo en levantarse minas casadas.

No sé qué milagros de la maduración de su masturbada personalidad, o qué influencias en el ministerio de educación que en aquella época ocupaba un brigadier, hicieron que Gargano Daniel obtuviera por fin su título de maestro normal. Para no desaprovechar tanta dedicación al estudio y sensibilidad por las artes, los padres lo metieron de cabeza en la escuela superior Ramón Falcón, de donde salió poli. O siempre había sido chivato, quién sabe, y ocultaba la chapa bajo el tintero del banco de la segunda fila donde se atrincheró durante su interminable batalla por aprobar el secundario.

El abrazo que no había podido dar a Rébora tuve que dárselo a él. Sólo Jesús, Hijo de Dios, y algún descalabrado entomólogo, serían capaces de levantar una araña pollito del piso para evitar que la aplasten, con la delicadeza con se recoge el pañuelo de una dama. Una larvada repulsión entumeció mis brazos. Me vi obligado, además, a felicitarlo porque lo veía a cada rato en los noticieros de la tele, haciendo declaraciones en las puertas de bancos que acababan de ser asaltados, pisando sin disimulo el hilo de sangre de un ladrón recién baleado y exhibido para la prensa como pescado fresco sobre la vereda.

– La calle apesta -reveló Gargano, ahora comisario, gordo y ajado, aunque con toda su pelambre rubia intacta y aplastada con gomina. Comía con la boca abierta y hablaba del semillero de hijos de puta en que se ha convertido esta sociedad-. Para los muchachos de la basura es fácil porque lo único que hacen es correr detrás del camión y recogerla empaquetada. Nosotros tenemos que juntarla con la mano y ensobrarla -decía regodeándose, con el mismo abyecto placer que ponía en tragar su segunda vuelta de peceto con papas al horno-. Pero ese Chivo Robirosa se la buscó, Mareco, sorry que fuera amigo tuyo. Uno a veces se engaña con los amigos, pero nosotros en el Departamento tenemos la data completa de todo el mundo.

Intercalaba palabras en inglés y términos de informática para demostrar que había hecho cursos en Miami y en Panamá. Cursos de qué, ninguno de los terminales reunidos en aquella cantina de Flores lo sabía, y Gargano se cuidó muy bien de dar detalles:

– Especialización -dijo-, también la pasma hoy es global.

Tenía razón. Él, por lo menos, era un globo de grasa y de muy probables perversiones. Se había casado, separado y vuelto a casar cuatro veces, y tenía cuatro hijos, «uno por cada tiroteo», dijo entre carcajadas llenas de rosbif que se abrían, en su cara mofletuda y viciosa, como la popa de los camiones recolectores. Agradecí en nombre de la Humani dad que hubiera terminado siendo poli y no maestro.

– Quiero saber quién lo mató -le dije sin rodeos, en cuanto aflojó un poco con su amorcillado humor.

Me miró como un sonámbulo al que despiertan aplaudiéndole en la cara.

– ¿Qué te importa, si está muerto?

Puro oficio, su comentario. Pero si yo había sido capaz de abrazarlo, ¿por qué no iba a poder soportarlo un rato más? Le conté, porque parecía no haberse enterado de nada, que el Chivo había sido un tipo envidiable, un crack en lo suyo, disputado por minas de categoría, un ganador. Esta última definición fue demasiado provocativa para su necesidad genética de prontuariar hasta a su primera novia.

– A un ganador no lo aplastan como a una cucaracha en un conventillo de Constitución -dijo sin ironía, y me invitó a caminar un rato -porque esta decadencia me va a estropear la digestión, la carne estaba rica pero nuestros ex compañeros son intragables -dijo, aludiendo al ruso Bouer que se había puesto a cantar La casita de mis viejos, acompañado por el pianista de la cantina, mientras media docena de fosilizadas maestras promoción 60 del Juan Bautista Alberdi le hacían un coro que sonaba a engranajes de un montacargas a punto de desplomarse en caída libre hasta los sótanos del infierno.

De a poco, y mientras caminábamos por Carabobo hacia Rivadavia y se tiraba pedos a gusto -«total vos sos de confianza, no doy más, te juro que a veces creo que reviento»-, me fue contando que ser poli es la imposibilidad de confiar en nadie.

– Cuatro hijos, Mareco. El mayor, preso por haberse limpiado él sólito una mesa de dinero, ni las monedas dejó. La segunda, casada con un judío que se la llevó primero a un kibutz y después la abandonó en un barrio de putas de Tel Aviv, embarazada y sin un mango. Imaginate lo que fue de ella y de mi nieto, pero por lo menos ahora se las rebusca y no depende de nadie, porque allá las mujeres se hacen valer aunque cojan por guita, es otra sociedad. La tercera me salió científica, está en yanquilandia, en un centro de investigación de Massachusetts, un bocho la piba. Pero es lesbiana, sufre por otras mujeres, y yo eso no me lo banco, Mareco, soy muy chapado a la antigua, le pedí que no me llamara ni volviera a escribirme hasta que se cure.

– ¿Y la cuarta?

– Cuarto -aclaró, iluminado por un fulgor de milagro cristiano que estuvo a punto de hacerme caer devotamente de rodillas-: el cuarto es policía, recién graduado. Un valor, el pibe. Tenía seis años y cuando yo volvía a casa ya me preguntaba «papi, ¿cuántos ladrones mataste hoy?»

No sé, ni creo que tenga ya tiempo para averiguarlo, dónde empiezan o terminan la decepción y el orgullo en tipos como Gargano, en qué se rozan su necesidad de percibir el mundo y su capacidad de ostracismo. Hasta qué punto se toman a sí mismos en serio y hasta dónde son capaces de verse al espejo como marionetas manchadas de sangre.

– Vengo a estas reuniones de ex alumnos porque vivo solo y me aburro -dijo esa noche-, me hacen acordar al tren fantasma del viejo Parque Retiro. Los mismos esperpentos. Pero éstos hablan y te reconocen. O sea que uno, viviendo, se bajó del carrito y se transformó sin darse cuenta en uno de esos cucos oxidados, Mareco. Y vamos por ahí, metiendo más lástima que miedo o haciendo cagar de risa a los que todavía la miran de afuera. Como vos, por ejemplo. -Me detuvo en mitad de una bocacalle y por un momento tuve miedo de que fuera a esposarme sin leerme mis derechos-: ¿Qué te hace pensar que el Chivo Robirosa era un inocente?

12

Pero estaba limpio, ni una mancha en los tribunales. Sin embargo, en la seccional treinta y siete todavía recordaban los escándalos.

– La mujer entraba aquí como loca, gritaba que lo quería preso, «métanlo entre rejas para siempre, fusílenlo», gritaba. Nos pedía de rodillas que lo moliéramos a golpes como él hacía con ella. Pero cuando íbamos a buscar al tipo y lo traíamos, ella retiraba todos los cargos y se iban del brazo -contó un ayudante memorioso.

– Nuestra obligación era pasarle las actuaciones al juez -intervino un sargento que le cebaba mate al ayudante-, pero quién se metía con el Chivo, en el barrio todos lo queríamos, era un tipazo, y encima salía en los diarios: negrito borracho y mujeriego, con cuarentipico de abriles, en un amistoso les hizo comer cuatro bifes bajo los palos a los racistas del seleccionado sudafricano.

Un día dejaron de verlos y de saber de ellos. El Chivo plantó a la familia, Charo se fue del barrio con los pibes.

Desde un teléfono público llamé a Gargano para agradecerle los contactos.

– Te dije que no era trigo limpio -me amonestó desde su húmedo despacho del Departamento Central-, pero a los famosos se les perdona todo y el Chivo se apoyaba todavía en sus viejas hazañas para zurrar a la mujer. Un miserable.

No me gustó el cierre, aunque tuviera razón, si lo que habían contado los canas de la seccional era cierto. Claro que calificarlo de miserable no explicaba el tiro entre los ojos, cuando ya había atravesado las estaciones oscuras de su decadencia.

