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Capítulo VII

El tiempo había vuelto a cambiar con la sorprendente rapidez con que lo hacía en las islas y penínsulas del sudoeste de Muman. El cielo permanecía claro, casi de un azul traslúcido, y el sol brillaba dando un calor que era más propio de finales de verano que de los últimos días de otoño. El viento había amainado, pero permanecía una brisa marina, ventosa aunque sin fuerza. Así pues, el mar no estaba totalmente en calma, sino picado y revuelto, y hacía que los barcos anclados en la ensenada frente a Ros Ailithir se sacudieran en sus amarres. Arriba, en el cielo que dominaban las gaviotas, unos grandes cormoranes revoloteaban y descendían en picado, luchando por un lugar donde pescar entre los chillidos lastimeros y de protesta de sus compañeros. Por todas partes se veía cómo regresaban a la casa paíños negros con las ancas blancas que el tiempo tormentoso había conducido mar adentro.

Fidelma se había encaramado sobre la parte superior de la gruesa muralla de piedra del monasterio, que recorría un adarve. Contemplaba atentamente la ensenada de abajo. Había algunas barcas de pesca de los lugareños, un par de barcos pesqueros de bajura o barcas y una gran nave que comerciaba con Britania o Galia. Le habían dicho que era un mercante franco. No obstante, lo que llamaba su atención era el barco de guerra del rey de Laigin, situado amenazadoramente cerca de la entrada del puerto, con sus líneas elegantes y malévolas.

Fidelma llevaba sentada un buen rato con los brazos cruzados examinando el barco con curiosidad. Se preguntaba qué pensaba sacar Fianamail, el joven rey de Laigin con aquella intimidación. Comprendía que exigir el territorio de Osraige como precio de honor no era más que un movimiento político para recuperar el territorio perdido, pero, desde luego, se mostraba muy descarado al respecto. Seguro que nadie creería que la muerte del venerable Dacán, aunque fuera primo del rey de Laigin, mereciera la devolución de una tierra que debía fidelidad a Cashel desde hacía más de quinientos años. ¿Por qué Fianamail tenía que amenazarlos con la guerra por un asunto así?

Observó el estandarte de seda de los reyes de Laigin, que ondeaba orgulloso con la brisa marina. Había varios guerreros en la cubierta practicando sus artes guerreras, que le parecieron bastante ostentosas y más bien dirigidas a los observadores que estaban en la costa que a mantenerse en forma.

Fidelma hubiera deseado haber prestado mayor atención a aquella sección del Libro de Acaill, el gran código de leyes que se refería específicamente a las muir-bretha o leyes marítimas. La ley seguro que decía si ese tipo de intimidación estaba permitido. Tenía la vaga sensación de que la corona situada a las puertas de la abadía tenía algo que ver con esto, pero no estaba segura de qué. Se preguntaba si en la tech screptra, la biblioteca de la abadía, habría alguna copia de los libros de leyes que ella pudiera consultar respecto a este tema.

La única campana anunciando la tercia se oyó desde el campanario.

Fidelma dejó de contemplar aquella escena fascinante, se levantó y empezó a caminar de regreso por el adarve de madera que recorría la muralla del monasterio hacia las escaleras que conducían a los terrenos interiores de Ros Ailithir. Una figura familiar estaba mirando al mar un poco más allá en la muralla. Era la rolliza sor Eisten. Tenía la vista tan concentrada en la ensenada que no vio a Fidelma.

Fidelma se puso a su lado sin que se diera cuenta.

– Una hermosa mañana, hermana -la saludó.

Sor Eisten se sorprendió y se giró con la boca abierta. Parpadeó e inclinó con cuidado la cabeza.

– Sor Fidelma… Sí. Es hermosa -contestó sin entusiasmo alguno.

– ¿Cómo estáis hoy?

– Estoy bien.

Los tensos monosílabos parecían forzados.

– Eso es bueno. Habéis pasado una mala experiencia. ¿Y el niñito está bien?

Sor Eisten parecía confundida.

– ¿Niñito?

– Sí. ¿Se ha recuperado de su pesadilla? -Al ver que sor Eisten seguía sin comprender continuó-. El niño que se llama Cosrach. Ayer lo estabais acunando.

Sor Eisten parpadeó con rapidez.

– Oh… sí -dijo sin que pareciera estar segura.

– ¡Sor Fidelma!

Fidelma se giró al oír su nombre. Era la joven sor Necht, que se apresuraba escaleras arriba hasta el adarve. Parecía ansiosa y Fidelma tuvo la rara sensación de que lo que le producía tal ansiedad era encontrar a sor Eisten con Fidelma.

– El hermano Rumann está listo para verla, hermana -anunció sor Necht-. Está esperando impaciente en el hostal.

Fidelma miró a Eisten.

– ¿Estáis segura de que todo va bien?

