175940.fb2 Testigo involuntario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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TERCERA PARTE

1

Regresaba a casa, del despacho. Pensaba que habría tenido que hacer la compra para evitar comer fuera una vez más cuando oí una voz de mujer, ligeramente gutural, a mi espalda.

– ¿Puede ayudarme, por favor? Estoy a punto de caerme.

Mi vecina Margarita. Era impresionante que no se hubiese caído ya al suelo. Llevaba una cartera repleta, numerosas bolsas de plástico llenas de comida y un tubo largo para llevar dibujos del tipo que usan los arquitectos.

La ayudé, en el sentido de que cargué con toda la compra. Así que empezamos a andar juntos.

– Menos mal que me he encontrado con usted. Hace una semana estaba más o menos en la misma situación y me encontré con aquel profesor anciano, Costantini, que se ofreció para ayudarme. Le di las bolsas, y él, después de recorrer la primera manzana, estuvo a punto de tener un infarto.

Sonreí con un aire vagamente idiota. Evidentemente, habría tenido que saber quién era ese profesor Costantini.

– ¿Quién es el profesor Costantini?

– El que vive en el segundo piso, en nuestro edificio. Perdone, pero ¿usted desde cuándo vive allí?

Pensé que vivía en aquel edificio desde hacía más de un año. No conocía el nombre de ninguno de los inquilinos.

– Vivo allí desde hace un año, más o menos.

– Bien, felicidades, usted debe de ser un tipo sociable. ¿Qué hace, duerme de día y de noche deambula con un chándal, una capa y una máscara para librar a la ciudad de los criminales?

Le dije que era abogado, y ella -tras hacer una pequeña mueca- me dijo que ella también, mucho tiempo atrás, parecía destinada a ser abogada. Había hecho las prácticas, había aprobado los exámenes y se había inscrito en el colegio, pero luego había cambiado de rumbo. Completamente. Ahora trabajaba en publicidad y otras cosas. Pero -acordamos- de algún modo éramos colegas, de modo que nos podíamos tutear. Dijo que eso la hacía sentirse más cómoda.

– Yo siempre he tenido problemas con el usted. No me sale espontáneamente, tengo que esforzarme. Intentaron enseñarme hace algunos años que una chica bien no habla de tú a los desconocidos, pero yo siempre he tenido mis dudas sobre el hecho de ser una chica bien. ¿Y tú?

– ¿Si no estoy seguro de ser una chica bien? Efectivamente, alguna duda la tengo.

Sonrió brevemente -como un gorgoteo- antes de volver a hablar.

– Se ve que tienes dudas, en general. Siempre tienes un aire… no sé, no encuentro la palabra idónea para definirlo. Como si estuvieras considerando las preguntas y las respuestas te gustaran poco. O no te gustaran en absoluto.

Me giré para mirarla, ligeramente sorprendido.

– Dado que ésta es la segunda vez que nos vemos, ¿puedo saber en qué se basa ese diagnóstico?

– Es la segunda vez que tú me ves. Yo te he visto al menos cuatro o cinco veces desde que he venido a vivir a este edificio. Dos veces nos hemos cruzado por la calle y literalmente ni me has visto. Hasta el punto de que no me ha apetecido saludarte. No ha sido agradable para mi vanidad, pero tú estabas en otra parte.

Caminamos en silencio algunas decenas de metros. Fue ella quien volvió a hablar.

– ¿He dicho algo que no esté bien?

– No. Pensaba en lo que has dicho. Me preguntaba si era tan evidente.

– No es tan evidente. Es que yo soy hábil.

Habíamos llegado al portal de casa. Entramos y subimos juntos el pequeño tramo de escaleras que conducía al ascensor. Me disgustaba que hubiera llegado el momento de despedirnos.

– Has conseguido despertar mi curiosidad. ¿Ahora qué debo hacer para tener un asesoramiento más detallado?

Lo pensó algunos segundos. Estaba decidiendo.

– ¿Eres de los que malinterpretan las cosas si los invita a cenar una chica que vive sola?

– Antes yo era un profesional del equívoco, pero ahora lo he dejado, creo. Espero.

– Entonces: si no malinterpretas y no estás ocupado esta noche a mí me iría bien.

– Esta noche a mí también me va bien. ¿Estás en el sexto o en el séptimo?

– En el séptimo. Tengo una terraza. Una pena que de noche haga demasiado fresco, si no, habríamos podido estar fuera. De acuerdo, ¿entonces a las nueve?

– Sí. ¿Qué he de traer?

– Vino, si eres bebedor, porque yo no tengo.

– De acuerdo. Hasta luego.

– ¿No subes en ascensor?

– No, no, subo a pie.

Me miró un instante sin decir nada, con aire ligeramente interrogativo, luego asintió, cogió sus compras y me saludó.

No me acuerdo de nada concreto de lo que hice en el despacho aquella tarde, pero recuerdo la sensación de levedad. Una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.

Me sentía como en las tardes de mayo de los últimos años del instituto.

Ya casi no se iba más a la escuela. Iban aquellos que tenían que recuperar los suspensos y debían ser examinados. Y pocos más.

Para todos nosotros eran los primeros días de vacaciones, y eran los mejores. Porque eran ilegales, en cierta medida. Según las normas, teníamos que seguir asistiendo a clase, pero no lo hacíamos. Eran días robados, uno tras otro, al calendario de la escuela y devueltos a la libertad.

Tal vez por aquel motivo había aquella electricidad, aquella extraña tensión cargada de expectativa en las tardes de mayo en equilibrio entre la escuela y los misterios del verano.

Algo estaba a punto de ocurrir -tenía que ocurrir- y nosotros lo sentíamos. Nuestro tiempo se tensaba como un arco, presto para lanzarnos quién sabe dónde.

Aquella tarde me sentía así, como en aquellos grafitos de mi adolescencia.

Salí hacia las siete y media y fui a una bodega para comprar el vino. No sabía lo que íbamos a comer ni cuáles eran los gustos de Margarita, así que no podía llevarme sólo vino tinto, como me habría parecido natural. No me gusta el vino blanco.

Entonces cogí uno de Manduria y, para quedar como un provinciano, un blanco californiano de Napa Valley.

Tras escoger el vino me sobraba tiempo y entonces fui a pasear por la calle Sparano.

Veía a toda la gente que caminaba a mi alrededor y me parecía percibir una suspensión del tiempo.

El aire parecía atravesado por un sentido de dulce melancolía y de algo más, que no lograba captar del todo.

Llegué a casa a las nueve menos cuarto, me duché y me vestí. Pantalones de marca claros, camisa vaquera, zapatos ligeros de piel suave.

Cerré la puerta aguantando con la otra mano las dos botellas por el cuello y brinqué por las escaleras al estilo de Alberto Sordi, americano en Roma.

Tropecé y por puro milagro evité que se rompiera todo. Me entraron ganas de reír y cuando llamé a la puerta de Margarita, dos pisos arriba, debía de tener todavía una especie de sonrisa un poco estúpida.

– ¿Qué ha pasado? -dijo ella un tanto perpleja, cerrando ligeramente los ojos tras haberme saludado.

– Nada, he estado a punto de caer por las escaleras y, dado que estoy perturbado mentalmente, he encontrado la cosa divertida. Tranquila, por favor: soy inofensivo.

Sonrió, siempre con aquella especie de orgullo.

La casa olía bien, a muebles nuevos, a limpio y a comida bien cocinada. Era un apartamento más grande que el mío y evidentemente habían sido derribadas algunas paredes, porque no había recibidor y se entraba directamente a una especie de salón con una gran vidriera que daba a una terraza. Pocos muebles. Sólo una especie de armario bajo que parecía japonés, algunas estanterías empotradas de madera clara y una mesa de hierro y cristal con cuatro sillas de metal. En el suelo una gran alfombra de fibra de coco y, en los dos lados de la habitación, algunas gruesas velas coloreadas de diversas medidas, vasos de cristal azul con una especie de gravilla en el interior, un equipo estéreo negro.

Las estanterías estaban llenas de libros y de objetos y daban la impresión de una casa habitada desde hacía tiempo.

En las paredes había dos reproducciones de Hopper. Tarde en Cape Cod y Gas. Aquél de la gasolinera en el campo. Eran muy hermosos y conmovedores.

Lo dije y ella me miró un instante, como para controlar si hablaba sólo para darme aires. Luego asintió, seria, y permaneció callada algunos segundos.

– ¿Te gusta el picante?

– Me gusta el picante.

– Voy a la cocina a acabar de prepararlo. Tú haz lo que quieras, dentro de cinco minutos estará a punto. Ya hablaremos durante la cena. Abro el vino tinto porque va bien con la comida que hay. Y además el blanco no se puede enfriar en tan poco tiempo.

Desapareció en la cocina. Yo empecé a examinar los libros de las estanterías, como suelo hacer cuando voy a una casa desconocida.

Había muchas novelas y antologías de narraciones. Americanos, franceses y españoles, en su lengua original.

Steinbeck, Hemingway, Faulkner, Carver, Bukowsky, Fante, Montalbán, Lodge, Simenon, Kerouac.

Había una viejísima, desgastada edición de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta. Había libros de viajes de un periodista americano -Bill Bryson- que a mí me gustaba mucho y que pensaba que era más o menos el único que le conocía.

Luego libros de psicología, libros sobre artes marciales japonesas, catálogos de exposiciones, especialmente fotográficas.

Saqué de una estantería el catálogo de una exposición de Robert Capa en Florencia y lo hojeé. Luego miré Chatwin y luego Doisneau, con sus besos en blanco y negro en el París de los años cincuenta. Había un libro sobre Hopper. Al abrirlo vi que había una dedicatoria y pasé enseguida la página, turbado.

Leí alguna línea de la introducción.

«Imágenes de la ciudad o del campo casi siempre desiertas en las que se funden el realismo de la visión con un sentimiento atormentador del paisaje, de las personas, de los objetos. Los cuadros de Hopper, bajo una apariencia de objetividad, expresan un silencio, una soledad, un estupor metafísicos.»

Dejé Hopper, tomé Pregúntale al polvo, de John Fante, y salí a la terraza con el libro. El aire era fresco y seco. Vagué un poco entre las plantas, me asomé a ver la calle, me detuve tocando extrañas pequeñas flores con la consistencia de la cera. Luego, apoyado en la pared bajo una especie de farol de hierro forjado, hojeé el libro hasta la última página, porque quería releer el final.

«Se empezaba a divisar, a distancia, el relampagueo tembloroso de la canícula. Remonté el sendero hasta el Ford. Tomé la copia de mi libro, de mi primer libro, y escribí en lápiz en la anteportada:

Para Camila, con amor, Arturo.

Recorrí un centenar de metros hacia el sureste y, con toda la fuerza de que era capaz, arrojé el libro en la dirección que ella había tomado. Luego subí al coche, encendí el motor y me dirigí a Los Ángeles.»

– Ya está listo, a la mesa.

Me desperté con un pequeño sobresalto, y entré en casa. La mesa estaba servida.

El vino estaba en una jarra y el agua en otra idéntica. Había una sopera de chile con carne y un cuenco con arroz hervido. En una fuente había cuatro panochas de maíz y en el centro copos de mantequilla.

Empezamos con las panochas y la mantequilla. Yo cogí la jarra de vino y estaba a punto de escanciarlo en el vaso de Margarita.

Ella dijo que no, que no bebía.

