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Recuerdo muy bien el día anterior -mejor dicho, la tarde anterior- a que todo empezara.
Había llegado a la oficina hacía un cuarto de hora y no tenía ninguna intención de ponerme a trabajar. Ya le había echado un vistazo al correo electrónico, a la correspondencia, había ordenado algunas de las cartas traspapeladas y realizado un par de llamadas inútiles. En definitiva, había agotado todos los pretextos y había encendido un cigarrillo.
Ahora disfruto tranquilamente del cigarrillo y después ya empezaré.
Cuando acabe el cigarrillo ya encontraré cualquier otra cosa que hacer. Tal vez salga si me acuerdo de que tengo que ir a la librería Feltrinelli a recoger un libro, algo que he ido postergando.
Mientras fumaba sonó el teléfono. Era la línea interna, mi secretaria desde la recepción.
Había un señor que no tenía cita, pero decía que era urgente.
Casi nadie tiene cita nunca. La gente va a ver al abogado penalista cuando tiene problemas serios y urgentes, o cuando está convencida de que los tiene. Lo que es, obviamente, lo mismo.
De todas maneras mi despacho funcionaba así: mi secretaria me llamaba, en presencia del señor o de la señora que tenía necesidad urgente de hablar con el abogado. Si estaba ocupado -por ejemplo con otro cliente- les hacía esperar hasta que no hubiera terminado.
Si no estaba ocupado, como aquella tarde, les hacía esperar igual.
Que quede claro que en esta oficina se trabaja, y le atiendo sólo porque se trata de un caso urgente.
Le dije a María Teresa que le comunicara al señor que lo atendería al cabo de diez minutos, pero que no podría dedicarle mucho tiempo porque a continuación tenía una reunión importante.
Los abogados -piensa la gente- a menudo tienen reuniones importantes.
Transcurridos diez minutos entró el señor. Tenía el pelo largo y negro, la barba larga y negra y los ojos abiertos de par en par. Se sentó y se apoyó en la mesa, acercándose hacia mí.
Por unos instantes estuve seguro de que diría: «Acabo de matar a mi mujer y a mi suegra. Están abajo en el coche, en el maletero. Por suerte tengo un coche familiar. Abogado, ¿qué debemos hacer ahora?»
No dijo eso. Tenía una caravana en la que cocinaba salchichas y hamburguesas. Los inspectores sanitarios se la habían confiscado porque las condiciones higiénicas eran más o menos las de las alcantarillas de Benarés.
El barbudo quería que le devolvieran su caravana. Sabía que yo era un buen abogado porque se lo había dicho un amigo suyo que era cliente mío. Con una especie de sonrisa asquerosa de complicidad pronunció el nombre de un traficante para quien yo había conseguido pactar una condena vergonzosamente reducida.
Le pedí un anticipo desproporcionado y él se sacó del bolsillo de los pantalones un fajo de billetes de cien y de cincuenta.
No me dé los que están manchados con mayonesa, por favor, pensé resignado.
Él contó con el índice y el pulgar la cantidad que le había pedido. Me dejó la copia del decomiso y todos los demás papeles. No, no quería un recibo, y para qué me sirve, abogado. Otra sonrisa de complicidad. Lógico, entre nosotros, evasores fiscales, nos comprendemos.
Tiempo atrás mi trabajo me gustaba bastante. Ahora, por el contrario, me producía una vaga sensación de náusea. Y cuando encontraba tipos como el vendedor de hamburguesas la náusea aumentaba.
Pensé que me merecía una cena con las salchichas del señor
Rasputín para luego acabar en urgencias. Allí habría encontrado esperándome al doctor Carrassi.
El doctor Carrassi, ayudante del jefe de urgencias, había dejado morir de peritonitis a una chica de veintiún años, diciendo que eran dolores menstruales.
Su abogado -yo- había logrado su absolución sin hacerle perder ni un solo día de trabajo, ni una lira de sueldo. No había sido un juicio difícil. La fiscal era una idiota y el abogado de la acusación particular un analfabeto terminal.
Carrassi, cuando fue absuelto, me abrazó. Tenía el aliento pesado, estaba acalorado y pensaba que se había hecho justicia.
Al salir de la sala evité la mirada de los padres de la chica.
El barbudo se fue y yo, ahogando la náusea, preparé el recurso contra la confiscación de su valioso restaurante móvil.
Luego fui a casa.
El viernes por la tarde normalmente íbamos al cine y luego a cenar, siempre con el mismo grupo de amigos.
