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El viaje a través de las grandes cañadas y de las altas sierras de Muman no había sido agradable. Aunque la tormenta había amainado el segundo día, las lluvias incesantes habían dejado el terreno empapado de barro que se pegaba a los cascos y espolones de los caballos como manos ansiosas y dilatorias que les ralentizaban el paso. El fondo de los valles y las llanuras herbosas se habían convertido en tierras pantanosas y a menudo inundadas, que resultaban casi imposibles de atravesar y sin duda de tránsito muy lento. El cielo seguía siendo de un color gris y amenazador, sin la menor señal de que surgiera un sol brillante otoñal; las nubes tristes seguían flotando bajas y oscuras como niebla. Ni siquiera el viento, que de vez en cuando gemía y se lamentaba en las copas de los árboles, donde las hojas casi habían desaparecido, disipaba aquella mortaja.
Fidelma tenía frío y se sentía abatida. No era aquél un tiempo para viajar. Es más, si el asunto no fuera tan urgente, nunca hubiera considerado tal viaje. Iba sentada con rigidez sobre su caballo y tenía el cuerpo helado hasta la médula, a pesar de la pesada capa de lana y la capucha que normalmente le ayudaban a aguantar los helados dedos de las temperaturas inclementes y, aunque llevaba sus guantes de piel, tenía las manos, que se agarraban a las riendas del caballo, entumecidas.
Hacía casi una hora que no hablaba con su compañero, desde que habían dejado la taberna situada al borde del camino donde habían almorzado al mediodía. Llevaba la cabeza gacha contra el viento helado y se concentraba en mantener el caballo por el estrecho sendero mientras iba ascendiendo por la empinada colina que tenían frente a ellos.
Delante de ella, el joven soldado Cass, también envuelto en una gruesa capa de lana con cuello de piel, iba sentado en su caballo con un estudiado porte. Fidelma sonrió para sí al ver cuánto se esforzaba por presentar una buena imagen ante sus ojos críticos. No estaría bien que un miembro de la guardia de élite del rey de Muman mostrara debilidad en presencia de la hermana del presunto heredero. Muy a su pesar, se compadecía por el joven y cuando, de tanto en tanto y de modo repentino, lo veía temblar por el frío húmedo, se sentía más dispuesta hacia él.
El sendero serpenteaba por la ladera de la montaña y una ráfaga de aire frío procedente del sudoeste les golpeó en la cara cuando salieron del abrigo que ofrecía el crestón de rocas. Fidelma percibió el sutil olor de sal en el aire, que indicaba inequívocamente la cercanía del océano.
Cass refrenó su montura y dejó que Fidelma se situara junto a él. Entonces señaló del otro lado de las colinas cubiertas de árboles y de la llanura ondulante, que parecía desaparecer por el sur en el horizonte. Sin embargo, las nubes se mantenían sobre la llanura de tal manera que no podía ver dónde acababa la tierra y empezaba el cielo.
– Deberíamos llegar a la abadía de Ros Ailithir antes de la puesta de sol -anunció Cass-. Ante vos están las tierras de los Corco Loígde.
Fidelma entornó los ojos para protegerlos del frío viento y miró hacia delante. No había deducido tal conexión, cuando su hermano le había dicho que los reyes de Osraige provenían de Corco Loígde. No se había dado cuenta de que la abadía de Ros Ailithir estaba situada en las tierras de ese clan. ¿Sería eso una mera coincidencia? Sabía poco de ellos, salvo que eran uno de los grandes clanes que conformaban el reino de Muman y que eran gente orgullosa.
– ¿Cómo se llama esta colina? -preguntó controlando un temblor.
– La llaman «Long Rock» -contestó Cass-. Es el punto más elevado antes de llegar al mar. ¿Habéis visitado antes la abadía?
Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– No había estado nunca en esta parte del reino, pero me han dicho que la abadía está situada en la punta de una estrecha cala.
El soldado asintió con la cabeza.
– Ros Ailithir está al sur de aquí -dijo indicando la dirección con un gesto de su mano. Luego hizo una mueca al sentir de repente una ráfaga de viento frío en plena cara-. Pero alejémonos de este viento, hermana.
Hizo que su caballo avanzara y Fidelma lo dejó pasar y esperó un rato antes de seguirlo.
