175939.fb2 Testamento mortal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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12

– ¿Llegó a averiguar lo que hacía ella? -preguntó finalmente Brunetti.

– No hay mucho que entender, ¿no cree?

– ¿Qué quiere decir?

– Creo que utilizaba su piso como una especie de casa de seguridad para… Bien, para mujeres en peligro. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: A causa de sus novios o de sus maridos o, en el caso de esas mujeres del Este, por lo que sé, de los hombres que eran sus dueños.

– ¿Dueños? -preguntó Vianello.

– Usted es policía. Debería comprenderlo -dijo, sorprendiendo a ambos por el contundente tono de desafío. Luego prosiguió, en un tono más calmado-: ¿Qué otra cosa podían ser, salvo prostitutas? Esa mujer, Alessandra o Alexandra, no era italiana, apenas hablaba el idioma. Dudo que fuera la esposa de alguien. Pero sé que estaba asustada, aterrorizada de que quien le rompió la nariz volviera y terminara el trabajo. Probablemente por eso desapareció.

– ¿Puede recordar -empezó Brunetti- algo que le dijera su vecina en todo ese tiempo, desde que usted advirtió la presencia de esas mujeres en la casa, que sugiriese que ella se sentía en peligro?

Con una voz que revelaba esfuerzo por conservar la paciencia, respondió:

– Ya le dije, commissario, que Costanza era una persona muy reservada. Nunca se hubiera referido a algo así. No era su manera de ser, su estilo.

– ¿Ni siquiera como una broma? -la interrumpió Vianello.

– La gente no bromea con esas cosas -replicó tajantemente.

Brunetti era de una opinión enteramente distinta, pues tenía pruebas abundantes de la capacidad humana para bromear con cualquier cosa, por más terrible que fuera. Le parecía una defensa del todo legítima contra el horror inminente que podría afligirnos. En esto era un gran admirador de los británicos; por su humor irónico ante la muerte, aquel humor negro disparatado e insolente.

– Signora -dijo Brunetti en un tono que se proponía restaurar la tranquilidad-, ¿ha sacado usted sus propias conclusiones? -Antes de que ella pudiera replicar, añadió-: Le pregunto por su sensación o impresión general de lo que pudo haber ocurrido.

Por alguna razón, su pregunta la calmó visiblemente. Sus hombros perdieron rigidez.

– Hacía lo que ella creía justo y trataba de ayudar a esas pobres mujeres.

Levantó una mano, luego se volvió, abandonó la habitación y no tardó en regresar con una hojita de papel, el familiar recibo de una factura pagada en la oficina de correos. Se lo tendió a Brunetti y volvió a sentarse en el sofá.

– «Alba Libera», leyó, y se preguntó en qué estaría metida.

– Sí -dijo la signora Giusti levantando una mano como para apartar la trivialidad del nombre-. Probablemente quisieron un nombre que no llamara la atención.

– ¿Y quiénes son ellos? -inquirió Brunetti.

– Es una sociedad de apoyo a las mujeres. Como puede ver, sin afán de lucro -puntualizó, señalando las letras que seguían al nombre.

Brunetti refrenó su impulso de decir que aquellas letras no eran una garantía de probidad fiscal, pero en lugar de eso preguntó:

– ¿A qué se dedican?

– A lo que hacía Costanza. A ayudar a mujeres que huyen o que tratan de huir. Tienen una línea telefónica de auxilio. Y si creen que hay un peligro real, encuentran un lugar para que se alojen.

– Y entonces ¿qué? -preguntó el siempre práctico Vianello.

La signora Giusti no fue capaz de controlar la frialdad de la mirada con que acogió la pregunta.

– Hacerse cargo de ellas es un comienzo, ¿no cree? Tratan de encontrarles un lugar donde vivir en otra ciudad. Y un empleo. -Empezó a decir algo, se detuvo, y luego prosiguió-: A veces les ayudan a cambiar de nombre. Legalmente.

Brunetti asintió.

– ¿Cómo les da dinero la gente? ¿Cómo ha sabido usted de ellos?

Bajó la cabeza y fijó la atención en las manos.