Nunca participaba en la elección del cine y del restaurante. Hacía lo que decidían Sara y los demás y pasaba la velada aletargado, esperando que terminara. Era distinto sólo cuando la película en cuestión me interesaba de verdad, pero eso era cada vez menos frecuente.
Aquel viernes, al volver a casa, Sara ya estaba lista para salir. Dije que necesitaba por lo menos un cuarto de hora, el tiempo para ducharme y cambiarme.
Ah, ella salía con sus amigos. ¿Qué amigos? Los del curso de fotografía. Me lo podía haber dicho antes, y yo me habría organizado. Ya me lo había dicho ayer y no podía hacer nada si yo no la escuchaba cuando hablaba. Bueno, de acuerdo, no hacía falta enfadarse, intentaría hacer algo por mi cuenta si me daba tiempo. No, no tenía intención alguna de que se sintiera culpable, sólo quería decir exactamente lo que había dicho. De acuerdo, era mejor zanjar la discusión.
Ella salió y yo me quedé en casa. Pensé en llamar a los amigos de siempre y salir con ellos. Después me pareció absurdamente difícil explicar por qué no venía Sara, y adónde había ido, y pensé que me mirarían como a un bicho raro y, finalmente, lo dejé correr.
Intenté llamar a una amiga con la que me veía -a escondidas- en aquella época, pero ella me dijo en voz baja desde el móvil que estaba con su novio. ¿Qué podía esperar un viernes? Me sentí incómodo y entonces decidí que alquilaría un buen film policiaco, sacaría de la nevera una pizza congelada, una cerveza grande, fría, y de una manera u otra aquel viernes habría pasado.
Alquilé Black Rain, aunque la había visto dos veces. La vi por tercera vez y todavía me gustó. Me comí la pizza, me bebí toda la cerveza. Luego bebí un whisky y me fumé varios cigarrillos. Miré varios canales y descubrí que en las televisiones locales habían vuelto a poner películas porno. Esto me hizo darme cuenta de que ya era la una pasada, así que me fui a dormir.
No sé a qué hora me dormí y no sé cuándo regresó Sara, porque no la oí volver.
A la mañana siguiente me desperté cuando ella ya se había levantado. Entré en la cocina con cara de sueño, y ella, sin decir nada, me sirvió una taza de café americano. El café americano, abundante, siempre nos había gustado a los dos.
Bebí dos sorbos y estaba a punto de preguntarle a qué hora había regresado la noche anterior cuando me dijo que quería la separación.
Lo dijo así, simplemente: «Guido, quiero que nos separemos».
Tras muchos segundos de silencio ensordecedor me vi abocado a la pregunta más banal.
¿Por qué?
Me dijo el porqué. Estuvo tranquila e implacable. Quizá yo pensaba que no se había dado cuenta de cómo había transcurrido mi vida por lo menos en los últimos, digamos, dos años. Pero ella sí se había dado cuenta y no le había gustado. Lo que la había humillado más no era mi infidelidad -aquella palabra me golpeó el rostro como un escupitajo- sino el hecho de que le hubiera faltado realmente al respeto tratándola como a una estúpida. Ella no sabía si yo siempre había sido así o si había ido cambiando. No sabía qué hipótesis prefería y tal vez tampoco le importaba mucho.
Me estaba diciendo que me había convertido en un hombre mediocre o que acaso siempre lo había sido. Y ella no tenía ganas de vivir con un hombre mediocre. Ya no.
Como un verdadero hombre mediocre, no encontré nada mejor que preguntarle si había otro. Contestó sencillamente que no y que, además, desde aquel instante, eso ya no era asunto de mi incumbencia.
Correcto.
La conversación no se alargó mucho y diez días más tarde estaba fuera de casa.
Así que me echaron -civilizadamente- de casa y mi vida cambió. No mejoró, si bien no me di cuenta enseguida.
Durante los primeros meses tuve incluso una sensación de alivio y un sentimiento casi de gratitud hacia Sara. Por el valor que había tenido y que a mí siempre me había faltado.
En definitiva, me había sacado las castañas del fuego, como se suele decir.
Había pensado muchas veces que aquella situación no podía durar y que debía hacer alguna cosa. Tenía que tomar la iniciativa, encontrar una solución, hablarle honestamente. Hacer algo.
Pero como era un cobarde no había hecho nada, aparte de aprovechar las ocasiones clandestinas que se me habían presentado.
En realidad, si pensaba en ello, las cosas que había dicho aquella mañana me quemaban. Me había tratado de mediocre y de pequeño cobarde y yo lo había encajado sin reaccionar.