Por unos días creí que podría ir olvidando el asunto o, por lo menos, dejándolo de lado. Tachero al fin, había pasado por la vida de un viejo amigo como quien cruza manejando el taxi por algún barrio de mala fama, rogando que el pasajero que va sentado atrás no sea un sicópata y que, después de bajarse en alguna esquina, no aparezca otro haciendo señas hasta abandonar la zona caliente.

Manejo de día. O llevo el auto al taller, cuando le toca mantenimiento. De noche, se lo entrego al peón en avenida de Mayo y Piedras, y voy corriendo a encerrarme en el departamento a mirar televisión. Ésa es mi rutina desde hace años. Antes fue distinto, mejor. Pero mi pasado permanece en una nebulosa tan inescrutable como la del Chivo Robirosa.

A veces, alguna mina de ocasión quiere que le cuente. Las mujeres son pretenciosas. Primero, se conforman con un beso y una caricia, pero al rato, después de la cama, ya exigen de uno la biografía completa a cambio de nada. En el mostrador de un sexo desvaído y previsible, tu vida por la mía. Como si ellas tuvieran algo para contar. Tipos que las abandonan, abortos que la obra social no cubre, jefes de oficina chantajistas que les prometen un ascenso y después del primer polvo las ponen de patitas en la calle con una carta de recomendación para algún otro jefecito acosador. Manoseos, golpes, mentiras, susurros de un paraíso de palmeras y mar azul que jamás se concreta. Nadie que venga de triunfar en Hollywood o de ganar el premio Médicis de literatura se acuesta con un tachero de cincuenta y siete. A qué tanta pregunta, entonces, si la respuesta está cantada.

Por eso, en general, prefiero la tele. Pasividad absoluta, ningún cuestionamiento. Y de la tele, los debates políticos y sociales. Esos desfiles en colores de encantadores de serpientes me permiten adormecerme de a poco, entrar en una anestesia sin riesgo quirúrgico que me limpia el cerebro de pensamientos y la noche de malos recuerdos.

Pasaron varios días sin siquiera un llamado equivocado. A lo mejor me habían borrado de la plantilla, estaba muerto y yo sin enterarme. Cuando casi se había cumplido el mes de nuestro único encuentro, sonó el teléfono. Once y media de la noche, la voz que menos esperaba y la que más deseaba.

– Tengo que verte, Mareco. Venite ahora mismo, dale. Ya sé que estás en calzoncillos, medio en pedo y solo. Ponete un jean y una remera, duchate antes, si es necesario, pero vení.

Llegué al Tango Pub de la avenida Brasil casi a las tres de la mañana. El taxista que me llevó hasta allá no me rebajó ni diez centavos, a pesar de que reivindiqué varias veces mi condición de colega. Los que andan de noche consideran a los diurnos de otra raza, unos burócratas del volante que según ellos no arriesgan nada, algún atraco sin importancia, que te bajen del auto y se lo lleven, a lo sumo. Los pasajeros pesados de verdad suben de noche, dicen, los carniceros y los violadores toman turno después de las doce, las tradiciones se respetan.

Entré en el boliche, luz de ambiente mortecina, mucho humo, perfumes y lavandas mezcladas con olor a transpiración en aquella retorta con número vivo. La Pecosa terminaba de cantar Chorra y Los mareados. Transpirada y feliz, o por lo menos contenta de verme, me llevó a una mesa apartada mientras todavía sonaban los buenos aplausos de costumbre y los de alguna visita, médicos de guardia del hospital de pediatría, solitarios, dos parejas de turistas canadienses que creían que eso era San Telmo.

– Me quedé con algo, la otra noche -arrancó diciendo mientras tomaba mis manos como a las de un novio con el que buscara reconciliarse-. No es guita, no pienses mal de mí. Jamás me guardo los vueltos.

Sacó de su bolso una agenda con tapas de cartón, descalabrada, llena de papeles, recortes y hojas que habían sido arrancadas y vueltas a poner en su sitio. Reconocí sin leerla la letra del Chivo, su caligrafía prolija como pisaditas de gorrión que picotea los canteros.

Mientras tomábamos whisky cruelmente rebajado con agua de la canilla, la Pecosa me contó que se había quedado con la agenda nada más que por tener algo personal del Chivo. Pero en un día de descanso, aburrida -llovía en Buenos Aires y el chulo le había prohibido trabajar porque él estaba con cuarenta de fiebre y no podía controlar la caja-, se puso a intentar leerla.

– Yo no pasé de segundo grado, así que imaginate el laburo que me dio. Pero tenía tiempo y, con paciencia, fui descubriendo a un Chivo desconocido para mí.

Fotografías, recortes amarillentos con anotaciones en los márgenes, y una letra apretada rellenando espacios en las páginas de la agenda. Con aquella magra iluminación me fue imposible leer, la Pecosa sugirió que mejor me la llevaba, la leía entera en mi casa y después le contaba.

– El Chivo parecía bruto pero escribía difícil -dijo-, usaba palabras de diccionario, Mareco. A lo mejor vos, que lo conociste bien y tenés más estudio que yo, podés entenderlo.

Nos fuimos a su departamento. El camionero andaba por la Patagonia y retozamos a gusto hasta el amanecer. Después me quedé dormido y me desperté al mediodía. La Peco sa me cebó mate en la cama y llamé por teléfono al peón.

– Le dejé el taxi donde siempre, creí que llegaría en seguida, ¿qué le pasó, maestro, lo asaltaron?

Ni me molesté en pasar por avenida de Mayo y Piedras. Fui directo al corralón municipal y recuperé el taxi, después de pagar la multa y el acarreo de la grúa. No me importó, estaba feliz. O por lo menos, como la Pecosa esa noche, contento. Había sido capaz de apagar la tele y salir a encontrarme con una mina que no me cobró un peso. Como antes, como alguna vez.

Me eché una ojeada en el espejo retrovisor. Contento de volver a verme.

13

Era un diario. Nunca imaginé que un duro como el Chivo -y, por lo que había averiguado en los últimos días, un violento- hubiese llevado un diario personal.

Nada formal, ni cronológico. Anotaciones, frases pretenciosas, páginas enteras describiendo las destrezas de alguna mujer. Y desde la mitad para atrás, la bitácora crispada de su caída.

«Me doy», puso en la página correspondiente al 14 de junio de 1995. «Hoy, más que nunca -escribió-, aniversario fatídico. El Rubio debió cumplir treinta y uno».

El resto de la página, en blanco. Como tal vez el cerebro del Chivo ese día, y muchos otros hasta el final de su vida. Más hazañas, descriptas con exasperada minucia: «Me la chupó toda la noche y yo ni siquiera pensaba en ella».

Nombres, citas, aclaraciones: «Coge mejor cuando amanece», al lado de una tal Lisa. Y otra, pero con carne de chancho: «Tócamelas, tócamelas, grita cuando acaba», subrayado y señalando con flecha a un tal Roberto: «Le apreté los huevos y se fue llorando, puteándome, deseándome lo peor. Tal vez se cumpla».

Tenía razón la Pecosa. Lo único del Chivo conocido en ese diario era su letra.

«Me doy, me doy, no puedo parar. Al principio creí que Fabrizio se equivocaba. Yo le devolvía la merca que no alcanzaba a entregar, y él: quedátela, Chivo, te la ganaste. Qué buen hijo de puta, me tiene agarrado. Como yo al puto, bien de las pelotas, pero éste no suelta, qué basura.»

Fotos del pasado, de cuando empezó a jugar en Córdoba, posando con equipos diversos o volando detrás de la guinda: «Parecés Nijinski, Chivo», anotó de él mismo.

Y en las paredes de sus abismos, grafitis: «Estoy encerrado en una iglesia, bajo la mirada implacable de Dios: los querubines me lamen el culo, la Virgen se abre de gambas y voy hacia ella, descalzo, pisando arañas, caminando entre la mierda; alguien enciende velas, un cura con una cruz colgando sobre su pecho desnudo. Sostiene un cáliz con vino caliente, sonríe al verme, parece haber salido de una tumba, su carne está podrida, ya no veo a la Virgen y hay un atronador batir de alas en la oscuridad».

Su agenda, su diario, su quién sabe qué. Papeles en una botella arrojada al mar. Ninguna tierra firme a la vista por el resto de sus días, ninguna mención de Charo, ni de los hijos que había tenido con ella. Sólo del Rubio.

