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Era una tarde de febrero, pero no hacía frío. Aquel invierno no había hecho frío ningún día.
Pasé por delante del bar de debajo del despacho y no entré. Me avergonzaba pedir el café descafeinado y por ello iba a un bar cutre a cinco manzanas de distancia.
Desde que había empezado a padecer insomnio no bebía café normal por la tarde. Alguna vez había probado el café de cebada, pero da asco. El café descafeinado, en cambio, parece de verdad. Lo importante es ser discreto cuando se pide uno.
Yo siempre había mirado con cierta lástima a quienes pedían un descafeinado. No quería ser contemplado, ahora, de la misma manera. No por gente que me conociera, como mínimo. Por eso eludía ir a mi bar habitual por la tarde.
Tomé el café, encendí un Marlboro y me lo fumé sentado en una vieja mesita con la superficie de formica. Luego desanduve las cinco manzanas y regresé al despacho.
Por lo que recordaba, debía tratarse de una tarde bastante tranquila: una sola cita. Con la señora Cassano, que al día siguiente sería procesada por malos tratos al marido.
Durante años, este señor, según la acusación, regresaba a casa de su trabajo y se oía llamar, en el mejor de los casos, miserable fracasado de mierda. Durante años había estado obligado a entregar el sueldo a su mujer, pudiendo disponer sólo de alguna calderilla para los cigarrillos y otros pequeños gastos personales. Durante años había sido humillado en las reuniones de familia y frente a sus pocos amigos. En bastantes ocasiones había sido golpeado y también se había llevado escupitajos en la cara.
Un día él ya no pudo aguantar más. Había encontrado la fuerza para marcharse de casa y había denunciado a su mujer, pidiendo la separación con adeudo.
Ella me había elegido a mí como abogado y aquella tarde la esperaba para definir los detalles de la defensa.
Cuando llegué, María Teresa me dijo que la bruja aún no había llegado. En cambio, desde hacía media hora me esperaba una mujer de color. No tenía cita, pero -decía- se trataba de una cosa muy importante. Como siempre.
Esperaba en la salita. Eché un vistazo por la puerta entreabierta y vi a una muchacha imponente, con un rostro hermoso pero severo. No debía de tener más de treinta años.
Le dije a María Teresa que la hiciera entrar a mi despacho al cabo de dos minutos. Me quité la americana, me acerqué a la mesa, encendí un cigarrillo y la mujer entró.
Esperó a que le dijera que se sentara y con voz casi sin acento alguno dijo: «Gracias, abogado». Siempre tenía dudas, con los clientes extranjeros, sobre si utilizar el tú o el usted. Muchos no comprenden el usted y la conversación se transforma en algo absurdo.
Por la manera en que la mujer pronunció «gracias, abogado» supe enseguida que podía hablarle de usted sin ninguna dificultad de cara a ser comprendido.
Cuando le pregunté cuál era su problema me entregó unos papeles grapados, con el encabezamiento «Oficina del juez para las investigaciones preliminares, orden de prisión preventiva».
Droga, pensé inmediatamente. Su hombre es un traficante. Luego, sin embargo, casi con la misma rapidez, me pareció imposible.
Todos nosotros actuamos en base a estereotipos. Quien dice que no es verdad es un mentiroso. El primer estereotipo me había sugerido la siguiente secuencia: africano, prisión preventiva, droga. Los africanos son arrestados sobre todo por este motivo.
En seguida había entrado en acción el segundo estereotipo. La mujer tenía un aspecto aristocrático y no parecía la mujer de un traficante.
Tenía razón. Su compañero no había sido arrestado por droga, sino por el secuestro y el homicidio de un niño de nueve años. Los cargos de la orden eran breves, burocráticos y terroríficos. Abdou Thiam, ciudadano del Senegal, era acusado:
a) del delito según el art. 605 del C. P. por haber deliberadamente privado de la libertad personal al menor Francesco Rubino induciéndole a seguirlo con engaño y reteniéndole a continuación contra su voluntad.
b) del delito según el art. 575 del C. P. por haber ocasionado la muerte del menor Francesco Rubino, ejerciendo sobre él indeterminados actos de violencia y posteriormente ahogándolo con modalidades y medios también indeterminados.
Ambos en el término de Monopoli del 5 al 7 de agosto de 1999.
c) del delito según el art. 412 del C. P por haber ocultado -tirándolo a un pozo- el cadáver del menor Francesco Rubino.
En el término de Polignano, a 7 de agosto de 1999.
Francesco, nueve años, había desaparecido una tarde mientras jugaba a fútbol él solo, en una explanada delante del chalet de los abuelos junto al mar, en una zona de Monopoli en el sur de la provincia.
Dos días después, el cadáver del niño había sido hallado en un pozo, veinte kilómetros más al norte, en los campos de Polignano.
El forense que había efectuado la autopsia no había sido capaz ni de afirmar ni de negar el hecho de que el niño hubiera sufrido abusos sexuales.
Conocía a aquel forense. No habría sido capaz de decir si un niño -ni tampoco un adulto o un anciano- había sido violado aunque hubiera contemplado el estupro.
Las investigaciones se habían orientado desde el principio siguiendo la pista del homicidio de carácter sexual. La pista de la pedofilia.
Cuatro días después del hallazgo del cadáver, los carabineros y el fiscal habían contado triunfalmente en una rueda de prensa que el caso había sido resuelto.
El culpable era Abdou Thiam, vendedor ambulante senegalés de treinta y un años. Estaba en Italia con permiso regular de residencia y tenía algún precedente nimio por delitos relacionados con marcas falsificadas. En concreto: además de la mercancía normal, vendía falsas Vuitton, falsas Hogan, falsos Cartier. En verano en las playas, en invierno en los mercados y por las calles.
Las pruebas que le acusaban eran demoledoras, según los investigadores. Numerosos testigos habían dicho que lo habían visto hablar, en varias ocasiones y también durante mucho tiempo, en la playa con el pequeño Francesco. El responsable de un bar, al lado de la casa de los abuelos del niño, había visto a Abdou caminar, sin su habitual saco de mercancías más o menos falsificadas, pocos minutos antes de la desaparición del niño.
El senegalés que compartía la casa con Abdou, interrogado por los carabineros, había contado que en aquellos días -no había sido capaz de decir con precisión en qué día- el sospechoso había llevado a lavar el coche. Por lo que recordaba, era la primera vez que aquello ocurría. Obviamente, esto fue considerado un elemento útil para la acusación: el sospechoso había lavado el coche para eliminar cualquier huella posible, es decir, para eludir las investigaciones.
Otro senegalés, también vendedor ambulante, había dicho que el día de la desaparición del niño, Abdou no había sido visto en la playa habitual. También esto fue considerado -precisamente- como un dato incriminatorio.
Abdou fue interrogado por el fiscal y cayó en numerosas y graves contradicciones. Al final del interrogatorio fue detenido por secuestro y homicidio. No le acusaron de violencia carnal porque no había pruebas de que el niño hubiera sido violado.
Los carabineros habían registrado su habitación y habían encontrado libros para niños, todos en versión original. Las novelas de Harry Potter, El pequeño príncipe, Pinocho, El doctor Dolittle y algunos más. En especial, junto a los libros, encontraron y confiscaron una fotografía del niño en la playa, en bañador.
Los libros y la foto eran considerados, en el informe que la mujer me había entregado por encima del escritorio, «significativos elementos de integración del cuadro indiciario».
Cuando levanté la mirada hacia la mujer -se llamaba Abagiage Deheba- ella empezó a hablar.
Abdou, en su país -Senegal-, era maestro y ganaba el equivalente de unas doscientas mil liras al mes. Vendiendo las bolsas, los zapatos y las carteras ganaba diez veces más. Hablaba tres lenguas, quería estudiar psicología y deseaba quedarse en Italia.
Ella era agrónoma, oriunda de Assuan. Nubia. Egipto, en la frontera con Sudán.
Estaba en Bari desde hacía casi un año y medio y estaba terminando un curso de especialización en gestión del suelo y de los recursos de regadío. Al regresar a su país se iba a ocupar, por cuenta del gobierno, de llevar el agua al desierto del Sahara para transformar las dunas en campos de cultivo.
Pregunté qué tenía que ver Bari con el riego del desierto.
En Bari -me explicó- había un instituto superior de investigación y de formación agronómica. Centre International de Hautes Études Agronomiques Méditerranéennes, se llamaba, y acudía gente de todos los países en vías de desarrollo del Mediterráneo para especializarse. Libaneses, tunecinos, marroquíes, malteses, jordanos, sirios, turcos, egipcios, palestinos. Vivían todos en el colegio mayor junto al instituto, estudiaban todo el día y de noche deambulaban por la ciudad.
Había conocido a Abdou en un concierto. En un local de la ciudad vieja -pronunció un nombre que no conocía- donde se encontraban por la noche griegos, negros, asiáticos, norteafricanos y también algún italiano.
Era un concierto wolof, la música tradicional del Senegal, y Abdou tocaba la percusión con otros compatriotas suyos.
Se detuvo algunos segundos, mirando hacia algún lado fuera de la habitación, fuera de mi despacho. Fuera.
Luego retomó la conversación y me di cuenta de que no estaba hablando conmigo.
Abdou era maestro, dijo sin mirarme.
Era maestro aunque ahora vendiera bolsas. Él amaba a los niños y no era capaz de hacerle daño a uno.
No era capaz de hacer daño a nadie.
Fue al llegar aquí cuando la voz controlada de Abagiage Deheba se resquebrajó. Su cara de princesa nubia se contrajo tras el esfuerzo por no llorar.
Lo consiguió, pero permaneció en silencio durante un minuto muy largo.
Después del arresto habían acudido a otro abogado, y nombró a uno al que yo conocía demasiado bien. Una vez, charlando, se había jactado de que declaraba dieciocho millones de impuestos al año.
De millones había pedido diez sólo para el recurso de solicitud de la libertad condicional. Los amigos de Abdou habían hecho una colecta y habían recogido casi toda la suma requerida. Mi colega -digámoslo así- se había conformado y se había embolsado el dinero. Por anticipado y en efectivo. Obviamente sin ninguna factura.
El recurso había salido mal. Para el recurso de casación hacían falta veinte millones. No tenían los veinte millones y Abdou se había quedado en la cárcel.
Ahora que se acercaba el juicio habían decidido venir a verme. Un joven de la comunidad senegalesa me conocía -la mujer pronunció un nombre del que no me acordaba en absoluto-, sabían que era alguien que no se preocupaba por el dinero y, de momento, podían entregarme dos millones, que era lo que habían logrado recoger.
Abagiage Deheba abrió su bolso, sacó un fajo de billetes atado con una goma, lo apoyó en el escritorio, lo acercó hacia mí. No se podía ni pensar que pudiera rehusar o discutir. Dije a mi secretaria que preparara un recibo por aquel anticipo. No, gracias, no quería el recibo, no sabía de qué le iba a servir. Quería que fuera inmediatamente a ver a Abdou a la cárcel.
Dije que no podía, que era necesario que el señor Thiam me designara su abogado, incluso sólo haciendo una declaración en el registro de la cárcel. Respondió que de acuerdo, se lo diría en la próxima visita. Se levantó, me dio la mano -no lo había hecho al entrar- y me miró a los ojos.
– Abdou no ha hecho lo que dicen.
Su apretón era fuerte como esperaba que fuera.
Al abrir la puerta oí a mi secretaria, que intentaba explicarle a una señora Cassano, muy alterada por la espera, que el abogado había tenido un imprevisto, pero que la recibiría inmediatamente.
Imaginé vagamente los pensamientos de mi cliente cuando -al ver a Abagiage Deheba pasar- se dio cuenta de que había tenido que esperar por una negra.
Entró en mi despacho mirándome con repugnancia. Estoy seguro de que, si hubiera podido, me habría escupido a la cara.
Al día siguiente fue condenada y para la apelación cambió de abogado. Obviamente no liquidó mis honorarios, pero tal vez tuviera razón: no me había empleado a fondo para que la absolvieran.
Aparqué el coche en zona prohibida, como acostumbraba los viernes. Cerca de la cárcel es imposible encontrar aparcamiento cuando se trata del día de visita de los detenidos.
El viernes es día de visita.
Pero no hay problema, porque raramente te ponen una multa. Ningún agente municipal tiene muchas ganas de discutir con los parientes de los detenidos visitados; en general, ningún agente municipal tiene ganas de estar de servicio cerca de la cárcel.
Finalmente aparqué en zona prohibida encima de la acera, bajé del coche, me arreglé la corbata, saqué un cigarrillo de la cajetilla, me lo puse en la boca y, sin encenderlo, me dirigí hacia la puerta principal.
El agente de la entrada me conocía y no tuve que mostrarle el carnet de abogado.
Atravesé los habituales portones metálicos, luego las rejas, luego todavía más portones. Finalmente entré en la habitación reservada a los abogados.
Estoy convencido de que en todas las cárceles se esfuerzan en escoger adrede la más fría para el invierno y la más calurosa para el verano.
Era invierno y, si bien en el exterior el aire era apacible, en aquella habitación amueblada con una mesa, dos sillas y un sillón hundido, hacía un frío humillante.
Los abogados no son muy queridos en las cárceles.
Los abogados no son muy queridos en general.
Mientras iban a buscar a Abdou Thiam encendí el cigarrillo y saqué de la cartera, para entretenerme con algo, la orden de prisión preventiva.
Leí de nuevo que …el imponente material probatorio imputado a Abdou Thiam constituye un cuadro tranquilizador idóneo, no sólo para justificar la restricción de la libertad personal en la presente fase sumarial sino que también, en perspectiva, permite razonablemente prever un resultado de condena para el proceso establecido.
Dicho en italiano: Abdou estaba sepultado por las pruebas, tenía que permanecer arrestado, encerrado y, cuando llegara el juicio, con toda seguridad sería condenado.
Mientras examinaba de nuevo la orden se abrió la puerta y un funcionario hizo entrar a mi cliente.
Abdou Thiam era un hombre muy guapo, con un rostro de cine y mirada profunda. Triste y distante.
Permanecí de pie delante de la puerta y luego me acerqué, le di la mano y le dije que era su abogado.
El apretón de manos de una persona dice un montón de cosas, si uno tiene el deseo de fijarse bien. El apretón de Abdou decía que no se fiaba de mí y, tal vez, que ya no se fiaba de nadie.
Nos sentamos en las dos sillas y me di cuenta casi enseguida de que no iba a ser una conversación fácil.
Abdou hablaba bien italiano, aunque no de la manera casi perfecta, sin acento, de Abagiage. Me salió, pues, natural, hablarle de tú, y él hizo lo mismo.
Despachamos en seguida la cuestión de cómo lo trataban y si necesitaba alguna cosa. Luego intenté que me diera su versión de toda la historia, para empezar a orientarme, puesto que todavía no había examinado el expediente.
No colaboraba. Hablaba con aire ausente, sin mirarme, y contestaba a mis preguntas de manera vaga» Casi parecía que el asunto no fuera de su incumbencia.
Me puse nervioso muy pronto, también porque detrás de aquella absurda imprecisión se percibía claramente una actitud de hostilidad. Hacia mí.
Hice un esfuerzo para ocultar mi irritación.
– Venga, Abdou, intentemos entendernos. Yo soy tu abogado. Eres tú quien me ha escogido -saqué el telegrama que me había llegado desde la cárcel el día anterior y lo agité algunos instantes- y yo estoy aquí para ayudarte, o para intentar hacerlo. Por eso necesito que me ayudes. De otra manera no podré hacer nada. ¿Me comprendes?
Hasta aquel momento había estado doblado, con la cabeza ligeramente inclinada sobre la mesa. Antes de contestar se enderezó y me miró a la cara.
– He mandado el telegrama únicamente porque me lo ha dicho Abagiage. Tal vez intentarás hacer algo como el otro abogado, o quizá no. Pero mientras tanto yo estoy aquí dentro. Cuando se celebre el proceso yo seré condenado. Todos lo sabemos. Abagiage cree que tú eres distinto del otro abogado y puedes hacer algo. Yo no lo creo.