Además, en los días posteriores a aquel sábado, cuando ya había ido a vivir a mi nueva casa, pensé en más de una ocasión en lo que podría haber contestado, en definitiva, para mantener un mínimo de dignidad.
Me acudían a la mente frases del tipo: «No quiero negar mi responsabilidad, pero recuerda que toda la culpa nunca es de una sola parte». Y cosas parecidas.
Afortunadamente esto sucedió sólo al cabo de pocos días, para ser preciso. Aquel sábado por la mañana permanecí en silencio y, como mínimo, evité hacer el ridículo.
Al cabo de poco tiempo lo fui dejando y dentro sólo me quedaba alguna punzada. Cuando pensaba dónde podía estar Sara en aquel momento, en lo que estaba haciendo y con quién se encontraba.
Era muy hábil para anestesiar aquellas punzadas y hacerlas desaparecer rápidamente. Las enviaba de nuevo hacia dentro, allá de donde habían venido, incluso más adentro, más escondidas.
Durante algunos meses llevé una vida sin orden, de soltero recién estrenado. Lo que se dice vida brillante.
Me relacionaba con compañías improbables, participando en fiestas insulsas, bebiendo más de la cuenta, fumando demasiado, etcétera.
Salía todas las noches. Quedarme solo en casa era una idea insoportable.
Tuve algunas amigas, naturalmente.
No me acuerdo de ninguna conversación mantenida con ninguna de aquellas chicas.
En medio de todo este lío, se realizó la audiencia para la separación de mutuo acuerdo. No hubo problemas. Sara se había quedado la casa, que era suya. Yo había intentado mantener una actitud digna, renunciando a llevarme los muebles, los electrodomésticos, o sea, cualquier cosa que no fueran mis libros, y tampoco todos.
Nos encontramos en la antesala del presidente del tribunal que se ocupaba de las separaciones. Era la primera vez que la veía desde que me había ido de casa. Se había cortado el pelo, estaba un poco morena y yo me pregunté dónde podía haberse puesto morena y con quién había ido a tomar el sol.
No fue un pensamiento agradable.
Antes que pudiera abrir la boca, ella se me acercó y me besó ligeramente en la mejilla. Esto, más que cualquier otra cosa, me dio la sensación de lo irremediable. Con treinta y ocho años recién cumplidos estaba descubriendo por primera vez que las cosas se acaban de verdad.
El presidente intentó que nos reconciliáramos, tal como mandaba la ley. Nosotros fuimos muy educados y civilizados. Habló -poco- sólo ella. Lo habíamos decidido, dijo. Era un paso que dábamos con respeto mutuo, serenamente.
Yo permanecía callado, asentía y, en aquella película, me sentía el actor secundario. Todo acabó muy deprisa, teniendo en cuenta que no había problemas de dinero, de casas, de niños.
Cuando salimos del despacho del juez, de nuevo ella me dio un beso, esta vez casi en la comisura de los labios. «Adiós», dijo.
«Adiós», dije, cuando ella ya se había girado y ya se alejaba.
«Adiós», dije de nuevo a la nada, después de fumarme un cigarrillo apoyado en la pared.
Me fui cuando me di cuenta de las miradas de los empleados que circulaban por allí.
Fuera era primavera.
La primavera se transformó rápidamente en verano, pero los días transcurrían siempre todos iguales.
También las noches eran todas iguales. Oscuras.
Hasta una mañana de junio.
Estaba en el ascensor, de regreso del tribunal, y subía hacia mi estudio, en el octavo piso, cuando, de repente y sin razón alguna, me asaltó el pánico.
Cuando salí del ascensor, permanecí en el rellano durante un tiempo indefinido, con la respiración jadeante, sudores fríos, náuseas, la mirada fija en un extintor. Y un miedo terrible.
– ¿Se encuentra bien, abogado?
El tono del señor Strisciuglio, empleado de hacienda jubilado, inquilino del otro apartamento del piso, mostraba perplejidad, era de preocupación.
– Estoy bien, gracias. Tengo un poco de dolor de cabeza, pero no creo que sea un problema. ¿Y usted cómo está?
No es verdad. Dije que había tenido un ligero mareo, pero que ahora ya me encontraba bien, gracias, buenos días.
Evidentemente no todo funcionaba, como iba a comprender incluso demasiado bien en los días y los meses sucesivos.
En primer lugar, al no saber lo que me había ocurrido aquella mañana en el ascensor, empecé a estar obsesionado por la idea de que pudiera ocurrir de nuevo.