– Tenía, como se dice, un beber problemático. Hace algunos años. Luego se hizo muy problemático. Ahora ya no bebo.

– Perdona, no habría traído el vino si lo hubiera sabido…

– Ojo, soy yo quien te ha dicho que trajeras el vino. Para ti.

– Si te molesta, podemos beber agua.

– No me molesta.

Lo dijo sonriendo, pero con un tono que significaba: sobre este argumento, discusión acabada.

De acuerdo, discusión acabada. Llené mi vaso y luego ataqué la panocha.

Comiendo hablamos poco. El chile era verdaderamente picante y el vino iba de maravilla. De postre había un dulce de dátiles y miel, también mejicano.

No fue una cena dietética y al final tenía ganas de algo fuerte. Obviamente no dije nada, pero Margarita fue a la cocina y regresó con una botella de tequila, todavía cerrada.

Me serví el tequila, saqué los cigarrillos y luego pensé -demasiado tarde- que tal vez el humo no sería bien recibido. En cambio Margarita me pidió uno y cogió una especie de mortero de piedra volcánica para la ceniza.

– Yo no compro cigarrillos. Si no, me los fumo. Tan pronto como puedo se los quito a los demás.

– Conozco el método -contesté. Durante muchos años había sido mi método. Luego los amigos habían empezado a negarme los cigarrillos, me había convertido en alguien bastante impopular, y, en definitiva, al final me vi obligado a comprármelos.

Bebí un trago de tequila y permanecí callado algún segundo de más. Ella me leyó el pensamiento.

– Quieres saber cuál era el problema con el alcohol.

No era una pregunta. Estaba a punto de decir que no, pero qué iba a pensar, sólo estaba saboreando el tequila.

Dije que sí.

Aspiró con fuerza el cigarrillo antes de empezar.

– He sido alcohólica durante tres años, más o menos. Después de la licenciatura mis padres me regalaron unas vacaciones de tres meses en Estados Unidos, en San Francisco. Fue el período más divertido de mi vida. Cuando regresé me di cuenta por primera vez de que mi futuro era ejercer de abogada en el despacho de mi padre… No, no es exacto, así no se entiende. Ahora sé que aquél fue el motivo, pero entonces no me di cuenta de nada, conscientemente. Pero lo percibí de manera distinta, si bien inconscientemente. O sea, que el recreo se había acabado y yo no estaba preparada para volver a clase. No a aquella para la que estaba destinada.

»Para empeorar las cosas, al regreso de Estados Unidos encontré novio. Era un joven amable, ocho años mayor que yo. Era notario, tenía buenos modales y a mis padres en seguida les gustó. Un excelente partido. Casi todos mis anteriores novios no les habían gustado. No era el tipo de individuos a quienes se habría confiado para toda la vida a la única hija. Yo siempre había sido, se podría decir, un poco vivaz y un poco voluble, y eso no estaba bien. No es que dijeran nada. Bueno, de vez en cuando mi madre protestaba, pero en definitiva no me habían creado demasiados problemas. O eso creía.

»Por eso cuando apareció Pierluigi quedó claro que era el adecuado. Para no dejarlo escapar. Yo empecé a beber, poco después de empezar la relación con él. Bebía -mucho- especialmente por la noche, cuando salíamos. Bebía y resultaba más simpática, Todos reían mis gracias y mi novio estaba muy orgulloso de llevarme por ahí. De exhibirme.

»Luego decidimos -es decir, él decidió- que había llegado el momento de casarnos. Yo trabajaba con mi padre y pronto sería abogada, él era notario y, cómo decirlo, no era pobre. No había motivo para seguir de novios. Él habló y yo le dije que tenía razón.

»Después de aquella decisión empecé a beber incluso antes de salir. Él venía a buscarme y yo, desde el portero automático, decía que tenía para cinco minutos. Luego me tragaba lo que encontraba, desde cerveza hasta vino y bebidas extremadamente fuertes. Lo que encontraba. Me cepillaba los dientes, por el aliento, me perfumaba y bajaba. Salíamos con los amigos y siempre era muy simpática. Y bebía. Tomaba el aperitivo, vino o cerveza con las comidas y luego un chupito -o dos, o tres- después del postre. Me gustaba mucho el tequila, la misma marca que tú estás bebiendo ahora. Pero no hacía grandes distinciones. Bebía todo lo que caía en mis manos. En algún momento tuve la desagradable sensación de que perdía el control. En algún momento pensaba que tal vez debería reducir, pero en general estaba convencida de que cuando decidiera dejarlo lo haría sin problemas. ¿Me pasas otro cigarrillo, por favor?

Le di el cigarrillo y yo también encendí uno. Aspiró con fuerza dos caladas y fue a poner un CD.

Making movies. Dire Straits.

Dio otro par de caladas antes de volver a hablar.

– Con este alegre paso llegamos al matrimonio. En los pocos momentos de lucidez se apoderaba de mí un sentimiento de desesperación indescriptible. Yo no quería casarme, no tenía nada que ver con aquel señor que era notario. No quería ejercer de abogada, quería regresar a San Francisco o largarme a cualquier otro lugar. Y en cambio estaba en un tren en movimiento y no era capaz de utilizar el freno de emergencia. En dos o tres ocasiones pensé que tendría el coraje de decir a los míos que no quería casarme -mi mayor miedo era la reacción de mis padres, no de Pierluigi-, que lo lamentaba, pero creía que era mejor tomar una decisión como aquella antes del matrimonio que seis meses o un año después.

»Después mi madre se asomaba a mi habitación y me decía que me apresurara, que teníamos que salir para escoger, qué sé yo, el menú para la recepción o las flores para la iglesia. Entonces decía «sí, mamá», me tragaba una botellita en miniatura de cualquier licor, me cepillaba los dientes -me cepillaba tantísimas veces los dientes- y salía. Me acuerdo de que en una de esas salidas dejé a mi madre en una de las tiendas para ir a tomarme en un santiamén una cerveza, en el primer bar con el que me topé. Luego estuve atemorizada toda la tarde pensando que podría notarme el aliento.

»¿No adivinas cómo llegué al matrimonio? Borracha. Bebí la noche anterior, mezclé alcohol con ansiolíticos para dormir. A la mañana siguiente bebí. Un chupito -o dos- de whisky. Pero me cepillé los dientes muy bien. Al entrar en la iglesia tropecé, porque estaba bebida. Todos creyeron que era la emoción. Durante toda la ceremonia pensaba cuándo iba a empezar la recepción. Para poder beber.

Aspiró la última calada, hasta el filtro, y luego apagó la colilla en el mortero, con un gesto duro. Sentí el impulso de tocarle una mano, o el hombro, o el rostro. Para demostrar que estaba allí. No fui capaz y ella siguió hablando.

– Todavía hoy me pregunto cómo pudieron, todos, no darse cuenta de nada. Hasta el matrimonio e incluso bastantes meses después. La situación degeneró cuando aprobé los exámenes de abogado. Antes de casarme había hecho los escritos y algunos meses después hice los orales. Fui la segunda en la clasificación final. No está mal para una alcohólica, ¿eh? Lo celebré a mi manera. Regresé a casa y me encontré mal. Mi marido me encontró en la cama. Había devuelto varias veces y apestaba bastante. No sólo a alcohol, pero seguro que también a alcohol. A partir de entonces empezó la peor fase. Él empezó a darse cuenta. No de golpe, pero al cabo de varios meses se dio cuenta de que tenía una mujer alcohólica. A su manera no se portó mal, intentó ayudarme. Hizo desaparecer de casa todo el alcohol y me llevó a un especialista, a otra ciudad. Para evitar el escándalo, obviamente. Yo prometí que lo dejaría y empecé a beber a escondidas. Controlar a un alcohólico es imposible. Los alcohólicos son listos y mentirosos, como los toxicómanos, incluso peor, porque conseguir bebida es más fácil que conseguir droga. Un día alguien me vio a las diez de la mañana en un bar del centro mientras me bebía de un trago una cerveza de barril, y se lo dijo a Pierluigi. Juré que lo dejaría y media hora después estaba de nuevo bebiendo, a hurtadillas. Él habló con mis padres, que al principio no se lo creían. Luego tuvieron que creerlo.

Fuimos juntos a otro especialista, a otra ciudad. Resultado: igual que antes. Quiero ser breve. Esta historia duró todavía un año desde que fui descubierta. Luego mi marido se fue de casa. Cómo no darle la razón. Yo deambulaba con grandes moratones o rasguños en la cara, porque me levantaba por la noche para hacer pipí después de haberme dormido con mezclas de tequila o vodka y ansiolíticos, y me golpeaba contra las puertas. O caía directamente al suelo. El sexo, las raras veces que lo había, no era muy divertido para él, creo. Para mí, en absoluto. Tenía ganas de llorar y de beber. Al final él se fue e hizo bien.

»Después que él se marchara los recuerdos son muy confusos. Se aclaran de nuevo no sé cuánto tiempo después. Estaba en una clínica, en Piemonte, especializada en la curación de adicciones de todo tipo. Había toxicómanos tradicionales, había farmacoadictos, había ludópatas y luego estábamos nosotros, los alcohólicos. La mayoría.

»Aquél fue el período más duro de mi vida. En aquel lugar eran despiadados, pero me ayudaron a salir de la mierda en la que me había metido. Ahora hace casi cinco años que no bebo. Los dos primeros iba contando los días. Luego dejé de hacerlo y ahora estoy aquí. En estos cinco años han ocurrido muchas otras cosas, pero son historias distintas.

Yo la miraba a la cara y no sabía qué decir, o qué hacer. Pensaba que cualquier cosa habría sido un error y permanecí en silencio. Entonces ella habló de nuevo.

– Tal vez piensas que yo cuento esta historia a todos los que encuentro, así. Si te fijas bien, yo apenas te he conocido hoy. ¿Piensas eso?

– No.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Pero me gusta pensar que no se la cuentas a todos, esta historia.

Por suerte esta vez no me había equivocado de respuesta. Hizo un gesto con la cabeza, como diciendo: de acuerdo.

Nos quedamos allí hablando hasta altas horas.

2

Las semanas que me separaban del juicio pasaron raudamente.

El doce de junio, hacia las nueve de la mañana, el aire todavía era fresco. Yendo hacia los juzgados vi que el termómetro de cristal líquido de una tienda de ordenadores marcaba 23 grados. Por debajo de la media estacional, pensé.

La temperatura parecía la única cosa buena de aquel día.

La noche anterior había ido a la cama y no había conseguido dormirme. Pasadas las dos había tomado unas pastillas, pero no me habían servido de nada. Me dormí sólo a las cuatro y media y me desperté un par de horas más tarde. Como en la peor época.

Me detuve en un bar para tomar un café -café de verdad- y fumarme un cigarrillo. Me sentía hecho una piltrafa.

Desde hacía algunos días me atormentaba la idea de que las cosas acabarían mal para mí y, sobre todo, para Abdou.

El juicio se acercaba y yo pensaba cada vez con más insistencia que había cometido una gran tontería al dejarme llevar por la emoción. Pensaba que me había comportado como un personaje de ficción pésima. Una especie de Cabaña del tío Tom ambientada en el Bari del dos mil.

Coraje, amigo negro, yo, abogado blanco y progresista, me batiré ante el tribunal para que te absuelvan. Será muy duro, pero al final la justicia triunfará y tu inocencia quedará demostrada.