– Escúchame, Abdou -dije esforzándome aún por mantener un tono calmado-, si te cortas y tu herida es profunda y sangra, ¿qué haces?
No esperé la respuesta.
– Vas al médico para que te cosa unos puntos. ¿No? Tú no sabes cómo coser los puntos, porque no eres médico.
Me parecía una metáfora bien escogida para intentar explicarle que hay casos en los que es indispensable recurrir a un profesional y que, en aquella ocasión, el profesional era yo.
– Yo sé cómo coser puntos porque he sido enfermero en el ejército, cuando hice el servicio militar.
En aquel instante no me esforcé por aparentar tranquilidad. No hacía falta, evidentemente.
– Escúchame bien. Escúchame muy bien, porque si me das otra respuesta de mierda salgo de aquí, llamo a tu mujer, le devuelvo el dinero -poco- que me ha dado y tú te buscas otro abogado. De lo contrario te nombrarán un defensor de oficio que no hará nada si no le pagas. Y probablemente no hará nada aunque le pagues, teniendo en cuenta lo que tú puedes pagar. Obviamente, si te comportas de esta manera idiota porque es cierto que has matado a aquel niño y quieres cumplir la pena, bueno, ése es otro motivo más para que yo me quite de en medio…
Silencio.
Entonces, por primera vez desde que estábamos en aquella habitación, Abdou Thiam me miró como si realmente existiera. Habló en voz baja.
– No maté a Ciccio. Él era amigo mío.
Aguardé un instante para serenarme.
Era como si me hubiera lanzado sobre una puerta cerrada para intentar derribarla y quien estaba detrás la hubiera abierto, con calma. Respiré a fondo y me apeteció un cigarrillo. Saqué la suave cajetilla de la americana y se la pasé a Abdou. Él no dijo nada, cogió uno y esperó a que se lo encendiera. Yo también encendí el mío.
– De acuerdo, Abdou. Tendré que leer los papeles del fiscal, pero antes necesito saber todo lo que recuerdas de aquellos días. ¿Quieres que empecemos a hablar de ello?
Dejó transcurrir algún segundo y luego asintió.
– ¿Cuándo te enteraste de la desaparición del niño?
Aspiró con fuerza el cigarrillo antes de contestar.
– Supe que el niño había desaparecido cuando me detuvieron.
– ¿Te acuerdas de lo que hiciste el día en que desapareció el niño?
– Había ido a Nápoles, a recoger mercancía. Lo dije cuando me interrogaron. O sea, dije que había ido a Nápoles, pero no que había ido a comprar los bolsos, para no involucrar a los que me los vendían.
– ¿Fuiste tú solo?
– Sí.
– ¿Cuándo regresaste de Nápoles?
– Por la tarde, por la noche. No lo recuerdo con precisión.
– ¿Y el día siguiente?
– No me acuerdo. Fui a alguna playa, pero no me acuerdo a cuál.
– ¿Te acuerdas de haberte encontrado a alguien? Quiero decir tanto el cinco de agosto como a la mañana siguiente. Alguien que pueda acordarse de haberte visto y a quien podamos llamar para testimoniar.
– ¿Tú dónde estabas aquella mañana, abogado?
Estaba entre la mierda, habría querido responderle. Estaba entre la mierda también la mañana anterior y la mañana siguiente. También ahora lo estoy bastante. Sólo un poquito menos.
A Abdou no le interesaba eso, sin embargo, y no dijo nada. Me froté la frente con la mano, luego me la pasé por la cara y al final encendí otro cigarrillo.
– De acuerdo. Tienes razón. No es fácil acordarse de una tarde, una mañana o de un día igual a tantos otros. Tendremos que hacer, sin embargo, un esfuerzo para reconstruir aquellos días. ¿Quieres decirme ahora algo sobre el niño? ¿Lo conocías?
– Claro que lo conocía. Desde el año pasado, es decir, desde que iba a aquella playa.
– ¿Te acuerdas de cuándo fue la última vez que lo viste?
– No. Con precisión no. Pero lo veía todos los días que iba a aquella playa. Él siempre estaba o con los abuelos o con la mamá. A veces con los tíos.
– ¿Lo has visto alguna vez cerca de la casa de los abuelos, o en otros lugares que no sean la playa? ¿Has pasado alguna vez por la casa de los abuelos?
– Ni siquiera sé dónde está la casa de los abuelos y al niño sólo lo he visto en la playa.
– El dueño del bar Maracaibo dice que te vio la tarde de la desaparición del niño y que no llevabas el saco con la mercancía, y que ibas en dirección de la casa de los abuelos.
– No sé cuál es la casa de los abuelos -repitió exasperado- y aquella tarde yo no fui a Monopoli. Cuando regresé de Nápoles me quedé en Bari. No me acuerdo de lo que hice, pero no fui a Monopoli.
Con un gesto rabioso cogió el paquete de cigarrillos y la caja de cerillas que se habían quedado encima de la mesa y encendió otro.
Le dejé pegar algunas caladas con tranquilidad y luego volví a empezar.
– ¿Cómo es que tenías una fotografía del niño en casa?
– Fue Ciccio quien quiso darme aquella foto. Un tío, creo, tenía una polaroid e hizo varias fotos en la playa. El niño me dio una. Éramos amigos. Cada vez que iba por allí me paraba a hablar con él. Quería saber cosas de África, de los animales, si había visto alguna vez leones. Cosas así. Me alegré cuando me dio la foto, porque éramos amigos. Y además en casa tengo muchas fotografías, incluso con personas de la playa, porque soy amigo de muchos clientes. Los carabineros sólo han cogido aquélla. Claro que así parece una prueba. ¿Por qué no han cogido todas las fotos? ¿Por qué han cogido sólo algunos libros? Yo no tenía sólo libros para niños. Tengo manuales, tengo libros de historia, tengo libros de psicología, ellos sólo han cogido los libros para niños. Claro que así parezco un maníaco, como decís: un pedófilo.
– ¿Le has contado esto al juez?
– Abogado, ¿sabes cómo estaba cuando me llevaron ante el juez? Respiraba con esfuerzo por culpa de la paliza que me dieron, no oía bien de un oído. Primero me molieron a palos los carabineros, luego, cuando ingresé en la cárcel, me golpearon los carceleros. Fueron los carceleros quienes me dijeron que era mucho mejor para mí si no le decía nada al juez. Luego el abogado me dijo que no tenía que contestar, porque sólo me arriesgaba a complicar la situación y que ya había hecho mal contestando al fiscal. Él tenía que leer bien los documentos, antes. Entonces fui ante el juez y dije que no quería contestar. Pero si hubiera contestado no hubiera cambiado nada porque al juez no le importaba en absoluto lo que yo dijera. Y continúo en la cárcel.
Esperé algunos segundos antes de hablar de nuevo.
– ¿Dónde están todas tus cosas, ésas que has dicho, libros, fotos, todo?
– No lo sé. Vaciaron mi habitación y el dueño la ha alquilado a otra persona. Tienes que preguntárselo a Abagiage.
Nos quedamos callados algunos minutos. Yo intentando reorganizar la información que había obtenido, él en el limbo.
Luego hablé yo de nuevo.
– Está bien, basta por hoy. Mañana, bueno, el lunes iré a la fiscalía y veré cuándo se pueden hacer las fotocopias de los expedientes. Luego los estudio y una vez me haya aclarado un poco las ideas vuelvo a verte y buscamos la forma de organizar una defensa que tenga algún sentido.
Dejé la frase en suspenso, como si hubiera algo por añadir.
Abdou se dio cuenta y me miró con un matiz interrogativo en los ojos. Luego hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Dudó un instante, pero fue el primero en tender la mano para estrechar la mía. El apretón era ligeramente distinto, sólo ligeramente, que el de aproximadamente una hora antes.
Luego abrió la puerta y llamó al funcionario que debía acompañarlo a la celda, sección especial para violadores, pedófilos y arrepentidos. Elementos que no habrían durado mucho entre los otros reclusos.
Yo cogí el paquete de cigarrillos y me di cuenta de que estaba vacío.
El lunes, como de costumbre, me desperté hacia las cinco y media.
Las primeras veces había intentado quedarme en la cama, confiando en volverme a dormir. No lograba volver a conciliar el sueño, pero acababa envuelto en pensamientos obsesivos y tristes.
Así me di cuenta de que era mejor no quedarme en la cama y contentarme con cuatro, cinco horas de sueño. Cuando iba bien.
Me acostumbré a levantarme recién despierto. Hacía gimnasia, me duchaba, me afeitaba, preparaba el desayuno, ordenaba la casa. En definitiva, hacía pasar una hora y media consiguiendo no pensar casi por completo.
Luego salía y había luz de día y daba un largo paseo. También esto me servía para no pensar.
Así lo hice aquella mañana. Llegué al despacho a eso de las ocho, le eché un vistazo a la agenda y la puse en la bolsa junto con algún bolígrafo, papel sellado, móvil. Escribí una nota para mi secretaria y la dejé encima del escritorio.
Luego salí para ir a los juzgados. Despertarse tan temprano y llegar tan temprano a los juzgados implicaba alguna ventaja. Los despachos estaban casi desiertos y entonces era posible tramitar más deprisa todos los asuntos judiciales.
Tenía una audiencia aquella mañana, pero antes tenía que ir a hablar con el fiscal Cervellati. El que se ocupaba del caso de Abdou.
No se trataba precisamente del fiscal más simpático de los juzgados.
No era alto ni tampoco bajo. Ni delgado ni tampoco exactamente gordo. La panza, sin embargo, siempre estaba cubierta, en invierno y en verano, por horribles chalecos marrones. Gafas gruesas, pelo ralo, siempre un poco demasiado largo, americanas grises, calcetines grises, colorido gris.
Una vez una colega mía simpática, hablando de Cervellati, dijo que era de los que usan camiseta imperio. Le pregunté qué significaba y me explicó que se trataba de una categoría de la humanidad que ella había elaborado.
Quien usa camiseta imperio -metafórica- es, en primer lugar, alguien que en pleno verano, a 35 grados, lleva una camiseta imperio -verdadera- debajo de la camisa, «porque absorbe el sudor y no me da un patatús ante según qué corrientes de aire». Una variación extrema de esta categoría la forman quienes se ponen la camiseta imperio debajo de la camiseta.
Quien usa camiseta imperio tiene la funda del móvil de falsa piel con un gancho para el cinturón, por la tarde llega a casa y se pone el pijama, conserva su viejo móvil porque son los que siempre funcionan mejor. Usa pastillas de menta para perfumar el aliento, polvos de talco y colutorio.
A lo mejor lleva un preservativo escondido en la cartera, no lo utiliza nunca y por ello, antes o después, la mujer lo descubre y le echa bronca.
Quien usa camiseta imperio utiliza frases como: pisar mierda trae suerte; hoy en día es imposible poder aparcar en el centro; los jóvenes de ahora no tienen más intereses que la discoteca y los videojuegos; yo no tengo nada contra los homosexuales / los gays / los sarasas / los maricas / los maricones, basta con que me dejen tranquilo; si uno es homosexual / gay / sarasa / marica / maricón es su problema, pero no puede ser maestro; mi más sentido pésame; derecha e izquierda son todos lo mismo, son todos unos ladrones; yo sé anticipadamente cuándo cambia el tiempo: me duele el codo / la rodilla / el tobillo / el callo; equivocándose se aprende; yo no hablo por detrás, las cosas las digo a la cara; se equivoca quien trabaja; peor que salir de noche; hay que levantarse de la mesa con un poco de hambre; mientras hay vida hay esperanza; me parece ayer; he de empezar a aprender cosas de Internet / a ir al gimnasio / a ponerme a dieta / a colocar en su sitio la bicicleta / a dejar de fumar, etcétera, etcétera, etcétera.
Obviamente, quien usa camiseta imperio dice que ya no existen las estaciones intermedias y que el calor / el frío seco no es un problema, es el calor / el frío húmedo lo que es insoportable.
Las imprecaciones del hombre que usa camiseta imperio: ¡mecagüen diez!; ¡mecagüen la puñeta!; ¡mecagüen tus muertos!; ¡mecagüen la puta de oros!; ¡mecagüen Satanás!; ¡jolines!; ¡diantre!; ¡no me toques los cataplines!; ¡maldita sea!; ¡no me tomes el pelo!; ¡vete al diablo!; ¡vete al cuerno!, ¡vete al carajo!
Cualquiera que lo hubiera conocido habría estado de acuerdo. Cervellati era de los que usan camiseta imperio.
Entre sus muchas virtudes figuraba la de estar en la oficina, todas las mañanas, desde las ocho y media. A diferencia de casi todos sus colegas.
Llamé a la puerta, no oí ninguna invitación para entrar, abrí y me asomé.
Cervellati levantó la mirada de una carpeta desencuadernada, encima de un escritorio cubierto por otras carpetas un poco roñosas, códigos, expedientes, un cenicero con medio puro toscano apagado. La habitación, como de costumbre, olía un poco; a polvo y al humo frío del toscano.
– Buenos días, fiscal -dije con toda la simulada afabilidad de la que era capaz.
– Buenos días, abogado.
No me dijo que entrara. A través de las gafas, detrás de la barrera de las carpetas, el rostro carecía de cualquier expresión.
Entré, preguntando si podía y sin esperar una respuesta, que en realidad no llegó.
– Fiscal, he sido nombrado por el señor Thiam, a quien usted ciertamente recordará…
– El negro que ha matado al niño de Monopoli.
Obviamente se acordaba. En el plazo de pocos días me notificaría la conclusión de las investigaciones preliminares y yo podría ver el expediente y hacer las copias. Estaba seguro de que yo solicitaría un proceso abreviado, así todos ahorraríamos tiempo. Si me había dado cuenta, por un mero descuido, no había sido incluido el agravante del nexo teleológico que podía desembocar en una condena a cadena perpetua. Si celebrábamos el juicio abreviado, y sin aquel agravante, mi cliente podía apañárselas con veinte años. Si íbamos a juicio, él -Cervellati- tendría que notificar aquel agravante y para Abdou Thiam se abrirían de par en par las puertas de la cárcel de por vida.
¿Él decía que era inocente? Todos lo dicen.
Me consideraba una persona seria y estaba seguro de que no me dejaría tentar por ideas equivocadas, como presentarme a juicio con la esperanza absurda de obtener una absolución. Abdou Thiam iba a ser condenado de todos modos y un jurado popular lo destrozaría. Por otro lado, él -Cervellati- no tenía intención alguna de perder semanas, o incluso meses, en los tribunales.
En la jerga de los profesionales llamamos proceso abreviado a un procedimiento especial. Normalmente, cuando el fiscal termina las investigaciones en una causa por homicidio, le pide al juez de la audiencia preliminar la celebración del juicio.
La audiencia preliminar sirve para verificar si se dan las condiciones para realizar un proceso que, en el caso de homicidio, es prerrogativa del tribunal, compuesto por jueces profesionales y jurados populares. Si el juez de la audiencia preliminar considera que se dan estas condiciones, ordena la celebración del juicio.
El acusado, sin embargo, tiene la posibilidad de evitar la apertura del juicio en la audiencia y obtener un procedimiento simplificado, el proceso precisamente abreviado.
En la audiencia preliminar puede pedir, directamente o a través de su defensor, que el proceso se resuelva en base -se dice- a las pruebas documentales. Esto significa que el juez de la audiencia preliminar, basándose en el informe de la investigación del fiscal, decide si hay pruebas suficientes para condenar al acusado. Si estas pruebas existen, por supuesto, lo condena.
Es un proceso mucho más rápido que el ordinario. No se interroga a los testigos y, salvo en casos excepcionales, no se incorporan nuevas pruebas. No hay público y es un solo juez quien decide. En definitiva, es un juicio abreviado en el que el Estado ahorra un montón de tiempo y de dinero.
