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SEGUNDA PARTE . Horas extras

21

Para no exhibirme en las playas marplatenses me fui a Miramar, balneario ubicado cuarenta kilómetros al sur que vende sus encantos turísticos con el eslogan «La ciudad de los niños», aunque las caras que abundaban por allí ese día no eran precisamente infantiles. A las once de la mañana había llegado a Mar del Plata y se había instalado en Chapadmalal, muy cerca de Miramar, el gobernador de la provincia. Y a las ocho de la noche estaba anunciado el arribo del presidente. Demasiada presencia oficial para el baile de cenicienta de una sencilla convención de operadores de turismo.

– ¿En qué te metiste, Mareco? Volvé a manejar tu taxi o te vamos a tener que llorar con lágrimas de cocodrilo en la próxima cena de ex alumnos -dijo Gargano cuando pude ubicarlo por teléfono al mediodía, aunque de inmediato me pidió que no me moviera de Miramar, que lo esperara, tenía dos días de franco y no se los quería arruinar saliendo en Buenos Aires con una viuda de cincuenta que pretendía, desde hacía meses, casarse con él de blanco y por iglesia.

Nos encontramos a las cinco de la tarde, en una playa del centro de Miramar, shorcitos de baño y chanclas, muy elegantes los dos como bañistas ocasionales de un contingente de jubilados.

– La Federal es una picadora de carne -dijo a modo de saludo-. Demasiadas presiones, la democracia es un carnaval, a la gente la engrupe el periodismo charlatán y les hace creer que se puede combatir al delito haciéndole la pelota a los ladrones para que se porten bien, mientras los políticos hablan gansadas para ganarse el voto de los no violentos que en esta sociedad de cornudos ahora parece que son mayoría. Hasta el gil que se marea cuando le sacan dos gotas de sangre cree saber más que uno, que anda metido hasta el cuello y de sol a sol en esta cloaca.

No había venido a exponer su disconformidad con el sistema, pero aprovechó para hacer catarsis mientras nos remojábamos los juanetes caminando por la orilla, disfrutando de la tarde soleada y apacible, «pocas minas que valgan la pena, che, demasiado pendejo quilombero» fue su descripción de los encantos de Miramar, mientras resoplaba como un hipopótamo. Los rollos de grasa que colgaban de su abdomen podían ocultar una sobaquera con pistola Halcón y cargador completo de repuesto.

Pronto habría elecciones para renovar parlamentos. La presencia de tanta autoridad en Mar del Plata era explicada por la prensa como parte de la campaña política, todo el mundo iba a donde veraneaban las multitudes para ser televisado y fotografiado, y repetir los discursos y las diatribas que el pueblo escucha desde que se despierta cada mañana y enciende la radio, hasta después del polvo exhausto con que los más afortunados cierran su día productivo, o de los buches con que otros se limpian la boca y alivian los estragos de sus dentaduras postizas.

– Pero este desfile de modelos tiene razones que no figuran en ningún catálogo -dijo Gargano cuando paramos a tomar un martini en un barcito sobre la playa.

– No me interesa ver cómo los fantoches juegan a las esquinitas y a la silla, Gargano. Ya tuve suficiente con esos Pérez García de la mafia que representaron en el cine Marlon Brando y el Beto De Niro. Lo único que quisiera saber es quién contrató al travesti cojo que mató al Chivo y por qué lo hizo, por qué el Chivo terminó ahí en el fondo cuando antes lo había tenido todo, guita, fama, minas, amigos.

– Amigos no, Mareco. Sos un vulgar tachero, nunca descollaste en nada y estoy seguro de que hasta tus hijos se olvidan de tu cara si no los ves seguido. Pero si hubieras sido un chabón exitoso como el Chivo, si hubieras sido alguna vez importante o conocido, te habrías dado cuenta de que los amigos se esfuman cuando las cosas te van bien, no lo soportan. Y aparece a tu alrededor la fauna del éxito, la ladilla del poder, y vos agarrás lo que tenés a mano pero quisieras que los otros, los que te querían cuando eras una ratita miserable, no fueran tan hijos de puta y te llamaran alguna vez para decirte «me la banco, che, me gusta de verdad que te vaya bien, que vivas en una mansión con tan buenas minas y las saques a pasear en autos caros, me gusta de verdad que la vida te sonría, no me importa nada vivir en el mismo dos ambientes con la misma mujer desde hace treinta años, venite esta tarde con esa puta espléndida con la que te vi en la tele el otro día y tomamos unos mates en el balcón».

– Hablás como si a vos te hubiera pasado, como si también hubieras sido famoso.

– Soy poli, acordate. Me mandan a juntar la mierda mientras la gente decente frunce la nariz y mira para otro lado. No puedo hacerme el boludo. Si me distraigo, me la dan.

Estaba bien, el martini. La playa, que de a poco se iba vaciando. La espuma de las olas sobre el azul intenso que a esa hora mostraba el mar, las gaviotas revoloteando en la orilla, el boliche con una lámpara que, como un samovar, servía su luz tibia sobre el mostrador, la voz de Joao Gilberto en los parlantes haciéndome creer que aquello podría ser Río o Bahía y no Miramar la ciudad de los niños.

Gargano Daniel se había convertido en una especie de filósofo federal, un poli reciclado que encontraba, a su edad y a esa hora de la tarde, el momento propicio para empezar a inventariar las miserias que durante tantos años lo habían mantenido ocupado a tiempo completo con obra social y descuentos jubilatorios. Pero ya tendríamos tiempo para reflexionar sobre por qué cada uno toma el destino con sus manos y lo quiebra como a una copa de champán cuando se descubre el engaño, la farsa esencial, cuando se confirma la sospecha de que los naipes están marcados aunque talle la Divina Providencia.

Ya eran las seis y media de la tarde y Gargano, además de su gaseosa melancolía, había traído un plan. Para qué, es lo de menos. Siempre es recomendable tener un plan, algo estructurado, un itinerario más o menos definido para las siguientes cuatro o cinco horas de nuestras vidas. No importa si ese plan es bueno, como da lo mismo que sea el hombro de un amigo o el de un desconocido el que usa el borracho para apoyarse, poder salir del boliche y acostarse en la vereda.

Me dio algo de tristeza dejar aquel barcito. Ahora cantaba María Creuza y en un rincón, arrullada por un musculoso de gimnasio a tiempo completo, una linda piba de menos de veinte me hizo acordar de otra mina bonita como ella que me abandonó hace treinta años. No es necesario llegar a viejo para descubrir que la felicidad es un barco que vemos pasar a lo lejos.

Hablo de náufragos, claro. De tipos que, como yo, esperan en la orilla. Aguzando la vista al atardecer para no perderse, sobre el horizonte, el desfile en escuadra de sus espejismos.

22

El plan de Jonathan Harker para liquidar a Drácula -hacerse contratar como bibliotecario y dormir en su propio castillo de Transilvania para clavarle la estaca en cuanto lo encontrase distraído- no era más descabellado que el de Gargano.

– Pero estoy recontrapodrido de que todo el mundo crea que somos la escoria de una sociedad de angelitos. Los políticos nos usan: nos dan de comer con una mano y nos cagan con la otra. Hay que desenmascararlos.

– A mí no me preocupan los políticos, me preocupa Dubatti: nadie lo conoce pero fijate la vida que lleva.

– Papá averiguó bastante sobre ese miserable, Mareco.

Volvíamos a Mar del Plata en el auto que Gargano había alquilado a su cargo en el aeropuerto. «Esta misión no es oficial -me recordó-, los gastos corren por mi cuenta.» Manejaba despacio y pegado a la banquina mientras me contaba de Dubatti Romeo Manuel. Casado con una minita de familia patricia, Felicitas Solari Colombres, tres hijos, todos educados en colegios de por lo menos mil mangos mensuales y enviados después a Harvard, a Columbia, a Yale.

– Dubatti se trepó al jumbo oficial después de quebrar tres sociedades importadoras, a lo largo del injustamente desacreditado proceso de reorganización nacional y el desgobierno de la sinagoga radical. Pedía créditos sobre créditos y los garantes siempre a la lona, se mudó de barrio y hasta de ciudad por lo menos seis veces, y siempre algún funcionario de segunda línea le sacaba las papas del fuego. Pero el batacazo lo dio con el peronismo islámico de Menem.

– ¿Y Felicitas?

– En la lona desde que nació. La familia tuvo ingenios en Tucumán y Salta. Cuando se los cerró Krieger Vasena, durante el virreinato de Onganía en la década del sesenta, recibieron mucha guita. Pero los herederos la desparramaron al viento como a los restos de Mariano Moreno muerto en alta mar.

– Ese fue otro crimen impune -apunté, recordando la dudosa muerte del prócer.

– Si hubiese existido entonces la Federal, nos lo habrían cargado a la cuenta -rumió Gargano, amargo-. En cuanto Dubatti pisó fuerte, puso a Felicitas fuera de borda y se dedicó al puterío.

No me sorprendió el currículum de Dubatti. Después de viajar de polizón en las bodegas del poder se había pasado, sin respetar el escalafón, a la clase ejecutiva. Claro que todavía de camarero, sin fotos en los diarios ni declaraciones porque sencillamente no era nadie, no tenía cargos políticos y su único mérito parecía ser haberse granjeado la confianza de un gobernador.

– Sin embargo tiene gente dispuesta a obedecer sus caprichos -dije, recordándole a Gargano el fulminante operativo con el que la noche anterior había intentado alimentar tiburones con mis vísceras.

– La tiene -me confirmó, mientras con una mano aferraba el volante y con la otra sostenía el celular por el que hablaba con la amante cincuentona que quería casarse de blanco por iglesia. Después de avisarle que esa noche no lo esperara a dormir porque tenía un procedimiento, volvió a ocuparse de Dubatti-. La tiene -repitió, como quien despierta de un mal sueño-, aunque mucho de ese poder que cree propio no le pertenezca.

Ahora figuraba como director general de una importantísima empresa fantasma dedicada en los papeles a la construcción, pero que en toda su trayectoria comercial de cuatro años no había edificado ni un chalecito en González Catán.

– Sin embargo maneja un capital de varios ceros a la derecha, se presenta en licitaciones oficiales que invariablemente pierde, y sigue en pie.

– Dubatti parece un especialista en enriquecerse perdiéndolo todo -dije.

– No es especialista en nada, es un lacayo, un amanuense, un testaferro de lavaderos.

– ¿Lavaderos?

– De dólares, Mareco. Guita sucia que hay que enjabonar, enjuagar y centrifugar para que circule inmaculada como el guardapolvos de un colegial el primer día de clase.

– Pero la guita siempre está sucia -advertí, con el tono admonitorio de un monje de trasnoche.

– Seguís siendo un bolche repulsivo -dijo Gargano después de examinarme como a un escarabajo-. Te salva que se cayó el muro y ya no jodés a nadie. Y te soporto porque estamos juntos en esto. Cuando se acabe, vía. Cada uno por su lado.

Me conmovió la declaración de amor policial. Jamás en la secundaria nos hubiéramos imaginado que la vida nos daría, ya maduros, aquella chance de jugar un picadito juntos contra el hampa. Nos reímos del asco que todavía nos dábamos uno al otro, obligados a aquella promiscua convivencia.

