175838.fb2 Sufrid, peque?os - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Sufrid, peque?os - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Capítulo XVI

¡Victor!

Ése era el nombre que inquietaba a Fidelma; le estaba dando vueltas en la cabeza desde Sceilig Mhichil. Las imágenes de los dos muchachos de cabello negro de Rae na Scríne también las tenía en la mente. Pero habían descrito a los hijos de Illian como de cabello cobrizo. Sin embargo, el nombre «Víctor»… Hic est meum. Victor. ¿Acaso no significaba ese nombre «triunfante» y «victorioso» y era el equivalente en irlandés a Cosrach?

De repente se quedó boquiabierta ante la facilidad del acertijo. A los hijos de Illian los llamaban Primus y Victor. Primus significaba «primero» y ¿acaso no era Cétach una forma cariñosa de cét, que también significaba «primero»? Cétach tenía el nombre de un hijo del legendario príncipe que fundó el reino de Osraige. ¡Primus, Cétach; Victor, Cosrach! Aunque los dos chicos habían desaparecido, seguramente los otros niños de Rae na Scríne podrían identificar o describir al religioso que los había entregado a sor Eisten para su custodia.

Hizo detener su caballo bruscamente, y Cass, sobresaltado, tuvo que tirar de las riendas de su corcel para no chocar con ella. La montura de sor Grella, que casi topa con él, se sobresaltó y estuvo a punto de tropezar.

Fidelma renegó entre dientes, reprochándose ser tan tonta y no haber visto la solución antes.

– ¿Qué pasa? -preguntó Cass, llevándose la mano a la empuñadura de la espada y mirando alrededor como si esperara el ataque de un enemigo inadvertido.

– ¡Una idea! -respondió Fidelma contenta.

Ahora sabía a quién había estado buscando Dacán y por qué Cétach había mostrado tanto temor por Salbach. Seguro que quienes Intat había mandado matar cuando prendió fuego a Rae na Scríne eran Cétach y Cosrach.

– ¿Sólo una idea? Yo pensaba que había peligro -se quejó Cass molesto.

– No hay nada más peligroso que una idea, Cass -dijo Fidelma echándose a reír, embriagada por la lógica simplicidad de su conclusión-. Una sola idea, si es buena, nos ahorra años de laboriosa experiencia, el duro aprendizaje de la prueba y el error.

Cass echó una mirada a su alrededor con nerviosismo.

– Las ideas no amenazan nuestras vidas con espadas y flechas.

Fidelma sonrió sarcásticamente, todavía entusiasmada por sus pensamientos.

– Pueden ser más perjudiciales que eso. Sigamos.

Sin más explicación, espoleó su caballo para que se pusiera al medio galope por el camino que llevaba hasta Ros Ailithir. Se encontraron con el hermano Conghus en la puerta y, nada más llegar, el mismo abad fue apresuradamente a su encuentro.

– ¡Sor Grella! -exclamó jadeante y mirando con asombro a Grella y luego a Fidelma-. ¿Habéis capturado a la culpable, prima?

Con gran sorpresa por parte de Cass, Fidelma no hizo ningún esfuerzo por desmontar. Se inclinó hacia adelante sobre la perilla, se apoyó y se puso a hablar tranquilamente con su primo.

– Grella ha de ser detenida por la autoridad que me es conferida. Tiene que responder ante la asamblea del Rey Supremo cuando se reúna aquí. Lo que quiera explicaros respecto a su desaparición, ha de decidirlo ella.

El abad Brocc parecía desasosegado.

– ¿Esto significa que habéis llegado a una conclusión? -Echó una mirada sobre su hombro hacia la abadía casi con aire conspirador-. El Rey Supremo y su séquito ya han llegado. Barrán, el gran brehon, ha preguntado por vos y…

Fidelma levantó una mano para hacer callar al atribulado abad.

– En este momento no puedo decir más. Regresaremos lo antes posible.

– ¿Regresar? ¿Adónde vais? -La voz de Brocc era casi una lamentación, pero Fidelma ya espoleaba su caballo y salía por las puertas de la abadía.

– Vigilen bien a sor Grella, más que nada por su propia seguridad -chilló Fidelma por encima del hombro.

Cass, con una cara tan perpleja como la del abad, espoleó su caballo y se fue tras ella.

– ¿Si no se lo podéis decir al abad, hermana -se quejó cuando la hubo alcanzado-, tal vez podáis decírmelo a mí? ¿Adónde vamos ahora?

– Tengo que encontrar el orfanato donde han llevado a los niños de Rae na Scríne -contestó ella-. Sé que está situado por esta costa en dirección este.