Obviamente, también para el acusado tiene interés escoger este tipo de proceso. Si es condenado, tiene derecho a una gran reducción de la pena. Para ser breve: el Estado ahorra tiempo y dinero, el acusado ahorra años de cárcel.
El proceso abreviado tiene además otra ventaja. Es el ideal cuando el acusado tiene poco dinero y no puede permitirse pagar una vista oral larga, con interrogatorios, contrainterrogatorios, testigos, peritos, requisitorias, largos alegatos finales, etcétera, etcétera, etcétera.
Está claro que escogiendo el proceso abreviado el acusado pierde muchas posibilidades de ser absuelto, porque todo se basa en el informe de la investigación del fiscal y de la policía, que normalmente trabajan para encerrar al investigado y no para exculparlo.
Cuando, a pesar de todo, las posibilidades de ser absuelto para el imputado son mínimas o incluso nulas escogiendo la vista oral, entonces la reducción de la pena es una perspectiva realmente tentadora.
Desde todos los puntos de vista, pues, el proceso abreviado parecía el ideal para Abdou Thiam, quien ciertamente tenía pocas posibilidades de ser absuelto.
– Lea los documentos y se dará cuenta de que es mejor para todos efectuar un buen abreviado -concluyó Cervellati, despidiéndose de mí.
Fuera empezaba a llover. Una lluvia densa, sutil, odiosa.
Estaba levantándome cuando Cervellati lo dijo:
– Mal tiempo. A mí el frío seco, con una hermosa tramontana quizá, no me molesta en absoluto. Es este frío húmedo que se te cala en los huesos…
Me miró. Habría podido decir muchas cosas, algunas incluso divertidas desde mi punto de vista. En cambio suspiré:
– Es como con el calor, fiscal, el seco se aguanta mucho mejor.
Después del encuentro con Cervellati fui a la audiencia y pacté una pena para una señora acusada de bancarrota fraudulenta.
Para decir la verdad, la señora no tenía nada que ver con la bancarrota, con la quiebra, con la empresa y con la justicia. El titular oculto de la empresa era el marido, que ya había quebrado una vez y tenía antecedentes por estafa, apropiación indebida y actos obscenos.
Había puesto la empresa -comercio de abonos- a nombre de la mujer, le había hecho firmar montañas de letras, no había pagado a los empleados, no había pagado la electricidad, no había pagado el teléfono, había hecho desaparecer la caja.
Obviamente, la empresa había quebrado y la titular había sido acusada de bancarrota fraudulenta. Caballerosamente, el marido había consentido que la justicia siguiera su curso y que la mujer fuera condenada, si bien con una pena pactada.
Me habían pagado la semana anterior, sin recibo. Con el dinero de la caja desaparecida o con fondos de quién sabe qué otro embrollo del señor De Carne.
Una de las cosas que se aprenden enseguida ejerciendo de abogado penalista es que, al tener que tratar principalmente con tipos como De Carne, uno cobra por anticipado.
Obviamente a uno le pagan casi siempre, o al menos muy a menudo, con fondos que provienen de algún delito.
Estas cosas no deben decirse, pero cuando defiendes a un traficante profesional que te paga diez, veinte, incluso treinta millones de liras si consigues sacarlo de la cárcel, por lo menos deberías albergar una vaga duda sobre la procedencia de aquel dinero.
Si defiendes a un señor arrestado por extorsión continuada en colaboración con desconocidos y sus amigos se presentan en el despacho y te dicen que no te preocupes por los honorarios, que se ocuparán ellos, también aquí podrás pensar que aquellos honorarios no consistirán en dinero muy limpio.
Que quede claro: yo no era mejor que los demás, si bien algunas veces intentaba concederme algo de dignidad. No, sin embargo, con tipos como De Carne.
O sea que había cobrado por anticipado con dinero de procedencia desconocida -y dudosa-, había cerrado un pacto decente que, como mínimo, le había garantizado a la pobre señora la suspensión condicional de la pena y aquella mañana ya podía irme a casa.
Aproveché una pausa de la lluvia, hice la compra, regresé a mi apartamento y apenas había empezado a prepararme una ensalada cuando sonó el móvil.
Sí, era Guido. Claro que me acordaba de ella, Melisa. Sí, en la cena de Renato. Había sido una velada muy agradable. Mentiroso. No, no me importaba que tuviera el número de mi móvil, al contrario. ¿Si sabía quiénes eran los Acid Steel? No, lo lamentaba. Ah, había un concierto de estos Acid Steel, esta noche en Barí, bueno, cerca de Bari. ¿Si quería ir con ella? Sí, pero ¿y las entradas? Ah, tenía dos entradas, en realidad dos invitaciones. Muy bien. Entonces dame tu dirección que paso a recogerte. ¿Pasas tú? Muy bien. Ah, ya sabes dónde vivo. Muy bien, esta tarde a las ocho, sí, no te preocupes, que no me visto de abogado. Adiós. Adiós.
A Melisa la recordaba muy bien. Tal vez unos diez días antes mi amigo Renato, ex alternativo ahora en el sector de las vallas publicitarias, celebraba sus cuarenta años. Melisa había llegado con un contable bajito, vestido con pantalones negros, camiseta elástica negra, americana negra estilo Armani, pelo negro largo sobre las orejas, inexistente encima del cráneo.
Ella no había pasado inadvertida. Cara medio oriental, uno setenta y cinco, llenos y vacíos inquietantes. Incluso una mirada inteligente, en apariencia.
El contable pensaba que había pescado el as aquella noche. En cambio, tenía el dos de copas y la brisca eran bastos. Apenas hubo entrado, Melisa hizo amistad prácticamente con todos los hombres de la fiesta.
También había charlado conmigo, ni más ni menos que con los demás, me había parecido. Había mostrado interés en el hecho de que practicara el boxeo. Me dijo que se estaba licenciando en biología, que iría a especializarse a Francia, que era muy simpático, que no parecía un abogado y que probablemente nos volveríamos a ver.
Luego había pasado a otro.
En otros tiempos -un año antes- me habría lanzado a recuperarla en medio de la jungla de machos malintencionados que poblaban la fiesta. Habría intentado algo, le habría dado el número de mi móvil, habría procurado crear las condiciones para volver a vernos cuanto antes. Y al diablo el contable dark. Que, por cierto, se estaba dedicando afanosamente a tragar un cóctel tras otro, de modo que pronto la palmaría de cirrosis.
Aquella noche, en cambio, no hice nada.
Cuando acabó la fiesta me fui a casa y me puse a dormir. Al despertarme, tras las habituales cuatro horas, Melisa ya estaba muy lejos, prácticamente desaparecida.
Ahora, diez días después, me llamaba al móvil para invitarme a un concierto de los Acid Steel, que tocaban en Bari, mejor dicho cerca de Bari. Así.
Me noté extraño. Por un instante sentí el impulso de llamar y decir que no, desgraciadamente tenía otro compromiso. Perdóname, me había olvidado, quizás otra vez.
Luego dije en voz alta: «Hermano, te estás volviendo verdaderamente loco. Verdaderamente loco. Ve a ese carajo de concierto y procura acabar con las payasadas. Tienes treinta y ocho años y una expectativa de vida más bien larga. ¿Piensas pasártela siempre de esta manera? Ve a ese carajo de concierto y agradécelo».
Melisa llegó a casa puntual, pocos minutos después de las ocho. Iba a pie y su vestimenta era una invitación para cometer un delito.
Dijo que su coche no arrancaba, pero que había venido al centro y se preguntaba si teníamos tiempo para coger el mío. Teníamos tiempo. Cogimos el coche y nos dirigimos hacia Taranto. El concierto era en una pequeña nave industrial abandonada en medio del campo entre Turi y Rutigliano. Nunca habría sido capaz de llegar hasta allí yo solo.
El ambiente tenía un aire semiclandestino. Algunos espectadores tenían un aspecto claramente clandestino.
En el interior, por suerte, no estaba prohibido fumar.
No estaba prohibido fumar nada.
Y de hecho fumaban de todo y bebían cerveza. El ambiente estaba denso por el olor del humo, de la cerveza, del aliento de cerveza, de los sobacos. Nadie se reía y muchos parecían ocupados en un sombrío, misterioso ritual del cual yo estaba -afortunadamente- excluido.
Empecé a sentirme incómodo, con un impulso de largarme que crecía y crecía.
Melisa hablaba con todos y conocía a todo el mundo. O tal vez repetía el guión de la fiesta de Renato. En aquel caso yo estaba en el lugar del contable, pensé. Impulso de huida decuplicado. Ansia. Ansia. Me sentía observado. Ansia.
Luego, por suerte, comenzó el concierto de los Acid Steel.
No tengo ganas de hablar de las dos horas ininterrumpidas de aquello que llamaban música, también porque mi recuerdo más intenso no es el de los ruidos, sino el de los olores. La cerveza, los cigarrillos, los porros, los sudores y no sé qué más parecían rellenar cada vez más el aire de aquella tétrica nave. Por unos segundos tuve el absurdo pensamiento de que de un momento a otro todo explotaría, arrojando al espacio aquel cóctel terrible de hedores. El aspecto positivo de esta posibilidad era que los Acid Steel -cuya visible transpiración permitía suponer que contribuían de manera determinante al hedor- serían arrojados al espacio y nadie oiría hablar de ellos nunca más.
La nave no explotó. Melisa bebió cinco o seis cervezas y fumó varios cigarrillos. No estoy seguro de que se tratara sólo de cigarrillos porque la oscuridad era total y la procedencia de los olores -incluido el de los porros- era indeterminable. En un momento dado me pareció que se tragaba alguna pastilla junto con la cerveza.
Yo me limité a fumar mis cigarrillos, y bebí algún trago de las botellas que, de vez en cuando, Melisa me traía.
El concierto terminó y no compré el CD de los Acid Steel, en venta a la salida.
Melisa saludó a un grupo de personajes con los que me temía que podríamos proseguir la velada y luego me cogió de la mano. En la oscuridad del campo explanado que servía de aparcamiento noté cómo la sangre me subía a la cara y a otros sitios.
– ¿Vamos a tomar algo?
Gorgoteó en un tono extrañamente alusivo, mientras me frotaba el dorso de la mano con el pulgar.
– Tal vez comamos también algo.
Pensaba en los litros de cerveza que ya tenía en el cuerpo y en las demás e imprecisas sustancias psicoactivas que le circulaban por la sangre y entre las neuronas.
– Sí, sí, tengo ganas de algo dulce. Una crepe de nocilla, o de nata con chocolate amargo fundido.
Regresamos a Bari y fuimos al Gaugin. Hacían crepes muy buenas, eran educados y simpáticos, tenían hermosas fotografías en las paredes. Era un lugar al que solía ir cuando estaba con Sara y no había vuelto más. Aquella noche era la primera vez.
Una vez dentro me arrepentí de haber ido. En las mesas, rostros conocidos. Alguien a quien saludar, todos me conocían.
Entre las mesas, el dueño y los camareros que nos observaban. Que me observaban. Podía oír el ruido de sus pensamientos. Sabía que en aquel momento estaban hablando de mí. Me sentía un miserable cuarentón que sale con jovencitas.
Melisa, mientras, estaba muy cómoda y hablaba sin cesar.
Yo tomé una crepe de jamón, nueces y mascarpone y una cerveza pequeña. Melisa tomó dos crepes dulces, con nocilla, nueces y plátano la primera; con requesón, pasas de Corinto y chocolate fundido la segunda. Bebió tres calvados. Habló mucho. Dos o tres veces me tocó la mano. Una vez, mientras hablaba, se detuvo bruscamente, me miró fijamente, mordiéndose de manera imperceptible el labio inferior.
Están filmando con una cámara oculta, pensé. Ésta es una actriz, en cualquier lado hay una cámara de televisión escondida, ahora yo diré o haré algo ridículo, alguien saldrá y me dirá que sonría a los telespectadores.
No salió nadie. Pagué la cuenta, salimos, fuimos al coche, encendí el motor y Melisa me dijo que podíamos acabar la velada bebiendo alguna cosa en su casa.
«No, gracias. Eres una alcohólica o algo peor. Ahora te acompaño a casa, no subo y me voy a dormir», habría tenido que decir.
– De acuerdo, quizá sólo un trago y luego nos vamos a acostar, que mañana se trabaja.
Dije precisamente esto: «Quizá sólo un trago».
Melisa me dio un beso en el ángulo de la boca, entreteniéndose algún segundo. Apestaba a alcohol, humo y a un perfume intenso que me recordaba algo. Luego dijo que en casa no tenía casi nada y que era mejor pasar por un bar y comprar algunas cervezas.
No me encontraba a gusto, pero igualmente me detuve en un bar que estaba abierto toda la noche, bajé y compré dos cervezas. Para evitar que la situación degenerara.
Vivía en un viejo edificio de protección oficial, en la zona de la sede de la RAL El típico edificio donde viven los extranjeros seis o siete en una habitación, los ancianos adjudicatarios de las viviendas de protección oficial, categoría en desaparición del registro, y los estudiantes que no son de la ciudad. Melisa era de Minervino Murge.
En el portal había una lamparita muy pequeña, que no iluminaba nada. Melisa vivía en el primer piso y las escaleras apestaban a orines de gato.
Abrió la puerta y entró primero y yo la seguí, antes de que encendiera la luz. Olor a cerrado y a humo frío.
Con el ambiente iluminado me di cuenta de que estaba en una entrada minúscula que daba, a la izquierda, a una habitación dormitorio-estudio. A la derecha había una habitación cerrada que, pensé, era el baño.
«¿Dónde está la cocina?», pensé insensatamente en aquel momento. Justo en aquel momento ella me agarró de la mano y me condujo a la habitación-dormitorio / sala de estar / estudio. Había una cama adosada a la pared opuesta a la puerta, un escritorio, libros por doquier. Libros en estanterías, columnas de libros por el suelo, libros en el escritorio, libros desparramados. Había una vieja grabadora, un cenicero con dos filtros aplastados, algunas botellas de cerveza vacías, una botella de whisky J &B casi vacía.
Los libros habrían tenido que tranquilizarme.
Cuando voy a una casa por primera vez me fijo si hay libros, si son pocos, si son muchos, si están demasiado ordenados -lo que no habla a su favor- si están por todas partes -lo que habla a su favor- etcétera, etcétera.
Los libros en la pequeña casa de Melisa habrían tenido que provocarme sensaciones positivas. No fue así.
– Siéntate -indicó Melisa señalando la cama. Me senté, ella abrió las cervezas, me pasó una y bebió la mitad de la suya sin quitar la boca del cuello de la botella. Yo bebí un trago, así, por beber. Mi cerebro buscaba frenéticamente una excusa para escapar. Al fin y al cabo eran casi las dos de la madrugada, yo tenía que trabajar al día siguiente, habíamos pasado una agradable velada, ciertamente nos volveríamos a ver, no te preocupes, te llamo yo, además me duele un poco la cabeza. No, no hay nada que no vaya bien, aparte del hecho de que eres una alcohólica, una drogadicta, probablemente una ninfómana y ya me entran ganas de llorar. De verdad que te vuelvo a llamar.
Mientras intentaba pensar en algo menos patético, Melisa -que mientras tanto había terminado su cerveza de un trago- se quitó las braguitas, negras, por debajo de la falda.
No quería malgastar demasiado tiempo en preliminares y otras formalidades aburridas. Evidentemente.
En efecto, no hubo formalidades.
Permanecí en aquel lugar, haciendo cosas, hasta casi la mañana siguiente.
Fumando y acabándose la botella de whisky ella me habló de las dificultades de ser una estudiante de fuera de la ciudad, a quien los padres no daban casi nada. Pagar el alquiler cada mes, comprar la comida -y la bebida, pensé yo-, fumar, vestirse, el móvil, salir por la noche de vez en cuando. Los libros, obviamente. Algún trabajo esporádico -azafata, relaciones públicas-, que nunca era suficiente.