Detrás de una curva, Mar del Plata se nos apareció flotando en la neblina con sus primeras luces.

– Habrá una conferencia de prensa -anunció Gargano, de nuevo sombrío, como si la visión de la ciudad lo hubiera desencajado-. Tengo buenos contactos aquí. También vendrán periodistas de Buenos Aires, y hasta noteros de la televisión: les prometí carne fresca, titulares.

– ¿Quién va a dar esa conferencia?

– Yo.

No me animé a preguntarle con qué carne iría a saciar a los buitres que había convocado. A lo mejor estaba en manos de un loco. Pero a nadie se le ocurre indagar por los antecedentes clínicos del piloto en pleno vuelo. Si se duda de su idoneidad, mejor tomarse un valium, un vaso de whisky, ajustarse el cinturón y a mirar la película hasta que se corte.

23

Gargano no contó con que a las ocho de la noche llegaba el presidente. La conferencia de prensa en la que haría sus espectaculares revelaciones era a las nueve, pero en el saloncito del hotel Provincial que a esa hora deberían haber colmado los representantes del cuarto poder estábamos Gargano, un ordenanza y yo.

– Hay que tener paciencia -dijo mientras se mandaba al buche unos canapés de atún, dispuestos en una mesa larga junto a la pared. Me explicó con la boca llena que los costos de esa pequeña fiesta sin invitados los pasaría a fin de mes como gastos de representación, si la cosa salía bien.

– ¿Y si sale mal?

– Don't worry be happy. Nos matan a los dos y este minibanquete lo paga Jesucristo por caja chica.

A las nueve y media apareció el primer reportero, un veterano cronista de turf con el que Gargano se abrazó como San Martín con Bolívar en Guayaquil. El burrero había sido poli en la Bonaerense hasta que, durante la dictadura, lo dieron de baja «por negarse a torturar perejiles», según la versión de Gargano, aunque por el aspecto sombrío de aquel sujeto deduje que la baja debió obedecer a razones menos altruistas. El caso es que ahora escribía sobre su viejo amor, los burros, para diarios de Mar del Plata y de Bahía Blanca, y de lo que fuese que sucediera en la costa «para un diario de Rosario y otro de La Plata», dijo sin aclarar de qué pasquines se trataba.

A las diez menos cuarto aparecieron otros dos periodistas, una cronista con minifaldas de cuero y un par de fotógrafos que sin preparar sus máquinas se fueron de cabeza a los canapés. Esa multitud era todo el cuarto poder que los contactos de Gargano habían logrado reunir en el saloncito del Provincial.

Con voz pausada y después de conseguir, no sin esfuerzo, que los periodistas dejaran de comer y beber, y le dieran bola, Gargano anunció sin más preámbulos que lo que aparecía a la luz pública en el hotel Costa Feliz como una amable e interesante convención de operadores turísticos era, en realidad, una junta de narcotraficantes, una reunión mafiosa en la que, por debajo de la mesa, se estaban discutiendo porciones de mercado, abastecimiento y renovación de las redes de distribución. ¿Qué pruebas tenía? «Si tuviera pruebas no estaría aquí pagándoles el cóctel, estaría con un juez federal y al frente de una comisión de por lo menos cien hombres armados rodeando el Costa Feliz», le respondió a la cronista, a la que le faltaban manos para tomar apuntes y estirarse la mini de cuero que insistía en subírsele hasta la ingle. Lo que sí tenía Gargano según Gargano eran versiones de buena fuente, que por supuesto no podía revelar: pronto habría fuertes inversiones para renovar la flota pesquera que operaba con base en Mar del Plata. ¿Qué significaba «pronto» para él? Tres meses, seis quizás, seguro que menos de un año. ¿Y qué tenía de malo que hubiesen inversiones?

– Señor periodista, en la vida no hay nada bueno ni malo por sí mismo sino que todo se hace en la persecución de determinados fines -embrolló Gargano al preguntón de turno.

Los fines determinados serían en este caso quitar del medio hasta al último bisnieto de los antiguos artesanos de la pesca que todavía se internaban con sus barquitos de papel persiguiendo a las merluzas: para indemnizarlos les comprarían a buen precio toda esa chatarra pintarrajeada y convertirían a la Perla del Atlántico en un puerto de aguas profundas, apto para que recalase en él todo tipo de barcos factoría. Una importante inversión que promovería la actividad pesquera de altura, transformaría la zona portuaria valorizando las propiedades y reciclaría como empleados a los pescadores más jóvenes que se resistieran a alejarse del mar. ¿Pero por qué hablaba de inversiones un poli y no el ministro de Economía?

– Fijate dónde está la puerta de emergencia, salí con disimulo y esperame en el auto con el motor en marcha -me dijo despegando los labios menos que un ventrílocuo.

Creí que se le había subido a la cabeza la mezcla del martini que habíamos tomado en Miramar con el whisky nacional que se había servido unos minutos antes de la conferencia de prensa, pero una mirada torva subrayó con silenciosa ferocidad su murmullo y me convenció de que estaba en sus cabales. Acababa de entrar un tipo vestido como un clon de ejecutivo y comboi, armado con un kit importado de Taiwan: pantalón bordó, saco amarillo, camisa azul y corbata oscura, quizás negra, con sombrero tejano y botas con herrajes que hicieron clank al pararse con las piernas bien abiertas tapando la salida principal, como frente a las puertas batientes de un «saloon» en Toombstone, Arizona.

Manoteé el celular del que Gargano no se despegaba ni para mear y, simulando que recibía una llamada, me levanté y caminé, hablando con nadie, hasta la puerta de emergencia, mientras Gargano me miraba de reojo como si le hubiera quitado el arma reglamentaria y explicaba a los noteros que los que menos saben de economía son los ministros de Economía, y que detrás de toda gran inversión que surge de la noche a la mañana siempre hay una transacción, regla de oro que a lo mejor ignoran los Chicagoboys pero jamás un poli: «el mismo síndrome del chorrito de la villa que un día aparece en una cupé con una rubia y tomando champán», dijo en su salsa, y añadió hasta donde pude escucharlo que en las redes de algunos de los pesqueros que tendrían acceso libre al puerto futurista de Mar del Plata no habría solamente corvina, mero y cornalitos.

Por mi parte, desemboqué en un pasillo solitario que me dio un poco de aprensión. Lo recorrí íntegro pero todas las puertas que daban a él estaban cerradas con llave. Tuve que volver sobre mis pasos y entrar otra vez en el saloncito, Gargano me miró con helada indiferencia cuando le devolví su celular y encaré hacia la puerta grande, en medio de un silencio pesado en el que se adivinaba la incredulidad con que los cronistas habían recibido las escandalosas revelaciones del comisario. El comboi atravesado en la puerta no se corrió ni un centímetro para dejarme pasar, tuve que sortear su pierna derecha como una valla de madera y sentí el olor a aceite quemado que despedían sus articulaciones de Schwarzenegger en cortocircuito. En todo el trayecto hasta la playa de estacionamiento esperé con cristiana resignación a que me interceptara algún gorila adicional y me volteara de un bife o de un balazo, pero nadie se interpuso en mi camino.

Subí al coche de Gargano, puse el motor en marcha y encendí la radio. El gobernador declaraba en ese instante que el turismo es la revolución industrial de los países que no tienen industria, sentencia que me pareció por lo menos extraña porque la Argentina alguna vez supo fabricar algo, además de decepción. Un turista yanqui, un alemán o un japonés trae dólares más frescos que los que aportan una vaca o una tonelada de trigo y no dependen de los precios internacionales, abundó el gobernador sin aclarar que los dólares en los que muchos pensaban estaban más sucios que frescos. Imaginé a Dubatti cerca del gobernador, con cara de yo no entiendo de qué hablan y pensando quién será el hijo de puta que me robó la agenda de la habitación.

Gargano llegó transpirado y jadeando como si terminara de correr los mil metros libres.

– Pido periodistas y me mandan alcahuetes. Arrancá, qué carajo esperás.

Paseamos por Mar del Plata respetando los semáforos y la prioridad de paso de los peatones. Más tranquilo, explicó que el vaquero de la puerta era hombre del Croata Pasich, comisario del partido bonaerense de La Matanza al que llamaban «IVA generalizado» porque por sus redes no pasaba ni el humo de un porro que antes no hubiera dejado el veinte por ciento de su precio a consumidor final.

– Cuando los manda de civil, viste a su tropa de comboyes porque él mismo se cree una especie de John Wayne.

– John Wayne era fascista -recordó mi vieja cultura de adicto a las matinés de barrio.

– Wayne era el Che Guevara, al lado del Croata Pasich -me corrigió Gargano-. ¡Pero mirá qué lindas hembras hay en Mar del Plata!

Cruzaba la bocacalle una morena espléndida, perfecta. Le hice guiños con las luces y le toqué bocina, pero Gargano me bajó de mi entusiasmo adolescente.

– La presencia de ese matón disfrazado fue un aviso -dijo, olvidado de la morocha que se perdió entre el gentío-: si no bajamos el perfil, nos espera un tiro en la cabeza a cada uno.

Consiguió ponerme nervioso. Antes de que cambiara la luz, arranqué como si nos persiguieran.

– ¿Qué hacés? ¡Respetá las señales de tránsito o te pongo una multa!

Aceleré por la avenida Colón, hacia la costa.

– Me vuelvo a Buenos Aires -protesté.

– Hacé lo que quieras, taxista, pero antes dejame en el Costa Feliz. Tengo ganas de bailar esta noche con los ricos y famosos.

24

Ahora quedaba claro. Gargano estaba más loco que Jonathan Harker, Drácula lo iba a morder cuando se quedara sin doncellas y el avión se caía en picada con su nariz apuntando al centro de la tierra. Y yo, mirando la película.

Sin embargo mi prioridad seguía siendo averiguar lo que le había pasado al Chivo, aunque a Gargano le importara más quitarles los antifaces a bandas de narcos vestidos, para la ocasión, de empresarios, y asociados con figuras estelares de la política. Allá él si quería morir en acción y ser ascendido post mortem a comisario general o jefe de alguna división swat operando en ultratumba. Los hijos no iban a llorarlo y sus ex mujeres probablemente reunirían la plata de sus pensiones y pondrían una fundación para ayudar a los adolescentes sin inteligencia a no dejarse captar por la escuela de policía.

Lo dejé en la puerta de su baile de mascaritas, eran las once de la noche y prometí pasar a buscarlo dos horas más tarde para volver juntos a Buenos Aires.

– No hagás boludeces -me aconsejó, como si él fuera un ejemplo de sensatez-. Si te levantás una mina llamame al celular, no me dejes de plantón aquí, hay mucho viento y se me vuela el quincho.

Tenía, en efecto, un cochambroso peluquín que se aferró como un sombrero de paja cuando bajó del auto y corrió por la explanada del Costa Feliz. Di la vuelta y volví despacio al centro, disfrutando de la ciudad en la que pasé los mejores veranos, los de mi adolescencia. Tan peligroso era mi estado de inconsciencia que olvidé que en mi bolso llevaba la agenda, el libro de bitácora de un mafioso. Como quien se guarda un puñado de caracoles y de almejas o un paquete de alfajores. Ni siquiera le había echado un vistazo, ni le había avisado a Gargano que éramos portadores del souvenir.

