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A la mañana siguiente, cuando sor Fidelma iba de camino a la biblioteca para ver si sor Grella había regresado, recibió un llamamiento para presentarse en las habitaciones del abad Brocc.
– Prima, tengo un mensajero que se va a Cashel esta tarde. Me pregunto si quisierais aprovechar la oportunidad para enviar un mensaje a vuestro hermano.
Fidelma estaba a punto de contestar con una negativa cuando se le ocurrió una idea.
– Sí. Quiero que mi hermano contacte con el jefe brehon y ordene la asistencia del comerciante de Laigin, Assíd de Uí Dego, a la asamblea cuando se trate el asunto de la muerte de Dacán. Resulta esencial que le haga algunas preguntas a Assíd.
– ¿Assíd? ¿El comerciante que se hospedaba aquí la noche en que mataron a Dacán? -Los ojos de Brocc mostraron cierta esperanza-. ¿Creéis que Assid…, creéis que puede ser el responsable…?
Fidelma lo decepcionó al negarlo con la cabeza.
– Lo único que exijo es su presencia en la vista.
La mirada esperanzada de Brocc se convirtió en una preocupación que mostró frunciendo el ceño.
– Ah, yo creía que al menos un misterio se podría resolver ahora.
– ¿Un misterio? -inquirió Fidelma que había captado el matiz.
– Por lo que sé, la pasada noche, ¿buscabais a sor Grella?
– Así es. ¿Qué ha pasado con sor Grella? -preguntó, presintiendo algo.
– Ojalá lo supiera. A sor Grella no se la ha visto desde poco después de las vísperas de ayer. Esta mañana no se ha abierto la biblioteca y el hermano Rumann me dice que en su habitación no parece que haya dormido allí. Le preguntó al hermano Conghus y éste le dijo que estabais investigando algo sobre ella la pasada noche.
Fidelma se sentó frente a la mesa del abad antes de continuar.
– ¿Había desaparecido antes alguna vez?
– No, que yo sepa -contestó el abad-. Todo esto es de lo más angustioso, prima. Primero, tenemos la muerte de Dacán; luego, sor Eisten es encontrada muerta y, ahora, sor Grella desaparece. ¿Qué tengo yo que hacer con todo esto?
Por un momento, Fidelma compadeció a su pomposo primo. Parecía un niño perdido, desamparado, necesitado de que alguien le dijera qué hacer.
– Ojalá os pudiera ayudar, Brocc. En este momento, yo me siento igual de desconcertada. Pero os quiero preguntar algunas cosas y que tengáis absoluta confianza en mí.
El abad esperó expectante.
– ¿Sabéis algo del pasado del hermano Midach?
– ¿El hermano Midach? -preguntó Brocc sorprendido-. Es un buen médico. Lleva cuatro años en Ros Ailithir. Veamos…, vino procedente de la abadía de Cealla.
– ¿Y sor Necht?
– Llegó a la abadía hace unos seis meses.
– ¿También procedente de Cealla?
– No. ¿Quién os ha dicho eso? Creo que vino de un pueblo no muy lejano de aquí. ¿Por qué no se lo preguntáis a ella?
– Era sólo una idea. -Fidelma se sintió decepcionada-. Pensaba que había alguna conexión entre Midach y Necht.
– Bueno, en realidad él la presentó en la abadía; eso es cierto. Visitaba a su padre en uno de los pueblos y, cuando éste murió y ella quedó huérfana, Midach propuso que ingresara aquí como novicia. Creo que todavía es su alma amiga.
Fidelma dejó ir un suspiro de decepción. Había pensado que tal vez hubiera otro tipo de relación con Osraige, y entre Midach y Necht. Si algo había realmente, ella no estaba segura. Osraige estaba sin duda en el meollo del misterio.
El abad no insistió más.
– ¿Qué tengo yo que hacer con todo esto? -repitió casi con patetismo.
Fidelma había estado considerando por qué caminos avanzar y ahora se daba cuenta de que, con la desaparición de sor Grella, no había nada que pudiera hacer a menos que encontrara otro nuevo camino que seguir. Para eso, tenía que revelar parte de la información que había recabado y exponerla como un señuelo para extraer datos nuevos.
– ¿Sabíais que sor Grella había sido la esposa del venerable Dacán? -preguntó inocentemente.
El abad Brocc abrió la boca expresivamente.
– ¿Qué estáis diciendo? ¿Os lo dijo ella?
– Me lo dijo alguien que la conoció en Laigin. ¿Así que no lo sabíais?
– Yo sólo sabía que venía de Cealla y estaba capacitada hasta el grado de sai. Pero, de eso de que había sido esposa del venerable Dacán, ¿estáis totalmente segura?