Si no se ofendía, yo podía prestarle algo. No, no se ofendía, pero debía prometerle que se lo haría devolver. Lógico, no te preocupes. No, quinientas mil no las tengo en efectivo, bueno, tengo doscientas veinte aquí en la cartera, veinte me las quedo, por lo que sea. No te preocupes, cuando puedas me las devuelves, sin prisa. Ahora me tengo que marchar, sabes, mañana, es decir ahora, dentro de nada, trabajo.
Me dio su número de móvil. Seguro que te llamo, le dije, mientras arrebujaba la nota en el bolsillo y abría la puerta con la prisa de alguien a quien estuvieran persiguiendo.
Fuera, el alba era morada, el cielo de color ratón. Los charcos eran tan negros que no reflejaban nada.
Mis ojos no reflejaban nada.
Me acordé de una película que había visto hacía un par de años. Espíritus en las tinieblas, una bellísima historia de cazadores y leones.
Val Kilmer le pregunta a Michael Douglas: «¿Has fracasado alguna vez?»
Respuesta: «Sólo en la vida».
Al día siguiente me cambié la tarjeta y el número del móvil.
Los días que siguieron a aquella noche no fueron memorables.
Pasó una semana, tal vez, y llegó la notificación de la conclusión de las investigaciones.
A las ocho treinta del día siguiente estaba en la secretaría de Cervellati para pedir las copias del expediente. Hice la solicitud, me dijeron que podría disponer de las copias al cabo de tres días y me marché presa de sensaciones negativas.
El viernes mi secretaria pasó por la fiscalía, pagó los derechos por las copias, las retiró y lo trajo todo al despacho.
Pasé el sábado y el domingo leyendo y releyendo aquellos papeles.
Leía, fumaba y bebía café largo descafeinado en tazas grandes.
Leía y fumaba y lo que leía no me gustaba en absoluto. Abdou Thiam estaba metido en un buen lío.
Incluso más grave de lo que me había parecido al leer la orden de prisión preventiva.
Parecía uno de aquellos procesos sin perspectivas, en los que llegar a la vista oral sólo conlleva una masacre inútil.
Parecía que Cervellati tenía razón y que la única solución para limitar los daños era escoger el proceso abreviado.
Lo que crucificaba más a mi cliente eran las declaraciones del camarero. Le habían tomado declaración, los carabineros, el día antes del arresto de Abdou. Luego lo había vuelto a interrogar, pasados algunos días, el mismo fiscal.
Un testigo perfecto para la acusación.
Leí y volví a leer las dos actas en busca de puntos débiles, pero no encontré casi nada.
La de los carabineros era un acta resumida, en la más clásica jerga de cuartel.
Con fecha 10 de agosto de 1999 a las 19.30, en los locales de la Compañía de Carabineros de Monopoli, Núcleo Operativo, estando ante nosotros los oficiales y agentes brigada jefe Pasquale Binetti, brigada ordinario Pasquale Sciancalepore y carabinero escogido Francesco Amendolagine, todos destinados en el mencionado mando, ha comparecido Antonio Renna, nacido en Noci (BA) el 31-3-1933, residente en Monopoli, calle Gorgofredo 133/c, el cual adecuadamente interrogado sobre hechos en su conocimiento, declara:
A Pregunta Contesta: Soy el titular del negocio denominado «Bar Maracaibo» situado en Monopoli en el barrio Capitolo. Tengo un horario de apertura continuo, desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche. En verano el negocio permanece abierto hasta las diez de la noche. Estoy coadyuvado, en el desempeño del mencionado negocio, por mi mujer y por dos de mis hijos.
A.P.C.: Conocía al pequeño Francesco Rubino y especialmente a sus abuelos, que tienen un chalet a unos trescientos metros de mi bar. Los abuelos vienen a veranear al barrio Capitolo desde hace muchísimos años. A menudo el abuelo del niño se detiene en mi bar para sorber un café y fumarse un cigarrillo.
A.P.C.: Conozco al extracomunitario que vosotros, carabineros, me decís que se llama Abdou Thiam y a quien reconozco en la foto que me es mostrada. Es un vendedor ambulante de peletería de marcas falsas y pasa casi todos los días por delante de mi bar para dirigirse a las playas donde vende su mercancía. A veces se detiene en mi bar para una consumición.
A.P.C.: Recuerdo haber visto al mencionado extracomunitario la tarde de la desaparición del niño. Pasó por delante de mi negocio sin la bolsa que lleva habitualmente con él y andaba velozmente como si tuviera prisa. No se detuvo en el bar.
A.P.C.: El ciudadano extracomunitario avanzaba en dirección de norte a sur. En realidad provenía de Monopoli ciudad y se dirigía hacia las playas.
A.P.C.: La casa de los abuelos del niño desaparecido está casi a trescientos metros más al sur de mi bar. Si no me equivoco, se encuentra casi delante de la playa Duna Beach.
A.P.C.: No soy capaz de indicar con precisión la hora en la que vi pasar al ciudadano extracomunitario. Podían ser las 18.00/18.30, o tal vez las 19.00.
A.P.C.: No vi al ciudadano extracomunitario pasar de regreso en la dirección opuesta. Aquel día no lo vi de regreso.
A.P.C.: Si no me equivoco, me enteré de la desaparición del niño al día siguiente del acontecimiento. Antes de ser convocado por vosotros, carabineros, no había creído estar en posesión de información relevante para las investigaciones, es decir, no había pensado en relacionar el paso de Thiam, aquella tarde, con la desaparición del niño. Si me hubiera dado cuenta me habría presentado espontáneamente para colaborar con la justicia.
No tengo nada más que añadir y doy fe por escrito.
Se certifica que la presente acta, por indisponibilidad de los instrumentos de grabación, ha sido redactada sólo de manera resumida.
Leído, confirmado y rubricado.
El acta de Cervellati estaba íntegra, es decir, había sido grabada y estenografiada. Aquí la persona informada sobre los hechos, Renna, Antonio, no usaba expresiones improbables del tipo «estoy coadyuvado», «mencionado negocio» o «sorber un café». El sentido, sin embargo, no cambiaba.
El día 13 de agosto de 1999 a las 11.00 horas, en la sede de la Fiscalía de la República, delante del Fiscal Giovanni Cervellati, asistido para la redacción de la presente acta por el asistente judiciario Giuseppe Bancofiore ha comparecido Antonio Renna, con sus datos personales ya en las actas.
Se certifica que la presente acta es documentada de manera integral mediante el uso de estenotipia.
Pregunta: Entonces, señor Renna, usted hizo hace días unas declaraciones a los carabineros. Como primera cosa quería preguntarle si las confirma. ¿Se acuerda de aquello que dijo, verdad?
Respuesta: Sí, sí, señor juez.
Pregunta: ¿Entonces lo confirma?
Respuesta: Sí, lo confirmo.
Pregunta: Intentemos recapitular sobre lo que usted ha dicho. En primer lugar, ¿usted ya conocía al ciudadano extracomunitario Abdou Thiam?
Respuesta: Sí, señor juez. No de nombre, sin embargo. El nombre lo supe por los carabineros. Yo lo reconocí por la fotografía que me mostraron.
Pregunta: Lo conocía porque pasaba a menudo por delante de su bar y a veces consumía algo. ¿Es así?
Respuesta: Sí, señor juez.
Pregunta: ¿Me quiere hablar del día en el que desapareció el niño? ¿Aquel día, aquella tarde vio usted a Thiam?
Respuesta: Sí, señor juez. Pasó por delante de mi bar a eso de las seis y media o las siete.
Pregunta: ¿Elevaba la bolsa de la mercancía?
Respuesta: No, no llevaba la bolsa e iba huyendo.
Pregunta: ¿Quiere decir que corría o que iba deprisa?
Respuesta: No, no iba deprisa. No es que corriera, caminaba velozmente.
Pregunta: ¿En qué dirección iba?
Respuesta: Hacia la playa, que es la misma dirección para ir a la casa de los abuelos del niño…
Pregunta: De acuerdo, la dirección de las playas. Es decir, de norte a sur, si he comprendido bien.
Respuesta: Sí, desde Monopoli hacia las playas.
Pregunta: ¿Lo vio pasar de regreso?
Respuesta: No.
Pregunta: Usted ha dicho a los carabineros que conocía al niño y también a su familia, los abuelos en particular. ¿Lo confirma?
Respuesta: Confirmo que sí. Los abuelos tienen el chalet a unos trescientos, cuatrocientos metros de mi bar, prácticamente en la dirección hacia la que se dirigía aquel joven marroquí.
Pregunta: ¿Marroquí?
Respuesta: Extracomunitario. Nosotros decimos marroquí para referirnos a estos chicos negros.
Pregunta: Ah, de acuerdo. ¿Recuerda algún otro detalle, algún otro hecho importante de cara a las investigaciones?
Respuesta: No, señor juez, pero en mi opinión debe haber sido por fuerza aquel marroquí porque…
Pregunta: No señor Renna, usted no debe expresar opiniones personales. Si hay algún otro hecho del que se acuerde, está bien, si no, podemos concluir el acta. ¿Recuerda cualquier otro hecho específico?
Respuesta: No.
El interrogatorio de Abdou ante el fiscal era poco menos que catastrófico.
Se había efectuado de noche, en el cuartel de los carabineros de Barí, con un defensor de oficio. El acta estaba resumida, sin grabación, no había sido estenografiada.
El día 11 de agosto de 1999 a las 1.30 horas, en la sede de la Sección Operativa de los Carabineros de Bari, delante del Fiscal Giovanni Cervellati, asistido para la redacción de la presente acta por el brigada ordinario Pasquale Sciancalepore destinado en la Compañía de Carabineros de Monopoli, ha comparecido Abdou Thiam, nacido el 4 de marzo de 1968 en Dakar, Senegal, domiciliado en Bari, calle Ettore Fieramosca 162.
Se certifica que está presente el abogado Giovanni Colella, que es, en esta sede, nombrado defensor de oficio del arriba mencionado Thiam, habiendo éste decidido nombrar un defensor.
El Fiscal acusa a Abdou Thiam de los delitos de secuestro y de homicidio contra Francesco Rubino y le indica resumidamente las pruebas en su contra.
he advierte que tiene derecho a no responder a las preguntas pero que, aunque no conteste, las investigaciones continuarán.
El sospechoso declara: pienso responder y renuncio expresamente a cualquier tipo de defensa.
El defensor no dice nada sobre este punto.
A.P.C.: Niego la acusación. No conozco a ningún Francesco Rubino, este nombre no me dice nada.
A.P.C.: La tarde del 5 de agosto creo que fui a Nápoles utilizando mi automóvil. Fui a ver a unos compatriotas cuyos nombres no sabría dar. Nos vimos, como otras veces, en los alrededores de la estación central. No puedo facilitar indicaciones útiles para identificar a estos compatriotas míos y no sabría nombrar a nadie que pudiera confirmar que aquel día estuve en Nápoles.
A.P.C.: Niego haber estado aquel día en Monopoli. Tras regresar de Nápoles me quedé en Barí.
A.P.C.: Doy fe de que Su Señoría me hace notar que la versión facilitada por mí parece del todo poco fiable. Sólo puedo confirmar que estuve en Nápoles aquel día y que efectivamente no pasé por Monopoli ni sus alrededores.
A.P.C.: Doy fe de que hay un testigo que me vio en la zona del Capitolo, precisamente la tarde del 5 de agosto. Doy fe de la invitación que Su Señoría me hace para que confiese. Doy fe de que si confesara podría mitigar mi situación. Tengo que confirmar, sin embargo, que no he cometido el homicidio del que se me acusa y que no comprendo cómo es posible que alguien diga que me vio el día 5 en la zona de Capitolo.
En este momento se constata que se muestra al sospechoso una fotografía hallada en la habitación del antedicho en el transcurso del registro allí efectuado.
Después de haber visto la foto, Thiam declara:
Conozco al niño retratado en la foto, pero sólo ahora me entero de que su nombre es Francesco Rubino. Yo lo conocía por el nombre de Ciccio.
A.P.C.: La fotografía fue el niño quien me la dio. No fui yo quien le retrató. No tengo ninguna cámara fotográfica.
A las 2.30 horas la redacción del acta es suspendida para permitir al sospechoso hablar con su defensor.
A las 3.20 horas el acta es iniciada de nuevo.
A.P.C.: Incluso después de haber hablado con el abogado -que me ha aconsejado que diga toda la verdad- no tengo nada que añadir a las declaraciones que ya he efectuado.
El defensor no añade nada.
Leído, confirmado y rubricado.
Dos días después del arresto se había celebrado la audiencia ante el juez sobre las investigaciones preliminares. Abdou había hecho uso de su derecho a no contestar.
Desde entonces ya no había sido interrogado.
Releí la orden de prisión preventiva. Leí la resolución del tribunal que -justamente, considerando las pruebas- había rechazado el recurso para la condicional de Abdou.
Leí y volví a leer todos los documentos.
Las declaraciones de las personas que solían ir a la playa y que decían que habían visto a Abdou detenerse para hablar con el niño. Las declaraciones del senegalés que hablaba del lavado del coche y del otro senegalés, que contaba que no había visto a Abdou en la playa habitual el día después de la desaparición del niño.
El acta de la inspección y del hallazgo del cadáver del pequeño. El acta del registro en la casa de Abdou, con la lista de los libros confiscados.
La relación del forense, que hojeé velozmente, evitando las fotografías.
Las inútiles, tristes declaraciones de los padres y de los abuelos del niño.
La tarde del domingo los ojos me quemaban y salí de casa. Soplaba mistral y hacía frío.
Aquel frío despiadado de marzo que hace que la primavera parezca muy lejana.
Había pensado dar una vuelta, pero cambié de idea, cogí el coche y anduve hacia el norte, por la antigua nacional 16.
Bruce Springsteen resonaba en los altavoces y en mi cabeza mientras atravesaba los pueblos de la costa, desiertos y barridos por el viento del noroeste.
Me detuve delante de la catedral de Trani, frente al mar, y encendí un cigarrillo. La harmónica chirriaba en mis oídos y en el alma.
Las palabras terribles se habían escrito para mi desesperada soledad.
I remember us riding in my brother's car
Her body tan and wet down at the reservoir
At night on them banks I'd lie awake
And pull her close just to feel each breath she'd take
Now those memories come back to haunt me
They haunt me like a curse.
Al alba me desperté tiritando de frío, en la boca el olor del humo. La mano todavía agarrada al móvil, que había observado un buen rato antes de hundirme en el sueño, pensando en telefonear a Sara.
El código penal establece que entre la notificación de la conclusión de las investigaciones y la petición de apertura de juicio transcurran como mínimo veinte días. Casi siempre los fiscales emplean mucho más tiempo. A veces meses.
Cervellati depositó la petición de apertura de juicio al cabo de veintiún días. La puntualidad obsesiva formaba parte de su estilo. Podía ser tachado de cualquier cosa, pero no de dejar amontonarse los papeles en su escritorio.
La audiencia preliminar se fijó para primeros de mayo. La jueza era Carenza y, bueno, podía haber sido peor.
Carenza tenía fama de buena entre nosotros los abogados. El proceso abreviado se convertía en una opción todavía más interesante. Abdou podría apañárselas realmente con veinte años.
Alrededor del dos mil diez, por buena conducta, podría estar fuera con la condicional.
Mientras hacía estas reflexiones, sosteniendo en la mano la notificación de la audiencia, tuve una sensación de engorro. Una incomodidad que llevé encima todo el día, sin que supiera comprender la razón.
La misma incomodidad que se apoderó de mí, cuando, una semana después, tuve que ir a la cárcel para explicarle a Abdou cómo y por qué le convenía aceptar el proceso abreviado, ser condenado a veinte años en lugar de cadena perpetua y empezar a contar los días en las paredes de la celda.
Abdou estaba, o parecía, más delgado que la vez anterior. No quiso decirme cómo se había hecho aquel gran hematoma en el pómulo derecho. Me oyó hablar mirando las vetas de la madera de la mesa, sin hacer gesto alguno -he comprendido, o también: ¿qué estás diciendo?-, ninguna señal con la cabeza, nada.
