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Esperaba encontrarme ante un complejo de oficinas moderno, de cemento oscuro y ventanas que no se abren, pero descubro un edificio neoclásico de tres plantas, recientemente restaurado. El complejo moderno se alza detrás. Al principio, tengo la impresión de que se trata de dos construcciones separadas pero, al echar un vistazo de soslayo, descubro un pequeño puente acristalado que comunica la neoclásica con la moderna. Las características de la sede de su empresa confirman que a Favieros le gustaba guardar las apariencias. A primera vista, no quería por vecinos a los peces gordos de Ekali, aunque en Porto Rafti se había edificado una casa propia de un pez gordo. A primera vista, prefería la arquitectura neoclásica a los complejos de oficinas modernos, pero detrás del neoclásico se erguía un complejo moderno. Llevaba trajes de Armani, aunque arrugados y sin corbata. Claro que a lo mejor su actitud obedecía al falso recato que muestran los de izquierdas ante el dinero, cubriéndolo con una hoja de higuera, no para ocultarlo a los demás sino para no verlo ellos mismos. O tal vez se debiera al síndrome de clandestinidad que padecen y que los impulsa a seguir jugando a policías y ladrones, por inercia.
Un retrato de Favieros, envuelto en crespón negro, domina el espacioso vestíbulo. Debajo hay un montón de ramos de flores. La recepcionista, una cincuentona simpática, va vestida con sencillez y sin maquillaje.
– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarles? -pregunta amablemente.
– Comisario Jaritos. Le presento a la agente Kula… -De repente, caigo en la cuenta de que no conozco su apellido y me encallo. Por suerte, ella interviene para sacarme del apuro.
– … Calafati. Angélica Calafati.
– Quisiéramos hablar con un responsable -añado con cortesía.
– ¿Hay algún problema? -inquiere ella inquieta. Ya ha sobrevenido una tragedia y ahora aguarda la siguiente con fatalismo.
– Ninguno en absoluto. Se trata de una formalidad. Comprenderá que, cuando se suicida un personaje tan famoso, especialmente si lo hace en público, la policía tiene la obligación de llevar a cabo una investigación formal para que el día de mañana no le recriminen su pasividad.
Rezo por que mi explicación resulte lo bastante convincente para que no se le pase por la cabeza llamar a la policía.
– Siéntense un momento -nos indica y descuelga el teléfono.
Nos sentamos en los dos sillones metálicos colocados frente a su escritorio. El vestíbulo ha sido restaurado con una fidelidad escrupulosa. Un revestimiento de madera recubre la mitad inferior de las paredes, mientras que el resto está pintado de color rosa pálido. Los adornos del techo, que han recobrado su forma original, te hacen añorar una iluminación de velas o de lámparas de petróleo. Los muebles no difieren de los que se encuentran en todas las oficinas: sillones de metal, escritorios de metal y madera, ordenadores. Sin embargo, el contraste no molesta; quizá porque es tan discreto que queda absorbido por el neoclásico restaurado y se vuelve invisible.
La cincuentona cuelga el auricular.
– Les recibirá el señor Zamanis, nuestro director general. Sigan al señor Aristópulos. -Y señala a un joven en camisa de manga corta y corbata, que ha acudido al vestíbulo y nos espera.
Subimos a la tercera planta, cruzamos el puente de los suspiros y entramos en el complejo moderno. Aquí la decoración es sobria y no recuerda el siglo XIX. Cubículos con separadores de PVC puestos en fila, como pequeños escenarios de teatro. En el interior hombres y mujeres aporrean los teclados de sus ordenadores o bien hablan por sus teléfonos móviles.
Aristópulos nos conduce hacia la puerta del fondo, la única puerta en toda la planta. Antes los ricos vivían en edificios neoclásicos, y los pobres, en las chabolas. Ahora sólo los separa una puerta. Los actores en primera fila y el productor detrás de la puerta, eso es todo.
La cincuentona número dos que nos recibe lleva el cabello recogido y un pantalón y una blusa de lino blanco. Al igual que la primera, ésta tampoco está maquillada. De pronto, se me ocurre que es su manera de guardar luto por Favieros, y la idea me gusta.