¿Inocencia? Las dudas me habían asaltado y se me habían aferrado al cerebro en aquellos últimos días antes del comienzo del juicio. ¿Qué sabía en realidad sobre Abdou? ¿Quién me aseguraba, aparte de una discutible intuición personal, que mi cliente no tenía nada que ver con el secuestro y la muerte de aquel niño?

Ahora pienso que quizá buscaba una coartada para una posible -mejor, probable- derrota. Entonces no estaba lo bastante lúcido como para hacerme a una idea de ese tipo y por ello, simplemente, daba palos de ciego.

No es una buena cosa para un abogado venirse abajo así, antes de un juicio semejante. Sobre todo no es una buena cosa para el cliente de aquel abogado. El abogado se prepara para quedar mal. El cliente se prepara para ser destrozado.

En los días anteriores había hablado dos veces con Abdou para preparar la defensa. Buscaba indicios de alguna prueba a su favor, un principio de coartada, algo. No encontramos nada.

Una mañana di una vuelta por los lugares de la desaparición del niño y del posterior hallazgo del cadáver. Una idea un tanto cinematográfica y patética: confiaba en alguna intuición definitiva. Obviamente no la hallé.

Y entonces había llegado al día del juicio, el proceso estaba a punto de comenzar y no tenía un solo testigo, una sola prueba de descargo, nada.

El fiscal traería a sus testigos, sus pruebas materiales y casi con seguridad nos arrollaría. Yo sólo confiaba en lograr poner en dificultad a alguno de sus testigos cuando llegase mi turno para interrogarles.

Si conseguía lograrlo, no tendría ninguna seguridad de un resultado positivo, pero como mínimo podía jugármela.

Si no lo conseguía -como era más que probable-, no me podría jugar nada. En cambio, en el registro de la cárcel, al lado del nombre de Abdou, bien visible, timbrarían: «final pena nunca».

Aplasté con el zapato el cigarrillo, tras fumarlo hasta el filtro, y proseguí mi camino hacia los juzgados.

Frente a la sala de la audiencia había periodistas y cámaras de televisión. Una cronista de la Gazzetta del Mezzogiorno me vio primero y se acercó. ¿Cómo iba a plantear la defensa? ¿Tenía testigos de descargo? ¿Creía que el proceso duraría mucho tiempo?

Tuve una sensación de náusea que sin embargo controlé bastante bien, creo. El fiscal -dije- no tenía pruebas, sino sólo conjeturas. Plausibles, pero sólo conjeturas. Durante el proceso lo demostraríamos y para hacer eso, por el momento, no hacían falta testigos de descargo.

Mientras hablaba se habían acercado los demás periodistas. Tomaron algunos apuntes y las cámaras de las televisiones filmaron una toma rápida de mi cara. Luego me dejaron entrar en la sala.

Sólo había algunos carabineros, el ayudante y el oficial de juzgados. Me senté en mi sitio, detrás del banco de la defensa, a la derecha para quien mira al tribunal. No sabía qué hacer y no tenía ganas de fingirme atareado. Se oía el zumbido del aire acondicionado que aquel día no era necesario. Pasados algunos minutos empezó a llegar un poco de público.

Luego, entró en la sala la escolta de uniformes azules de la policía carcelaria. En el medio Abdou. Cuando le vi me sentí un poco mejor. Menos solo, con menos vacío alrededor.

Lo hicieron entrar en la jaula y luego le quitaron las esposas. Fui a saludarle y a hablarle. Más por mí que por él, creo ahora.

– Entonces, Abdou, ¿cómo va?

– Bien. Estoy contento de que haya llegado el juicio, que haya acabado la espera.

– Hemos de decidir si pedimos que te interroguen. Es una cosa que depende principalmente de ti.

– ¿Por qué no pedirlo?

– Porque puede ser un riesgo. Aunque no lo pidamos nosotros, casi con toda seguridad lo pedirá el fiscal y, bueno, hemos de decidir si quieres contestar a las preguntas. Si quieres podrías decir que no piensas contestar y en ese caso procederán a la lectura de tu interrogatorio ante el fiscal.

– Quiero contestar.

– Muy bien. Ahora escúchame. El presidente te dirá que, si quieres, puedes hacer declaraciones espontáneas, en cualquier momento del juicio. Tú da las gracias y luego no hagas ninguna declaración. No digas nada en ningún momento, aunque tengas ganas de gritar, sin haber hablado antes conmigo. Si hay algo que quieras decir, llámame, dime de qué se trata y yo te diré si viene al caso que hables, y cuándo. ¿Está claro?

– Sí.

En aquel momento se oyó la campanilla que anunciaba la entrada del tribunal.

– Bien Abdou, empezamos.

Me había girado y estaba dirigiéndome hacia mi banco, mientras ya se oía el ruido de los pasos del tribunal, que entraba en la sala.

– Abogado.

Me giré, a pocos metros de la jaula. El presidente ya había entrado y los demás jueces lo seguían.

– ¿Sí?

– Gracias.

Permanecí allí unos instantes, sin saber qué decir o hacer. El tribunal, mientras tanto, ya había ocupado su sitio detrás del gran banco alzado.

Luego asentí con la cabeza y fui a mi sitio.

3

Las formalidades de apertura del juicio fueron despachadas con rapidez. El presidente ordenó al ayudante que leyera los cargos de la acusación y luego cedió la palabra al fiscal.

Cervellati se levantó, se arregló la toga sobre los hombros con los cordoncillos de oro, se puso las gafas y empezó a leer sus apuntes.

– Con fecha de 5 de agosto de 1999 a las 19.50 horas fue denunciada telefónicamente a los carabineros de Monopoli la desaparición del menor Francesco Rubino, de nueve años. La llamada provenía del abuelo materno, Domenico Abbrescia, que había constatado la desaparición del pequeño, que, hasta pocos minutos antes, estaba jugando delante del chalet, precisamente de los abuelos maternos, en el barrio Capitolo. La búsqueda del niño se activó inmediatamente, incluso con la utilización de perros, y se prolongó, sin resultados, durante toda la noche. Paralelamente se puso en marcha una investigación preliminar, con interrogatorios, en calidad de personas informadas sobre los hechos, a sujetos residentes, veraneantes o propietarios de negocios en la zona de la desaparición.

»Las investigaciones prosiguieron durante todo el día y la noche sucesivos, también sin resultado. El 7 de agosto los carabineros de Polignano recibieron una información anónima en la que se refería que en la zona entre la nacional 16 bis y la zona de San Vito, en un pozo, se hallaba el cuerpo de un niño. La investigación rápidamente desarrollada en aquella zona dio, desgraciadamente, resultado positivo, en el sentido de que se encontró el cadáver del pequeño Francesco. El cuerpo no mostraba señales evidentes de violencia.

»La autopsia posteriormente efectuada evidenciaría que la muerte se había producido por asfixia.

»Las investigaciones completadas inmediatamente después del hallazgo permitieron acumular pruebas decisivas contra el ciudadano senegalés Abdou Thiam, actual acusado.

»Resumiendo al máximo, y con la finalidad de evidenciar los puntos sobre los que se basará el sumario oral, las pruebas obtenidas son las siguientes.

»Varios testigos han relatado haber visto -en varias ocasiones- al acusado detenerse a hablar con el pequeño Francesco en la playa Duna Beach.

»El dueño de un bar, en las inmediatas cercanías de la casa de los abuelos del niño -y por ello del lugar donde el niño fue visto vivo por última vez- ha referido haber visto pasar al acusado unos minutos antes de la desaparición del niño. Thiam caminaba en dirección a la casa de los abuelos del pequeño.

»Dos compatriotas de Thiam han referido, respectivamente, que el antedicho no acudió a la playa -siempre Duna Beach- el día siguiente a la desaparición del niño y que en aquellos días llevó a lavar su coche. Evidentemente, para hacer desaparecer cualquier huella.

»El registro en el alojamiento del acusado ha permitido encontrar una fotografía polaroid del niño. La importancia del hecho no requiere comentarios. También durante el registro se hallaron numerosos libros sobre la infancia cuya posesión, de por sí sospechosa en manos de un adulto que vive solo, se convierte en un elemento inquietante y significativo en el cuadro incriminatorio del presente proceso.

»Especialmente significativo es, en fin, el contenido del interrogatorio al imputado, realizado durante las investigaciones. Y, después de que mi oficina reclame en este momento el interrogatorio a Thiam en este juicio, quiero sólo informar que el antedicho, al preguntarle si conocía al pequeño Rubino, lo ha negado. Excepto para facilitar explicaciones irrisorias cuando le fue mostrada la foto del niño recuperada en su domicilio.

Cervellati hablaba -mejor dicho leía- con la voz habitual, nasal y monótona. Yo no me esperaba sorpresas de su informe y entonces me puse a observar a los jueces, uno por uno.

El presidente, Nicolás Zavoianni, era un personaje muy conocido en la Bari bien. Un hombre guapo, de unos setenta muy bien llevados, asiduo del círculo de vela, gran jugador de póquer y, se decía, un gran putero. Era uno que nunca se había partido la espalda trabajando, pero ejercía de presidente de la Sala de lo Criminal desde hacía varios años y el oficio, grosso modo, lo conocía. Nunca me había caído simpático y había tenido siempre la sensación de que la cosa era recíproca.

El juez adjunto era un señor gris, pelado, miope y con la piel reluciente. Venía del civil y era la primera vez que lo veía en un proceso. Llevaba la toga sosteniéndola hacia delante con las manos, como si estuviera protegiendo algo. No conseguía divisar bien sus ojos, cubiertos por gruesas gafas.

En el jurado popular había cuatro mujeres y dos hombres. Todos tenían el aspecto fuera de lugar de los jurados en su primera audiencia. Dos señoras entre los cincuenta y los sesenta estaban en los extremos opuestos. Una de las dos me recordaba casi hipnóticamente a una tía abuela mía, una prima de mi madre. Esperaba que de un momento a otro me llamara al estrado para ofrecerme los pasteles de almendra de las monjas.

Los dos hombres estaban junto al juez adjunto. Uno tenía el pelo muy corto y blanco, un traje de corte antiguo con americana de dos botones, una corbata negra, sesenta años o pocos más, los ojos hendidos y el aire de un militar jubilado. No prometía nada bueno. El otro era joven, máximo treinta años. Miraba a su alrededor con una expresión inteligente.

En el lado del presidente estaban las otras dos mujeres. Una que -pensé en aquel momento- parecía una directora de instituto y la otra, casualmente junto al presidente, bronceada, maquillada, labios vistosos, recién salida de la peluquería.

Interrumpí mis observaciones cuando me di cuenta de que el fiscal estaba terminando, con la solicitud de las pruebas.

– … por lo tanto, pido la admisión de los testigos mencionados en la lista, la incorporación de los documentos que he indicado anteriormente e interrogar al acusado si éste consiente. Si el acusado se niega a someterse a interrogatorio, pido desde ahora la incorporación al sumario del juicio del acta del interrogatorio realizado durante las investigaciones preliminares. Además, como los dos testigos de nacionalidad senegalesa resultan ilocalizables y por ello es imposible contar con su presencia en este juicio, pido desde ahora -en base al artículo 512 bis- la incorporación de las declaraciones realizadas por ellos en el curso de las investigaciones preliminares.