«Se me presenta de noche, en ropa de combate: ¡cuidado, viejo, ya vienen!, grita y me despierto meado, pasos todavía a la carrera, ojos de tigres en la oscuridad aullante y helada de las islas.»

– El Rubio fue amante de una tal Victoria. «Aracavictoria», la llamaba el Chivo. Una mina de guita, que dijo quererlo y él se la creyó -me contó la Pecosa, cuando cumplí con su encargo de leerle algunas páginas-. Se conocieron en Venecia, creo. ¿Venecia es la que tiene los canales? Bueno, ahí. El Chivo paseando en góndola con una pituca porteña, imaginátelo. En esa época era todavía una estrella, aparecía en las páginas de deportes de todos los diarios. Aracavictoria se lo llevó a pasear por media Europa, casi lo echan del equipo por faltar a los entrenamientos. Felices los tres: Araca, el Chivo y el Rubio.

– Y Charo en su casa, tejiendo mañanitas -dije.

– Nunca me habló de Charo, Mareco. No la tengo en mi álbum.

Tomando champán, el triángulo. Y prometiéndose amor y fidelidades, moneda falsa. Según la Pecosa, el Chivo volvió a su concentración en Nápoles, y al poco tiempo aquel curioso país de compadritos en el que había nacido, gobernado cuándo no por una dictadura militar, se hizo el guapo con la Gran Bretaña por unos islotes de piedra en el Atlántico Sur.

– Y Mambrú se fue a la guerra -dijo la Pecosa, por el Rubio.

Cuando la farsa sangrienta acabó, el Rubio volvió por refugio para su locura pero Aracavictoria le cerró las puertas de su petit hotel en las narices.

– ¿Y el Chivo?

– Si te he visto no me acuerdo. Al Chivo nunca le gustaron las mariquitas. Transó, a veces, por pura decadencia, o por hambre. Creo que el Rubio le había mandado una carta, ¿no está en la agenda?, fíjate.

No estaba. Y tampoco lo volvía a mencionar.

– Se colgó de un puente, el de la calle Salguero. No había pasado un año desde la rendición. Al Chivo debió caerle mal. Esas ganas de mostrarse en la hora del final, tan propia de los putos. Pero él no tuvo la culpa, Mareco, la culpa fue de las Malvinas. La gente llenaba las plazas en el 83 pero también las había llenado un año antes, cuando la invasión. Yo no era puta todavía, y me acuerdo: se iban los milicos y llegaba la democracia, todos de joda, todos héroes de la resistencia, limpios. Y este boludo agarra una soga y que les den por el culo. Creo que ahí empezó en serio el Chivo con la droga, mucho antes de conocer a Fabrizio.

La Pecosa eligió una de las fotos abrochadas con alfileres de gancho a la agenda, un recorte de Clarín, marzo del 85.

– Araca vendía heroína. Le clausuraron el boliche. Le pidió ayuda al Chivo, y el Chivo, solidario, le pagó el abogado. Pero no fue con el código que se libró del lío. En la boutique había merca para repartir como Papá Noel regalando juguetes en África: a la pasma, al juez, hasta quedó un poco de polvo para la propia Victoria. Se fue a vivir a Mar del Plata. Leeme entera esta página, no pude llegar ni a la mitad.

«Fui a buscarla -escribió el Chivo en la página que la Pecosa, segundo grado sin aprobar, no había podido leer completa-. No quiso verme. Sé que está con otro. Con un poli, seguro. No quiero joderle la vida ni vengo a cobrarme nada. La llamo por teléfono y no atiende, o reconoce mi voz y cuelga. Ayer me apretaron en pleno centro, frente al Casino: volvete a Buenos Aires, Chivo, sos un deportista, tenés mujer, dos pibes que te necesitan, dejate de joder. Eran polis, todos son polis. La Argentina entera es una comisaría, nadie sale sin permiso. Pero no quiero joderte, Araca. Sólo hablarte del Rubio, preguntarte por qué. Nada serio, no te juzgo, quién soy yo para juzgar a nadie.»

– Me quedo con esa pregunta que él mismo se hace: ¿quién era, Mareco?

Parecía realmente ansiosa por saberlo. Que yo, que sé leer de corrido, le explicara.

– Me voy, piba. No quiero que la grúa me lleve otra vez el taxi.

Con un beso en la mejilla, le devolví la agenda.

14

Di vueltas con el taxi pero sin recoger pasajeros. La gente me hacía señas y yo aceleraba, y a los peatones en las bocacalles les tiraba el auto encima. Nunca escuché tantos recuerdos para mi madre en boca de desconocidos. No quería llevar a nadie, no toleraba la idea de alguien atrás pretendiendo decirme a dónde ir, obligándome a sostener conversaciones mentirosas, palabras de cotillón.

Y sin embargo no podía volver a casa, la soledad fue ese día una ratonera en la que me negué a caer.

Cuando se pierde a un amigo, se desbarata la idea que teníamos del mundo. Como un pulóver tejido, bajo las garras de un gato. Hay que enhebrar y volver a armar la trama que creíamos terminada. Y ya nada es igual.

Rodolfo «Chivo» Robirosa no había hecho todo lo que hizo nada más que por desconcertarme. Ni me habría acercado a su mundo si la noche en que anunciaron su asesinato yo no hubiera estado mirando la tele, en vez de salir a lidiar con los pasajeros nocturnos.

Ya nada es igual, Nijinski. Con Fabrizio muerto, Charo que se negaba a hablar del pasado y Gloria la Pecosa que desconfiaba de un tipo que se presentaba post mortem más complicado de lo que había sido en vida, sólo me quedaba darme una vuelta por Mar del Plata.

Hablé antes con Gargano, para darme aliento.

– Tirate unas fichas en la casa de piedra, tomá solcito, que todavía es verano y andás bastante paliducho. Pero no te metas donde no te llamaron y donde nadie te espera, Mareco. Mar del Plata es una ciudad feliz de la boca para afuera, pero por dentro es una cloaca y hay tanta mala gente como en Ciudad Oculta, el Bronx o el Barrio Chino de Barcelona.

– A mí siempre me gustó Mar del Plata, Gargano. Hacen ricos alfajores y en verano van lindas mujeres.

– Pero esos banderines no son para tu corso, Mareco. Vos estás para la sierra, para juntar yuyos en Cosquín o La Falda, o para remojarte las articulaciones en las termas de Río Hondo. ¿Sabés, acaso, quién es esa Victoria?

Tomé el tren esa misma noche y llegué a Mar del Plata a las cinco de la mañana. En la terminal subí a un colectivo que me paseó por la costa. Recién amanecía. El sol asomaba allá en el fondo su lomo de ballena, pero ya las calles estaban llenas de corredores en equipos de gimnasia, maduros que madrugan para gambetearle al infarto y a la arterioesclerosis, y parejitas de jóvenes todavía colgados de la noche, revolcándose en las playas para envidia de tanto Herodes en potencia, filicidas con ropa de marca y las mejores intenciones para el futuro de sus hijos.

Bajé del colectivo cerca del puerto. Caminé, respirando el aire fresco del mar, estimulado por el olor a pescado que venía de las banquinas, dejándome llevar en andas por los brazos tibios del sol. Me dije que, después de todo, estaba necesitando vacaciones, dejar el volante, o acabaría más loco que Robert de Niro en Taxi driver.

La ciudad estaba llena de turistas y me costó conseguir alojamiento, una habitación pequeña y limpia, con una ventana de calabozo desde la que se oía el mar a dos cuadras del hotel. Nada mal para quien, en opinión de Gargano, hubiera estado mejor en un contingente de jubilados compartiendo baños de agua termal.

– Victoria Pinto Rivarola no es siquiera la oveja negra cogotuda que pretendía ser -me había informado Gargano, con quien curiosamente parecía crecer una amistad de gato capón con perro desdentado: nos olfateábamos el culo uno al otro cada vez que hablábamos y ahí, sin haberlo pensado antes, parecíamos decidir que el mundo es demasiado peligroso para desdeñar la ayuda ocasional de una mascota de especie diferente-. Su verdadero nombre es Victoria Zemeckis, le dicen la Griega. O Hada Madrina, porque después de medianoche era la única que hacía milagros. De acá la corrieron porque se la comía ella sola, pero allá en la costa tuvo familia numerosa.