Así que dejé de tomar el ascensor. Fue una elección estúpida, que contribuyó a empeorar las cosas.
Al cabo de algunos días, en lugar de estar mejor, empecé a temer que el pánico pudiera asaltarme por todas partes y a cualquier hora.
Cuando me hube preocupado bastante logré provocarme un nuevo ataque, esta vez por la calle. Fue menos violento que el primero, pero los efectos, en los días sucesivos, fueron todavía más devastadores.
Como mínimo durante un mes viví con el terror constante de ser golpeado de nuevo por el pánico. Resulta cómico, si lo pienso ahora. Vivía con el miedo de ser asaltado por el miedo.
Pensaba que cuando me ocurriera de nuevo, podría volverme loco y eventualmente también morir. Morir loco.
Esto me hizo recordar, con una desazón supersticiosa, un hecho acontecido hacía muchos años.
Estaba en la universidad y había recibido una carta, escrita en un papel cuadriculado con una grafía redonda y casi infantil.
Querido amigo, después de haber leído esta carta haz diez copias a mano y envíalas a diez amigos. Ésta es la verdadera cadena de San Antonio: si la continúas, en tu vida entrarán la fortuna, el dinero, el amor, la serenidad y la alegría; si la interrumpes, podrán acaecerte desventuras horribles. Una joven esposa que desde hacía dos años deseaba un hijo sin lograr quedarse embarazada copió la carta y la mandó a diez amigos. Tres días más tarde supo que estaba esperando. Un humilde empleado de correos copió la carta, la mandó a diez amigos y parientes y una semana más tarde ganó una gran cantidad de dinero en el juego de la primitiva.
Un profesor de instituto, en cambio, recibió esta carta, se rió de ella y la hizo pedazos. Al cabo de poco tiempo tuvo un accidente, se rompió una pierna y además fue desahuciado de casa.
Un ama de casa recibió la carta y decidió no romper la cadena. Sin embargo extravió la carta y, de hecho, interrumpió la cadena. Enfermó de meningitis a los pocos días y, a pesar de curarse, quedó inválida toda su vida.
Un médico, al recibir la carta, la rompió diciendo, en tono desafiante, que no había que creer en aquellas supersticiones.
Pasados varios meses fue despedido de la clínica en la que trabajaba, fue abandonado por su mujer, enfermó y finalmente murió enloquecido.
¡No hay que interrumpir la cadena!
Leí la carta a mis amigos, que la encontraron hilarante. Cuando hubieron acabado con las risas me preguntaron si pensaba destrozarla y morir enloquecido. O ponerme pacientemente a hacer las diez copias con bella caligrafía, lo cual no habrían dejado de recordarme -con poca elegancia, pienso- al menos durante los siguientes diez años.
Esto me puso de los nervios, pensé que no habrían sido tan ocurrentes si la carta les hubiera llegado a ellos y dije que obviamente la rompería. Ellos pretendieron que lo hiciera delante suyo. Insinuaron que podía cambiar de idea y, alejado de ojos indiscretos, hacer las famosas diez copias, etcétera.
En definitiva, me vi obligado a romperla en pedazos y, cuando hube acabado, el más gracioso de los tres dijo que no tenía por qué preocuparme: en el momento oportuno ellos se ocuparían de que me ingresaran en un manicomio acogedor.
Más o menos dieciocho años después me había encontrado pensando -seriamente- que la profecía se estaba cumpliendo.
En cualquier caso, el miedo a sufrir un nuevo ataque de pánico y a enloquecer no eran mi único problema.
Empecé a padecer insomnio. Pasaba las noches casi completamente en blanco, conciliando el sueño sólo poco antes del alba.
Pocas veces me dormía en horarios más normales. En estas ocasiones, sin embargo, me despertaba inexorablemente dos horas después y no podía quedarme en la cama. Si lo intentaba, me asaltaban pensamientos muy tristes, insoportables. Sobre cómo había malgastado mi vida, sobre mi infancia. Y sobre Sara.
Entonces me veía obligado a levantarme y vagaba por mi apartamento. Fumaba, bebía, miraba la televisión, encendía el móvil con la esperanza absurda de que alguien me llamara a altas horas de la noche.
Empecé a preocuparme de que la gente se diera cuenta de mi situación.
Sobre todo empecé a preocuparme de poder perder el control y pasé todo el verano de esa guisa.