Además del tiempo inclemente, que había hecho que el viaje fuera tan desagradable, Fidelma se encontró con que Cass no era un compañero fácil. Era hombre de pocas palabras y Fidelma se iba reprendiendo a sí misma por ir comparándolo con el hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, su compañero en Whitby y Roma. Con gran contrariedad, percibió que sentía una curiosa forma de aislamiento; un sentimiento que había experimentado cuando había dejado a Eadulf en Roma y había regresado a su tierra natal. No quería admitir que echaba de menos la compañía del monje sajón. Y no estaba bien que comparara a Cass con Eadulf, pero…
Había conseguido enterarse por el guerrero taciturno que estaba a las órdenes Cathal de Cashel desde que había llegado a la «edad de elegir» y dejó la casa de su padre para entrar al servicio en la corte del rey. Fidelma dedujo que apenas tendría unos pocos conocimientos de tipo general. Había estudiado en una de las academias militares de Muman y luego se había convertido en guerrero profesional o tren-fher. Sirviendo en el ejército real en tiempos de guerra, se había distinguido en dos campañas y había pasado a ser comandante de un catha, un batallón de tres mil hombres. Sin embargo, Cass no era un tipo que se jactara de sus proezas bélicas. Al menos eso era algo a su favor. Fidelma se había informado sobre él antes de marcharse de Cashel. Descubrió que había luchado con éxito en siete combates individuales al servicio de Muman y se había convertido en miembro de la Orden del Collar de Oro y campeón del rey.
Empujó suavemente a su caballo sendero abajo detrás del soldado, serpenteando y girando algunas veces cara al viento y otras al resguardo de éste. Cuando llegaron al pie de la montaña, el chubasco ventoso se había calmado un poco y Fidelma vio una línea brillante de luz que recorría el largo horizonte por el oeste.
Cass sonrió al seguir su mirada.
– Mañana se habrán ido las nubes -predijo con seguridad-. El viento traía la tormenta del sudoeste. Ahora traerá buen tiempo.
Fidelma no contestó. Algo había llamado su atención entre las estribaciones que asomaban al sudeste. Al principio había pensado que era simplemente el reflejo de la luz del sol que atravesaba las gruesas nubes. ¿Pero qué iba a reflejar? Tardó unos momentos en darse cuenta de qué se trataba.
– ¡Allí hay fuego, Cass! -gritó, indicando la dirección-. Y es grande, si no me equivoco.
Cass siguió la dirección de su mano tendida con ojos interesados.
– Un gran fuego, ciertamente, hermana. En aquella dirección hay un pueblo. Un lugar pobre con una única celda de religioso y una docena de casas. Estuve hace seis meses, cuando pasé por estas tierras. Se llama Rae na Scríne, el lugar sagrado en el punto llano. ¿Qué podría causar tal fuego allí? Tal vez deberíamos investigarlo.
Fidelma se entretuvo, apretando los labios pensativa. Su intención era llegar a Ros Ailithir lo antes posible.
Cass frunció el ceño al percibir que dudaba.
– Nos coge de camino a Ros Ailithir, hermana, y la celda está ocupada por una joven religiosa que se llama sor Eisten. Tal vez tenga problemas -dijo con tono de reprimenda.
Fidelma se sonrojó, pues sabía cuál era su deber. Tan sólo su mayor obligación para con el reino de Muman la había hecho vacilar.
En lugar de responderle, clavó los talones en los costados del caballo y lo hizo avanzar deprisa, molesta por el suave tono de reproche que le había dedicado Cass debido a su indecisión.
Tardaron un rato en llegar a un lugar que era la cresta de un pequeño collado espesamente poblado de árboles y que tenía vistas sobre la aldea de Rae na Scríne. Desde su posición en el camino, veían que los edificios del pueblito parecían estar todos ardiendo. Grandes llamas destructoras se elevaban hacia el cielo y los escombros y el humo ascendían en espirales formando una columna negra sobre las construcciones. Fidelma hizo que se detuviera su caballo y Cass casi choca contra ella. La razón de su repentina inquietud era que había una docena de hombres corriendo entre las llamas con espadas y teas ardiendo en las manos. Estaba claro que eran los incendiarios. Antes de poder reaccionar, un grito salvaje les indicó que los habían avistado.
Fidelma se giró para advertir a Cass y sugerirle una retirada en caso de que los hombres resultaran hostiles, pero percibió un movimiento detrás de ellos, junto a los árboles que bordeaban el camino.
Dos hombres salieron al camino con los arcos tensos y apuntando. No dijeron nada. No había nada que decir. Cass intercambió una mirada con Fidelma y se encogió de hombros. Se giraron y esperaron pacientemente mientras dos o tres de los hombres, que obviamente habían prendido fuego al poblado, ascendieron corriendo por el collado y se detuvieron ante ellos.
– ¿Quiénes sois? -inquirió su jefe, un individuo que tenía la cara grande y roja, manchada de hollín y barro.