– ¿Muchos hijos?

– No, pelotudo -bramó sordamente Gargano detrás del escritorio, en su oficina del Departamento Central que parecía una celda con cuadro de San Martín-. Jueces, comisarios y capitalistas grosos, de los que en el yate de la vida no van de polizones.

– ¿Vos creés que el Chivo…?

– Yo creo que el Chivo nada, el Chivo era un pelotudo como vos. En su desvarío debió creerse que a los cincuenta y pico todavía era capaz de perforar la defensa del seleccionado neozelandés, pero la verdad de la milanesa es que se caía a pedazos. Estaba muerto antes de que lo tumbaran de un cohetazo. Era un vicioso, Mareco, un elefante ciego y en pedo del zoológico de Cutini. No pudo soportar la idea de no volver a la selva.

Poco que agregar a lo dicho con tanto afecto por Gargano. Obligado a resistir el mismo número todos los días, mastodonte desarraigado con su pelota de colores y unos caramelos chupados por toda recompensa. La desesperación pudo impulsar al Chivo Robirosa a morder la mano del amo, a patear el tablero. ¿Pero por qué querría volver con Araca?

Por supuesto que en los boliches de la zona del puerto conocían a la Griega, pero nadie abrió la boca. Cuando me di cuenta de que un chico de no más de diez años me seguía sin disimulo, tuve que reconocer como cierta la filosofía de Gargano de que ser poli es la imposibilidad de confiar en nadie. Ni en los niños, que fueron para la propaganda peronista los únicos privilegiados. Esperé al pibe a la vuelta de una esquina para aclararle que no soy poli, pero tampoco el payaso bobo de Gaby, Fofó y Miliki. Al toparse conmigo salió disparado como un cachorro perseguido por la perrera y se perdió detrás de una barranca, entre camiones estacionados en fila que apestaban a pescado.

Volví al hotel y me dije que hasta dos o tres días de vacaciones parecían excesivos en una ciudad colmada de turistas sin un mango, consumidores de oxígeno, incapaces de comprar mucho más que puras chucherías. La venta de falopa en un lugar así tiene que ser muy al menudeo: parece difícil que se acerquen los grandes viciosos con casas quinta en Pilar y cuentas en las islas Caimán.

Sin embargo esa noche, y gracias a mi comentario sobre el pésimo whisky que en el bar del hotel quisieron venderme como recién bajado de Escocia, me enteré de que en la descascarada Perla del Atlántico se celebraba una convención.

– El whisky bueno lo sirven en el Costa Feliz -me confió el barman, un tipo resentido al que en una noche con treinta grados de calor, noventa por ciento de humedad y sin aire acondicionado, obligaban a trabajar con chaqueta de botones del Sheraton-. Yo era barman allí pero me sacaron de circulación.

Hablaba del Gran Hotel Costa Feliz, un cinco estrellas del que, según sus infidencias, el dueño del hotel de cuarta donde me hospedaba era uno de sus accionistas.

– En vez de pagarme los diez años de indemnización que me correspondían, ese cretino me trasladó a esta pocilga.

Eché leña a la caldera de su odio diciéndole como al pasar que todos los patrones son la misma mierda clasista, aunque imaginé a ese sujeto allá en el cinco estrellas tomándose todos los Vat 69, los Napoleón y los Chivas para después quedarse mirando con cara de nada, desde su mostrador, a los turistas con tarjeta dorada que le reclamaban por el gusto a cloro de sus tragos largos. Me dijo que lo habían rajado para reemplazarlo por estudiantes de hotelería, pibes que laburan el doble y gratis, y con más esmero que si ganaran cinco mil dólares por quincena. De su rapiña alcohólica, ni palabra, aunque bastaba adivinar bajo sus párpados como colchas los ojos de moscón intoxicado con DDT para darse cuenta de que ese tipo tenía el hígado en ruinas.

La convención, que empezaba al otro día, era de operadores turísticos. Agencias, funcionarios, hoteleros, empresarios del transporte, medios de prensa especializados, casi doscientas almas que venían de todo el país y de Brasil, Uruguay, Chile, Paraguay, Bolivia.

– Y yo, por estar acá, me la pierdo -rezongó.

Propinas generosas, horas extra, coca a buen precio era lo que se perdía el barman desterrado en el hotelucho del puerto. Ya en confianza, y abasteciéndose compulsivamente con la botella de gin que escondía debajo del mostrador, me reveló que lo interesante en aquella convención no eran las ponencias ni los discursos de los funcionarios, sino las transacciones bajo mano.

– Nadie quiere quedarse afuera, imagínese. Mar del Plata está tan convulsionada que hasta hay polis disfrazados de lobos marinos.

Nunca alcancé a imaginar cómo se manejan los negocios en la Argentina, por eso soy taxista. Lo importante de aquella convención, según el barman, era que aparentemente se darían noticias de algunos cambios en la cúpula y se discutiría fuerte, a la hora de repartir tajadas de la torta en la región. Al otro día, leyendo El Atlántico, me enteré de que muchos de los asistentes a la convención del Costa Feliz no eran precisamente caras nuevas y tenían tanto que ver con el turismo como yo con la filatelia: capitalistas de gran calado, siempre listos a presentar ofertas por la construcción de una represa o una autopista, o por la posibilidad de darle un mordisco al becerro de oro de las comunicaciones, la pesca de altura o la adjudicación de territorios en cuyos subsuelos, oh sorpresa, hasta un día antes nadie se había enterado de que hubiera petróleo.

Según mi viejo, cuya vida y muerte me parecen hoy más lejanas y legendarias que las de Belgrano o Butch Cassidy, hubo un tiempo -parece que el de mis abuelos- en el que la gente venía a la Argentina a laburar. Miles de millas de pura agua salada y tiburones, cruzaban, a veces hasta con el riesgo de que algún submarino alemán o aliado los mandara a pique, y en peores condiciones que paraguas o relojes chinos en un container, hacinados en la tercera cuando no colgados de la quilla, todo por llegar a la tierra prometida. Ilusos, sentimentales piojosos a los que alguien engañó con la idea de que la plata se hace trabajando. Desarrapados del alma que después juntaron sus monedas y, en vez de comprarse la casa quinta y la todoterreno, mandaron a estudiar a sus hijos para que fueran doctores. Cualquiera sabe que los pobres se llenan de hijos, y aquellos pobres no fueron la excepción. Cogieron como conejos y curraron como burros para parir universitarios. Fundación mítica de un país que después se iría por las alcantarillas, licuado por fuerzas centrífugas con nombre y apellido, salpicando de doctores y de furibundas melancolías los más apartados rincones del mundo.

Cerré el diario y esa misma mañana me cambié de hotel. Un día de vida es vida, aunque se trate de la vida de un taxista. Ningún reglamento prohíbe a un obrero del volante trasponer las puertas giratorias o automáticas de un cinco estrellas y, con aire displicente, pedir una habitación. Como no tengo tarjeta dorada, pagué billete sobre billete un depósito por tres días de alojamiento. No me quedó ni para una ginebra en la barra de algún bar del puerto.

Ya nada es igual, Nijinski.

15

Tres docenas de perchas en el armario de la habitación, y yo sin un traje decente que colgar. Condolido por mi aspecto, el botones se fue sin esperar propina.

Descorrí los pesados cortinados que cegaban el ventanal y ahí estaba el mar, catorce pisos más abajo, sereno y lúcido como un filósofo en ayunas a esa hora de la mañana. Poca gente en la playa, a pesar del día espléndido, barcas de pescadores volviendo al puerto y un carguero dibujado en el horizonte.

El baño parecía el camarín de una top model. Encendí sus infinitas luces, me miré al espejo de frente, de perfil y examiné mi nuca desde la visión del peluquero o del que dispara por la espalda. Después clavé los ojos en mis ojos y dije: ¿qué carajo estás haciendo aquí?