Cuando llegó agosto no encontré a nadie que quisiera viajar conmigo -en realidad no lo busqué- y no tuve el valor de irme solo. Así que vagabundeé, encontrando alojamiento en las casas y los trulli <strong>[1]</strong> de los amigos, en el mar o en el campo. ¡No creo haberme ganado muchas simpatías durante estos vagabundeos!
La gente me preguntaba si estaba un poco deprimido y yo contestaba que sí, un poco, y normalmente la conversación no se alargaba mucho. A los pocos días comprendía que era el momento de hacer las maletas y encontrar otro refugio, buscando con ahínco evitar el regreso a la ciudad.
En septiembre, viendo que las cosas no mejoraban y, en particular, que ya no soportaba pasar las noches en blanco, fui a ver a mi médico, que además era amigo mío. Necesitaba alguna cosa para dormir.
Él me visitó, me hizo hablar de mis síntomas, me tomó la presión, me miró los ojos con una lamparita, me hizo hacer unos ejercicios un poco dementes de equilibrio y al final dijo que sería mejor si me visitaba un especialista.
– ¿Qué quieres decir, perdona? ¿Qué especialista?
– Bueno, un especialista en estos problemas.
– ¿Qué problemas? Dame algo para dormir y acabemos de una vez.
– Guido, la situación es un poco más compleja. Tienes un aspecto muy cansado. No me gusta el modo en que miras a tu alrededor. No me gusta cómo te mueves, no me gusta cómo respiras. He de decírtelo: tú no estás bien. Has de ir a visitar a un especialista.
– Querrás decir un…
Tenía la boca seca. Pensamientos inconexos me pasaban por la cabeza. Tal vez quiere decir que he de ir a visitar a un internista. O a un homeópata. Un masoterapeuta. También a un ayurvédico.
Ah, de acuerdo, si tengo que ir a un internista, masoterapeuta, ayurvédico, homeópata y a tomar por el culo, no hay problema, voy. Yo no me privo de mis tratamientos.
Yo no tengo miedo, porque… ¿UN PSIQUIATRA? ¿Has dicho un psiquiatra?
Tenía ganas de llorar. Me había vuelto loco, ahora hasta lo decía un médico. La profecía se estaba cumpliendo.
Le dije que de acuerdo, que por ahora podía darme un maldito somnífero, y luego ya pensaría qué hacer. Que sí, de acuerdo, no tenía intención alguna de infravalorar el problema, nos vemos, no, no, no es necesario que me recomiendes a uno -boca muy seca- a uno de ésos. Te llamo y me lo dices.
Me alejé de allí, evitando tomar el ascensor.
Mi médico había aceptado recetarme algo para dormir y con aquellas píldoras pareció que la situación mejoraba un poco.
El humor era siempre gris ratón, pero como mínimo no me arrastraba destruido por el insomnio, como un espectro.
En cualquier caso, mi productividad en el trabajo y mi fiabilidad profesional estaban peligrosamente por debajo del nivel de alerta. Había varias personas cuya libertad dependía de mi trabajo y de mi concentración. Supongo que habrían encontrado interesante descubrir que pasaba las tardes hojeando distraídamente sus expedientes, que no me importaban un pito ni ellos ni el contenido de aquellos expedientes, que el resultado de los procesos dependía básicamente del azar y que, en definitiva, su destino estaba en manos de un irresponsable psíquicamente perturbado.
Cuando estaba obligado a despachar con alguien, la situación era surrealista.
Los clientes hablaban, yo no oía ni una sola palabra, pero asentía. Ellos seguían hablando, tranquilizados. Al final les estrechaba la mano con una sonrisa de comprensión.
Parecían apreciar que el abogado les hubiera dejado desahogarse así, sin interrumpirles, y que, evidentemente, hubiera comprendido sus problemas y sus exigencias.
Era una buena persona, fue el comentario que le hizo a mi secretaria una jubilada que quería querellarse contra el vecino porque le ponía notas obscenas en el buzón. No parecía ni siquiera un abogado, dijo. Era verdad.
Ellos estaban contentos y yo, en el mejor de los casos, sólo tenía una vaga idea del problema. Juntos nos dirigíamos hacia la catástrofe.
Fue en esta fase -después de haber conseguido dormir durante alguna noche- cuando ocurrió algo nuevo. Me empezaron a dar ataques de llanto. Al principio me ocurría en casa, por la noche, recién llegado, o por la mañana cuando me despertaba. Luego, fuera de casa. Caminaba por la calle, mis pensamientos se alejaban sin control y rompía a llorar. Conseguía controlar la situación, a pesar de todo, tanto en casa como en especial por la calle, pero cada vez me resultaba un poco más difícil. Me concentraba en mis zapatos o en las matrículas de los coches y principalmente evitaba mirar a la cara a los transeúntes, quienes -estaba convencido del todo- se habrían dado cuenta de lo que me estaba ocurriendo.