Sujetaba una espada en una mano y en la otra ya no sostenía la tea. Llevaba un casco de guerra de acero, una capa de lana ribeteada de piel y una cadena de oro. Sus ojos pálidos resplandecían como por el fragor de la batalla.
– ¿Quién sois? -volvió a gritar-. ¿Qué buscáis aquí?
Fidelma bajó los ojos y miró impasible a aquella figura amenazadora. Aquel desdeño artificial ocultaba sus temores.
– Soy Fidelma de Kildare; Fidelma de los Eóganacht de Cashel -añadió-. ¿Y quién sois vos para detener a unos viajeros en el camino?
El hombre abrió bien los ojos un momento. Dio un paso adelante y la examinó de cerca sin contestar. Luego se giró para examinar a Cass con la misma atención.
– ¿Y vos? ¿Quién sois? -preguntó con una brusquedad que dejaba entender que no le había impresionado saber que Fidelma estaba emparentada con los reyes de Cashel.
El joven guerrero se desajustó la capa para que el hombre pudiera ver su torc de oro.
– Soy Cass, campeón del rey de Cashel -dijo, imprimiendo a su voz todo el tono de fría arrogancia que pudo.
El hombre de cara roja retrocedió e hizo un gesto a los otros para que bajaran sus armas.
– Entonces ocupaos de vuestros asuntos. Alejaos de este lugar; no miréis atrás y no se os hará daño.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Fidelma, señalando con la cabeza hacia las construcciones que ardían.
– El azote de la peste amarilla ha devastado este lugar -respondió el hombre-. La destruimos con las llamas, eso es todo. ¡Ahora, marchad!
– ¿Pero, y la gente? -protestó Fidelma-. ¿De quién tenéis órdenes para hacer esto? Yo soy dálaigh del tribunal brehon y hermana del presunto heredero de Cashel. Hablad, hombre, o tal vez tengáis que responder ante los brehons de Cashel.
El hombre de cara rojiza parpadeó ante el tono duro que mostraba la voz de la joven. Tragó saliva y levantó la vista como si no pudiera creer lo que oía. Entonces respondió enfurecido.
– Los reyes de Cashel no tienen derecho a dar órdenes en la tierra de los Corco Loígde. Sólo nuestro jefe, Salbach, tiene ese derecho.
– Y Salbach tiene que responder ante el rey de Cashel, muchacho -señaló Cass.
– Estamos lejos de Cashel -replicó el hombre con tozudez-. Yo os he advertido de que aquí hay peste amarilla. Ahora marchad antes de que cambie de opinión y ordene a mis hombres que disparen.
Dio una señal a sus arqueros. Éstos elevaron sus armas otra vez y tendieron las cuerdas de los arcos. Tenían las flechas preparadas junto a sus mejillas.
Cass estaba nervioso.
– Hagamos lo que dice, Fidelma -murmuró. Sólo que un dedo se les resbalara, la flecha daría seguro en un blanco-. Este hombre es de los que no razonan más que con la fuerza.
Fidelma se retiró de mala gana y siguió a Cass, que arreaba a su caballo para que retomara el camino por el que habían venido, pero en cuanto estuvieron del otro lado de la curva, lo alcanzó y lo agarró por el brazo para detenerlo.
– Hemos de regresar para ver lo que está sucediendo -dijo con firmeza-. ¿Fuego y espadas para combatir la peste en un pueblo? ¿Qué tipo de jefe sancionaría tal cosa? Hemos de regresar y ver qué ha ocurrido a la gente.
Cass la miró dubitativo.
– Es peligroso, hermana. Si tuviera un par de hombres o incluso si estuviera solo…
Fidelma resopló disgustada.
– No permitáis que mi sexo ni mi santa orden atemoricen vuestro corazón, Cass. Estoy ansiosa por compartir el peligro. ¿O acaso tenéis miedo de la peste?
Cass parpadeó rápidamente. Había tocado su masculino orgullo guerrero.
– Estoy ansioso por regresar -contestó con frialdad-. No estaba más que preocupado por vos y vuestra misión. Sin embargo, si exigís que regresemos, regresaremos. Pero sería mejor no hacerlo directamente. Esos soldados podrían estar esperando que así lo hiciéramos. Los temo más a ellos que a la peste. Cabalgaremos por las colinas un poco y luego dejaremos nuestros caballos y buscaremos una posición estratégica para observar lo que podamos antes de regresar al pueblo.
Fidelma accedió de mala gana. La ruta indirecta tenía sentido.