En la planta baja me informaron de que la convención de operadores turísticos se desarrollaba en un salón bautizado «Los Andes». No me fue fácil encontrarlo porque, bajo la superficie, esos hoteles para holgazanes con plata hierven de actividades que no agregan un centavo al producto bruto nacional: convenciones y congresos para cada gusto y necesidad se repartían en salas del tamaño de playas de estacionamiento, distribuidas por tres subsuelos. La gente que ama el turismo y trabaja hasta el agotamiento por fomentarlo en la Ar gentina se apiñaba en el segundo nivel, pasillo a la izquierda.

Frente a la puerta de ingreso a las salas estaba instalado un trío de chicas uniformadas con chaquetitas y minifalda azul, blusas blancas con transparencias. Mirándolas primero a una por una como lobo sin dientes que se relame frente al rebaño de ovejas clonadas, y disparando después al voleo como un cazador de patos con tortícolis, pregunté por la señora Victoria Zemeckis.

– La coordinadora del encuentro está en la sala -me sorprendió una de las chicas.

– Olvidó ponerse su credencial -me avisó otra.

Farfullé que la había dejado en la habitación mientras me palpaba con expresión de contrariedad, y entré diciéndoles que mi nombre era García, sin darles tiempo a ubicar un inevitable García en la larga lista de anotados. Después de todo, no me estaba colando en un recital de U2 ni de los Redonditos de Ricota: el único beneficio de entrar sin pagar a congresos y convenciones de lo que sea es ligar, a la hora del refrigerio, una o dos copas de champán o martini con saladitos.

Alguien que sabía cómo sacarle el jugo a las bellezas inexplotadas del sur estaba hablando adentro, e ilustraba su discurso con proyecciones de video y juegos de computadora. El auditorio parecía fascinado, aunque más de uno estuviera sacando cuentas en su calculadora después de enterarse, durante el breakfast, de la cotización más reciente de la cocaína en Frankfurt.

Mientras el experto en redescubrir las bellezas del sur argentino aconsejaba talar el diez por ciento del bosque de arrayanes para levantar un complejo cinco estrellas -cuya oferta principal sería reconciliar el turismo ecológico con el confort que exige el viajero tradicional-, llamé a una de las asistentes de sala que repartían y recogían papelitos con preguntas o comentarios de los concurrentes y le rogué que ubicara con urgencia a la señora Zemeckis. La chica se acercó a mí para no levantar la voz, turbándome con sus perfumes, su juventud y el tintinear de sus pulseras: no me reclamaba un beso sino que le dijera quién pregunta por la señora Zemeckis. «García», dije, abusando de mi provisoria identidad, «Secretaría de Turismo de la Nación». Solícita y embriagadora, meneando sus caderas en la penumbra, la asistente se fue y volvió seguida por una señora mayor, pelo recogido y tirante hacia atrás, traje sastre, poca pintura. La niña me señaló y la señora se acercó con profesional interés, en uso la sonrisa indicada por el catálogo para cuando se es reclamada en una reunión tan trascendente y por asuntos muy urgentes aunque todavía ignorados.

En esos momentos el conferencista introducía a un tal Jean Baptiste Sorel, de quien dijo que conocía la Patagonia como la palma de su mano francesa, y pensé en lo que se estaban perdiendo por no haber invitado al camionero que compartía el departamento pero no la cama con Gloria la Pe cosa: él sí podría haberles dado un preciso panorama del estado de relaciones entre la naturaleza y su depredador natural, el operador turístico.

Pero Zemeckis ya estaba frente a mí y con sonrisa número tres del catálogo me preguntó:

– ¿A quién representa el señor…?

– Al Chivo Robirosa -le dije, en un susurro gentil.

Palideció y pareció a punto de desvanecerse, como Blancanieves al morder la manzana envenenada por la bruja, ante el estupor impotente de los enanitos.

16

No hubo desmayo, sólo un pequeño revuelo al fondo del auditorio. Con la rapidez y diligencia con la que un tornado levanta la casa del granjero y se la lleva lejos de la granja, un par de gigantes me transportaron a mi habitación sin que mis pies rozaran el piso.

– La coordinadora comprobó que no está usted en ninguna lista, de modo que lo invitamos a visitar esta bella ciudad de Mar del Plata y dejarse de joder por allá abajo -dijeron después de apilar mis huesos sobre la cama y de retirarse, como antes el botones, sin esperar propina.

Pregonaba Almafuerte que no hay que darse por vencido ni vencido. Aceptar mi condición de derrotado habría sido como resignarse el burro a sus orejas sin el derecho a correr detrás de su bien ganada zanahoria. El nombre del Chivo Robirosa no despertaba buenos recuerdos, por lo menos en la señora Zemeckis. Quizás el triángulo veneciano estaba aún en carne viva y el fantasma del Rubio recorría los pasillos, él sí, con credencial de invitado al congreso de farsantes.

El sol siguió brillando generoso y decidí caminar un rato por la costa para aclarar mis pocas y vetustas ideas, ciertos conceptos singularmente abstractos que manipulo como nitroglicerina en la oscuridad de mi cerebro sobre cómo se ajustan, a su pesar, las piezas de algunos rompecabezas existenciales.

En el lobby del hotel me abordó un mensajero con un recado de Zemeckis: quería verme esa noche, si todavía estaba en Mar del Plata, o que la llamara desde donde me encontrase al 272715. Recordé la terminación de ese número para la quiniela que jugaría al día siguiente, en cuanto abandonase el Costa Feliz y recuperase parte de mis ahorros confiscados. Araca Victoria Zemeckis no era exactamente «la niña bonita», aunque debió ser una mina atractiva diez años antes, cuando brillaba en su propio firmamento y administraba sola sus riquezas. Ahora, en cambio, oficiaba de segundona de algún tallador más o menos fuerte, y se le notaban en la cara el resentimiento y la frustración de señora bien, obligada a calzarse delantal y cofia de mucama. Pero después de la natural sorpresa de toparse cara a cara con el portavoz de un muerto, la curiosidad parecía haber ganado la partida y estaba dispuesta a concederme audiencia, por lo menos telefónica.

Esto me estimuló a caminar por las playas repartiendo piropos y recogiendo graciosos comentarios femeninos como «viejo verde, baboso, grosero, por qué no vas a armar castillos de arena con tus nietos, decadente». Las mujeres ya no se turban ante los elogios masculinos, aunque provengan de un galán maduro que tiene el subconsciente alojado en la próstata. Contraatacan al requiebro con respuestas soeces, ladran como perras si el tipo no les gusta, diosas del lifting, muñecas recicladas. Las menos violentas y hasta dulces son las jovencitas, las que nadan por debajo de la línea de flotación de los veinte años. A ellas les causa mucha gracia y hasta ternura que un viejo las mire como a hembras, saben administrar el regocijo y el asco y, con el jugo de tomate de sus edipos, arman un cóctel a la vista de todo el mundo, en la playa y bajo el sol escandaloso de las dos de la tarde.

Una de esas pibas me tomó del brazo y caminó conmigo durante doscientos metros por las orillas de las playas de Punta Mogotes, «si vos y yo tuviéramos hijos, serían tus nietos y mis hermanos», dijo mientras miraba hacia la carpa donde una barra de amigos aplaudía su hazaña, vociferaban «volteátela, abuelo» y se pasaban de mano en mano las botellas de cerveza.

– Mi sexo es el recuerdo -le dije cuando ya nos separábamos al pie de una escollera-, amo lo que fui, más que a mí mismo y a tu cuerpo espléndido.

Me dio las gracias y un beso por haberle permitido acompañarme. Se fue corriendo y dejé de verla antes de que se transparentara en un pequeño huracán de arena y desapareciera entre la multitud que se lanzó a recoger ropa, bolsos y reposeras bajo un cielo ventrudo de tormenta. Con un hachazo de viento sur, el verano se derrumbó como un viejo árbol cansado.

Pasé todo el resto de la tarde viendo llover.

No da lo mismo la lluvia sobre un rancho que sobre un hotel cinco estrellas. En el rancho, el agua tamborilea en el techo de chapas y se descuelga por los aleros, repartida en pájaros traslúcidos de trino y figura fugaces. En el hotel de lujo, pega duro en la memoria y se estanca entre remordimientos.

