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TERCERA PARTE . Fábulas de Esopo

33

La Pecosa cantó esa madrugada mejor que la Tana Rinaldi en la década del ochenta. Probablemente el productor se la hubiera cogido gratis con la excusa de la fama y no apareciese más en su pobre vida, pero ella trinaba como si el pub de la calle Brasil fuera el Viejo Almacén y tuviera a Rivero de segunda voz.

Se alarmó al verme pero le dije que había venido nada más que a chuparme un scotch, el quinto de la noche si computaba los cuatro en el loft boquense de Gargano. La acaricié en un intervalo y siguió cantando como si yo no existiera, aunque antes ensayó una especie de disculpa por agarrárselas conmigo de vez en cuando.

– Te veo tan viejo, tan sin salida, que la furia me sube como un vómito.

– Es normal -la consolé-, la decadencia es un espejo fulero en el que nadie quiere mirarse.

– Pero me gustás -dijo, antes de zambullirse en el mundo de Celedonio Flores-: casi tanto como me gustaba el Chivo.

Sonó la primera nota de Malevaje y se perdió en ella misma. La ciencia progresa, es cierto, pero jamás podrá clonar a estos personajes -pensé, magro consuelo o reivindicación-. Supe que ya no iba a darme bola por el resto de la noche y apuré el scotch para irme. Tampoco sería jamás una Edith Piaf de fin del milenio en Buenos Aires, eso estaba claro, aunque cantara como un gorrión desvelado en los balcones de la noche. Me dio pena dejarla con ese público sin coraje para aplaudirla como se merecía, aunque entendí que retozaba en ellos como en charquitos de agua fresca, los necesitaba para mojar el pico y sacudirse con sus alas la mugre de cada noche.

Volví al auto y me quedé sentado un rato, con el motor en marcha. En cinco minutos llamaría otra vez a Gustavo para avisarle a su contestador automático, tan maricón como él, que estaba vivo. Me había negado a dormir en el piso del aborrecible refugio de Gargano, pese a su afectuosa invitación: un gruñido apenas inteligible que se le escapó antes de desmayarse con la botella en la mano y sin decir hasta mañana. El perro lobo me dejó salir a regañacolmillos, Gargano me había advertido que, si me iba, cerrara el portón de un solo golpe y todo su sistema de seguridad quedaría activado.

– Si cometés la equivocación de quedarte en Buenos Aires, esperame mañana a la tarde en el zoológico -dijo cuando todavía podía enhebrar sus pensamientos-, la última vez que estuve allí, fue para llevar a mi hija más chica: los leones y las cebras todavía eran municipales.

Pidió que no lo llamara al Departamento Central porque hasta las palomas del patio volaban con micrófonos y minicámaras de video.

– Pero mi consejo es que te vayas, Mareco. Yo soy poli y me las arreglo, pero vos estás demasiado expuesto.

A las cuatro en punto llamé a Gustavo. Esta vez atendió el teléfono, rabioso porque lo había despertado.

– Ya estás grande para perder la noche, viejo. Dejá de meterte donde nadie te llama ni te necesita y andá a dormir.

Prometí no joderlo más, aunque le aclaré que, con sus desencantados diecisiete años, Huguito era más responsable y solidario que él y seguramente me ayudaría.

– Pero no te preocupes si me matan, no cargues con la culpa.

– Por supuesto que no -dijo antes de cortar.

Tuve ganas de despertar a mi ex mujer y pasarle una factura de trasnoche por los hijos que había parido, no podía dormir y el mundo me daba la espalda. «Si me matan, que sea trabajando», me dije con tono heroico y empecé a dar vueltas con el taxi.

Pero hasta los asesinos duermen entre las cuatro y las seis de la mañana. Hay cambios de turno, se baldean las conciencias como las veredas y los bares, las ideas están puestas patas para arriba, escurriéndose, y el sol anda todavía en playa de maniobras. Buscando pasajeros en la ciudad desierta, me encontré estacionando en la terminal de ómnibus. En un rato empezarían a llegar los colectivos desde el interior, sólo había que quedarse a esperar el pique.

Apenas apagué el motor, un tipo de melena grasienta y bigote recortado eligió la puerta izquierda y no la de los pasajeros para acercarse al taxi.

– ¿Por qué paraste aquí, te quedaste sin gasolina? La dotación está completa.

– Pero si no hay un solo auto -protesté.

Se agachó, como para atarse los cordones de los zapatos. Cuando el coche empezó a escorarse, me di cuenta de que me había desinflado el neumático de la rueda delantera izquierda.

– Cambiala, si tenés auxilio, y andá a buscar un taller. Y acordate de que hay mucho clavo por aquí, podes lastimarte si volvés.

Cada vez que le pregunto al peón cómo hace para trabajar de noche sin terminar en una comisaría o tirado en una zanja, me responde con una sonrisa irónica y dice que es cuestión de abrir bien los ojos porque de noche todos los gatos son pardos, pero no me revela el secreto para lidiar con los dueños de las paradas o no confundir a un pasajero vip con un sicópata. De hecho, el tipo sobrevive, aunque a veces la recaudación nocturna no compense el sueldo que le pago.

Recién a las seis y cuarto recogí a un fulano bien vestido y apurado por llegar al Aeroparque, que habló todo el tiempo por su celular con agentes de bolsa en distintas partes del mundo, yuppies insomnes a los que daba instrucciones en inglés, italiano, alemán y hasta japonés. Mi único diálogo con él consistió en preguntarle si le había costado mucho aprender japonés.

– Menos que aprender a comer arroz con palitos -dijo, mientras me pagaba el viaje y buscaba unas monedas para el abrepuertas en el fondo del bolsillo.

– Sólo tengo yens -le dijo al croto que tendía su mano mendicante, y a mí-: Quédese con el vuelto.

– Buen viaje -le agradecí.

– Me conformo con que la bolsa de Tokio no se caiga.

34

Mi cita en el zoológico resultó un fracaso. Las fieras privatizadas ya no rugen si no se les paga con galletitas de marca. Y Gargano no apareció. Para colmo debió haber alguna jaula mal cerrada porque, cuando salí, un par de gorilas empezó a seguirme.

Lejos de intentar disimular, los simios sonreían cuando me daba vuelta con la esperanza de haberlos perdido o de que la cosa no fuera conmigo. Me metí en el metro y ellos detrás, aunque subieron en otro vagón. En la estación Pueyrredón me largué del tren un segundo antes de que cerraran las puertas y vi pasar a los dos gorilas en el vagón de atrás, que sin dejar de sonreír señalaron algo a mis espaldas, junto al kiosco de revistas, y me dijeron chau con las manos. Antes de retribuirles el saludo, me di cuenta de que varios presuntos pasajeros en la plataforma no habían abordado el tren que acababa de irse y sospeché, sagaz, que tampoco estaban allí para esperar el próximo.

Salté a las vías para cruzar a la plataforma de enfrente pero también de ese lado había por lo menos media docena de pasajeros extraviados, deseosos de preguntarme dónde había que bajar para las combinaciones.

Decidí entonces que el lugar más seguro era el túnel, corrí a zancadas sobre los durmientes diciéndome que esas cosas me pasaban por boludo, por creer que se puede ser amigo de un policía nada más que porque alguna vez fue compañero de clase en la secundaria. Todo indicaba que Gargano me había tirado a los perros, aunque después me enteraría de que a menudo lo evidente tiende a confundirnos, pobre sabueso de otro tiempo.

Nadie me siguió por el túnel, son incómodas y peligrosas esas persecuciones, sobre todo a la hora de mayor tránsito de trenes: no hay que olvidar que en la Argentina los mercenarios son por lo general empleados con relación de dependencia y tienen sus convenios laborales que respetar. Mientras corría, iba eligiendo los lugares en los que debería refugiarme en cuanto escuchara venir un tren, los huecos en el muro que usan los inspectores de vías, pero cuando debía estar a mitad de trayecto entre Pueyrredón y Facultad de Medicina empecé a sospechar que no tendría necesidad de meterme en ningún agujero porque el movimiento de trenes parecía haberse interrumpido.

Esa creciente sospecha me paralizó en medio de los rieles como una liebre encandilada. Por la curva y para desmentirme apareció entonces un tren, aunque muy despacio, tocando bocina y con la cabina del conductor superpoblada y no exactamente por empleados de la empresa. Podía volver sobre mis pasos pero en Pueyrredón estaría aún el desairado comité de bienvenida. Me quedé esperando, el tren se detuvo y vinieron por mí.

Los pasajeros de verdad, que también los había, se asomaron por las ventanillas y mis captores les explicaron a gritos que había un suicida interrumpiendo el servicio. Quise gritar mi nombre y el teléfono de Gustavo para que por lo menos se enteraran de que me estaban secuestrando, pero me taparon la boca con un pedazo de estopa que me produjo un principio de asfixia, mientras me avisaban en voz baja que si no me portaba como un chico bueno me acostarían sobre los rieles y darían orden de reanudar el servicio.

Los pulcros pasajeros, que volvían a casa agotados de agachar las cabezas todo el día en sus oficinas, no se privaron de insultarme. Por mi culpa llegarían tarde a sus cálidos hogares y no podrían ver los noticiosos o el teleteatro de la noche. Métanlo preso y cóbrenle una multa, llegó a sugerir sin dar la cara uno de aquellos metódicos contribuyentes. Debo reconocer que a esa hora los trenes van llenos, los tipos viajan hacinados y sin ninguna esperanza de cambiar de vida, excepto embocar la remota alquimia de ligar el pozo de alguna lotería, zanahoria de plástico que los mantiene vivos y aportando religiosamente a los planes de pensiones. El sordo deleite de ver cómo conducen a un congénere al matadero no debería depender de una escena callejera librada al azar: tendría que estar consagrado explícitamente en el texto de la Constitución, para que nadie se prive de saber lo que le espera si desobedece las instrucciones que la señorita maestra nos marcó a fuego ya en la escuela primaria.

El segundo acto de la pesadilla se desarrolló también bajo tierra, en alguna catacumba a la que llegué desmayado por la asfixia y un par de patadas de elefante en el estómago, que recibí sin necesidad de pasar otra vez por el zoológico.

Una luz muy intensa sobre mi cabeza y tipos con gafas negras y mascarillas de cirugía: aquello no era un quirófano, aunque la posibilidad de que me despanzurraran sin anestesia tuviera serias chances de concretarse.

No me hicieron una sola pregunta, ni tuve la oportunidad de oír sus voces. Me habían sentado en una silla de respaldo recto y enervado por cables de cobre, versión criolla de la eléctrica que todavía usan en algunos estados de Norteamérica para ajusticiar a los asesinos que olvidaron graduarse antes en Harvard. Tenía las manos atadas por detrás del respaldo y un trapo a modo de mordaza sobre la boca abierta, como el frenillo de un caballo, que me impedía hablar sin cortarme del todo el aire.

Silencio de bóveda en aquella tumba sin nombre ni flores que, en algunos de sus socavones, Buenos Aires conserva como plazas secretas con sus altares rituales en los que, de tanto en tanto, un sacrificio mantiene encendida la llama votiva de la infamia.

Curiosidades del cerebro, computadora desquiciada que se resiste a ser integrada en la Internet: por los efectos de alguna droga o por la falta de oxígeno, me acordé de que ese mismo día el Papa llegaba por primera vez en visita oficial a Cuba para darle la comunión a Fidel. Esos dos viejos chotos debían estar saludándose como boxeadores demolidos después del combate más largo del siglo: creyéndose campeones seguramente morirían y yo, por no tener un televisor a mano, me estaba perdiendo los primeros planos de sus crapulentos rostros frente a frente y mirándose en el espejo de sus pecados mortales, sin confesión capaz de salvarlos de la hoguera.

Una puerta se abrió con violencia a un costado. La luz sobre mi cabeza se apagó y una silueta se recortó bajo el marco, agigantada por la fuerte iluminación del pasillo.

– Estás muerto, Mareco -dijo la silueta, imitando la voz de Dios.

35

Me interrogaron durante horas, aunque la longitud del interrogatorio no obedeció a la cantidad sino a los mil distintos modos de hacerme la misma pregunta: qué buscaba. No me electrocutaron porque, según dijeron, al ministerio le habían cortado la corriente trifásica por falta de pago, algo que jamás habría sucedido cuando la empresa de energía era pública, porque entonces el Estado era uno solo y el interés nacional primaba sobre el puro mercantilismo. En cuanto me quitaron la mordaza, les pregunté en qué ministerio estábamos y el que tenía voz de Dios me dijo que en el de idiotas, subsecretaría de boludos que todavía creen en la democracia.

