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– Aquello es Na Sceilig. ¡Mirad! Allí delante de nosotros, en el horizonte.
El que hablaba era Ross, de pie en la cubierta de popa de su barco. Señalaba hacia el otro extremo de la franja del océano. Sus ojos de color verde oscuro, que reflejaban el humor cambiante del mar, se entornaron. Era un hombre bajito y robusto, un veterano con cuarenta años de marinería encima, cabello grisáceo y muy corto. Tenía la piel, curtida por los vientos marinos, casi de color avellana. Era un hombre de un humor hosco y siempre tenía a punto un grito cuando algo le desagradaba.
Su veloz barc quedaba a dos días de Ros Ailithir, donde Fidelma había negociado un precio bastante exorbitante con el marino para que los llevara al monasterio de Finan en Sceilig Mhichil y luego los trajera de vuelta. El barco había seguido las rutas costeras, siguiendo un débil viento que soplaba del nordeste que los había llevado hasta los límites de Muman por el sur, y luego Ross había maniobrado su barco para aprovechar el rápido flujo de la marea, que los había lanzado en dirección norte.
Fidelma se protegía los ojos de la luz con las manos y se quedó boquiabierta ante las espectaculares rocas que sobresalían del mar frente a ella. Había dos islas situadas a unas ocho millas de tierra, unas pirámides desoladas, agrietadas y con crestones, que, a modo de castillos, se alzaban escarpadas y aterradoras sobre las aguas oscuras y melancólicas. Su magnificencia de aspecto terrible hizo que Fidelma contuviera la respiración.
El nombre «Sceilig» implicaba rocas, pero ella no estaba preparada para tales masas pizarrosas y amenazantes.
– ¿En qué isla se encuentra el monasterio? -preguntó Fidelma.
– Aquélla, la mayor de todas -le indicó Ross, señalando el espectáculo de forma piramidal que se elevaba más de setecientos pies sobre el agua.
– Pero yo no veo lugar donde desembarcar, y menos un lugar para construir algo habitable -protestó Fidelma mientras contemplaba asombrada las laderas verticales de la isla.
Ross se golpeó adrede un lado de la nariz con el índice nudoso.
– Oh, hay un lugar bastante apropiado para desembarcar, si no os asustan las alturas, podéis escalar hasta el monasterio, pues se encuentra allá arriba -dijo señalando hacia los picos elevados de la isla-. Los monjes llaman al lugar la Silla de Montar de Cristo, por estar tan elevado. Está situado entre aquellos dos puntos de allí.
Fidelma percibió el sonido cacofónico que emitían las aves marinas que revoloteaban. Unos grandes alcatraces, cuyas alas tenían una envergadura de seis pies, sobrevolaban y planeaban por alrededor describiendo círculos. De vez en cuando, se lanzaban en picado a toda velocidad contra el agua en busca de pescado.
La segunda isla parecía estar coronada por un anillo de aves chillonas que revoloteaban. Al principio Fidelma pensó que, por algún milagro, era un casquete de nieve, hasta que Ross advirtió que eran los excrementos de los pájaros amontonados a lo largo de siglos.
– Anidan en Little Sceilig -explicó Ross-. No sólo alcatraces, sino también gaviotas, cormoranes, araos comunes, gaviotas tridáctilas, alcas comunes, fulmares e incluso otras aves cuyos nombres he olvidado.
Cass, que había permanecido en silencio, de repente hizo un comentario.
– He aquí un lugar imponente para castigar el alma.
Fidelma le sonrió, sorprendida de que su mente, normalmente tan imperturbable, se hubiera conmovido.
– He aquí un lugar para elevar el alma -corrigió la joven-, pues nos muestra precisamente cuan insignificantes somos en el gran orden de la creación.
– Todavía no sé por qué habéis querido venir a este lugar aislado -murmuró Cass, contemplando los impresionantes acantilados de la isla.
Fidelma decidió que ya era momento de ceder un poco y revelar lo que tenía en la mente.