Al final me pasó en mi despacho. Era una tarde y hablaba de algo con mi secretaria cuando noté cómo llegaban las lágrimas y una sensación dolorosa en la garganta.
Empecé a contemplar obtusamente una pequeña mancha de humedad de la pared y al mismo tiempo respondía con movimientos de cabeza, atemorizado por si María Teresa descubría lo que estaba ocurriendo.
Efectivamente, lo comprendió muy bien, de repente se acordó de que tenía que hacer unas fotocopias y con mucho garbo salió de la habitación.
Pasaron apenas unos segundos y empecé a llorar y no me detuve tan fácilmente.
Pensé que no valía la pena esperar a que el fenómeno se repitiera, por ejemplo, durante un juicio.
Al día siguiente llamé a mi médico y le pedí el nombre de aquel especialista.
El psiquiatra era alto, macizo, imponente, con la barba y las manos como palas. Me lo imaginé mientras inmovilizaba a tortazos a un loco furioso y le ponía la camisa de fuerza.
Fue bastante amable, teniendo en cuenta la barba y la mole. Me lo hizo contar todo y asentía. Esto me pareció tranquilizador. Después pensé que también yo asentía cuando hablaban los clientes y me sentí menos tranquilo.
Y dijo que sufría de una forma especial de trastorno de adaptación. La separación había funcionado en mi psique como una bomba de relojería y llegado a un determinado punto se había producido un efecto de ruptura. O mejor, una serie de rupturas en cadena. No había obrado bien descuidando el problema durante tantos meses. Se había producido una degeneración del trastorno de adaptación, que corría el riesgo de transformarse en una depresión de gravedad media. Estas situaciones no debían ser subestimadas. No tenía que preocuparme, sin embargo, porque el hecho de haber acudido al psiquiatra constituía un signo positivo de autoconciencia y una premisa para la curación. Ciertamente era necesario un tratamiento farmacológico, pero en definitiva, en el plazo de algunos meses, decididamente la situación habría mejorado.
Pausa y mirada intensa. Debía de formar parte de la terapia.
Luego se puso a escribir, rellenando una página del recetario con nombres de ansiolíticos y antidepresivos.
Tenía que tomar aquellos potingues durante dos meses. Tenía que intentar distraerme. Tenía que evitar estar reflexionando sobre mí mismo. Tenía que intentar captar los aspectos positivos de las cosas evitando pensar que mi situación no tenía salida alguna.
Tenía que darle trescientas mil liras, de recibo ni hablar y nos vemos dentro de dos meses para el control.
Al saludarme, en la puerta, me desaconsejó que leyera los folletos explicativos de los medicamentos. Era un verdadero conocedor de la psique humana.
Busqué una farmacia alejada del centro, para no encontrarme con nadie. Quería evitar que delante de cualquiera de mis clientes, o de cualquier colega mío, el farmacéutico le gritara al dependiente en la trastienda frases del tipo: «Mira en el armario de los psicofármacos si tenemos el valium psiquiátrico extrafuerte para este señor».
Tras haber dado algunas vueltas en coche escogí una farmacia del barrio Japigia, en la periferia de la ciudad. La farmacéutica era una chica huesuda, de aspecto poco sociable, y le di la receta sin mirarla a la cara. Me sentía tan a gusto como un seminarista en un sex-shop.
La farmacéutica huesuda estaba preparando la cuenta cuando interpreté el papel que había preparado: «Como ya estoy aquí, cogeré una cosa para mí. ¿Tiene vitamina C efervescente?»
Me miró un segundo, sin decir nada. Conocía el guión. Luego me dio la vitamina C, junto con todo lo otro. Pagué y me largué como un ladrón.
Al llegar a casa, desempaqueté, abrí las cajas y leí los folletos explicativos de los medicamentos. Todos eran interesantes, pero mi atención fue atraída de manera hipnótica por los efectos colaterales del antidepresivo: el compuesto a base de Trankimazin.
La descripción empezaba con simples vértigos para pasar rápidamente a sequedad bucal, visión confusa, estipticidad, retención urinaria, temblores y alteración de la libido.
Pensé que de la alteración de la libido ya me había ocupado yo solo y seguí leyendo. Así descubrí que un número reducido de hombres que toman Trankimazin desarrolla erecciones prolongadas y dolorosas, es decir, lo que se llama priapismo.