– Ya no hay estabilidad en la función pública, todo es trabajo temporal -dijo Vox Dei-, a mí, por ejemplo, me tomaron full time para interrogarte pero tuve que firmar un contrato basura, sin cargas sociales y aportes en caja de autónomos a mi cargo. -Me dio una bofetada-. Por tu culpa pierdo guita. Me prometieron un buen premio y vacaciones si hablás rápido, así que inventate algo que los de arriba puedan creer porque no me quiero quedar sin esos beneficios.

Nueva hostia, mientras uno de los enmascarados cebaba mate y el otro leía la sexta de La Razón. Vox Dei estaba a cara limpia, el suyo era uno de esos rostros que pueden encontrarse por la calle como producidos en serie y exhibidos de oferta en las góndolas de los supermercados: cetrino, redondo, ojos achinados y bigotes finos que le chorreaban por las comisuras como manchas de tuco. Cuando no pegaba, fumaba, a pesar de que el médico le había prohibido el cigarrillo.

– Pero con este oficio de mierda no veo la luz del día y casi no tengo oportunidad de tratar con gente: hablo con los muertos, como un médium, muertos pelotudos que se hacen los mártires en vez de desembuchar lo que arriba quieren oír y así podemos irnos todos, nosotros a casa y los muertos a sus tumbas.

Cachetazo del revés. Tenía la boca llena de sangre, como en el dentista, y cada bife me enterraba un poco más en un pozo de semiinconsciencia. El enmascarado que leía el diario señaló algo con el dedo en una página y habló por primera vez.

– Che, acá dice que «el ministerio de Economía habilitó las partidas del presupuesto para el abastecimiento integral de energía a las reparticiones del Estado». Fijate si tenemos trifásica -le indicó al que cebaba mate.

– Me parece que sí -dijo el otro, con el termo todavía en una mano, después de abrir una caja empotrada en la pared.

– Dale carga -ordenó Vox Dei.

El del termo bajó una palanca. Un rayo me partió la espalda, puso mis testículos en una licuadora y pateó mis sesos como a una pelota de trapo. Volvieron a llenarme la boca con estopa para amortiguar mis gritos.

– «Si todos contribuyéramos a bajar un poco el nivel de contaminación sonora, podríamos vivir en una ciudad mejor» -dijo Vox Dei, repitiendo la apelación de una campaña publicitaria de la municipalidad porteña-. Dale carga.

Con la segunda aplicación pude ver desde el cielorraso a un pobre tipo idéntico a mí, atado a una silla eléctrica del Tercer Mundo, con lo que me aseguré la participación en el siguiente libro de Víctor Sueyro sobre vida después de la muerte, capítulo dedicado a testimonios sobre la transmigración de las almas.

Pero la ultratumba tiene también su burocracia y me debe haber faltado completar o sellar un formulario porque aparecí de regreso en el mundo de los vivos. Estropeado, debo reconocerlo. Tanto que cuando abrí los ojos estaba internado en terapia intensiva del hospital Fernández, medio en bolas sobre una camilla, canalizado por cuanto orificio podía permitir el ingreso de alguna sonda y con una sed de fedayin perdido en el desierto. Lo primero que vi fue la botella de suero colgada sobre mi cabeza, después un monitor transmitiendo en directo desde la bolsa de valores de mi cuerpo que amenazaba con cerrar en baja y hasta con un probable crack, y por último, antes de volver a perder el conocimiento, una ventanita en la que se recortaban los rostros de mis dos hijos. «Huguito, Gustavo», dije sin mover los labios.

Los despelotes en que se mete un padre para que los hijos le den bola, viejo choto, verde, perdido, que como tantos otros en el estribo de la vida se emocionan y saludan desplegando pañuelos a los que quedan en el andén. Como si fuera tan fácil. Acordarse del resto del mundo recién cuando el tren arranca y pretender entonces abrazar a quienes no están allí para despedirnos.

De que mi cerebro todavía funcionaba con pilas prestadas me alertó el siguiente sueño: vi al Papa y a Fidel en la Plaza de la Revolución, en La Habana. Se besaban en la boca. El pueblo estaba de rodillas y los gusanos abandonaban en masa sus capullos en Miami, transformados en mariposas rosadas con hoces y martillos decorándoles las alas.

36

No volvería a ver juntos a mis hijos en el hospital y me pregunto si no habrá sido una alucinación montada en el video-clip de mi secuestro. Sin embargo Huguito retomó el colegio, «no quiero terminar como el viejo, mejor estudio», dijo Gustavo que se justificó Huguito cuando le dio la noticia en el hospital.

Estuve tres días en terapia intensiva y una semana más en clínica general, donde me visitaba todas las mañanas un tipo con cara de loco para enterarse de por qué me había querido tirar bajo las ruedas del metro línea D. Insistí cada mañana en que lo mío no había sido intento de suicidio sino una flor de apretada, en la que no se habían ahorrado costos de producción y desmentía los esfuerzos por bajar el gasto público en que afirmaba estar comprometido el gobierno. Fue inútil. Aquel especialista en estados alterados de la mente no quería escuchar razones que no tuvieran que ver con sus preconceptos, el sueldo de estos tipos debe ser escaso, y las condiciones de trabajo, humillantes: lidiar con melancólicos y sicópatas para después volver a casa o irse a jugar al tenis no debe ser cosa que se arregle con trescientos mangos por mes, pero sus interrogatorios me parecieron una manera de preguntar por otros medios lo mismo que mis secuestradores: qué buscaba. A Vox Dei y sus arcángeles con mascarilla se les había ido una vez más la mano con la electricidad y ahora mandaban a un artesano, un tipo que reemplazaba los patadones de la trifásica por shocks químicos y groseras descalificaciones de mis intentos de alegar racionabilidad.

La descalificación de los débiles está en la base del éxito del sistema, me dije para consolarme, aunque lo decisivo para mi recuperación fue la visita de Pecosa.

– Me enteré de que estabas muerto y vine a traerte flores -me despertó una tarde, fuera del horario de visitas, y me explicó cómo me había encontrado-. La caba, que también hizo la calle, además de enseñarme los trucos del oficio prometió cuidarme sin cobrar un mango si me agarro una sífilis o el sida. Ella me avisó que estabas internado y me contó tu historia, pero yo no me trago que te hayas acostado a dormir la siesta sobre los rieles del metro.

– Sin embargo el siquiatra compró esa fábula y pretende escribir con ella el libro de mi vida.

– Los siquiatras son todos unos hijos de puta, son más nazis que la pasma. A las putas quieren convencernos de que el rufián reemplaza la figura del padre ausente y de que buscamos en las calles lo que otras buscan en la religión, la literatura, el tejido crochet o el estudio de los sueños.

Acomodó las flores, una docena de claveles mustios, sobre la mesa de noche junto a mi cama, y me dio la noticia.

– Firmé contrato. Me voy de gira.

– ¿A cantar tangos?

– No, a ligarme campesinos. Hacés cada pregunta, Mareco, ¿qué remedios te están dando?

Con un beso me acomodó el corazón, que hasta ese momento había estado mustio como los claveles. Se había borrado las pecas, se sentó a mi lado y canturreó un popurrí de milongas de Manzi y tanguitos de Discepolín.

– Lindo repertorio -le dije-, ¿te vas a Europa?

– Puede ser, pero antes voy a pasar por Bragado, Chivilcoy, Nueve de Julio, Toay… toda la pampa húmeda y la seca.

– Vas a triunfar, piba -le dije, paternal-: el Chivo estaría orgulloso de vos.

– Si el Chivo viviera sería mi manager y terminaría explotándome -dijo con una mueca de disgusto, que en seguida suavizó el recuerdo-. Pero es cierto, estaría chocho, él me dio manija para que cantara en ese tugurio de la calle Brasil, yo no quería saber nada con enfrentar al público, soy muy tímida.

Nos reímos y seguimos hablando del Chivo. Si la Peco sa llegaba a ser estrella como él, se cuidaría muy bien de las amistades, «la plata no trae amigos sino moscones, como el alumbrado público en los pueblos», dijo.

– Pero de vos me voy a acordar, Mareco, viejo choto. Te juro que voy a extrañar tus carnes abombadas y ese chamuyo con el que Azucena Maizani hubiera caído rendida a tus pies.

– ¡No me digas que escuchás a la Maizani!

– ¿Y de quién te creés que aprendí a cantar?

Volvimos a reír, la Pecosa empezó a cantar bajito y yo la acompañaba haciéndole la segunda voz. La caba, su amiga e instructora, no necesitó orden del juez para expulsarla de la sala.

– Chau, Mareco, no dejes que te maten -dijo la Peco sa antes de irse-. El Chivo fue un grande. Después de eso, ya no soportó mirarse en el espejo. Por eso se cruzó de brazos y esperó que lo fueran a buscar. Vos nunca fuiste nadie pero tenés dos hijos que todavía te bancan con su afecto.

– Uno es puto.

– ¿Y qué? Por ahí te hace abuelo, te llena la casa de putitos. No te quejes, abrazalos mientras puedas, no des nunca cátedra, Mareco, y comprá mis compactos cuando sea famosa, ponelos a sonar en el taxi, dejame que con mi canto camine con vos por Buenos Aires, cuidate.

La caba se la llevó a la rastra, las vi irse como gatas por el pasillo de la sala de hombres, frotándose entre susurros que parecían ronroneos. Apagaron la luz pero me quedé toda la noche despierto, pensando en la odisea del Chivo, sus patéticos esfuerzos por encontrar a alguien que lo hiciera feliz. Pero la desolación y el abandono que había sembrado lo esperaron a la vuelta de la vida, como mascotas fieles que jamás pudo quitarse de encima.

Al otro día me dieron el alta, con una orden del siquiatra para que lo visitara una vez por semana en consultorios externos. La enfermera que me despidió esa mañana me pidió que no faltara, «hay grupos terapéuticos que coordina el doctor Velázquez -dijo, por el siquiatra empedernido-, es importante que se reúna con gente con su misma problemática». Pensé que sería interesante estar con otra media docena de tipos y minas que anduvieran tratando de averiguar por qué murió como murió el Chivo Robirosa, podríamos trabajar en equipo o por lo menos formar una especie de club de admiradores.

Huguito vino a buscarme al hospital, conduciendo mi taxi.

– Alegrate, viejo, tengo trabajo -dijo-, y vos sos mi patrón.

37

¿Pero qué buscaba?

Ni bajo tormento habían obtenido de mí una respuesta. Y tampoco creí entonces que el siquiatra del hospital ni su grupo de rayados terapéuticos fueran a darme una mano para encontrar la verdad. Ya no se estila, además, jugarse la vida por saber qué le pasó al otro. Todo el mundo se mira el ombligo, hasta el más piojoso cree ser el centro del universo, todo el día le dicen por la tele y la radio que el pobre tipo es importante y el pobre tipo se la cree. Aunque lo estén triturando, aunque estén haciendo harina con sus huesos y pan rallado con su conciencia.

El Chivo Robirosa no quería morir. A lo mejor se dejó estar y llegó al borde, pero cuando vio el abismo se le cruzó la tentación del arrepentimiento. Alguien, entonces, le pegó el empujón y se quedó viendo cómo trastabillaba y se iba al fondo.

«Los de arriba» no volvieron a molestarme. Vox Dei debió elevar su informe: es un capullo de cuarta, no sabe nada, insistir con Mareco es gasto público desperdiciado. Y los que en despachos alfombrados deciden sobre vida y muerte de los contribuyentes se quedaron tranquilos. Hay tanta cosa importante de qué ocuparse, tanto cargo y negocio para repartir.

Huguito consiguió ponerme los pelos de punta cuando dijo que a él no le molestaba la elección sexual de su hermano.

– Son fantasmas tuyos -me acusó-, los viejos cargan mucho lastre del pasado. Hay que soltarse, vivir la de uno y dejar vivir al otro. Además el zapatero es de Vélez, un tipo listo.

– ¡Es capaz de habértelo presentado! -me escandalicé.

– Por supuesto, y fuimos los tres a la cancha el domingo pasado, a ver cómo San Lorenzo caía de rodillas tres a cero.

A lo mejor buscaba encontrarme con un Chivo sobreviviente de su propia muerte, decirle mirá lo que me pasa, no entiendo nada, che, qué desubicación vivir tanto. Contame vos, que anduviste por el mundo, de qué se trata. Dame el manual de instrucciones de este tiempo, cómo se usa y cómo se apaga para poder acostarme tranquilo, dormir en paz.