Espectáculo deslucido el de la lluvia, desde esos lugares con categoría internacional: poco público siempre, nada que aplaudir.

17

Boca arriba en mi habitación de ciento veinte dólares por día me alcanzó la noche, fumando y haciendo zapping por los canales del mundo: policiales con cadáveres tan estropeados como el de Aristóteles Fabrizio, documentales y noticieros, la vida salvaje de las fieras en África y la de los hombres en todos los continentes. La tele muestra como si nada el espectáculo sin fin de la violencia y la ignorancia, la sociedad global y mediática es un mamut cuyo alimento balanceado son los pobres, los pterodáctilos vuelan sobre los corazones inermes de los que todavía rezan en vez de atacar y defenderse. Para colmo, no paraba de llover y el 272715 daba siempre ocupado.

Harto del zapping, decidí darme un paseo por aquella alfombrada metrópolis con aire acondicionado y salí a andar por los pasillos, como un velador nocturno. En la planta baja un tipo tocaba al piano música de películas premiadas con el Oscar, una pareja de ancianos miraba sin escuchar, alguien a mi derecha hablaba en inglés con su teléfono celular, la lluvia barría los ventanales y de vez en cuando se adivinaba la mancha negra y blanca de un taxi, nuevos pasajeros entraban en aquel mundo protegido y los botones se lanzaban como anticuerpos sobre sus equipajes.

Un cantor cirrótico, vaso de whisky en mano y la voz en cualquier lado menos en su garganta, se sumó al pianista para masticar y regurgitar la letra de una balada puro despedidas y desencuentros. El del celular terminó de hablar en inglés con nadie y se fue, pasando por entre el cantor y el pianista como si no existieran, la pareja de ancianos se adormecía. Desvié la vista de toda esa nada y me topé con la figura rotunda de Romeo Dubatti.

Podía ser otro, porque había cambiado mucho. Conservaba del Dubatti original la nariz de águila y una mirada acuosa de asesino serial o pastor metodista. Había sido compañero del Chivo en las inferiores del Hindú Club cuando el Chivo recién llegaba de Córdoba: mediocre jugador de rugby a quien una oportuna fractura de fémur le permitió retirarse y engordar sobre una cojera que se volvió crónica por falta de rehabilitación.

Además de echar panza y de perder el pelo, Dubatti había engordado también su cuenta bancaria. Entró en el Costa Feliz envuelto en un abrigo color crema pastelera, del brazo con una rubia alquilada, metro setenticinco, cintura de avispa y pechos de nodriza, pelo que se irradiaba como sol del veinticinco desde el óvalo rasante de un rostro inexpresivo y tonto de muñeca Barbie.

Después de que le quebraron la clavícula, el Chivo había andado muy cerca de Dubatti. Negocios, el Chivo con lo ganado como estrella del rugby profesional en Italia y Dubatti con su guita de quién sabe dónde. Un hueso roto los separó primero para después volver a juntarlos. «A la ovalada no la veía ni cuadrada, pero para la guita el crack es él», dijo alguna vez el Chivo, hablando de Dubatti al poco tiempo del reencuentro y antes de desaparecer en la galaxia de los poderosos.

Ahora estaba allí, en el Costa Feliz, con su figura estridente y una puta costosa y ordinaria. Era verano y tipos como ése son de los que doran sus inmundas panzas en Punta del Este, isla Margarita, Pinamar o Polinesia, playas en las que encalla la resaca de nuestra burguesía. Pero estaba en Mar del Plata, ciudad balnearia para trabajadores asalariados si queda alguno, decadente y bella y despreciada por los arribistas, y en un hotel pretencioso que, por salvar la temporada, debía aceptar que se celebrara en su edificio una junta de narcos disfrazados de operadores turísticos.

Algo me pareció tan estridente como su figura, el piloto que usaba y la rubia que lo acompañaba: Romeo Dubatti no había venido a tomar baños de mar.

18

En el 272715 atendió por fin la niña bonita en persona, Victoria Zemeckis ex Pinto Rivarola, Aracavictoria, el vértice femenino del triángulo veneciano.

– Si quiere hablar conmigo tiene que ser esta misma noche porque mañana usted se va de Mar del Plata -dijo sin respirar, con voz programada de operadora de la Telefó nica.

– Tengo tres días pagados en el hotel -me atajé.

– Tiene un solo día y a cargo de la organización del evento. Mañana le devuelven su depósito intacto. Y a volar.

No quise contradecirla sin por lo menos intentar sostener con ella un diálogo menos teñido de autoritarismo. Dijo que me esperaba en un boliche de la avenida Luro, frente a la terminal ferroviaria. Enviaría un coche para que no me mojara esperando el colectivo, prometió cuando le advertí que llovía a cántaros y no tenía un peso en el bolsillo.

– La cena en el hotel también está pagada -agregó-, aproveche a comer en un lugar digno mientras llega el coche.

No pude probar bocado, mi estómago rechazaba aquel alimento espurio. Menos prejuicioso, el hígado filtró complacido la botellita de riesling helado que me sirvieron con la comida.

Llegó el coche y cruzamos a moderada velocidad una Mar del Plata borrada por la lluvia: coloridas luces que se mezclaban como en una paleta, manchas fugaces de transeúntes rezagados, la avenida Luro desierta y, frente a la estación de trenes, el Turn Around Club.

Araca me recibió sin preámbulos en un despacho recubierto de madera oscura, lámpara de pie y velador sobre un escritorio con su pecé de rigor, monitores en las paredes laterales, control total, poder absoluto, por lo menos en aquella cueva.

– Es una expresión yanqui: turn around quiere decir algo así como darlo vuelta todo, poner el mundo patas para arriba.

– Curioso nombre para un dancing -comenté, recuperando un castellano de gardelito engominado.

– Esto no es «un dancing» -aclaró, torciendo la boca aquí se transa, se hacen negocios como en la bolsa de Hong Kong.

Me invitó a sentarme.

Bella mujer, pese a estar on line con los cincuenta. El traje sastre, y el pelo tirante y recogido en un rodetito, le daban aspecto varonil. Tal vez fuera lesbiana o se vistiera así porque actuaba en un mundo de hombres armados que por lo general disparan a la nuca.

– Al Chivo lo mataron por pelotudo -anunció-. Los mandaderos se arriesgan a caer bajo el fuego cruzado del negocio, él ya no tenía edad para pendejadas.

Se me quedó mirando, las pupilas dilatadas por la cocaína o la curiosidad. Que un gil se caiga por un lugar como ése preguntando por otro de su misma condición no debe ser cosa de todos los días.

– Pero era un buen tipo -se corrigió, como arrepentida-. Y en este país a la buena gente la aplastan, la trituran, se la comen cruda los caníbales que no andan precisamente en taparrabos esperando a Solís.

Hizo otra pausa. Ya sin esperanzas de que yo abriera la boca, pasó a las preguntas:

– ¿Cómo supo de mí?

Le conté de la agenda que el Chivo había transformado en una suerte de diario personal, le dije que por esos papeles sin orden aparente supe del Rubio.

Mencionarlo fue como oprimir enter en el teclado de la computadora: desplegó todo un programa archivado un montón de años antes, una memoria sin aplicación práctica que sin embargo la tiñó de tristeza, le aflojó la figura y las facciones, y mientras hablaba se soltó el pelo de un solo manotazo. Definió al Rubio como a un escombro que ella había recogido de la calle para llevárselo a su casa, una suerte de osito de peluche con pesadillas. Tenía seis años entonces, creció con ella. Y Araca no encontró otra forma de resolver su edipo que haciéndole un olímpico pagadios a los ancestrales tabúes.

– Sin culpas ni remordimientos de ninguna clase, Mareco. Alegar inocencia me pareció siempre un juego sucio de timadores que se disfrazan de buena gente. El Rubio creció en ese maremágnum, fue al colegio y en algún lado oyó hablar de incesto y aprendió a leer y escribir y a pensar, pero jamás se plantó ante mí para decirme sos una hija de puta.

Pensé que apenas si le habían alcanzado las fuerzas para colgarse de un puente. Araca no mencionó lo del suicidio, habló en cambio de la llegada del Chivo a su vida, de cómo ella lo cazó al vuelo en Roma, durante una salida del equipo, y se lo quedó un tiempo, haciéndole compartir el dichoso incesto que para ella se había vuelto una rutina.