– Abrí un correo de Costanza -dijo en voz baja-. Fue un error. A lo largo de los años nos acostumbramos a recogernos el correo del buzón de abajo. Sólo hay uno para los cuatro pisos. Ella y yo nos recogemos nuestras cartas para que no haya confusión con las de los otros pisos. O que las cojan los niños. Eso ha ocurrido algunas veces. Así que la primera de nosotras que llega, se hace cargo del correo -explicó, y Brunetti advirtió con qué facilidad había regresado al tiempo presente-. Yo pongo el suyo en el felpudo de su puerta y ella lo pone en la mesa junto a mi puerta. Pero una vez -hará uno o dos años- me traje uno de los sobres por equivocación y lo abrí junto con los míos. Dentro había un folleto y lo leí. Una cosa terrible. Al final había uno de esos cupones de pago -explicó, inclinándose hacia delante y tocando el recibo-. Y cuando lo miré, vi que su nombre figuraba en él. -Se detuvo y se miró las manos, componiendo el vivo retrato de una colegiala sorprendida en falta-. Y entonces vi que el sobre estaba a su nombre.

– ¿Y qué hizo usted? -preguntó Vianello.

– Esperé a que ella entrara, y cuando la oí, bajé, le di el sobre y le expliqué lo sucedido. Me dirigió una mirada extraña. No estoy segura de que me creyera; realmente no lo estoy. Pero sacó el folleto del sobre -yo lo devolví a su lugar para que pareciese que no lo había leído- y dije que si podía echarle un vistazo. -Miró alternativamente sus rostros-. Así que lo cogí, y luego mandé algo de dinero, y ahora lo hago aproximadamente cada seis meses. Dios sabe que lo necesitan.

– Comprendo -dijo Brunetti. De repente, le rugieron las tripas. Como sucede en tal situación, todos hicieron como que no habían oído. Se inclinó y sacó la cartera. Tomó una de sus tarjetas de visita y escribió en el dorso su número de telefonino-. Signora, éste es mi número particular. Si recuerda algo o sucede algo que usted crea que yo debería saber, haga el favor de llamarme.

Sin mirar la tarjeta, ella la dejó en el brazo del sofá y se puso en pie. Los acompañó a la puerta, les dio la mano, les deseó buenas tardes y cerró en cuanto salieron del piso.

– ¿Y bien? -preguntó Vianello cuando empezaban a bajar la escalera.

– Más pruebas de que la gente no se fía de nosotros.

– ¿De ti y de mí, o de la policía en general? -indagó Vianello, cuando llegaban al último tramo.

– De la policía -respondió Brunetti, y abrió la puerta del edificio. Ambos salieron a la luz del día-. Creo que ella se fiaba de ti y de mí. De lo contrario no nos hubiera hablado de esa cosa, de Alba Libera. -Luego, tras una pausa-: Un nombre tonto, ¿verdad?

Vianello se encogió de hombros.

– ¿Lo dices porque es petulante?

Brunetti asintió, y añadió:

– No más que Opus Dei, supongo.

Vianello se echó a reír y se pasó las manos por el cabello, como limpiándose de los acontecimientos de la mañana.

– Tomaré el 51 -dijo el inspector-. Es más rápido.

Por un momento, Brunetti quedó confuso, pero luego comprendió: Vianello no iba a acompañarlo de vuelta, hacia Rialto, donde el inspector podía tomar el Uno, que lo conduciría a Castello. Al igual que Brunetti, deseaba ir a casa a almorzar, y la embarcación que iba por detrás de la isla y paraba en Celestia era la manera más rápida de llegar.

– Pues hasta luego -se despidió Brunetti, y se dirigió a casa.

Cuando sus pies tomaron la dirección adecuada, volvió su pensamiento a lo que acababa de oír. La calle Bernardo lo llevó al Campo San Polo, pero estaba ciego para todo y para todos los que iba dejando atrás. Trataba de representarse a la joven con el rostro ensangrentado acurrucada en el descansillo. No sólo trató de representársela, sino de imaginar lo que la llevó allí o dondequiera que pudiese haber ido después de que la signora Giusti la encontrara.

La existencia del hombre que había golpeado a la muchacha -Brunetti no albergaba duda alguna sobre el sexo del agresor- fue la primera prueba de que el deseo de la signora Altavilla de ayudar a la infortunada pudo haber conducido a algo distinto de la dulzura y la armonía. Ante esta idea y ante el reconocimiento del cinismo con que la había expresado, Brunetti emitió un involuntario gruñido, algo que hacía cuando lo sorprendían sus peores pensamientos.

Si el hijo estaba enterado de la entrada y salida de esas niñas y mujeres, eso podría explicar su nerviosismo. Podría haber prevenido a su madre en contra de acoger a esas mujeres en su casa. A Brunetti le costaba admitir que un hijo no advirtiera en ese sentido a su madre. Pero él vivía en Lerino, ella en Venecia, y de este modo él podía ejercer poco control efectivo sobre lo que ella hacía o no hacía, a quién recibía en su casa o a quién no.