En mi contestador encontré por lo menos media docena de mensajes de Charo. «Quiero verte, Mareco, llamame.» En cada mensaje crecía la ansiedad de su voz, y en el último me rogaba llorando que la llamara urgente. Pero dejaba un teléfono en el que nadie respondió.

También Gargano había dejado su mensaje: «No vayas al zoo, Mareco; los leones están cebados», me había advertido media hora antes de nuestra cita. Si yo hubiera pasado primero por casa, en vez de ir directo a poner la cabeza en la boca del león. Lo llamé a su oficina y al celular pero nada, en el Departamento Central me dijeron lo de siempre, que estaba en comisión y no podían informarme, el celular estaba apagado.

Como a los escombros de un florero valioso que se tira al pasar junté el coraje que me quedaba, con la pretensión de volver a ser el de antes. Llamé a un abogado que encontré en las páginas amarillas de la guía telefónica y le dije que quería denunciar ante la justicia que mi internación en un hospital público por intento de suicidio había sido una farsa para tapar un secuestro ordenado por el Estado.

– El problema es que estamos en enero, hay fiesta en tribunales -se atajó el avenegra, que debía estar armando las valijas para volar ese fin de semana a Punta del Este-, un juzgado de turno tomaría su denuncia para encajonarla hasta febrero y en febrero iría a parar por sorteo a otro juzgado; recién entonces van a llamarlo a declarar y de ahí a que empiecen las actuaciones ya llegó el siglo veintiuno, pero no se desaliente, si quiere lo intentamos, confiar en la justicia es lo único que nos queda.

Le di las gracias por su mensaje de esperanza, colgué sin decirle siquiera cómo me llamo y fui a buscar a Gargano a su loft en el colorido barrio porteño de La Boca.

Golpeé al enorme portón pero nadie salió a abrirme, sólo respondió el perro desde adentro con unos aullidos lastimosos de mastín en apuros. Me conformé pensando que quizás su dueño volviera más tarde y me fui a caminar por la romántica ribera del Riachuelo. Me crucé con turistas yanquis, alemanes y los infaltables japoneses ametrallando el mundo con sus minoltas, todos fascinados con la decadencia de las barcazas, el aire húmedo y gris, el puente Avellaneda a punto de quebrarse sobre la cloaca a cielo abierto que parte en dos a la ciudad exhausta y contaminada, los mendigos y los pibes villeros que, en un inglés que ellos mismos se habían inventado, se ofrecían a mostrarles todo el barrio por cinco dólares, logrando que los gringos se rieran y les tiraran monedas.

Cuando volví al loft de Gargano ya era de noche y no me respondió ni el perro. No parecía haber manera de entrar en esa fortaleza y no lo habría intentado si el silencio del mastín no hubiera despertado mi curiosidad. En vez de complicarme tratando de entrar por el único ventanal a la vista, con el peligro de darme un porrazo, activar las alarmas y terminar preso o mordido por la mascota carnívora que despertaría de su siesta, llamé a las puertas de las casas vecinas. Después de dos negativas, en la tercera casa me atendió una abuela que parecía pintada por Quinquela.

– ¿Usted se llama Mareco? El señor de al lado me deja siempre la llave y esta vez me dijo que se la prestara sólo a usted, si venía cuando él no estaba.

Me contó que lo había visto por última vez quince días atrás, por lo menos, muy bien no se acordaba.

– La cabeza ya no da, hijo, una se acuerda de lo que pasó hace mucho tiempo, todo lo que se quiere olvidar está ahí, fresquito, como si hubiera sucedido ayer. Pero de lo que realmente pasó ayer, nada.

Se quedó mirándome como avergonzada, después bajó la cabeza, se secó las manos en el delantal que llevaba abrochado sobre la falda negra del batón y me hizo pasar al zaguán de la vieja casa. Había una sala, a continuación del zaguán, y un patio cuadrado y amplio, con macetones de color ladrillo y plantas exuberantes.

– Perdone el desorden -se excusó buscando la desmentida y hasta el halago, porque todo lucía tan en su lugar y tan limpio-, no sé si gusta tomar algo.

Le dije que no, algo turbado; sólo quería tener alguna noticia de mi amigo, «hace mucho que no lo veo», le expliqué. Volvió a mirarme a los ojos y se animó a pedirme una identificación, aunque debió avergonzarla mi gesto de sorpresa.

– Lo que pasa es que anoche vino gente -confesó recién entonces con un suspiro, como descargándose de un peso sobre sus espaldas pequeñitas y frágiles-. Un matrimonio de apellido Fernández, que también dijeron ser amigos del señor. Les di las llaves porque me parecieron muy correctos, muy educados. Estuvieron un rato allá adentro, no sé qué hicieron, la verdad, ni me interesa, me devolvieron las llaves y me dijeron que ya no me preocupara por darle de comer al perro.

– ¿Al perro…?

– Cuando el señor Daniel falta unos días, siempre me pide que le dé de comer a Margaride.

Pobre Margaride. Nombre de comisario para un sabueso que debió contemplar con más estupor que ferocidad al matrimonio Fernández revolviendo el loft como en una tienda de liquidación. La misma mirada canina, seguramente, que la de la anciana pintada por Quinquela cuando entró conmigo y empezó a toser por el olor a combustión y vio ese desastre, muebles tirados desde el entrepiso a la planta baja, papeles desparramados por el galpón, la heladera volcada y los alimentos saqueados como si hubiera sido invadido por un batallón de hambrientos, y en medio del galpón el Kaiser Bergantín del Chivo que los Fernández dejaron con el motor en marcha, sin quedarse a ver cómo el perro soltaba, con la mirada melancólica de esperar al dueño, su último gruñido.

Llamé al comando radioeléctrico y recién a los quince minutos apareció despacio un patrullero. Los polis no podían creer que ahí viviera un comisario, consultaron por radio y les dijeron que ése no era el domicilio de Gargano.

– Sin embargo acá dormía últimamente -intenté explicarles-, y hace quince días que ni la señora ni yo tenemos noticias de él.

Claro que no iban a dar crédito a lo que les dijeran un suicida recién dado de alta y una jubilada. Siempre me pareció inútil hablar con la policía, no tienen cerebro sino archivos y miran a la gente por la calle como a reos en una rueda de reconocimiento. Me pidieron que me fuera a dormir, sin siquiera tomarme declaración. Gentiles pese a todo, invitaron a la anciana pintada por Quinquela a que volviera a su casa.

Les costó separarla del perro muerto. Sentada en el piso, acariciaba su cuerpo como a esos recuerdos que su memoria se empeñaba en mantener con vida, sólo para ella.

38

Desaparecidos Charo y Gargano, la única figurita que quedaba en circulación era yo. Me preocupó pensar que, de algún modo, había tenido suerte en que mi secuestro hubiera sido obra de empleados públicos y no de mano de obra privada. Todavía la ineficiencia y burocracia estatales le salvan el pellejo a más de uno, no por razones de respeto a los derechos humanos sino porque los distintos organismos del Estado actúan como borrachos meando en una esquina, cada uno descargando para su lado y sin importarles de dónde sopla el viento ni a dónde va a parar el chorro.

La muerte del Chivo adquiría así una dimensión trágica que no había imaginado cuando fui por primera vez al puterío de Constitución, en busca de alguna pista que me desvelara los orígenes de su borratina. Mi investigación amateur había desencadenado una sorda tormenta, un escándalo de penas y ocultamientos que no iría a salir nunca en las primeras planas de los diarios. Ahora tenía que llegar al fondo de aquel asunto, no ya por mí sino para que gente que, como Charo y Gargano, había aceptado su muerte como una consecuencia natural de sus chambonadas, no terminara pagando un pato que no había ordenado.

No me resultó sencillo conseguir la dirección desde la cual Charo había hecho sus llamadas de auxilio, esos datos no se le dan a cualquiera. Pero un amigo de Gustavo que trabajaba en la Telefónica me consiguió una sábana con todos los llamados recibidos y el domicilio del abonado original. No era Charo, porque seguramente ella habría alquilado de apuro ese departamento en Almagro, apenas murió la madre y decidió huir de Chascomús con los hijos.

El departamento, a dos cuadras de Medrano y Rivadavia, estaba cerrado. Los vecinos que aceptaron hablar conmigo dijeron que habían visto mudarse allí a una señora con sus hijos adolescentes, aunque lo único que recordaban de ellos era el volumen en que a toda hora atormentaban al consorcio con su equipo de música, capaz de hacer saltar los sismógrafos y de sacar de quicio a un sordo. Gracias a Dios, dijeron, hace un montón de días que no aparecen por acá, si usted es amigo o pariente, dígales que en este edificio somos toda gente de trabajo que se levanta temprano y necesita dormir.

No podía irme con las manos vacías, el tiempo apremiaba y la vida de Charo y hasta la de los pibes podía estar en peligro. Decidí invertir unos pesos en minar las doctrinarias defensas del portero. La generosa propina y el trato respetuoso de «señor encargado» vencieron sus resistencias iniciales y terminó contándome del matrimonio Fernández que se había presentado una noche, muy tarde, afirmando ser parientes de la inquilina y que ella había tenido un accidente en la ruta con el auto, «nada grave», le dijeron, «pero está internada y necesitamos llevarle algunos efectos personales, claro que la llave de su departamento se perdió en el accidente, el auto quedó hecho un desastre, usted no se imagina, parece mentira que se haya salvado». Además de opinar el señor encargado que el matrimonio en cuestión lucía legítimamente preocupado, no vacilaron en apostar fuerte a su bonhomía con un billete nuevo de cien que le cambió la cara como una operación de cirugía estética.

– Lástima que Charo no tuviera auto -le dije mientras subíamos en ascensor al décimo piso y de ahí, por una escalera oscura, hasta el décimo primero-. Ni siquiera sabía manejar.

Poco le importó al sujeto mi precisión, «pudo haber sido otro el que condujera», dijo con la soltura del que no admite que le cambien su versión de la historia porque de ella depende que su conciencia siga dormida. Empezó a transfigurarse en cuanto abrió la puerta del pequeño departamento en el piso once. El mismo desorden del galpón de Gargano en La Boca, el matrimonio Fernández dejaba su sello adonde fuera, habría que tenerlo en cuenta antes de invitarlos a cenar a casa. Aquí no había perros ni gatos, pero pagó la cuenta un canario, al que degollaron en su propia jaulita del lavadero con un cuchillo de cocina que dejaron sobre la mesada, ensangrentado. Una manera como cualquiera de decirle a Charo: «Vinimos a verte y no te encontramos, volveremos».

– Ritos satánicos -dijo, cuando vio al canario degollado, el imbécil que me había abierto la puerta y que en mi escala de valores volvió a ser el portero. Me preguntó si debería llamar a la policía y le respondí que hiciese lo que quisiera, era inútil buscar nada allí, dirían que se trataba de ladrones comunes, cerrarían y volverían a la comisaría antes de que se enfriara la pizza, ni siquiera habría una faja judicial sobre la puerta porque en enero la justicia está de vacaciones.

Un perro asfixiado, un canario degollado… los Fernández iban dejando sus autógrafos. Por las dudas, volví a llamar a Gargano a su trabajo pero en el Central no se salían de la fórmula. Busqué en la guía telefónica otros Garganos, a lo mejor tenía parientes que pudieran haberlo visto después que yo, pero había tantos homónimos que me desalentó la sola idea de llamar a uno por uno. Tampoco tenía idea de la vida familiar de Charo, aunque supuse que, muerta la madre, sólo le quedaban los hijos. Y no había amigos comunes a los cuales acudir.

Los minutos corrían como las fichas en el reloj del taxi que Hugo se había empecinado en conducir, para ganarse unos mangos cubriendo mi turno. Yo me había convertido en un pasajero sin destino cierto, resignado a pasearse por las calles de la ciudad infinita buscando rostros conocidos, señales de náufragos a los que nadie excepto yo daba por perdidos. Volver a mi departamento no parecía lo más inteligente, el matrimonio Fernández andaba suelto y en busca de su tercera mascota, y para colmo yo no podría conformarlos con esas ofrendas, no tengo animales que me esperen para mover la cola, ronronear o trinar cuando entro solo y cansado de dar vueltas a la calesita porteña.