Cuando terminé de explicar cuál era la mejor solución para su caso, Abdou permaneció en silencio durante algunos minutos. Le ofrecí un Marlboro, pero no lo quiso. En cambio, sacó un paquete de Diana rojo y encendió uno.
Habló sólo después de haber terminado el cigarrillo, cuando el silencio se estaba haciendo insoportable.
– Con el proceso abreviado, ¿es posible que me absuelvan?
Era demasiado inteligente. Con el proceso abreviado sería condenado con toda seguridad. Yo no lo había dicho, pero él lo había comprendido.
Contesté con incomodidad.
– Técnicamente, teóricamente sí.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiere decir que en teoría podrían absolverte, pero por lo que figura en las actas del fiscal, que es en lo que el juez se basará para decidir, si escogemos el abreviado es muy improbable.
Hice una pausa y luego pensé que no me apetecía ir dándole vueltas.
– Digamos que es prácticamente imposible. Por otro lado, con el proceso abreviado, como te decía, evitarías…
– Sí, eso lo he comprendido, evitaría la cadena perpetua. O sea que si escogemos el proceso abreviado estoy seguro de que me condenarán, pero me harán un descuento. ¿Es así?
Mi incomodidad aumentaba. Noté cómo una sensación de rubor me invadía el rostro.
– ¡Es así!
– Y si no escogemos este proceso abreviado, ¿qué ocurre?
– Sucede que serás sometido a juicio ante un tribunal. Significa que se realizará un proceso público delante de ocho jueces, de los cuales seis serán populares, que significa ciudadanos corrientes, y dos jueces profesionales. Si eres condenado por el tribunal te arriesgas seriamente a cadena perpetua.
– ¿Pero tengo posibilidades de ser absuelto?
– Pocas.
– ¿Más que con el proceso abreviado?
No contesté enseguida. Respiré profundamente. Me restregué la cara con la mano.
– Más. No muchas más. Ten en cuenta que con el abreviado estamos prácticamente seguros de la condena, mientras que en un juicio siempre puede suceder cualquier cosa… Todos los testigos deben ser interrogados por el fiscal y luego nosotros podemos volver a interrogarlos. Quiere decir que yo, como abogado tuyo, puedo volver a interrogarlos. Alguno podría no confirmar su versión, alguno podría contradecirse, podría aparecer alguna prueba nueva. Pero es un riesgo muy grande.
– ¿Cuántas posibilidades?
– Cómo dar un número. Cinco, diez por ciento, como máximo.
– ¿Por qué quieres tú un proceso abreviado?
– ¿Qué quieres decir con por qué? Porque es la cosa más adecuada. Con esta jueza, te las apañarías con el mínimo posible y dentro de…
– Yo no he hecho lo que dicen.
Respiré de nuevo profundamente y luego cogí un cigarrillo. No sabía qué decir y naturalmente dije algo inadecuado.
– Oye, Abdou. Yo no sé lo que tú has hecho. Para un abogado, tal vez es mejor no saber lo que ha hecho su cliente. Eso le ayuda a ser más lúcido, a efectuar mejor la elección sin dejarse influir por la emotividad. ¿Entiendes lo que digo?
Abdou hizo un gesto imperceptible con su rostro. Los ojos parecían hundidos en las cuencas negras. Continué, alejando la mirada.
– Si no hacemos el proceso abreviado, si nos vamos a juicio, es como si nos jugáramos tu vida a las cartas, con muy pocas posibilidades de ganar. Y además, para jugar a este juego hace falta dinero, mucho dinero. Un juicio dura mucho tiempo y cuesta, cuesta muchísimo.
Me di cuenta de que estaba diciendo una gilipollez mientras oía el sonido de mis palabras. Y al mismo tiempo comprendí por qué me sentía incómodo.
– ¿Quieres decir que como no puedo pagar bastante es mejor hacer el proceso abreviado?
– No he dicho eso -mi voz subió ligeramente de tono.
– ¿Cuánto dinero hace falta para celebrar un juicio?
– El dinero no es el problema. El problema es que si vamos a juicio te caerá cadena perpetua y tu vida se acabó.
– Mi vida se ha acabado de todas maneras si me condenan por haber matado a un niño. ¿Cuánto dinero?
De repente me sentí muy cansado. Un cansancio enorme, invencible. Me encogí de hombros y así me di cuenta de lo tensos que habían estado hasta aquel momento.
– No menos de cuarenta, cincuenta millones. Si quisiéramos hacer una investigación para preparar la defensa -y en este caso probablemente hará falta- mucho más todavía.
Abdou pareció aturdido. Tragó con dificultad, dio la impresión de querer decir algo, sin conseguirlo. Luego se puso a seguir una hilera de pensamientos de la que yo estaba excluido. Miraba hacia arriba, luego agitaba la cabeza, luego movía los labios recitando, mudo, una letanía misteriosa.
Al final se cubrió la cara con las manos, las restregó dos, tres veces y luego las dejó caer para mirarme de nuevo. Permaneció en silencio.
Yo notaba un zumbido insoportable en mi cabeza y hablé para detenerlo.
No estábamos obligados a decidir precisamente aquella mañana. Faltaba todavía más de un mes para la audiencia preliminar, que es cuando tendríamos que optar por el proceso abreviado. Y luego debíamos hablar con Abagiage. El asunto del dinero era el último de los problemas. Volvería a examinar los informes para ver si había alguna otra salida. Ahora tenía que irme, pero nos volveríamos a ver pronto. Si necesitaba algo, podía hacérmelo saber, incluso con un telegrama.
Abdou no dijo ni una sola palabra. Cuando le toqué el hombro para saludarle, noté un cuerpo inerme.
Me largué, perseguido por sus fantasmas. Y los míos.
Cuando salí de casa, a la mañana siguiente, me di cuenta de que había un traslado. Llegaban nuevos inquilinos a mi edificio. Registré mentalmente el asunto y efectué una plegaria rápida para que no se tratara de una familia con perros raposeros e hijos que montaban follones. Luego me ocupé de otras cosas.
Aquel día debía empezar el proceso que los periódicos habían denominado dog fighting.
Para ser precisos, no habían sido los periódicos los que lo habían llamado así, sino la policía, que había llevado a cabo la operación una decena de meses antes. Los periódicos se habían limitado a reproducir el nombre en clave de la policía de una investigación sobre las peleas de perros y el correspondiente ambiente de apuestas clandestinas.
Todo había empezado con una denuncia de la liga contra la vivisección y había proseguido porque la investigación había sido encargada a un policía excepcional: el inspector jefe Carmelo Tancredi.
El inspector Tancredi había logrado infiltrarse en el ambiente de las apuestas clandestinas, había asistido a las peleas de perros, había grabado, había logrado averiguar los lugares en los que los criadores mantenían a los animales, había anotado dónde y cómo se recibían las apuestas. En definitiva, los tenía atrapados.
Era un hombrecillo con el rostro esmirriado y un bigotazo negro completamente fuera de lugar. Parecía la persona más inocua de este mundo.
Pero era el madero más inteligente, honesto y mortal que nunca he conocido.
Trabajaba en la sección sexta de la patrulla móvil. La que se encargaba de los delitos sexuales y de todo lo que las demás secciones -las más importantes- no querían ni siquiera tocar.
Nunca había querido abandonar aquel destino, por más que en numerosas ocasiones le habían ofrecido el traslado a la policía criminal, o a la DIA, o también al CNI. Todos ellos destinos en los que habría trabajado menos y habría estado mejor pagado.
Una vez habían venido a verme los padres de un niño de nueve años que había sufrido abusos sexuales por parte de su monitor de natación.
Querían consejo sobre si denunciar o no y saber a qué se deberían enfrentar ellos y a qué se enfrentaría el niño. Los acompañé a ver a Tancredi y me di cuenta de cómo hablaba con el niño, y vi como el niño -que hasta entonces había contestado con monosílabos, con los ojos fijos en el suelo- hablaba con Tancredi, le miraba y empezaba incluso a sonreír.
El monitor de natación había acabado dentro y, es más, allí se había quedado. Como habían acabado dentro -y allí se habían quedado- la mayor parte de los maníacos, violadores, pedófilos que habían tenido la desgracia de cruzarse con el inspector Tancredi.
Los organizadores de peleas de perros también habían sido desafortunados.
Cuando se inició la operación fueron incautados ocho pit bulls, cinco filas brasileños, tres rottweilers y tres bandogs, es decir un terrible cruce de pastor alemán y pit bull. Todos eran campeones y cada uno costaba entre veinte y cien millones. El más valioso era un bandog de tres años llamado Harley-Davidson. Había ganado veintisiete combates, matando siempre a sus adversarios. Se le consideraba una especie de campeón del sur de Italia y las investigaciones constataron que se estaba preparando una pelea por el título italiano contra un pit bull que combatía en la provincia de Milán. Un combate por valor de más de quinientos millones en apuestas.
Se incautaron decenas de vídeos con peleas de perros, combates entre perros y pumas e incluso combates entre perros y cerdos. Fueron arrestados los guardianes de una perrera donde, además de los animales, se encontraron armas y droga. Fueron denunciados, entre otros, un veterinario muy conocido, algunos criadores y tres individuos ya arrestados y condenados por asociación mafiosa y tráfico de estupefacientes. Naturalmente estaban en libertad por vencimiento del período de la condicional.
En fin, aquella mañana de finales de marzo tenía que empezar el proceso resultante de la operación dog fighting. La LCV (liga contra la vivisección) pensaba constituirse como acusación particular y me la había encargado a mí.
Sólo existían dos precedentes en los que se había admitido, en procesos por malos tratos a animales, la constitución de la LCV y de la liga en defensa del perro como acusación particular. No era en absoluto una cuestión irrelevante, así que había estado estudiando toda la tarde para encontrar argumentos convincentes que proponer al tribunal y para borrar de mi cabeza el encuentro con Abdou.
Como aquella mañana me presenté bien preparado y dispuesto a llevar a cabo mi trabajo de manera aceptable, el proceso fue pospuesto provisionalmente, por -decía la fórmula preimpresa- «excesivo trabajo del tribunal e imposibilidad de definir a fecha de hoy todos los procedimientos».
La suspensión era provisional, pero fue notificada después de que pasaran más de cuatro horas de audiencia. Y de espera.
O sea que el presidente del tribunal, hacia las 14.30, leyó la disposición y pospuso el proceso hasta diciembre, puesto que todos los imputados estaban en libertad y por lo tanto no había prisa.
Estaba acostumbrado. Me puse la gabardina, cogí la cartera y me dirigí a casa después de haber atravesado los juzgados completamente desiertos.
Recorría la calle Abate Gimna, en dirección de la calle Cavour, cuando oí que me llamaban desde atrás. Abogado, abogado, con acento indeterminado de tierra adentro.
Eran dos y parecían salidos de un documental sobre el vandalismo en los suburbios. El pequeño hablaba pegado a mí, mientras el grande estaba un metro atrás y me miraba con los párpados medio cerrados.
El pequeño era amigo de alguien -dijo el nombre- a quien yo conocía bien, porque había sido mi cliente.
El tono pretendía ser educado, casi diplomático. Dije que no me acordaba de él ni de su amigo y que si querían discutir cuestiones de trabajo podían acudir al despacho siempre que concertaran una cita.
No querían acudir al despacho y, según el pequeño, tenía que permanecer tranquilo. Muy tranquilo. El tono diplomático había durado poco.
Sabían que quería ejercer de acusación civil a favor de aquellos desgraciados de la LCV, pero sería mejor para todos que pensara en ocuparme sólo de mis asuntos.
Respiré profundamente con la nariz, al mismo tiempo dejé la cartera sobre el capó de un coche y pronuncié las dos sílabas que, desde que era niño, siempre habían precedido a los porrazos en la calle: «¿Si no?»
El pequeño me propinó un bofetón largo y torpe con la mano derecha. Lo detuve con la izquierda y casi al mismo tiempo lo golpeé con un derechazo al rostro. Cayó hacia atrás, empezó a blasfemar y le chilló al gordo que me rompiera el culo.
Era una bestia de metro noventa y como mínimo unos ciento veinte kilos, sobre todo en el estómago. Por la manera en que cubrió el espacio que nos separaba y se preparaba para el ataque comprendí que era zurdo. En efecto empezó por un tortazo con la izquierda, que probablemente era su mejor golpe. Si el puñetazo me hubiera llegado, probablemente habría hecho daño, pero el bestia se movía a cámara lenta. Lo detuve con el brazo derecho y, automáticamente, le golpeé el hígado con un gancho de izquierda; doblé con un directo a la barbilla.
El grandullón tenía la mandíbula de cristal. Permaneció un instante quieto, de pie, con una extraña expresión de estupor. Después se desplomó.
Resistí el impulso de darle una patada en la cara. O de insultarlo; o de insultarlos a los dos.
Cogí la cartera y me fui mientras notaba cómo la sangre empezaba a palpitar, violenta, en las sienes. El pequeño había dejado de blasfemar.
Giré en la esquina, anduve una manzana y luego me detuve. No me seguían. Nadie me seguía y, al ser las tres de la tarde, la calle estaba desierta. Apoyé la cartera, levanté las manos delante de la cara y vi como temblaban de lo lindo, y la derecha empezaba a dolerme.
Permanecí así algunos segundos, luego sacudí los hombros, noté aflorar en la comisura de los labios una especie de sonrisa infantil y tomé de nuevo el camino hacia casa.
Al día siguiente encontré el coche con las cuatro ruedas rajadas y una raya -hecha con un cuchillo o un destornillador- que abarcaba toda la carrocería.
Más que enfadarme por el desperfecto, experimenté una sensación de humillación. Me puse a pensar en lo que siente alguien que, al regresar a casa, se lo encuentra todo revuelto porque le han robado. A continuación me puse a pensar en todos los ladrones de casas que había defendido y a quienes había logrado absolver.
Al final pensé que el cerebro se me estaba desintegrando y que daba pena. De modo que, afortunadamente, abandoné las especulaciones morales e intenté ser más bien práctico.
Llamé a un cliente mío con cierta fama entre el hampa de Bari y provincia. Vino a mi despacho y le conté lo sucedido, incluida la historia de los porrazos. Dije que no tenía ganas de ir a la policía o a los carabineros, pero que no debían obligarme a hacerlo. Por mí, quedábamos en tablas. Yo me pagaba los desperfectos del coche y ellos, quienquiera que fueran, se tragaban los golpes y me dejaban hacer mi trabajo en paz.
Mi cliente dijo que tenía razón. También dijo que ellos me tenían que reparar el coche y ponerme unas ruedas nuevas. Dije que el coche lo reparaba yo y que no quería las ruedas.
Pensé que tampoco me interesaba una denuncia por receptación, teniendo en cuenta que las ruedas no se las irían a comprar a un vendedor autorizado. Pero eso no lo dije.
Sólo quería que cada uno estuviera en su sitio y que nadie le tocara los cojones a los demás. Él no insistió, y asintió en señal de respeto. Un respeto distinto del que normalmente se profesa a un abogado.
Dijo que al cabo de dos días me diría algo.
Cumplió su palabra. Vino al despacho después de dos días y me dio un nombre importante en determinados ambientes. Aquella persona me hacía saber que se excusaba por lo ocurrido. Había sido un accidente -en realidad dos accidentes, pensé yo, pero no nos detengamos en los detalles- que no se repetiría más. Además él estaba a mi disposición si yo necesitaba alguna cosa.
La historia acabó así.
Aparte de los dos millones que tuve que soltar para reparar el coche.
Algunos días más tarde descubrí quién era el nuevo inquilino de mi edificio. La nueva inquilina.
A eso de las nueve y media de la noche, justo cuando había regresado a casa del gimnasio y me disponía a descongelar dos pechugas de pollo, cocinarlas a la plancha y a preparar una ensalada. Sonó el timbre.