El presidente dio la palabra a Cotugno, que habló brevemente. La acusación particular, dijo, no estaba en aquel proceso para exigir venganza, sino sólo justicia. Y la justicia es tal cuando, examinadas con rigor las responsabilidades, con idéntico rigor impone penas proporcionales a la gravedad de los hechos. No solicitaba pruebas y se sumaba, haciéndolas propias, a todas las peticiones del fiscal, cuyo planteamiento compartía plenamente.

Me tocaba a mí.

– Señor presidente, señor juez, miembros del jurado. El fiscal ha hablado como si leyera las pruebas de una sentencia condenatoria. En el transcurso del sumario oral, reexaminando los textos, precisamente los textos del fiscal, les demostraremos que esta sentencia condenatoria, ya escrita en la mente del representante de la acusación pública, es sólo un castillo de conjeturas. Les demostraré que la investigación se ha orientado, desde el primer momento, con el fin de encontrar no al culpable de este delito horrible, sino de encontrar a un culpable. Les demostraremos que la urgencia -por otro lado incuestionable- de dar respuesta a la reclamación de justicia por parte de los familiares de Francesco Rubino, y de toda la comunidad, ha llevado a una manipulación evidente del material incriminatorio. Sobre este punto quiero ser claro. No pensamos sostener que las pruebas hayan sido manipuladas deliberadamente -ni por los carabineros ni mucho menos por el fiscal- para dañar a mi cliente, el señor Abdou Thiam. Pensamos sostener, sin embargo, que la desesperada necesidad de encontrar lo más pronto posible a un culpable que contentara aquella reclamación de justicia ha generado miopías investigadoras, defectos de perspectiva, errores de método.

El presidente me interrumpió:

– Abogado Guerrieri, usted debe hacer sus peticiones de prueba si las tiene. No anticipe su alegato final.

– Respetuosamente, presidente, quiero hacer constar que me estoy limitando a exponer los hechos que pienso demostrar, según la previsión del artículo 493 del código de procedimiento. En particular, pretendo demostrar que un defecto de planteamiento de la investigación -defecto ciertamente generado por las mejores intenciones- ha influido sobre la calidad y la fiabilidad del material incriminatorio reunido. Por otra parte, casi he terminado; si me lo permite, pues, proseguiré.

– Abogado, le dejo continuar, pero aténgase a los límites.

– Gracias, presidente. Decía, pues, que la casi inmediata identificación, por una serie de coincidencias, de un posible sospechoso ha inducido a los investigadores a transformar, en una especie de cadena ignara, sospechas en conjeturas y conjeturas en presuntas pruebas. El objetivo que nosotros perseguiremos en el curso del juicio será el de desvelar este mecanismo, de hacerlo avanzar hacia atrás, para poner en evidencia su proceder defectuoso, sus deducciones incorrectas y su sustancial, grave, por más que involuntaria, iniquidad.

»No tengo peticiones de pruebas que formular ahora, si bien anticipo que para el desarrollo de algunas de las réplicas utilizaré algunos documentos. Documentos cuya incorporación solicitaré más adelante. Quiero terminar haciendo notar al jurado que, en un país civilizado, quien es acusado de algo no tiene que demostrar nada. Déjenme insistir en este concepto: el acusado no tiene que demostrar nada. Es la acusación la que tiene que demostrar, más allá de cualquier duda razonable, la culpabilidad del acusado. Les ruego que lo recuerden en todo momento durante este proceso. Gracias.

Había improvisado, pero cuando me senté de nuevo estaba casi satisfecho. La idea de ir hacia atrás, de las presuntas pruebas a las conjeturas, a las simples sospechas, me había gustado. Y hablando para empezar a convencer a los demás -los jueces y el jurado- me había empezado a convencer a mí mismo. En este trabajo ocurre. Debe ocurrir.

Quizá podríamos conseguirlo. Quizá la situación no era tan desesperada como había pensado aquella mañana y los días anteriores.

Quizá.

El presidente hizo constar en el acta una breve orden con la que admitía las pruebas requeridas y aplazaba el proceso hasta el día siguiente para dar inicio al sumario oral. Aquella mañana, nos explicó sin que constara en el acta, había dos miembros del jurado que tenían compromisos personales ineludibles y por ello el aplazamiento era inevitable.

El tribunal abandonó la sala, la escolta volvió a esposar a Abdou y se lo llevó, el público desalojó.

Separé los papeles. Apoyé la toga sobre un brazo, con el otro cogí la cartera y fui el último en dirigirme a la salida.

4

El primer testigo del fiscal era un teniente de los carabineros, el comandante de la sección operativa de Monopoli. Era un joven de unos veintiséis, veintisiete años, de aspecto simpático, poco militar.

El presidente le instó a que pronunciara la fórmula de compromiso. El teniente cogió la hojita desgastada que el ujier le dio y leyó.

– Consciente de la responsabilidad moral y jurídica que asumo con mi declaración, me comprometo a decir toda la verdad y a no esconder nada de cuanto sepa.

– Su nombre completo.

– Teniente Alfredo Moroni, nacido en Brescia el 12 de septiembre de 1973, destinado en la compañía de carabineros de Monopoli. Soy el comandante de la sección operativa y de los coches patrulla.

– Adelante, fiscal, puede proceder con el interrogatorio.

Cervellati tomó una hojita con apuntes del informe que tenía enfrente y empezó.

– Entonces, teniente, ¿quiere referir al tribunal cuál fue su intervención en las investigaciones relacionadas con el secuestro y la muerte del pequeño Francesco Rubino?

– Sí, señor. Bien, con fecha de 5 de agosto de 1999, alrededor de las 19.50 horas, recibimos una llamada en la central operativa, al 112. Se denunciaba la desaparición de un niño de nueve años, llamado Francesco Rubino. Bien, la llamada provenía del abuelo del niño, con quien el pequeño pasaba las vacaciones, porque, si no me equivoco, los padres estaban separados.

– De acuerdo, teniente, olvídese de los detalles superfluos. Vayamos a los hechos significativos.

El teniente estuvo a punto de perder los estribos. No le había gustado aquella interrupción del fiscal. Pero era un carabinero, no dijo nada y, tras un momento de pausa, continuó con su testimonio.

– Recibida la notificación en el centro operativo fui informado personalmente y mandé un coche patrulla al chalet de los abuelos…

– ¿Dónde está el chalet?

– Lo estaba diciendo, el chalet de los abuelos estaba… está en el barrio Capitolo, cerca de la playa Duna Beach. Los integrantes de la patrulla, llegados al lugar y confirmada la presencia de los abuelos del niño, se cercioraron de que el hecho podía ser grave, porque el niño había desaparecido desde hacía casi dos horas, y se pusieron en contacto conmigo. Entonces comuniqué la noticia al colega de la comisaría de policía para que participaran en las investigaciones y luego me trasladé al lugar de los hechos junto con el personal del centro operativo.

– ¿Cómo fueron organizadas las pesquisas?

– Además de la policía nacional, participaron también los agentes urbanos, es decir, la policía municipal. Obviamente informé del hecho a mis superiores de Bari. Hay que señalar que el capitán estaba de baja por enfermedad y yo era el responsable de la compañía de Monopoli. Sin embargo, desde la primerísima fase de las indagaciones, participaron agentes de la capital de provincia. A la mañana siguiente hicimos intervenir a las secciones caninas.

– ¿Surgió algo relevante tras la intervención de los perros?

– Sí, señor. Nosotros llevamos a los perros cerca del chalet de los abuelos y los hicimos avanzar desde el lugar en el que el niño estaba jugando cuando fue visto por última vez. Los perros salieron decididos, atravesaron toda la explanada -que estaba inmediatamente después de la verja del chalet-, llegaron a la callecita interior, que nace en la carretera provincial de Capitolo y lleva a aquel grupo de chalets, recorrieron aquella callecita hasta la carretera provincial y luego se detuvieron. Es decir, que al llegar a la intersección entre la provincial y la callecita interior los perros perdieron la pista del niño. Los llevamos al otro lado de la carretera, luego cien metros de un lado y del otro y nada. El último lugar en el que daban señales de notar el olor del niño era en la intersección entre la callecita y la carretera provincial. De este hecho sacamos la conclusión de que el niño había subido a un automóvil.

– ¿Cuándo fue hallado el niño? ¿Y de qué manera?

– Sí, encontramos el cuerpo del niño en los alrededores de Polignano, en un pozo, en el campo cerca de la costa. En el cuartel de los carabineros de Polignano se recibió una información anónima.

– ¿Qué dijo la persona que telefoneó?

– Dijo que el niño que buscábamos estaba en un pozo, en la localidad de San Vito, en el territorio del municipio de Polignano. Precisó a qué altura se hallaba aquel pozo, quiero decir que dijo algo del tipo: a la altura del kilómetro… ahora no me acuerdo de cuál. Pero se refería a la nacional 16 bis.

– Puede decirnos si aquella persona tenía un acento especial…

Era el momento de intervenir.

– Protesto, presidente. Prescindo de momento del hecho de que se trata de una llamada anónima y hago notar que el teniente, según me consta, no recibió la llamada personalmente. Estas preguntas sobre el tipo de llamada -admitido y no aceptado que procedan, pero esto lo discutiremos después- deben hacerse al carabinero que recibió la llamada.

El presidente dijo que tenía razón y no admitió la pregunta. El interrogatorio prosiguió de manera monótona, sobre el transcurso de la investigación, hasta el momento del arresto de Abdou. El teniente se había limitado a coordinarla, no había tomado parte en los registros, no había interrogado a los testigos principales y por lo tanto era de importancia secundaria, desde mi punto de vista.

Cuando Cervellati hubo terminado, el abogado de la acusación particular dijo que el interrogatorio del fiscal había sido exhaustivo y que él no tenía preguntas.

Me tocaba a mí, si tenía preguntas, dijo el presidente.

En realidad tenía muy poco que preguntarle al teniente y tranquilamente habría podido prescindir de volverlo a interrogar. Pero era necesario hacer ver al jurado que yo existía. Entonces dije que sí, que tenía alguna pregunta que hacerle al testigo.

– O sea, teniente, usted ha dicho que la llamada en la que se denunciaba la desaparición del niño llegó a su centro operativo a las…

– A las 19.50.

– A las 19.50, gracias. En cambio, la patrulla que usted envió, ¿cuándo llegó al chalet de los abuelos?

– El tiempo para ir, del cuartel de Monopoli hasta Capitolo, diría un cuarto de hora, máximo veinte minutos.

– ¿A qué hora había desaparecido el niño?

– ¿Cómo puedo decir una hora exacta…?

– Mire teniente, le he hecho esta pregunta porque usted, al contestar al fiscal, ha dicho que la patrulla se había dado cuenta de que el niño había desaparecido desde hacía ya dos horas.

– Sí, claro, quiero decir que fueron mis hombres quienes me comunicaron las circunstancias.

– Entonces, si es tan amable de decir al tribunal, en base a los datos que usted posee, a qué hora más o menos desapareció el niño.

– Un par de horas antes, como ya he dicho.

– ¿O sea?

– Hacia las seis, más o menos.

– El niño desapareció hacia las 18.00 y el abuelo llamó a las 19.50, ¿es correcto?

– Son horarios aproximados.

– Sí, aproximadamente el niño desapareció a las 18.00 y el abuelo llamó a las 19.50. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Preguntaron, incluso informalmente, al abuelo por qué motivo esperó más de dos horas antes de dar la alarma?