Pasó media hora antes de que se encontraran ocultos tras una mata de arbustos en los alrededores de los edificios que todavía ardían. Unas construcciones de madera crujían bajo el gran fuego, mientras otras se desplomaban y provocaban una lluvia de chispas y nubes de humo. Fidelma se dio cuenta de que en poco tiempo el pueblo no sería más que un amasijo negro de carbón. Parecía que el hombre de cara rojiza y sus seguidores habían desaparecido. No se oían sonidos humanos entre el crujir y el rugido de las llamas.
Fidelma se puso lentamente en pie y se tapó la boca con un trozo de capucha para protegerse los pulmones de aquella nube de humo.
– ¿Dónde está la gente? -preguntó, sin esperar realmente que Cass respondiera.
Éste observaba sin comprender los escombros en llamas de lo que había sido una docena de granjas. Fidelma obtuvo una respuesta antes incluso de que su pregunta se formulara. Había varios cuerpos yaciendo entre las granjas quemadas; hombres, mujeres y niños. La mayoría de ellos habían sido atacados antes de que se prendiera fuego a sus casas. Ciertamente no eran víctimas de la peste amarilla.
– La cabaña de sor Eisten estaba por allí -indicó Cass en tono grave-. Se ocupaba de un pequeño hostal para viajeros y de un orfanato. Me alojé en ella cuando pasé por la zona hace seis meses.
Se abrió camino entre el humo y el remolino de escombros hasta un extremo del pueblo. Había una construcción junto a una roca de la que manaba agua. El hostal no se hallaba totalmente destruido porque estaba en gran parte construido con piedras, amontonadas una encima de las otras. Pero el tejado de madera, las puertas y lo que había contenido el edificio ya no existían. Ahora eran un montón de cenizas ardiendo.
– Destruido -murmuró Cass, con las manos en las caderas-. Gente asesinada y ninguna señal de peste. Esto es un misterio.
– ¿Una pelea? -aventuró Fidelma-. ¿Tal vez una represalia por algo que hiciera este pueblo?
Cass se encogió de hombros.
– Cuando lleguemos a Ros Ailithir, hemos de enviar un mensaje al jefe de esta zona relatándole esto y pidiendo que nos dé una explicación en nombre de Cashel.
A Fidelma le parecía bien. Miró con desgana hacia el cielo por el este. No tardaría mucho en anochecer. Tenían que ponerse inmediatamente en camino hacia la abadía o se haría de noche mucho antes de que llegaran.
Les sorprendió el llanto agudo de un bebé, totalmente inesperado en aquel momento y en aquel lugar.
Fidelma echó rápidamente una mirada a su alrededor intentando localizar de dónde provenía el ruido. Cass ya iba por delante de ella, subiendo por una cuesta que había al borde de un bosque en los aledaños del pueblo, tras el abrasado hostal de la religiosa.
Fidelma no tuvo más remedio que apresurarse tras de él.
Percibieron un movimiento entre los arbustos y Cass se abalanzó y atrapó con su mano algo que se retorcía y chillaba.
– ¡Dios nos asista! -susurró Fidelma.
Era un niño de no más de ocho años, sucio y despeinado, gritando de miedo.
Algo más se movió entre los árboles.
Una mujer joven surgió de detrás de los arbustos; su cara era gordita y blanca, allí donde no estaba manchada por el hollín y la suciedad. Su rostro reflejaba ansiedad. En sus brazos mecía al niño que chillaba, mientras que alrededor de sus faldas, agarrándose a sus pliegues, había dos niñas de cabello cobrizo que sin duda eran hermanas. Detrás de ella había dos niños de cabellos castaños. Todos ellos parecían angustiados.
Fidelma vio que la mujer apenas tendría veinte años, aunque llevaba hábito de religiosa. A pesar de que el bebé casi lo ocultaba, Fidelma se dio cuenta de que llevaba un gran crucifijo, algo poco usual. Era una pieza más propia del estilo de Roma que del irlandés, pero estaba trabajado y tenía piedras semipreciosas incrustadas. A pesar de su aparente juventud, su figura rechoncha y de cara redonda conferían a la mujer un aire que en circunstancias normales resultaría de protección maternal. Ahora temblaba de forma incontrolada.
– ¡Sor Eisten! -gritó Cass sorprendido-. No tengáis miedo. Soy yo, Cass de Cashel. Estuve en vuestro hostal hace seis meses cuando pasé por el pueblo. ¿No me recordáis?
La joven religiosa lo observó de cerca y sacudió la cabeza. Sin embargo, su rostro empezó a mostrar cierto relajamiento y volvió sus ojos castaños hacia Fidelma.
