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Capítulo 16

Sotirópulos, sentado frente a mí, me observa. Estamos en el café Green Park, en la calle Mavromateon. La cadena donde trabaja se encuentra en Melisia, aunque también es socio de una empresa de relaciones públicas que tiene su sede en el Campo de Marte. Por eso me ha citado allí, al lado, lo que para mí supone el menor de dos males. Son las diez y media de la mañana. Sotirópulos bebe un sorbo de su ouzo, pendiente de que le abra mi corazón. Antes se acompañaba el ouzo con tapitas: rebanadas de pan con una rodaja de tomate, una oliva, un trozo de salchicha y media sardina. Cuantos más ouzos pedías, más abundantes eran las tapas hasta que, con la décima copa, te traían un plato entero. Ahora da lo mismo que pidas ouzo, whisky o coñac. Te sirven un platillo de cacahuetes y avellanas, para mantener ocupadas tus mandíbulas.

La idea de hablar con Sotirópulos de la empresa off-shore de Favieros se me ocurrió mientras tomaba mi café de la mañana. Desde luego, él no es de esos que te hacen un favor sin esperar nada a cambio. Aunque ¿qué puede esperar de mí, habida cuenta de mi situación? Si, contra todo pronóstico, recupero mi puesto, le pagaré en cuarenta y ocho cómodos plazos y sin intereses, como se paga todo hoy en día, desde los frigoríficos hasta los favores.

– Es la segunda vez que me preguntas acerca de Favieros -señala Sotirópulos-. La primera fue por teléfono, ahora, en directo. ¿Por qué te interesa tanto su suicidio?

– Por ninguna razón en concreto. Llámalo curiosidad personal -respondo lo más vagamente posible.

– ¡Déjate de gilipolleces, comisario! -exclama, cabreado-. Por eso tú y yo nunca nos entendemos. Justo cuando empiezo a pensar «Jaritos es un tipo simpático, un buen poli», me sueltas una de tus chorradas y volvemos al principio.

– No te digo siempre la verdad, porque sé que te faltaría tiempo para divulgarla por televisión.

– Así que me cuentas bolas para cubrirte las espaldas. -Olvida su cabreo y se echa a reír-. Escucha, si hay algo en la información que me das que no deba difundir, no lo haré. Si lo hiciera, sé que perdería mi fuente de información, y no estoy tan loco para quemar los ases que tengo en la mano. Veamos, pues: ¿cuál es la pega en el suicidio de Favieros?

Continúo observándolo, indeciso. Él saca su carné de identidad de la cartera y lo tira sobre la mesa.

– Te doy mi DNI en prenda -me dice-. ¿No es así como se hacían las cosas en el pasado? Si yo te prestaba algo y quería estar seguro de que me lo devolverías, me quedaba con tu carné de identidad. Guarda, pues, el mío hasta cerciorarte de que no voy a hacer público lo que me cuentas.

Su gesto vence mis últimas resistencias, y decido mostrarle mis cartas. En parte. Le devuelvo el carné y le confieso que estoy investigando el suicidio de Favieros extraoficialmente porque me parece que algo no encaja. Dejo a Guikas al margen y no menciono el nombre de Yanutsos. Como había previsto, Sotirópulos me especifica primero sus condiciones.

– De acuerdo, te contaré lo que sé y te mantendré al día de las cosas que vaya averiguando, pero si descubres algo importante, me lo darás en primicia. -Repara en mi expresión dudosa y añade-: ¿Por qué me miras así? Si tu investigación es extraoficial, no tienes por qué cumplir las normas de tu departamento. -Se ríe, como si acabara de ocurrírsele una idea divertida-: Si me aprietan, les diré que me he enterado por medio de Yanutsos.

No sabe que éste es el argumento más convincente que podía esgrimir.

– ¿Has leído la biografía de Favieros? -le pregunto.

Se encoge de hombros.

– No, y tampoco creo que me revelara nada nuevo. ¿Hay algún detalle de la vida de Favieros que yo no conozca?

– Entonces, háblame de su empresa off-shore, porque tengo la sensación de que algo huele mal.

Sotirópulos estalla en repentinas y sonoras carcajadas.

– No has descubierto nada, comisario. De lo contrario, no soportarías el hedor. Favieros estaba metido en todos los chanchullos habidos y por haber. Los concursos de obras públicas a los que se presentaba estaban todos amañados en su favor. Si en alguna ocasión descubría a posteriori que una obra le interesaba, el ministerio invalidaba la adjudicación ya realizada pretextando el incumplimiento de alguna formalidad y repetía el concurso, para que pudiera participar la empresa de Favieros. Cuando le interesaba presentarse a concursos internacionales, el gobierno ejercía presión para conseguirle lo que deseaba. Tenía cuentas en todos los bancos, y ellos no sólo no le ponían las cosas difíciles sino que le concedían nuevos préstamos sin aval. Bastaba una llamada telefónica para que girasen letras de cambio a su cargo por cualquier importe.