– Pasen, el señor Zamanis les espera -dice y añade enseguida-: ¿Podemos ofrecerles algo?
Rehúso cordialmente y Kula se apresura a seguir mi ejemplo.
Zamanis ronda la edad de Favieros, pero todo parecido se limita a esto. Favieros era de estatura mediana y vestía con informalidad llamativa; Zamanis es alto y está trajeado. Favieros lucía una cabellera espesa y barba de pocos días; Zamanis está afeitado y presenta una calva incipiente. Nos recibe de pie y me tiende la mano. Luego estrecha la de Kula aunque mecánicamente, sin mirarla, porque tiene los ojos puestos en mí.
– Confieso que su visita nos ha sorprendido un poco. -Enfatiza cada una de las palabras-. ¿A qué se debe este repentino interés de la policía en la tragedia que estamos viviendo?
– No es repentino -replico-. Simplemente, decidimos aguardar a que pasaran los primeros días difíciles antes de molestarles. En todo caso, no es un asunto urgente, sino una mera formalidad.
– Pasemos, pues, a las formalidades. -Una vez que nos hemos sentado, empieza a disparar en tono categórico y cortante-: ¿Qué quieren saber? ¿Si me esperaba el suicidio de Iásonas? La respuesta es no. ¿Si él tenía motivos para suicidarse? No, sus asuntos marchaban viento en popa. ¿Si fueron los fachas quienes lo empujaron al suicidio? La respuesta de nuevo es no; ellos sólo han aprovechado la ocasión para darse publicidad. ¿Si alguna vez había imaginado que Iásonas llegaría a estar en boca de todos por su suicidio? Por cuarta vez, la respuesta es no. Ahora que ya he contestado a todas sus preguntas, déjenme seguir con mi trabajo. Las obras no esperan, y todo el peso ha recaído sobre mis hombros.
Kula no sabe si levantarse o permanecer en su asiento, y se vuelve hacia mí perpleja. Advierte que yo no me muevo y me imita.
– Le agradezco que nos haya ahorrado la molestia de hacerle las preguntas -digo educadamente y sin una pizca de ironía-. Pero no ha respondido a la pregunta de por qué se suicidó Iásonas Favieros.
Levanta las manos en un gesto de desesperación.
– No puedo -contesta con sinceridad-. Desde el instante en que fui testigo presencial de aquel horrendo espectáculo televisivo no he dejado de buscar una respuesta, pero no la encuentro.
– ¿Considera imposible que lo chantajeara esa organización nacionalista?
Zamanis prorrumpe en carcajadas.
– Vamos, comisario. Si ocurriera algo así, yo sería el primero en enterarme y, desde luego, no se lo ocultaríamos a la policía. Piense que, si iban a chantajearnos por contratar trabajadores extranjeros, deberían chantajear también a todas las empresas constructoras de Grecia.
– ¿Favieros tenía enemigos?
– Claro que los tenía. Como todos los contratistas de obras públicas. Vivimos en un mundo en que todos son enemigos de todos. Nuestros sueños al empezar eran distintos y hemos llegado a una situación imprevisible, pero no veo que esto le disguste demasiado a nadie.
– Poco antes del suicidio la presentadora mencionó sus contactos en el gobierno.
Zamanis se ríe de nuevo.
– ¿Y qué? ¿Iba a suicidarse por ser objeto de favoritismos? Son los perjudicados los que se suicidan, comisario.
De repente, me invade el deseo de desistir. Yo mismo había llegado a conclusiones idénticas, irrefutables.
– ¿Sufría problemas psicológicos?
Hago la pregunta ateniéndome únicamente a la lógica de que uno recurre a la psicología cuando todo lo demás falla, pero es la primera vez que se quiebra la elocuencia de Zamanis.
– Me he preguntado lo mismo muchas veces desde entonces -confiesa pensativo-. El modo mismo en que se suicidó indica un trastorno psíquico. -Calla de nuevo y fija la vista en el portalápices que descansa encima de su escritorio, como si intentara ordenar sus pensamientos-. Iásonas había sufrido mucho, comisario. No sé si conoce su curriculum…
– No.