Este problema podía incluso requerir una intervención quirúrgica de emergencia, la cual podía, a su vez, determinar una discapacidad sexual permanente.
El final, sin embargo, era tranquilizador: el riesgo de sobredosis mortales por consumo de Trankimazin era afortunadamente más bajo respecto al relacionado con el consumo de antidepresivos tricíclicos.
Acabada la lectura, empecé a meditar.
¿Qué se hace en el caso de una erección prolongada y dolorosa? ¿Se va al hospital aguantándosela con la mano? ¿Se usan calzoncillos muy cómodos? ¿Qué se le dice al doctor? ¿Cuál es la discapacidad sexual permanente?
Es más: ¿qué hace falta para una sobredosis mortal de Trankimazin? ¿Bastan dos píldoras? ¿Hay que tomarse la caja entera?
No hallé respuestas para aquellas preguntas, pero el compuesto acabó en el retrete junto con todos los demás medicamentos que me había recetado mi psiquiatra. Mi ex psiquiatra.
Vacié a conciencia todos los envases y tiré de la cadena. Luego tiré a la basura las cajas, los frascos, las ampollas y los folletos explicativos.
Cuando hube acabado me serví medio vaso abundante de whisky -evite el alcohol- y puse en el vídeo la cinta de Momentos de gloria. Una de las pocas que había traído conmigo.
Mientras empezaban a pasar las primeras imágenes, encendí un Marlboro -evite la nicotina, como mínimo por la noche- y, por primera vez después de mucho tiempo, me sentí casi de buen humor.
De joven había practicado el boxeo.
Me había llevado mi abuelo después de haberme visto llegar a casa con la cara hinchada por las bofetadas. Me las había dado un tipo más grande -y más malo- que yo.
Tenía catorce años, estaba delgadísimo, con la nariz roja y brillante por el acné, estudiaba cuarto en el ginnasio <strong>[2]</strong> y estaba convencido de que la felicidad no existía. Al menos, para mí.
El gimnasio estaba en un sótano húmedo, el maestro era un señor delgado de unos setenta años, los brazos todavía secos y musculosos, el rostro de Buster Keaton. Era amigo de mi abuelo.
Recuerdo perfectamente cuando entramos, después de haber bajado por una escalera estrecha y mal iluminada. Nadie hablaba y sólo se oían los pequeños ruidos sordos de los puñetazos contra el saco, los chasquidos de las cuerdas, el ritmo del punching ball. Había un olor que no soy capaz de describir, pero lo siento en la nariz, ahora que escribo, y me provoca escalofríos.
Que yo me ejercitara en el boxeo fue mucho tiempo un secreto para mi madre. Sólo lo supo cuando, con diecisiete años y medio, gané la medalla de plata en los campeonatos regionales juveniles, categoría welter.
El abuelo, sin embargo, no consiguió verme en aquel podio de conglomerado.
Tres meses antes estaba paseando por un pinar con su pastor alemán, cuando se detuvo y se sentó tranquilamente en un banco.
Un joven que estaba allí cerca dijo que poco después había apoyado la cabeza en el respaldo, de manera extraña, tras haber acariciado al perro.
Al perro tuvieron que matarlo los carabineros antes de poder acercarse al cuerpo de aquel señor e identificarlo como Guido Guerrieri, catedrático jubilado de historia de la filosofía medieval.
Mi abuelo.
Gané más medallas después de aquellos campeonatos regionales. También una de bronce en los campeonatos universitarios italianos, en la categoría de peso medio.
Nunca he tenido el puño pesado, pero había aprendido bien la técnica, era delgado y alto, con los brazos más largos que los de mi mismo peso.
Poco antes de licenciarme lo dejé, porque el boxeo sólo lo puedes practicar mucho tiempo si eres un campeón o si tienes alguna cosa que demostrar.
Yo no era un campeón y me parecía que ya había demostrado lo que tenía que demostrar.
Después de haber decidido prescindir de la psiquiatría moderna me preocupé de buscar algo, como alternativa. Pensé que tenía ganas de liarme a puñetazos.
Al pensarlo me di cuenta de que se había tratado de una de las pocas cosas reales de mi vida. El olor del cuero de los guantes, los golpes -darlos y recibirlos-, la ducha caliente después, cuando te dabas cuenta de que durante dos horas no había pasado por tu cabeza ni un solo pensamiento.