Lo razonable, cuando uno cobra cierta altura sin que la naturaleza lo haya dotado de alas, es sentir vértigo. Yo no sentía nada. Nadie nos había seguido desde que dejamos el saloncito de prensa del Provincial, Gargano bailaría un rato con Cenicienta y yo disponía de ese tiempo libre en una ciudad radiante de turistas sin plata ni ambiciones. Pude haber ido también a la fiesta, pero compartí el criterio de mi aliado policial.

– Mejor que Victoria Zemeckis no te vea, ni que Dubatti te reconozca. Quiero a esos pájaros relajados, con la guardia baja y disfrutando del mundanal ruido: mejor que crean que estás muerto -había dicho en camino al Costa Feliz.

– Pero Araca te va a ver a vos y se va a preguntar: «¿Qué hace Tirofijo Gargano, amigo del pelotudo que ahogamos anoche, husmeando en nuestra fiesta?»

– Sabia conjetura, aunque insuficiente. Todo ex convicto sabe que tendrá por el resto de su vida a un policía oliéndole el culo, somos sus sombras, la encarnación de sus podridas conciencias, y saben que si se portan mal podemos reventarlos sin problemas judiciales que nos arruinen el retiro. La Zemeckis no va a inquietarse por mi presencia en la fiesta. A lo mejor, si el alcohol es bueno, hasta la convenzo de que me haga una paja en el baño.

Frente al Casino estaba cortado el tránsito. Escapé como pude del embotellamiento, tomé una calle lateral de contramano, estacioné el auto y volví al centro caminando. Actuaba Megainfierno, recital al aire libre y gratis, los rockeros se mezclaban con padres de familia en vacaciones que les mostraban a sus chicos muertos de sueño en qué habían degenerado los herederos de Charly, del flaco Spinetta o del pelado Nebia. Vendedores de panchos, lindas chicas mal vestidas y tatuadas hasta en los párpados, pibes de entre quince y diecisiete, vestidos como reos durante los gobiernos de Justo o de Alvear, realidad de campo de concentración a todo volumen en noche de visita de misioneros de la Cruz Roja, luces derramadas por unos pesados armatostes instalados en las terrazas y los techos, y que herían a zarpazos de láser la noche sin luna, calurosa, con mucha cerveza, cartones de vino común y porros humeando como los escombros de Hiroshima, centenares de polis acordonando la zona y con los que el gobierno de la provincia suponía poder controlar a los loquitos, «que la juventud sepa que Mar del Plata no es una ciudad de viejos», había dicho el secretario de turismo de la intendencia, «pero tampoco crean que esto es Woodstock», aclaró por las dudas el intendente, que posaba de socialista y al que no le gustaba nada que funcionarios rescatados del hambre por él mismo y ahora encandilados por la ambición política tomaran decisiones sin siquiera pasarle un memo, «nuestra ciudad sigue siendo un centro de vacaciones para la familia y no vamos a tolerar que ciertos hippies trasnochados que no despertaron todavía de la pesadilla de los setenta la transformen en un gran sauna con vista al mar», había declarado esa misma mañana a una efe eme local.

Me importaba y me sigue importando tres carajos a quién sirven los políticos cuando dicen que sirven al pueblo, con quién se acuestan cada noche para aparecer al otro día sonrientes y descansados, qué abortos pagan o qué hijos reconocen, la manipulación genética con tanto cobayo presidenciable me tuvo y me tiene sin cuidado, el patrón no cambia y eso es lo que cuenta, algunos de aquellos fantoches se habían fotografiado orgullosos junto al Chivo cuando el Chivo era famoso y ahora yo era el único que se acordaba de él.

Me metí en un bar, un reducto atestado de pacíficos drogones con la mirada perdida, que seguían por televisión el ritmo de los de Megainfierno aullando frente al Casino, mucha cerveza y humo, teenagers que mis ojos seniles de gato Fritz desnudaban sin que a ellas ni a nadie le importara mi inocua lascivia, «maten al maldito perro policía», arrancó la banda de Megainfierno y ése fue el momento, el perfecto rincón de la noche que yo había venido buscando para meter la mano en el bolso y abrir, a solas en mi espantosa lucidez, la agenda de Dubatti.

25

No era un diario personal, como la del Chivo. Nada de confesiones ni de anotaciones al margen: sólo nombres y números, direcciones y teléfonos de gente que no me decía nada, perfectos desconocidos, ni siquiera algún personaje que apareciese en los diarios o en la tele. La de Dubatti era la agenda de un pulcro ejecutivo.

La cerré, decepcionado, mientras a mi alrededor los ánimos se caldeaban.

«Maten al maldito perro policía -incitaba sobre el escenario al aire libre el cantor de Megainfierno-, destruyan su guarida -gritaba con voz de zorro que metió una pata en la trampera-: prendan ese porro/ ábranle la vida/ y métanle sin forro/ la leche por la herida/ ¿No ves que todo apesta?/ Te cambian figuritas/ te joden los de arriba/ ¿No ves que nadie duerme?/ ¿No ves que nadie grita ni hay cojones?/ No son lobos los que aúllan/ son soplones/ Se comen de a pedazos/ tu corazón inerme/ Pelean por el hueso/ de la melancolía/ Los pobres y los rusos/ los negros y los putos/ son todos subversivos/ Maten que los matan/ ponete bien al palo/ hacé lo que te hacen/ en las comisarías/ partile bien el culo/ al perro policía…»

Afuera y adentro, el delirio, la revolución francesa, la rusa y la cubana, mayo del sesenta y ocho en París y junio del sesenta y nueve en Córdoba batiéndose en ese pequeño mundo ingrávido donde todos bailaban en el vacío, fui el único que se quedó sentado, «animate, abuelo», me provocó una mocosa que, abusando del maquillaje, la minifalda y los tacones, no aparentaba más de catorce, «maten al maldito… maldito perrooo… maldito perro policiaaá…», insistía el líder de Megainfierno que unas horas antes había pedido aplausos por la protección de la Bonaerense, y los danzarines se subían a las mesas y corrían las sillas a patadas, y el dueño del bar con un treinta y ocho en la mano apuntaba por ahora al cielorraso, desorbitado, aunque sólo yo lo veía, cuestiones generacionales, los ancianos de más de cuarenta se vuelven invisibles. Se había acordado tarde de defender a tiros la propiedad privada, se subió al mostrador y chillaba como una rata en la bodega del Titanic. «¡Cuidado, man, que ese mono está del tomate!», se alarmó por fin un pibe a mi lado, pero el mono loco rata acorralada apuntaba ya a otro chico, el más alto, el palo mayor en la marea, que bailaba su vudú adolescente muy cerca de la puerta, solo, como todos en la multitud, los ojos cerrados, «pogo pogo», arengaron los de Megainfierno y me sentí un barrilete remontado a un cúmulus nimbus. Me puse de pie y traté de escurrirme en el mezquino espacio entre una columna y la pared, mis huesos de gliptodonte mal conservado no soportarían aquella presión, los pibes se empujaban y se entrechocaban como reses en un camión de hacienda a ciento veinte por un camino de tierra, sólo el monolocorratacorralada se mantenía estable sobre el mostrador con su treinta y ocho de poli apuntándole al flacopalomayor de los ojos cerrados, «porro y pogo, porro y pogo» era la consigna, porro y pogo, proletarios del mundo, los cabezas rapadas también bailaban entregados a la ceremonia del tercer milenio, «anotate, abuelo», insistió la misma mocosa menuda que no sólo resistía los embates de la masa sino que empujaba como topadora, «carpe diem, abuelo, carpe diem», gritaba aquella muestra gratis de lucifer. Con algún whisky encima me hubiera tentado, pero entonces sólo quise salir de allí, en cualquier momento el monoloco empezaría a los tiros y no quería figurar en los créditos de su espectáculo sicopático.

Arremetí como un búfalo pero los pibes se abrieron para dejarme pasar como promesantes que, camino a Luján, son visitados por el Papa, y me encontré, ya al aire libre, desconcertado por aquella actitud de respeto en medio del caos. ¿Tan viejo soy, tan diferente? Si hubiera tenido un espejo a mano me habría gustado echarme un vistazo para cerciorarme de que seguía siendo el mismo.

Afuera, la multitud era tan compacta como en el interior del bar. El viento, que empezó a soplar con fuerza desde el mar, barrió los últimos aullidos del hit de Megainfierno. Terminaron con su maldito tema y se produjo un breve, milagroso bache de silencio. ¿Por qué suceden esas cosas, por qué de pronto hasta los corazones se detienen como relojes apartados del tiempo y el mundo atraviesa tan campante la fina lámina entre una dimensión y otra?

Fugaz milagro. Vino la ovación y pasó desapercibido el estallido de la vidriera del bar, a mis espaldas. El monoloco debió apretar por fin su gatillo. ¿Quién habría caído? ¿El palo mayor, la piba que aparentaba catorce y decía Carpe diem, abuelo, animate? No quise ni enterarme. Empecé a repartir codazos, los pibes me miraban sin entender, algunos me putearon pero todavía el entusiasmo por el recital era más fuerte que la bronca y pronto estuve solo, caminando apurado por calles solitarias hacia el lugar donde había dejado el auto.

Apretaba la agenda de Dubatti contra el pecho, la había preservado de los empujones, pogo y porro, como si fuera mi propia treinta y ocho y estuviera listo para saltar sobre un mostrador y defenderme, yo también a tiros, de la juventud y la belleza.

26

Ya era hora de recoger a Gargano en el Costa Feliz, pero la pasma había acordonado toda la zona hasta diez cuadras alrededor del Casino. Retrocedí buscando una salida y me topé con carros de asalto, policías en motos y a caballo, vallas y coches cruzados. Por las calles corrían los pibes como los mozos y los turistas en Pamplona durante la fiesta de San Fermín, carros hidrantes en vez de toros iban tras ellos, banderilleros con casco y repartiendo palos: el maldito perro policía no sólo no había muerto sino que contraatacaba mordiendo culos y garrones, la multitud se desbandaba por calles sin salida y, para defenderse de las encerronas, levantaban baldosas de las veredas y se las tiraban a los cuerpos de élite que estaban allí para controlar a los loquitos.

«Mar del Plata no merece este deplorable final para una fiesta de la juventud -dijo por radio el secretario de Turismo que un rato antes negaba que aquélla fuera una ciudad de viejos-, no son jóvenes los que provocaron los disturbios, son inadaptados.» Me pregunté si en esta sociedad se puede ser pendejo y adaptado sin meter el corazón en un armario y echarle el cerrojo de media libra de diazepan y un litro de vodka, pero el burócrata estaba asustado porque veía peligrar su cargo. «La juventud es una caja de Pandora», proclamó un dirigente que se identificó como conservador y al que habían despertado por teléfono a medianoche para que opinara sobre aquella orgía filicida al aire libre, sin que el tipo -que, por la voz, no bajaba de los sesenta- tuviera la menor idea de quiénes eran los de Megainfierno y, con suerte, el último rock que habría escuchado sería Al compás del reloj, por Bill Halley y sus Cometas. «El rocanrol es hoy tan nefasto como lo fue el marxismo leninismo en la década del setenta», se le ocurrió sentenciar desde la probable palangana sobre la que estaría remojando sus hemorroides, y el locutor se quedó con esa frase para pedir opiniones a los oyentes.