– Debería. -Me mira a los ojos, casi desafiante.
– ¿Por qué?
– Porque fue uno de los líderes de la resistencia contra la Junta Militar. Sufrió torturas horribles en manos de la policía militar. Llegaron a temer por su vida y lo soltaron, para evitar la condena de los demás países. Todo aquello le causó traumas psíquicos…, trastornos ciclotímicos…, cambios de humor repentinos…
– ¿Presentaba síntomas de este tipo antes del suicidio?
Zamanis reflexiona.
– Interpretándolos a posteríori, sí. Entonces no les di demasiada importancia.
– ¿A qué se refiere?
– Se mostraba… ¿cómo describirlo?… algo distante, como si pensara en otras cosas. Lo dejó todo en mis manos y empezó a pasar mucho tiempo encerrado en su despacho. Entré en un par de ocasiones y lo encontré jugando en el ordenador.
– ¿Cuánto tiempo antes del suicidio ocurrió esto?
– Una semana…, diez días como mucho.
– ¿Podemos echar un vistazo a su ordenador? -pregunta Kula vacilante, casi tímidamente.
Por la mañana yo le había comentado que Favieros hacía lo mismo en su casa. Su asociación de los hechos me satisface, pero Zamanis le echa una mirada de ironía.
– ¿Por qué? ¿Cree que los juegos de ordenador son los culpables del suicidio?
Aunque podría intervenir para bajarle los humos, dejo que Kula se las apañe sola, pues me interesa su reacción. Se pone roja como un tomate pero no se deja intimidar.
– Es increíble lo que uno puede descubrir en un ordenador. Hasta las cosas más inconcebibles.
Zamanis se encoge de hombros. Si bien el argumento de Kula no parece haberlo convencido, tampoco se lo discute.
– El despacho de Iásonas está en la misma planta, pero en el edificio viejo. Allí fundó su empresa y no quería desprenderse de él. Informaré a la señora Lefaki, su secretaria.
– Entre nosotros, ¿qué esperas encontrar en el ordenador? -pregunto a Kula en cuanto salimos al pasillo-. Ya lo ha dicho Zamanis. Jugaba al solitario.
Se detiene en medio del pasillo y me dirige una mirada de lástima.
– ¿Sabe qué hago cuando tengo un documento confidencial en pantalla? Abro al mismo tiempo un juego de cartas. Cada vez que entra en el despacho algún indeseable, minimizo la ventana del documento y abro la del juego. Todos creen que me paso la jornada jugando, mientras que yo protejo así los documentos importantes de la vista de los curiosos.
Me ha desarmado, aunque yo nunca la he visto jugando a las cartas. Quizá porque no me incluye entre los indeseables o, lo que es más probable, porque nunca me fijo en el ordenador ni sé qué aparece en la pantalla.
Emprendemos el camino de regreso, esta vez sin escolta. En el edificio neoclásico reina una atmósfera diametralmente opuesta. Es como si entrásemos de pronto en una empresa de principios del siglo XX, dedicada a la importación y exportación de productos alimenticios. Una sala enorme, de aquellas que albergaban los bailes de disfraces de la vieja aristocracia, rodeada de puertas blancas, ocupa el centro de la planta. Las puertas están desprovistas de rótulos como el que mandó fijar Guikas en la de su despacho. Probablemente se trata de una decisión basada en criterios estéticos, pero esto nos obliga a probarlas todas hasta dar con el despacho de Favieros.
Allí nos topamos con la tercera cincuentona. Ésta es alta y rubia, va vestida impecablemente y, por supuesto, sin maquillar.
– Adelante, comisario -dice en cuanto nos ve. Ella tampoco le presta la menor atención a Kula, lo que empieza a molestarme, porque me produce la impresión de que nos miran como a un camión y su remolque.
Lefaki abre una puerta a su derecha y nos hace pasar al despacho de Favieros. Kula se detiene en el umbral y se vuelve hacia mí, estupefacta. Mi propia sorpresa no es menor porque, de repente, nos encontramos en un despacho de abogado de los años cincuenta, con un sofá y sillones de piel negra, pesados cortinajes y un gigantesco escritorio de nogal. Los únicos objetos contemporáneos son la pantalla de ordenador y el teclado que hay encima del escritorio. Qué te parece, pienso, la decoración de la oficina difiere totalmente de la de la casa. Tampoco recuerda en absoluto a la de las oficinas de sus colaboradores. Estoy hecho un lío. Ya no sé quién era el auténtico Favieros.