– ¿Os referís al sitio que lleva el hermano Molua?

– ¿Lo conocéis? -preguntó sorprendida.

– Lo conozco -afirmó Cass-. Hablé de ello con el hermano Martan. No ha de ser difícil encontrarlo. Está situado a unas diez millas en dirección este, siguiendo la costa cerca de un estuario. ¿Pero por qué queréis ir a ese orfanato? ¿De qué nos vamos a enterar ahí?

– ¡Oh, Cass! -murmuró Fidelma-, si lo supiera no tendría que ir.

Cass se encogió de hombros inútilmente, pero siguió a Fidelma cuando ésta espoleó su caballo por el camino.

Tal como Cass había dicho, resultó estar a no más de diez millas sobre un ancho cabo. Había varios edificios de piedra y madera que se elevaban sobre los bancos enfangados de un gran estuario en el que un río avanzaba tranquilo procedente de las montañas del norte. Tuvieron que cruzar el río por un vado estrecho que conducía al conjunto de construcciones que, tal como percibió Fidelma cuando se fue acercando, estaba rodeado por un cercado de madera. Se encontraron con un hombre robusto ante las puertas. Iba vestido como un trabajador del bosque, pero Fidelma se dio cuenta de que llevaba un crucifijo colgado de su musculoso cuello.

– Bene vobis, amigos -gritó cuando ellos hicieron detener sus caballos ante él. Tenía voz de barítono, llena de jovialidad, y un rostro sonriente.

– Y salud para vos -respondió Fidelma-. ¿Sois el hermano Molua?

– Me llamo Lugaid, por Lugaid Loígde, el progenitor de los Corco Loígde. Pero, como es un nombre tan distinguido, hermana, solamente respondo a su diminutivo. Molua me pega más. ¿En qué puedo serviros?

Fidelma descendió del caballo y se presentó e hizo lo mismo con Cass.

– No acostumbramos a tener visitantes tan distinguidos -dijo el hombre fornido-. Un abogado de los tribunales y un guerrero de la guardia del rey de Cashel. Venid, dejadme que acomode vuestros caballos en los establos, y luego tal vez aceptéis la hospitalidad de mi casa para reponeros del viaje.

Fidelma no protestó cuando el hombre insistió en llevar los caballos al establo. Echó una mirada al pequeño complejo de edificios con interés. Había varios niños jugando alrededor de una capilla, que no era mayor que un oratorio. Una religiosa entrada en años estaba sentada bajo un árbol, un poco más allá, con media docena de niños a su alrededor. Tocaba un caramillo, un cuisech, y lo hacía con gracia, a juicio de Fidelma. Al parecer, la hermana estaba enseñando a los niños algunas melodías alegres y festivas.

El hermano Molua regresó sonriente.

– Éste es un lugar pacífico -comentó Fidelma con aprobación.

– Me conformo con esto, hermana -admitió Molua-. Venid por aquí. ¡Aíbnat!

En la puerta de uno de los edificios, apareció una mujer sencilla de cara redonda. Compartía con Molua los rasgos sonrientes.

– Aíbnat, tenemos huéspedes. Ésta es mi radiante esposa, Aíbnat.

Fidelma vio que Molua tenía sentido del humor, pues el nombre de la mujer significaba precisamente eso, chica radiante.

– Me han dicho que ambos os hospedabais en Ros Ailithir -dijo la mujer al saludarlos-. ¿No estabais allí para investigar la muerte del viejo Dacán?

Fidelma asintió con la cabeza.

– Ya tendremos tiempo de hablar cuando nuestros huéspedes hayan comido, Aíbnat -la reprendió Molua mientras los conducía al interior del edificio.

Entraron en una estancia bien caldeada por un horno. Sobre éste, había varias cazuelas hirviendo a fuego lento con ingredientes aromáticos. Molua les indicó que se sentaran a la mesa y sacó una jarra y varias copas de loza.

– Permitidme que os ofrezca un poco de mi especial cuirm para quitaros el frío. Lo destilo yo mismo -añadió con orgullo.

Cass aceptó enseguida mientras Fidelma echaba una ojeada por la cocina con aprobación.

– ¿A cuántas personas tenéis que alimentar aquí cada día? -preguntó, interesada por el gran número de cazuelas.

– En este momento tenemos veinte niños menores de catorce años, hermana -respondió Aíbnat-. Y somos cuatro para ocuparnos de ellos. Mi marido, yo y otras dos hermanas de la fe.

Molua sirvió la bebida y todos ellos sorbieron con deleite del áspero pero agradable licor.

– ¿Cuánto tiempo lleva este orfanato aquí? -preguntó Cass.

