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Capítulo 9

Prolongación: continuación o parte que prolonga. Arist. ZI, 515b, 6: prolongación de los nervios. Sor. 1/71, la prolongación del ombligo del embrión.

«Principio: inicio, origen del concepto abstracto del ser. Plat. Rep., 377a, principio de las obras excelsas. 2) En sentido concreto, salida, origen, punto de partida. Tucíd. 1,128, principio de todas las cosas creó. Prov., de mal principio, mal fin resulta.»

Una pregunta me atormenta durante toda la noche: la misión que me ha encomendado Guikas ¿representa un nuevo principio o sólo constituye la prolongación del viejo estado de cosas? Oficialmente, sigo siendo el jefe del Departamento de Homicidios, que está de baja médica. El encargo de Guikas no supone ni un cambio ni una subversión de lo establecido. Se trata, simplemente, de la prolongación del ombligo del embrión, como diría Dimitrakos. Me siento como un agente del fisco que, por las tardes, lleva bajo mano la contabilidad de unos amigos para ganarse unos cuartos con los que irse de vacaciones.

Por otro lado, no hay garantía de que conserve la jefatura del Departamento de Homicidios. En primer lugar, porque el suicidio constituye un acto que no beneficia más que al suicida. En segundo y peor lugar, aunque consiga demostrar que lo blanco es negro y arañar algunas ventajas para mí de la muerte de Favieros, Yanutsos, entretanto, se habrá apoltronado en mi silla y, agarrado a los apoyabrazos de escay, llenos de agujeros, pondrá todos los medios para que nadie lo mueva de allí. En este caso, el trabajo que me ha encargado Guikas representará un nuevo comienzo, con todas las características del «mal principio» que invariablemente desemboca en un mal fin.

Amanece sin que haya encontrado la respuesta a la pregunta, y me levanto con la cabeza como un bombo. En última instancia, ante estos dilemas siempre acaba uno entre la espada y la pared, de modo que decido pelear, pese a las escasas probabilidades de éxito, antes que permitir que Yanutsos acabe conmigo sin oponer resistencia.

Kula llama por teléfono mientras estoy desayunando y me habla con frases crípticas:

– El paquete se lo entregaré mañana, señor Jaritos. Por desgracia, hoy no tengo tiempo. Quedan algunos detalles por ultimar. -Me recuerda a mi padre, que en paz descanse, que se comunicaba en clave cuando quería indicar que había recibido órdenes de arriba. «Órdenes del Cejas», decía. Se refería a Karamanlís pero no quería que los demás lo supiesen. Sea como fuere, deduzco de sus palabras que Kula empezará a trabajar mañana. Entretanto, habré de arreglármelas yo solo, pues sería una lástima desperdiciar un día.

Tomo el último sorbo de café y me levanto. En la puerta tropiezo con Adrianí, que regresa del supermercado.

– ¿Vas a salir?

– Sí. No me esperes para comer. Quizá llegue tarde.

Cuando iba a trabajar con regularidad, esta aclaración resultaba innecesaria. Nunca comía en casa. Ahora que me pongo en marcha después de dos meses de baja, debo especificarlo, para que comprenda que volvemos a la rutina habitual.

– Ya entiendo. Zapatero a tus zapatos -farfulla y entra en casa.

Su cabreo está justificado, porque no le he hablado de la amenaza que supone Yanutsos. Si se lo explicase, saltaría de alegría. Hace años que intenta persuadirme a pedir el traslado a un departamento más tranquilo, con horarios de trabajo normales. «Si de todas maneras no te ascienden, ¿por qué te matas trabajando?» Éste es su argumento irrefutable, capaz de convencer a cualquier persona normal.

Decido hacer una visita a la residencia de Favieros. Estoy seguro de que a ninguno de mis compañeros se le ha ocurrido molestar a su familia por el suicidio, de modo que parece sensato empezar por allí. A través de la ventana de la televisión, la enciclopedia de nuestro tiempo, me he enterado de que la familia de Favieros vive en Porto Rafti, e intento trazar mentalmente la ruta más rápida hacia allí. No pienso pagar un taxi de mi bolsillo, y con el autobús corro el riesgo de llegar por la tarde, a la hora de la merienda. Al final, opto por una combinación de todos los medios de transporte público que ofrece Atenas: tomaré el trolebús hasta la plaza de Sintagma; de allí, el Metro hasta Defensa Nacional, y de Defensa Nacional a Porto Rafti, el autobús de línea.

Media hora después estoy subiendo las escaleras mecánicas para salir de aquella estación de Metro que semeja un mausoleo de mármol, con sus árboles de mentira plantados en el granito, sus anuncios imponentes y la música clásica de fondo que, por unos minutos, me hacen sentir europeo. Una vez en la superficie, tengo a la derecha el edificio del Ministerio de Comunicaciones y Transportes, a mi izquierda, el del Ministerio de Defensa y, frente a mí, una hilera de paradas y de gente que se apretuja, dispuesta a abrirse camino a patadas en cuanto aparezca un autobús, para subir primero y conseguir un asiento. De nuevo en Grecia, pienso y suspiro con alivio.