Pasé algunos segundos preguntándome qué sería. Luego me pasó por la cabeza el hecho de que debía de tratarse del timbre de casa y mientras me dirigía a la puerta pensé que aquélla debía ser la primera vez que alguien lo tocaba, desde que vivía allí. Me invadió una punzada de tristeza y después abrí.
Finalmente encontraba a alguien en casa. Era la cuarta vez que llamaba, pero nunca había nadie. ¿Vivía solo, verdad? Ella era la nueva inquilina y vivía en el quinto piso. Se había presentado a todos los demás que vivían en el edificio, yo era el último. Se llamaba Margarita. Margarita, y no logré comprender el apellido.
Alargó la mano atravesando el límite invisible de la puerta. Tenía una hermosa mano masculina, grande y fuerte.
Algunas mujeres -y especialmente algunos hombres- estrechan la mano con fuerza, pero enseguida te das cuenta de que se trata de una exhibición. Quieren aparentar que son personas decididas y sinceras, pero la fuerza sólo está en los músculos de la mano y del brazo. Quiero decir: no viene de dentro. Algunos pueden incluso estrujar, pero es como si hicieran culturismo.
Otras personas, pocas, cuando te estrechan la mano revelan que hay algo detrás de los músculos. Aguanté su mano tal vez algún segundo más de lo debido, pero ella siguió sonriendo.
Después le pregunté torpemente si quería entrar. No, gracias, sólo había pasado para presentarse. Regresaba a casa justo en aquel momento después de toda una jornada fuera. Tenía muchas cosas que hacer después del traslado. Cuando todo estuviera en su sitio, me invitaría a tomar un té.
Desprendía un buen olor. Una mezcla de aire fresco, seco y limpio, de perfume masculino y de cuero.
– No esté triste -dijo dirigiéndose hacia las escaleras.
Así.
Cuando desapareció me di cuenta de que en realidad no la había mirado. Entré en casa, entrecerré los ojos e intenté reproducir su cara en mi mente, pero no lo conseguí. No sabía si habría sido capaz de reconocerla por la calle.
En la cocina, las pechugas de pollo se habían descongelado, en el microondas. Yo, sin embargo, ya no tenía ganas de cocinarlas simplemente a la parrilla, así que abrí un libro de recetas que tenía en la cocina sin haberlo usado nunca.
Albóndigas de pollo sabrosas. Esto iba bien. Quiero decir el nombre. Leí la receta y me alegré de ver que disponía de los ingredientes.
Antes de empezar abrí una botella de Salice Salentino, lo probé y luego busqué un CD para escuchar mientras cocinaba.
White ladder.
Puse en marcha el ritmo sincopado de Please Forgive Me y luego, casi enseguida, llegó la voz de David Gray. Me quedé escuchando cerca de los altavoces hasta que llegó la parte de la canción que me gustaba más.
I won't ever have to lie
I won't ever have to say goodbye
Every time I look at you
Every time I look at you.
Entonces regresé a la cocina y me puse manos a la obra.
Herví el pollo y lo piqué, junto con cien gramos de jamón dulce que estaba en la nevera desde hacía varios días. Luego lo puse todo en una escudilla con un huevo, parmesano rallado, nuez moscada, sal y pimienta negra. Lo mezclé, primero con una cuchara de madera y luego con las manos, tras haber añadido pan rallado. Hice albóndigas del tamaño de un huevo y las pasé por otro huevo que había batido con sal y un poco de vino. Las rebocé en pan rallado al que había añadido una pizca de nuez moscada y las hice crepitar en aceite de oliva, a fuego moderado.
Envolví las albóndigas -que desprendían muy buen olor- en papel absorbente y preparé una ensalada con vinagre balsámico. Puse la mesa, con mantel, platos de verdad, cubiertos de verdad y, antes de ponerme a comer, fui a cambiar el CD.
Simon and Garfunkel. The concert in Central Park.
Apreté el botón skip hasta la canción número dieciséis. The boxer.
La escuché toda de pie, hasta la última estrofa. Mi preferida.
In the clearing stands a boxer and a fighter by his trade
And he carries the remainders
of every globe that laid him down
or cut him, till he cried out
in his anger and his shame
I'm leaving, I'm leaving
But the fighter still remains
Just still remains.
Luego apagué el estéreo y fui a comer.
Las albóndigas estaban muy buenas. También la ensalada, y el vino era perfumado y creaba reflejos en el vaso. No estaba triste, aquella noche.
– El hecho es que hemos querido el proceso a la americana, pero nos falta la preparación de los americanos. Nos faltan las bases culturales para el proceso de acusación. Mirad las pruebas y las contrapruebas que se realizan en los procesos americanos o ingleses. Y luego mirad los nuestros. Ellos son expertos y nosotros no. No lo seremos nunca porque nosotros somos hijos de la contrarreforma. Uno no se puede rebelar contra el propio destino cultural.
Hablaba así, durante la pausa de un proceso en el que éramos codefensores, el abogado Cesare Patrono. Príncipe del foro. Millonario y masón.
Le había oído expresar aquel concepto en más de un centenar de ocasiones desde que, en 1989, había entrado en vigor el nuevo código de enjuiciamiento penal.
Quedaba sobreentendido que los demás eran los inexpertos. Los demás abogados -evidentemente él no- y especialmente los fiscales.
A Patrono le gustaba hablar mal de todo y de todos. En las conversaciones de pasillo -pero también durante las audiencias- le gustaba humillar a los colegas y, especialmente, le gustaba intimidar o hacer sentirse incómodos a los magistrados.
Por algún misterioso motivo yo le caía simpático, siempre había sido cordial conmigo y a veces se asociaba conmigo para sus defensas. Lo que significaba un buen negocio, desde el punto de vista económico.
Apenas había acabado de expresar su punto de vista sobre el sistema penal actual cuando salió de la sala de la audiencia, todavía con la toga en los hombros, Alessandra Mantovani, fiscal sustituía de la República.
Era de Verona y había pedido ser trasladada a Bari para estar con un novio. En Verona había dejado a un marido rico y una vida muy cómoda.
Cuando se había trasladado, el novio la había abandonado. Le había dicho que él necesitaba su espacio, que las cosas entre ellos habían funcionado bien, hasta aquel momento, gracias a la distancia, que evitaba el aburrimiento y la rutina. Que necesitaba tiempo para reflexionar. Bien, todo el repertorio clásico de las cabronadas.
Mantovani se había encontrado en Barí, sola, con los puentes cortados a sus espaldas. Se había quedado sin hacer dramas.
Me gustaba mucho. Era como debería ser un buen fiscal, o un buen policía, que es más o menos lo mismo.
En primer lugar, era inteligente y honesta. Después, no le gustaban los delincuentes -de cualquier tipo-, pero no pasaba su tiempo atormentándose y pensando que la mayoría de ellos se salía con la suya. Sobre todo: cuando se equivocaba era capaz de reconocerlo, sin lamentarse.
Nos habíamos hecho amigos, o algo parecido. Lo bastante, en fin, como para ir a comer juntos a veces y contarnos algo de nuestras historias. No lo bastante para que sucediera algo, por más que nuestra presunta relación era uno de los numerosos chismorreos que circulaban por los juzgados.
Patrono detestaba a Mantovani. Porque era mujer, porque era fiscal y porque era más inteligente y más dura que él. Si bien, obviamente, no lo habría admitido nunca.
«Oiga, señora -llamaba señora, ni doctora ni jueza, a las mujeres magistrado para que se pusieran nerviosas y se sintieran incómodas-, oiga este chiste. Es muy nuevo, gracioso de verdad.»
Mantovani se acercó algunos pasos y le miró a los ojos, inclinando la cabeza de lado, sin decir una palabra. Ligero gesto de conformidad -intenta explicarlo tú, este chiste- y sombra de una sonrisa. No era una sonrisa cordial. La boca se había movido pero los ojos estaban inmóviles. Y fríos.
Patrono explicó su chiste. No era muy nuevo, ni siquiera nuevo.
Era el del joven de buena familia que habla con un amigo y le dice que se va a casar con una ex prostituta. El joven le explica al amigo que para él no es un problema la anterior profesión de su prometida. Ni siquiera son un problema los parientes de la prometida, que son traficantes, ladrones y chulos. Todo parece ir de la mejor manera, pero el joven le confiesa a su amigo que tiene una única, grave preocupación. ¿Cuál? -le pregunta el otro.
Cómo decirle a los padres de la novia que su padre es un magistrado.
Patrono se rió él solo. Yo estaba incómodo.
– Yo también sé uno muy bueno. Es de animales -dijo la Mantovani.
– Están Culebra y Zorra que van de paseo por el bosque. De repente empieza a llover y los dos, para protegerse, se meten -por dos entradas distintas- en una galería subterránea. Empiezan a recorrer la galería -donde hay una oscuridad total-, uno en dirección al otro hasta que se encuentran. Más bien se desafían, arreándose el uno contra el otro.
La galería es muy estrecha y no permite pasar cómodamente a los dos. Para que pase uno, el otro se debe arrimar a la pared, y con ello ceder el paso.
Ninguno de los dos quiere, sin embargo, ceder el paso y empiezan a pelearse.
«Apártate y déjame pasar.»
«Apártate tú.»
«Quién te crees que eres.»
«¿Quién eres tú?»
«Dime antes quién eres tú.»
«No, querido, dime primero quién eres tú.» Y así en este tono sin parar.
Bueno, la situación parece estar en un punto crítico y ninguno de los dos sabe cómo salir de ella, también porque ninguno de los dos quiere tomar la iniciativa de atacar al otro, al no saber con quién se las ha de ver.
– Zorra tiene entonces una idea: «Oye, es inútil que sigamos peleándonos, porque de esta manera permaneceremos aquí dentro todo el día. Hagamos un juego para resolver la situación. Yo ahora estoy quieto, tú me tocas e intentas adivinar quién soy. Luego tú estás quieto, yo te toco e intento adivinar quién eres. Quien descubra la identidad del otro gana y puede pasar primero. ¿Qué dices?»
«De acuerdo», dice Culebra, «puede ser una idea. De acuerdo, pero empiezo yo».
Y así Culebra, moviéndose sinuosamente, empieza a tocar a Zorra.
«Veamos, qué orejas largas, puntiagudas que tienes, qué hocico afilado, qué pelo suave, qué gran cola… ¡tú tienes que ser Zorra!»
Un poco molesto Zorra se ve obligado a reconocer que el otro ha acertado.
«Ahora me toca a mí, porque si acierto acabaremos empatados y tendremos que encontrar otra manera para decidir quien pasa.»
Y empieza a tocar a Culebra, que mientras tanto se ha tumbado en el suelo de la galería.
«Qué cabeza tan pequeña que tienes, no tienes orejas, eres resbaladizo, largo. ¡¿No tienes cojones?!»
«¿Y no serás por casualidad un abogado?»
Rió en silencio entrecerrando los ojos. También Patrono intentó reír, pero no lo logró. Hizo una especie de mueca forzosa, intentó decir algo pero sin éxito. No sabía perder.
Mantovani se quitó la toga de los hombros, dijo que iba a su despacho, que nos veríamos al reanudarse la audiencia y se marchó.
De vez en cuando, un hombre de verdad. Pensé.
Pasó algún día más y luego llegó la llamada de Abagiage.
Necesitaba verme. Enseguida.
Dije que podía venir el mismo día, a las ocho de la tarde, hora de cierre de la oficina. Así podríamos hablar con más calma.
Llegó con casi media hora de retraso y eso me asombró: no correspondía a la imagen que me había forjado de ella.
Oí sonar el timbre cuando ya estaba pensando en marcharme.
Atravesé el despacho desierto, abrí y la vi. En medio del rellano, con la luz apagada.
Entró arrastrando una caja. Había libros y unas pocas cosas de Abdou, entre ellas un sobre con algunas decenas de fotografías.
Dije que podíamos ir a hablar a mi despacho y ella me indicó que no con la cabeza. Tenía prisa. Permaneció allí, a un metro de la puerta y abrió la bolsa, sacando un fajo de billetes similar al de la primera vez que había venido a mi oficina.
Me dio el dinero y sin mirarme a los ojos empezó a hablar rápidamente. Esta vez se notaba el acento. Fuerte como un olor.
Tenía que marcharse. Tenía que regresar a Assuan. Estaba obligada, estaba obligada -dijo- a regresar a Egipto.
Pregunté cuándo y por qué, y la explicación se hizo confusa. Cortada a veces por palabras que no comprendía.
Hacía más de una semana había hecho el examen de final de curso. En teoría, habría tenido que marcharse inmediatamente; además el resto de los becarios ya se habían ido.
Se había quedado, solicitando una prórroga de la beca, exponiendo que debía profundizar en algunos estudios. La prórroga no había sido concedida y el día anterior había llegado un fax, de su país, en el que le notificaban que debía regresar. Si no lo hacía enseguida, perdería su puesto de funcionaría en el ministerio de agricultura.
No tenía elección, dijo. Si se quedaba no podría ayudar a Abdou. Sin dinero y sin trabajo.
Sin una casa, visto que le habían dicho que tenía que dejar libre la habitación en la residencia cuanto antes.
Iría a Nubia e intentaría conseguir un período de excedencia. Haría lo imposible para regresar a Italia.
Había recogido todo el dinero que había podido para pagar la defensa de Abdou, es decir, a mí. Eran casi tres millones. Tenía que hacer el máximo, todo lo posible para ayudarle.
No, Abdou no lo sabía todavía. Se lo diría al día siguiente, durante la visita.
De todas maneras -repitió, demasiado rápido y sin mirarme- haría el máximo para regresar pronto a Italia.
Ambos sabíamos que no era verdad.
Maldición, pensé. Maldición, maldición, maldición.
Tenía ganas de insultarla porque me dejaba solo con aquella responsabilidad.
Yo no la quería, aquella responsabilidad.
Tenía ganas de insultarla porque me reflejaba en su inesperada mediocridad y en su cobardía. Y me reconocía con una claridad insoportable.
Me acordé de aquella vez en la que Sara había hablado de la posibilidad de tener un hijo. Era una tarde de octubre y yo dije que no creía que hubiera llegado todavía el momento. Ella me miró y asintió sin decir nada. Nunca más habló de ello.
No insulté a Abagiage. Oí sus explicaciones sin decir nada.
Cuando terminó se fue retrocediendo, como si tuviera miedo de darme la espalda.
Yo permanecí de pie en el umbral, cerca de la caja de cartón con las cosas de Abdou, el fajo de billetes en la mano. Luego cogí el teléfono que estaba en el escritorio de mi secretaria y sin pensarlo marqué el número de Sara, que antes también era mi número.
Sonaron cinco timbrazos y luego contestaron.
La voz era nasal, más bien joven.
– ¿Sí? -el tono era el de alguien que está en su casa. Quizás acababa de regresar del trabajo, cuando había sonado el teléfono se estaba quitando la corbata y mientras contestaba se quitaba la americana y la echaba sobre el sofá.
Inexplicablemente no colgué.
– ¿Está Estefanía?
– No, mire, aquí no hay ninguna Estefanía, se ha equivocado de número.
– Oh, perdóneme. ¿Podría decirme a qué número he llamado?
Me lo dijo y yo lo escribí, también. Para estar seguro de haber comprendido bien.
Miré detenidamente aquel trozo de papel, mientras mi cerebro daba vueltas inútilmente alrededor de una voz nasal, sin rostro, que contestó el teléfono de mi casa.
– Ha sido una película muy buena, esta noche. ¿Cómo se llaman los actores?
– Harry es Billy Cristal. Sally, Meg Ryan.
– Espera, ¿cómo era la frase… aquella del sueño de las olimpíadas?
– He vuelto a tener aquel sueño. Estoy haciendo el amor y los árbitros olímpicos observan. He llegado a la final. El árbitro canadiense me da un 9, el americano un 10, y mi madre, disfrazada de árbitro de Alemania del Este, me da un 3.
Ella empezó a reír. Cuánto me gustaba su risa, pensé.