– Desde las primeras devastaciones de la peste amarilla hace dos años. Afectó mucho a algunas comunidades, familias enteras desaparecieron y no quedó nadie que se pudiera ocupar de los niños que sobrevivieron -explicó Aíbnat-. Fue entonces cuando mi marido pidió permiso al abad Brocc de Ros Ailithir para convertir esta pequeña alquería en un lugar de refugio para los huérfanos.

– Parece que os va muy bien -admitió Fidelma.

– ¿Vais a comer después del viaje? -preguntó amablemente Molua.

– Estamos hambrientos -reconoció Cass, pues no habían comido desde la mañana.

– Pero faltan varias horas para la cena -indicó Fidelma, lanzando una mirada reprobatoria al joven guerrero.

– Eso no importa -sonrió Aíbnat-. Un plato de carne de tejón fría o… Ya sé, tengo un pudín de carne, de carne de cordero, cocinado con serbas y ajo salvaje. Eso, acompañado con col rizada y cebollas y pan de cebada. Luego, para acabar, un plato de endrinas y miel. ¿Qué os parece?

Molua sonreía feliz.

– Mi mujer tiene reputación de ser la mejor cocinera de los Corco Loígde.

– Un título bien merecido a juzgar por la elección de la comida -aplaudió Cass.

Aíbnat se ruborizó de placer.

– Aquí tenemos colmenas, así que la miel la obtenemos nosotros.

– Ya me he dado cuenta de que tenéis muchas velas de cera de abeja -observó Fidelma.

En muchas casas pobres, las velas estaban hechas con grasa de carne o sebo fundido dentro del cual se metía un junco pelado.

– Ahora, mientras Aíbnat prepara la comida -dijo Molua sentándose y volviendo a llenar las copas-, me podéis decir por qué mi pobre casa se ha visto tan honrada con vuestra presencia.

– Hace una semana Aíbnat trajo a unos niños aquí.

– Sí. Dos niñas de no más de nueve años y un niño de unos ocho -admitió Molua.

Aíbnat se giró mientras preparaba la comida frunciendo el ceño.

– Sí. Eran los niños rescatados en Rae na Scríne. ¿Tenéis algo que ver con eso?

Cass sonrió.

– Sin duda. Nosotros los rescatamos.

Molua iba sacudiendo la cabeza.

– Nos enteramos de ese crimen horrible. Parece increíble que la gente pueda ser tan cruel con los vecinos en tiempos de tanta penuria. Todo el mundo ha condenado esa injusticia.

Fidelma dio rienda suelta a su cinismo.

– Platón escribió que los hombres siempre censuran la injusticia, pero tan sólo porque temen convertirse en víctimas de ella y no porque no tengan valor para cometerla.

Molua estaba triste.

– Eso no lo puedo creer, hermana. Yo no creo que el hombre se disponga a propósito a cometer injusticias. Siempre lo hace porque está cegado por alguna imagen distorsionada de la moralidad o por una causa justa.

– ¿Qué moralidad o causa justa, aunque distorsionada, se podría plantear en Rae na Scríne? -inquirió Cass.

Molua se encogió de hombros.

– Yo no soy más que un simple granjero. Cuando cultivo un campo, removiéndolo con mi arado, destruyo la vida. Destruyo las hierbas y cultivos naturales de ese campo. Destruyo el hábitat natural de los carnpañoles, de los tejones y otras criaturas. Para ellos, eso es una injusticia. Para mí, eso es simplemente una causa, la causa de tener que alimentar a gente hambrienta.

– ¡Animales! -murmuró Cass-. ¿A quién le preocupa la justicia de los animales?

Molua se mostró dolido.

– ¿No son también criaturas de Dios?

– Entiendo vuestro argumento, Molua -intervino Fidelma-. Desde un punto de vista intelectual, sin duda estamos de acuerdo. Hay una razón para el hecho sucedido en Rae na Scríne, pero, si esa razón justificaba la acción, la respuesta es no y no puede ser.

Molua inclinó la cabeza.

– Eso lo acepto.

– Muy bien. Había dos niños que se llamaban Cétach y Cosrach, también de Rae na Scríne, que se supone que tenían que haber venido a este orfanato. Pero desaparecieron. Uno tendría unos diez años y el otro era mayor, tal vez de quince años. Tenían el cabello negro.

Aíbnat y Molua se cruzaron las miradas y ambos sacudieron la cabeza.

– Ningún niño que se corresponda con esa descripción ha estado aquí.

– No. No creía que hubieran estado. Pero tal vez me permitiríais que interrogue a los otros niños -insistió Fidelma-. Pueden conocer algún detalle referente a esos chicos.