– ¿Recordáis la vitela que encontramos en la habitación de Grella? ¿La carta que Dacán escribió a su hermano, el abad Noé? La escribió la noche antes de que lo mataran y decía que había seguido el rastro de su presa, ¿recordáis que utilizó esta palabra, «presa»?, hasta el monasterio de Sceilig Mhichil. Buscaba el heredero de la línea originaria de los reyes de Osraige. Mi idea es que lo mataron por saber eso y que el siguiente paso en el camino para resolver el misterio reside en esa isla inexpugnable que veis delante de vos.
Cass dirigió la mirada a Fidelma y luego a esa masa gris tan elevada. Apretó los labios pensativo.
– ¿Esperáis encontrar a quienquiera que fuera aquel que buscaba Dacán en la isla?
– Ciertamente Dacán lo encontró.
Que Ross y su tripulación, como la mayoría de hombres de mar de las zonas costeras, conocían bien su oficio quedó demostrado en los siguientes minutos, cuando consiguieron encontrar un lugar para desembarcar; no lo vieron hasta que llegaron a pocas yardas de él. Las olas amenazaban con lanzar el barco contra las rompientes de rocas rodeadas de espuma, haciendo que todos quedaran empapados de agua de mar. Costó un rato anclar cerca para que pudieran desembarcar.
– No es bueno que nos quedemos cerca de las rocas de este desembarcadero -gritó Ross con fuerza para que su voz se alzara sobre las olas rompientes y los chillidos de las aves marinas-. Cuando hayáis desembarcado, nos alejaremos un poco de la isla y esperaremos hasta que nos hagáis una señal para ir a recogeros.
Fidelma levantó una mano para indicar que le había entendido y se dispuso a saltar desde el lateral de la barca hasta un estrecho saliente granítico que constituía un desembarcadero natural.
Cass saltó primero para hacerse con una posición segura y así poder ayudar a Fidelma a desembarcar.
Al girarse y avanzar por la estrecha franja de roca, vieron a un anacoreta con hábito marrón que se aproximaba deprisa por el peligroso y escarpado sendero. Fruncía las cejas sobre sus ojos castaños y los examinaba con obvia inquietud.
– Bene vobis -saludó Fidelma.
El monje se detuvo repentinamente y una mirada de irritación intensificó sus rasgos.
– Hemos visto que venía un barco a tierra. Este lugar está prohibido a las mujeres, hermana.
Fidelma alzó las cejas amenazante.
– ¿Quién es el padre superior?
El monje se mostró dudoso ante el tono glacial de Fidelma.
– El padre Mel. Pero, como he dicho, hermana, nuestros hermanos habitan aquí aislados de la compañía de las mujeres, de acuerdo con las ideas de san Finan.
Fidelma sabía que había algunos monasterios donde la presencia de las mujeres estaba estrictamente prohibida, pues algunos, como Finan de Clonard o Enda de Aran, creían que las Escrituras enseñaban que las mujeres eran una creación del Maligno y no había que mirarlas nunca. Tales enseñanzas heréticas eran un anatema para Fidelma, que no aprobaba en absoluto tal idea recibida de Roma. Para ella, era poco más que una tentativa de imponer el celibato y el aislamiento de uno y otro sexo basándose en el argumento propuesto por Agustín de Hipona de que el hombre estaba creado a imagen de Dios, pero las mujeres no.
– Yo soy Fidelma, hermana de Colgú, rey de Muman. Soy dálaigh de los tribunales y actúo por encargo del rey, mi hermano.
Fidelma nunca habría utilizado esta forma de presentación si hubiera considerado que había otra manera de vencer esa acogida oficiosa.
– Estoy aquí para llevar a cabo una investigación respecto a una muerte ilegal. Ahora, conducidme hasta el padre Mel al momento.
El monje parecía horrorizado y parpadeaba nervioso.
– No me atrevo, hermana.
Cass aflojó, de forma ostentosa, la espada de la vaina, mirando fijamente hacia arriba el camino por el que había descendido el monje.
– Creo que deberíais atreveros -dijo fríamente, como poniendo voz a sus pensamientos.
El monje le lanzó una mirada ansiosa y luego dirigió sus ojos a Fidelma; después, apretó los labios para ocultar su ira y su frustración. Ambos veían que luchaba con sus pensamientos. Al cabo de un momento o dos, hizo un gesto de resignación.