– Tengo un testigo. La pasada noche registré su habitación. Tengo derecho -añadió rápidamente, al percibir cierta preocupación en el rostro de Brocc-. Dacán fue atado antes de ser asesinado. Las ataduras, por suerte, las guardó el hermano Martan, vuestro boticario. La pasada noche encontré la falda de la que se rasgaron esas tiras. La falda estaba oculta en una mochila en la habitación de sor Grella.
La respuesta del abad Brocc, cuando se dio cuenta de las implicaciones que tenía aquello, fue llevarse ambas manos a la cabeza y gimotear.
– La reputación de esta abadía está deshonrada -gimió-. ¿Qué puedo hacer? ¿Me queréis decir que Grella es la asesina y el motivo es algún sórdido asunto pasional?
– Os podéis olvidar de la deshonra de la abadía, de momento, primo -replicó Fidelma secamente-. Primero resolvamos el enigma.
– Pero esa información hace que me avergüence -gimió Brocc.
– Entonces recordad lo que escribió Diógenes: «El rubor es el color de la virtud» -citó Fidelma con cinismo-. La única vergüenza es no tenerla.
Lo había herido en su orgullo.
– No me importa por mí -gimoteó contrito-. Tan sólo pensaba en la reputación de la abadía. ¿Así que creéis que Grella mató a Dacán?
Fidelma no se molestó en contestar.
– ¿Sabíais, Brocc, que sor Grella visitó la fortaleza de Salbach en Cuan Dóir hace una semana? Si así fue, ¿tenía vuestro permiso para salir de la abadía y visitar a Salbach?
El abad se la quedó mirando un momento sin expresión alguna.
– No. Yo le di permiso a sor Grella para ir a Rae na Scríne hace una semana, para visitar a sor Eisten, que trabajaba allí. La visita era para ir a recoger un libro y llevar algunas hierbas y medicinas del hermano Martan que ayudaran a combatir la peste amarilla. ¿Por qué iba a dirigirse en dirección opuesta para ver a Salbach?
– Quizás primero visitó a sor Eisten y luego fueron juntas a la fortaleza de Salbach.
– ¿Pero por qué?
Una idea rondó de improviso por la cabeza de Fidelma. Si Eisten había estado buscando unos pasajes para ella y sor Grella, quizá Grella huyó a bordo del barco mercante. Fidelma se levantó y fue hacia la ventana a mirar abajo a la ensenada.
El mercante franco, con sus pesadas líneas, todavía estaba anclado cerca del barco de guerra de Mugrón. El abad se había acercado y observaba sorprendido.
– ¿Qué veis, prima?
– Temía que el mercante franco ya hubiera levado anclas.
Brocc frunció el ceño.
– Supongo que debe de zarpar con la marea de mediodía.
– Entonces quiero que deis una autorización a Cass para subir a bordo y registrar ese barco antes de que zarpe.
– ¿Registrar?
– Sí. Un registro minucioso, como lo oyes -insistió Fidelma con tranquilidad-. Lo ordeno bajo la autoridad que me confiere ser dálaigh. -Se enderezó un poco y siguió hablando-. Es posible que sor Grella esté a bordo.
Brocc se mostró escandalizado, pero no respondió. Lo que hizo fue llamar con su campana para emplazar al scriptor y luego dictó las órdenes necesarias para encontrar a Cass y darle las instrucciones que había indicado Fidelma.
– Si hay algún problema, decidle a Cass que informe al capitán franco de que, mientras esté anclado en la bahía, tiene que obedecer las leyes de este reino -indicó Fidelma al scriptor, que se apresuraba en tomar nota.
– Os tenéis que explicar, prima -dijo Brocc, volviéndose a sentar-. ¿Queréis decir que Grella sabe que habéis descubierto su culpabilidad y que intenta huir?
– Ojalá pudiera explicarme del todo, primo -respondió Fidelma-. Pero no soy conocedora de todos los hechos. ¿Podéis decirme algo respecto a sor Eisten y su relación con vuestra bibliotecaria?
– Pobre Eisten. Hay poco que decir. Se instruyó en esta misma abadía e inicialmente se formó para ayudar al médico, Midach. Se especializó en el cuidado de los niños. Llevaba con nosotros desde los catorce años, salvo los tres años durante los cuales fue de peregrinación a Tierra Santa.
– El hermano Conghus me dijo que también estudiaba en la biblioteca -le interrumpió Fidelma.
– Eisten no era una sabia, pero estudió algunas cosas en la biblioteca a principios de este año.
– ¿Y cómo pudo ser que enviaran a Eisten a Rae na Scríne?
– Por lo que yo recuerdo, sor Eisten se ofreció para ir y ocuparse del hostal de viajeros que tenemos allí. Eso fue hace unos seis meses. Había algunos huérfanos en los alrededores y Eisten también estaba al cuidado de ellos. Hizo un trabajo estupendo en Rae na Scríne.