Lefaki, que ha reparado en nuestra perplejidad, sonríe casi imperceptiblemente.
– Lo ha adivinado -dice-. Él mandó trasladar aquí el despacho de abogado de su padre.
Kula va directa al ordenador. Antes de encenderlo levanta la vista hacia Lefaki, como pidiéndole permiso.
– No hay problema -asegura ella-. El señor Zamanis ya me ha informado.
Dejo que Kula se aclare con el aparato y salgo del despacho con Lefaki. Ella pasaba más horas que nadie con Favieros y está en condiciones de confirmar los testimonios del mayordomo tailandés y Zamanis.
– ¿Había observado algún cambio en Iásonas Favieros últimamente? -pregunto.
Me responde con toda la espontaneidad de una persona que no abriga dudas acerca de lo que dice.
– Sí. Había cambiado en los últimos tiempos.
– ¿De qué manera? ¿Podría explicármelo?
Reflexiona un momento para encontrar las palabras más acertadas.
– Tenía cambios de humor incomprensibles. Pasaba de la hiperactividad a la pasividad total. Tan pronto estallaba en cólera y se ponía a gritar sin motivo aparente, como se encerraba en sí mismo y daba instrucciones de que nadie lo molestara.
– ¿No había sido siempre así?
– ¿Iásonas? ¡Qué va, comisario! Él se mostraba siempre amable, sonriente y conciliador. Todos aquí lo llamábamos por su nombre de pila; si alguien le llamaba «señor Favieros» le echaba una bronca.
De repente prorrumpe en un llanto silencioso que se adivina más por las sacudidas de sus hombros que por las lágrimas.
– Perdone, pero cada vez que hablo de él, me viene a la mente aquella horrible escena de la televisión. -Se enjuga los ojos con el dorso de la mano-. Creo que seguiré viéndola hasta en la tumba, con los ojos cerrados.
– ¿Qué hacía cuando se encerraba en su despacho? -inquiero para distraerla de su congoja.
– Se sentaba delante del ordenador. «Pero ¿qué haces tantas horas pegado a ese trasto?», le pregunté un día para tomarle el pelo. «¿Estás escribiendo una novela?» «Ya la he terminado y estoy revisando las correcciones», contestó muy serio.
Kula emerge del despacho.
– He terminado, señor comisario.
Nos despedimos de Lefaki y salimos de la oficina. En lugar de llamar el ascensor, prefiero bajar por las escaleras, para saborear un rato más la grandeza del XIX.
– Necesito uno de esos programas que sirven para recuperar los archivos eliminados -dice Kula mientras bajamos.
– ¿Por qué?
– Porque no he encontrado nada. Y, como no me creo que Favieros jugara al solitario con el ordenador, pienso que acostumbraba a borrar los archivos a los que dedicaba tanto tiempo.
Su explicación me parece razonable.
– ¿Dónde puedes encontrar uno de esos programas?
– Mi primo es un genio para esas cosas.
Ya estamos en la calle cuando, de pronto, se para en seco y me mira.
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Adelante.
– ¿Por qué Favieros empleaba a tantas cincuentonas en su empresa? ¿Por qué no contrataba a alguna chica joven, de esas que tanto necesitan encontrar trabajo?
– Porque él fichó a todas sus conocidas de la resistencia antifascista. -Al advertir la expresión desconcertada de Kula, añado-: ¿Qué pasa? Los hijos de los policías tienen preferencia a la hora de ser admitidos en la academia. Los hijos de los militares tienen precedencia sobre los demás para ingresar en la Escuela de Cadetes. Y a la empresa de Favieros se incorporaban preferentemente los miembros de la resistencia. No hagas caso de lo que afirma Filipo el Macedonio. En Grecia cada uno cuida de los suyos.
No la veo muy convencida, pero no se atreve a contradecirme.