Deduje que las visitas de la simpática pareja al loft de Gargano y al departamento de Charo habían sido modos de ir acercando el bochín para la carambola final, y que yo era entonces la tercera mascota, la que justificaba y cerraba el juego. Mi secuestro con apariencias de arresto y mi reaparición en un hospital público con patente de suicida recuperado, los habría alertado sobre la inconveniencia de ir directos al grano, por lo menos hasta que el grano hubiera sido examinado por los expertos del Ministerio del Interior y desechado por híbrido. Ahora, y con sólo dejar pasar unos días, yo estaría nuevamente a su entera disposición y podrían apretar la tecla delete con mi entera y magra biografía, se sabe que tarde o temprano los suicidas vuelven a las andadas.

Pero si la deliciosa pareja especializada en visitar casas de amigos ausentes no me encontraba pronto, quizás se tomaran revancha con Charo o con Gargano, o con ambos, si ya no lo habían hecho. Y eso, suponiendo que los pibes de Charo estuvieran a salvo, lo que tampoco me constaba. Tenía entonces que encontrar la manera de reunirme con los Fernández.

Y el modo más directo de lograrlo fue volver a mi departamento.

39

Era un 31 de enero, aniversario de casamiento de mis padres. Esto no parece agregar nada porque mis viejos ya no están para cuidar que el nene de cincuentisiete años no se meta en laberintos de los que después no puede salir. Pero cuando el tiempo apremia y las brújulas enloquecen porque nos internamos entre los campos magnéticos de la muerte, la infancia aparece como una isla brumosa y apacible en medio del mar negro, de la noche sin estrellas, de la tempestad que nos encierra en un círculo de baja presión como en una casa vacía donde nos van cerrando las puertas y tapiando las ventanas.

Pensé en ellos como en guardianes de un faro que todavía pudieran enviarme señales de afecto y protección desde la dichosa isla, entré en mi departamento esa noche y encendí la tele.

En un canal de cable por el que transmiten viejos programas de la televisión en blanco y negro, pasaban un teleteatro de éxito en la década del sesenta, La familia Falcón, una comedia moralizante al estilo yanqui pero con argentinos -Pedrito Quartucci, Elina Colomer y Roberto Escalada-, auspiciada por la misma marca y modelo del auto norteamericano que en la década siguiente usarían los chupadores de gente para llevarse a sus víctimas y despedazar sin misericordia a la familia unida, núcleo de nuestro ser nacional y del teleteatro en cuestión. «Juntitos, juntitos -decía la letra de la canción con que se abría y cerraba el programa-, unidos descubrieron lo hermoso que es vivir de una ilusión.» Ilusión rimaba con Falcón, que -sin acento- es el modelo del coche en el que pocos años después irían a llevarse «al hombre con su esposa, cuatro hijos y hasta un tío solterón». Bomborombón.

El tiempo pasa y el zorro pierde el pelo pero no las mañas, dicen en el campo. Los viejos viven de fantasmas, dice Huguito y le parece bárbaro que Gustavo se case con el zapatero porque es hincha de Vélez. Hoy el parque automotor se ha renovado y el fordfalcon es una pieza de museo, auto de pobres que pasean orondos a la patrona, la abuela, los ocho pibes y el perro, con el mismo desparpajo e inocencia que si salieran a dar la vuelta dominguera en una carroza fúnebre.

La noche iba a ser larga con tanta resaca. No es que me obsesione el pasado, habiendo tanta cosa linda en el presente, tanta flor y pajaritos revoloteando y amaneceres en el campo. Pero también el pasado anda dando vueltas por el aire, como las palomas del conventillo de Constitución espantadas por el tiro que acabó con el Chivo. Parece que nadie duerme tranquilo en la Argentina aunque todos digan yo no fui. La gente saca a pasear al perro sin darle tiempo a que encuentre un buen lugar para arquear el lomo, flexionar los cuartos traseros y cagar sin que lo apuren, soñando con los ojos abiertos en que la preciosa dálmata de la otra cuadra por fin le da bola. No, hay que volver rápido a casa, mirando atrás a cada paso, atentos a los ruidos y apartando, como a un chorro que viene a pegarnos un navajazo, al tipo que se acerca a pedir fuego o a preguntar dónde queda la calle Cochabamba.

Cambié de canal. Con los sesenta del cable y mis propias imágenes armé un zapping existencial, un videoclip con gente riendo, cogiendo y cayendo acribillada, con escenas de playa y explosiones con cuerpos despedazados y tipos muy circunspectos hablando del tiempo, la corriente del Niño, los fundamentalistas de Argelia degollando pobladores como gallinas, la crisis en los mercados asiáticos y los talibanes en Afganistán amenazando al camarógrafo de la CNN con sus fusiles franceses, americanos o rusos -a las armas argentinas ya nadie las quiere porque se disparan por la culata-. La noche se escurría como un vaso de whisky con hielo de la mano de un muerto.

Temí que no fueran a buscarme: ya habían ido antes, aunque no los mismos, claro, pero tal vez ahora se las arreglaran sin mí o habían perdido la curiosidad o esa compulsión por las visitas nocturnas que en todo el mundo tienen los fascistas. Afeitado y sin visitas me iba emborrachando, al otro día Huguito tenía exámenes y yo había quedado en cubrirle su turno sin descontarle un centavo, «no me hagas trampas, viejo, las leyes laborales protegen a los estudiantes: levantá pasajeros, no dejes de seña a la gente en las esquinas y tratalos bien, sonreíles por el espejito como si el mundo fuera todavía un lugar habitable», me había pedido el hijo adolescente que quince días antes salía de noche y dormía después jornada completa y horas extras.

Tapé la botella, apagué la tele y decidí que era hora de ir a la cama.

Pero al diablo no se lo convoca en vano, y cuando se lo llama, por lo general viene. Uno no puede hacer los conjuros, revolear los polvos, pronunciar las invocaciones y acostarse como si nada. Me acordé del Rabi, gurú a trasmano, viejo cabrón y embustero y encima sabio que me lo había advertido como si mi vida, de tanto mirar la tele, estuviera ya condensada en un video y él sólo la hubiera puesto a correr en la casetera.

Tocaron el timbre y casi en seguida golpearon a la puerta. Con alguna impaciencia pero con respeto, todavía.

– Ya voy -dije.

Pero no fui. Y empezaron a las patadas, «sabemos que estás ahí, Mareco, abrí, si no querés salir lastimado», dijo una voz de hombre, «no hay escaleras de incendio como en las películas», voz de mujer, «queremos charlar, tomar un trago». Les pedí que se fueran o llamaba a la policía y conseguí que el chiste les cambiara el humor: «este Pinocho», dijo el hombre. Cuando escuché que deslizaba una llave en la cerradura me prometí que a la portera, ese año, minga de propina. Una seca patada de karateca hizo volar limpio el pasador y en la puerta se recortó la silueta bifronte del matrimonio Fernández.

– ¿Quién de los dos sabe karate? -pregunté.

– No es karate, es kung-fu -aclaró Araca, sin jactancia.

40

No eran marido y mujer en el sentido estricto, sino dos pájaros promiscuos que debieron encontrarse en pleno vuelo migratorio y decidieron volver juntos a los sórdidos nidos del sur.

Dubatti no se había olvidado de mí, a pesar de que nos habían presentado treinta años atrás.

– Muy amigote del Chivo -le dijo a Araca-. Por vocación y estructura genética, un boludo. Aunque peligroso, si sabe algo, como mono con revólver.

Pero el revólver lo tenía él. Y me ponía nervioso apuntándome.

– Estás igual -dije, para congraciarme.

– Vos no, vos estás arruinado, Mareco. Por eso no te reconocí en el Costa Feliz. Y ahora me entero de que, con cincuenta y siete pirulos, vivís de la renta de un departamento de dos ambientes y de la recaudación de un taxi modelo noventa. Qué fracaso.

– Y de mi jubilación.

Se rió con ganas, mientras Araca revisaba el departamento.

– Ya estuvieron antes aquí, me dejaron todo hecho un desastre, ¿qué quieren ahora?

– Nosotros somos de otra inmobiliaria -dijo Araca.

Abría los cajones y sacaba papeles para revolearlos con impaciencia.

– Me llevó dos días ordenar las boletas de los servicios y los comprobantes de pago de impuestos, ¿qué buscan?

Dubatti me empujó sobre el sillón en el que miro la tele o hago sentar a las visitas, y me puso el caño de su revólver en el entrecejo.

– No te hagas el gracioso, Rolandorrivas. Dame la agenda.

– No la tengo. Quedó en el auto que alquiló Gargano en Mar del Plata. Ustedes, o los de la otra inmobiliaria, se la llevaron con el coche.

Amartilló el revólver. Vi girar el tambor, allá en la punta de mi nariz, y sentí el olor del aceite con que estaba lubricado.

– Se me va a escapar un tiro en cualquier momento -dijo.

– Acá no hay nada -anunció Araca, agitada-, matalo y vámonos a tomar una cerveza, estoy sedienta.

– Pero es la verdad.

– No quiero la verdad, quiero la agenda.

– Pregúntenle a Gargano, la policía nunca miente.

– Gargano ya no está para confirmar tus dichos -anunció el asqueroso de Dubatti-. Además, no busco la agenda que te atreviste a robar de la habitación del hotel como un chorrito miserable.

– Queremos la otra -completó Araca.

Otra vez muerto. No tenía manera de aplacar a ese par de hienas cebadas. La agenda del Chivo, su diario loco personal, eso buscaban. Me sentí un imbécil por no haberme dado cuenta de que allí estaba la respuesta. Y esa agenda había vuelto a manos de la Pecosa, y la Pecosa andaba de gira por el interior de la provincia, cantando tangos.

– ¿Qué hay en la agenda del Chivo que les interesa tanto?

– La quiero de recuerdo -dijo Araca.

– Tenés razón, Victoria, es tiempo de irnos a tomar una Quilmes bien helada.

Dubatti presionó mi frente con la punta del caño.

– ¡Debajo de la heladera! -grité.

Las había dejado ahí después de fotocopiarlas, poner las originales en un sobre y enviarlo a lo de Gustavo. Debajo de la heladera, como un cebo para cucarachas. Araca preguntó qué es esto, después de desenchufar la heladera, rastrear en el piso con sus larguísimas uñas rojas de bruja, capturar el sobre y abrirlo.

– Puto de mierda, maraca, basura -estalló apretando los dientes mientras miraba las fotos del quinteto vicioso-, por eso el Chivo te despreciaba. Soplón manfloro, éstos son milicos de verdad, éstos no eran disfrazados.

Dubatti había palidecido y empezó a temblarle el pulso, el caño del revólver subía y bajaba sobre la línea de flotación de mi inquieta mirada.

– No es lo que pensás -dijo, previsible.

Creí que no sobreviviría a la disputa del matrimonio Fernández. Pero el timbre interrumpió la riña conyugal.

– Abro yo -dijo Araca-, no dejes de apuntarle.

Me pregunté quién llegaba tarde a la reunión de trasnoche. Ni Dubatti ni Araca se sobresaltaron, al contrario: Araca bajó porque la puerta del edificio estaba cerrada con llave, Dubatti encendió un cigarrillo y me lo pasó, tranquilo, como si ya no le importaran la agenda del Chivo ni las fotos en las que él posaba vestido de mujer. El ascensor bajó y subió, escuché la puerta y pasos de tacones altos por el pasillo.

Araca calzaba zapatillas, los tacos altos eran de Charo.

41

A los amigos no hay que pedirles cuenta de sus actos. Cuando se piantan de la vida antes que uno, es mejor conformarse con una sobria despedida al pie de la tumba y, si no es posible olvidarlos, recordar sólo que caminamos juntos por la vereda del sol. Después de todo, apenas si nos asomamos a la vida de los otros, nos damos cita con ellos en las esquinas del centro, las mejor iluminadas. Con instintiva sabiduría evitamos los arrabales y sus callejones.

Todo socio es además un asesino en potencia. Fatalmente, los intereses en conflicto empujan a la discusión, la disputa, primero en la trastienda y después en los tribunales. De ahí al tiro en la nuca sólo es cuestión de tiempo. Y si el matrimonio es una sociedad, nadie debería invocar a la Vir gen purísima cuando a cada rato los diarios titulan con la última hazaña de algún uxoricida.

Charo entró pisando fuerte, como para demostrarme que le importaban tres carajos mi sorpresa y mi decepción.

– No debiste meterte en esto -dijo, apenas cerró la puerta-: danos esa agenda y aquí no ha pasado nada.