El miedo cuando ibas hacia el cuadrilátero, el miedo detrás de tus ojos inexpresivos, detrás de los ojos inexpresivos del otro. Saltar, golpear, intentar esquivar, encajar, pegar, brazos que no logras tener levantados en guardia por el cansancio, respirar por la boca, rogar para que se acabe porque ya no puedes más, querer golpear y no lograrlo -te lo parece-, pensar que no te importa nada ganar o perder pero que se acabe, pensar que tienes ganas de caerte en la lona y no lo haces y no sabes el porqué y qué es lo que todavía te mantiene de pie, y luego suena el gong y piensas que has perdido y no te importa nada, y luego el árbitro levanta tu brazo y comprendes que has ganado, y no existe nada más en aquel momento, nada más que aquel momento. Nadie te lo podrá quitar. Nunca más.
Busqué un gimnasio donde se practicara el boxeo. El viejo sótano de hacía veinticinco años ya no existía desde hacía tiempo. El maestro había fallecido. Consulté el listín telefónico y me di cuenta de que la ciudad estaba llena de gimnasios de artes marciales japoneses, tailandeses, coreanos, chinos, incluso vietnamitas. La elección era muy amplia: judo, jiu-jitsu, aikido, kárate, thai boxing, taekwondo, tai-chi, wing chun, kendo, viet vo dao.
El boxeo parecía desaparecido, pero no me resigné. Telefoneé al comité provincial del CONI y pregunté si había gimnasios en Barí donde se practicara el boxeo. El empleado fue amable y eficaz. Sí, había dos clubes de boxeo en Bari; uno estaba junto al nuevo estadio, huésped del municipio, el otro utilizaba el gimnasio de una escuela secundaria, precisamente a dos pasos de mi casa.
Fui a echar un vistazo y descubrí que ya conocía al profesor, era uno del viejo gimnasio, Pino. Acordarme del apellido, obviamente, ni loco. Había empezado a ir por el sótano un poco antes de que yo dejara de ir. Era un peso pesado, poca técnica, pero puños muy potentes. Incluso había disputado algún combate como profesional, pero sin grandes resultados. Ahora tenía varios trabajos. Profesor de boxeo, matón de discoteca, jefe del servicio de seguridad en los conciertos, grandes fiestas, espectáculos.
Se alegró de verme, seguro que podía inscribirme, era huésped suyo, y ni hablar de tener que pagar. Además un abogado siempre puede ser de utilidad.
Entonces, a partir de la semana siguiente, cada lunes y jueves salía del despacho a las seis y media y a las siete ya estaba en el gimnasio y durante casi dos horas practicaba el boxeo.
Esto me hizo sentir un poco mejor. No bien, pero un poco mejor. Saltaba a la cuerda, hacía flexiones, abdominales, el saco y combatía con chicos veinte años más jóvenes que yo.
Alguna noche lograba conciliar el sueño solo, sin píldoras; otras noches no.
Alguna vez lograba incluso dormir cinco o seis horas seguidas.
Alguna tarde salí con amigos y me encontré casi bien del todo.
Todavía me daban ataques de llanto, pero menos a menudo, y además conseguía controlarme.
Seguía sin subir en los ascensores, pero ni era un problema grave, ni nadie se preocupaba por ello.
Sobreviví casi indemne a las vacaciones de Navidad, si bien un día, tal vez el veintinueve o el treinta, vi a Sara por la calle, en el centro. Estaba con una amiga suya y un tipo a quien no había visto nunca. Él podía ser perfectamente el novio de la amiga, o el tío, o un gay, por lo que yo sabía. Sin embargo, me convencí enseguida de que se trataba del nuevo novio de Sara.
Nos saludamos con la mano desde las dos aceras. Yo anduve todavía alguna decena de metros y luego me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El diafragma se había bloqueado. Sentí algo, una especie de calor, que venía de abajo y subía por toda la cara hasta la raíz del cabello. El cerebro no funcionó durante varios minutos.
Tuve dificultad para respirar todo el día y por la noche no dormí.
Luego también aquello pasó.
Después de las vacaciones de Navidad empecé a trabajar, un poco. Me cercioré del desastre que rondaba por mi despacho y especialmente entre mis ignorantes clientes y, renqueando, intenté recuperar mínimamente el control de la situación.
Empecé de nuevo a preparar los procesos, comencé a escuchar -un poco- lo que decían los clientes, empecé de nuevo a escuchar lo que decía mi secretaria.
Lentamente, a saltos como una máquina estropeada, mi tiempo empezaba a moverse de nuevo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Casas típicas de la región de Apulia (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Primera etapa de la enseñanza secundaria (N. del T.)