– ¿Es cierto que mantenía relaciones estrechas con algunos ministros?

– ¿Estrechas? Cada día, de lunes a sábado, almorzaba con un ministro, y los domingos, con el gabinete completo.

– Decía que eran amigos de la época de la dictadura.

– ¿Cuál es la diferencia entre la Grecia anterior a la dictadura y la posterior a la junta?

– ¡Que antes éramos un reino y ahora una república!

– Te equivocas. Antes de la dictadura, cuando te preguntaban dónde habías conocido a algún miembro del gobierno, decías «en la mili; hicimos juntos el servicio militar». Después de la dictadura, dices «en los calabozos de la policía; estuvimos juntos en la resistencia». El conocido de la mili garantizaba, como mucho, un empleo en la administración pública. E1 conocido de la resistencia te hace millonario en menos de cinco años.

– Si es así, me cuesta aún más comprender por qué fundó una empresa off-shore para sus negocios inmobiliarios.

– ¿Negocios inmobiliarios? -repite, como si no me hubiera oído bien.

– Sí. Una red de agencias inmobiliarias que se extiende por todo Grecia y el área de los Balcanes.

– ¿Estás seguro de que no son invenciones de su biógrafo? -pregunta Sotirópulos.

– La empresa off-shore se llama Balkan Prospect, tiene sus oficinas en la zona Paraíso de Marusi y la dirige una tal Koralía Yanneli.

– Me pillas con el culo al aire. Es la primera vez que oigo hablar de esto.

– Al final resultará que sí he descubierto algo referente a Favieros -comento con ironía.

Adopta el semblante de alguien que está repasando su agenda mental para localizar a la persona adecuada.

– Espera, pronto lo sabremos -dice. Saca el móvil y marca un número con agilidad de pianista-. Stazis, soy Sotirópulos. Oye, ¿te suena de algo el nombre de Koralía Yanneli? -Al parecer la respuesta es negativa, porque pasa a la siguiente pregunta-: ¿Y una agencia inmobiliaria llamada Balkan Prospect? Exacto, pertenecía a Favieros… Bien… Escucha, te voy a enviar a un policía amigo mío, el comisario Costas Jaritos, que quiere enterarse de algunas cosas. ¿De acuerdo?

Cuelga el teléfono y se vuelve hacia mí.

– Ése era Stazis Jorafás, el agente que me vendió el piso. Desde entonces somos amigos. Ve a verlo, te contará todo lo que sabe. Tiene su despacho en el número 25 de Karneadu, en Kolonaki.

Le prometo que estaremos en contacto y me marcho a entrevistarme con Jorafás. No tardo en llegar a Karneadu pero me paso media hora dando vueltas intentando encontrar aparcamiento en las dos manzanas que van de la calle Herodoto a la calle Plutarco. Al final, dejo el Mirafiori Herodoto arriba, cerca de Dexamení.

Las oficinas de la agencia inmobiliaria de Jorafás están en un viejo bloque de pisos de lujo de la década de los cincuenta, uno de aquellos que se construyeron justo después de la guerra civil, cuando el progreso económico se consideraba sinónimo de expansión urbanística. Jorafás es un hombre bien vestido de unos cuarenta y cinco años. Me hace pasar a su despacho, le indica a su secretaria que no nos interrumpa y cierra la puerta.

Entro directamente en materia:

– El señor Sotirópulos ya le habrá explicado…

– Sí -me interrumpe. Se inclina por encima de su escritorio y acerca su cara a la mía, mientras sus ojos controlan la puerta-. Lo que voy a confiarle no debe salir de esta habitación, señor comisario -susurra-. Si lo ha de utilizar, no revele quién se lo ha contado.

– No se preocupe. Además…

Tampoco ahora me deja continuar.

– Escuche. Gozo de cierta reputación en el mundo inmobiliario y de una muy buena clientela. No me conviene enemistarme con un coloso como Balkan Prospect, del difunto Favieros.

– ¿Tan importante es esta Balkan Prospect? -Todavía no consigo entender qué beneficio sacaba un pez gordo como Favieros de una actividad empresarial de poca monta como el negocio inmobiliario-. La directora mencionó una red de agencias.

Jorafás sonríe. Parece haberse relajado un poco.

– Es correcto. Se trata de una red, aunque no la encontrará bajo el nombre de Balkan Prospect.

