175837.fb2 Sue?os de perro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Epílogo

Estoy de lo más tranquilo mirando la tele en casa, tomando mi segundo whisky y soñando ya con el tercero, y una noticia más en el informativo de la medianoche: la muerte de un tipo que fue funcionario de gobierno en la provincia, que estuvo preso un par de meses, envuelto en un fugaz escándalo por tráfico de drogas, y salió para perderse en el anonimato, aunque en uno o dos años bien podría haber vuelto de polizón en alguna lista de diputados o concejales. No le dieron tiempo, parece, y es noticia policial.

Imágenes de archivo del gobernador -que sigue siendo el mismo-, recibiendo a una delegación de empresarios chinos o japoneses, y en segundo plano un gordo pelado y robusto que recoge y consuela las manos tendidas que el gobernador no da abasto para estrechar. La voz en off del locutor informa que se trata de Romeo Dubatti, ex secretario privado del mandatario provincial, cuyo cadáver fue encontrado en un pesquero fondeado en el puerto de Mar del Plata. Se investigan las escasas pistas existentes y no se descarta la hipótesis de un ajuste de cuentas.

En pantalla, imagen congelada y un círculum enmarcando el rostro del Romeo que en sus ratos libres fue Julieta.

Me quedo un rato desvelado, con el televisor y la mente en blanco. Después del informativo, un cura habla sobre pecados que han dejado hace tiempo de ser originales. «Volveríamos a crucificar a Jesús si apareciese de nuevo entre nosotros», advierte el sotanudo, dispara al aire su cretina conjetura.

Dubatti jugó al rugby, como el Chivo. Fueron jóvenes, aunque cueste imaginarlos con veinte kilos y treinta años menos, con ideales -nazis, en el caso de Dubatti-. Cocinados en una salsa que por lo visto pocos se privan de probar, la posibilidad de distinguir a uno del otro se desvanece con el susodicho paso del tiempo. Sus asesinos pueden haber sido los mismos, poco importa y ya nadie se va a calentar por averiguarlo.

En la cabina de la barca de pescadores amarrada en el puerto marplatense lo ejecutaron al manfloro. Como aturdidas por el disparo, en vez de espantarse, unas gaviotas estuvieron volando en círculos sobre la cubierta durante por lo menos media hora. Un viejo pescador, un calabrés hipertenso y desdentado, declaró a la tele local que nunca había visto nada parecido: «un vero messaggio di disgrazia, e quantun que il sole brillaba nessuno partió al mare».

«¿Mensaje de quién, o de qué?», le preguntó el cronista, y el viejo se quedó mirando a cámara sin saber qué contestar, murmurando un va fangulo que el micrófono no registró.

No lo dijo el cura de trasnoche porque los curas usan todavía el arcaico lenguaje de la camorra romana que se lo cargó hace dos mil años. Pero lo cierto es que si, aprovechando el fin del milenio, a un tal Jesús se le ocurriera caerse por estos aguantaderos preguntando por su viejo amigo Judas con la sana intención de invitarlo otra vez a cenar, no habría esta vez juicio previo alguno ni cruces ni sudarios. Y el cadáver del ingenuo aparecería una mañana cualquiera, flotando entre las lanchas de los pescadores de Mar del Plata. O lo encontrarían, ya avanzado el siglo veintiuno, encerrado en el Kaiser Bergantín de Gargano, en el fondo del Riachuelo y con un tiro en la nuca.

No somos perros. Soñamos y recordamos a medias, y en algún momento mezclamos todo, los sueños y nuestra versión de la vigilia con las ganas de matar o de ir al baño, y ya no sabemos de qué se trata la felicidad, ni mucho menos cómo encontrarla. Y el tiempo pasa. Y un tipo cualquiera, uno de tantos, un don nadie, se desangrará una noche de éstas frente al televisor haciendo zapping y mirando sin ver un canal que no eligió.

Me sirvo el tercer whisky y apoyo el vaso sobre la correspondencia que recibí esta mañana. Lo habitual: facturas de gas, luz, teléfono, impuestos municipales y la última intimación del abogado de mi ex mujer sugiriéndome que prepare una valija con diarios viejos y frazadas porque estoy a punto de dormir en la calle. Levanto el vaso, lo vacío de un trago y, antes de apoyarlo en el mismo lugar, separo y vuelvo a mirar la postal que llegó desde Locarno, Suiza.

Lindo paisaje con pueblito alpino y verdes praderas insinuadas al fondo de estrechas calles entre casas de muñecas. No hay firma. Y una sola frase, manuscrita: ascenso, las pelotas.