– ¿No estáis con Intat? ¿No sois de su banda? -preguntó medio atemorizada.
– Quienquiera que sea Intat, no somos de su banda -contestó Fidelma con gravedad-. Yo soy sor Fidelma de Kildare. Mi compañero y yo viajamos a la abadía de Ros Ailithir.
Los músculos del rostro de la hermana, tan tensos antes, se empezaron a relajar. Intentaba contener las lágrimas de susto y de alivio.
– ¿Ya… ya… se han ido? -consiguió decir finalmente, con voz temblorosa y atemorizada.
– Parece que se han ido, hermana -respondió Fidelma intentando tranquilizarla cuanto podía; luego se adelantó y tendió las manos para coger al bebé-. Venid, parecéis agotada. Dadme al niño, descansad un poco y explicadnos qué ha sucedido. ¿Quiénes eran?
Sor Eisten se echó hacia atrás de golpe, como si temiera que la tocaran. Por si acaso, apretó al bebé con fuerza contra su pecho.
– ¡No! No nos toquéis a ninguno.
Fidelma se detuvo sorprendida.
– ¿Qué queréis decir? No os podemos ayudar hasta que sepamos lo que está sucediendo.
Sor Eisten se la quedó mirando con los ojos expresivos bien abiertos.
– Es la plaga, hermana -susurró-. Hemos tenido la peste en este pueblo.
La mano con la que Cass agarraba al muchacho, que seguía retorciéndose, pareció quedarse de repente sin fuerza. El cuerpo se le quedó rígido. El muchacho se escabulló.
– ¿Plaga? -susurró Cass, dando un paso atrás de forma involuntaria.
A pesar de su anterior actitud, al verse confirmada la presencia de la peste, Cass se sentía claramente preocupado.
– Así pues, ¿hay peste en el pueblo, después de todo? -preguntó Fidelma.
– Varios han muerto en el pueblo durante las últimas semanas. A mí no me ha tocado, gracias a Dios, pero otros han muerto.
– ¿Alguno de los que están aquí está enfermo? -insistió Cass, mirando ansioso a los niños.
Sor Eisten sacudió la cabeza en señal de negación.
– No es que a Intat y sus hombres les importara. Todos hubiéramos muerto si no nos hubiéramos ocultado…
Fidelma la miraba fijamente y cada vez era mayor el horror que sentía.
– ¿Os hubieran matado tanto si tuvierais la peste como sino? ¡Explicaos! ¿Quién es ese Intat?
Sor Eisten dejó ir otro gemido. Estaba casi a punto de derrumbarse. Incitándola un poco, empezó a explicarse.
– Hace tres semanas, apareció en el pueblo la peste amarilla. Primero la cogió una persona y luego otra. No perdonó ni el sexo ni la edad. Ahora estos niños y yo misma es todo lo que queda de las treinta almas que habitaban en este lugar.
Los ojos de Fidelma se posaron primero en el bebé, que no tendría más que unos meses, y luego en los niños. Las dos niñas de cabellos cobrizos apenas tendrían nueve años. El niño rubio, que se había alejado del lado de Cass y se había situado a la defensiva detrás de sor Eisten, tendría la misma edad. Los dos muchachos más altos, que fruncían el ceño, con el cabello negro y ojos grises suspicaces, eran mayores. Uno tendría unos diez años y el otro tal vez catorce o quince. Parecían hermanos. Fidelma se giró y miró a la rolliza religiosa, que temblaba.
– No habéis explicado todo, hermana -dijo Fidelma como engatusándola, sabiendo que la joven podía romper a llorar-. ¿Decís que ese hombre, Intat, ha venido a matar a la gente, a quemar la aldea, cuando todavía había gente sana aquí?
Sor Eisten aspiró fuerte por la nariz e hizo ver que pensaba lo que iba a decir.
– No teníamos soldados que nos protegieran. Esto era un asentamiento de granjeros. Al principio pensé que los atacantes temían que la peste se extendiera por los pueblos vecinos y que intentaban conducirnos a las montañas para que no los contagiáramos. Pero empezaron a matar a la gente. Parecían sentir un placer especial matando a los niños pequeños.
Gimió profundamente al recordarlo.
– ¿Así que todos los hombres del pueblo habían sucumbido a la plaga? -preguntó Cass-. ¿No había nadie para defenderos cuando sobrevino el ataque?
– Tan sólo unos pocos hombres intentaron evitar la carnicería. ¿Qué podían hacer unos cuantos granjeros contra una docena de guerreros armados? Murieron bajo las espadas de Intat y sus hombres…
– ¿Intat? -inquirió Fidelma-. De nuevo, Intat. ¿Quién es ese Intat que no dejáis de nombrar?