– No sé por qué esperó. Posiblemente estuvieron buscando…

– Perdone que le interrumpa, teniente. Yo no le he preguntado su opinión sobre esta circunstancia. Le he pedido que nos diga si el abuelo dijo por qué motivo esperó aquellas -casi- dos horas. ¿Puede contestarme a esta pregunta?

– No recuerdo si lo dijo.

– ¿Usted se acuerda de haberlo preguntado, incluso informalmente?

– No, no me acuerdo.

– Es correcto, entonces, decir que usted no sabe lo que ocurrió en aquellas dos horas que transcurrieron entre la desaparición del niño y la denuncia telefónica.

– Oiga, abogado, en aquel momento nosotros nos preocupamos por encontrar al niño, organizar las batidas, etcétera, no de comprender cómo y por qué el abuelo había tardado en denunciarlo, admitiendo que hubiera tardado.

– Sin duda, nadie discute que actuaron correctamente. Sólo le quería formular algunas preguntas más. Usted ha mencionado el hecho de que los padres del niño estaban separados, antes de que el fiscal le interrumpiera…

El fiscal también me interrumpió a mí.

– Protesto presidente, no veo qué tiene que ver con el proceso el hecho de que los padres del niño estuvieran separados.

También Cotugno intervino.

– La acusación particular se suma a la protesta. Es una familia que ya ha vivido una tragedia, no se comprende por qué motivo se han de remover asuntos privados sin ninguna relación con el argumento procesal.

Normalmente no habría insistido. Había hecho la pregunta un poco para sondear el terreno y porque el fiscal había interrumpido al teniente sobre este punto. Ahora, en cambio, la reacción de mis adversarios me parecía excesiva. Entonces pensé en insistir sobre la cuestión un poco más. Para ver lo que ocurría.

– Presidente, yo no comprendo la postura del fiscal y de la acusación particular sobre esta circunstancia. No pretendo en absoluto faltarle al respeto a la familia del niño y al dolor que les ha golpeado y, por otro lado, no comprendo cómo mi pregunta pudiera provocar dicho efecto. Mi único interés es el de comprender lo que ocurrió en los minutos y en las horas inmediatamente posteriores a la desaparición y si los padres del niño participaron en las investigaciones.

– Dentro de estos límites puede continuar, abogado.

– Gracias, presidente. Entonces, estábamos diciendo que los padres del niño estaban -¿o están?- separados. ¿Es así?

– Creo que sí.

– ¿Cuándo se enteró del dato?

– Cuando fui al lugar.

– ¿Los padres del niño estaban allí?

– No.

– ¿Sabe dónde estaban?

– No, es decir, creo que la madre estaba fuera algunos días de vacaciones y el padre no lo sé.

– ¿Cómo se enteró de estos datos?

– Me los contó el señor Abbrescia, es decir, el abuelo materno, cuando llegué al lugar.

– ¿El señor Abbrescia le dijo si los padres habían sido avisados de la desaparición?

– Sí, me dijo que había localizado a la hija a través del móvil y que la señora estaba regresando, ahora no recuerdo de dónde. O quizá no me lo dijeron. De todas maneras, a última hora de la tarde vi a la madre del niño, siempre en el chalet, que utilizábamos como base para las investigaciones.

– ¿Y el padre?

– Mire, del padre no sé qué decirle. Yo vi al señor Rubino al día siguiente, pero no sé cuándo llegó, ni de dónde.

– ¿Sabe si estaba también él de vacaciones?

– No lo sé.

– ¿Si los abuelos maternos llamaron también al padre, además de a la madre del niño?

– No lo sé.

– En términos más generales: ¿sabe quién avisó al padre del niño?

– No.

– En cualquier caso, la noche de la desaparición la madre había llegado y el padre no. ¿Correcto?

– Es correcto.

– Gracias, yo no tengo más preguntas.

En realidad eran preguntas inútiles. La separación de los padres no tenía nada que ver con la desaparición del niño, con el proceso y con todo lo demás. Probablemente tenían razón el fiscal y la acusación particular al oponerse a aquellas preguntas.

Pero yo tenía poco espacio de maniobra. Muy poco. Y entonces tenía que hacer algo, incluso pegar tiros a ciegas, con la esperanza de oír un ruido y comprender que por aquel lado podía abrirse un camino. Para intentar recorrerlo.

Los manuales para abogados dirían que ésta es una manera equivocada de actuar.

No hagáis preguntas de las cuales no podáis prever la respuesta. No se contrainterroga a ciegas, sin tener un objetivo preciso que alcanzar. El contrainterrogatorio debe ser rigurosamente planificado, sin dejar nada en manos de la improvisación, porque en caso contrario podría incluso reforzar la posición del adversario. Etcétera, etcétera, etcétera.

Me gustaría verles participando en un maldito proceso, a esos señores que escriben los manuales. Me gustaría verles en medio del ruido, de la porquería, de la sangre, de la mierda, de un juicio de verdad. Y quiero verles aplicando sus propias teorías.

No se contrainterroga a ciegas.

Me gustaría verles. Yo tenía que proseguir a ciegas por fuerza. No sólo en el proceso.

Aquella sesión concluyó con otros testigos. Vino el carabinero que había recibido la llamada que permitió hallar el cuerpo del niño. Dijo que el acento del informante anónimo era extraño. El fiscal quería algo más. Probablemente habría querido que el testigo dijera que el acento era senegalés. Pero el carabinero no ayudó mucho. El acento, para él, era simplemente extraño, que quería decir todo y nada.

Llegaron los carabineros de la brigada canina que no contaron nada nuevo respecto a lo que había dicho el teniente. Vino el bombero que había bajado al pozo para amarrar el cuerpo del niño y sacarlo fuera. Fue un testimonio triste e inútil.

Luego oímos a algunos de los habitantes de la playa Duna Beach. Conocían a Abdou, alguno había comprado su mercancía, todos recordaban que a veces el senegalés se detenía a hablar con ellos, en la playa. Dijeron que a veces lo habían visto charlar con el niño. Yo les pregunté cómo se comportaba Abdou y todos dijeron que siempre era cordial y que nunca había tenido actitudes extrañas. Con el niño, parecían casi amigos.

Habríamos tenido que oír al médico forense que había realizado la autopsia, pero no estaba. Había enviado una justificación y pedía comparecer en otra sesión. Al presidente no le disgustaba tener que acabar un poco antes de lo previsto. El juicio fue aplazado hasta el lunes siguiente.

Pensé que para entonces, desgraciadamente, habría llegado el calor. No se podía ser siempre tan afortunado con el clima, en junio.

5

Desde la velada en casa de Margarita habían pasado un par de semanas. Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Me había ocurrido una cosa extraña, a la mañana siguiente: me había sentido culpable. Respecto a Sara, creía.

Era una cosa extraña porque Sara me había dejado y desde hacía más de un año y medio vivía su propia vida. Y en cambio, absurdamente, por primera vez sentía que la había traicionado. Por el mero hecho de haber estado bien aquella noche en compañía de Margarita.

Cuando estábamos casados y vivíamos juntos había hecho muchas cosas desagradables. Me habían hecho sentir incómodo, a veces me habían hecho sentir desprecio de mí mismo, pero nunca me había sentido culpable de verdad, como después de aquella noche.

He pensado a menudo en este fenómeno. Entonces no lo entendí. Ahora tal vez sí.

Nos encariñamos también con el dolor, incluso con la desesperación. Cuando hemos sufrido mucho por una persona, el hecho de que el dolor esté pasando nos asusta. Porque creemos que significa, una vez más, que todo, verdaderamente todo termina.

No es verdad, pero eso todavía no estaba preparado para comprenderlo.

Y no había llamado a Margarita. No la había buscado porque tenía miedo de perder mi dolor. Extrañas criaturas, somos.

Pero fue ella quien me llamó. Estaba en una librería alrededor de las dos y media de la tarde, mi hora preferida. Casi nunca hay nadie, se puede oír la música y, sin la gente, se consigue notar en el aire el perfume del papel nuevo.

Cuando contesté al móvil estaba leyendo velozmente un ensayo. Una vieja técnica desarrollada cuando no tenía bastante dinero para comprarme todos los libros que quería.

¿Qué estaba haciendo? Ah, estaba en una librería. ¿Si me apetecía tomar un café con ella? Me apetecía. Sólo el tiempo de ir desde la librería Laterza a casa. Diez minutos. No, no quería un descafeinado, prefería el café normal. Nos vemos dentro de poco. Sí, también yo me alegro de oírte. De verdad.

Mientras me apresuraba -sin darme cuenta- hacia casa pensé que no me acordaba de haberle dado el número del móvil; que no me acordaba de haberle hablado de mis problemas con el sueño y del café descafeinado; que estaba contento de que me hubiera llamado.

Me saludó dándome la mano, agarrándome ligeramente hacia ella y besándome dos veces en las mejillas. Un saludo amistoso, casi de compañeros. Y sin embargo sentí algo debajo del ombligo y me sonrojé un poco.

Me hizo tomar asiento en la terraza, que estaba orientada al norte y por lo tanto a la sombra, y era fresca. Tomamos café y encendimos cigarrillos. Ella llevaba unos tejanos descoloridos y una camiseta blanca de manga corta con una frase: A lo que el gusano llama el fin del mundo, el resto del mundo lo llama mariposa. Lao-Tse.

Estaba bronceada de cara y de brazos, que eran bellos y musculosos. Había leído el periódico que hablaba del proceso de Abdou, de gran repercusión, como se dice. Había leído que yo era el abogado y me había telefoneado, porque quería saber de ello. Tuve una pequeña punzada de contrariedad. Me había llamado sólo para saber del proceso, porque sentía curiosidad. Por un instante tuve la tentación de ponerme distante. Se me pasó enseguida, por suerte.

Le conté. Lo que había en las actas de la investigación del fiscal; el hecho de que se trataba de un proceso indiciario, con muchos indicios; cómo había obtenido el encargo por parte de Abagiage y todo el resto.

La pregunta me la esperaba, y ciertamente llegó.

– ¿Tú crees que ese joven senegalés es inocente?

– No lo sé. En cierto modo no es mi problema. Nos toca defenderles lo mejor que podamos, sean inocentes o culpables. La verdad, si existe, la han de encontrar los jueces. Nosotros debemos defender a los acusados.

Se puso a reír.

– Enhorabuena. ¿Qué era, la introducción al curso La noble profesión del abogado? ¿Quieres dedicarte a la política?

Busqué una respuesta adecuada y no la encontré. Tenía razón y yo me pregunté por qué había hablado con aquella presunción ridícula.

– Eh, no te has ofendido, ¿verdad? Bromeaba.

Me miró a la cara alargando el cuello, penetrando en mi espacio, y yo me percaté de que debía de haber permanecido en silencio más de la cuenta.

– Tienes razón, era ridículo. Yo creo que Abdou es inocente, pero tengo miedo de decirlo.

– ¿Por qué?

– Porque yo lo creo en base a una intuición mía, a mis fantasías. Él me gusta y entonces pienso que es inocente. Porque querría que fuera inocente. Y luego tengo miedo de que sea condenado. Si estoy demasiado convencido de su inocencia y él es condenado -y es probable que sea condenado- será un golpe duro para mí. Bueno, será un golpe peor para él.

– ¿Por qué te gusta?

Me sorprendí contestando sin pensar. Y descubriendo la respuesta en el preciso instante en el que la pronunciaba.