– Todo va bien, gracias -contestó sin convicción.

– Bueno, si necesitáis de un alma amiga, sólo tenéis que llamarme.

En la iglesia de Irlanda, a diferencia de la costumbre de Roma según la cual todos tenían que hacer confesión de sus pecados a un sacerdote, cada persona tenía un anamchara, un alma amiga. La posición de un alma amiga era de confianza. Él o ella no era un confesor, sino más bien un confidente, un guía espiritual que actuaba de acuerdo con las prácticas de la fe de los cinco reinos. El alma amiga de Fidelma, desde que había alcanzado la edad de elegir, había sido Liadin de los Uí Dróna, su amiga de la niñez. Pero el alma amiga no tenía por qué ser del mismo sexo; Colmcille y otros líderes de la fe habían elegido almas amigas del sexo opuesto.

Eisten sacudía la cabeza con rapidez.

– Yo ya tengo un alma amiga en esta abadía -dijo inflexible.

Fidelma dejó ir un suspiro mientras empezaba con renuencia a seguir a sor Necht. Evidentemente, no todo iba bien con Eisten. Había algo que la seguía preocupando. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando la voz de sor Eisten la detuvo.

– Decidme, hermana…

Fidelma se giró inquisitiva hacia la joven taciturna. Seguía mirando con desánimo hacia el mar.

– Decidme hermana, ¿puede un alma amiga traicionar la confianza puesta en ella?

– Si lo hace, entonces no creo que pueda ser un alma amiga -contestó Fidelma enseguida-. Depende de las circunstancias.

– ¡Hermana! -gritó Necht desde el pie de la escalera.

– Quizá deberíamos hablar de ello más tarde -le sugirió Fidelma.

No obtuvo respuesta alguna y al cabo de un momento y con cierta renuencia descendió las escaleras detrás de Necht.

En la habitación que habían designado a Fidelma para que llevara a cabo sus investigaciones, la corpulenta figura del fer-tighis, el administrador de la abadía, estaba esperando con impaciencia.

Fidelma se arrellanó en su asiento frente al hermano Rumann y se dio cuenta de que Cass ya había ocupado su silla en el rincón de la estancia. Fidelma se giró hacia sor Necht. Había pensado mucho en si era conveniente seguir permitiendo que la joven hermana asistiera a todos sus interrogatorios. Tal vez se podía confiar en que se lo guardara todo; tal vez no. Fidelma había decidido finalmente que era mejor no tentarla por el camino.

– No necesitaré de vuestros servicios por el momento -le dijo a la novicia decepcionada-. Estoy segura de que tenéis otros deberes que cumplir en el hostal.

El hermano Rumann parecía aprobar aquella decisión.

– Por supuesto que los tiene. Hay habitaciones que limpiar y ordenar.

Cuando sor Necht se hubo marchado, no sin renuencia, Fidelma se volvió hacia el administrador.

– ¿Cuánto tiempo lleváis como administrador de la abadía, hermano Rumann? -preguntó.

Los rasgos del hombre regordete se arrugaron frunciendo el ceño.

– Dos años, hermana. ¿Por qué?

– Disculpadme -le respondió Fidelma con amabilidad-. Quiero conocer todos los antecedentes que me sea posible.

Rumann resopló como de aburrimiento.

– Entonces, sabed que he servido en la abadía desde que llegué aquí cuando alcancé la edad de elegir, y eso fue hace treinta años.

Fue recitando sus antecedentes con un tono petulante y seco, como si sintiera que ella no tenía derecho a preguntárselo.

– ¿Entonces tenéis cuarenta y siete años y lleváis dos de administrador? -preguntó Fidelma con una voz suavemente peligrosa, pues resumía los hechos que él le había proporcionado.

– Exactamente.

– ¿Entonces tenéis conocimiento de todo lo que se puede saber sobre la fundación de Ros Ailithir?

– De todo -respondió Rumann sin complacencia.

– Eso está bien.

Rumann frunció levemente el ceño preguntándose si Fidelma se estaba burlando de él.

– ¿Qué queréis saber? -preguntó en tono brusco, al ver que Fidelma se quedaba un rato sin preguntar nada.

– El abad Brocc os pidió que llevarais a cabo una investigación sobre la muerte de Dacán. ¿Cuál fue el resultado?

– Que lo asesinó un atacante desconocido. Eso es todo -confesó el administrador.

– Empecemos por el momento en que el abad os dio la noticia de la muerte de Dacán.

– No me lo dijo el abad. Fui informado por el hermano Conghus.

– ¿Cuándo fue eso?

– Poco después de informar al abad de su descubrimiento. Me lo encontré cuando iba a informar al hermano Tóla, el ayudante del médico. Tóla examinó el cuerpo.

– ¿Qué hicisteis?

– Fui a ver al abad para preguntarle qué debía hacer yo.