– Al principio no entendía, pobre Chivo, un negrito del interior al que la guita le entraba más rápido que la experiencia. Se deslumbró conmigo, yo en esa época era Pinto Rivarola, prometí llevarlo a fiestas, presentarle gente de verdad, munición gruesa de esta sociedad y no la gilada de fogueo con la que se codeaba.

– Otro Rubio para su colección.

Asimiló mi comentario como un boxeador veterano al golpe bajo. Además era cierto, aunque las maneras de hacer encajar y coincidir realidades tan distintas necesiten siempre de un mecanismo tramposo.

– Terminó cogiéndoselo él también. «Para darte celos», me decía, pero a mí no me daban celos sino una plenitud extraordinaria. Nunca me sentí tan mujer como con ese par de bufarrones.

– Algo falló, sin embargo. Algo se quebró. De otra forma no se explica que uno se suicidara y el otro terminara muerto a tiros como un perro rabioso.

– No fue mi culpa, Mareco -dijo Araca después de un rato de demorarse en su infierno como quien examina cómo crecieron de un día a otro los geranios del balcón-. Yo no engañé nunca a nadie. La pasma conoce mi pasado mejor que mi sicoanalista, mi historia clínica es ese prontuario al que usted seguramente habrá tenido acceso para encontrarme aquí en Mar del Plata. ¿Quién le dio el dato? ¿Sánchez, Miglioranza, Belsito, Gargano?

– Gargano.

– «Tirofijo» Gargano. Casi tuve un hijo con él. Lo aborté. No soportaba llevar en la panza una cría de alcahuete con uniforme. Le importó tres carajos, de todos modos. Me dio doscientos pesos y me pidió que me borrara.

Sonó el teléfono y salió de aquella conversación terrible como si hubiera estado hablando del tiempo. Pareció alegrarse por el llamado, alguien a quien esperaba, de cuya presencia dependía, según lo que deduje de sus monosílabos, el cierre de alguna transacción importante. Tapó la bocina con la mano y me dijo que ya me había contado todo lo que había pensado decirme sobre el Chivo Robirosa, el remís estaba en la puerta esperándome y al otro día iría a buscarme al hotel para ponerme de patitas en el ómnibus a Buenos Aires.

– No es nadie -le dijo a su interlocutor en el teléfono-, una visita, ya se está yendo.

Me incorporé despacio. No tuve que exagerar la parsimonia porque la humedad había hecho estragos en mis articulaciones. Caminé hasta la puerta del despacho.

– Saludos a Dubatti -dije por puro pálpito, otro golpe bajo en la despedida. Como el boxeador que, a modo de saludo, pega en los huevos cuando ya sonó la campana.

19

Mientras volvíamos a cruzar la ciudad fantasma en que el temporal había convertido a Mar del Plata, el chofer recibió un llamado por el teléfono celular. Respondió con monosílabos y protestó sordamente, no pareció gustarle lo que le pedían y cortó de mal humor.

– Este trabajo es ingrato -dijo-, usted me había caído bien, pese a ser taxista en Buenos Aires, donde a los chóferes que no son del gremio no los quieren ni pintados. Pero ahora tengo que dejarlo aquí.

Le aclaré que, si era por la vieja rivalidad entre taxis y coches, yo pensaba que todos tenemos derecho a trabajar, y el pasajero, a elegir el auto que más le guste. Pero no hubo caso. Detuvo el coche en la explanada junto a los balnearios de La Perla, bonito lugar en un día de sol pero, en noches de tormenta, lo más desprotegido que pueda ofrecer la ciudad de los alfajores Havanna.

– Lo lamento, compañero. Si no obedezco, me quitan el auto y el laburo.

– Pero…

– Abajo.

Empujada por un viento que no quitaba el pie del acelerador, la lluvia me envolvió apenas bajé como las olas a una almeja. El remís se perdió hacia el centro y desde la dirección opuesta apareció, milagrosamente, un taxi con cartelito de «libre». Con el aguacero obligándome a entrecerrar los ojos no alcancé a ver que el taxista, que tan gentilmente arrimaba el coche a la vereda, venía acompañado.

Por eso me sorprendió el primer balazo, la explosión a pocos centímetros de mi tórax, en plena columna del alumbrado público. Después, supongo, una y otra lluvia confundieron sus resonancias, pero no me detuve a intentar discriminar cuál era de agua y cuál de balas. Salté el murallón de la costanera como jamás lo habría hecho ni con cuarenta años menos, mi afición por el deporte no pasa de mirar algún partido de fútbol por la tele, nunca comprometí mi físico en una sola clase de gimnasia. Del otro lado había por lo menos tres metros de vacío, no me rompí el cuello porque caí parado y un revolcón en la arena, aunque húmeda, siempre es más benévolo que rodar sobre un acantilado, si uno piensa mandarse de cabeza sin otro cálculo que la imperiosa necesidad de salvar el pellejo. Creí que no lo lograría, pese a mis buenos reflejos. Los animosos pasajeros del taxi bajaron y vaciaron literalmente los cargadores desde el murallón, como agentes de Fidel en una playa de Cuba donde estuviera desembarcando una expedición de gusanos de Miami. Por suerte tiraban a ciegas, la lluvia era tan intensa que me borró de sus miras probablemente infrarrojas y me dio tiempo a tomar un saludable baño de mar.

El agua estaba helada y el mar revuelto tiraba para adentro, invitándome a compartir la posteridad con Alfonsina Storni. Me dejé llevar como un pez y aparecí detrás de una escollera, dibujada ante mí por el resplandor de unos enormes carteles luminosos de Pepsi Cola. Puedo decir que esa publicidad salvó mi vida y, de ser un tipo agradecido, debí haber abandonado el whisky para consumir nada más que esa fucking gaseosa.

Una ola me arrojó contra uno de los pilotes de la escollera y a él me abracé hasta que mi corazón, ayudado por la temperatura del agua, frenó su galope. El mismo resplandor del cartel de Pepsi me permitió identificar la sombra de una escalera y, como en ese lugar el agua estaba tranquila, no tuve problemas en alcanzarla y subir.

El portero de turno en el Costa Feliz no me dejó entrar. Mi aspecto no ayudaba a ganar la confianza de nadie, debo reconocerlo: trabó la puerta giratoria y me obligó a esperar a la intemperie -para colmo ya casi no llovía, lo que hacía más difícil justificar mi estado- hasta verificar mi identidad en la conserjería. Después vendrían las disculpas y las atenciones dignas de un príncipe destronado, pero no pude disfrutarlas porque me obsesionaba encontrar la forma de desaparecer de aquel peligroso escenario sin abandonar el asunto que me había llevado hasta allí.

Quise atrancar la puerta de mi habitación con algún mueble pero todos estaban como clavados al piso. Debían temer que, por quedarse con un recuerdo del hotel, algún pasajero se tentara con llevarse la cama o la bonita cómoda en la valija. Eché el cerrojo y prendí la tele. Dormí de a ratos, haciendo zapping cada vez que un ruido afuera me sobresaltaba y abría los ojos. Cuando empezó a amanecer, ya la tormenta era apenas una línea de sombra demorando al sol en el horizonte.

En la tele estaban dando el replay de un programa de cocina norteamericana: turno de la repostería, una impresionante torta de cumpleaños rellena con bellotas y crema de leche de castor, y recubierta con chocolate dietético. El zapping me paseó por una película yugoslava, un noticiero de la CNN y un canal equis equis donde se veía, sobre una cama grande como la pista de un circo, un revoltijo de rojizas desnudeces transpiradas que a esa hora temprana me cayeron como desayunar tocino con huevos fritos.

Hora de hacer pis y de pedir refuerzos. Como quien estrella contra una pared la botella de whisky que se bajó durante toda la noche, apagué por fin la televisión.

20

– Ni se te ocurra denunciar a nadie -fue lo primero que dijo Gargano después de putear por escuchar mi voz en ayunas-. Los mismos que te cagaron a tiros terminan a esta hora el turno noche en alguna comisaría de por ahí a la vuelta. Esto te pasa por jugarla de Dick Tracy cuando no te da el cuero ni para una versión geriátrica de Rolando Rivas.