Aíbnat frunció ligeramente el ceño.

– No quisiera que se molestara a los niños. El hecho de recordar ese terrible acontecimiento puede perturbarlos.

Fidelma intentó tranquilizarlos.

– No haría estas preguntas si no fuera importante. No puedo garantizaros que no se inquieten. Sin embargo, he de insistir en este asunto.

Molua asintió con la cabeza lentamente.

– Tiene derecho -explicó a su mujer-. Es dálaigh de los tribunales.

Aíbnat no estaba convencida.

– Entonces dejadme estar presente cuando hagáis esas preguntas, hermana.

– Por supuesto -accedió Fidelma con rapidez-. Vayamos a hablar con ellos, sólo nosotras dos. Entonces no se sentirán intimidados.

– De acuerdo -accedió Aíbnat, echándole una mirada a Molua-. Puedes acabar de preparar la comida para nuestros huéspedes mientras lo hacemos -le instruyó Aíbnat.

Aíbnat se encaminó hacia la capillita y llamó a los niños que jugaban allí. Al oír su llamada, dos niñitas y un niño de aspecto mohíno se separaron de mala gana del grupo que jugaba y gritaba. Fidelma apenas podía reconocerlos como a los niños aterrados que había encontrado entre las cenizas y ruinas de Rae na Scríne. Vinieron a apiñarse alrededor de las faldas de Aíbnat y ella los condujo hacia un sitio más apartado del recinto donde había un árbol caído; éste constituía un gran asiento junto al riachuelo que atravesaba el asentamiento y luego desembocaba en el río mayor que estaba más alejado.

– Sentaos, niños -indicó Aíbnat, mientras ella y Fidelma se sentaban en el leño.

El chico se negó y se quedó de pie dando patadas al tronco. Fidelma se dio cuenta de que el niño llevaba una espada de madera colgada del cinturón. Las dos niñas se sentaron inmediatamente con las piernas cruzadas sobre la hierba delante de ellas y levantaron la vista expectantes.

– ¿Reconocéis a esta señora? -inquirió Aíbnat.

– Sí, es la señora que se nos llevó para que los hombres malos no nos encontraran -contestó una de las niñas con solemnidad.

– ¿Dónde está sor Eisten? -interrumpió la otra-. ¿Cuándo nos va a visitar?

– Pronto -contestó Fidelma sonriendo vagamente después de que Aíbnat le lanzara una mirada de advertencia sacudiendo ligeramente la cabeza. Nadie había explicado a los niños lo que había pasado a Eisten-. Ahora os voy a hacer algunas preguntas. Quiero que todos penséis bien antes de contestar. ¿Lo haréis?

Las dos niñas asintieron con seriedad, pero el niño no dijo nada y frunció el ceño dirigiendo sus ojos hacia el tronco para esquivar la mirada sonriente de Fidelma.

– ¿Os acordáis de los dos chicos que estaban con vosotros cuando os encontré?

– Yo me acuerdo del bebé -dijo seria una de las niñas. Fidelma recordó que se llamaba Cera-. Se quedó dormido y nadie pudo despertarlo.

Fidelma se mordió los labios.

– Eso es -dijo animándola-, pero los que me interesan son los niños.

– No querían jugar con nosotras. ¡Eran malos, rencorosos! No me gustaban. -La otra niña, Ciar, estaba ceñuda y tenía los brazos cruzados.

– ¿Eran malos esos niños? -insistió Fidelma con entusiasmo-. ¿Quiénes eran?

– Sólo niños -contestó Ciar con petulancia-. Todos los niños son iguales.

Lanzó una mirada irónica hacia el niño, que dejó de dar patadas al tronco y se sentó bruscamente.

– ¡Niñas! -respondió.

– Recuérdame cómo te llamas -lo animó Fidelma con una sonrisa. Recordaba cómo se llamaban las niñas, pero no el niño.

– ¡No lo voy a decir! -contestó el niño.

Aíbnat chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– Se llama Tressach -añadió.

Fidelma continuó sonriendo al niño.

– ¿Tressach? Ese nombre significa «feroz y belicoso». ¿Eres feroz y belicoso?

El niño frunció el ceño y no dijo nada.

Fidelma esbozó una sonrisa forzada.

– Ah -dijo con cierto sarcasmo-; tal vez no he oído bien el nombre. ¿Era Tressach o Tassach? Tassach quiere decir «vago, perezoso, uno que le cuesta hablar». Tassach parece que te pega más, ¿no?

El niño se ruborizó indignado.