La risa es importante porque no se puede fingir. Para comprender si uno es auténtico o es falso el único sistema seguro es mirar -y escuchar- su risa. Las personas que de verdad merecen la pena son las que saben reír.
Me sacudió tocándome el brazo.
– Dime tus tres películas preferidas.
– Carros de fuego, El gran miércoles, Picnic en Hanging Rock.
– Eres el primero que contestas así… rápidamente. Sin pensar.
– Ésta de las películas preferidas es una pregunta que yo hago siempre. Se puede decir, pues, que estaba preparado. ¿Las tuyas?
– La primera es Blade Runner. Absolutamente.
– «He visto cosas que vosotros, humanos, no podríais imaginar. Naves de guerra en llamas ante los baluartes inexpugnables de Orión. Y he visto los rayos beta relampaguear en el vacío cerca de las puertas de Tannhäuser. Y todos aquellos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es-tiempo-de-morir. Time-to-die.»
– Bravo. La pronuncia exactamente así. Es-tiempo-de-morir. Separando las palabras. Y después deja volar a la paloma.
Asentí y ella continuó hablando.
– Te digo otras películas. American Graffiti y Manhattan. Quizá mañana diga otras dos -Blade Runner siempre está-, pero hoy son éstas. Cuántas veces he dicho Metropolis, por ejemplo.
– ¿Por qué hoy son éstas?
– No lo sé. Va, ¿seguimos jugando?
– De acuerdo. Juguemos este otro juego. Llega un extraterrestre a nuestro planeta y tú debes ofrecerle un ejemplo de lo mejor que hay en la tierra, para convencerle de quedarse. Tienes que darle un objeto, un libro, una canción, una frase y, bueno, había también una película pero ya la hemos dicho.
– Me gusta. La frase ya la conozco. Es de Malraux: «La patria de una persona que puede escoger es allá donde llegan las nubes más vastas».
Permanecimos un instante en silencio. Cuando ella estaba a punto de seguir la interrumpí.
– Tienes que hacerme un favor. ¿Quieres?
– Sí. ¿Qué favor?
– Si te enamoras perdidamente de mí, querría que lo dijeras enseguida. No te fíes de mi intuición. Por favor. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. ¿Vale también para mí?
– Sí. Ahora dime las demás cosas para el marciano.
– El libro es El joven Holden. Para la canción tengo muchas dudas. Because the night, de Patti Smith. O tal vez Suzanne, de Leonard Cohen. O Ain't no cure for love, también de Leonard Cohen. No lo sé, una de éstas. Quizá.
– ¿El objeto?
– La bicicleta. Ahora dime los tuyos.
– La frase en realidad es un intercambio de sentencias. De En el camino. Dice así: «Tenemos que irnos y no detenernos hasta que no hayamos llegado». Contesta el otro: «¿A dónde vamos, amigo?» «No lo sé pero tenemos que ir.»
– El libro.
– Posiblemente no lo conozcas. El estudiante extranjero. Es de un escritor francés…
– Lo he leído. Es aquél del chico francés que va a estudiar a una universidad en Estados Unidos, en la década de 1950.
– No lo conoce nadie, ese libro. Tú eres la primera. Qué extraño.
Sus ojos relampaguearon un instante en la oscuridad del coche, como hojas de cuchillos.
Estábamos aparcados en el arrecife, casi al borde del mar de Polignano. Fuera era febrero y hacía mucho frío.
Dentro del coche no. Dentro del coche, aquella noche, parecía estar al resguardo de todo.
– Estoy contenta de haber salido contigo, esta noche. Quería llamarte para decirte que no tenía ganas. Después pensé que ya debías de haber salido de casa y que de todas formas me comportaba como una maleducada. Entonces me dije: vamos al cine y luego le pido que me acompañe a casa y voy pronto a la cama.
– ¿Por qué ya no querías salir?
– Ahora no tengo ganas de hablar. Sólo quería decirte que estoy contenta de haber salido. Y estoy contenta de no haberte pedido que me acompañaras a casa al salir del cine. Ahora juguemos. Me gusta. Dime la canción y el objeto.
– El objeto es la pluma estilográfica. La canción es Pezzi di vetro.
– ¿Puedo decir una cosa sobre el libro?
– ¿Sí?
– No estoy ya segura de El joven Holden.
– ¿Quieres cambiar?
– Quizá sí. El principito. Me parece más idóneo, quizá. ¿Qué le dice el zorro al principito cuando quiere que lo amaestre?
– «Los campos de trigo no me recuerdan nada. Y esto es triste. Pero tú tienes los cabellos color de oro. Entonces será maravilloso cuando me hayas amaestrado. El trigo, que es dorado, me hará pensar en ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.»
Ella me miró. En sus ojos había estupor infantil. Era muy hermosa.
– ¿Cómo logras sabértelo todo de memoria?
– No lo sé. Siempre ha sido así. Si una cosa me gusta, con leerla u oírla una sola vez ya tengo bastante y me acuerdo. El principito lo he leído en cambio muchas veces. Así no tiene mucho mérito.
– En tu opinión, ¿cuál es la cualidad más importante en una persona?
– El sentido del humor. Si tienes sentido del humor -no la ironía, o el sarcasmo, que son otra cosa-, no te tomas en serio. Y entonces no puedes ser malo, no puedes ser estúpido y no puedes ser vulgar. Si lo piensas, lo comprendes casi todo. ¿Conoces a personas con sentido del humor?
– Pocas. En cambio he encontrado a muchas -hombres especialmente- que se tomaban muy en serio.
Tuvo un momento de duda, pero luego prosiguió.
– Mi novio es uno de ésos.
– ¿Qué hace tu novio?
– Es ingeniero.
– ¿Una persona seria?
– No. Él es capaz de hacerte reír, es simpático. Quiero decir: es inteligente, suelta frases divertidas, y cosas por el estilo. Pero sólo es capaz de bromear sobre los demás. Sobre sí mismo es tremendamente serio. No, no tiene sentido del humor.
Se detuvo y a continuación prosiguió.
– Me gustaría que tú tuvieras sentido del humor.
– También a mí me gustaría poder tenerlo. Para decir la verdad, teniendo en cuenta lo que has dicho, para tenerlo vendería a mi madre y a mi padre a los caníbales. Siempre sin tomarme en serio, por supuesto.
Ella rió de nuevo y luego seguimos hablando así, en el coche, que nos protegía del viento y del exterior. Durante horas.
Ya habían pasado las cuatro de la madrugada cuando nos dimos cuenta de que teníamos que regresar.
Llegamos a su casa, en el centro, cuando el cielo empezaba a clarear.
– Si mañana piensas que todavía tienes ganas de salir conmigo, llámame. Si me llamas te regalo un libro.
Sara me tomó la barbilla entre sus dedos y me dio un beso en los labios. Luego, sin decir nada, salió del coche. Tras unos segundos había desaparecido detrás de un portal de madera reluciente.
Yo me propiné dos pequeños puñetazos en la cara, en un lado y en el otro. Luego puse en marcha el coche y me fui, con la música a todo volumen.
Diez años después estaba solo en mi despacho desierto, con los recuerdos y su melodía lancinante.
Desde hacía mucho tiempo ya no era capaz de aprender de memoria -oyéndolas o leyéndolas una sola vez- las canciones, las frases de los libros y de las películas.
Entre todas las cosas desaprovechadas también estaba aquélla.
Entonces tuve que ir a casa, esperando que entre los libros que había cogido y llevado conmigo estuviera El principito. Porque a aquella hora no había librerías abiertas, y yo tenía prisa, y no podía esperar a la mañana siguiente.
Estaba. Fui a las últimas páginas, cuando el principito está a punto de ser mordido por la serpiente y saluda a su amigo aviador.
«Tú, tú tendrás unas estrellas como nadie ha tenido. Cuando mires al cielo, de noche, dado que yo viviré en una de ellas, dado que yo reiré en una de ellas, entonces para ti será como si todas las estrellas rieran. Tú tendrás, tú solo, ¡estrellas que saben reír! Y cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento por haberme conocido. Siempre serás mi amigo. Tendrás ganas de reír conmigo. Y a veces abrirás la ventana así, por placer. Y tus amigos estarán atónitos cuando te vean reír mirando el cielo. Entonces tú dirás: ¡Sí, las estrellas siempre me hacen reír!, y pensarán que estás loco.»
Dormí dos horas exactas.
Me acosté en la cama pocos minutos antes de las tres, abrí los ojos a las cinco en punto y me levanté extrañamente descansado.
Aquella mañana no tenía compromisos, así que pensé en salir a caminar. Me duché, me afeité, me puse unos viejos pantalones de loneta cómodos, una camisa tejana y un gorro. Me puse zapatillas de deporte y una chaqueta de piel.
Fuera empezaba a clarear.
Estaba ya en la puerta cuando me acordé de que podía llevar un libro, para detenerme a leer en cualquier lado. En un jardín o en un café, como hacía muchos años. Entonces examiné los libros que nunca había puesto en orden y que estaban en mi apartamento. Por todas partes, diseminados y provisionales.
Por algunos instantes pensé que estaban provisionales como yo en aquella casa, pero enseguida me dije que era una reflexión banal y patética. Así que dejé de filosofar y volví simplemente a escoger un libro.
Tomé Doppio sogno, que era una edición de bolsillo y me cabía bien en el bolsillo de mi chaqueta de piel. Cogí los cigarrillos, no cogí, deliberadamente, el móvil y salí.
Mi casa estaba en la calle Putignani y, saliendo, enseguida se podía ver a la derecha el teatro Petruzzelli.
Desde fuera, el teatro era normal, con la cúpula y todo lo demás. Desde dentro no. El fuego lo había devorado, una noche hacía diez años, y desde entonces estaba allí, a la espera de que alguien lo reconstruyera. Mientras, vivían allí los gatos y los fantasmas.
Me dirigí hacia el teatro, notando sobre el rostro el aire fresco y límpido de la temprana mañana. Muy pocos coches y ninguna persona.
Me viene a la cabeza cuando, hacia el final de mis estudios universitarios, solía muy a menudo regresar a casa a aquella hora.
Por las noches jugaba a póquer, o salía con chicas. O sencillamente me quedaba bebiendo, fumando o hablando con los amigos.
Una mañana, a eso de las seis, después de una de estas noches, estaba en la cocina, para beber un vaso de agua antes de ir a acostarme. Llegó mi padre para preparar un café.
– ¿Por qué te has levantado tan pronto?
– No papá, vuelvo ahora.
Me miró sólo un segundo, con los ojos entreabiertos.
– No logro entender cómo tienes ganas de decir tonterías incluso a estas horas.
Luego se giró encogiendo los hombros, resignado.
Llegué hasta la calle Cavour, precisamente delante del Petruzzelli, y proseguí en dirección hacia el mar. Dos manzanas más adelante me detuve en un bar, desayuné y encendí el primer cigarrillo del día.
Estaba en la zona con las casas más bonitas de Bari. En aquella parte de la ciudad había vivido Rosana, mi novia en la época de la universidad.
Habíamos tenido una historia más bien borrascosa, por mi culpa. Transcurridos sólo unos pocos meses, ya me parecía que mi libertad se había visto, como se dice, comprometida por nuestra relación.
Entonces a veces no acudía a las citas y casi siempre, cuando no iba, llegaba con retraso. Ella se enfadaba y yo sostenía que no eran aquéllas las cosas importantes. Ella decía que la buena educación era importante y yo empezaba a explicarle, con abundantes argumentos sofísticos, la diferencia entre la buena educación formal -la suya- y la buena educación substancial. Obviamente la mía.
En aquella época ni me pasaba por la cabeza la idea de que era sólo un villano prepotente. En cambio, como era más diestro enredando con las palabras, me convencía de que tenía razón. Esto me obligaba a comportarme peor, incluyendo en el concepto de peor también una serie de amoríos secretos con chicas de dudosa moralidad.
De todo ello me di cuenta cuando ya nos habíamos dejado. Había pensado varias veces en nuestra historia y me había convencido de que me había comportado verdaderamente como un cabrón. Si hubiera tenido la oportunidad, habría tenido que admitirlo y pedir perdón.
Luego, tal vez siete u ocho años después, me encontré por casualidad a Rosana, que mientras tanto había ido a trabajar a Bolonia.
Nos encontramos en casa de unos amigos durante las vacaciones de Navidad, y ella me preguntó si me apetecía tomar un té con ella al día siguiente. Me apetecía. Así que nos vimos, tomamos el té y durante una hora permanecimos charlando.
Ella había tenido una niña, se había separado del marido, tenía una agencia de viajes con la que ganaba mucho dinero y todavía era muy hermosa.
Estaba contento de haberla vuelto a ver y me encontraba a gusto. De modo que me salió espontáneamente decirle que a menudo había pensado en cuando estábamos juntos y que estaba convencido de haberme comportado mal. Me apetecía decírselo, por lo que significaba. Ella sonrió y me miró un rato de manera un tanto extraña, antes de hablar. No dijo exactamente lo que yo esperaba.
– Eras un niño viciado. Estabas tan concentrado en ti mismo que no te dabas cuenta de lo que acontecía a tu alrededor, incluso a tu lado.
– ¿Qué quieres decir?
– Nunca sospechaste siquiera que durante casi un año yo estuve liada con otro.
Habría querido ver mi rostro en aquel momento. Debía de ser un rostro cómico, porque Rosana sonreía y parecía que se estuviera divirtiendo mientras me miraba.
– ¿Has estado también con otro? ¿En qué sentido, perdona?
Entonces ella dejó de sonreír y se puso a reír. ¿Cómo no darle la razón?
– ¿Cómo en qué sentido? Estábamos juntos.
– ¿Qué quiere decir estábamos juntos? Tú estabas conmigo. ¿Cuándo os veíais?
– Por la noche, casi todas las noches. Cuando tú me acompañabas a casa. Él me esperaba en la esquina, en el coche. Yo esperaba en el portal y, cuando te habías ido, doblaba la esquina y me metía en el coche.
Tenía una especie de dolor de cabeza extraño.
– ¿Y a dónde… a dónde ibais?
– A su casa de la Muralla en el Bari Viejo.
– A su casa. En el Bari Viejo. ¿Y qué hacíais en su casa de la Muralla en el Bari Viejo?
Me había dado cuenta demasiado tarde de haber dicho una idiotez realmente muy gorda, pero no entendía bien del todo.
También ella se dio cuenta y no hizo nada para que no me pesara.
– ¿Qué hacíamos? ¿Quieres decir de noche, en su apartamento de la Muralla?
Se lo estaba pasando bien. Yo en cambio no. Había salido para tomar un té con una ex novia y me encontraba con que de repente tenía que volver a escribir la historia.
Supe que él se llamaba Pepe, que era representante de joyería, que estaba casado y era rico. La de la Muralla, para ser precisos, no era su casa, sino su picadero. En la época en que sucedió aquello tenía treinta y seis años y una buena mujer.
En la época en que sucedió aquello yo tenía veintidós años, mis padres me daban cuarenta mil a la semana, compartía la habitación con mi hermano y tenía -lo estaba descubriendo con un cierto retraso- una novia buscona.
Llegué al mar, giré a la izquierda, en dirección al teatro Margherita y de allí me dirigí hacia San Nicolás, rodeando la Muralla por la parte inferior. Precisamente por donde el señor Pepe tenía su picadero. Al que llevaba a mi novia.
Era ya de día, el aire era fresco y limpio y era el día ideal para dar un paseo. Proseguí hasta el Castillo Svevo y luego más allá de la feria de muestras para llegar, quizá dos horas y algunos kilómetros después de haber salido de casa, a la pineda de San Francisco.
Estaba desierta. Sólo algún señor que corría y algún otro que estaba sentado y prefería dejar correr a su perro.
Escogí un buen banco, de los verdes, de madera, provisto de respaldo y expuesto al sol. Me senté y leí mi libro.