– Es un jefe local.
– ¿Un jefe local? -Fidelma estaba escandalizada-. ¿Se atrevió a pasar al pueblo a fuego y espada?
– Yo conseguí reunir a algunos de los niños y llevarlos a salvo al bosque -repitió sor Eisten, sollozando al recordar las escenas de aquella matanza-. Nos ocultamos mientras Intat llevaba a cabo su horrible acción. Prendió fuego al pueblo… -se detuvo, incapaz de continuar.
Fidelma exhaló con profundidad.
– ¿Qué gran crimen se ha cometido aquí, Cass? -preguntó en voz baja, mientras contemplaba las casas del pueblo que todavía ardían.
– ¿No podía ir alguien al bó-aire, el magistrado local, y exigir protección? -preguntó Cass, visiblemente conmovido por la historia de sor Eisten.
– ¡Intat es el bó-aire de este lugar! -exclamó la monja rabiosa-. Ocupa un lugar en el consejo de Salbach, jefe de los Corco Loígde. -Parecía que iba a sucumbir al agotamiento, pero entonces se recuperó y levantó la barbilla-. Y ahora ya habéis oído lo peor; ahora que ya sabéis que hemos estado en contacto con la plaga, dejadnos perecer en las montañas y seguid vuestro camino.
Fidelma sacudió la cabeza con compasión.
– Nuestro camino es ahora vuestro camino -dijo con firmeza-. Vendréis con nosotros a Ros Ailithir, pues supongo que estos niños no tendrán familia que los alimente.
– Ninguna, hermana. -La joven religiosa miraba fijamente a Fidelma, asombrada-. Yo regento una casita de acogida para los huérfanos de la peste y ellos están a mi cargo.
– Entonces, a Ros Ailithir.
Cass parecía estar ligeramente preocupado.
– Hay un buen trozo hasta Ros Ailithir -susurró, y luego añadió algo en voz baja-. Y, al abad, tal vez no le guste que expongamos la abadía al contacto de la peste.
Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– Todos estamos expuestos a ella. No podemos ocultarnos de ella ni quemarla hasta hacerla inexistente. Hemos de aceptar la voluntad de Dios, sea cual sea. Bueno, se está haciendo tarde. ¿Tal vez deberíamos quedarnos aquí esta noche? Al menos no tendremos frío.
Ante aquella sugerencia, sor Eisten protestó al instante.
– ¿Y si Intat y sus hombres regresan? -se lamentó.
– Tiene razón, Fidelma -admitió Cass-. Existe esa posibilidad. Es mejor no quedarse aquí, por si Intat anda cerca. Si se da cuenta de que hay supervivientes, tal vez tenga ganas de rematar la faena.
Fidelma cedió con renuencia a sus objeciones.
– Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos. Cabalgaremos todo lo que podamos en dirección a Ros Ailithir.
– Pero Intat se ha llevado nuestros animales -volvió a protestar Eisten-. No es que hubiera caballos, pero había algún asno…
– Tenemos dos caballos y los niños se pueden sentar dos o tres juntos en cada uno -afirmó Fidelma-. Los adultos tendremos que ir a pie y haremos turnos para llevar al bebé. Pobrecito. ¿Qué le pasó a la madre?
– Era una de las que mató Intat.
Los ojos de Fidelma se mostraron fríos como el acero.
– Responderá ante la ley por este hecho. Como bó-aire, ha de tener en cuenta las consecuencias de sus actos. ¡Y responderá!
Su voz no denotaba una vana bravuconada; simplemente una fría afirmación.
Cass observaba con respeto sincero a Fidelma, que silenciosamente, pero con firmeza, se hizo cargo de todo; reunió a los niños y los colocó sobre los caballos, tomó al bebé para dar a la joven y exhausta sor Eisten la oportunidad, si es que podía recuperarse. Tan sólo el más joven de los dos muchachos de cabello negro parecía reacio a salir del abrigo del bosque; sin duda todavía estaba aterrorizado por lo que había visto. Fue el hermano mayor quien finalmente lo persuadió con algunas palabras en voz baja. El muchacho mayor no parecía dispuesto a cabalgar en el caballo, sino a caminar junto a él; insistió en que estaba cerca de la edad de elegir y tenían que considerarlo un adulto. Fidelma no discutió con el chico de cara solemne. Se pusieron en marcha por el sendero en dirección a la abadía de Ros Ailithir. Cass deseaba no encontrarse con Intat y su banda de forajidos por el camino.