– ¿No fuisteis primero a la habitación de Dacán?

Rumann lo negó con la cabeza.

– ¿Qué podía hacer yo allí antes de que Tóla hubiera examinado a Dacán? El abad me pidió entonces que me encargara del asunto. Luego me dirigí a la habitación de Dacán. El hermano Tóla estaba allí acabando de examinar el cuerpo. Dijo que habían atado a Dacán y lo habían acuchillado varias veces en el pecho. El y su ayudante Martan se llevaron el cuerpo para examinarlo mejor.

– Sé que la habitación no estaba desordenada y que una lámpara de aceite seguía encendida.

Rumann asintió con la cabeza.

– Tóla apagó la lámpara cuando se fue -dijo Fidelma-. Eso implicaba que vos ya habíais abandonado la habitación cuando se retiró el cuerpo.

Rumann miró a Fidelma con cierto respeto.

– Tenéis una mente aguda, hermana. De hecho, así es. Mientras Tóla acababa su examen, miré rápidamente alrededor de la habitación en busca de un arma o algo que pudiera identificar al atacante. No encontré nada. Así que me fui justo antes de que Tóla se llevara el cuerpo.

– ¿No volvisteis a examinar la habitación?

– No. Por orden del abad, cerré la habitación tal como estaba. Sin embargo, allí no había visto nada que ayudara a descubrir al culpable. Pero el abad pensó que había que investigar más.

– ¿No rellenasteis el aceite de la lámpara que había junto a la cama en ningún momento?

Rumann arqueó las cejas sorprendido por la pregunta.

– ¿Por qué habría de rellenarla?

– No importa -contestó Fidelma con rapidez y sonriendo-. ¿Y entonces? ¿Cómo llevasteis a cabo vuestra investigación?

Rumann se frotó la barbilla pensativo.

– Sor Necht y yo estábamos descansando en el hostal aquella noche y dormimos profundamente hasta que la campana de la mañana nos llamó. Tan sólo había otro huésped y él tampoco había oído ni visto nada.

– ¿Quién era el huésped? ¿Todavía está en el monasterio?

– No. En realidad no era nadie… Sólo un viajero. Se llamaba Assíd de los Uí Dego.

– Ah, sí. -Fidelma recordó que Brocc había mencionado aquel nombre-. Assíd de los Uí Dego. Decidme, Rumann: ¿Los Uí Dego habitan justo al norte de Fearna en Laigin?

Rumann se sacudió incómodo.

– Eso creo -admitió-. Tal vez el hermano Midach le pueda decir algo más al respecto.

– ¿Por qué el hermano Midach? -preguntó con curiosidad Fidelma.

– Bueno, él ha viajado a esas tierras -dijo Rumann un poco a la defensiva-. Creo que nació en ellas o cerca.

Fidelma suspiró exasperada. Laigin parecía surgir en cada sendero oscuro de aquella investigación.

– Decidme más cosas de este viajero, Assíd.

– Hay poco que decir. Bajó de un barc. Creo que era comerciante, tal vez de los que hacen cabotaje. Se fue con la marea de la tarde el día en que Dacán había muerto. Pero sólo después de que yo lo interrogara a conciencia.

Fidelma sonrió con cinismo.

– ¿Y después de que os asegurara que no había oído ni visto nada?

– Eso mismo.

– ¿El hecho de que Assíd fuera de Laigin, y que ahora Laigin tenga un papel importante en este asunto, no os parece suficiente para pensar que había que retenerlo para interrogarlo más?

Rumann lo negó con la cabeza.

– ¿Cómo íbamos a saber eso entonces? ¿Basándonos en qué podíamos retener al hombre aquí? ¿Estáis sugiriendo que es el asesino de su paisano? Además, al igual que Midach, hay varios hermanos y hermanas en esta abadía que han nacido en Laigin.

– Yo no estoy aquí para sugerir cosas, Rumann -espetó Fidelma irritada por la suficiencia del administrador-. Estoy aquí para investigar.

El corpulento religioso se reclinó de repente y tragó saliva. No estaba acostumbrado a que le hablaran así.

Fidelma, por su parte, lamentó inmediatamente haber mostrado su irritación y admitió para sí que el administrador no podía haber actuado de otra manera. ¿Basándose en qué podían retener a Assíd de los Uí Dego? En nada. Sin embargo, la identidad de la persona que había llevado a Fearna la noticia de la muerte de Dacán resultaba ahora obvia.

– Este Assíd -volvió a empezar Fidelma con un tono más amigable- ¿qué os lleva a asegurar que era un comerciante?

Rumann retorció los músculos de su cara haciendo una mueca.

– ¿Quiénes sino los comerciantes viajan por nuestra costa en barca y buscan hospitalidad en nuestro hostal? No era algo insólito. A menudo nos visitan comerciantes como él.