Mi autobús tarda unos treinta minutos en llegar y, por suerte, no necesito propinar patadas, porque es interurbano y hay asientos de sobra. La gorda sentada a mi lado sujeta una bolsa de plástico entre las piernas y lleva en el regazo un paquete enorme, que descansa a medias encima de mí. Salvo por el embotellamiento que encontramos entre los estudios de la televisión nacional y La Cruz, el tráfico fluye con normalidad. Cuando ya estamos cerca de Porto Rafti, pregunto a la gorda si sabe dónde está la casa de Favieros. De repente, cinco o seis personas, hombres y mujeres, se agolpan contra las ventanillas para mostrarme el centro de interés de su pueblo.

– Apartaos, me ha preguntado a mí -les espeta la gorda para que respeten su prioridad. Espera hasta que el orden se restablece y se vuelve hacia mí-: Debe bajar en Yegos -me indica.

– ¿Yegos? -pregunto extrañado.

– Es el supermercado. En la siguiente parada. Luego tuerza a la izquierda, hacia San Espiridón. Verá la casa en la curva, a la izquierda. Es una torre grandiosa, con un jardín enorme. Pródromo -le grita al conductor-, para en Yegos para que baje este señor.

Todos los pasajeros me miran con ojos inquisitivos. En el momento en que me dispongo a bajar, la gorda, incapaz de aguantarse más, formula la gran pregunta:

– ¿Es usted periodista?

– Si fuera periodista… ¿vendría en autobús?

Mi respuesta la deja atónita.

– Disculpe -farfulla ruborizándose, como si la palabra «periodista» fuera un insulto.

Doblo a la izquierda y, unos quinientos metros más lejos, me topo con la casa. Es tal como la describió la gorda, si bien se quedó corta en su calificación del jardín, que debe de ocupar unas dos hectáreas de terreno en desnivel. En lo alto se yergue una mansión de dos plantas, rodeada de terrazas de diversos tamaños y una explanada delante, provista de mesas, sillas y sombrillas, todas ellas blancas; algo así como la cafetería privada de la familia de Favieros. El complejo está protegido por un muro, equipado con un circuito cerrado de televisión. Sólo se alcanza a vislumbrar el interior a través de la alta verja de entrada.

Un jardinero está regando el césped.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Al oír mi voz, cierra el agua y se me acerca.

– Comisario Jaritos. Quisiera hablar con la señora Favieru o con uno de los hijos.

– No están -responde secamente.

– ¿Cuándo volverán?

Se encoge de hombros.

– Se han ido con barco.

Su acento lo delata como extranjero aunque no suena albanés.

– ¿Eres póntico? -pregunto.

– Sí. -Cuando no es una cosa, es la otra.

– ¿Cuándo regresarán tus patronos?

– No lo sé. Preguntar señor Ba, arriba.

– Abre la puerta.

– No puedo. Llame timbre, abrirán arriba.

Sigo sus indicaciones y pulso el botón del timbre.

– ¿Quiénes?

– Policía -anuncio.

Cuando tienes que habértelas con extranjeros, lo mejor es pronunciar la palabra mágica: «Policía.» O te abren enseguida o te disparan. Lo segundo no resulta muy probable en la casa de Favieros y, efectivamente, los dos batientes de la verja empiezan a abrirse lentamente. Busco el cremallera que me subirá por la pendiente hasta la mansión pero no lo encuentro, así que me dirijo a las escaleras que ascienden por el lado izquierdo del jardín. A medio camino me quedo sin aliento, porque la inmovilización terapéutica que me impuso Adrianí me ha dejado oxidado, y mis piernas echan a temblar al menor esfuerzo.

Fue inteligente, ese Favieros, pienso mientras asciendo. No quiso construirse una casa en Ekali, para que nadie pudiera acusarlo de venderse al sistema y de haberse convertido en un tiburón más, sino que la edificó en Porto Rafti, conservando así su perfil progresista y, de paso, comprando el terreno a precio de saldo, teniendo en cuenta su extensión.

Arriba, en la explanada-cafetería privada, me recibe un hombre bajo y moreno, de procedencia asiática.

– ¿Qué desea? -pregunta con voz de falsete.

– ¿Tú eres Ba?

– Soy mister Barwan, el mayordomo -contesta con solemnidad y repite su pregunta-: ¿Qué desea?

Mira por dónde, Favieros, con su aspecto informal, su barba, y sus chaquetas y tejanos arrugados, contaba con los servicios de un mayordomo. Claro que a lo mejor el tailandés se presenta siempre así para aumentar su prestigio.

– ¿Qué desea? -inquiere otra vez, quizás interesado en demostrarme su perseverancia asiática.

– ¿Tus patronos no están en casa?

– No. La señora Favieru, la señorita Favieru y el señor Favieros, júnior se fueron con el yate después del entierro.

– ¿Cuándo volverán?

– Lo ignoro.