– Si me podéis seguir, llegaréis hasta el padre Mel. Si no… -Había un cierto desdén en su voz y no acabó la frase.
Se giró y comenzó a subir por el sendero que al principio resultaba fácil de recorrer, pero luego se estrechaba repentinamente. Es más, el camino casi acababa e iban ascendiendo casi por las pendientes verticales de un saliente rocoso a otro, aunque, por diversos sitios, los monjes habían tallado algunos escalones en las paredes escarpadas de la roca. El ascenso era dificultoso. El viento soplaba y los azotaba, amenazándolos a veces de arrancarlos del camino y lanzarlos dando tumbos por las laderas hasta las turbulentas y espumosas aguas. En varias ocasiones, Fidelma, con el cabello chorreando y la capucha bajada, tuvo que ponerse a cuatro patas y agarrarse con fuerza a las rocas del camino para sostenerse.
El anacoreta, acostumbrado al ascenso, apresuró el paso y Fidelma, irritada, corrió algún riesgo para alcanzar al hombre. Cass, que iba detrás de ella, tuvo que tender la mano para sujetarla varias veces. Al final, llegaron a una extraña meseta, un lugarcito verde situado entre dos picos con dos cruces de piedra.
A partir de ese punto, una serie de escaleras conducían a través de unas rocas como colmillos a otra meseta donde un muro de piedra, que recorría una ladera, era la única barrera que la separaba de los escarpados acantilados que caían al mar.
Fidelma se detuvo ante la vista espectacular del aquel Little Sceilig coronado de blanco y el neblinoso perfil de la isla.
En la meseta estaba el monasterio construido por Finan hacía cien años. Había seis clocháns, o cabañas de piedra con forma de colmena, con un oratorio de forma rectangular. Detrás de éstos, había otros edificios y otro oratorio. A Fidelma le sorprendió ver un pequeño cementerio trasero con losas y cruces. Se preguntó cómo aquella isla de peñascos podía tener tierra suficiente para enterrar algo. Era un lugar salvaje, incluso cruel, para intentar vivir.
Había varios hermanos que se ocupaban de un jardincillo situado tras una protección artificial de muros de laja. Le sorprendió ver que también había dos pozos.
– Éste es un lugar realmente asombroso -le susurró a Cass-. No es de extrañar que los hermanos sean tan inflexibles con su privacidad.
El anacoreta que los había acompañado había desaparecido, probablemente en el interior de uno de los edificios de piedra.
Los jardineros los habían visto y habían parado de trabajar y murmuraban entre sí intranquilos.
– No creo que les guste veros, Fidelma -dijo Cass posando su mano sobre la empuñadura de la espada.
El anacoreta reapareció con la misma brusquedad con que había desaparecido.
– Por aquí. El padre Mel hablará con vos.
Encontraron a un viejo de cara arrugada sentado con las piernas cruzadas en una de las cabañas. Era tan pequeña que tenían que seguir el ejemplo del viejo y sentarse en alguna de las pieles de oveja que cubrían el suelo o quedarse de pie, ligeramente agachados. Fidelma tomó la iniciativa y se sentó cruzando las piernas frente al viejo.
Él la observó pensativo con unos brillantes ojos azules. Su rostro parecía esculpido con rocas de la isla. Severo y granítico. Las arrugas eran muchas y estaban grabadas profundamente en su cara curtida por las inclemencias del tiempo.
– In hoc loco non ero, ubi enim ovis, ibi mulier… ubi mulier… ibi peccatum -entonó el viejo desapasionadamente.
– Soy consciente de que no deseáis relacionaros con mujeres -replicó Fidelma-. No me entrometería en vuestra regla a menos que hubiera un motivo de causa mayor.
– ¿Un motivo de causa mayor? La relación de los sexos en la fe es contraria a la disciplina de la fe -gruñó el padre Mel.
– Al contrario, si ambos sexos renuncian uno a otro, pronto no habrá gente, fe o iglesia -respondió Fidelma con cinismo.
– Abneganbant mulierum administrationem separantes eas a monasteriis -entonó el padre Mel piadosamente.