Sucedió lo de siempre. Nadie se priva de opinar sobre todo en la Argentina. La población estable de insomnes salió al aire para hablar boludeces mientras los chicos y las chicas corrían por las calles bloqueadas hasta agotarse y dejarse caer en las veredas, esperando a la pasma para volver a escapar si podían, o resignarse a ser encerrados como vacas algo díscolas y asustadas por la proximidad del matadero. Trabé las puertas del auto, dispuesto a esperar a que terminase la recolección de rockeros y a que las fuerzas de élite se dignaran a dejarme pasar, de todos modos Gargano debía estar divirtiéndose entre ricos y famosos y no lamentaría mi demora.

Cerré los ojos y vi a la Pecosa flotando en una nube como un ángel porno, creí que me había quedado dormido pero los golpes en la ventanilla no fueron efectos especiales del subconsciente.

– ¡Abrí, Mareco, que nos están cagando a palos!

Era ella, a cuatrocientos kilómetros del Tango Pub de la calle Brasil. Se zambulló en el interior del auto, asustada, mojada, perfumada, dislocada.

– Mataron a un flaco, hay por lo menos cincuenta chabones en el hospital y centenares presos. Son unos hijos de puta, fachos, ese ese, nazis. ¿Pero qué haces acá estacionado en un auto con radio? No me digas que vos…

Me llevó tiempo aceptar que aquella piba mojada asustada perfumada dislocada que parecía una estudiante de filosofía y letras fuera la prostituta que atendía, celular en mano, en un bar de Constitución. No pude ni tuve ganas de explicarle lo que hacía allí.

– Bajate y seguí corriendo, si no me tenés confianza. Estoy algo crecido para que la pasma me levante en la calle y me tire en un container lleno de melenudos.

Le causó gracia imaginarme como un bagre oscuro y pesado en medio de una captura de fresca y ágil merluza; me dio un beso de hija de quince a la que le permiten ir sola al baile y volver al otro día.

– Me vine a Mar del Plata porque soy fan de Megainfierno, no sabía que estabas acá.

Empezó a reírse a carcajadas en cuanto recuperó el aliento y se dio cuenta de que nos habíamos encontrado como si hubiera existido una cita previa, «¿qué carajo pretende el destino de nosotros?», me preguntó con un asombro que la ponía más linda, como un claroscuro en el que por sus ojos sin pintura se reflejaran las entrañas de otro planeta.

– Sos de otro mundo, Pecosa. No sé si antes te lo habían dicho.

Se apagó de un soplo, como si el alienígena hubiera sido yo y ella recién se diera cuenta. Claro que no se lo habían dicho ni se lo dirían nunca.

– No te hagás el listo conmigo. Soy una puta. Con suerte, me salgo de esto antes de estropearme demasiado y pongo una boutique en Belgrano, un negocio de ropa para minas, eso me gusta. ¿Pero vos, de qué vas? Sos un jeta, así nunca vas a averiguar qué le pasó de verdad al Chivo.

– Creí que te gustaba el tango.

– Que lo cante no quiere decir que me guste. El tango me sangra, como la regla. Con el rock es distinto, pueden partirme la cabeza de un garrotazo esos nazis hijos de puta pero nadie me toca el culo, con el rock no soy puta, Mareco, no soy la Pecosa, soy una flaca de mi generación. Y ni sueñes con que estoy aquí sentada con vos esta noche para que me cojas, viejo choto, viejo verde, viejo perdido, qué diferencia entre vos y el Chivo, la puta madre, qué enorme diferencia con el Chivo, no puedo creer que alguna vez hayan sido amigos. Me bajo, chau.

No la retuve, ni lo intenté. Le abrí la puerta porque no acertaba con la manija. En ese momento estuvimos tan cerca que pude haberla abrazado. Bajó y se fue caminando por delante del auto, para que la viera, moviendo el culo. Lloraba, estoy seguro. No la vi llorar pero lloraba. Se dio vuelta dos o tres veces; ni siquiera amagué bajar, me quedé sentado con las manos sobre el volante, viéndola. Me miró por última vez para reírse y después abrir la boca como un pez en el agua y dibujar, nítida y redonda como un globo, la palabra pelotudo.

Al llegar a la esquina se le cruzó un patrullero. Bajó un poli y, en vez de decirle buenas noches, señorita, la agarró de los pelos y la metió en el auto mientras ella le gritaba hijo de puta, nazi, todo eso.

Arrancó despacio, el patrullero: iba cargado ya con otras dos minas en el asiento de atrás. Fue una de ellas, tal vez, la que aparecería a la mañana en Barranca de los Lobos, la cabeza rota contra las piedras. La encontró un turista madrugador pero el mar, piadoso, la recogió antes que los bomberos. Nadie informó sobre su identidad, nadie reclamó su cuerpo.

No era el de la Pecosa, hoy lo sé. Pero entonces, aquella mañana, no me preocupé por averiguarlo.

27

– Vos no estás hecho para lidiar con putas y rufianes, Mareco -me descalificó Gargano, en cuanto lo recogí en la puerta del Costa Feliz y le conté de mi encuentro con la novia asalariada del Chivo-. Además, te pedí que vinieras a la una y son casi las tres de la mañana, la fiesta en este cinco estrellas de cuarta fue una mascarada, no había un solo pez gordo en esa pecera, la reunión grosa debió hacerse en otro lado.

Sugerí que su estúpida conferencia de prensa podría haberlos puesto sobre aviso. Rápido de reflejos, me devolvió la estocada:

– O el robo incomprensible de una agenda que no le interesa a nadie, que un desconocido pelotudo se llevó de la pieza de Dubatti esta mañana.

– ¿Cómo supiste de la agenda? -me alarmé.

– Porque la tenés tirada en el asiento de atrás, como a un cuaderno Avón de cuarto grado de la primaria -dijo mientras la abría y revisaba su contenido. Más que leerla, la olfateaba; yo conducía más atento al retrovisor que al parabrisas. Después de la batalla de Megainfierno, la ciudad me parecía demasiado solitaria.

– A éste lo conozco -Gargano señaló un nombre en la agenda-.Vamos a darnos una vuelta por su casa, a lo mejor está con insomnio y tiene la luz prendida.

Pregunté si no corríamos peligro y Gargano respondió que por supuesto, lo más probable era que nos llenaran de plomo y nos procesaran en latas de pescado. Encendió un cigarrillo y se dedicó a mirar por la ventanilla como un turista de obra social recién llegado.

– En aquella mole de piedra los herederos de Peralta Ramos se cargaron en una semana la fortuna del patriarca -dijo cuando, detrás de una curva, apareció el edificio del Casino-: la ruleta compite con las putas en meterle la mano en el bolsillo a los tontos.

– Se supone que volvíamos a Buenos Aires -le recordé.

– La casa del Franciscano nos queda de paso, dale, no le tengas miedo a la muerte, el infierno no existe y Dios tampoco.

Mateo Ramón Covarrubias, alias «el Franciscano» o «el loco de Asís», era un mafioso muy respetado en la costa. Según Gargano, había disfrutado de su mejor época entre la última y anárquica presidencia de Perón y el mandato desquiciado de Isabelita.

– Algunos dicen que era un protegido de la logia Pe Dos. Otros lo vinculan directamente al cartel de Cali. Lo cierto es que hay fotos del Franciscano con todo el mundo: jefes militares y políticos, Licio Gelli, Pablo Escobar.

– ¿Por qué esa obsesión por posar al lado de las estrellas?

– Cholulaje. Si Dios existiera y vos tuvieras la oportunidad de fotografiarte con Él, no me digas que no lo harías, Mareco… Pero hablando de religión: ¡fijate qué bien luce el humilde convento del Franciscano!

La corazonada de Gargano había sido buena. Ante mis ojos maravillados se materializó, sobre una barranca desde la que seguramente se vería el mar, un palacio miliunanochesco del que habrían expulsado a Cenicienta por chiruza aunque el zapatito le hubiese calzado como un guante.

Hasta las rosas de los jardines brillaban como caireles. El palacio tenía una típica fachada de Partenón reciclado y manipulado genéticamente con algún ranch californiano. Desde la calle angosta y serpenteante por la que trepábamos parecía el Titanic en su noche de gala, minutos antes de estrellarse contra el témpano. Las calles laterales hervían de custodios, como fosos llenos de cocodrilos alrededor de un castillo medieval.

– No me digas que vamos a esa fiesta.

– ¿Por qué no? Noche de reyes, Mareco: monarcas de Oriente colmados de regalos caen de visita en la nursery del Niño, y en lo único que pensás vos es en volverte a Buenos Aires a manejar tu tacho.

No sé por qué le hice caso. El esplendor de las luces en lo alto de la barranca, la fascinación eléctrica del poder. En vez de retomar y acelerar hacia la ruta, seguí las indicaciones policiales y desembocamos en el portón de entrada de la mansión.

La mirada de doberman a pan y agua, con la que el urso de guardia nos salió al encuentro, se acarameló como la de una parturienta a la que reúnen con su bebé, en cuanto reconoció a mi compañero de aventura.

– ¡Gargano! ¿Vos también haciendo horas extras?

Aquello era la trastienda, la santabárbara del Titanic rebautizado Argentina que vuelve a navegar a toda máquina hacia sus paredes de hielo. En pequeñas mesas distribuidas por toda la planta baja se atiborraban botellas de surtido brebaje, en tanto unos mozos muy compuestos que, después lo supe, no pertenecían al gremio gastronómico sino al de actores aspirantes a la fama, recorrían los enormes ambientes atendiendo personalmente a los invitados, cuidando de que no les faltara nada, recitando fragmentos de Pirandello (Enrique IV) al áspero oído de los caballeros y depositando diálogos de Shakespeare (Macbeth) en los perfumados lóbulos de las damas.

– ¡Gargano, qué suerte encontrarte, viejo mastín!

Habían vuelto a reconocerlo y se vio enredado en el abrazo de una vieja enjoyada, emocionada como si acabara de reencontrarse con un hijo perdido en la guerra. Mientras el viejo mastín intentaba librarse, seguí caminando entre ejemplares de razas y especies variadas.

– María del Carmen Gurruchaga de Campoamor -me informó Gargano apenas pudo dejar atrás a la efusiva anciana-: tiene una casa de alta costura en plena avenida Alvear. La metí presa hace dos años por consumidora. Salió libre al día siguiente, por supuesto, y para rehabilitarse viajó a Holanda, donde casi palma por sobredosis. Los gendarmes holandeses no la querían dejar salir porque estaba tan intoxicada que en cuanto se acercó al aeropuerto de Amsterdam, los perros entrenados en detectar droga se pusieron a ladrar como si hubieran olfateado al diablo. Tuvo que intervenir el consulado argentino para repatriarla y llegó a Ezeiza con cocaína hasta en las bragas. Un despojo humano.

– Parece recordarte con simpatía, sin embargo.

– Siempre amamos a nuestros verdugos, Mareco. Te lo dice un poli que le bajó la caña a unos cuantos, y después vienen al pie con flores y bombones.