– ¿Es de suponer que su tripulación se quedó a bordo del barc?

– Creo que eso hicieron. Desde luego, no estuvieron aquí.

– Uno se pregunta, en consecuencia, por qué no se quedó él también a bordo y buscó alojamiento por una noche aquí -musitó Fidelma-. ¿Qué habitación ocupó?

– La que ahora ocupa sor Eisten.

– ¿Conocía a Dacán?

– Eso creo. Sí, recuerdo que se saludaron de forma amistosa. Eso fue la noche en que Assíd llegó. Era natural, supongo, siendo ambos de Laigin.

Fidelma ocultó su preocupación. ¿Cómo podía resolver este misterio si su testigo principal había abandonado la escena? Sentía una gran frustración.

– ¿No interrogasteis luego a Assíd sobre su relación con Dacán?

Rumann parecía dolido y sacudió la cabeza.

– ¿Por qué había de interesarme su relación con Dacán?

– Habéis dicho que se saludaron amistosamente, lo que implica que se conocían y no sólo por la reputación.

– No vi motivo para preguntar si Assíd era amigo de Dacán.

– ¿De qué otra manera ibais a encontrar al asesino sino haciendo tales preguntas? -inquirió Fidelma con acritud.

– Yo no soy dálaigh -respondió Rumann indignado-. Se me pidió que llevara a cabo una investigación de cómo había sido asesinado Dacán en nuestro hostal, no que hiciera una investigación judicial.

Algo de verdad había en esas palabras. Rumann no sabía investigar. Fidelma lamentó lo dicho.

– Lo siento -se disculpó-. Tan sólo decidme todo lo que sepáis sobre ese hombre, Assíd.

– Llegó el día antes de que mataran a Dacán y se fue, tal como os he dicho, ese día. Buscaba alojamiento para una noche. Su barc ancló en la ensenada y se supone que se dedicaba al comercio. Eso es todo lo que sé.

– Muy bien. ¿Y no había nadie más en el hostal en aquel momento?

– No.

– ¿Se accede fácilmente al hostal desde cualquier parte de los edificios de la abadía?

– Tal como habéis visto, hermana, no hay restricciones en el interior de los muros de la abadía.

– Entonces, ¿cualquiera de los cientos de estudiantes y religiosos de aquí podía haber entrado y matado a Dacán?

– Cualquiera podía hacerlo -admitió Rumann sin dudar.

– ¿Había alguien que fuera particularmente próximo a Dacán durante su estancia aquí? ¿Tenía amigos entre los religiosos o los estudiantes?

– Nadie era en realidad amigo de él. Ni siquiera el abad. El venerable Dacán era un hombre que mantenía las distancias con todos. No era en absoluto amistoso. Ascético e indiferente a los valores mundanos. A mí me gusta relajarme algunas noches con algún juego de mesa, el brandubh o el fidchell Lo invité a jugar una o dos veces y lo rechazó como si le hubiera pedido indulgencia para algo blasfemo.

Esto al menos era un punto de común acuerdo entre todos aquellos a los que había interrogado sobre el venerable Dacán. No era un alma amigable.

– ¿No había nadie en absoluto con quien hablara más que con las demás personas de la abadía?

Rumann se encogió de hombros.

– A menos que tengamos en cuenta a nuestra bibliotecaria, sor Grella. Me imagino que era así porque investigó mucho en la biblioteca.

Fidelma asintió con la cabeza pensativa.

– Ah, sí, me han dicho que vino a Ros Ailithir para estudiar ciertos textos. Veré a sor Grella luego.

– Por supuesto, también enseñaba -añadió Rumann-. Enseñaba historia.

– ¿Podéis decirme quiénes eran sus estudiantes?

– No. Para esto tendréis que hablar con nuestro fer-leginn, el profesor principal, el hermano Ségán. Él es quien se ocupa de todo lo que tiene que ver con los estudios. Es decir, por debajo del abad Brocc, por supuesto.

– Es de suponer que, por sus estudios, el venerable Dacán escribiera mucho.

– Yo también lo supondría -contestó Rumann con poca seguridad-. Con frecuencia, lo veía cargando manuscritos y, por supuesto, sus tablillas de cera. No iba nunca sin ellas.

– Entonces -Fidelma hizo una pausa para dar énfasis a su pregunta-, ¿por qué no hay manuscritos ni tablillas usadas en su habitación?

El hermano Rumann se la quedó mirando.

– ¿No las hay? -preguntó asombrado.

– No. Hay tablillas que están limpias y vitelas que no se han usado.

El administrador volvió a encogerse de hombros. El gesto era natural en él.

– Me sorprende. Tal vez guardaba lo que escribía en nuestra biblioteca. Sin embargo, no veo qué tiene esto que ver con su muerte.