– Recibí tus mensajes -balbuceé-, parecías aterrada; en el último, llorabas.

– No la hagas difícil, Marequito. Vos no lo conociste tan bien al Chivo, no sabés la clase de hijo de puta que fue ese tipo.

Trató de explicarme Charo, la gallega, Rosario, que nadie es, ha sido, ni será lo que parece ser. Al verla con sus cómplices del hampa, no tuve más remedio que darle por lo menos el beneficio de la duda. Sólo que el Chivo no estaba ahí para que doblara la otra campana.

Nadie había querido lastimar a nadie, como de costumbre. A los dos años de estar en Italia, el rendimiento deportivo del Chivo empezó a decaer, demasiadas exigencias, campeonatos que se pierden y contratos que se rescinden anticipadamente, Charo reclamándole desde la Argentina que se acordara por lo menos de sus hijos, el Chivo luchando por otra oportunidad cuando los mismos que lo habían ido a buscar lo sentaban ahora en el banco de suplentes, como paso previo a ponerlo en la rampa del avión a Buenos Aires.

Victoria Zemeckis lo pescó en ese recodo turbulento de su vida, pero no habría sido casualidad el encuentro en Roma, el pescador deportivo no va con redes y dinamita.

– Necesitábamos a un argentino que viviera afuera, alguien con cierta notoriedad, insospechable, si era posible -explicó entonces Araca mientras Charo se servía un whisky de mi barcito-. El gobierno de aquella época se especializaba en fabricar héroes y el Chivo podría haber llegado a ser uno.

«Aquella época» era la dictadura de Videla and Company, no hizo falta que me lo aclararan. Eligieron al Chivo porque ya tenía una cuenta abierta en Suiza y nadie iba a enterarse de su movimiento, los relojeros eran todavía muy discretos y complacientes con los avaros del mundo.

– Estaba harta, Mareco -dijo Charo, haciendo tintinear los témpanos en su vaso de whisky que era mío-. Cuando el Chivo se fue a Europa ya habíamos acordado separarnos. Pero allá le fue bien al principio, ganó plata. Y no quise perderme ese tren. Nos reconciliamos cuando él volvió en su primera visita, quedé de nuevo embarazada y me pidió que fuera con él a vivir a Italia.

– Historia conocida -dije-, el Chivo soñaba con tenerte allá.

Charo pareció tocar un cable pelado, tomó un trago largo de whisky que mantuvo en la boca haciendo un buche, como si fuera a masticar el hielo.

– ¡Porque le iba bien! Quería testigos de su éxito, que yo por fin reconociera todo lo que valía.

– No es malo que uno pretenda estar con los que quiere cuando las cosas cambian.

– Nunca me quiso -suspiró Charo.

– ¿Falta mucho? Este melodrama me parte el corazón pero se hace tarde -interfirió Dubatti, que no había dejado de apuntarme.

– El manfloro tiene razón -dijo Araca-, son las doce y media, y nos esperan a la una.

42

Me hubiera gustado hablar a solas con Charo, mirarla a los ojos, tratar de entender. Invitarla por un rato a mi versión del pasado, el Chivo y ella felices y buscando ese lugar en el mundo que por lo visto después jamás encontrarían. Pero se hacía tarde para algo muy importante, y salimos hacia alguna clase de reunión.

Considerados, me permitieron cerrar mi departamento con llave, aunque ya medio Buenos Aires parecía tener una copia; fue un acto tan mecánico como rascarse la nariz o morderse las uñas, que me ayudó sin embargo a bajar el nivel de ansiedad.

No dijeron a dónde iríamos. Dubatti condujo en silencio; sentada a su lado y como un perro que despierta molesto con sus pulgas, Araca cada tanto gruñía: «maricón de mierda, vicioso», sin que al manfloro se le moviera ahora una pestaña. A mi lado, Charo miraba por la ventanilla como si no me conociera. Tenía las manos entrelazadas bajo un pañuelo de seda y aferraba como a un rosario un pequeño revólver plateado, con el que no me apuntó en ningún momento.

El viaje fue breve, y el destino, tan conocido como inexplicable en ese momento para mí: el loft de Gargano, en La Boca. No hizo falta bajarse ni llamar, el portón se abrió a nuestra llegada y entramos en el galpón con las luces apagadas. El portón volvió a cerrarse y se prendieron unas luces de baja intensidad. El Kaiser Bergantín y el cadáver del perro habían sido retirados, el lugar se veía limpio y ordenado, las oficinas del entrepiso en las que comía, cagaba y dormía Gargano tenían sus luces encendidas aunque no se veía a nadie.

– Raro que no hayan llegado -dijo Araca.

Dubatti bajó del auto y fue al encuentro de dos tipos armados con itacas y apostados en la penumbra, junto al portón. Sostuvo con ellos un diálogo muy breve, novedades e instrucciones para que la reunión de negocios que estaba a punto de celebrarse allí no se les fuera de las manos.

– Mejor, vamos arriba -dijo cuando volvió al auto-, hay café caliente.

Imaginé que sería muy importante disponer de café caliente cuando empezara el jolgorio de balas rebotando en los travesaños del techo y en las paredes de chapa. Subimos por la estrecha escalera de metal, en fila india y callados como si todos tuviéramos una misión precisa que cumplir y no hiciera falta repasar las instrucciones. Arriba, todo estaba igual: la mesa, el catre y el pequeño aparador en el que Gargano guardaba la yerba y el whisky, y el televisor casi tan viejo como el Bergantín, un Noblex blanco y negro en el que salmos y policiales de trasnoche debían paladearse como un buen vino español en su odre. Creo que recién entonces, al ver ese santuario intacto, acepté que faltaba el ícono anfitrión.

– ¿Dónde está Gargano?

Debí preguntarlo en sueco o en ruso, Dubatti se dejó caer en el catre mientras Araca servía el café y Charo se paseaba ensimismada.

– Vos no estás aquí para hacer preguntas -dijo Araca, recién después del primer sorbo de café.

Charo detuvo en ese instante su paseo de sonámbula y me echó una breve mirada que me hubiera gustado desentrañar. Pero Dubatti reclamó mi atención al volver a apuntarme a la cabeza.

– La policía está para cuidar y servir al orden establecido, no para cuestionarlo. Ese Gargano era un inadaptado, un croto con patente de cana, fíjense cómo vivía…

– Le siento mal olor a esta tardanza -dijo Araca mientras repartía los pocillos como un ama de casa hospitalaria.

– ¡Ahí vienen! -gritó en ese instante uno de los tipos apostados en la penumbra, y empezó a abrir el portón.

Un Mercedes negro avanzó despacio hacia el interior, con las luces reglamentarias encendidas, y se detuvo detrás del auto de Dubatti. El chofer bajó, dio la vuelta al auto por su trompa y abrió la puerta trasera. Dos tipos muy elegantes aparecieron entonces en escena, rubios, altos y vestidos de primera. Uno de ellos llevaba un portafolios y el otro una ametralladora.

– ¡Que sus gorilas despejen la salida! -le ordenó el del portafolios a Dubatti, que se había asomado a saludarlos. Dubatti hizo chasquear sus dedos y sus empleados obedecieron.

Las fuerzas respectivas tomaron posiciones a un lado y otro de la cancha. El Chivo hubiera dicho que el equipo visitante jugaba con ventaja: dominaban la salida y parecían mejor equipados para abrir el marcador. Pero a Dubatti y Araca no les preocupaba definir una estrategia sino cerrar cuanto antes el negocio que debieron acordar en Mar del Plata y hundir las manos en ese portafolios seguramente lleno de guita. Bajaron los dos, casi atropellándose, a recibir a las visitas, mientras Charo supuestamente les cubría las espaldas con su revólver de juguete, aunque para eso tuviera que descuidar mi vigilancia.

Me acerqué por detrás y la rodeé con mis brazos, sin presionarla. Ella tampoco se resistió, como si me hubiera estado esperando.

– No hagas huevadas, Mareco, esto va en serio.

– ¿Quiénes son ésos? -murmuré.

– Compradores.

– ¿Qué compran, si no hay merca?

– Mercadería virtual, vos no entendés nada, como siempre.

– ¿Coca por Internet?

– Mejor acordate dónde está la agenda del Chivo. Cuando las visitas se vayan, esto va a ponerse pesado.

No supe si me estaba amenazando o pidiéndome auxilio. Pude haberla desarmado, pero ese revólver femenino debía tener la potencia de fuego de una polvera y no me habría servido de mucho frente a las itacas de la gente de Dubatti y la tartamuda de los compradores virtuales.

Ahí abajo pasaban mientras tanto del diálogo civilizado a la discusión subida de tono. Los compradores eran gente seria que exigía el respeto de ciertas cláusulas convenidas de palabra y ese par de pájaros parecía estar defraudándolos; el rubio golpeó la capota del Mercedes con el puño como si fuera un escritorio, estaba rabioso por la informalidad de la gente en este país, «argentinos cagadores», dijo con un notorio acento salsa, abrazado a su portafolios lleno de guita. Dubatti intentó calmarlo hablándole en voz baja, prometiéndole probablemente lo que no podría cumplir, total desde su balcón ideológico de argentino cagador los caribeños son gilipollas, los gallegos son brutos y los ingleses unos cobardes a los que de una vez por todas hay que sacarles las Malvinas de prepo.

Su fuerza de choque empezaba recién a levantar las itacas para hacer puntería cuando una ráfaga certera los acostó sin un quejido. Entre el tirador de saco y corbata y los morochos que ya no contarían el cuento había quedado Victoria Zemeckis, ex Pinto Rivarola. Como la ráfaga había sido disparada con silenciador, Araca no entendió lo que pasaba, por qué Dubatti había brincado como un gato escaldado y se escurría por entre unos tambores de combustible vacíos apilados en el fondo. Debió pensar por un instante que el manfloro había tenido un ataque de diarrea y corría al excusado agarrándose los pantalones, porque se dio vuelta y lo llamó con voz de pájaro nocturno, sin alcanzar a pronunciar el nombre completo, sólo «Dub…», y después cayó redonda agarrándose el vientre con ambas manos, como una embarazada a la que le baja la presión.

Charo tembló entre mis brazos. Como quien busca el paquete de cigarrillos o las gafas, el del portafolios había metido su mano en el saco y empuñaba ahora una pistola automática con la que roció de balas el entrepiso.

– ¡Bajen con las manos sobre la cabeza! -gritó, sin tener por lo menos la delicadeza de preguntar antes si todavía estábamos vivos.

No teníamos a dónde ir y aquellos tipos estaban demasiado irritados como para contradecirlos. Bajé adelante, siempre caballero, aunque los caribeños no parecían ser de los que discriminan por sexo a la hora de apretar el gatillo.

– Esos dos iban a matarme -les dije, excluyendo a Charo del complot y con algún remordimiento por culpar a Araca que yacía con los ojos abiertos en un charco de sangre.

– Por algo sería -gruñó el de la metralleta, empujándome con la punta del caño hacia la pared. Lo mismo hicieron con Charo, que me miraba aterrada-. Vamos a fusilarlos si el señor Dubatti no aparece en cinco segundos.

– Ese argentino cagador nos ha hecho perder demasiado tiempo y dinero -dijo el del portafolios. -¡Te encontraremos de todos modos, así que evítanos tener que lastimar a estos infelices! -gritó a las vigas y a los tambores tras los cuales suponían que estaba escondido Dubatti.

– No creo que lo conmuevan, nuestras vidas valen tanto para él como para ustedes.

Cuando el del portafolios me puso el caño de su automática en la boca, me pareció tan fiero y agresivo que empecé a extrañar al manfloro.

– No estamos jugando, gardelito. Dile a tu amigo que salga o habrá lluvia de sesos por todo este galpón.

Aunque hubiera estado armado, Dubatti jamás habría tenido esa puntería. Por eso me extrañó que la cabeza del caribeño temblara, como sacudida por una maza invisible, y que el tipo me abrazara antes de desplomarse y arrastrarme en su caída. El de la metralleta empezó a los tiros como Stallone en la jungla californiana de Vietnam pero el tirador emboscado actuó como un vietcong auténtico, un solo disparo le bastó para clavarlo en el muro como a una mariposa en el álbum.