Por el amasijo étnico, la residencia del Franciscano parecía esa madrugada la sede de Naciones Unidas, faltaban las banderas en la fachada y alguien sobrio adentro. Gente de toda edad y pelaje, y más idiomas de los que pueden escucharse recorriendo frecuencias de onda corta. También, caras conocidas, estrellitas fugaces de la tele, políticos de izquierda, de centro y de derecha, un par de filósofos mediáticos y hasta un cocinero exitoso con programa propio a las nueve de la noche. Pese a tanto despliegue sobre las mesas, no era alcohol lo que dilataba la mayor parte de las pupilas.

– Cuidado con lo que chupás, fumás y aspirás -me advirtió Gargano, paternal-, voy a darme una vuelta por el piso de arriba; si no bajo en diez minutos, rajá y pedí refuerzos.

– ¿Refuerzos a quién?

Gargano ignoró mi pregunta y desapareció entre la multitud. La dotación completa de la policía de Mar del Plata y media Federal andaban olfateando por los jardines. ¿Qué iba a denunciar, que los malos no estaban afuera sino adentro?

Carpe diem, me dije. Por eso el Chivo no había vuelto al barrio ni se había hecho una miserable escapada a Chascomús para ver a los hijos. Lo imaginé empapado de vodka con gin, narrando a media lengua sus hazañas como primera línea en Italia, asomado al balcón de unas buenas tetas, al palo con sus viejas glorias y olvidado de haberle pegado un par de leches a Charo cuando Charo le rogaba que se quedara en casa, que los chicos, que el ejemplo, que los aduladores y la noche te llevan de cabeza al matadero, pedazo de cretino.

Algo de eso había sucedido. Mucho, tal vez. Pero estaba seguro de que no era todo. Suena grosero que alguien salte del avión sin paracaídas. Tiene que estar muy drogado y loco para mirarse así al espejo y abrazarse en busca de un cuerpo tibio, sabiendo que la figura que abraza no es más que un mamarracho de polvo y telarañas.

Me serví un whisky sin hielo y me dediqué a observar a un travesti que, bajo la arcada que dividía dos de los salones, besaba en la boca a un coronel de ejército de impecable uniforme. En el otro salón la gente bailaba lento y el ambiente era casi familiar, como en un cabaret de la década del cincuenta. A bordo de una tarima que servía de escenario, una banda de media docena de músicos, con un negro que no era negro y cantaba en un inglés aprendido por fonética Go ahead to hell by Alabama streets. Pensé que por algún lado debía estar el director de la puesta, controlando frente a media docena de monitores que todo saliera de acuerdo al guión: una modesta Dolce Vita dirigida por un Fellini tan falso como ese Al Jonson cuya cabeza de corcho quemado emergía apenas entre la viscosa marea de bailarines.

Ya casi se cumplían los diez minutos que Gargano había pedido de handicap cuando una corriente de aire helado acarició mi nuca como el filo de una delicada guillotina. No provenía de la puerta abierta de un refrigerador sino de un par de ojos.

Los de Araca.

28

Para festejar la noche de Reyes, las luces del convento del Franciscano se apagaron durante un instante. Al volver a encenderse, un coro de exclamaciones celebró la aparición, junto a una de las piletas de natación ubicadas en los jardines, de un par de camellos y tres Reyes Magos: Gaspar y Melchor, montados en la cumbre de las respectivas jorobas, y el negro Baltasar, a pie.

– Ni con todo el oro gastado en la fiesta se pudo conseguir un tercer camello -me explicó una señorita vestida de odalisca, aunque lo cierto es que hasta las tradiciones cristianas dan pie a los poderosos para expresar su racismo.

La odalisca -gentileza de la casa para los caballeros solitarios de la fiesta- me tomó suavemente de la mano y me condujo a la piscina, al pie de los desconcertados camellos, donde los invitados se habían dispuesto en filas semicirculares, como en un anfiteatro, y aguardaban disciplinadamente el reparto de regalos. Extasiado en la contemplación de mi odalisca, perdí de vista a Victoria «Araca» Zemeckis.

Descubrir, a los cincuenta y siete, que los Reyes no son los padres sino unos tipos llegados del sindicato de actores, reabrió en parte la herida por las ilusiones perdidas en mi infancia, cuando una noche sorprendí a mi viejo en calzoncillos, echando por la pileta del lavadero el agua que yo le había dejado en un balde a los camellos. Ni los patines que encontré a la mañana sobre mis zapatos restañaron el desencanto de haber descubierto al monarca sin linaje, el mismo rey sin magia ni trono que durante el año me pegaba cuando le llevaba un insuficiente en los boletines del colegio.

Cada invitado recibía una bolsita con un logo estampado del recién inaugurado Avenida Shopping, construido sobre las ruinas de un hospital y un asilo de ancianos municipal. En las bolsitas, las damas encontraban blusas y remeras, perfumes importados, bijuterí, polvos faciales, toda la artillería, y los caballeros su equivalente en remeras, colonias, corbatas de seda y hasta calcetines. Para ambos sexos o sexos en discordia, Gaspar, Melchor y Baltasar tenían reservados unos discretos estuches de finas lapiceras en cuyo interior no sólo había lapiceras sino además unos tubitos azules con sus respectivos logos y suficiente cantidad de sustancia como para darse varias vueltas en montaña rusa por los paraísos.

Mi odalisca asignada pidió con voz de encantadora de serpientes que me probara la corbata. Como no tenía camisa sino una remera, me la puse sobre el cuello desnudo y ella festejó con un beso y una caricia en el bajo vientre mi gracia de mono embriagado. Después me rogó que destapara un tubito y le armara un par de líneas, estaba ávida por llegar a su oasis de sensaciones y había descubierto en mí a su fiel dromedario. Nunca pude decirle que no a una mujer: armé cuatro líneas. Había visto hacerlo en el cine y me perfeccioné mirando por televisión las campañas contra la droga, con las que el gobierno enseña cómo darse vuelta sin desperdiciar un milésimo de gramo. Nos mandamos nuestras respectivas dosis y la odalisca empezó a manosearme la polla como quien revuelve el café para que se disuelva el azúcar. Mientras tanto Al Jonson se había lavado la cara y, con un sombrero de charro encajado hasta los ojos, daba gritos de mariachi en celo por las calles de Jalisco.

Supongo que a mi alrededor nadie se habrá privado del rato de esparcimiento incluido en los servicios con los que el Franciscano agasajaba a sus invitados, la noche de Reyes entró en un apogeo de fuegos de artificio explotando y abriéndose en jardines incandescentes contra el cielo oscuro; yo sólo veía a la odalisca y, en ella, a mis mujeres más deseadas, las que no pude conquistar o las que me abandonaron aprovechando el descuido de alguna promesa de amor, nada es eterno y la donna é mobile, si lo sabrá este corazón negro y amarillo que levanta amores pasajeros sabiendo que la felicidad va a bajarse en la próxima esquina, que el destino murmurado de apuro desde el asiento de atrás y al que uno cree conocer tanto como para llegar por el camino más corto se transforma, con demasiada frecuencia, en el lugar equivocado.

Mientras atravesaba entonces mi mar de erecciones y nostalgias, me olvidé del mundo y de Gargano. Casi no lo reconozco cuando volví a verlo al regreso de mi viaje, las manos atadas a la espalda, amordazado.

29

Después de guardarnos en el sótano se habían olvidado de nosotros. Durante horas estuvimos mirándonos a los ojos. Yo, grogui por la droga, y Gargano, por el cachiporrazo con que lo recibieron en la planta alta del convento. Debió transcurrir por lo menos la mitad del día hasta que sentí que volvía a tomar posesión de mis capacidades motrices; pese a estar amordazado y atado como un bebé meón, con mucho esfuerzo y paciencia pude acercarme a Gargano y aflojar sus ligaduras. Sentir sus manos libres lo ayudó a recuperar su autoestima: se frotó primero las muñecas y después todo el cuerpo entumecido, y me quitó de mala gana la mordaza.

– Debería dejarte aquí pero me da pena por las ratas, podrían intoxicarse si te pegan un mordisco -dijo mientras me desataba sin apuro-. Hay que ser pelotudo.

– ¿Dónde está mi odalisca?

Emergimos del sótano a una casa que parecía la cárcel de Caseros después de un motín. Botellas, copas y gente tirada, y mucamas de uniforme pasando el lampaso por entre los cuerpos de los rezagados que todavía dormían sus monas, volcándolos a un lado y otro para que no quedara baldosa sin repasar. En los jardines, risas de chicos en las piletas y un par de buenas minas sin corpiños.

– ¿Qué es esto, una colonia de nazis en vacaciones?

– Tuvimos una pesadilla, Mareco. Mejor olvidarla.

Salimos de la residencia del Franciscano sin que nadie nos preguntara quiénes éramos ni nos dijera vuelvan pronto.

No encontramos el auto. Gargano llamó a la agencia para denunciar el robo pero le dijeron que ellos mismos habían pasado a buscarlo esa mañana, advertidos por un señor muy educado que pagó todos los gastos con tarjeta Diners. ¿Qué señor? Pidió absoluta reserva sobre su identidad, le dijeron a Gargano que, celular en mano, parecía un campeón de boxeo en decadencia y contra las sogas en su último combate.

Decidimos, decidió Gargano, volver a Buenos Aires en tren.

– Por las dudas, la ruta se pone peligrosa en verano -dijo sin convencerme.

Durante el viaje se encerró en el coche bar y se tomó un whisky cada cincuenta kilómetros.

– La ley de las compensaciones, no probé un trago en toda la noche, no estuve de fiesta como vos -se justificó mientras me compadecía porque se me partía la cabeza y tomaba coca diet y aspirinas.

– ¿Qué pasó en la planta alta? -le pregunté por vigésima vez cuando llegamos a Constitución, al pie del taxi que había llamado para él solo.

– Volvé a tu casa en colectivo, Mareco, necesito inmediatas vacaciones de tu cara.

– ¿Qué viste allá arriba? -insistí.

Subió a su taxi y un pibe le cerró la puerta. Gargano le dio una moneda, diciéndole que se la gastara en pegamento.

Transpiraba y miraba el mundo por la ventanilla del auto con el desolado cansancio de un viejo perro san bernardo echado junto a la estufa.

– ¿Qué vi? Una reunión de gabinete con todos los ministros, eso vi.

Subió la ventanilla y el auto arrancó despacio. «Borrate, Mareco», insistió todavía, lo leí en sus labios detrás del vidrio.

Volví a casa en colectivo.

30

Una de cal y otra de arena. Llamé a Gustavo, mi hijo mayor, y comimos juntos esa noche. Gustavo eligió un bonito restorán en las Barrancas de Belgrano y me contó que Matías, el fabricante de calzado, se separaba de la bruja para irse a vivir con él. Se lo veía feliz.

– ¿Y los críos?

– Como en cualquier separación. Sufrirán, supongo.

– Pero no es «cualquier separación».

– Sos un dinosaurio, viejo. Un divorcio es siempre un divorcio, los pibes son las arterias y el paquete de nervios del brazo que te amputan. Pero todo a la larga cicatriza.

Alarmado tal vez por mi mirada, me explicó para evitarme un colapso andropáusico que los hijos del zapatero se quedarían con su madre, papá se separaba y se iba a vivir con un amigo, les dirían, sin mencionarles que el amigo soñaba con que algún día aquel par de huérfanos posmodernos le dijeran mamá.