– ¿Y no tenéis conocimiento de lo que estaba estudiando Dacán? -siguió preguntando Fidelma sin molestarse en responder a la pregunta implícita de Rumann-. ¿Sabía alguien por qué había venido a Ros Ailithir en particular?

– No es cosa mía meterme en los asuntos de los demás. Era suficiente que Dacán viniera con la recomendación del rey de Cashel y que su presencia fuera aprobada por mi abad. Intenté, como otros aquí, ser amistoso con él, pero, como ya he dicho, no le gustaba relacionarse. En verdad, hermana, tal vez debería confesar que no hubo duelo en la abadía cuando Dacán pasó a mejor vida.

Fidelma se inclinó hacia delante con interés.

– Yo tendía a creer, a pesar de que se considerara austero, que Dacán era bien querido por la gente y reverenciado como un hombre de gran santidad.

El hermano Rumann se mordió los labios con cinismo.

– Yo he oído que es así, y tal vez lo sea… en Laigin. Lo único que puedo decir es que aquí, en Ros Ailithir, fue bien acogido, pero no devolvió el calor de nuestra bienvenida. Así que en general se le dejó para que se las arreglara solo. Es que incluso la pequeña sor Necht le tenía miedo…

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Es de suponer que porque era un hombre cuya frialdad inspiraba temor.

– Yo creía que su santa reputación iba más allá de Laigin. En muchos lugares, de él y de su hermano Noé, se habla como de Colmcille, de Brendan o de Enda.

– Uno sólo puede hablar por lo que conoce, hermana. A veces las reputaciones no son merecidas.

– Decidme, este desagrado hacia Dacán…

El hermano Rumann sacudió la cabeza como para interrumpirla.

– Indiferencia, hermana. Indiferencia, no desagrado, pues no había motivos para hablar de desagrado.

Fidelma inclinó la cabeza admitiendo aquella precisión.

– Muy bien. Indiferencia, si es lo que os parece. A vuestro entender, ¿no creéis que era suficiente para fomentar un sentimiento en alguien de aquí como para matarlo?

El administrador entornó los ojos en su cara carnosa.

– ¿Alguien de aquí? ¿Estáis sugiriendo que alguno de nuestros hermanos de Ros Ailithir lo mató?

– ¿Tal vez incluso uno de sus estudiantes a quien no gustaran sus maneras? Eso pasa.

– Bueno, yo nunca he sabido de algo así. Un estudiante respeta a su maestro.

– En circunstancias normales -admitió Fidelma-. Sin embargo, estamos investigando una circunstancia extraordinaria. El asesinato, pues eso es lo que hemos establecido, es un crimen de lo más anormal. Sea cual sea el camino que tomemos, hemos de admitir que alguien de esta comunidad tuvo que perpetrar ese acto. Alguien de esta comunidad -repitió con énfasis.

El hermano Rumann la observaba con rostro solemne y la boca prieta.

– No puedo decirle más de lo que he hecho. Lo único que se me pidió, lo único que hice, fue investigar la circunstancia de su muerte. ¿Qué más podía hacer? No tengo los conocimientos de un dálaigh.

Fidelma extendió las manos en un gesto pacificador.

– No es mi intención criticar, hermano Rumann. Vos tenéis vuestro oficio y yo el mío. Nos enfrentamos a una situación delicada, no solamente para buscar una solución a este crimen, sino para intentar evitar una guerra.

El hermano Rumann resopló con fuerza.

– Si me pedís mi opinión, no me extrañaría que Laigin hubiera maquinado todo este asunto. Han apelado una y otra vez a la asamblea del Rey Supremo de Tara para que se les devolviera Osraige. Cada vez se ha dictado que Osraige era legalmente una parte de Muman. Ahora esto -golpeaba el aire con su mano.

Fidelma observaba al administrador con interés.

– ¿Cuándo exactamente llegasteis a tal conclusión, hermano Rumann? -preguntó suavemente.

– Yo soy de los Corco Loígde, un hombre de Muman. Cuando me enteré del precio de honor que el joven Fianamail de Laigin exigía por la muerte de Dacán, imaginé un complot. Teníais razón en lo primero.

Fidelma arqueó las cejas al percibir los rasgos de enfado de Rumann.

– ¿Razón? ¿En qué?

– En que tenía que haber sospechado del comerciante, Assíd. ¡Seguramente era el asesino y yo lo dejé marchar!

Fidelma se lo quedó mirando un momento y luego habló.

– Una cosa más, hermano. ¿Cómo os enterasteis de cuáles eran las exigencias de Laigin?

Rumann parpadeó.

– ¿Cómo? Porque el abad no habla de otra cosa desde hace días.

Cuando el hermano Rumann se hubo marchado, Fidelma se quedó un rato sentada en silencio. Entonces se dio cuenta de que Cass seguía sentado esperando que ella hablara. Se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa cansada.

– Llamad a sor Necht, Cass.