Entendía, sin embargo, los temores que llevaban a los aldeanos a arremeter contra sus paisanos. Había oído muchas historias de la peste amarilla que devastaba comunidades enteras, no sólo en los cinco reinos de Éireann, sino más allá de sus costas, donde se decía se había originado la plaga. Cass se daba cuenta de que ningún temor a la extensión de la peste absolvía a Intat y sus hombres de sus responsabilidades ante la ley. Incendiar toda una comunidad por miedo al contagio era comprensible, pero equivocado. Lo que también sabía, y se daba cuenta de que Fidelma lo compartía, era que, como bó-aire, Intat tendría que enfrentarse a las consecuencias de esta terrible acción cuando se tuviera conocimiento de ella en Cashel. Había dejado que Fidelma y Cass continuaran su viaje sin molestarlos al creer que no averiguarían lo que había sucedido. Si Intat se diera cuenta de que habían dado media vuelta y se habían encontrado con los supervivientes a su horrible carnicería, sus vidas estarían en peligro. Lo mejor era alejarse de aquel lugar y ellos.
Admiraba que la joven hermana de Colgú no manifestara tener miedo alguno a la peste. Él no se hubiera relacionado tan abiertamente con estos niños si no hubiera sido porque no quería sentirse avergonzado ante Fidelma. Así que controlaba sus temores y hacía lo que ella le ordenaba.
Fidelma charlaba alegremente intentando animar a los niños horrorizados y temerosos. Se agarraba a cualquier tema intrascendente, como preguntar a la joven hermana Eisten dónde había adquirido el magnífico crucifijo que llevaba. Después de insistir un poco, sor Eisten confesó que una vez había hecho un peregrinaje que había durado tres años. Fidelma tuvo que interrumpirla para decir que no hubiera pensado que tuviera tantos años para haber vivido tal experiencia, pero Eisten era mayor de lo que parecía, tenía veintidós años. Había viajado con un grupo de religiosas a Tierra Santa. Había estado en la ciudad de Belén y había peregrinado al mismísimo lugar de nacimiento del Salvador. Allí había comprado el ornamentado crucifijo a un artesano local. Así que Fidelma la animó para que hablara de sus aventuras, simplemente para que los niños estuvieran ocupados y contentos.
En su fuero interno, Fidelma no estaba en absoluto feliz. Estaba desconsolada, no ante la idea de entrar en contacto con potenciales portadores de la peste, sino porque las condiciones del viaje eran incluso peores de lo que habían sido para ella, que se había estado quejando del tiempo y del frío y de la humedad. Al menos entonces iba a caballo. Ahora se iba tambaleando por entre el barro y la nieve del camino, intentando mantener un delicado equilibrio con el bebé que llevaba en los brazos. El pequeño no dejaba de lloriquear y se retorcía y giraba, lo que complicaba más las cosas. Fidelma no quería alarmarse, pero bajo la media luz había observado un color amarillo revelador en la piel del bebé y había notado fiebre en su pequeña frente. De vez en cuando, para evitar que el pequeño se retorciera y se le escapara, Fidelma casi se caía a causa del barro que se le pegaba a los tobillos.
– ¿Cuánto falta para llegar a Ros Ailithir? -preguntó después de que llevaran caminando dos horas.
Sor Fidelma fue precisa.
– Está a siete millas de aquí, pero el camino no mejora.
Fidelma apretó un momento los dientes y no contestó.
La penumbra del anochecer se extendía rápidamente desde el este, mezclándose con las nubes bajas tenebrosas y, casi antes de que se diera cuenta, una espesa niebla nocturna iba oscureciendo el camino. El tiempo no se había despejado todavía como Cass había predicho.
Fidelma, muy a su pesar, pidió un alto.
– No conseguiremos llegar nunca a la abadía así -advirtió a Cass-. Tendremos que encontrar un lugar para quedarnos hasta la mañana.
Como para dar énfasis a los peligros de un viaje nocturno, una manada de lobos empezó a aullar y gañir al unísono en las colinas. Una de las niñitas empezó a llorar, un lloriqueo triste y doloroso que a Fidelma le partió el corazón. Se había enterado de que las hermanas de cabello cobrizo se llamaban Cera y Ciar. El niño rubio se llamaba Tressach, mientras que los otros dos niños, tal como había supuesto, eran hermanos, Cétach y Cosrach. Durante su corto trayecto por los fríos bosques, había conseguido extraerles toda esta información.
– Lo primero es encender algunas antorchas -anunció Cass-. Luego tendremos que encontrar algún refugio.