– Porque reconozco en él algo de mí, creo.

Pareció que la respuesta la hubiera afectado, porque permaneció en silencio, con la mirada perdida. Escarbaba en alguna de sus cosas, pensé. La miré sin decir nada hasta que volvió a hablar.

– Me gustaría asistir al juicio. ¿Puedo?

Claro que puedes. La próxima audiencia es el lunes.

– ¿Puedo leer los documentos, antes?

Me entraron ganas de reír, no sé por qué. No sé por qué, pensé que no erraba ni un tiro. Pensé en los manuales de artes marciales que estaban en su librería. No le había preguntado por qué los tenía, si practicaba alguna de aquellas disciplinas, y cuáles. Lo hice en aquel momento.

– Puedes leerlos cuando quieras. Puedo traerlos aquí, pero quizá sería mejor que tú fueras al despacho. Hablamos de un buen montón de hojas. ¿Por qué tienes todos esos libros de artes marciales?

– Practico un poco de aikido. Desde que dejé la bebida.

– ¿Qué quiere decir un poco?

– Soy cinturón negro, segundo dan.

– Me gustaría verte.

– De acuerdo. Entra dentro.

Entramos, sacó una cinta de un armario, encendió el vídeo y me dijo que me sentara.

El vídeo empezaba con la filmación de un gimnasio de estilo japonés, vacío, con un tatami verde. Se oyó una voz en off, que decía algo que no comprendí. Luego apareció en la pantalla una chica con un kimono blanco y pantalones negros anchos. Llevaba el pelo recogido en una cola. Tardé unos pocos segundos en reconocer a Margarita. Miraba hacia un punto fuera. Por aquella parte entró un hombre, con el mismo uniforme. La agarró por las solapas de la chaqueta; ella le cogió la mano y giró sobre las piernas. Parecía que se movía a cámara lenta, pero igualmente no comprendí bien de qué manera el hombre era lanzado contra el tatami, con un crujido. Su mano, abierta, bajó hacia la cabeza de Margarita. Todavía una rotación, todavía un movimiento incomprensible y el hombre volaba de nuevo, con los anchos pantalones negros que dibujaban figuras elegantes en el espacio. Siguieron otras secuencias, en las que los agresores llevaban bastones, o cuchillos, o atacaban en parejas.

Era un espectáculo hipnótico, que duró unos veinte minutos. Luego Margarita quitó la cinta y la devolvió a su sitio. Durante todo el rato no había dicho nada. Ni yo tampoco. Incluso después permanecimos los dos sin hablar durante un tiempo indefinido. Y, tal vez por primera vez en mi vida, no me encontraba incómodo en el silencio. No sentía la ansiedad de rellenarlo, de cualquier modo, con mi voz o cualquier otro ruido. Tenía la impresión de intuir su urdimbre delicada, móvil. La música, pensé en aquel momento.

Cuando negó el momento de marcharme me di cuenta de que durante todo el tiempo, antes y después de la cinta, le había mirado especialmente los brazos. Había mirado la piel dorada y luminosa; los músculos extensos y fuertes. Había mirado el ligero vello rubio de los antebrazos y como se erguía ligeramente cuando se levantaba una ráfaga de viento más fresca, en la terraza.

– Tienes unos brazos muy bonitos -dije cuando estábamos en la puerta. Luego pensé que no podía dejar las cosas a medias, como siempre. Entonces lo terminé.

– Eres una mujer muy hermosa.

– Gracias. Tú también eres un hombre muy guapo. No sonríes muy a menudo, pero cuando lo haces eres muy guapo. Tienes una sonrisa de niño.

Nadie me había dicho nunca una cosa como aquélla.

6

Para el lunes siguiente estaba prevista la declaración del brigada que había efectuado las investigaciones más importantes, del médico forense que había realizado la autopsia y especialmente del propietario del bar Maracaibo. El que decía que había visto a Abdou poco antes de la desaparición del niño. Era una sesión fundamental, incluso decisiva, y por ello había pasado el sábado y la mañana del domingo estudiando las actas y textos de medicina legal.

El sábado por la mañana había ido a una librería cerca de casa donde hacían fotocopias en color. La dueña me había mirado de una manera un poco rara cuando le pedí lo que me hacía falta.

Pero al salir estaba satisfecho con el trabajo de la señora y de lo que me llevaba. Me parecía que tenía alguna carta para jugar.

Margarita había ido al despacho el viernes por la tarde. Había leído los documentos durante más de tres horas, sola en la salita de las reuniones. Le había pedido a una María Teresa muy perpleja algunas fotocopias y luego, a eso de las nueve, había pasado a saludarme. Estaría fuera el sábado y el domingo.

¿Con quién? Pensé sólo durante un segundo.

Nos veríamos el lunes por la mañana, a las nueve y media, en la Audiencia Provincial. Besos, dijo al despedirse. Besos habría querido contestar. Pero sólo hice un gesto con la mano, y luego permanecí mirándola, cerrando lentamente aquella mano medio levantada cuando ella hubo abandonado la habitación.

Fue un fin de semana todavía bastante fresco, por suerte. Así que no fue demasiado penoso trabajar.

El domingo hacia la una y media pensé que estaba todo el pescado vendido, y decidí salir. A aquella hora podía ir al mar. Con la ciudad desierta y las calles vacías llegaría a donde quisiera, en poco tiempo. Cogí una bolsa, metí una toalla, un bañador y un libro y salí de casa.

La ciudad estaba realmente desierta y en pocos minutos atravesé el centro y me deslicé hacia el paseo marítimo, dejando atrás el viejo Hotel de las Naciones. El Mercedes avanzaba con un zumbido relajante y llegué a la autovía sin apenas darme cuenta. Al salir había pensado que me detendría a unos veinte kilómetros de Bari, qué sé yo, en Cozze o lo más lejos en Polignano. Por el camino cambié de idea y pisé a fondo el acelerador hasta la salida de Capitolo.

Estaba menos abarrotado de lo que pensaba y encontré sitio fácilmente, en el aparcamiento de un establecimiento de baños que -me di cuenta mientras salía del coche- debía de estar como máximo a un kilómetro del lugar donde había desaparecido el niño.

Pagué la entrada, que incluía el aparcamiento y derecho al baño, y me dirigí a la arena, después de haberme quitado los zapatos. Notaba una sensación extraña. Había pasado un año desde el verano en el que creí que me volvería loco. El año anterior detestaba la luz cegadora del sol, detestaba las playas, a la gente, que parecía estar tan a gusto mientras yo me sentía como pez fuera del agua en todas partes.

Ahora me sentía como un convaleciente. Miraba a la gente, el mar, la arena que había aborrecido el año anterior y me sorprendía que no me hiciera daño mirarlo. Experimentaba una especie de dulce indiferencia y tenía alguna dificultad para pensar que, hacía menos de un año, hubiera podido estar tan mal.

Era una sensación extraña, un poco melancólica, pero hermosa.

Me desnudé en una cabina normal, alquilé una tumbona y me la hice colocar cerca de la orilla. El mar estaba tal como a mí me gusta. Calmado pero no plano, con el viento que encrespaba ligeramente la superficie. Al sol se estaba bien, calor, el adecuado, para cerrar los ojos y adormecerse con el libro en la arena junto a la tumbona. Así lo hice, con las voces de la playa que se desvanecían entre el extraño bienestar que me había invadido.

Soñé, como se sueña en aquella fase extraña entre la vigilia y el sueño o, viceversa, entre el sueño y la vigilia.

Me encontraba a Sara por la calle, cerca de nuestra casa, quiero decir la que había sido nuestra casa y ahora era la suya. Ella se dirigía a mí, me abrazaba y me besaba en los labios. Yo respondía al abrazo pero estaba cohibido. En el fondo -en el sueño- no nos veíamos ni nos hablábamos desde hacía cuatro años. Entonces se lo decía, de alguna manera. Ella me miraba y me preguntaba si estaba loco, pero tenía una cara asustada, como si estuviera a punto de llorar. Yo le repetía que no nos veíamos desde hacía cuatro años y entonces sí, ella rompía a llorar, desesperadamente. Me preguntaba por qué le decía una maldad semejante y yo no sabía qué hacer, porque ella parecía desesperada de verdad. Me entristecí y pensé que sólo era un sueño y quería abrir los ojos. Durante un tiempo indefinible, sin embargo, no lo conseguí y permanecí allí, a caballo entre el sueño y las voces de la playa.

Luego noté salpicaduras de agua en la cara y en el pecho y una voz que reconocí enseguida. Helena.

– ¡Guido! ¡Guido, cuánto tiempo!

– Helena, qué placer…

Mentiroso, terrible mentiroso, pensé literalmente. Yo a Helena siempre la había detestado. Ella y su horrible marido y su grupo de horribles amigos. Había estudiado el bachillerato y la carrera con Sara y estaba convencida de ser su mejor amiga. Sara no tenía la misma opinión, pero le molestaba ser maleducada. Así que nos veíamos obligados, periódicamente, a aceptar las invitaciones de Helena para cenar y, a veces, a tener que corresponderías.

Me rodeó con una nube de Opium mientras se agachaba para abrazarme. ¿Opium en el mar? Sabía con seguridad que, tras la separación, había dicho muchas cosas sobre mí, ninguna de ellas agradable. Ahora, en perfecta coherencia con su personaje, me abrazaba, me besaba y me preguntaba qué había hecho durante todo este tiempo.

– ¡Guido, qué bien estás! ¿Has ido al gimnasio este invierno? ¿Estás solo o con alguna novia? -amigablemente, estilo: a mí me lo puedes decir, ya que me limitaré a poner un anuncio en el periódico y algunos centenares de carteles por la ciudad.

– Sí, imbécil, estoy solo y me gustaría seguir estándolo. Además, dado que has venido a tocarme las narices, tengo algo que decirte, así que óyeme bien. Tus cenas siempre fueron una tortura y especialmente la comida daba asco. Lo sé, todos decían que eras una gran cocinera, y eso para mí será siempre un misterio. Tu marido, si es posible, es peor que tú. Y vuestros amigos, si es posible, son peores que él. Una vez me propusieron incluso que me inscribiera en el Rotary. Quería decirte que soy comunista. Durante tantas noches, durante tantos años has invitado a cenar a un comunista. ¿Comprendes?

Estas cosas, y otras, habría querido decirle. Obviamente, en cambio, contesté con nauseabunda gentileza. Sí, estaba solo, no, no tenía ninguna novia, sí, lo decía en serio, no, no veía a Sara desde hacía tiempo. Ah, ¿ella estaba aquí en la playa sola? ¿Con Mario tenían problemas? Y quién no había tenido problemas, con Mario. También con ella, si es por esto. ¿Teníamos que vernos, una noche de éstas? ¿Ella y yo? Claro, cómo no. ¿Si tenía su número de móvil? Creo que sí. Ah, no podía ser porque tenía uno nuevo. Entonces tenía que dármelo. ¿Entonces, la llamaría? Confiaba en ello. Claro, podía confiar en ello. Seguro. Adiós, hasta pronto, beso, Opium, aún otro beso y gran final con un guiño.

Me bañé para ver cómo estaba el agua y para sacarme el Opium de encima. El agua estaba muy fría. Por otro lado, todavía estábamos a mediados de junio y no había hecho calor de verdad. Di algunas brazadas, pensé que como primer baño de la estación podía bastar y decidí pasear por la playa, entre la arena y el mar.