El chofer del Mercedes bajó con los brazos en alto. Charo se había desvanecido y se perdió aquel espectáculo de matiné del sábado. Dubatti, en cambio, salió de su escondite alborozado y corrió hacia el del portafolios, con el que todavía estábamos abrazados. Trastabilló al tropezar con el cadáver de Araca pero eso no le impidió chillar como un primate en ayunas al que le muestran un cacho de bananas, apartó de mí el cuerpo del caribeño, no por ayudarme sino por arrebatarle el portafolios que abrió de un tiro con la pistola del muerto. Ahí me di cuenta de que el caribeño había sido un tipo serio, un auténtico businessman, porque el portafolios estaba efectivamente lleno de dólares estadounidenses.

En cuanto intenté incorporarme, Dubatti me apuntó con la automática.

– Se acabó, Mareco, game over.

Como sostenido por arneses en una puesta teatral con efectos especiales, Gargano se descolgó de la ruinosa claraboya sobre la que se había emboscado. Dubatti estaba feliz.

– Con tu manera de hacer negocios vamos a salir todos en los diarios -le dijo Gargano-, mirá qué desparramo de fiambres. Además, dejaste que mataran a Victoria, que casi fue madre de un hijo mío.

Dubatti no sabía si Gargano hablaba en serio, y confieso que yo tampoco. Por las dudas, me quedé quieto al lado del caribeño con la cabeza perforada.

– Tenemos la guita, Gargano. A la mierda con todo.

La primera persona del plural no sonó convincente en los labios alguna vez pintados del manfloro, por eso Gargano no le dio la espalda ni soltó la treinta y ocho con la que había derribado a los compradores.

– Game over, Dubatti -lo parodió-, esa mosca no es tuya.

Gargano extendió su mano para quedarse con el portafolios. Dubatti empezó a tartamudear mientras tironeaba para que no le arrebataran el botín.

– Qué qué hacés, boboludo, esta momosca no es de nadie, alcacanza papara los dos, pedazo de pepelotudo.

Un seco tirón fue suficiente. Gargano se quedó con el portafolios y le estrelló en la cara la culata de la treinta y ocho, «ayyy, ay ay ay», gimió la señora Dubatti agarrándose la boca.

– El gobernador ya sabe quién sos. Lo supo siempre, bueno, pero ahora que hice una presentación oficial del caso ya no puede hacerse el tonto y llamó hace un rato a la prensa para anunciar que te relevaba del cargo, que traicionaste su confianza.

– No te creo, chivato -se ofuscó Dubatti, escupiendo sangre y un premolar.

– Te dejan caer, quevachaché, los mediocres como vos terminan fatalmente así. Lástima que el Chivo se la pierda, le hubiera gustado escupirte en la cara.

Gargano pasó a mi lado sin mirarme, como si el pistolero muerto y yo nos hubiéramos fundido en una sola persona, se agachó junto a Charo y acarició su rostro hasta que un quejido se acopló al sonido del llanto inconsolable de Dubatti.

La ayudó a sentarse y apoyó su espalda contra el muro donde un par de minutos antes habían querido fusilarnos, le despejó el óvalo del rostro todavía terso, le acomodó el pelo detrás de las orejas. El repulsivo aliento a tabaco y whisky barato de Gargano obligó a Charo a abrir los ojos. Sonrió, al verlo tan próximo, y su mirada me buscó.

43

No volvería a ver a Charo. Con el paso del tiempo hasta llegué a pensar que esa mujer enérgica y extraña no había sido ella sino su contrafigura, otra especie de clon como el de Pecosa en Mar del Plata, que salió de las sombras a dar su última pelea por el hombre a quien, pese a las traiciones, le debía los días felices, la plenitud allá lejos, como un sol que en su guarida roja sobre el horizonte se resiste al avance de la noche.

Pasado el tiroteo, llegó el circo de polis y periodistas, el loft de Gargano se convirtió, en minutos, en un estudio de televisión. Pero Gargano se escurrió antes con Charo para no hacer declaraciones, la conferencia de prensa en Mar del Plata le había servido de escarmiento. Estuvieron juntos no sé dónde, nunca pregunté, y tres horas después -ya amanecía- Gargano apareció en el bar del Once donde me había pedido que lo esperara.

– Me mudé al barrio que fue de los moishes y donde ahora reinan los coreanos -dijo al sentarse-. Sucio y caliente, como me gusta.

Traía una mueca de felicidad. O de turbia satisfacción, con los polis nunca se sabe si lo que los complace es sólo la desgracia ajena o son capaces de compartir una baldosa de sol en el patio de la cárcel con la gente que mandaron presa.

– Te dije que me esperaras porque creo que te debo algo. -Me encogí de hombros, aceptando sólo a medias que blanqueara la presunta deuda-. Pedile un café con leche con medialunas a ese oriental piojoso -dijo, señalando al coreano detrás del mostrador-, espero que no nos envenene.

– No creo, si no se entera de que sos poli.

– Dubatti no mató al Chivo -me reveló a quemarropa.

– ¿Quién era el travesti, entonces?

– Dubatti. Ese manfloro siempre será un travesti, y un asesino también, probablemente, pero no en este caso. La muerte del Chivo no tuvo nada que ver con la de ese almacenero a domicilio que achuraron en Mataderos, Aristóteles Fabrizio. El Chivo no fue un simple cadete, aunque en los últimos años se hubiera reducido a esa tarea para bajar el perfil e intentar borrarse. Tenía una cuenta en Suiza de dos palos verdes. Vos sabés cómo son los relojeros, cuidan que nadie joda a sus ahorristas, guardan bajo siete llaves sus identidades. Pero aunque la cuenta estaba a nombre del Chivo, jamás tocó un mango.

– No entiendo.

– No era guita suya -explicó Gargano mientras mojaba la primera medialuna en el café con leche asiático-. Los milicos de la década del setenta guardaban en sus colchones de afuera los anillos de oro de la resaca subversiva -dijo con la boca llena y un profundo resentimiento de facho traicionado en sus ideales-. No me mirés así, sabes que me importan un coño de sirvienta los derechos humanos.

No lo contradije: interrumpir su discurso me habría alejado tal vez definitivamente del conocimiento de los hechos, y si me había metido en aquel baile de pistoleros era para saber qué pasó con mi amigo.

– Para no quemarse, algunos milicos se pusieron a la sombra de argentinos en el exterior presuntamente insospechables, gente limpia de contactos con la guerrilla, por supuesto, pero que tampoco fueran ladrones. No es fácil encontrar un compatriota que no sea ladrón. El Chivo reunía las condiciones: deportista, un rugbier cuya estrella declinaba sin escándalos, un negrito del interior reconocido en Europa aunque de relativa notoriedad en este país donde el único deporte que le importa a la gente es el fútbol.

– El encuentro con Victoria Zemeckis no fue casual.

– Con Pinto Rivarola -me corrigió-. Viuda de un coronel «caído en un enfrentamiento» porque no estuvo de acuerdo con amontonar zurdos en el Olimpo o la Esma para faenarlos. Dicen que el coronel Pinto Rivarola se le plantó a su jefe de comando y amenazó con declarar en el exterior lo que sabía «si no paraban la matanza». Apareció tirado en una zanja, junto a la banquina de la ruta nueve antigua, cerquita de Maschwitz.

– Nadie formulaba esa clase de amenazas y se iba después a casa a darse una ducha, me parece pelotudo -objeté.

– Ahí está el meollo -celebró Gargano mi perspicacia-, ésa fue la historia oficial, pero lo cierto es que Victoria enviudó por decisión propia. Harta del milico pundonoroso, que además era un quintacolumnista de los montos en el ejército, fue ella quien en realidad lo entregó, y recibió de premio lo que sería el germen de su floreciente negocio: proveedores de merca y zonas para trabajarla, contactos para venderla afuera, en fin, el kit completo.

– Nunca tuvo demasiados escrúpulos.

– ¿Querés la verdad o querés una colección en fascículos de fábulas de Esopo con moralejas? -se crispó Gargano.

– Sólo la verdad -lo tranquilicé.

– Como tanta mujer de milico, Victoria soñaba con tener su boutique. Que fuera de ropa o cocaína le importó poco, sobre todo porque la instalación de los negocios y su abastecimiento corrían por cuenta de los proveedores, ella lucraba con el merchandising.

– Con el franchising, querrás decir.

– Eso, y la inmunidad para entrar y salir de la Argenti na con lo que fuera y siempre por el salón vip, la marearon y le hicieron olvidar que el suyo era un poder prestado. Se lió con Dubatti, a quien antes que un hueso en el rugby ya le habían quebrado la conciencia en el momento del parto, y salieron de business por el viejo continente. Fue Dubatti quien le presentó al Chivo, que por esa época, al filo de su ocaso, odiaba todo lo argentino porque le recordaba su origen y el destino que lo esperaba a su vuelta con paciencia implacable. Veía entonces a Charo como a una chirucita de provincia que sólo quería cortarle las alas. La abandonó una noche por teléfono, desde Venecia. Seguro que, a su lado, la Ze meckis le pasaba letra.

– ¿Qué le habían prometido?

– Un contrato fantasma. Le hicieron firmar un acuerdo con un equipo que nunca existió, pero el adelanto fue un camión de plata y el Chivo volvió a tocar el cielo con las manos. Largó a la gallega y se lió con la Zemeckis y compañía. Le inundaron de oro la cuenta en Zurich. Al principio el Chivo se la creía, aunque entrara guita por nada, «adelantos», le decían, «es un equipo búlgaro, vos sabés que en Bulgaria son comunistas y estas cosas se arreglan por izquierda». Decenas de miles por no hacer ni un tacle. Pero pasó el encandilamiento y empezó a sospechar.

– Se dio cuenta de que lo estaban usando.

– Savia nutriente de todo sistema social organizado: que te usen como a un forro -dijo Gargano al concluir la tercera medialuna-. Una mañana cualquiera, como quien va a comprar el diario y cigarrillos al kiosco de la esquina, se tomó un avión a Zurich. Supongo que le habrá costado hacerse entender porque si ahí el castellano es lengua de indígenas, imagínate el cordobés. Pero se las arregló para encontrar el banco y presentar su boletita de extracción. No le dieron un mango. Si bien la cuenta estaba a su nombre, necesitaba de otra firma para autorizar cualquier retiro. Para poner guita no había restricciones, pero para sacarla, y una mierda.

– Me imagino la bronca del Chivo.

– Debió quedarse arañando las paredes y los mostradores de mármol. Claro que era ignorante pero no boludo. Preguntó si podía transferir la cuenta a otra sucursal y le dijeron que sí. Firmó con los tipos un compromiso de información reservada, o algo por el estilo. Tampoco podría retirar un centavo sin la dichosa firma autorizante, de cuyo titular los relojeros se guardaron la identidad, pero ellos a su vez no podrían revelar el número clave de la transferencia ni aceptar retiros sin autorización del Chivo.

– ¿Cómo pudo un negrito sudaca lograr eso?

– Se tiró a la piscina. Si no aceptaban renunciaría a su cuenta, lo que habría implicado el blanqueo de los que ponían la guita. Se la vieron venir, los relojeros. Antes que blanquear sus identidades, los de la firma misteriosa seguramente retirarían el total de los fondos, y eso a ningún banquero le gusta ni medio. Aceptaron la transferencia y la cláusula aunque implicara la interrupción del flujo, supongo que por aquello de más vale pájaro en mano. Por supuesto que, al enterarse, los patrones del Chivo le cortaron los víveres, pasó a ser un paria con un colchón de guita que no podía tocar. Victoria Zemeckis se lo sacó de encima y en el ínterin el Rubio volvió de Malvinas con la idea fija de colgarse bajo el puente de Salguero.

– ¿Por qué no mataron al Chivo veinte años antes?

– Lo necesitaban, Mareco. El titular formal de la firma misteriosa era un brigadier que zafó de los juicios por violaciones a los derechos humanos pero cayó ajusticiado por verdugos locales: viejas cuentas que seguramente el milico aviador pasó a incobrables, creyendo que los lavadores de plata respetan los indultos que generosamente da el gobierno. El Chivo quedó sentado sobre ese hormiguero verde. No hubo juicios sucesorios por la fortuna malhabida del aeronauta, sólo entraron a correr los plazos. En seis meses a partir de la muerte del brigadier, el Chivo Robirosa ya estaría en condiciones de retirar solito su fortuna.

– Esos seis meses debieron cumplirse hace poco.

Gargano había terminado su desayuno y estaba milagrosamente vivo, a pesar del veneno para ratas que el coreano mezclaba en su café con leche. Prendió un cigarrillo negro y cerró un ojo, como para tomar puntería.