– ¡Me llamo Tressach! -gruñó-. Soy feroz y belicoso. ¿Lo ve…? Hasta llevo mi espada de guerrero.

Extrajo la espada del cinturón y la levantó para que la inspeccionara.

– Ésa es ciertamente un arma temible -contestó Fidelma, intentando parecer solemne, aunque sus ojos reflejaban alegría-. Y, si en verdad eres un guerrero, sabrás que los guerreros tienen un código de honor al que obedecer. ¿Lo sabías?

El muchacho se la quedó mirando con incertidumbre y se volvió a meter la espada en el cinturón.

– ¿Qué código? -inquirió con suspicacia.

– Eres un guerrero, ¿no? -insistió Fidelma.

El niño asintió con énfasis.

– Pues un guerrero tiene que jurar decir la verdad. Tiene que ser útil. Entonces, si yo te pregunto acerca de los niños que se llamaban Cétach y Cosrach, me tienes que decir lo que sabes. Es el código del honor. No hay duda de que te llamas Tressach porque eres un guerrero y, como tal, estás obligado por ese código.

El niño se quedó sentado como calibrando una cosa y otra y al final sonrió a Fidelma.

– Hablaré.

Fidelma suspiró aliviada.

– ¿Conocías bien a Cétach y Cosrach?

Tressach hizo una mueca.

– No jugaban con ninguno de nosotros.

– ¿Ninguno de vosotros? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño.

– Con ningún niño del pueblo -añadió Ciar-. ¡Niños!

Tressach se giró hacia ella enfadado, pero Fidelma lo interrumpió.

– ¿No eran del pueblo?

Tressach lo negó con su cabeza.

– Llegaron al pueblo hace sólo unas semanas para vivir con sor Eisten.

– ¿Eran huérfanos? -preguntó Fidelma con impaciencia.

El niño le devolvió una mirada vacía.

– ¿Tenían padre o madre? -insistió Fidelma.

– Creo que tenían padre -soltó Cera.

– ¿Y eso, querida? -instó Fidelma.

– Se refiere a aquel hombre tan viejo que solía venir al pueblo a verlos -informó el niño.

– ¿Un viejo?

– Sí. El que llevó a esos niños malos a la casa de sor Eisten la primera vez.

Fidelma se inclinó hacia adelante impaciente.

– ¿Cuándo fue eso, querida?

– Oh, hace ya varias semanas.

– ¿Cómo era?

– Llevaba una cruz, como la vuestra, colgada del cuello -Cera dirigió a Tressach una mirada triunfal.

El niño le devolvió una mueca de enfado.

– ¿Quién era? -preguntó Fidelma sin esperar realmente que los niños contestaran a esa pregunta.

– Era un gran erudito de Ros Ailithir -anunció Tressach con aire de complacencia.

Fidelma estaba asombrada.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

– Porque Cosrach me lo dijo cuando yo se lo pregunté. Luego vino su hermano y me dijo que me callara y me fuera y que, si le explicaba a alguien lo de su aite, me pegaría.

– ¿Su aite1? ¿Usó esa palabra?

– ¡No me lo invento! -gimoteó el niño con petulancia.

Fidelma sabía que el término cariñoso aite era para dirigirse al padre. Pero, dado que, desde hacía siglos, se enviaba a los niños de los cinco reinos de Éireann en adopción para que los educaran, las palabras íntimas para padre y madre a menudo se usaban también para los padres adoptivos, así que se podía llamar muimme a la madre adoptiva y al padre aite.

– No, por supuesto que no te lo inventas -tranquilizó Fidelma al tiempo que le venían muchos pensamientos a la mente-. Te creo. ¿Y cómo describirías a ese hombre?

– Era agradable -informó Ciar-. No nos hubiera pegado. Siempre sonreía a todo el mundo.

– ¡Parecía un viejo brujo! -exclamó Tressach, para no ser menos.

– ¡No lo era! Era un viejo alegre -gimoteó Cera claramente cansada de quedar fuera de la conversación a pesar de sus intentos-. Nos hablaba de las hierbas y las flores y para qué eran buenas.

– ¿Y este hombre alegre venía a menudo a visitar a Cétach y a Cosrach?

– Algunas veces. Visitaba a sor Eisten -corrigió Ciar-. Y era a mí a quien hablaba de las hierbas -añadió-. Me explicó que, que…

– Se lo explicaba a todos -replicó Tressach con desdén-. ¡Y esos niños vivían en casa de sor Eisten, así que visitarlos era lo mismo que visitar a sor Eisten! ¡Toma!

Y le sacó la lengua a la niñita.