– Podemos quedarnos aquí sentados y disertar en latín, si queréis -suspiró Fidelma-. Pero yo he venido para asuntos más importantes. No es mi deseo exigir nada donde no soy bienvenida, aunque me cuesta creer que haya lugares en los cinco reinos de Éireann donde nuestras leyes y costumbres se rechacen de forma tan lamentable. Sin embargo, cuanto antes consiga respuestas a mis preguntas, antes podré partir de este lugar.
Las cejas del padre Mel palpitaron debido a la irritación que le producía su respuesta.
– ¿Qué deseáis? -inquirió fríamente-. Mi discípulo me ha dicho que erais dálaigh y veníais por encargo del rey temporal de esta isla.
– Así es.
– ¿Entonces qué he de hacer para satisfacer vuestro encargo y permitiros partir con rapidez?
– ¿Hay alguien de la tierra de Osraige en este monasterio?
– Acogemos a todos en nuestra hermandad.
Fidelma controló su irritación ante una respuesta tan poco concreta.
– Eso no es lo que he preguntado.
– Muy bien, yo mismo soy de Osraige -replicó el padre Mel con falta de seguridad-. ¿Qué queréis de mí?
– Creo que hace algún tiempo alguien de Osraige encontró refugio aquí. Un descendiente de los reyes originarios. Un heredero de Illan. Si es así, deseo verlo, pues temo que su vida esté en peligro.
El padre Mel medio sonrió.
– ¿Entonces quizás deseéis hablar conmigo? Illian, de quien habláis, era primo mío, aunque yo no me consideraría heredero de ninguna gloria temporal.
– ¿Es eso cierto? -Dacán había dicho que el heredero de Illian estaba el cuidado de un primo, pero en ningún caso esperaba que éste fuera el anciano padre superior.
– No tengo por costumbre mentir, mujer -soltó el anciano-. ¿Ahora, creéis que mi vida está en peligro?
Fidelma sacudió la cabeza lentamente. El padre Mel no constituía una amenaza para la seguridad de los actuales reyezuelos de Osraige, ni tampoco un punto de reunión para cualquier futura insurrección.
– No. No estáis en peligro. Pero me han dicho que hay un joven heredero de Illian, cuyo primo, obviamente vos, lo cuidaba.
El rostro del padre Mel se quedó petrificado.
– No hay ningún joven heredero de Illian en esta isla -dijo con firmeza-. Os lo juro.
¿Aquel duro y arduo viaje habría sido realmente en balde? ¿Acaso Dacán había cometido el mismo error? El padre Mel no podía hacer tal juramento si no fuera así.
– ¿Hay algo más? -añadió el padre Mel con tono seco.
Fidelma se levantó intentando por todos los medios ocultar su decepción.
– Nada más. Acepto que es verdad lo que decís. No cobijáis a ningún heredero de Illian. -Vaciló-. ¿Os ha visitado el comerciante Assíd de Laigin?
El padre Mel le devolvió la misma mirada.
– Muchos comerciantes desembarcan aquí. Yo no recuerdo sus nombres.
– ¿Entonces, os dice algo el nombre del venerable Dacán?
– Un estudioso de la fe -contestó el padre superior sin dudar-. Todos han oído hablar de él.
– ¿Nada más?
– Nada más -afirmó el viejo-. ¿Entonces, si eso es todo…?
Fidelma salió claramente decepcionada. Cass la siguió, mostrando sorpresa en el rostro.
– ¿Eso es todo? -le preguntó-. ¿No habremos venido hasta aquí para esto?
– El padre Mel no habría jurado que no había un heredero de Illian en el monasterio si lo hubiera -señaló Fidelma.
– Hay religiosos que mienten -rebatió Cass.
De repente se dieron cuenta de que un anacoreta, un hombre de mediana edad y aspecto lúgubre, les cortaba el paso.
– Yo… -empezó a decir el hombre vacilando-. Yo os he oído. Habéis preguntado si hay alguien de Osraige aquí. Refugiados.
El rostro del monje mostraba un profundo contraste de emociones.
– Así es -admitió Fidelma-. ¿Cómo os llamáis?
– Soy el hermano Febal. Me ocupo del cuidado de los jardines.
De repente el monje sacó de su hábito un objeto pequeño y se lo entregó a Fidelma con cierta solemnidad.