Se halló frente a su propia casa y se detuvo allí como un juguete de cuerda que hubiera chocado contra una pared, pero persistiera en seguir adelante. Seguía preocupado por la historia de la signora Giusti acerca de las mujeres que entraban y salían del piso, y por el recuerdo del dottor Niccolini de pie junto a la puerta del depósito. Y como si fueran zumbidos en los oídos, sintió el sordo rumor de la necesidad de Patta de evitar en lo posible inquietar al público.

Alguien se le acercó por detrás y le dio las buenas lardes. Brunetti se volvió y saludó al signor Vordoni, que introdujo su llave en la cerradura y abrió la puerta, aguardando a que Brunetti lo precediera. Murmuró las gracias y entró, luego sujetó la puerta para que pasara el anciano, la cerró sin ruido tras él, e hizo como que rebuscaba en el buzón para dejar pasar el tiempo y no subir la escalera con él.

Como suponía, el buzón estaba vacío, pero durante el tiempo que dedicó a cerrarlo y a echar la llave, el signor Vordoni desapareció. Brunetti empezó a subir la escalera, reparando apenas en los olores de comida que lo saludaban en cada rellano.

Abrió la puerta de su casa, y ante un olor en el que se mezclaban notas de calabaza y pollo, redescubrió su interés por la comida y sus aromas.

En la cocina encontró a Paola a la mesa, enfrascada en una revista: uno de los hábitos que había desarrollado a lo largo de los años era leer la prensa en la cocina; los libros, en su estudio y en la cama.

– ¿Hay huelga en la universidad? -preguntó al tiempo que se inclinaba para besarla.

Ella se volvió mientras él hablaba, de modo que Brunetti acabó besándola en la oreja en lugar de hacerlo en lo alto de la cabeza. Ninguno de los dos se preocupó por eso.

– No. Sólo se presentó uno de mis estudiantes, así que suspendí la clase y me vine a casa.

Dejó que la revista se deslizara sobre la mesa, donde quedó abierta por el artículo que estaba leyendo. Brunetti le dirigió una mirada y vio lo que parecía una agitada nube blanca cubriendo la mitad superior de la página de la izquierda.

– ¿Qué es eso? -preguntó, cogiendo la revista y sosteniéndola a la distancia que ahora requería su vista.

Ella le pasó sus propias gafas de lectura.

– ¿Pollos?

Echó un vistazo más de cerca. Pollos.

Dejó caer la revista sobre la mesa y le devolvió las gafas.

– ¿De qué se trata?

– Es uno de esos terroríficos artículos, la clase de cosas que quisieras no haber empezado a leer, pero no puedes parar una vez has empezado. Sobre lo que hacen con ellos.

– ¿Pollos? ¿Pollos terroríficos? -preguntó, al tiempo que oía un chisporroteo en el horno, señal inequívoca de que algo se estaba asando dentro.

– Chiara lo trajo a casa y me dijo que lo leyera. -Paola apoyó la cabeza en la mano y preguntó-: ¿Crees que esto es otra señal de que han crecido más allá de tu control?

– ¿Qué?

– Cuando dejan de pedirte cosas para leer y empiezan a decirte que tú las leas.

– Podría ser -admitió, y se dirigió al frigorífico en busca de algo que le hiciera olvidar los terroríficos pollos. Al fondo vio unas botellas de Moët-. ¿De dónde ha salido este champán?

– De uno de mis alumnos.

– ¿De uno de tus alumnos?

– Sí. Hace pocos días superó su examen final y me mandó unas botellas.

– ¿Por qué?

– Supervisé su tesis. Era brillante, sobre el uso de la imaginería de la luz en las novelas tardías.

Alerta, Brunetti se dio cuenta de que era un momento crucial. Si no actuaba inmediatamente, iba a enfrentarse a un período de tiempo por determinar escuchando lo que había escrito un estudiante, bajo la dirección de su señora esposa, sobre el uso de la imaginería de la luz en las novelas tardías de Henry James. Considerando el hecho de que recientemente había soportado una reunión con el vicequestore Giuseppe Patta, y que el día anterior sólo almorzó tres tramezzini -uno robado-, decidió que no había tiempo que perder.

– ¿Cuántas botellas te ha enviado? -preguntó, en una maniobra dilatoria.

– Unas cajas.

– ¿Qué?

– Unas cajas. Tres o cuatro, no me acuerdo.

Eso, Brunetti lo sabía, era consecuencia de haber nacido en una familia noble que no solamente poseía alcurnia sino una gran fortuna: uno pierde la cuenta de las cajas de Moët que un estudiante le manda.

– Un soborno -declaró con su poco lograda voz de polizonte.

– ¿Qué?

– Un soborno. Me extraña que lo hayas aceptado. Espero que no le des una calificación alta a esa tesis.