Cuando lo acabé, pasadas unas dos horas, pensé que me encontraba bien y que podía descansar todavía diez minutos antes de tomar el camino de regreso a casa. O quizá al despacho, donde con toda seguridad habían empezado a preguntarse qué había sido de mí.
Me saqué la chaqueta, ya que empezaba a hacer calor, la doblé haciendo una especie de cojín y me tumbé con la cara al sol.
Me desperté cuando era ya mediodía pasado. Los que hacían jogging se habían multiplicado y había parejas de chicos, señoras con niños y viejecitos que jugaban a las cartas en mesitas de piedra. También dos testigos de Jehová que intentaban convertir a todos aquellos que no les pusieran la suficiente mala cara.
Hora de irse. Decididamente.
Al regresar a casa vi el móvil y lo ignoré. Cuando fui al despacho, por la tarde, estaba en mi bolsillo, pero seguía apagado.
María Teresa me arrolló en el preciso instante en que abría la puerta. Me habían intentado localizar toda la mañana, en casa y en el móvil. En casa no contestaba nadie y el móvil estaba apagado.
Claro -pensé-, estaba en la pineda tomando el sol, para que os fastidiéis todos, y sin el maldito móvil.
Aquella mañana se había armado un jaleo de miedo.
¿Acaso me había olvidado de alguna audiencia? Ah, menos mal, no me lo parecía. ¿Me había buscado mucha gente? Bueno, volverán a llamar. No, no me había olvidado de que al día siguiente vencía el plazo para la apelación de Colaianni.
Falso, me había olvidado completamente, y menos mal que tenía una secretaria que sabía hacer su trabajo.
¿Desde mediodía habían llamado tres veces de la cárcel? ¿Y por qué?
María Teresa no lo sabía. Era una cosa urgente, habían dicho, pero no habían explicado qué. La última vez había llamado un tal inspector Surano. Había pedido que le llamara tan pronto como me encontraran.
Llamé a la centralita de la cárcel, pregunté por el inspector Surano y, después de haber esperado al menos tres minutos, oí una voz baja, ronca, con acento de la provincia de Lecce.
Sí, era el abogado Guerrieri. Sí, el abogado del detenido Abdou Thiam. Sí, podía ir a la cárcel, si me explicaba antes por qué motivo.
Me explicó el motivo. Aquella mañana, después de las visitas, el detenido Abdou Thiam había intentado suicidarse por ahorcamiento.
Lo habían salvado cuando ya colgaba de una cuerda hecha de pedazos de sábanas desgarradas y entrelazadas entre ellas. Ahora estaba ingresado en la enfermería de la cárcel, con vigilancia ininterrumpida durante las 24 horas.
Dije que llegaría lo antes posible.
Lo antes posible es un concepto muy ambiguo si se habla de ir del centro de Bari a la cárcel, por la tarde, un día laborable.
Sin embargo, en poco menos de media hora estaba delante de la verja de la cárcel y toqué el timbre después de haber aparcado. Obviamente en zona prohibida.
El celador que estaba de guardia había sido avisado de mi llegada. Me pidió que esperara y llamó al inspector Surano, que llegó con insólita rapidez. Dijo que el director quería hablar conmigo y si podíamos ir a verle. Pregunté cómo estaba mi cliente y él me dijo que estaba bastante bien, físicamente. Me acompañaría él mismo a la enfermería después del encuentro con el director.
Nos adentramos por pasillos amarillentos, miserablemente iluminados y por los que se expandía el inconfundible olor rancio de las cárceles, de los cuarteles y de los hospitales. De vez en cuando nos cruzábamos con algún recluso-trabajador que manejaba una escoba o empujaba un carrito. Al final entramos en un pasillo que estaba recién pintado, donde había plantas y al final del cual estaba la puerta del despacho del director.
El inspector Surano llamó, se asomó a la habitación, dijo algo que no pude oír y luego abrió la puerta, haciéndome entrar y siguiéndome.
El director era un señor de unos cincuenta y cinco años, de aspecto anónimo, la piel sutil y opaca, la mirada huidiza.
Estaba conmocionado, dijo, por aquello que había sucedido, pero por suerte, gracias a la capacidad de reacción de uno de sus hombres se había evitado una tragedia.
Otra tragedia, pensé, acordándome del suicidio de un cliente mío -un toxicómano de veinte años- y de los rumores, nunca confirmados, sobre la violencia ejercida contra los reclusos para imponer disciplina.
El director quería demostrarme que ya había dado órdenes rigurosas para que el detenido, cómo se llamaba, sí, el detenido Abdou Thiam, fuera vigilado constantemente con la finalidad de prevenir ulteriores intentos de suicidio o cualquier acción auto-destructiva.
Estaba convencido de que este desagradable incidente no se investigaría, ni tampoco se le daría publicidad, para la tranquilidad de la institución penitenciaria y del propio recluso. Por su parte, estaba a mi disposición en caso de que me hiciera falta algo.
Traducido al italiano: no me crees líos y será mejor para todos. Incluido tu cliente, que está aquí dentro y aquí se queda.
Me habría gustado decirle que se jodiera, pero tenía prisa por ver a Abdou y además, de repente, me notaba muy cansado. Entonces le agradecí su disponibilidad y le rogué que me hiciera acompañar a la enfermería.
No nos estrechamos la mano y el inspector Surano me guió recorriendo el camino andado, y luego por otros pasillos todavía más estrechos, a través de las rejas y la peste de rancio que parecía colarse por todas las rendijas.
La enfermería era una habitación con una decena de camas, casi todas ocupadas. No vi a Abdou y miré a Surano. Él hizo una señal con la cabeza para señalar el fondo de la habitación y luego me precedió.
Abdou estaba en una cama, los brazos inmovilizados con correas y los ojos semiabiertos. Respiraba por la boca.
Junto a él estaba sentado un funcionario de prisiones grueso, con bigotes. Fumaba con aire aburrido.
Surano quiso darse aires:
– Joder, ¿fumas en la enfermería, Abbaticchio? Apágalo, apágalo y déjale la silla al abogado.
Nunca vista semejante cortesía. Evidentemente, el director había dado órdenes de que se esmeraran en el trato.
El funcionario Abbaticchio miró al inspector con los ojos obtusos. Estuvo a punto de decir algo, luego se dio cuenta de que lo mejor era no hacerlo. Apagó el cigarrillo y se alejó, ignorándome por completo. Surano me dijo que podía estar tranquilo. Cuando hubiera terminado, él mismo me acompañaría a la salida. Él también se alejó hasta la entrada de la enfermería.
Ahora estaba solo junto a la cama de Abdou, que parecía no haberse dado cuenta de mi presencia.
Me incliné un poco e intenté llamarle, pero él no dio señales de responder. Cuando estaba a punto de tocarle un brazo, él habló, casi sin mover los labios.
– ¿Qué quieres, abogado?
Retiré la mano, con un ligero sobresalto.
– ¿Qué ha pasado, Abdou?
– Sabes lo que ha ocurrido. Si no, por qué ibas a estar aquí.
Tenía los ojos abiertos, ahora, y miraba hacia el techo. Yo me senté, dándome cuenta de que en aquel momento no sabía qué decir.
Al estar al nivel de la cama noté las excoriaciones de su cuello.
– ¿Ha venido Abagiage esta mañana?
Él no contestó ni me miró. Cerró la boca y apretó las mandíbulas. Logró tragar tras dos intentos. Luego, como en una escena a cámara lenta, vi en el interior de su ojo izquierdo una gota -una sola- que se formaba, que crecía, que se separaba recorriendo lentamente todo el rostro, hasta detenerse en el borde de la mandíbula. Yo también tuve dificultades para tragar.
Durante un tiempo indefinible no habló ninguno de los dos. Luego me di cuenta de que sólo tenía una cosa que decir que tuviera sentido.
– Te has quedado solo y crees que ahora se ha acabado de verdad. Lo sé. Probablemente tengas razón.
Los ojos de Abdou, que habían permanecido fijos en el techo, giraron lentamente hacia mí. También se movió la cabeza, si bien muy poco. Disponía de su atención. Volví a hablar y mi voz era extrañamente calmada.
– En efecto, tal como lo veo yo, tienes una sola posibilidad, que es más bien débil. Y la decisión sólo puede ser tuya.
Él me miraba, ahora, y yo sabía que tenía el control.
– Si tienes ganas de luchar por esa posibilidad, dímelo.
– ¿Qué posibilidad?
– No hacemos el proceso abreviado. Vamos a juicio frente a un tribunal e intentamos ganarlo, es decir, que te absuelvan. Las posibilidades son muy pocas y te confirmo lo que te dije la otra vez. Mi consejo siempre es escoger el proceso abreviado. Pero la decisión es tuya. Si no quieres el proceso abreviado, yo te defenderé en el juicio.
– No tengo dinero.
– A la mierda el dinero. Si consigo que te absuelvan, lo que es improbable, encontrarás la manera de pagarme. Si te condenan, tendrás problemas más serios que una deuda conmigo.
Él apartó la mirada, que había mantenido fija en mí, mientras hablaba. Volvió a mirar al techo, pero de manera distinta ahora. Tuve también la impresión de notar la sombra de una sonrisa, amarga, en sus labios. Al final habló, siempre sin mirarme, pero con voz firme.
– Eres inteligente, abogado. Yo siempre he creído ser más inteligente que los demás. Eso no es una suerte, pero es difícil comprenderlo. Si crees que eres más inteligente que los demás, no comprendes muchas cosas hasta que te caen encima. Entonces ya es tarde.
Hizo el gesto de levantar el brazo derecho, pero estaba bloqueado por la correa. Yo sentí el impulso de preguntarle si quería que lo soltaran, pero no dije nada. Él continuó hablando.
– Hoy me parece que tú eres más inteligente que yo. Yo pensaba que estaba muerto y ahora, después de que has hablado, creo que me equivocaba. Has hecho una cosa que no comprendo.
Hizo una pausa y respiró profundamente, con la nariz, como para reunir todas sus fuerzas.
– Quiero que vayamos a juicio. Para ser absuelto.
Sentí un escalofrío que surgía de lo más alto de la cabeza y se desparramaba por toda la espalda. Quería decir algo, pero sabía que cualquier cosa sería inadecuada.
– De acuerdo -dije entonces-, nos vemos pronto.
Él apretó de nuevo las mandíbulas y asintió, sin separar la mirada del techo.
Cuando regresé a mi coche encontré en el parabrisas la hojita blanca de la multa por estacionamiento en zona prohibida.
Dos semanas después se celebró la audiencia preliminar.
Carenza llegó con retraso, como de costumbre.
Yo esperaba fuera de la sala, charlando con algún colega y con los periodistas que estaban allí precisamente por mi proceso. Cervellati, en cambio, no había llegado.
A él no le gustaba esperar al juez delante de la sala, entre los abogados. Así que ordenaba a su secretario que le dijera al ayudante del juez que lo llamaran cuando la audiencia estuviera a punto de empezar.
Carenza entró en la sala seguida por su ayudante y un empleado que empujaba un carrito repleto de carpetas. Yo también entré, me senté en mi sitio, en el banco de la derecha para quien esté frente al juez, y abrí mis documentos, sin más, tanto para hacer algo como para calmar los nervios.
Poco después me di cuenta de que en la sala también estaba mi colega Cotugno, que tenía que constituirse en acusación particular por parte de los padres del niño. Era un abogado anciano, un poco fanfarrón, sordo y con un aliento terrible.
Las conversaciones con Cotugno eran surrealistas. Él, como no le funcionaba el oído, tendía a acercarse. Su interlocutor, al que normalmente le funcionaba el olfato, tendía en cambio a retirarse. Hasta que las circunstancias y la buena educación se lo permitían. Luego tenía que aguantarme.
Así que cuando vi a Cotugno sentado en el banco del fiscal -como solían hacer los abogados de la acusación particular- puse en marcha una compleja estrategia para evitar su aliento. Me levanté a medias, apoyándome en mi banco, alargué el brazo en toda su extensión y le di la mano manteniendo un equilibrio precario. Claramente incompatible con cualquier conversación. Luego me volví a sentar.
La jueza dijo al ayudante que avisara a los funcionarios de prisiones para que trajeran al detenido del calabozo.
En aquel momento Cervellati se materializó a mi izquierda. Llevaba un traje gris con mocasines marrones sin cordones y con borlitas. Me preguntó qué pretendía conseguir con aquel juicio.
Mentí. Mi cliente -dije- había querido pensarlo hasta el último momento, de modo que yo no iba a saber hasta aquella mañana si pediríamos el proceso abreviado o no.
Cervellati me miró, pareció que estaba a punto de decir algo, luego agitó la cabeza y se sentó en su sitio. No me había creído, y no tenía un aire amistoso.
Dos minutos después, por una puerta lateral, rodeado por cuatro funcionarios de prisiones, las esposas en las muñecas, entró Abdou. Llevaba unos pantalones de loneta de color caqui y una camisa blanca; en el brazo llevaba una chaqueta o una cazadora. Tenía un aspecto limpio. Estaba bien afeitado y su camisa parecía haber sido planchada aquella misma mañana.
– Señoría, ¿puedo hablar un momento con mi cliente, antes de empezar la audiencia?
– Adelante, abogado. Por favor, quítenle las esposas.
El funcionario más anciano extrajo una llave y liberó las manos de Abdou. Me acerqué a él mientras se masajeaba las muñecas. Hablé en voz baja.
– Bueno, Abdou, si has cambiado de idea todavía tenemos tiempo. Poco, pero todavía tenemos tiempo.
Él negó con la cabeza. Yo permanecí unos instantes mirándole y él me miró a mí. Luego regresé a mi sitio, notando cómo las pulsaciones aceleraban el ritmo y el miedo llegaba, como una ola.
Las formalidades de apertura de la audiencia fueron despachadas con rapidez y luego llegamos al momento.
– ¿Se va a solicitar un procedimiento alternativo? -dijo Carenza.
Me levanté abrochándome la americana. Aún eché una mirada en dirección a Abdou.
– Señoría, mi cliente y yo hemos examinado detenidamente la eventual conveniencia de solicitar un procedimiento abreviado, pero al final ambos hemos considerado que se trata de un proceso que debe someterse a juicio. Y por ello, no, no solicitamos un procedimiento alternativo.
Me senté sin mirar a Cervellati.
La jueza invitó entonces a las partes a que formularan sus conclusiones.
Cervellati habló brevemente. La investigación estaba llena de pruebas contra el acusado, Abdou Thiam. Eran pruebas que ciertamente conducirían a una confirmación de su responsabilidad penal, al final del juicio, con respecto a todos los cargos delictivos -los gravísimos, odiosos cargos delictivos- explicitados en la acusación. La audiencia preliminar sólo podía concluirse con la apertura de juicio al imputado ante un tribunal, para responder de secuestro de persona y de homicidio voluntario. Sólo era necesario integrar el agravante contenido en el cargo B. En base al art. 423 del código penal, el fiscal quería modificar la acusación de homicidio. De homicidio simple a homicidio con agravantes.
Cervellati hizo constar en el acta la nueva imputación.
Había mantenido su palabra. Ahora mi cliente tenía una acusación que, en caso de condena, lo llevaría directamente a la cadena perpetua.
La jueza me preguntó si pensaba pedir un plazo para la defensa. Era un gesto de cortesía, no estaba obligada a hacerlo. Se lo agradecí y dije que no, no pensábamos pedir plazos.
Entonces le tocó a Cotugno, quien fue todavía más breve que Cervellati. Se unió a las peticiones del fiscal y pidió también él la apertura del juicio.
Yo tenía poco que decir, porque en un proceso como aquél no había, obviamente, ninguna posibilidad de libre absolución en la audiencia preliminar.
Y entonces, simplemente, dije que no teníamos observaciones sobre la petición de apertura de juicio.
Luego la jueza leyó el acta.
El juicio contra Abdou Thiam, nacido en Dakar, Senegal, el 4 de marzo de 1968, por las acusaciones de secuestro de persona y homicidio con agravantes quedaba fijado para el 12 de junio, en la Audiencia Provincial de Bari.