– ¿Por qué? ¿Hay otra empresa?

Se lo piensa antes de contestar y, al final, se decide a seguir adelante.

– La empresa de Favieros es nueva. Si no recuerdo mal, la fundó en 1995. Hace cinco años, hizo una entrada espectacular en el mundo de los negocios y empezó a comprar otras agencias, sin cambiar su nombre original. Actualmente, existe una red de agencias inmobiliarias que todavía llevan el nombre de su antiguo dueño, aunque son administradas por empleados de Balkan Prospect.

Los entresijos del sector inmobiliario representan un enigma para mí, y siento la necesidad de dejarlo claro:

– ¿Está diciendo que en la acera de enfrente puede haber una agencia «Georgios» o «Sotirios» mientras que, en realidad, pertenece a Balkan Prospect?

Jorafás suelta una risotada.

– Por suerte, no en la acera de enfrente. A Balkan Prospect no le interesa Kolonaki.

– ¿Qué le interesa?

– El área de Sepolia, la que se extiende a la izquierda de la avenida Ajarnón, pasada la estación de San Nicolás, o la de Llosia y Ano Llosia. Últimamente, también Oropós y Eleusina.

Me quedo mirándolo con cara de gilipollas, lo que no sorprende a Jorafás.

– ¿Lo encuentra extraño? Yo también -admite con una sonrisa.

– No entiendo por qué Favieros querría comprar agencias inmobiliarias en esos barrios de mala muerte. Con su dinero habría podido establecer una red en Psijikó, Kifisiá o Ekali.

– ¿Qué quiere que le diga? Una respuesta posible es que en estos barrios los negocios marchan bien y nadie quiere vender su agencia.

– Podría abrir la suya propia.

– Por lo visto no quería abrir la suya propia. Prefería permanecer en la sombra.

– ¿Por qué?

Jorafás se encoge de hombros.

– No tengo ni idea.

Quizá lo sepa y no quiera contármelo porque cree que ya ha ido demasiado lejos.

– ¿Podría facilitarme los nombres de algunas agencias inmobiliarias que pertenezcan a Balkan Prospect? -De nuevo percibo su incomodidad y advierto que se debate en la duda, por lo que añado-: Tiene mi palabra de que no lo nombraré. -Sigue mirándome, pensativo e incapaz de tomar una decisión-. El señor Sotirópulos le confirmará que yo no juego a dos bandas.

Como es lógico, la palabra de un cliente pesa más que la de un poli, y acaba convenciéndose. Saca un listín voluminoso del cajón de su escritorio y empieza a hojearlo. Se detiene en dos puntos distintos para anotar nombres y direcciones en un trozo de papel. Después cierra el listín y me tiende las anotaciones.

– Estoy seguro al cien por cien de que estas dos pertenecen a la empresa de Favieros. Una está en Sepolia, la otra, en Llosia.

Le doy las gracias y me levanto para irme. No tengo más preguntas que hacerle y, aunque las tuviera, él no contestaría. Ha llegado al límite de sus confidencias.

– Señor comisario -me llama cuando me dispongo a abrir la puerta-. Si quiere un consejo, no diga a estas agencias que está interesado en comprar o alquilar un piso.

– ¿Por qué no?

– Porque no le creerán. Los griegos ni compramos ni alquilamos pisos en estos barrios. La única manera de atraer su atención consiste en asegurarle que quiere vender.

Le agradezco la recomendación y salgo del despacho. Emprendo la subida de la calle Herodoto con sentimientos encontrados. Por un lado, estoy satisfecho porque mi olfato no me ha traicionado. Cuando uno funda una empresa off-shore y comienza a comprar a saco agencias inmobiliarias en áreas deprimidas, sin cambiar el nombre original de las oficinas, no cabe duda de que hay gato encerrado. Favieros no estaba tan loco como para tirar su dinero en agencias de barrios venidos a menos, donde el griego es una lengua extranjera. Por otro lado, esto pone en entredicho mi teoría de que fue el propio Favieros quien escribió su autobiografía. Si se trata, realmente, de un chanchullo, como sospecho, ¿por qué nos había de proporcionar pistas y mancillar su fama tras la muerte? Salvo que, por supuesto, considerase totalmente improbable que alguien se tomara la molestia de investigar su empresa off-shore.

El Mirafiori está aparcado a pleno sol. El asiento me recuerda la cazuela ardiente donde mi madre me sentaba para que se me pasara el estreñimiento. Al tocar el volante me abraso y lo suelto de golpe. El Mirafiori se desliza cuesta abajo sin control hacia el Toyota aparcado delante. ¡Verano de mierda!