Había jugadores de palas, pero no eran tan numerosos como en julio y agosto. Habría querido matarlos, pero estaba dispuesto, dado que estábamos a comienzos de la estación, a concederles una muerte rápida. En julio o agosto habría querido matarlos haciéndoles sufrir.

Yo detesto a los jugadores de palas, pero mientras andaba -esforzándome para molestarles lo máximo posible y poniéndome deliberadamente en medio de las trayectorias de la bola- vi a un tipo de criatura al que detesto todavía más que a los jugadores de palas. El fumador de pipa en la playa.

No pierdo la cabeza por quien fuma en pipa. Más bien me pongo nervioso cuando veo a alguien que fuma en pipa por la calle. Me pongo de verdad muy nervioso cuando veo a alguien -como aquella tarde- que fuma en pipa en la playa, mirando a su alrededor con la afectación de Sherlock Holmes. En calzoncillos.

Hacía estas reflexiones sobre los fumadores de pipa y los jugadores de palas y pensé que tal vez estaba mejor, si había recuperado un poco de mi sana intolerancia.

En aquel momento entró en mi campo de visión un chico de color con varias mercancías, colgadas de una especie de bastón flexible que llevaba haciendo equilibrio sobre un hombro y en una bolsa descosida semiabierta. Llevaba puesta una túnica coloreada, larga hasta los tobillos, y un sombrerito de forma cilíndrica. Me detuve con los pies en el agua para mirarlo, bastantes segundos, antes de darme cuenta de por qué lo miraba.

Cuando lo descubrí, sin que ello tuviera un sentido especial, decidí estudiar un poco su manera de moverse y trabajar en la playa. No tenía, naturalmente, ninguna idea precisa. Se me ocurrió, por un instante, preguntarle si conocía a Abdou. Lo dejé correr y me limité a observarle.

Parecía estar cómodo moviéndose entre las tumbonas y las toallas colocadas en la arena. Casi a intervalos regulares saludaba con la mano a algunas de las señoras de la playa, y ellas le contestaban. Una lo llamó desde lejos con un nombre que no entendí. Él se giró y se dirigió hacia ella sonriendo, apoyó su mercancía en el suelo, le dio la mano y luego empezó a hablar. Obviamente no oía lo que decía, pero por los movimientos de las manos resultaba claro que describía la mercancía. Se entretuvo más de cinco minutos y al final la señora le compró un bolso. Él reanudó su marcha y yo continué siguiéndole. Con la mirada, primero, y luego también andando, manteniéndome a una veintena de metros de distancia. La escena que había visto se repitió varias veces, en el período de una media hora. Sin motivo alguno decidí pasar a su lado, sólo para mirarle y luego irme, dado que me había cansado de aquella vigilancia. Precisamente cuando estaba junto a él, caminaba tan cerca que podía tocarlo, oí un timbrazo desgarrador salir de su bolsa. Él se detuvo y sacó un viejo teléfono móvil Motorola con el volumen, evidentemente, al máximo.

Dijo dígame como los negros de las películas de tercera categoría. Tígame. Precisamente así. Pensé que si hubiese sido chino habría dicho lígame. No era un pensamiento agudo. Pero era exactamente, textualmente, lo que me pasó por la cabeza en aquel momento.

La conversación fue breve y se desarrolló en italiano. Es decir, en una especie de italiano.

Sí, estaba trabajando. En la playa, amigo. Bastante gente, había. Sí, amigo, en Monopoli, playas de Capitolo. Podía venir mañana, mañana por la mañana. De acuerdo, amigo, adiós.

Cerró el teléfono y reanudó su deambular. Yo permanecí quieto, en la playa donde me había arrodillado para oír la llamada. Pensaba en una cosa que me había pasado por la cabeza.

Y me preguntaba por qué no lo había pensado antes.

7

– Comprendes Guido, ésta es la mejor edad. Podemos hacer lo que queramos.

– ¿En qué sentido, perdona?

– Joder, Guido, precisamente tú. Desde que estás solo pasarás de un polvo a otro, sin problemas. Y me preguntas en qué sentido.

– Ah, de un polvo a otro -dije con voz neutra.

– Vamos Guido, qué coño te pasa. No nos vemos desde hace un año, tal vez más y no me cuentas nada.

Andaba a velocidad más bien sostenida hacia los juzgados, transportando dos carteras pesadas, que contenían el material que necesitaba para la sesión. Nos habíamos encontrado por la calle, tras más de un año sin vernos. Tenía cuarenta años recién cumplidos, dos hijos, una mujer gorda y maleada.

Tenía un bufete de abogados -heredado del padre- que se ocupaba de bancos y de seguros y ganaba una gran cantidad de dinero. Su argumento preferido eran los polvos. Hablando sobre ellos, era un verdadero especialista.

De joven había sido muy simpático. De carácter cómico natural, que decía siempre palabrotas y hacía reír a todo el mundo. Porque las decía de una manera ante la que no podías no reír. Alguien que habría tenido que hacer otro trabajo, y quizá habría sido feliz, o algo parecido. En cambio era abogado. Con los años, el carácter cómico había desaparecido, junto con el pelo y con todo lo que de él valía. Alberto todavía decía palabrotas, pero -pensé aquella mañana- desde hacía mucho tiempo ya no hacía reír. Era un hombre desesperado, si bien no lo sabía.

– No hay nada que contar Alberto, de verdad. No salgo con ninguna.

– Perdona, ¿ahora que estás solo y puedes hacer lo que te salga de las pelotas?

– Sí. La vida es extraña, ¿verdad?

– No te habrás vuelto marica, ¿eh? -y dale a contarme la historia de uno que habría tenido que conocer, o como mínimo recordar. No me acordaba de él, pero no se lo dije a Alberto. Este tipo -un tal Marcos- del que no me acordaba estaba casado y tenía un hijo. Llegó un momento en el que la mujer notó una serie de hechos y se convenció de que tenía otra. Le había -como se dice- puesto un detective, que había hecho bien su trabajo. Había descubierto el amorío y todo lo demás. Sólo había un pequeño problema. El tipo no tenía una novia, tenía un novio. Que era carnicero de profesión.

– Ya ves, Guido, joder. La mujer pensaba que él era un pícaro que se tiraba a alguna jovencita y en cambio él se hacía dar por el culo por un carnicero. ¿Te das cuenta? Un carnicero. Quizá le llevaba salchichas de caballo para merendar… ¿No será que también tú has cambiado de acera y te haces dar por el culo, yo qué sé, por un charcutero?

No había cambiado de acera -lo tranquilicé- e intentaba no dejarme dar por el culo por nadie, en la medida de lo posible.

Llegamos a la entrada de los juzgados. El momento de despedirnos e ir cada uno a su trabajo. Teníamos que vernos por fuerza una noche con los demás amigos. Pronunció unos nombres, que sonaban lejanos. Una pizza o tal vez un póquer. Seguro, un hermoso reencuentro. Sí, nos llamamos esta semana o como máximo la próxima. Adiós, Guido -joder-, me ha gustado verte. Adiós, Alberto. También a mí.

Se alejó hacia el ascensor que llevaba al quinto piso, a las salas de civil. Yo permanecí mirándole, pensando que en un lugar lejano, en el abismo del tiempo, habíamos sido amigos de verdad.

Pensaba en esto, incrédulo.

Adiós, Alberto, me salió. Lo dije, sí. En voz baja, pero audible para quien hubiera estado a mi lado, en aquel momento.

Pero no había nadie.

Antes de que comenzara la sesión hablé con Abdou. Tenía que verificar si la idea que se me había ocurrido en la playa tenía un sentido y podía ser desarrollada.

Podía. Quizá teníamos una posibilidad más y yo intenté reprimir mi entusiasmo. Cuando se te ocurre una idea que parece muy brillante, normalmente luego no funciona, me dije. Y entonces te quedas destrozado.

Comprobado demasiadas veces. Comprobado no lo suficiente para resignarse.

Margarita llegó a las nueve y media en punto. Me saludó con una sonrisa desde los bancos del público. Yo le hice un gesto para que viniera a sentarse a mi lado. Ella me indicó que no con la cabeza y con un movimiento de ambas manos, como queriendo decir que ya estaba bien allá donde estaba. Me acerqué.

– Estás bien con la toga -dijo ella.

– Gracias. Ven a sentarte a mi lado. Has hecho los exámenes de abogado. Puedes.

Ella sonrió brevemente.

– Si es por eso también estoy inscrita en el colegio. Mi padre no se ha resignado nunca y cada año ha seguido pagando las cuotas por mí. Si quiero, puedo ponerme a ejercer de abogado en cualquier momento.

– Perfecto. Entonces ven a sentarte a mi lado. Si querías ver cómo va este proceso, bien, ésta es la mejor posición.

Accedió con un ademán de la cabeza, vino a mi lado y se sentó a mi derecha. Me gustaba que estuviera allí, me proporcionaba una sensación de seguridad.

Empezamos con el médico forense. Confirmó todo lo que había escrito en el acta sobre la autopsia. Dijo que la muerte del niño había sido provocada por asfixia. No podía ser más preciso, porque las causas de la asfixia pueden ser muchas. El niño no había sido estrangulado porque no había huellas de las lesiones correspondientes. Pero podía haber sido ahogado con un cojín, tapándole la boca y la nariz, o manteniéndolo encerrado en un espacio muy angosto, como el maletero de un coche. También era posible

– la literatura científica citaba algunos casos parecidos- que el ahogamiento se hubiera producido en el transcurso de una felación violenta.

De cualquier manera, no había huellas de violencia sexual y la búsqueda de semen había resultado infructuosa. El niño, cuando el cadáver había sido recuperado, estaba completamente vestido, con la ropa que llevaba puesta en el momento de la desaparición.

Cuando había sido arrojado al pozo, el niño ya estaba muerto, porque no había agua en los pulmones.

Yo no tenía especial interés en contrainterrogar al médico. Me limité a hacerle precisar mejor que las referencias a la felación violenta eran fruto sólo de sus conjeturas, pero que no había ningún dato objetivo a partir del cual deducir que aquella forma de violencia sexual -u otras- realmente hubiera sido practicada contra el niño.

Tras el médico forense el fiscal llamó a declarar al brigada Lorusso, subcomisario del centro operativo de Monopoli. Entre los investigadores, era el testigo más importante. Las investigaciones de alguna importancia las había realizado prácticamente todas él. Yo le conocía desde hacía muchos años. Me lo había encontrado en otros procesos y sabía que se trataba de un hueso duro. Parecía un empleado o un profesor, con gafitas, poco pelo amarillento, americana y corbata de grandes almacenes. Tenía un aspecto inofensivo, a primera vista. Los ojos, sin embargo, si uno lograba verlos detrás de las gafas, eran inteligentes y fríos. Antes trabajaba en Barí en la sección contra el crimen organizado, luego se vio implicado en una historia de violencia sobre un arrestado, junto con un capitán y otro suboficial. Todos fueron trasladados y Lorusso, concretamente, se pasó dos años adiestrando a reclutas en una escuela. Para alguien de la bofia como él era un castigo bien escogido.

El interrogatorio realizado por Cervellati duró más de una hora. El testigo contó la búsqueda del niño, cómo se había llegado a la localización de los testigos; contó el arresto de Abdou, el registro, todo.