– Todo lo alta que pueda. Era brillante.

Brunetti sepultó el rostro entre sus manos y gimió. Luego sacó una de las botellas y tomó dos copas del armario. Las puso en la mesa, haciendo mucho ruido al colocarlas, y luego dirigió su atención a la botella, cuyo papel dorado rasgó. Apuntó con el corcho al rincón más lejano y lo disparó. El estampido resonó en toda la casa y le reconfortó el corazón.

Había movido demasiado la botella, y el champán produjo una espuma que se derramó sobre su mano. Se apresuró a llenar la primera copa, que se desbordó, y luego la segunda, con la que ocurrió lo mismo. Dos charquitos se extendieron en torno a las copas.

– Rápido, rápido -dijo, tendiéndole a ella una copa.

No dijo nada más, hizo chocar su copa contra la de ella, pronunció el «cin, cin» y bebió un buen trago. «Ah», exclamó, en paz con el mundo una vez más. Con otro trago, vació la copa.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Paola, y luego tomó su copa y bebió un sorbo-. ¿Qué estás haciendo?

– Destruir pruebas.

– Oh, eres bobo, Guido -dijo, pero se rió y las burbujas se le subieron a la nariz y la hicieron toser.

El almuerzo, quizá por las burbujas, por la risa o por alguna combinación de ambas, fue agradable y placentero. Chiara pareció satisfecha cuando su madre le aseguró que el pollo era de granja, un pollo biológico que había llevado una vida sana y feliz. Brunetti, un hombre dedicado a mantener la paz, fue consecuente y no preguntó cómo podía uno afirmar que un pollo había sido feliz.

Chiara, por supuesto, no comió pollo, pero sus principios vegetarianos se vieron suficientemente satisfechos por las seguridades que le dio su madre de que el estilo de vida de los pollos no justificaba que ella provocara a los demás miembros de la familia con sus comentarios sobre el acto absolutamente repulsivo en que estaban incurriendo al comer el pollo en cuestión. Su hermano Raffi, indiferente a la felicidad del pollo, sólo se preocupaba por su sabor.

Más tarde, cuando pasaron a la sala de estar a tomar café, Brunetti, profundamente aliviado porque nadie le había preguntado por la signora Altavilla, preguntó:

– ¿Qué hacen con esos pollos?

– No con el que hemos comido. Espero que lo entiendas -advirtió Paola.

– Entonces, ¿no era mentira?

– ¿El qué?

– ¿Que era un pollo biológico?

– No, claro que no -negó Paola, no indignada pero quizá a punto de estarlo si la provocaban.

– ¿Por qué?

– Porque a los otros los llenan de hormonas, productos químicos y antibióticos, y sabe Dios qué, y si contraigo un cáncer quiero que sea porque bebo demasiado vino tinto o como demasiada mantequilla, no porque como demasiada carne industrial.

– ¿De veras crees eso? -preguntó él, curioso, no escéptico.

– Cuanto más leo -empezó a decir, volviéndose en el sofá para ponerse de cara a Brunetti-, más creo que gran parte de lo que comemos está contaminado en alguna medida. -Antes de que él pudiera hacer un comentario, Paola lo hizo por él-: Sí, Chiara se pasa un poco en este asunto, pero en el fondo tiene razón.

Brunetti cerró los ojos y se deslizó en el sofá.

– Es agotador preocuparse siempre de esas cosas.

– Sí, lo es. Pero al menos vivimos en el norte, así que corremos menos peligro.

– ¿Peligro?

– Si lees los artículos te enteras de lo que están haciendo por allí abajo.

Brunetti miró a un lado y la vio coger sus gafas y, como si al parecer desistiera de hablar de aquellas cosas justo después del almuerzo, volvió a fijar su atención en el libro que había traído de su estudio.

Él se sentó de nuevo y se concentró en su propio libro, los Anales, de Tácito, que llevaba sin leer al menos veinte años. Y que ahora leía con la atención de un hombre de una generación mayor. El salvajismo de gran parte de lo que describía Tácito parecía adecuarse a los tiempos en que a Brunetti le había tocado vivir. El gobierno hundido en la corrupción, el poder concentrado en manos de un solo hombre, el gusto y la moral públicos viciados hasta más allá de lo imaginable: qué familiar sonaba todo eso.

Sus ojos se encontraron con esta frase: «El fraude, atacado repetidamente por la legislación, revivía ingeniosamente tras cada sucesiva contramedida.» Volvió a colocar el punto de lectura y cerró el libro. Decidió que no volvería al trabajo aquella tarde, y que, en cambio, se saltaría su deber y daría un largo paseo en compañía de su señora esposa.