Hizo una pausa y cogió una jarra de agua; alzó las cejas para preguntar a Fidelma si ella también quería. Ésta sacudió la cabeza en señal de negación. Brocc se sirvió un poco y fue sorbiendo lentamente.
– Continuad -lo instó Fidelma.
– Bueno, supimos que la peste amarilla había llegado al pueblo este verano. Ataca sin ton ni son. El hermano Midach y yo, por ejemplo, tuvimos un amago, pero nos hemos recuperado. Lo mismo sor Grella. Pero Eisten no tuvo nada. No sucumbió a ella.
– No hay constancia -admitió Fidelma con solemnidad-. Continuad.
– Eisten insistió en quedarse en el pueblo, pero nos enteramos de que las cosas iban empeorando. Midach fue a visitarla allí varias veces la semana pasada. Finalmente, vos nos trajisteis la terrible noticia de que Intat había destruido el pueblo y a sus habitantes supervivientes.
– ¿Conocíais a Intat, por supuesto?
– Personalmente no. Pero sabía que Intat era uno de los hombres de confianza de Salbach. Visteis lo enojado que estaba Salbach cuando vino a la abadía después de que yo le informara de lo que nos habíais dicho. Al principio, pareció que se negaba a creer la historia. Tan sólo la admitió cuando le dijisteis quién erais y se vio, por tanto, incapaz de desafiar vuestra autoridad.
Fidelma se inclinó un poco hacia adelante, mostrando ira en su rostro.
– Es un mal jefe el que acepta la verdad sólo cuando proviene de una autoridad superior a la suya. ¿Se os ocurrió que Intat, por algún motivo, podría estar actuando con el consentimiento de Salbach?
Brocc estaba horrorizado.
– Claro que no. Salbach es de una antigua línea de jefes de los Corco Loígde. Su linaje se remonta a…
Fidelma se mostró abiertamente sarcástica.
– Lo sé; su linaje se remonta a Míl Easpain, el fundador de la raza de los hijos de los Gael. Sin embargo, no sería el primer jefe eminente que va contra las leyes de Dios y del hombre. ¿He de recordaros tal vez que la verdadera razón de que nos encontremos en esta situación es que somos prisioneros de la historia? Fue un rey de Laigin, que también descendía de un linaje de reyes antiguos y eminentes, el que se encargó de asesinar a Edirsceál, el Rey Supremo. Ahí fue cuando empezó este drama.
– Eso es historia antigua, casi leyenda.
– Como esto será dentro de mil años.
Brocc se reclinó en su silla sacudiendo ligeramente la cabeza.
– Yo no creería eso de Salbach. Además, ¿qué beneficio sacaría él?
Fidelma sonrió ligeramente.
– ¿Beneficio? Sin duda, ése es un buen motivo para todas nuestras acciones. ¿Qué beneficio conseguimos con una u otra acción? Bueno, si conociera la respuesta, tendría la respuesta a muchas preguntas. ¿Supongo que conocéis a Salbach desde hace mucho?
– Dieciocho años, desde el día en que llegué a esta abadía. Lo he conocido mejor en los últimos diez años, desde que fui elegido abad por los hermanos.
– ¿Y qué sabéis de él?
– ¿Saber? Sé que se le considera un buen jefe. Tiene el orgullo de su ascendencia y quizás es demasiado autócrata a veces. A pesar de todo, yo creo que se puede decir que es un gobernante justo y razonable.
– Me han dicho que es ambicioso.
– ¿Ambicioso? ¿No somos todos ambiciosos?
– Tal vez. Y los ambiciosos ojos de Salbach han mirado más allá de Corco Loígde.
– Está en su derecho, prima. Si desciende del linaje de Ir, emparentado con Mil Easpain, que conquistó esta tierra en el amanecer de los tiempos y la pobló con los hijos de los Gael…
Fidelma hizo una mueca que parecía de dolor.
– Ahorradme el aburrimiento de la genealogía. La ambición es buena siempre que el gorrión no ansie convertirse en halcón -comentó secamente-. De todas maneras, ¿qué más podéis decirme de Salbach? ¿Conocía a sor Eisten?
– Que yo sepa, no.
– ¿Os sorprendería saber que Eisten estuvo en la fortaleza de Salbach con sor Grella hace tan sólo una semana?
– ¿Así que creéis que hay alguna vinculación entre la muerte de la pobre sor Eisten y la del venerable Dacán? -inquirió.
– Una conexión, sí. Hasta qué punto, no lo sé. Pero estoy decidida a descubrirlo.
El rostro del abad Brocc se había ido alargando al contemplar la perplejidad de la situación.
– Sin embargo, no parece que os hayáis acercado a la resolución del misterio de la muerte de Dacán. Y no tenemos el tiempo de nuestro lado, prima.