Era un muñeco; viejo, deteriorado por la intemperie, con el relleno que se salía por las junturas rotas, por el tejido rasgado o roto.
– ¿Qué es esto? -preguntó Cass.
Fidelma se lo quedó mirando y le dio la vuelta con las manos.
– ¿Qué queréis decirnos respecto a esto, hermano?
El hermano Febal dudó, lanzó una mirada hacia la cabaña del padre superior y les indicó que le siguieran por un caminito más abajo del sendero, fuera del alcance de la vista del grupo principal de edificios.
– El padre Mel no os ha dicho exactamente la verdad -confesó-. El buen padre tiene miedo; no por él, sino por sus responsabilidades.
– Estaba segura de que era muy parco con la verdad -replicó Fidelma con gravedad-. Pero no puedo creer que mintiera tan descaradamente si hubiera un joven heredero de Illian de Osraige en esta tierra.
– No lo hay; así que dijo la verdad -respondió el padre Febal-. Sin embargo, hace seis meses trajo a dos niños a la isla. Nos dijo que su padre, un primo suyo, había muerto y que él se iba a ocupar de ellos durante unos meses hasta que se les encontrara una nueva casa. Cuando el más joven se empezó a aburrir aquí, como pasa con los niños, el mayor le hizo este muñeco para distraerlo. Una vez que se fueron, yo me encontré con que se lo había olvidado.
Fidelma estaba desconcertada.
– Dos chicos. ¿De qué edad?
– Uno de unos nueve años, el otro sólo un poco mayor.
– ¿Entonces no había uno mayor con ellos? ¿Un muchacho a punto de llegar a la edad de elegir?
Con gran decepción por su parte, el hermano Febal sacudió la cabeza en señal de negación.
– Sólo había dos chavales. Eran de Osraige y primos del padre Mel. Es lo que sé.
– ¿Por qué nos explicáis esto? -inquirió Cass con suspicacia-. Vuestro padre superior no nos ha confiado la verdad.
– Porque yo reconozco el emblema de la guardia personal del rey Cashel y porque he oído que vos, hermana, sois abogado de los tribunales. No creo que queráis hacer daño a los niños. Por encima de todo, os lo digo porque temo que estén en gran peligro y espero que los ayudéis.
– ¿Qué os hace pensar que algún peligro los amenaza? -preguntó Fidelma.
– Hace tan sólo dos semanas, llegó aquí un barco con un religioso que se llevó a los dos chiquillos. Oí que el padre Mel se dirigía al hombre llamándole «honorable primo». Luego, al cabo de unos días, llegó otro barco aquí con la misma misión que vos. Había un hombre que exigió la misma información que vos.
– ¿Podéis describirlo?
– Un hombre de cara larga y roja, vestido con un yelmo de acero y una capa de lana con ribetes de piel. Afirmó que era un jefe y llevaba una cadena de oro que indicaba su cargo.
Fidelma tragó saliva asombrada.
– ¡Intat! -gritó Cass triunfante.
El hermano Febal parpadeó ansioso.
– ¿Conocéis a ese hombre?
– Sabemos que es malvado -afirmó Fidelma-. ¿Qué le dijeron de esos chicos?
– El padre Mel le explicó la misma historia que a vos. Pero uno de los hermanos, justo cuando este hombre se iba, mencionó sin querer a los dos chicos y que un religioso se los había llevado hacía poco tiempo.
– ¿E Intat se marchó?
– Sí. Mel estaba indignado. Exigió que todos nos olvidáramos de los niños. Pero yo confío en que vos actuéis en bien de los chicos. Y no así el hombre que vino en su busca. Si encuentra a los niños… -El monje acabó encogiéndose de hombros.
– Nosotros los buscamos para protegerlos, hermano -le aseguró Fidelma-. Es cierto que corren peligro por culpa de ese hombre. ¿Sabéis quiénes eran los niños, sus nombres y adónde han ido?
– Desgraciadamente, incluso el padre Mel no pronunciaba sus nombres, sino que los llamaba por la forma en latín, Primus y Víctor. Fijaos en el muñeco: ese trozo de trapo está marcado con las siguientes palabras. «Hic est meum. Víctor». Significa «esto es mío, Victor» en latín.