– El Chivo y Dubatti estuvieron muy cerca uno del otro, en algún momento de sus vidas.

– No sé quién es hoy el tal Dubatti, Mareco. Voy a tratar de averiguarlo. Pero nadie parece haber ido a ese hotel para una fiesta de quince. Pagá la cuenta, si podés, y volá.

Le comenté que la cuenta estaba pagada y que a él le decían Tirofijo, lo que le provocó una risa asmática que sonó como frituras en la línea.

– Las hembras del hampa viven de leyendas, ya no soy el que era. Todavía cargo por izquierda pero no porque me lo exijan los tiroteos sino por pura costumbre -dijo Gargano con sincera nostalgia.

Bajé a desayunar antes de irme. Me enteré de que no quedaban turistas en el Costa Feliz, pese a estar en plena temporada. Los organizadores del simposio o lo que fuera habían reservado para ese día casi todo el hotel, aunque sólo ocupaban el veinte por ciento de las habitaciones.

– Razones de seguridad -explicó el conserje cuando recuperé mi depósito en efectivo y estuve en condiciones de ser generoso con sus indiscreciones. Pero no supo o no quiso decirme por qué una reunión de operadores turísticos demandaba tanta seguridad. Si lo sabía, los diez pesos que me había confiscado debieron parecerle insuficientes. Decidió ensayar una explicación sociológica-: El Costa Feliz privilegia esta clase de eventos porque trabaja todo el año con ellos -me instruyó por la misma plata, como un taxista aburrido que decide darle charla al pasajero-, si fuera por los turistas muertos de hambre que vienen a Mar del Plata en verano, este prestigioso establecimiento cerraría sus puertas.

– ¿Quiénes son ésos?

Señalé a unos flacos pelilargos que pasaron arrastrando los pies rumbo al salón del desayuno.

– Rockeros -dijo con desprecio-. Actúan esta noche al aire libre, si no llueve, en la explanada que separa el Casino del hotel Provincial. Les paga el gobierno de la provincia. Quieren que la juventud vuelva a Mar del Plata. Guita tirada, ésta es una ciudad de viejos y de gángsteres.

Encontré a Dubatti en el comedor, en la mesa contigua a la de los rockeros. Lucía un patético conjunto de jogging, zapatillas Nike y la rubia, que debió haber dormido con pintura, joyas y tacones altos puestos porque apestaba como los camiones en el puerto, como todo aquel asunto que se cocinaba a la vista de todos y sin que nadie se diera por enterado.

Notorio a la luz rasante del sol que entraba por los ventanales, un halo de moscas revoloteaba sobre ellos, anticipándose a la putrefacción de los cuerpos.

Los rockeros hablaban a gritos como mujeres en un vestuario. Habían desplegado unas partituras entre las tazas de café con leche y los vasos de jugo de naranja. «Yo entro recién acá -dijo uno, marcando con birome el lugar del pentagrama que se había reservado-, y después arranca Pedernera a calentar la plaza.» Pedernera golpeaba la mesa con las palmas sin darle bola a los demás, que ahora discutían cuál sería el tema indicado para levantar los ánimos del recital. El gobierno de la provincia le pagaba a ese grupo de terroristas de la música para que la juventud volviera a preferir Mar del Plata para sus alegres vacaciones: Megainfierno, se llamaba, y Pedernera el baterista golpeaba la mesa al compás de la discusión de sus compañeros. «¿Quién controla a los loquitos?», preguntó uno, el más veterano, tal vez el líder de la banda, y como en un libreto en el que cada movimiento está previsto, Dubatti se levantó de su mesa y se presentó.

No me reconoció. En realidad, ni reparó en mí. Si hubiera sido rencoroso, podría haberlo liquidado ahí mismo, en el salón de desayunos del Costa Feliz, pero no soy asesino, no sé manejar armas ni me interesaba tomar como una cuestión personal las decisiones administrativas de un pistolero. Gargano me confirmaría más tarde lo que creí escuchar en ese momento: que Dubatti era el secretario privado del gobernador. Burrumbumbún, golpeó la mesa Pedernera, en cuanto los de Megainfierno se enteraron por Dubatti de que un grupo de élite de la policía provincial sería el encargado de identificar a los drogones, clasificarlos y echarlos a patadas de la ciudad. El líder de la banda aprobó el anuncio levantando su pulgar derecho y hubo aplauso cerrado, anticipo del seguro éxito del recital.

Es extraño estar sentado frente a un tipo que, apenas unas horas antes, ordenó que nos cocinaran a balazos. A la luz del día, Romeo Dubatti se veía como un pelafustán casi simpático, ganándose la voluntad de aquellos rebeldes a sueldo de las grabadoras cuyo hit en esos momentos era el tema Maten al viejo perro policía.

Apenas salí y antes de llegar siquiera a la puerta de calle del Turn Around Club, Araca debió decirle por teléfono a Dubatti: «El que acaba de irse tiene cara de pelotudo pero es un tipo peligroso, por ser amigo del Chivo y de Tirofijo Gargano, y porque encima te conoce y sabe ahora que el secretario privado del gobernador se telefonea amistosamente con la madama que tiene en Mar del Plata el franchising del Cartel de Cali».

Malentendidos que, como señales de tránsito, nos indican el camino más directo hacia la tumba. El Chivo debió morir por ellos, además de por estar en el lugar equivocado. Pero a esa altura, y mientras mi creciente congestión bronquial era la prueba palpable de que la incursión marina no me había salido gratis, decidí que no pararía hasta averiguar quién le bajó el pulgar al que alguna vez había sido la estrella sudamericana del rugby italiano. No por afán de justicia, no soy el enmascarado solitario y no me avergüenza rendirme incondicionalmente al primer disparo. Pero quería saber por qué, qué había pasado para que el Chivo se transformara en lo que terminó siendo. Araca y el Rubio tuvieron su parte, no me cabían dudas, pero esa ensalada de perversiones no era suficiente para que un tipo como él se dejara tumbar desde allá arriba sin paracaídas.

Aprovechando el poco celo de la mucama que limpiaba en ese momento el baño, me filtré en la habitación de Dubatti y me escondí en el ropero hasta que la empleada terminó su tarea. Dubatti y su rubia para armar corrían seguramente por la playa, dando ejemplo de vida saludable: revisé cajones y equipaje. Encontré una agenda Morgan del tamaño de un cuaderno de clase de escuela primaria, con tapas de cuero y el nombre «Romeo Dubatti» estampado en oro. Sobre el escritorio de la suite había un teléfono celular que sonaba a cada rato con una chicharra ahogada, un set de maquillaje y una caja con pelucas para que la Barbie pudiera elegir con qué cabellera bajaría al baile de cierre de la convención, que se celebraba esa noche en el hotel.

Me pregunté en qué momento se le despierta a uno la pasión por coleccionar chucherías: cajas de fósforos, estampillas postales o agendas de otros. Aquélla era una oportunidad como cualquiera para empezar. Los fósforos y los sellos postales van cayendo en desuso, y aunque hay agendas electrónicas muy completas y serviciales, no reemplazan todavía a las tradicionales como no puede cambiarse por una pantalla de computadora la sensación de mascota cariñosa y culta que nos proporciona llevar un buen libro bajo el sobaco. Guardé la agenda en mi bolso y abandoné el Costa Feliz por la puerta grande, antes de que Dubatti y su muñeca inflable volvieran del ejercicio aeróbico.

Irme ya mismo de la ciudad parecía una opción tan saludable como correr por la costa en jogging y zapatillas respirando hondo el aire de mar y admirando el culo de las señoritas que sobrepasan a los carcamanes por la vía rápida. Pero abandonar aquel escenario me pareció una deserción. Había una historia, que yo no había escrito y que ni siquiera me tenía como personaje secundario, pero cuya trama y desenlace me atraían ya casi morbosamente. Una historia con algún capítulo que se había desarrollado en Mar del Plata, y que había terminado con la vida de un buen amigo, después de que él mismo -debo reconocerlo- se tomara el trabajo de prepararse para morir.