– ¡Niños! -dijo Ciar con cara de desprecio-. Como sea, algunas veces traía a otra hermana con él. Pero era extraña. ¡No era como una hermana de verdad!

– ¡Las niñas son tan estúpidas! -gruñó el niño-. Iba vestida como una hermana.

Sor Aíbnat llamó la atención a Fidelma. Obviamente sentía que el interrogatorio había durado suficiente.

Fidelma levantó una mano para evitar que expusiera su opinión.

– De acuerdo. Sólo una cosa más… ¿Estáis seguros de que el hombre venía de Ros Ailithir?

Tressach asintió con vehemencia.

– Eso es lo que me había dicho Cosrach cuando su hermano amenazó con pegarme.

– ¿Y esa hermana que lo acompañaba? ¿La podéis describir? ¿Cómo era?

El niño se encogió de hombros con desinterés.

– Pues como una hermana.

Parecía que los niños perdían interés y se fueron a corretear en dirección a la hermana que estaba tocando el caramillo.

Fidelma, muy pensativa, acompañó a Aíbnat hasta la habitación donde Molua había puesto la mesa para comer. Aíbnat parecía absolutamente desconcertada por la conversación, pero no preguntó nada más a Fidelma sobre el tema. Fidelma agradeció el silencio, pues iba dándole vueltas en la cabeza. Cuando entraron, Cass levantó la vista y examinó la expresión perpleja de Fidelma.

– ¿Habéis conseguido la información que queríais? -preguntó con entusiasmo.

Fidelma se echó a reír secamente.

– Yo no sé qué información quería -respondió-. Pero he recogido otra piedra para construir mi hito de conocimientos. Sin embargo, es una que por ahora no tiene mucho sentido. Ningún sentido.

La comida que les ofrecieron Aíbnat y Molua fue comparable a los banquetes con los que Fidelma había disfrutado en los salones de los reyes. Tuvo que hacer un esfuerzo para comer poco, pues era consciente de que una cabalgada de diez millas de vuelta a Ros Ailithir con el estómago lleno no era algo bueno para el cuerpo. Cass, por otro lado, dio rienda suelta a su apetito y aceptó más licor cuirm.

Aíbnat iba sirviéndoles lo que querían y su marido se excusó y fue a hacer algún recado misterioso.

Cuando Molua regresó con sus caballos, vieron que el granjero les había dado de beber y de comer y los había almohazado.

Fidelma dio las gracias efusivamente a Aíbnat y Molua por su hospitalidad y se subió a la silla de montar.

Fidelma impartió una bendición a sus huéspedes y emprendieron el camino de regreso hacia Ros Ailithir.

– ¿De qué os habéis enterado, Fidelma? -preguntó Cass cuando ya estaban algo alejados, mientras atravesaban el vado del río y ascendían por las colinas boscosas que coronaban el cabo.

– He averiguado, Cass, que llevaron a Cétach y a Cosrach a Rae na Scríne hace tan sólo unas semanas a vivir con sor Eisten. Son… -hizo una pausa para corregirse-. Eran los hijos de Illian.

– Pero el hermano de Sceilig Mhichil dijo que los hijos de Illian tenían el cabello cobrizo, como las niñitas.

– Cualquiera puede teñirse el pelo -observó Fidelma-. Además, alguien de Ros Ailithir los visitó varias veces. Cosrach presumió ante Tressach de que el hombre era un erudito. ¡A ese alguien Cétach y Cosrach lo llamaban aite!

Cass estaba asombrado.

– Pero, si esa persona era su padre, ellos no eran los hijos de Illian. A Illian lo mataron hace unos años.

– Aite también quiere decir «padre adoptivo» -advirtió Fidelma.

– Quizá -dijo Cass con renuencia-. ¿Pero qué significa esto y cómo encaja en el acertijo de este asesinato?

– No habría acertijo si yo lo supiera -le reprochó Fidelma-. El hombre a veces iba acompañado por una de las hermanas. ¡Aquí hay un camino que nos conduce hacia Intat! Y sabemos que Intat es un hombre de Salbach. Esto es un círculo y ojalá supiéramos la manera de entrar en él.

Se sumió en un silencio pensativo.

Llevaban una milla de camino, tal vez no más de dos, cuando, al ascender una cuesta, Cass echó una mirada por encima del hombro y se exclamó sorprendido.

– ¿Qué es eso? -gritó Fidelma, girándose sobre su silla para seguir la mirada de Cass.

No hizo falta que Cass respondiera.

Una alta columna de humo negro se elevaba tras ellos en el frío cielo azul claro y otoñal.