– El día exacto en que lo mataron -disparó, expulsando un humo denso como el de las chimeneas de Chernobyl.

44

Si hay gente que arma expediciones para ir a buscar los tesoros que galeones y carabelas se llevaron al fondo del mar, ¿por qué iban a permitir que el Chivo Robirosa anduviera flotando por ahí con una torta de plata en sus bodegas? En todos esos años no le habían perdido pisada. Como a un preso que cumple su condena en Devoto y se mantiene vivo sólo para ir por su botín el día en que salga por fin libre. Pensar que las fuerzas del orden y del desorden no acechan afuera y no van a morderle los garrones en cuanto ponga un pie en la calle Bermúdez, es por lo menos una ingenuidad.

Ordenado y memorioso como buen manfloro, Dubatti lo fue a ver cuando los plazos se vencían. Sabía que el Chivo jamás tocaría esa guita. Por eso la «herencia» a Charo de mil setecientos dólares, todo su patrimonio líquido con el que podría haberse comprado un pasaje de ida y vuelta a Zurich. Pero si lo hacía, era hombre muerto apenas cobrara. Si lo mataban antes, en cambio, la plata sería de Charo, la gallega de la que jamás se divorció a pesar de las trifulcas y los desplantes, de los escándalos en la comisaría del barrio y de sus posteriores devaneos con los mandamases de la época.

– No sé si el asqueroso de Dubatti se vistió de mina para matarlo o para seducirlo -dijo Gargano-. El caso es que, cuando llegó al conventillo de Constitución ya el Chivo estaba con visitas. Esas visitas debieron ser conocidos del manfloro porque en vez de cagarlo también a tiros le dijeron tomátelas puto de mierda no viste nada.

– ¿Quiénes eran, Gargano?

– Eso habría que preguntárselo al manfloro, pero por ahora el juez lo va a tener incomunicado. Fueron a matarlo, no lo torturaron, ni siquiera le pegaron, como si la guita guardada en Suiza no les importara. O a lo mejor pensaron: muerto el Chivo se acabó la rabia, nadie cobra un mango, la plata negra se pierde en el espacio negro y nadie sale perjudicado, qué son dos o tres millones si se trata de que la gilada no se avive y nos siga votando para hacer negocios de verdad.

– Pero Dubatti y Zemeckis sí querían cobrar. Miré la agenda del Chivo de arriba abajo, sin embargo; era una especie de diario personal, había algunos números de teléfono pero ninguno me pareció que fuese una clave o algo parecido.

– Claro, porque el Chivo no era boludo, a pesar de haber nacido en la sierra. La clave para acceder a la cuenta no está en la agenda, la tiene Charo.

La falta de descanso, la sordidez del bar, metido en ese Harlem amarillo en el que a Gargano le gusta vivir, exageraron mi gesto de incredulidad, de tardío asombro.

– ¿La tuvo siempre?

Gargano cabeceó, complacido.

– La tuvo siempre. La vela del odio que le prendía a los otarios que como vos fueron a darle el pésame era un camuflaje para jugarla de víctima que ignoraba todo, por lo menos hasta que el asesino del Chivo se quitara el antifaz.

– Por eso fingió aliarse a Dubatti y Araca.

– Fueron a buscarla. Mi pobre perro y el canario de Charo pagaron con sus vidas la furia de estos asesinos seriales de mascotas. Cuando empecé a entender cómo venía la mano, hablé con Charo. Se dejó encontrar a mi pedido y los convenció de que compartir la guita con ellos era lo mejor, después de todo la torta era demasiado grande para comérsela sola y ella jamás había salido de la Argentina, el matrimonio Fernández tiene amigos afuera, le daría una mano para cobrar sin levantar la perdiz y, gracias a ellos y sus influencias, después ya nadie la jodería. El argumento les pareció razonable, sobre todo porque se dieron cuenta de que sin ella no habría guita para nadie.

– ¿Por qué viajó entonces el Chivo a Mar del Plata en vez de tomarse el raje, ponerse a salvo? ¿Para qué quiso ver a la Zemeckis si sabía que no le iba a dar bola?

– No sé si quiso verla, Mareco. Anduvo haciendo ruido por la costa, es cierto, como quien entra a afanar en una casa pateando muebles y pisando vidrios rotos. Sabía que iban a dársela, que no iban a permitirle que tocara un solo billete de la guita guardada en Suiza. A lo mejor buscaba protección, o quiso darle a la griega una coartada servida en bandeja para que no la implicaran en su muerte.

– A su modo, la seguía queriendo, supongo -advertí, casi maravillado-, o hasta último momento necesitó saber, que alguien le explicara qué había pasado con el Rubio.

Gargano se sacudió mis especulaciones como caspa sobre los hombros.

– Algún cortocircuito tuvo en el cerebro, es cierto, pero no me hagas llorar. Mientras Charo creía que se las había tomado a Suiza, el Chivo volvió al matadero de Constitución y puso la cabeza. Después Dubatti, que además de maricón siempre fue un megalómano sin talento, le hizo creer a la Ze meckis que él lo había liquidado.

– No quiso resignar su minuto de gloria.

– Y supongo que tuvo miedo de quedarse solo en la estacada. Si la griega se enteraba de que los de la mafia iban un paso por delante de sus ambiciones, capaz que arrugaba. Dubatti creyó poder burlarlos, cortarse solo. Pero en este negocio el cuentapropismo está mal visto.

– Los caribeños no eran entonces los clientes que simularon ser.

– Lástima que tu intuición de taxista no funcionó a tiempo para quedarte afuera de este embrollo. Dubatti pisó en falso, quiso engañarlos, vendió influencias que ya no tenía. La guita que llevaban sus clientes era falsa, pero las metralletas eran verdaderas. Asesinos del Mercosur, este intercambio se da mucho ahora en los mercados emergentes.

No tuve más remedio que felicitarlo por su investigación y por el ascenso que justificadamente se habría ganado.

– Ascenso, las pelotas. Con el quilombo que armé tengo el ostracismo asegurado, y eso si la saco barata. A los grandes jefes les caen como patada al hígado los justicieros, Mareco. Soy un poli, no el Llanero Solitario, y si les doy la espalda unos segundos para gritar jaioó silver, me bajan de un itacazo antes de salir al galope -explicó Gargano mientras caminábamos por plaza Once abriéndonos paso entre desocupados y predicadores. Hablaba como mascando tabaco, llenándose la boca con el jugo amargo de sus conjeturas, y escupiéndolas.

– No hay justicia, Mareco, la democracia es Jauja. La Argentina fue siempre un cuartel bajo el mando de generales cobardes. Ahora la gobiernan una casta de manfloros más travestidos que Dubatti.

– Bienvenido al anarquismo -le dije.

– Andá a cagar.

Miró ese paisaje desolado de buscavidas, de autómatas desempleados, de sirvientas sin señoras ni señores, de alhamíes tucumanos o jujeños capaces de desollar vivo al primer boliviano o paraguayo que se atreviera a ofrecerse para levantar una pared por un mango menos.

– Se acabó la historia, Mareco. Tenía razón ese japonés Fukiyama, Tokoyama o no sé cómo se llama. Fin de la función, prendieron las luces pero no nos damos por enterados y estamos todavía con el culo clavado a la butaca, esperando que la caballería de los Estados Unidos venga a salvarnos.

– Te faltó averiguar algo, Gargano -le advertí, parándome en medio de la plaza y del círculo que habían formado los seguidores de un pastor ambulante-: ¿Por qué el Chivo se dejó matar? ¿Por qué se vino abajo y empezó a desgarrarse mucho antes de que allá en el hoyo lo descarnaran las lombrices?

Gargano había seguido caminando y parecía no haberme escuchado, pero se plantó a pocos metros y volvió con algo en la mano, un papel liviano y arrugado, una carta manuscrita.

– Yo nací poli, no sicólogo. Nunca me calenté por tener respuestas para todo, Mareco. Si a lo mejor llego a viejo es porque me sé cuidar y no le doy la espalda a nadie, ni a los amigos. Este papel lo encontré entre los pocos efectos personales del Chivo, no creo que te aclare nada ni que, en el fondo, tampoco a vos te importe demasiado llegar a la verdad -dijo-. Y ahora borrate. Avisale a Navarro que no me busquen para la próxima reunión de ex alumnos.

Se subió a un desvencijado siam di tella, estacionado entre dos colectivos.

– Esos hijos de puta me tiraron el Bergantín al Riachuelo -me informó a los gritos, a modo de despedida, y se fue, echando un humo negro y espeso como el de sus pulmones y las chimeneas de Chernobyl.

– ¡Dios es eterno, omnipotente y misericordioso! -bramó por su megáfono el predicador instalado junto a mí, en el centro de aquel círculo dibujado por sonámbulos.

45

«Y todavía estoy hundido en un pozo sin fondo de barro y agua helada -habían escrito en el papel que era el fragmento de una carta sin firma-. Todavía escucho los gritos de Adrián y del Pelado hechos mierda, y los veo desangrarse a mi lado interminablemente mientras vos y Victoria me dan la espalda y se alejan corriendo, entran en la lluvia donde están todos mis recuerdos, en la selva de agua donde crecen el deseo y el terror como gigantescos hongos venenosos», rezaba el fragmento redactado por quien debió ser además un fragmento de sí mismo y que terminaría desangrándose como sus compañeros de trinchera, como ese Adrián y ese Pelado a quienes les llegó demasiado tarde el bálsamo de la rendición en las islas, la bandera blanca sobre centenares de cadáveres, la desmemoria ondeando sobre campos minados y los gritos que de a poco se hundieron también en la niebla.

Me hubiera gustado volver a hablar con Charo, alguna vez. Qué sintió ella si leyó esa carta que Gargano había rescatado de entre los escombros. Qué, más allá de la incredulidad y de la sacrosanta indignación. Me hubiera gustado preguntarle si no se había arrepentido alguna vez, si no había soñado en que volvíamos juntos a aquel día en que decidimos separarnos y, como fulleros del tiempo, cambiábamos la letra, gritábamos truco con veinticuatro y salíamos ganadores sin mostrar las cartas. Mentir no es tan jodido si se trata de ser felices, después de todo. De llegar enteros al final del juego, haciéndonos señas aunque el valor de los naipes no justifique tanto embuste, aunque estemos condenados de antemano a pagar deuda e intereses cuando llegue la hora del ajuste de cuentas. Pero mientras tanto qué delicia, qué suaves las miradas y qué jóvenes los cuerpos, qué mieles reventando las colmenas, qué larga primavera, qué mares en calma.

Charo supo lo que hacía cuando decidió no verme más, romper los puentes del pasado y abrazarse a lo que fuera, por ejemplo a un poli que iba por su cuerda floja sobre el abismo disparando a ciegas mientras hacía equilibrio, que había dejado su montón de ladrones acribillados y de mujeres infelices reclamando alimentos y que, estaba claro, nunca llegaría a comisario general.

La Pecosa me llamó esa misma tarde desde Nueve de Julio, en la provincia de Buenos Aires. ¿Estás en París?, le pregunté.

– Voy en camino. Tenés que venir a verme, Mareco: la gente me aplaude de pie, soy la Maizani, soy la Rinaldi, soy la reencarnación ovárica de Gardel.

Me tomé un ómnibus y esa noche fui uno más entre los que aplaudieron parados a Gloria la Pecosa en el teatro Provincias. Después fui a comer con el elenco a una cantina, me reí con los cuentos y la imitación de Troilo que hizo el bandoneonista, los otros dos cantores de la típica le regalaron a la Pecosa flores y bombones, y me pregunté si toda la orquesta se la cogería y por eso estaban tan contentos, o era sólo la música, las penas de arrabal y los himnos a la vieja que, compartidos, dan vuelta de un cachetazo a la tristeza.

– Alguna vez habló de ese asunto, aunque mejor olvidarlo. Dijo que se había cogido al Rubio para que se diera cuenta de que ningún culorroto puede aspirar al amor de un hombre de verdad -recordó después la Pecosa a su pesar, cuando insistí en que me contara porque yo no iba a pasarme la vida examinando papeles, porque ni mirándolos al trasluz ni con rayos equis podía entender por qué lo había hecho-. «Pero al Rubio se lo chupó la guerra, no fui yo, yo no tuve la culpa, Pecosa», decía. «¿Qué culpa tengo? El Rubio era un pervertido y los pervertidos terminan mal, no hay lugar en este mundo para los que ofenden el orden natural de las cosas. Además, nunca me dio el cuero para querer a nadie.»