– Pero hay que saber esperar. Aunque los prejuicios y los miedos estén en retirada, todavía presentan batallas -dijo, tan seguro como Fidel Castro después del asalto al Moncada, de que el porvenir le daría la razón y la Historia lo absolvería.

Más que dinosaurio, soy un pterodáctilo. Me cuesta penetrar en el complejo follaje de las relaciones humanas. Veo la foto aérea, el paisaje desde arriba parece bonito, regular: el campo con sus potreros sembrados, las ciudades cuadriculadas, los ríos serpenteantes y las voluptuosas costas del mar. Pero ese perfecto mapamundi se me hace trizas cuando aterrizo y tengo ante mis narices relaciones como la de Gustavo.

Llamé a mi ex mujer para desahogarme pero en el pecado, la penitencia: la culpa era sólo mía.

– ¡De qué culpa me hablás si se lo ve espléndido! Es arquitecto, le va bastante bien con su profesión y consiguió al hombre que lo quería. Ojalá yo, a su edad, hubiera encontrado una mujer que me quisiera y comprendiera como el zapatero a Gustavo.

Colgó pero volvió a llamar para que la escuchara llorar, quejarse de la vida que se le había arruinado por compartir conmigo los mejores años, «a lo mejor vos tenés la misma inclinación sexual de Gustavo y nunca te atreviste a ser maricón con todas las de la ley», dijo y colgó con furia sacrosanta. Le envié por Gustavo el dinero que me reclamaba y así pude comprarme una tregua. Gustavo dijo «lo que pasa es que la vieja está muy sola, tiene que lidiar con Huguito, que dejó el colegio y vive de noche, vuelve en pedo a las ocho de la mañana y duerme todo el día, tendrías que hablar con él, viejo, hacerte cargo, no sé, ponelo a manejar el taxi, que haga algo, ese atorrante».

Le hice caso a Gustavo, sólo para comprobar una vez más que el diálogo con adolescentes no es mi especialidad.

– ¿Por qué dejaste el cole? -le pregunté cuando conseguí despertarlo a las siete de la tarde y que atendiera el teléfono.

– No me jodas, viejo, el colegio es una mierda, no te enseñan nada útil, los profesores son burros y autoritarios, hay celadores que se creen guardiacárceles, la profe de historia todavía niega que San Martín era un mercenario de los ingleses y que Belgrano conduciendo tropa perdió todas las causas que pudo ganar como abogado, te enseñan trigonometría como si fueras a cruzar el mundo en un barco a vela y no en la clase turista de un avión de nuestra aerolínea de bandera que se compraron los españoles para vendérsela ya fundida a los norteamericanos, te hacen cantar el himno y marcar el paso, mi clase está llena de fachos que sueñan con aniquilar a los judíos, en los baños fuman marihuana y se cogen a los maricones, y las tres cuartas partes de los alumnos quieren ser contadores públicos, licenciados en comercio exterior o administradores de empresas, ni un albañil, viejo, ni qué decir de alguno que quiera ser carpintero o poeta.

– Tenés razón -admití, tragando saliva-, nada cambió demasiado en cuarenta años.

– Nada va a cambiar nunca, viejo. Y ahora dejame dormir.

Volví a manejar el taxi con la misma furia homicida con la que sale a la calle un chivato que gana cuatrocientos mangos y sabe que el comisario levanta veinte mil por mes por no molestar a los traficantes, los quinieleros y los chulos de su jurisdicción. En esos días negros me complazco en apuntar la trompa del auto a los peatones que todavía creen tener derecho a cruzar por las sendas blancas y terminan corriendo, saltando y esquivando coches como soldados que van de una trinchera a otra bajo fuego enemigo. Me va por la sangre una mezcla de adrenalina y asco por la sociedad en la que vivo, un país de culpables que niegan todos los cargos, una republiqueta en la que todavía hay tipos capaces de afirmar muy campantes que no sabían que los militares con la cabeza lavada por los norteamericanos y pagados por los civiles ricos asesinaban a mansalva en la Argentina, como si una dictadura se conformara con pintar las estaciones y las locomotoras del ferrocarril, cambiar el sentido de circulación y el nombre de las calles o cerrar el Congreso para desinfectarlo. El mismo hijo de puta que manda cartas a los diarios diciendo que en Europa esto no pasa, se hacía el otario cuando veía a los camiones del ejército vomitar soldados sobre barrios indefensos y llevarse a estudiantes, delegados sindicales, curas rojos o algún militante revolucionario que se rajaba por las azoteas cagándose a tiros para caer acribillado debajo de un tanque de agua o desangrarse en algún gallinero.

Hizo bien el Chivo en no volver. La guita y el amor le llegaron a contramano y lejos de esta patria carnicera. Pero Victoria Zemeckis, antes Pinto Rivarola, le enseñó cómo puede uno mandarse al buche una granada y taparse los oídos para que la explosión no lo aturda. Al Rubio lo habían enterrado en La Tablada, claro que del lado de afuera del cementerio. Judío, veterano de Malvinas y suicida, con una madre adoptiva que lo obligó a cogérsela a quemarropa apenas él tuvo su primera erección, metido después en la guerra de un grupo de genocidas que se quedaron viendo el mundial de fútbol por la tele. Y poco tiempo antes, en Europa, la relación con el ídolo del rugby, la figura paterna que le hundió la pija hasta hacerlo llorar mientras Venecia como siempre reventaba de turistas y de olor a cloacas, la Piazza San Marcos y los soretes flotando en los canales como en pleno Riachuelo, Chivo loco, Chivo hijo de puta que saltaste desde allá arriba arrastrando a los que se atrevieron a quererte, como un gato que engancha el mantel en un banquete y arrastra la mesa repleta de vajilla, cristalería y manjares. ¿Por qué lo hiciste?, me pregunté esa tarde mientras manejaba por Buenos Aires llevando gente a ninguna parte y apurada por nada: por qué te cogiste al pibe, por qué actuaste como un poli cebado, como un nazi del montón que se prueba el brazalete con la esvástica y se cree el führer. ¿Por la guita? ¿La guita y el amor de una impostora te subieron a alguna clase de pedestal? ¿Te creíste Dios, negro de mierda?

Hablé con la Pecosa esa noche. Me atendió como a un cliente: prestación oral cincuenta pesos y setenta la completa en un turno de media hora. Cien la hora con todos los chiches menos suplemento anal que sale treinta.

– Decime que no eras vos la que encontré en Mar del Plata -le rogué.

La voz se le cortaba, no por la emoción sino porque hablaba por el celular y en ese momento iba en el tutú de un fulano que la llevaba a bailar.

– Tiene la fantasía de salir con Cenicienta y la verdad que el auto es una carroza de príncipe. ¿Qué querés, Mareco? Estoy laburando. Claro que no era yo, sabés que no me gusta el rock y mucho menos Mar del Plata. La que se te subió al auto debió ser mi melliza.

– Parecía un clon.

– Ponele «mi clon», entonces. ¿Y qué? ¿Las putas no tenemos derecho a tener una copia que vaya por ahí de señorita seria?

Después que el príncipe la llevó a palacio, bailó con ella hasta medianoche y le puso entre las piernas el zapatito, la Pecosa me llamó a casa. Eran las cuatro de la mañana pero yo estaba despierto mirando por tele codificada la versión porno de Calígula dirigida por Tinto Brass y tomando anís porque se me había acabado el Criadores.

– ¿Qué buscás? -preguntó con voz de almeja, la espuma hasta el cuello en un purificador baño de inmersión mientras el camionero patagónico roncaba en su pieza.

– Estoy perdido en la niebla, necesito un gurú -dije.

Tosió suavemente bajo su espumoso mar privado.

– Rabindranath Gore Fernández -dijo-: ése es tu hombre.

31

Cuarenta minutos de tren hasta la estación Virreyes y caminar después apretando los dientes hacia la Panamericana, bajo faroles rotos a pedradas y entre miradas sin luz. Mucho mendigo, mucho pibe dado vuelta con pegamento, jugando al fútbol y agarrándose a trompadas, mucha mina de treinta que parece de cincuenta, mucho paragua y bolita, mucho chulo de putitas de trece o catorce años, desocupados alrededor de una cerveza en almacenes que parecen gallineros pero con precios de boutique del barrio norte: cuatro tablas, chapas, un cartel de Quilmes en la puerta y un sol de noche colgado sobre el mostrador, bebedores sentados a la vereda que es de barro viéndome pasar, aplastándose los mosquitos a cachetazos, mucha radio transmitiendo partidos y chamamés mientras allá afuera un patrullero blanco con los polis adentro y las luces apagadas, vigilando la reserva, el campo de concentración, cobrando peaje a caciques y mercaderes.

Rabindranath Gore Fernández, o el Rabi, atendía al fondo de la villa, cerca del descampado que antecede a la Pa namericana ramal a Tigre, tierra de nadie, de desesperados que destrozan los parabrisas de los autos para desplumar como a gallinas a sus ocupantes cuando frenan para no estrellarse. Por allí da el Rabi sus consejos, orienta a los débiles y consuela a los perdedores. No fue fácil llegar a él porque tiene secretaria, una vieja apestosa y desdentada que dice protegerlo de los que vienen a hacerle perder el tiempo, de los que no creen o de los que de tanto en tanto lo meten preso por ejercicio ilegal de la medicina. Pero el Rabi sobrevive, se sobrepone, entra y sale, alguien paga a sus abogados, gente de dinero que ha encontrado gracias al Rabi su sentido de la vida, «ayudar al prójimo nos abre las puertas del cielo -me dijo la vieja a manera de anticipo de la entrevista que al final decidió autorizar-, pero muchos no lo entienden y siguen juntando oro, monedas acuñadas con el dolor de los necesitados, que los llevarán al más negro y profundo de los infiernos».

Me pregunté si habría caído en la cueva de una especie de gurú socialista, de guerrillero místico, a la manera de un Che Guevara manosanta del fin del milenio. La fiebre de la desorientación es cíclica, no pasa mucho tiempo sin que la gente encuentre líderes capaces de llevarlos cantando al matadero, flautistas de Hamelín que, mirándolos con amor y sabiduría, les prometen que cruzarán sin ahogarse los torrentes y que para salvarse no hay que aprender a nadar porque alcanza con cantar y obedecer.

Pero el Rabi no lucía como un jefe guerrillero. Esmirriado y amarillento, inmovilizado por las secuelas de una poliomielitis en un sillón que parecía de director de cine, atendía en un rancho tan precario como los del resto de la villa. Sólo lo distinguía el gentío que rondaba como moscas hasta que uno a uno eran llamados por los números que, sin correlación alguna, como los de una lotería, distribuía la vieja.

– Me acuerdo bien de Robirosa -dijo el Rabi, después de cuatro horas de espera que soporté jugando al chinchón con un grupo de albañiles sin trabajo-. Ya mayor, el hombre. Llegó aquí con una mocosa que parecía prostituta.

– Pecosa.

– No recuerdo que tuviera pecas -me corrigió y pareció arrepentirse de haberme recibido-; no doy informes personales, soplar a la policía destruiría mi karma.

Le aclaré que no era poli y me desnudó con la mirada hasta hacerme temblar.

– Usted debe cuidarse -dijo-, hay gente que empieza a sentirse muy molesta por su sola presencia en este mundo.