Un momento después la entusiasta y joven hermana entró respondiendo a la llamada de la campanita. Estaba claro que había estado fregando los suelos del hostal, pero que recibía con agrado la interrupción.

– Me han dicho que teníais temor al venerable Dacán -le soltó Fidelma sin preámbulos.

Pareció que la cara de Necht se quedaba sin sangre. Se estremeció.

– Se lo tenía -admitió.

– ¿Por qué?

– Mis deberes como novicia en la abadía se deben principalmente a los huéspedes del hostal y he de ocuparme de lo que necesiten. El venerable Dacán me trataba como a un criado. Incluso le pedí al hermano Rumann si podía relevarme de mis obligaciones en el hostal mientras Dacán estuviera en él.

– Entonces es que os desagradaba mucho.

Sor Necht inclinó la cabeza.

– Va contra la fe, pero la verdad es que no me gustaba. No me gustaba en absoluto.

– A pesar de todo, ¿no os relevaron de vuestros deberes?

Necht sacudió la cabeza en señal de negación.

– El hermano Rumann dijo que había de aceptarlo como la voluntad de Dios y que, a través de esta adversidad, me fortalecería para llevar a cabo el trabajo de Dios.

– Lo decís como si no lo creyerais -señaló Fidelma con amabilidad.

– No me fortalecí. Tan sólo se intensificó mi desagrado. Fue un tiempo terrible. El venerable Dacán criticaba cómo arreglaba su habitación. Al final, ya no me molestaba en arreglarla. Luego me enviaba a hacer recados a todas las horas del día y de la noche tal como le venía en gana. Yo era una esclava.

– ¿Así que cuando murió no vertisteis lágrimas?

– ¡Yo no! -exclamó la hermana con vehemencia. Luego, al darse cuenta de lo que había dicho, se ruborizó-. Quería decir…

– Creo que sé lo que queríais decir -respondió Fidelma-. Decidme, la noche en que mataron a Dacán, ¿estabais de guardia en el hostal?

– Yo estaba de guardia cada noche. El hermano Rumann os lo habrá dicho. Era mi trabajo.

– ¿Visteis a Dacán aquella noche?

– Por supuesto. Él y el comerciante Assíd eran los únicos huéspedes.

Sor Necht asintió con la cabeza.

– Sin embargo, no creo que fueran amigos. Oí a Assíd que discutía con Dacán después de la cena.

– ¿Discutía?

– Sí. Dacán se había retirado a su habitación. Solía llevarme algunos libros para estudiar antes de la completa, el último servicio del día. Yo pasaba ante su puerta cuando oí unas voces que discutían.

– ¿Estáis segura de que era Assíd?

– ¿Quién sino podía ser? -replicó la muchacha-. No había nadie más allí.

– ¿Así que estaban discutiendo? ¿De qué?

– No sé. No era en voz alta, pero sí intensa. Sonaba a enfado.

– ¿Y qué estudiaba Dacán aquella noche? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño-. Me han dicho que no se ha sacado nada de su habitación. Sin embargo, no había libros ni nada escrito en la estancia de Dacán.

Sor Necht se encogió de hombros y no contestó.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Dacán?

– Yo acababa de volver del servicio de completa cuando Dacán me llamó y me pidió que le llevara una jarra con agua fría.

– ¿Visitasteis su habitación después de eso?

– No. Lo evitaba todo lo que podía. Perdonadme este pecado, hermana, pero lo odiaba y no puedo deciros otra cosa.

Sor Fidelma se reclinó y examinó a la joven novicia detenidamente durante un rato.

– Tenéis vuestros deberes, sor Necht; no os retendré. Os volveré a llamar cuando os necesite.

La joven novicia se levantó desilusionada.

– ¿No le hablaréis al hermano Rumann de mi pecado de odio? -preguntó angustiada.

– No. Temíais a Dacán. El odio es meramente la consecuencia de ese miedo; hemos de temer algo para odiarlo. Es la capa de protección que utilizan los que se sienten intimidados. Pero, hermana, recordad esto: tales sentimientos de odio a menudo conducen a la supresión de la justicia. Intentad perdonar a Dacán por su autocracia y entended vuestros propios miedos. Podéis marcharos.

– ¿Estáis segura de que no puedo hacer nada más? -preguntó Necht, mientras dudaba en la puerta.

Volvía a parecer entusiasmada, como si la confesión de su odio por Dacán le hubiera levantado los ánimos.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– Os llamaré cuando así sea -aseguró Fidelma.

Cuando salía, Cass se levantó y se sentó en la silla que Necht había dejado libre. Miró a Fidelma con compasión.

– ¿No va bien, verdad? Sólo veo confusión.

Fidelma le respondió con una mueca.

– Vayamos a pasear un rato por la playa, Cass. Necesito un poco de brisa para aclararme.