Pese a su acento extranjero, habla el griego correctamente, como si llevara incorporado un libro de gramática que le indica dónde va el predicado, dónde el verbo y dónde el complemento. Por un momento, pienso en preguntarle cómo ponerme en contacto con la mujer de Favieros, pero enseguida lo descarto, porque temo que se alarme y llame a la policía para averiguar de qué se trata, en cuyo caso, mi misión secreta se iría al garete. Decido limitarme a interrogar al personal de la casa, y ya veremos.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas.

– No puedo responder. No estoy autorizado.

Paso por alto su negación y prosigo:

– ¿Notó usted algún cambio en el señor Favieros últimamente? ¿Se mostraba preocupado o malhumorado?

– No puedo responder. No estoy autorizado.

– No le pido que me revele ningún secreto. Sólo que me diga si le parecía alterado o nervioso, pongamos por caso.

– No puedo responder. No estoy autorizado.

Alargo la mano, lo agarro del brazo y empiezo a arrastrarle conmigo.

– ¿Adonde me lleva? -balbuce sorprendido-. Tengo la tarjeta de residencia, permiso de trabajo, cotizo a la seguridad social. No soy illegal.

Vaya, una palabra que no conoce en griego.

– Te llevo a jefatura para interrogarte -contesto tranquilamente-. Y, si no puedes responder porque no estás autorizado, te encerraremos en una celda hasta que regresen tus patronos y te den autorización.

– El señor Favieros no había cambiado -dice, repentinamente servicial-. Se comportaba como siempre.

Sigo asiéndole el brazo, para no perder el contacto.

– ¿Quizá cambiara otra cosa? ¿Sus horarios, por ejemplo? ¿No empezó a llegar tarde por las noches?

– Llegaba a eso de las once u once y media. ¿Más tarde? No, pero… -añade y calla de pronto, como si hubiese recordado algo.

– Pero ¿qué?

– Se marchaba más tarde por la mañana. Alrededor de las diez.

– ¿A qué hora se iba normalmente?

– A las ocho y media… o a las nueve.

¿Qué cabe inferir de esto? Ni idea. Quizá sólo estuviera cansado y necesitara dormir más.

– ¿Quién está en la casa ahora, aparte de ti?

– Dos criadas. Tania y Nina.

– Llámalas. Quiero hablar con ellas.

Se acerca a la puerta de la terraza y grita sus nombres. Al instante, aparecen dos rubias, una de ellas, altísima, la otra, de estatura media; ambas llevan uniformes de color azul celeste y delantales blancos, y proclaman a voz en cuello ser de Ucrania. Si Favieros empleaba en su casa a la mitad de las tribus representadas en la ONU, sabe Dios a qué gente contrataba en sus empresas.

Hago a las ucranianas las mismas preguntas que formulé al tailandés y obtengo las mismas respuestas. Esto, al menos a primera vista, significa que no se operaron cambios en Favieros que llamaran la atención a su personal doméstico.

– ¿A qué hora salía para ir al trabajo el señor Favieros últimamente? -pregunto a las criadas.

– ¡Ya se lo he dicho! Alrededor de las diez -interviene el mayordomo, molesto al comprobar que pongo en tela de juicio sus palabras delante de sus subordinadas.

– Trabajar aquí -agrega la de estatura media.

– ¿Cómo lo sabes? -suelta el mayordomo en tono agresivo.

– Io barrer piso arriba y ver -repone la ucraniana-. Trabajar computer.

– Enséñame dónde -le pido. No es que espere descubrir algo importante, pero esto me brinda la oportunidad de echar un vistazo al resto de la casa.

La ucraniana me conduce a través de un salón con piso de mármol y con pocos muebles, muy modernos. Subimos una escalera interior hasta el primer piso, donde me abre una puerta en la pared de enfrente, situada ligeramente a la derecha. El despacho es espacioso y, a través de una gran cristalera, se domina el jardín. También aquí el mobiliario es mínimo: el escritorio, un sillón al fondo y otros dos sillones delante. Dos de las paredes están recubiertas de libros. Encima del escritorio destaca una gigantesca pantalla de ordenador, que bosteza en negro. La superficie del mueble me recuerda la del escritorio de Guikas: ordenada, impecable, sin un solo papel encima. Paseo la mirada por los libros de los estantes y descubro que Favieros se quedó estancado a medio camino entre el partido comunista tradicional y el eurocomunismo. Volúmenes de historia y filosofía, una gran edición de las obras completas de Marx y Engels en inglés, distintos ejemplares sobre la historia del movimiento obrero y comunista, y muchos libros de economía. Ni carpetas archivadoras ni sobres.

Desciendo por la escalera interior y advierto que el tailandés me aguarda en el último escalón, como un cancerbero. La ucraniana alta se ha ido y la de estatura media se ha quedado en el primer piso. Me dirijo a la cafetería particular con el tailandés pisándome los talones. No se convence de mis intenciones de partir sino hasta que me ve bajar los escalones.

El jardinero sigue regando el césped.

– ¿Favieros no tenía chófer? -inquiero cuando llego a su lado.

– No. Él mismo conducía. Una Beba cabrio.

– ¿Qué Beba? -pregunto extrañado.

– Una BMW -responde y me dedica una mirada de desprecio por mi ignorancia.