Le pregunté entonces si me estaba amenazando por cuenta propia o de terceros, o si lo suyo era una percepción, la sintonía fina con el otro lado que le había dado su discreta fama en los arrabales. Llamó a gritos a su secretaria y dijo que la entrevista había terminado, pero antes de que la vieja convocara a un par de levantadores de camiones que actuaban como personal de seguridad del brujo suburbano, prometí lavarle los pies y besar sus anillos si me decía qué le había pasado al Chivo Robirosa.

– Fui su amigo -dije, buscando su compasión reciclada, el lado tierno, la solidaridad, como quien cirujea en busca de un simulacro de comida o un despojo de abrigo. Chasqueó sus dedos y la secretaria vieja se esfumó como en un pase de magia de Fumanchú.

– Empiezo a ver que a su modo usted lo quería -admitió aliviado, y de pronto aquel rancho miserable se llenó con la paz de un monasterio.

Descifrando sus susurros me enteré de que el Chivo y yo teníamos un aura muy parecida, algo como una placenta en común que, en la percepción del gurú, con sólo pisar ese sitio nos había convertido en recién nacidos, en aterradas criaturas a las que había que hacer llorar para que no murieran de asfixia.

– Vino a verme por unos fuertes dolores en la zona lumbar. Le impuse mis manos y pareció aliviarse, pero volvió azotado por la angustia, tenía la espalda llagada como la de un esclavo sometido al castigo de cien latigazos. «No quiero morir -decía-, a lo mejor porque no hice todavía suficiente daño en este mundo», aferrado al salvavidas de un grosero cinismo: esa mocosa que parece prostituta lo acariciaba como a un viejo perro al que se lleva al veterinario para que se encargue de darle una muerte digna.

– Pero no fue digna -lo interrumpí.

– Contra eso luchamos -dijo el Rabi-: la tentación de emboscar al mensajero que cabalga con los despachos y los sellos siempre es grande entre los renegados de Dios.

– ¿Por qué lo mataron? ¿Quién?

– Son preguntas para la policía, no para mí.

– ¿Por qué se envileció de esa manera?

– No puedo decírselo, no lo sé -bufó cansado el gurú-. La tercera y última vez que anduvo por aquí, los dolores se le habían generalizado en todo el cuerpo, «como si alguien me golpeara mientras duermo y yo no pudiera despertar», me explicó. La imposición de manos fue entonces un recurso inútil, me sentí vacío y percibí a su alrededor el hedor de una ya intensa descomposición. Le pedí que me trajera algo, algún efecto personal y, si era posible, una imagen de aquél o aquellos que él sentía que podían dañarlo. Ya no volvió, pero un día llegó un sobre con su nombre como único remitente.

El Rabi materializó a la vieja secretaria -que no había desaparecido, navegaba entre las sombras, vigilándome- y le ordenó que le trajera ese sobre. Cada consultante tenía allí su legajo y el Chivo no había sido la excepción; en vez de radiografías e informes sobre análisis, en unos polvorientos anaqueles construidos con madera de cajón de frutas el Rabi atesoraba mechones de pelo, pañuelos, llaveros, cartas y fotografías, clasificados y ordenados según el inescrutable arbitrio que usaba la vieja para repartir los números allá afuera.

El sobre enviado por el Chivo no había sido abierto.

– Cada veintinueve de febrero hago una hoguera con las pertenencias de todos los consultantes que no han venido a verme entre un año bisiesto y otro. Lo que me traen tiene una energía que se volvería en mi contra si no pudiera librarme oportunamente de ella. Usted llegó a tiempo.

Lo dijo porque estábamos recién en la primera quincena de enero, aunque me pidió que no abriera ese sobre en su presencia. Conmigo había hecho una excepción, se ocupó de aclarar, a lo mejor porque a su manera estaba tratando de que yo no cayera en una emboscada parecida.

– Váyase, desaparezca, viaje hasta olvidar de dónde viene -fue su consejo final.

– Al Chivo no le fue muy bien borrándose -recordé.

– Nadie escapa a su destino, pero podemos huir por un tiempo de nuestra perversa idiosincrasia, borrar las huellas, cruzar los ríos y dinamitar los puentes detrás nuestro. Usted vino a verme con preguntas cuyas respuestas ya conoce. Lo mismo que Robirosa. Llegan aquí tan inocentes, como si nada ni nadie los persiguiera, pero esto no es una cálida posada en medio de la estepa. Mire a su alrededor cuando salga, vea la gente que por aquí no más se enferma y muere sin que nadie los atienda, cuente a los cirróticos y a los drogones que arden por dentro de cara al sol y a las tormentas, a los chicos de seis años alucinados por el pegamento y las palizas de sus padres violadores. Lo que haya en ese sobre no va a revelarle seguramente nada que usted no sepa. Aunque se haya pasado la vida tratando de olvidarlo, usted y Robirosa vienen de la misma placenta metafísica. Si acepta esa realidad y huye ahora mismo, a lo mejor tiene una pequeña chance de no terminar retorciéndose con los mismos dolores que atormentaron a su amigo. Si no lo hace, si se empecina en quedarse y tratar de averiguar, va a pedir a gritos que alguien llegue a dibujarle un círculo rojo en el entrecejo.

Fue suficiente. Pagué mi consulta y me alejé de aquel brujo loco sin despedirme. Corrí por el villorrio como un soldado de las fuerzas aliadas por las playas de Normandía. En la estación Virreyes seguía vivo. Subí al tren y me senté en el último asiento del último vagón. Recién al llegar a San Isidro abrí el sobre. No tenía mis gafas, no pude ver con claridad los rostros, aunque ninguna lente de aumento iría a aportarme las definiciones que negaba mi conciencia.

Diez fotos, por lo menos, había en el sobre. Casi la misma toma en todas, como si el fotógrafo hubiera temido que algo fallara en su cámara: repitió obsesivamente el registro.

Cinco tipos, turbios, ahora en mi presbicia, y antes en la comedia que les había tocado representar. Los recorrí con los dedos como un lector de braille, buscando el relieve secreto que me anticipara el significado, los pegajosos hilos de la trama. Y por algún milagro -tal vez mi adrenalina- córneas y cristalinos acordaron abrir una claraboya de luz, de vergonzante videncia.

De los cinco, dos estaban vestidos de milicos. Relucientes uniformes blancos de gala, listos para una gran parada de fecha patria, caras de guerra ganada de antemano a un enemigo inerme, posición de firmes sobre la cubierta de un barco que nunca se hizo a la mar. Un tercero, de civil: pantalones y polera negra, gafas ahumadas, muecas de disgusto por las sucesivas tomas idénticas a que los obligaba el fotógrafo inexperto. Para el cuarto, pantaloncito y camiseta del equipo italiano que le dio la guita y la modesta gloria de ser noticia en La Stampa o el Corriere dello Sport. Y con su aspecto de rugbier sin barro ni transpiración en su uniforme de ídolo trasplantado, el cuarto abrazaba al quinto de las fotos, todas mal tomadas, todas con alguien o algo que se salía de foco, con alguna zona oscura, con algún gesto inoportuno de los retratados.

No había mechones ni pañuelos ni cartas en el amplio sobre marrón, ni anotaciones en los márgenes o al dorso de las fotos. El quinto, el abrazado, tenía un poco menos de panza y mucho pelo postizo cayéndole sobre los hombros desnudos de un vestido escotado, tetas también postizas que lucía con orgullo como un milico sus medallas mientras tiraba besos a cámara en algunas tomas o en otras hacía gestos obscenos.

Linda fiesta, pensé, ¿dónde habrá sido? Se veían tan jóvenes todos, tan a salvo. Al pie del sobre marrón, la fecha: veinticuatro de diciembre, escrita con tinta azul algo borrada, mil novecientos setenta y nueve.

Letra del Chivo escrita con prisas, antes de mandarle el sobre al gurú, presintiendo ya los pasos del que vendría a matarlo.

32

Viajé otra vez a Chascomús, necesitaba hablar con Charo. Si el Chivo había tenido tratos con los milicos, ella debió saberlo. En plena dictadura él vivía su racha de gloria en Italia, eran recién casados, tal vez la gallega empezara a sospechar o a temer que en algún momento se desprendería de su vida como un témpano del continente, pero todavía luchaba por él, le reclamaba esa felicidad que el Chivo irresponsablemente le había prometido.

En Chascomús encontré la casa habitada por extraños, la habían alquilado sin contrato apenas una semana atrás y la dueña prometió llamar a los inquilinos para darles su nueva dirección: se había ido a Buenos Aires, lo único que sabían, con sus dos hijos adolescentes; la abuela había muerto, creían; por eso tal vez la decisión fulminante, la necesidad de partir. Pobre gallega, pensé mientras volvía a la capital, quizás ahora puedas descansar, ver el pasado como un mal sueño que se desdibuja.

Ese descanso se volvió imposible para mí, convertido en una especie de cirujano que tiene que hacer algo con el cuerpo despanzurrado y palpitante bajo las miradas del anestesista y los asistentes: no puede el tipo encogerse de hombros, arrancarse el barbijo y decir «los engañé, no es una operación, es una autopsia, vamos a tomar algo que el fiambre no tiene apuro, pago la ronda». Lo que le pasó al Chivo había dejado de ser sólo un motivo de curiosidad personal y les importaba a varios: a mí, para enterarme de la verdad, y a otros, para taparla, coser el cuerpo y devolverlo al frigorífico del anonimato.

La Pecosa no sabía de las fotos. Sólo recordaba los nervios del Chivo el día en que fueron a ver al gurú para la última consulta.

– Nunca le di importancia a sus dolores -dijo-, es normal que a ustedes los viejos les duela todo. -Le mostré las fotos pero no reconoció a nadie-. Parecen disfrazados para un corso -comentó riéndose-, el maraca tiene una cara de degenerado que asusta, eso sí, y mirá que tengo experiencia en gente torcida. Pero no creo que el Chivo se lo culeara, a él le gustábamos adolescentes.

No le dije que el marica era ahora secretario privado de un gobernador, poco le hubiera importado y no se habría sorprendido.

– No creo que tu amigo la haya pasado tan mal. Fiestas, amistades, buen dinero mientras duró, y hacia el final, tal vez, más cansancio que arrepentimiento. Pero eso les pasa a muchos. Ahí fue donde lo agarraron mal parado.

La Pecosa estaba contenta porque iban a grabarle un compacto.

– Voy a ser la Tana Rinaldi del siglo veintiuno, Mareco. A lo mejor me reconcilio con el clon que encontraste en Mar del Plata y podemos ser una sola mina ganadora, chau a la calle y a los chulos.

– Siempre en tu vida va a haber un chulo, Pecosa.

La había descubierto un productor, «no sé si me tomó el pelo pero dice que trabaja de ejecutivo en una grabadora, a lo mejor es cierto», me contó en su departamento, mientras el camionero viajaba por la Patagonia.

– Nada de sexo. Amigos. Ahora soy otra -se había atajado cuando abrió la puerta y me ofreció pasar a tomar algo «pero sólo unos mates».

– Olvidate de los muertos -me rogó-, sos un tipo grande, acordate de los que están vivos y todavía te necesitan.

– Mis hijos se las arreglan sin mi ayuda para joderse -le expliqué-, mi ex mujer quiere que acepte que la culpa de su desdicha es sólo mía, y que le pase guita. A los muertos uno los moldea como quiere, la memoria es muy buena arcilla, pero los vivos están ahí para desmentirnos.