Atravesaron el complejo que formaban los edificios de la abadía y llegaron a una puerta que daba a un sendero que descendía tortuoso hasta la playa arenosa. Seguía haciendo un buen día, todavía un poco ventoso, con los barcos anclados balanceándose. Fidelma respiró hondo el aire salado del mar y lo expiró con gran satisfacción.

Cass la observaba divertido y en silencio.

– Así está mejor -dijo, y enseguida lo miró-. Despeja la mente. He de admitir que ésta es la investigación más difícil de las que me he ocupado. En otras investigaciones que he llevado a cabo, todos los testigos estaban en el lugar. Todos los sospechosos estaban reunidos. Y yo estaba en la escena del crimen pocas horas después, si no unos minutos, de que se hubiera cometido el acto, de manera que las pruebas no se podían evaporar en el aire.

Cass aminoraba el paso para ir junto a Fidelma mientras paseaban por el borde del mar.

– Empiezo a ver algunas de las dificultades de un dálaigh, hermana. En verdad, antes no tenía ni idea. Creía que lo único que tenían que conocer era la ley.

Fidelma no se molestó en contestar.

Pasaron junto a unos pescadores que descargaban las capturas de la mañana de unas barcas tipo canoa que en el lugar se llamaban noamhóg, botes con estructura de mimbre, recubierta de codal, unos cueros curtidos con corteza de roble y cosidos entre sí con correas de cuero. Eran ligeros y fáciles de transportar y, para manejar los mayores, sólo hacían falta tres hombres. Cabalgaban y danzaban velozmente sobre las fieras olas.

Fidelma se detuvo a observar dos de estas naves que llegaban a puerto arrastrando el cuerpo sin vida de una bestia del mar detrás de ellos.

Sólo una vez había visto la llegada de un tiburón y supuso que aquella bestia era el mismo tipo de criatura.

Cass no había visto nunca algo así y se adelantó ansioso a examinarlo.

– Había oído una historia que decía que san Brendan, durante su gran travesía, una vez desembarcó en el lomo de un monstruo así pensando que era una isla. Sin embargo esta bestia, con lo grande que es, no parece una isla -le gritó a Fidelma por encima del hombro.

Fidelma respondió a su entusiasmo.

– El pez sobre el que se dice que desembarcó Brendan era mucho mayor. Cuando Brendan y sus compañeros se sentaron e hicieron fuego para cocinar su comida, el pez, al sentir el calor, se metió en el mar y ellos a duras penas pudieron salvar la vida escapando en su barco.

Un pescador anciano, que la había oído, asintió con la cabeza sabiamente.

– Y esa historia es cierta, hermana. ¿Pero no habéis oído hablar del gran pez, Rosault, que vivió en tiempos de Colmcille?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación, sonriendo, pues sabía que los viejos pescadores saben curiosas historias que se pueden volver a explicar una noche alrededor de un fuego.

– Cuando era un chico, solía pescar por Connacht -empezó a explicar el viejo, casi sin que se lo pidieran-. Los hombres de Connacht me dijeron que había tierra adentro una montaña sagrada que llamaban Croagh Patrick, por el santo. Al pie de la montaña, había una llanura que se llamaba Muiriasc, que significa «mar-pez». ¿Sabéis de qué le viene el nombre?

– Explicadnos -le contestó Cass, sabedor de que no había otra opción.

– El nombre le viene de que se formó con el gran cuerpo de Rosault cuando una gran tormenta lo lanzó a tierra. La bestia muerta, mientras se iba descomponiendo en la llanura, causaba una gran pestilencia por los vapores malolientes que emanaba su cuerpo y que descendían hasta el campo. Mataba a hombres y animales indiscriminadamente. Hay muchas cosas en el mar, hermana. Muchas cosas amenazadoras.

Fidelma lanzó de repente la mirada hacia el barco de guerra de Laigin.

– No todas ellas son criaturas de las profundidades -observó en voz baja.

El viejo pescador captó hacia donde se dirigía su mirada y se rió entre dientes.

– Creo que en eso tenéis razón, hermana. Y me da la impresión de que algún día los pescadores de los Corco Loígde tal vez tengan que lanzar sus arpones a criaturas extrañas y no a un pobre tiburón.

Se giró y con gran deleite hundió un cuchillo en el gran cuerpo.

Fidelma se volvió a pasear por la orilla.

Cass se apresuró tras ella. Durante un rato caminaron en silencio y luego Cass hizo una observación.

– Hay signos de guerra en el aire, hermana. No presagian nada bueno.

– No soy ajena a ello -contestó-. Sin embargo, yo no puedo hacer milagros, aunque sea lo que mi hermano espera de mí.

– Quizá debamos aceptar que esta guerra es nuestro destino. Que habrá, sin duda, una guerra.