– ¿Los podéis describir? -Fidelma no indicó que sabía muy bien lo que significaban aquellas palabras.
– No mucho. Ambos tenían el cabello cobrizo.
– ¿Cobrizo? -repitió Fidelma, que se sintió frustrada, pues hubiera esperado algo que pudiera reconocer.
– ¿Os enterasteis de adónde fueron cuando marcharon de aquí?
– Sólo de que el religioso que se los llevó era de una abadía de algún lugar del sur. El joven, Victor, era un buen chico. Devolvedle este muñeco y yo rezaré al arcángel Miguel, guardián de nuestro pequeño monasterio, por que estén a salvo.
– ¿Podéis decirnos algo del religioso…? ¿Qué aspecto tenía?
– Eso sí que no. Llevaba el cuerpo y la cabeza bien envueltos en sus hábitos, pues hacía mal tiempo. No me fijé en sus rasgos. No era joven, pero tampoco viejo. Eso es lo único que sé.
– Gracias, hermano. Nos habéis sido muy útil.
– Os conduciré camino abajo y haré una señal a vuestro barco. Tengo la conciencia tranquila ahora que os he confesado esto.
Cass puso una mano en el brazo de Fidelma para detenerla.
– ¿Por qué no vamos a plantarle cara a ese viejo otra vez? -inquirió-. Vayamos a decirle lo que sabemos y a exigirle que nos diga adónde se ha llevado a los chicos su primo.
Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– No vamos a sacar nada más de un hombre como el padre Mel -replicó Fidelma-. Nuestro camino es volver a Ros Ailithir.
Una vez a bordo del barc de Ross, la nave fue avanzando de bolina a lo largo de las delgadas y entrecortadas líneas de las penínsulas del reino, poniendo rumbo al sur velozmente.
– Un largo viaje para tan poco -reflexionó Cass, mientras observaba a Fidelma que iba dándole vueltas al muñeco en sus manos.
– A veces, incluso una palabra o una frase podrían resolver el mayor enigma y hacer que todo encajara -replicó Fidelma.
– ¿Qué hemos aprendido en este arduo viaje hasta Sceilig Mhichil que no sospecháramos antes? ¿Si hubiéramos interrogado más a ese viejo religioso…?
– A veces confirmar lo sabido es tan importante como lo que se sabe -interrumpió Fidelma-. Y hemos relacionado a Intat con el misterio de la muerte de Dacán. Dacán buscaba al hijo de Illian, a quien creía llegado a la edad de elegir. Ahora sabemos que había dos hijos jóvenes, pero no en la edad de elegir. Intat llega aquí buscando a la descendencia de Illian. Dacán trabajaba para Laigin, pero Intat es un hombre de los Corco Loígde. Se empieza a dibujar algo.
– Aparte de la implicación de Intat en este rompecabezas, ¿qué más hemos aprendido? -inquirió Cass.
– Hemos aprendido que el patrón del monasterio de Sceilig Mhichil es el arcángel Miguel. Eso es lo que significa en realidad el nombre «roca de Miguel». Y hemos aprendido que Mel llamaba al hombre que recogió a los chicos «honorable primo».
Cass no sabía si Fidelma estaba bromeando.
– ¿Qué información práctica hemos aprendido? -inquirió Cass.
Fidelma sonrió con afabilidad.
– Hemos aprendido otras cosas. Hay dos herederos de Illian. Se fueron de Sceilig Mhichil hace dos semanas, casi al mismo tiempo que Dacán era asesinado, y ahora los busca Intat. Yo creo que Intat los estaba buscando cuando prendió fuego a Rae na Scíne. No creo que los encontrara y apostaría que deben de estar en Ros Ailithir o por ahí cerca.
– Si todavía viven -añadió Cass, que de repente se sentía interesado-. Ni siquiera sabemos quiénes son. Dos muchachos de cabello cobrizo. Yo no me he encontrado con unos chicos de cabello cobrizo. Ni siquiera sabemos sus verdaderos nombres. Sabemos que Primus y Víctor no eran sus nombres. Esto no nos presenta ninguna pista que podamos seguir.
– Tal vez -admitió Fidelma pensativa-. Entonces, otra vez… -se encogió de hombros y se quedó callada.