– Te quiso a vos, a pesar de todo.

– A mí cualquiera me quiere, Mareco, qué gracia tiene -sonrió sin pecas la Pecosa y me preguntó si podía por fin irse a dormir.

– Decime algo más, Pecosa. Si vos sabés.

– Creí que habías venido por mis tangos, fíjate qué ilusa. Y no: querés saber y saber, y después no vas a tener los huevos para bancártelas.

– ¿Bancarme qué? ¿Que el Chivo era bufa, que rompió todos los manuales por nada y que te puso a vos de señuelo con mil quinientos mangos roñosos, nada más que para que yo averiguara por Charo lo que Charo ya sabía, que fue un hijo de puta?

– Y de los buenos, Mareco, un buen hijo de puta, uno de los que con cara de yo no fui te mandan al infierno y después les dicen a los curiosos que fue culpa tuya, que tropezaste, que quiso agarrarte pero no pudo.

– ¿A quién más mandó al infierno el Chivo?

La Pecosa bajó sus párpados hinchados y un rubor azulado como una cianosis le tiñó las mejillas.

– No vas a decírselo a nadie, ¿no? No vas a ser chivato.

– ¿Y a quién le importa, si está muerto? -dije, mejorando el cinismo de Gargano.

– A vos, supongo, por el modo en que jodés para enterarte de todo. A su ex mujer y a los hijos, si lo supieran, porque nadie queda indiferente cuando se desayuna con que no compartió su vida con un querubín.

– ¿Si supieran qué, Pecosa? -la apuré, como un boxeador que desobedece la cuenta protectora del juez y le sigue dando al adversario hasta demolerle el cerebro.

La Pecosa se reanimó como un fuego que se aviva antes de consumir su último leño, la reconstrucción del hecho debió soplarle con ganas el consumido corazón y reencendió las cenizas de una relación que hasta esa noche había considerado tan muerta como el Chivo Robirosa. Contó entonces a media voz y escudriñando detrás de mi mirada de sapo, con el desasosiego de una mujer que busca un chispazo de humanidad en los ojos del cura tras el enrejado del confesionario, que había sido el Chivo quien mató a Fabrizio.

– Lo cocinó a balazos con el arma que el mercader tenía para defenderse. Me lo confesó cuando volvió de su excursión a Mar del Plata, después que Victoria Zemeckis lo dejó pagando: fue a buscar protección y la guacha le soltó los perros. Antes de que lo mataran se inventó la historia que a vos te contó, la de víctima, la del ateo que al final de su vida y sin haber pagado una sola cuota pide que desde el Vaticano lo declaren santo. Quiso que fueras vos el que se internara en su pasado, por eso te dejó esa guita y el encargo. Reventó a ese Aristóteles Fabrizio, Mareco, ¿entendés de lo que hablo? Más asco y culpa le daba aplastar las cucarachas de su pieza inmunda de San Telmo: discutieron, no me preguntes por qué, problemas con la merca, agachadas, trampas, lo de siempre. Pero la causa fue el hartazgo del Chivo, la necesidad de masacrar a un tipo por el que nadie lloraría. «Por tendero -me dijo-, ratas como ésa les ven las caras a sus clientes, son amigos de las familias, buenos vecinos que no se privan de dar el pésame a los padres cuando un pibe se pasa de rosca o se corta las venas porque no consiguió guita para la falopa.» Llenó de plomo al mercader y se hizo matar: ése fue tu amigo, Mareco, el crack, el Nijinski de la ovalada, un cabecita negra subido a un Porsche que encaró por la autopista de contramano. Yo también lo quise. Más que vos y que esa mojigata de Charo. Lo quise sabiendo lo que era: un pobre tipo y hasta un asesino que mató a esa basura porque sí, no por hacer justicia ni nada que se le parezca. Por esconderse, por tapar con sangre sus remordimientos, no hay que darle tiempo al arrepentimiento, decía, y eligió morir como una comadreja en su madriguera que escucha sobre su cabeza los pasos del cazador.

– Pero si no buscaba justicia y no tuvo huevos para la venganza, si el mundo entero le importaba una mierda, ¿por qué se pudrió de esa manera? Aceptó la guita que le pusieron en Suiza, ésa es la única verdad. Nadie imaginó que no pensara en tocarla, ni él mismo, seguramente, por lo menos en aquella Navidad del setenta y nueve cuando se lo veía tan a gusto entre maricas y torturadores.

La Pecosa estaba reseca de frustración y de hastío, harta de mí, de sus recuerdos, del mundo que se negaba a apagar la luz para que ella se fuera a dormir.

– Sos de los que les gusta joder hasta que consiguen que les peguen -reaccionó-. ¿Quién se pudrió más, Mareco, él o vos? No te hice viajar doscientos kilómetros para esto, pero ya que me estropeás la noche con tanta saña te voy a cantar un tango que no está en mi repertorio.

La sacrosanta indignación, el derrumbe del olvido como un rancho de adobe. Hasta ese día había insistido, tal vez porque creí que, después de aquella tarde en Chascomús en que estuvimos a punto de abrir nuestra cajita de Pandora, nadie me lo recordaría. Me había envalentonado con la posibilidad de construir sobre tanto despojo una verdad a mi medida, de algún modo estaba parado sobre ella y disfrutaba probando que ya nada me podría herir.

Pobre Pecosa, empezó a temblar como si la obligaran a rematar a un herido en el campo de batalla. Por hacerle un favor le pedí que se callara, le anuncié que ya me iba, pero era tarde. La había puesto contra la pared y ahora defendía su derecho a terminar de una vez por todas con el Chivo, conmigo, con su cansador oficio de pasarse la vida compitiendo con otras putas y travestis por acostarse con tipos que acaban inevitablemente entre maldiciones.

– Siempre supo todo, Mareco. Siempre supo que vos y Charo lo cagaron. Y aunque te suene cursi, se aguantan muchas cosas en la vida pero la traición de un amigo es una bomba de profundidad. Por eso soy puta y canto tangos, y por eso la podredumbre, el desconsuelo del Chivo. Se hizo el sueco, supongo, se inventó de nuevo allá en Europa y se sostuvo así, igual que yo, como un muñeco clonado. «Qué humillación, Pecosa. Si me hubieran corneado sin misericordia, por lo menos. Si me hubieran dado la chance de reventarlos a tiros. Pero me traicionaron por nada, no se atrevieron a dar la cara y ser felices, ella no lo admitió nunca y él está llegando a viejo haciéndose el boludo» -decía cuando chupaba, más triste que borracho-: mi mejor amigo, cuándo no, si es para tomárselo en joda; me di cuenta cuando volví para llevarme a Charo y al pibe, y ella no quiso venir conmigo. Lo que siguió después fue tan patético. Ya no tuve ganas de nada. A la mierda con ese tango, no soy Homero ni Celedonio, no voy a emborronar con sangre lo que otros escriben con tinta en los bares. Lo extraño es que yo la quería, Pecosa, y en sueños me sigue pasando: vuelvo a ella, la beso y me dice que sí, por qué no, Chivo, me dice, todavía estamos a tiempo. Y cogemos como nunca lo hicimos, pero acabo y siento la respiración de Mareco en la nuca como si él me estuviera cogiendo a mí, y está el Rubio mirándome desde abajo del puente de Salguero. Vos no sabés cómo miran los suicidas, Pecosa. No hay forma de convencerlos de que cierren los ojos de una vez por todas y se dejen de joder».

Temblaba como si los pecados fueran de ella, pobre mina que sueña con zafar del sida y alcanzar la fama de la Rinaldi. Había apretado el gatillo y no podía creer que yo siguiera de pie y con los ojos vacíos, como el Rubio bajo el puente de Salguero. Se quedó esperando los estertores de mi conciencia, mi descargo, la otra campana, la versión abolerada de la canción canalla. Pero desafino espantosamente cuando hablo de mí mismo.

Una cuarentona desencantada, con dos hijos que desde ahora irían por el mundo como eternos náufragos, sin acercarse ya jamás a la costa, no había encontrado mejor vía de escape que darse el piro con un poli y con la guita que el muerto cuidó para ella. Yo había sido entonces el mensajero, el verdadero cadete, el que recibió un día las llaves del infierno y, en vez de devolverlas y escapar, por una vez en la vida me mandé a abrir todas las puertas.

Ésos fueron los huesos que, escarbando en el basural, había podido desenterrar.

– Me tengo que ir.

– Tendrías que haberte ido hace rato, Mareco. Se te hizo tarde, me parece.

– El Chivo fue toda su vida un mentiroso. Si la hubiera querido de verdad, habría luchado. Me pasé veinte años esperando ese tiro en la cabeza, Pecosa.

– Y respiraste aliviado cuando se lo dieron a él.

46

Llovía cuando llegué de vuelta a Buenos Aires. Caminé tranquilo bajo el aguacero, desde la terminal de Retiro hasta el monumento a los caídos en Malvinas, un bloque de granito y mármol negro con los nombres de todos, menos los de los suicidas, en plaza San Martín, custodiado por dos soldados que temblaban sin heroísmo bajo el agua y que me miraron como a un gurka que, con la cabeza de un argentino en la mano, viene por su recompensa quince años después.

El agua bajaba por el muro, mezclando los nombres de tanto muerto al pedo. Bajo esa lluvia, concentrados como en un campo de prisioneros, se habían quedado los recuerdos del Chivo. Abandoné allí el sobre original con las fotos que me había enviado Rabindranath Gore Fernández. No sé si alguien las habrá recogido o habrán ido a parar a un contenedor de basura, pero no tuve coraje para destruirlas: el agua corre y tal vez, en el rincón más apartado de alguna desembocadura, a la vera del río o de alguna alcantarilla, la mirada de aquel viejo amigo habrá brillado todavía por un rato, como el arco iris de una lluvia tóxica.

Con alivio, los milicos de guardia me vieron ir y fueron a protegerse del temporal, no había nadie y quién se acuerda a esa hora, ni a ninguna, de las guerras perdidas.

Busqué un teléfono público y llamé a Huguito, necesitaba insultar a alguien y mi hijo menor era apuesta segura: estaba seguro de que no había salido esa mañana a manejar el taxi.

– ¿Qué querés, viejo? Buenos Aires no existe, está sumergida, naufragó por fin, ¿no viste lo que es la calle? Manejo un taxi, no una lancha.

Iba a cortar pero me pidió un segundo de tolerancia.

– Ya que te dignaste a llamar, tengo algo que decirte y no lo tomes a mal. No te choqué el auto, no te asustes. Es peor.

Esperé, al otro lado de la línea.

– No tengo todo el día y me quedé sin monedas… ¿de qué se trata?

– ¿Estás sentado?

– Estoy parado y en la calle, bajo el diluvio, domingo en pleno centro, no hay un solo boliche abierto, dale, hablá.

– Gustavo está de novio.

– Qué novedad, con el zapatero. No me digas que rompió, no me des esa alegría.

– No. Se casa.

– «¿Se casa?»

– Sí. Mañana.

En el visor del teléfono público apareció la leyenda «crédito agotado».

– Mañana, viejo, qué vas a hacer. Y quiere que vos vayas a la ceremonia. No es en el registro civil, claro, no estamos en Holanda, esto sigue siendo la Argentina. Quiere que vayamos los tres: vos, mamá y yo. Pobre, somos su única familia, después de todo. Van a hacer una reunión en su departamento, amigos y parientes progres, y ahí piensan ponerse los anillos. ¿Te vienes?

Un rayo partió el cielo y un trueno apocalíptico sacudió los edificios a mi alrededor, crédito agotado, la tierra iba a abrirse bajo mis pies antes de que pudiera reaccionar. Huguito preguntó «¿qué pasa, están bombardeando?, poné otra moneda, no seas carcamán, te prometo que cuando me toque a mí, me caso por iglesia y con una mina vestida de blanco, dale, ¿le digo a Gustavo que vas?»

Busqué frenético en el fondo del bolsillo y encontré entre hilachas y pelusas una moneda de cincuenta y la dejé caer por la ranura del teléfono. Medio dólar me pareció poca plata por mi decisión. Por el mismo precio, sin embargo, Huguito prometió retransmitirle a Gustavo mi respuesta, ahorrarme el mal trago de ir al pie y traicionar mis convicciones.

– Pero con dos condiciones, y que quede claro: a tu vieja no quiero verla ni pintada, que la encierre en el baño cuando yo llegue.

– Esa es la primera, ¿y la segunda?

– Que el vals con la novia lo baile otro.