– ¡Destino! -dijo Fidelma indignada-. Yo no creo en la predestinación, aunque algunos de la fe así lo crean. El destino no es más que la excusa del tirano para sus crímenes y la excusa del tonto por no enfrentarse al tirano.

– ¿Cómo se puede cambiar lo que es inevitable? -inquirió Cass.

– ¡Primero diciendo que no es así y luego procediendo para que no lo sea! -contestó con energía.

Si había algo que no necesitaba en aquel momento era que alguien le dijera que las cosas eran inevitables. Sófocles había escrito que aquello que los dioses habían provocado había que soportarlo con fortaleza. Sin embargo, la excusa de que las propias limitaciones de uno eran simplemente el destino era una filosofía que no era la suya. El credo del destino era tan sólo una excusa para ahorrarse la elección.

Cass levantó una mano y la abrió como en un gesto de resignación.

– Es una filosofía loable la que tenéis, Fidelma. Pero a veces…

– ¡Basta!

El joven guerrero se calló. Se dio cuenta de repente de lo vulnerable que era esta joven dálaigh de los tribunales. Colgú de Cashel había cargado los hombros de su hermana con una gran responsabilidad, tal vez excesiva. Cass entendía que la muerte de Dacán era un acertijo que nunca se resolvería. Lo mejor era simplemente prepararse para la guerra con Laigin, antes que desaprovechar el tiempo intentando desenredar la enmarañada e insoluble red de aquel misterio.

De repente Fidelma se sentó en una roca y se puso a contemplar el mar mientras Cass permanecía impaciente a su lado. Dando vueltas al problema en su cabeza, intentaba recordar lo que su viejo maestro, el brehon Morann de Tara, le había dicho una vez. «Mejor preguntar dos veces que perderse una, chiquilla», había declarado cuando había fallado en algún ejercicio de la mente por no haber captado una respuesta que él le había dado.

¿Cuál era la pregunta que no hacía; qué respuesta era aquella a la que ella no había dado importancia?

Cass se quedó sorprendido cuando, al cabo de unos momentos, Fidelma se puso en pie y soltó un bufido de indignación.

– ¡Debo de ser tonta! -anunció.

– ¿Por qué? -inquirió Cass mientras empezaba a correr hacia la abadía.

– He estado lamentándome de la imposibilidad de este trabajo antes de haber siquiera empezado a hacerlo.

– Pues yo creía que vuestros primeros pasos habían sido muy buenos.

– Lo único que he hecho ha sido rozar la superficie -contestó-. He hecho una o dos preguntas, pero todavía no he empezado a buscar la verdad. ¡Venid, hay mucho que hacer!

Regresó deprisa a la abadía, atravesó la verja de entrada y cruzó los patios enlosados. Aquí y allá grupitos de estudiantes y algunos de los religiosos profesores se giraban para examinarla furtivamente cuando pasaba, pues la noticia de su misión se había extendido en seguida por la abadía. Ella no les hizo caso, avanzó con rapidez hacia la entrada principal y allí vio a quien buscaba, a la entusiasta joven sor Necht.

Estaba a punto de llamarla cuando Necht levantó la vista y vio a Fidelma. Se acercó hacia ella corriendo con unos andares poco decorosos.

– ¡Sor Fidelma! -exclamó jadeando-. Estaba a punto de ir en vuestra búsqueda. El hermano Tóla me pidió que os diera este paquete. Es de parte del hermano Martan.

Entregó a Fidelma un trozo de tela de saco rectangular. Fidelma lo cogió y lo desenvolvió. En el interior, había varias tiras largas de lino que parecían arrancadas de una pieza mayor. Había manchas de color marrón oscuro que Fidelma supuso que eran de sangre. El color del lino se había realzado con varios tintes azules y rojos. Las tiras estaban deshilacliadas y parecían frágiles. Fidelma tomó una de ellas y la sostuvo, un extremo en cada mano, y le dio un buen tirón. Se rasgó con facilidad.

– No es muy indicado para atar -observó Cass.

Fidelma lo miró apreciando el comentario.

– No -respondió pensativa mientras volvía a envolver la tela y colocaba las tiras en su bolsa-. Ahora, sor Necht, necesito que nos llevéis a la biblioteca de sor Grella.

Con gran sorpresa, vio que la joven sacudía la cabeza en señal de negación.

– Eso no puede ser, hermana.

– ¿Por qué, qué os aflige? -inquirió Fidelma irritada.

– Nada. Pero el abad me ha enviado en vuestra búsqueda. Dice que tiene que veros sin demora.

– Muy bien -dijo Fidelma con renuencia-. Si el abad Brocc quiere verme, no lo voy a decepcionar. ¿Pero por qué esta urgencia?

– Hace diez minutos, Salbach, el jefe de los Corco Loígde, llegó en respuesta a un mensaje que le envió Brocc. Parece estar muy enfadado.