Entregó las riendas de su caballo al muchacho mayor, Cétach, y se fue a un lado del camino bordeado por los bosques. Fidelma oyó el crujir de unas ramitas y un débil reniego de Cass que buscaba yesca lo bastante seca para hacer fuego y encender una antorcha.
– ¿Sabéis si hay algún lugar que nos pueda servir de abrigo? -preguntó Fidelma a sor Eisten.
La joven religiosa sacudió la cabeza en señal de negación.
– Tan sólo el bosque.
Cass había conseguido prender fuego a un montón de ramitas, pero no arderían mucho tiempo.
– Es mejor que encendamos un fuego -murmuró al reunirse con Fidelma-. Si no hay nada más, al menos los árboles pueden proporcionarnos algún cobijo. Tal vez podamos encontrar suficientes arbustos para construir alguna protección. Pero va a ser una noche fría para los niños.
Fidelma dejó ir un suspiro y asintió con la cabeza. Había poco que hacer. Ya resultaba imposible ver a unas pocas yardas de distancia. Tal vez hubiera tenido que insistir en quedarse en el pueblo a pasar la noche. Al menos no hubieran tenido frío entre las ruinas humeantes. De todas maneras, no tenía sentido reprochárselo.
– Entonces vayamos hasta el bosque y veamos si podemos encontrar un lugar seco. Dormiremos lo que podamos.
– Los niños no han comido desde esta mañana -lanzó sor Eisten.
Fidelma gruñó para sí.
– Bueno, no se puede hacer nada hasta que sea de día, hermana. Concentrémonos en calentarnos y mantenernos todo lo secos que podamos. La comida vendrá luego.
Los ojos agudos de Cass consiguieron descubrir un claro entre los árboles altos, por el que se extendía, sobre un área bastante seca de ramitas y hojas, un matorral casi como si fuera una tienda.
– Casi a propósito -dijo alegremente. Fidelma se lo imaginó sonriendo en la oscuridad-. Ataré los caballos aquí fuera y encenderé un fuego. Llevo un croccán, mi hervidor, y así podremos tomar algo caliente. Vos y sor Eisten podéis llevar a los niños bajo el arbusto. -Hizo una pausa y añadió algo encogiéndose de hombros-: Es lo mejor que podemos hacer.
– Sí -contestó Fidelma; había poco más que decir.
Al cabo de media hora, Cass había encendido un fuego aceptable y había colocado su croccán lleno de agua para que hirviera. Fidelma insistió en que añadieran hierbas a la mezcla, alegando que ayudarían a protegerlos de la helada de la noche. Se preguntaba si Cass o Eisten se darían cuenta de que la infusión de hojas y flores de la hierba drémire buí se utilizaba para protegerse del azote de la peste amarilla. Nadie comentó nada cuando se repartió la bebida, aunque los niños se quejaron de la amargura de la mezcla. Pronto, sin embargo, casi todos estaban dormidos, más por cansancio que por otra cosa.
El grito de los lobos continuaba rasgando los extraños sonidos nocturnos del bosque.
Cass se puso en cuclillas ante el fuego; iba alimentando sus hambrientas llamas con trozos de leña que no eran muy adecuados y siseaban, pero al menos producían suficiente lumbre y despedían cierto calor.
– Nos pondremos en marcha con la primera luz -le dijo Fidelma-. Si avanzamos a un paso razonable, tendríamos que llegar a la abadía a media mañana.
– Tenemos que mantener una guardia esta noche -observó Cass-. Si no para asegurarnos que Intat y sus hombres se acercan, sí para ir alimentando el fuego. Yo haré la primera guardia.
– Entonces yo haré la segunda -insistió Fidelma, tapándose bien los hombros con su capa en un vano esfuerzo por que ésta le abrigara más.
Fue una noche larga y fría, pero, aparte del aullido lejano de los lobos y los gritos de otras criaturas nocturnas, no sucedió nada que perturbara su incómoda paz.
Cuando todos se despertaron a la luz gris y lánguida de la mañana, con el helor del nuevo día, fue sor Eisten quien descubrió que el bebé había muerto durante la noche. Nadie mencionó el color amarillento en la textura cérea de la piel del bebé.
Cass cavó una tumba poco profunda con su espada y, ante el lloriqueo desconcertado de los demás niños, sor Fidelma y sor Eisten elevaron una plegaria silenciosa mientras enterraban su diminuto cuerpo. Sor Eisten no había sido capaz de recordar su nombre.
Para entonces, las nubes se habían ido rodando y un débil sol otoñal pendía del cielo azul claro y brillante, pero no cálido. Cass había acertado sobre el cambio de tiempo.