– Eso viene de la dirección del hogar de Molua, seguro -dijo Fidelma al tiempo que el corazón le empezaba a latir con fuerza.

Cass se levantó sobre sus estribos, se agarró a una rama que colgaba de un árbol y se encaramó hasta la copa con una agilidad que sorprendió a Fidelma.

– ¿Qué veis? -gritó Fidelma levantando la vista hacia las ramas que se balanceaban peligrosamente bajo su peso.

– Es donde Molua. Debe de estar ardiendo.

Cass descendió del árbol y saltó al suelo. Un montón de hojas amortiguó su caída. Se sacudió y agarró las riendas del caballo.

– No lo entiendo. Es un gran fuego.

Fidelma se mordió los labios, casi provocándose sangre debido a la terrible idea que le vino a la cabeza.

– ¡Hemos de regresar! -gritó haciendo que su caballo diera la vuelta.

– Pero hemos de tener cuidado -advirtió Cass-. Que el incidente de Rae na Scríne nos sirva de advertencia.

– ¡Eso es precisamente lo que temo! -gritó Fidelma, mientras hacía que su caballo corriera veloz en dirección a la columna de humo.

Cass tuvo que espolear a su caballo con fuerza para alcanzarla. Aunque sabía que Fidelma era de los Eóganacht y hermana de Colgú, que ahora era su rey, Cass siempre se sorprendía de que una religiosa fuera capaz de cabalgar tan bien. Parecía que hubiera nacido en una silla de montar, que ella y el caballo formaran un todo. Lo guiaba con habilidad mientras éste bramaba por el sendero que acababan de cruzar.

No tardaron en llegar a la cresta de la colina y ante ellos se extendía el gran estuario fangoso.

– ¡Alto! -chilló Cass, tirando de las riendas-. ¡Detrás de esos árboles, rápido!

Agradeció que por una vez Fidelma no lo cuestionara y obedeciera sus órdenes inmediatamente.

Se detuvieron detrás de un bosquecillo de álamos de hojas amarillentas rodeado de densos matorrales.

– ¿Qué habéis visto? -inquirió Fidelma.

Cass señaló colina abajo.

Fidelma entornó los ojos y vio que una banda de jinetes armados atravesaba el frágil cercado que rodeaba la pequeña comunidad de Molua y Aíbnat. Un hombre achaparrado estaba sentado en su caballo ante los edificios que ardían como si controlara el trabajo que hacían sus hombres. Eran una docena. Acabaron su horrible trabajo y luego se fueron cabalgando entre los árboles del otro lado del río. El jinete achaparrado, que era obviamente su cabecilla, echó una última mirada a los edificios en llamas y se fue galopando tras ellos.

Fidelma soltó de repente un grito de rabia impotente. Había oído que Salbach decía, cuando se había marchado de la cabaña del bosque: «Sé dónde podrían estar… Os daré instrucciones para Intat». Lo había oído, pero no entendido. Tenía que haberse dado cuenta. Podía haberlo prevenido… Algo en su mente furiosa le decía que era el segundo gran error que cometía.

– ¡Hemos de ir allí! -gritó Fidelma rabiosa-. Pueden estar heridos.

– Esperad un momento -soltó Cass-. Esperad a que los asesinos se hayan marchado.

Estaba triste, apretaba con fuerza las mandíbulas y sus músculos estaban tensos. Él ya sabía lo que probablemente iban a encontrar en el infierno que había sido una próspera alquería.

Sin embargo, Fidelma ya iba espoleando su caballo colina abajo.

Cass le pegó un grito, pero, al entender que no se iba a detener, aunque corriera algún peligro con los atacantes, desenvainó su espada y espoleó su caballo para ir tras ella.

Fidelma galopó colina abajo, atravesó el vado a gran velocidad y detuvo su carrera frente a las construcciones.

Se descolgó de la silla de montar y, levantando una mano para protegerse de la violencia del calor, avanzó corriendo en dirección a los edificios que estaban en llamas.

Los primeros cuerpos que vio, esparcidos en la entrada, fueron los de Aíbnat y Molua. Una flecha había atravesado el pecho de Aíbnat y Molua tenía la cabeza casi partida por un corte de espada. Desde luego ya no necesitaban ayuda.

Vio el primer cuerpo de un niño cerca y un grito la ahogó. Se dio cuenta de que Cass había cabalgado colina abajo y desmontaba tras ella. Todavía llevaba la espada desenvainada en la mano y miraba a su alrededor impasible pero horrorizado.