– Sabed que soy muy consciente de ello, Brocc -replicó Fidelma.
– Bien, recordad que yo soy el responsable último, según la ley, de la muerte de Dacán. No puedo pagar la compensación o multa.
– Estad en paz, Brocc -le tranquilizó Fidelma-. A Laigin, no le interesáis vos ni los siete cumals de la multa éric. Les interesa el precio de honor y tienen los ojos puestos en la tierra de Osraige. No se contentarán con otra cosa.
– Sin embargo, su barco de guerra sigue ahí quieto -dijo Brocc señalando con la mano hacia la ventana.
– No podéis desaprobar que Laigin haga valer sus derechos -replicó Fidelma-. El barco no hará nada. Está ahí tan sólo para recordaros vuestra responsabilidad como abad al mando de la comunidad donde Dacán encontró la muerte.
Llamaron a la puerta y, después de responder Brocc, entró Cass.
Por la cara que traía Fidelma, supo que no traía buenas noticias.
– Nada -confirmó-. Ni rastro de sor Grella. El capitán estaba furioso, pero no me impidió el registro, incluso en el interior de la apestosa bodega del barco. Juro por mi honor que no está a bordo.
Fidelma sintió una carga sobre sus hombros.
Se levantó y volvió a dirigirse hacia la ventana.
Estaban desplegando las velas del mercante franco. Oía los sonidos de las velas al restallar y henchirse con la brisa de la mañana; oía los gritos de las órdenes confundiéndose con los chillidos de las gaviotas mientras volaban describiendo círculos alrededor del barco, que se movía sereno.
– Otra pared en blanco -dijo casi en voz baja-. Sin embargo, en algún lugar hay una puerta. En algún lugar -añadió con vehemencia.
– ¿Qué camino vais a seguir ahora, prima? -preguntó el abad ansioso.
Fidelma se estaba separando de la ventana cuando percibió un barc a toda vela, que se deslizaba rápidamente hacia el interior de la ensenada, salvando el pesado mercante como un delfín alrededor de una nave. Al momento, una idea pasó por su cabeza y se preguntó por qué no la habría pensado antes. Tomó la decisión casi inmediatamente.
– Me voy a ir un tiempo de la abadía, Brocc -dijo-. El camino que he de seguir no está aquí.
– ¿Adónde vais a ir ahora? -preguntó Brocc asombrado.
– Necesito los servicios de un barc bueno y rápido -respondió Fidelma sin hacer caso a la pregunta del abad-, ¿Dónde puedo fletar uno?
– Un marinero que se llama Ross tiene el barc más veloz de la costa -dijo Brocc, sin tenerlo que pensar-. Pero lo sabe, y eso se refleja en su precio. Veo que su barco está anclado allá abajo. Cualquier pescador os dirá dónde podéis encontrarlo.
– Excelente. Durante mi ausencia, hay algunos objetos que quiero que me guardéis. Constituyen pruebas de mi investigación y no puedo permitirme llevarlas de viaje.
Brocc señaló hacia un gran armario de roble situado en el otro extremo de la habitación.
– Tiene dos cerraduras -le aseguró- y es bastante seguro. Yo suelo guardar allí los objetos valiosos de esta abadía.
Fidelma descolgó su marsupium del hombro, que se había acostumbrado a llevar consigo siempre, y lo puso sobre la mesa. Sin decir una palabra, el abad sacó de debajo de su mesa un juego de llaves en un anillo, que ella supuso que debía de estar colgado de algún gancho escondido, y se dirigió al armario y abrió la puerta. Le indicó a Fidelma que le llevara el marsupium y lo colocó dentro. La muchacha observó cómo cerraba con llave la puerta y devolvía las llaves a su escondrijo.
– Si volviera a aparecer sor Grella, quiero que la retengan, hasta que yo regrese. ¿Entendido? -preguntó a Brocc.
El abad indicó que así sería.
Satisfecha, Fidelma se volvió hacia Cass.
– Venid, entonces; vayamos en busca de ese Ross y negociemos con él el precio de nuestro viaje.
Brocc estaba de pie indeciso.
– ¿Pero, adónde vais? ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera? Si he de encarcelar a sor Grella, he de tener alguna idea al respecto.
Fidelma se detuvo en la puerta y una vez más compadeció a su primo con expresión afligida. Volvió a tener la sensación de que era un chiquillo perdido.
– Es mejor que nadie sepa adónde hemos ido hasta que regresemos. Mientras tanto, si sois capaces de detener a sor Grella, decidle sencillamente que se la retiene como testigo de la muerte del que fue su marido, el venerable Dacán. Con la ayuda de Dios, regresaremos antes de una semana.
Brocc abrió la boca preocupado.
– ¿Una semana entera? -Su voz se mostró llena de angustia, pero Fidelma ya había abandonado la estancia y Cass iba tras ella.