– El Chivo sabe hacerte quedar mal como si estuviera vivo -dijo la Pecosa y me pidió que me cuidara, después de devolverme las fotografías.

Terminamos enredados, a pesar de su advertencia. Como quien repone un cuadro en la pared de la que se acaba de caer llevándose un pedazo de revoque. Con golpes secos, casi sobre el vacío, en una mampostería que ya no podrá sostenerlo. Nos enredamos sabiendo que todo muy pronto e inevitablemente se vendría abajo y algo muy profundo quedaría al desnudo, mostrándonos el punto ciego del derrumbe.

– Viejo choto, viejo verde, viejo perdido y egoísta -dijo la Pecosa recuperando el discurso y el tono de su clon en Mar del Plata-, no quiero enamorarme de vos, no está en mis planes, no voy a dormir con un tipo que se saca la dentadura cada noche, que se levanta a cada rato a mear y se despierta temprano amenazado por sus recuerdos, no quiero a mi lado a un carcamal cuyo próximo viaje más probable es a la Cha carita. Andate de mi casa. Y rajá de la tuya, antes que vayan a buscarte.

Encontré mi departamento con la puerta abierta de par en par, los muebles volcados y los cajones dados vuelta, ropa, papeles, hasta la vajilla de la cocina, todo por el piso, todo lo habían revisado, la portera y los vecinos reunidos en el rellano y discutiendo todavía si habían sido policías o ladrones, turbia compasión pero también desconfianza en sus miradas, cuando un vecino discreto de pronto desata tempestades cae de inmediato bajo la lupa de los otros vecinos discretos, maneja un taxi pero qué hará realmente, en qué negocios anda, con quién se junta. Les di las gracias por el alboroto y les pedí que me dejaran solo, «llamé al comando pero no vino nadie», aclaró la portera para que no me olvidara de su arriesgada acción a la hora de la propina.

La máquina de intimidar y matar se había puesto en marcha, ya no se trataba de la orden de un funcionario de tercera, ahora estaban sobre mí y no podía sentarme a esperar una próxima visita. Buscaban algo, aunque la agenda de Dubatti se la habían llevado con el auto alquilado por Gargano.

Cerré el departamento y, con la misma valija y la misma ropa que había llevado a Mar del Plata, me alojé en un hotel del centro. Desde un teléfono público llamé a mi hijo Gustavo y le dije que, si no me comunicaba con él cada seis horas, denunciase mi desaparición en el juzgado de turno.

– ¿Qué te pasa, viejo, en qué andás? -me preguntó alarmado.

– No puedo contarte ahora, pero guardame el secreto. Unos señores que cobran sus sueldos de empleados públicos quieren borrarme del padrón.

– Será para que no sigas votando a esos anticuados socialistas.

– No hables con nadie de esto, Gustavito. Ni con tu zapatero.

Desde el mismo teléfono público llamé inútilmente a Gargano. «Está de servicio -me dijeron-, déjenos un número y se pondrá en contacto.» Me negué a facilitarles tanto la tarea. El celular de Gargano estaba apagado, no tenía su teléfono particular y tampoco lo encontré en la guía. Llamé a los comunes compañeros del secundario que organizaban las comidas anuales. Tampoco tenían el número pero recordaban haber ido a buscarlo a un almacén antiguo en la Boca, «una especie de loft sin timbre ni portero eléctrico», me informó Navarro, supremo organizador de reuniones de ex alumnos: «parece un garaje, aunque el único auto guardado ahí es la catramina de Gargano; hay un entrepiso con una oficina, cocina y catre. Vive solo, claro, en semejante lugar».

Aunque Navarro no tenía la dirección exacta fue fácil encontrar el almacén. Los muros exteriores estaban descascarados, los vidrios rotos, «Aceites La Macarena», rezaba un viejo cartel sobre el portón. A dos cuadras de Brandsen y Necochea, zona de cantinas con clima de cotillón, visitada por provincianos y extranjeros sorprendidos en su buena fe, pleno barrio de la Boca que se sumerge en el Riachuelo en cuanto sopla viento del sudeste, ruinas colorinches de una Italia que ya no existe, escenografía de una Génova que apagó sus luces hace cincuenta años tras la partida del último barco cargado de inmigrantes.

Golpeando aquel portón me sentí como el señor K. llamando a las puertas de la Ley. «Hay que tener paciencia porque no es fácil encontrarlo -me había advertido Navarro-: duerme, come y caga en ese almacén, como una cucaracha, pero el resto del tiempo anda por ahí, cazando delincuentes.»

Esperé hasta las diez de la noche, sentado en mi taxi. De todos modos no tenía a dónde ir. No ganaría nada encerrándome en el hotel, dormiría con un ojo abierto escuchando las pisadas y sin una podrida escalera de incendio -no la hay en casi ningún edificio de Buenos Aires- para saltar por la ventana si iban a buscarme. El peón me esperaría un rato en la parada de avenida de Mayo y Piedras, y después se iría a dormir o de joda por esas calles, total la noche para él estaba pagada, y al otro día me diría como cada vez que lo planto: «¿qué tal, jefe, la nochecita?», no sé si con algo de sana envidia o sólo por tomarme el pelo, imaginando como todo cabrón de treinta años que después de los cincuenta no hay otra manera de dormirse que mirando la tele.

A las diez en punto bajé del auto y me reporté a Gustavo desde el teléfono público de la esquina. «Ahora no puedo atenderte, dejame tu mensaje y tu onda», respondió el contestador telefónico del desgraciado de mi hijo mayor. «Me llamo Mareco igual que vos, maraca -dije después de la señal-. Soy tu padre y estoy vivo todavía, piiíp. Ah, y con mi próstata a cuestas, sigo siendo activo. Piiíp.»

Nada pone a un padre tan tierno como saber que los hijos viven pendientes de uno. Empezaba a maldecir mi suerte, con ese malsano regodeo en las propias miserias que antecede a todo buen brote de masoquismo, cuando apareció Gargano.

No sabía de su pasión por los autos viejos. A tipos como él no los imagino apasionados ni por una bella mujer, mucho menos por un montón de chatarra de fines de la década del cincuenta como el Kaiser Bergantín que estacionó de trompa frente al almacén.

– Noche de aparecidos -dijo cuando me vio-, ¿de dónde salís?

– No juego más, Gargano. ¿A quién hay que avisarle para que me borre?

– Te van a borrar pero si asomás la cabeza, tachero pelotudo. Entrá.

El lugar que había elegido para su vida de cucaracha era francamente siniestro, además de sucio y oscuro.

– Pero acá no pueden dármela tan fácil como en un departamento.

Tenía montado un sistema de trampas y de alarmas que había ido puliendo como un ebanista la madera.

– Nada electrónico, todo artesanal y a prueba de imprevistos, porque la tecnología será muy top, pero si te entran con un corte de luz te cagan a tiros y andá a cobrarle tu sepelio a la compañía de electricidad.

Maderas sueltas, puertas en falsa escuadra, latas de aceite colgadas como los tubos de un órgano de iglesia que producían un estrepitoso concierto con la primera corriente de aire, un perro lobo adiestrado y con cara de gurka vigilaba desde un rincón.

– La única comida que conoce es el desayuno. De noche y para que se mantenga alerta, ni un hueso -dijo Gargano mientras guiñaba un ojo a su mascota como a un compañero de patrulla-. Sos número puesto para tiro al blanco, Mareco -dijo en seguida sin más preámbulos, mirando la densa oscuridad que nos rodeaba-: pero vamos a mi cucha, tengo café y buenos licores, aunque parezca mentira.

Subimos a la oficina del entrepiso. Una luz tenue le daba cierta calidez y permitía controlar toda el área desde una posición que él creía privilegiada.

– Claro que si un día vienen a buscarme, no van a mandar a cualquiera. Un tipo como yo, que ha sobrevivido tantos años sin venderse en esa cueva de rufianes, merece por lo menos una fuerza swat para ser quitado del plantel, ¿no te parece?

Aclaró que no había sido él quien se negó a atenderme.

– Me filtran las llamadas. Nadie lo admite, pero sé que circula por ahí la directiva de aislarme. Mi conferencia de prensa en Mar del Plata no se publicó en ningún lado y sin embargo los servicios tienen la desgrabación completa, periodistas buchones.

No le sorprendieron demasiado las fotos donde se veía a Dubatti vestido de doncella.

– Estos pervertidos denigran al gremio de los putos, aunque francamente me desilusiona que un crack del rugby como el Chivo se prendiera en esa onda.

Algo, sin embargo, le decía que se trataba de una puesta en escena.

– Esos tipos jamás estuvieron en la pesada. Los habrían echado a los cocodrilos, como al resto.

Aparté el vaso de whisky que me había servido. Cuesta aceptar el cinismo con que hablan del pasado los que, como Gargano, sirvieron sin pestañear a los dictadores, nada más que por no bajarse del escalafón y perder la obra social y los beneficios jubilatorios. Ahora lo señalaban por un traspié, una conferencia de prensa a deshora ante un par de soplones cuyos verdaderos jefes no eran secretarios de redacción sino jerarcas de los servicios. Tal vez, haber ido a buscarlo no había sido la mejor de las ideas pero fue la única que se me ocurrió, no tenía otro contacto con el otro lado del espejo, él era mi cable pelado con un sistema de alta tensión que en ese momento pendía sobre mi cabeza con sus miles de kilovatios. Si el pasado pederasta de Dubatti no era importante, si su amistad profana con el Chivo era apenas un dato de la anécdota, ¿qué producía el cortocircuito? No fueron chorros comunes los que me habían dado vuelta el departamento porque la portera, que se queja de las mudanzas fuera de horario, les había abierto la puerta con repugnante amabilidad en plena madrugada. Tampoco el gabinete se reunía a deshoras en mansiones como la del Franciscano nada más que para elegir el menú.

– Dubatti es una sucia bestia que reacciona por instinto, se alimenta de la caca que dejan en sus nidos los grandes depredadores. Quiso limpiarte en Mar del Plata como quien aplasta un mosquito -dijo Gargano, echándole agua de la canilla al whisky y mientras cortaba rodajas de salame. En su depurado sistema metafórico, caranchos eran los jefes, y sus despachos, los nidos que todo pusilánime se esmera en sobrevolar-. Pero alguien por encima de esa maraca vieja le quitó su presa. No para matarte, si eso te tranquiliza. Por ahora, y si no me falla el olfato, sólo quieren hablar con vos.

– ¿Hablar de qué? Si no sé nada.

– Ése es tu problema, Mareco. Como en el colegio. Que te llamen a dar lección. Pero aquí nadie va a soplarte y si te ponen un uno, seguro que es de plomo y entre los ojos.

La risa de Gargano me cayó tan bien como a su perro lobo, que gruñó en la oscuridad.

– No te asustes. -Levantó su vaso y señaló vagamente hacia el rincón donde ayunaba el mastín-. Tiene pesadillas. No le doy de comer de noche para que no se duerma pero igual sueña despierto, el desgraciado. Sueña que me nombran comisario general, que me dan un despacho con aire acondicionado y lo dejo afuera.

– ¿Eso harías con tu noble mascota?

– Jamás van a ascenderme, Mareco. Son sueños de perro, nada más.