Una de las hermanas que ayudaba a sor Aíbnat a cuidar a los niños estaba desplomada contra la puerta de la capilla. Fidelma se dio cuenta con horror de que una lanza que le había atravesado el cuerpo la mantenía clavada a la puerta de madera. Una media docena de cuerpecillos se apiñaba a su alrededor… Algunas de las manos de los niños todavía se agarraban a sus faldas. Cada niño estaba acuchillado o tenía la cabeza partida a golpes.

Fidelma sintió ganas de vomitar. Se giró de lado y no pudo contener la bilis que le subía a la garganta.

– Yo… yo lo siento -murmuraba mientras sintió el brazo consolador de Cass sobre su hombro.

El soldado no dijo nada. No había nada que decir.

Fidelma había visto muertes violentas muchas veces en su vida, pero nunca había visto nada tan desgarrador, tan patético como aquellos cuerpecillos muertos que, unos momentos antes, había visto felices y sonrientes, cantando y jugando juntos.

Consiguió reprimir su odio, calmarse y ponerse en movimiento.

Allí estaba el cuerpo de la otra hermana de la fe que tocaba el caramillo; yacía todavía bajo el mismo árbol donde Fidelma la había visto. El caramillo estaba partido en dos cerca de su mano extendida y sin vida; lo había aplastado con el pie algún asesino maníaco. Había más cuerpos infantiles cerca de ella.

Los edificios ardían con fuerza.

– Cass -Fidelma tuvo que hacer un esfuerzo para hablar entre las lágrimas y el dolor que sentía-. Cass, hemos de contar los cuerpos. Quiero saber si los niños de Rae na Scríne están entre ellos… Que no falte ninguno.

Cass asintió.

– El niño no hay duda de que está -dijo en voz baja-. Yace allí. Voy a buscar a las niñas.

Fidelma avanzó hacia donde le había indicado Cass y encontró el cuerpo retorcido de Tressach. Le habían partido la cabeza de un golpe. Sin embargo, parecía que estuviera dormido, con una mano echada hacia adelante y con la otra todavía sujetando con fuerza su espada de madera.

– Pobre soldadito -murmuró Fidelma, arrodillándose y acariciando con su mano delgada el cabello rubio del niño.

Cass regresó al cabo de un rato. Todavía con mayor tristeza en su rostro.

Fidelma alzó la mirada.

La expresión de Cass era suficiente.

– ¿Dónde están?

El guerrero señaló con el dedo detrás de él.

Fidelma se levantó y se fue hacia una esquina de la capilla. Las dos niñitas de cabello cobrizo, Cera y Ciar, estaban abrazadas, como si intentaran protegerse mutuamente del destino cruel que aplastó sus cabezas sin compasión alguna.

Con la cara blanca, Fidelma se quedó contemplando lo que había sido una alquería idílica que Aíbnat y Molua habían convertido en orfanato.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y éstas le resbalaron por las mejillas.

– Veinte niños, tres religiosas, incluida sor Aíbnat, y el hermano Molua -informó Cass-. Todos muertos. ¡Esto es absurdo!

– Malvado -admitió Fidelma con vehemencia-. Pero encontraremos algún retorcido sentido detrás de esto.

– Tendríamos que regresar a Ros Ailithir, Fidelma. -Cass estaba claramente preocupado-. No deberíamos demorarnos; tal vez esa horda bárbara regrese.

Fidelma sabía que tenía razón, pero no pudo evitar llevar el cuerpo del pequeño Tressach junto a la capilla para que estuviera con las dos niñitas de Rae na Scríne. Allí les dedicó una oración, luego se giró y rezó por todos los que habían encontrado la muerte en la alquería de Molua.

En la puerta de entrada se detuvo y miró el cuerpo de Molua.

– ¿Había por ventura una causa justa en las mentes de la gente que perpetró esta infamia? -susurró-. Pobre Molua. Nunca volveremos a discutir de filosofía. ¿Erais sólo animales arrancados de la tierra bajo un terrible arado que trabajaba por algún misterioso bien supremo?

– ¡Fidelma! -La voz de Cass reflejaba temor, pero no sólo temía por la seguridad de ella-. ¡Hemos de irnos ahora!

Fidelma se subió a su caballo y él al suyo y se alejaron al galope de aquel lugar mortal.

– No puedo creer que haya gente tan bárbara en esta tierra -dijo Cass cuando se detuvieron en la cima de la colina y echaron la vista atrás en dirección al asentamiento en llamas.

– ¡Bárbaros! -La voz de Fidelma sonó como un latigazo-. Os aseguro, Cass, que esto es malvado. Aquí hay una terrible maldad y juro por esas ruinas destrozadas que hay allí abajo que no descansaré hasta que la haya extirpado.

Cass se estremeció ante la vehemencia de su voz.