Fue una declaración clara y eficaz. El brigada Lorusso era alguien que sabía lo que se hacía.

El abogado de la acusación particular, como de costumbre, no tenía preguntas. Lo que hacía el fiscal, en este caso, siempre le parecía bien. Luego el presidente me concedió la palabra.

– Buenos días, brigada.

– Buenos días, abogado -respondió sin mirar hacia mí. Era inteligente, sabía que toda mi cordialidad era para ganarme al jurado.

Déjate de mierdas, abogado, y veamos lo que sabes hacer. Esto es lo que se escondía detrás de su saludo. De acuerdo, pensé.

– ¿Nos puede repetir cuál es su cargo?

– Soy el subcomisario del centro operativo de la compañía de Monopoli.

– ¿Cuál era su cargo anterior?

Lo mejor es pasar directamente al juego duro, pensé.

– ¿Qué tiene eso que ver, abogado?

Tocado.

– Por favor, ¿puede decir al tribunal cuál era su cargo anterior?

Dudó un instante, pareció que estaba a punto de mirar al fiscal, luego apretó las mandíbulas y finalmente contestó.

– Era instructor en el batallón de alumnos de los carabineros de Reggio Calabria.

– No un cargo de policía judicial, si lo entiendo bien.

– No.

– ¿Y un poco antes?

En aquel momento Cervellati intervino.

– Presidente, protesto. No veo qué tienen que ver los anteriores cargos del brigada con el objeto de la declaración.

El presidente se dirigió a mí.

– ¿Qué tienen que ver los anteriores cargos del testigo con este proceso, abogado?

– Presidente, es necesario que haga estas preguntas de acuerdo a los fines previstos por el artículo 194, apartado segundo del código. Las respuestas, como se aclarará a continuación, me servirán para valorar la Habilidad de la declaración.

El presidente permaneció un momento en silencio; el juez que tenía al lado le dijo algo al oído. Finalmente, tras otra pausa, me hizo una señal con la mano para que continuara.

– Entonces, brigada, ¿cuál era su cargo anterior al de instructor de reclutas?

Mientras hacía esta pregunta Lorusso se giró hacia mí un instante y me miró con odio. Estaba a punto de hacer una cosa que normalmente no se hace. Estaba a punto de violar el pacto tácito de no agresión que existe entre los abogados y la bofia, en los procesos. Se dio cuenta. Si alguna vez podía, me lo haría pagar caro. Seguro.

– Estaba destinado en el núcleo operativo, sección operativa de Bari, primera sección, crimen organizado.

– Es decir, la compañía en la que se hallan los mejores investigadores de la provincia. Por lo tanto, si lo he entendido bien, usted fue trasladado de un cargo de investigador de gran nivel a un cargo… hemos dicho, de instructor de reclutas en Reggio Calabria. ¿Es correcto?

– Sí.

– ¿Se trató de un cambio normal o existía algún motivo especial?

No me gustaba mucho lo que estaba haciendo, pero necesitaba que perdiera la calma para pasar a lo que de verdad me interesaba.

– Abogado, usted sabe perfectamente por qué me trasladaron y que salí de aquella historia con la cabeza muy erguida.

– ¿Puede decirnos a qué historia se refiere?

Mi tono era falsamente cordial. Odioso.

El presidente intervino, esta vez sin esperar al fiscal.

– Abogado, no abuse de la paciencia del tribunal. Vaya al grano.

– Brigada, ¿puede decirnos por qué fue trasladado a Reggio Calabria?

– Porque un delincuente arrestado in fraganti por la venta de un kilo de cocaína, con tres páginas de antecedentes penales, me había acusado a mí, a un capitán y a otro brigada de haberle pegado. Los tres fuimos absueltos y aquel señor fue condenado por tráfico de droga a diez años de cárcel. ¿Es suficiente?

– De acuerdo. Usted ha oído declarar al señor Renna, propietario del bar Maracaibo, además de los dos ciudadanos senegaleses Diouf y… no me acuerdo del nombre del otro. ¿Pero es exacto?

– Sí.

– ¿Puede decir al tribunal de qué manera procedió a la redacción del acta?

– ¿En qué sentido, abogado?

– ¿Grabaron en audio o vídeo estas declaraciones?

– No lo grabamos. Si lee con atención las actas, consta que por falta de aparatos de grabación se procedió a una mera redacción del acta de forma resumida.

– Ah, de acuerdo. Veamos si lo he entendido bien. Ustedes redactaron el acta de manera resumida sólo porque no disponían de los aparatos para grabar en vídeo o audio. ¿Es así?

Lorusso comprendió a dónde quería llegar, pero era demasiado tarde.

– En aquel momento no creo- trabajamos en una situación de emergencia…

– Tengo una pregunta muy sencilla para usted: ¿en el núcleo operativo de los carabineros de Monopoli no se disponía de una grabadora o de una cámara de vídeo?

– Los teníamos, pero en aquel momento… creo que la grabadora no funcionaba. Ahora no lo recuerdo con precisión, pero ciertamente había algún problema.

– La grabadora no funcionaba. ¿Y la cámara de vídeo?

– No disponemos de cámara de vídeo.

– Perdone, tengo aquí el acta de la inspección que se hizo al encontrar el cuerpo del niño. Aquí pone que las actividades de inspección han sido documentadas mediante una cámara de vídeo… Y precisamente junto al acta figura una cinta. ¿Qué me dice, pues?

Cervellati protestó casi gritando. Estaba perdiendo la calma.

– Protesto, presidente, protesto. Es inadmisible que se lleve el contrainterrogatorio del testigo hacia cómo se redactó el acta, si disponía de una cámara de vídeo, o de una pluma o de un ordenador.

– Presidente, que sea inadmisible es una opinión del fiscal. Nos interesa comprender cómo se redactaron las actas de algunas declaraciones para verificar si, incluso involuntariamente, porque nadie duda de la buena fe de los investigadores, decía, para comprobar si los testigos pudieron haber sido condicionados o si hubo malentendidos sobre lo que realmente declararon. No nos olvidemos de que el fiscal le ha pedido que se lean las declaraciones efectuadas por dos ciudadanos extracomunitarios en la fase de investigación…

Zavoianni me interrumpió. Se estaba poniendo nervioso. No le gustaban todas aquellas preguntas, no le gustaba mi manera de actuar y -siempre lo había sospechado, pero ahora estaba seguro- yo tampoco le gustaba.

– Abogado, pasemos a otra cosa. Ya he permitido muchas preguntas sin ningún interés. Procure hacer alguna pregunta relacionada con el proceso, por favor.

Mientras observaba cómo hablaba el presidente, pude comprobar que Lorusso inspiraba y expiraba con energía, relajándose.

– Presidente, yo creo que es importante saber el motivo por el cual la declaración de las personas conocedoras de los hechos, y especialmente la de los ciudadanos extracomunitarios, que no podremos volver a oír aquí, porque están ilocalizables, no ha sido documentada de manera íntegra.

– Abogado, ya lo he decidido. Prosiga sin discutir mis decisiones.

Apreté las mandíbulas contrayendo los músculos unos segundos. Luego empecé de nuevo.

– Gracias, presidente. Me gustaría que usted, brigada, nos hablase del registro en el domicilio del acusado.

– ¿Qué quiere que le diga, abogado?

– Cómo procedieron, si buscaban alguna cosa en concreto, cómo encontraron el domicilio, todo.

– No entiendo muy bien su pregunta. En cuanto al procedimiento registramos la habitación de Thiam, buscando por todas partes, y no buscábamos objetos determinados, buscábamos lo que pudiera ser útil para la investigación. Luego encontramos allí la foto del sospechoso con el niño y los libros de literatura infantil que aparecen detallados en el acta.

– ¿No encontraron otras cosas importantes para la investigación?

– No.

– En tal caso las hubieran cogido.

– En tal caso las hubiéramos cogido, obviamente.

– ¿Encontraron una polaroid o una cámara fotográfica?

– No.

– Oiga, ahora querría hablar un momento de los libros. Leo en el acta del registro y de la confiscación que entonces se llevó a cabo que el señor Thiam tenía en su habitación tres novelas de Harry Potter, El principito, cuentos para niños en lengua francesa, el conocido cuento de Pinocho y otro libro infantil titulado El doctor Dolittle. ¿Es correcto?

– Sí.

– ¿El señor Thiam tenía sólo estos libros en su habitación?

– Ahora no lo recuerdo bien. Tal vez había algo más.

– ¿Cuando dice algo más se refiere a algún libro más?

– Sí, creo que había algún libro más.

– ¿Puede decir aproximadamente cuántos libros más?

– No lo sé. Cinco, seis, diez.

– ¿Le extrañaría si le dijera que en aquella habitación había más de cien libros?

– Protesto -dijo el fiscal-, se le pide una opinión al testigo.

– Volveré a formular la pregunta, presidente. ¿Está seguro, brigada, de que no había muchos más libros que sólo una decena?

– Una veintena tal vez, no un centenar.

– ¿Puede describirnos la habitación y decirnos, concretamente, si había estanterías?

– Ahora ya ha pasado casi un año, pero había una cama, una mesita… sí, tal vez había una estantería junto a la cama.

– ¿Una sola estantería o varias estanterías, una librería?

– Quizás… es posible, una pequeña librería.

– Ahora me doy cuenta de que no es fácil, a casi un año de distancia, pero le rogaría que hiciera un esfuerzo para recordar lo que había en aquella pequeña librería.

– Abogado, no me acuerdo. Seguro que había libros, pero no me acuerdo de las otras cosas.

– Usted, brigada, ha comprendido que yo quiero que se sepa, más o menos, la cantidad de libros que había. Yo la conozco, pero querría que usted la recordara.

– Había varias repisas en la estantería, y había libros, no sé precisar cuántos.

– Pero ustedes sólo confiscaron los indicados en el acta. ¿Por qué?

– Porque evidentemente eran los únicos relacionados con la investigación.

– ¿Porque eran libros para niños?

– Claro.

– Ya lo entiendo. Ahora querría hablar de la fotografía, la del señor Thiam con el pequeño Francesco. ¿Qué puede decirme sobre aquella fotografía?

– No entiendo la pregunta.

– ¿Era la única fotografía que tenía el señor Thiam o se acuerda de si tenía más?

– No me acuerdo, abogado. El registro lo efectuamos tres personas, no me acuerdo si fui yo o un colega quien encontró la fotografía.

– Me gustaría enseñarle algo.

Saqué de la bolsa un sobre, lo abrí sin prisa y le pedí al presidente permiso para mostrar unas fotografías al testigo. Él dio su consentimiento con un movimiento de cabeza.

– ¿Ve estas fotos, brigada? ¿Puede decirnos en primer lugar si reconoce a alguna de las personas retratadas?

Lorusso observó las fotografías que le había dado -una treintena, quizá- y luego contestó.

– En muchas fotos aparece el acusado. A las demás personas no las conozco.

– ¿Recuerda o puede afirmar que estas fotos no estaban en la habitación del acusado en el momento del registro?

– No me acuerdo y no lo puedo afirmar.

Era el momento de detenerse, venciendo la tentación de hacer otra pregunta, que habría sido una pregunta de más.

– Gracias, presidente, yo he terminado. Pido que se incluyan, como pruebas documentales, las fotos que he enseñado al brigada.

Enseñé las fotografías al fiscal y a la acusación particular. No pusieron inconvenientes, si bien Cervellati me miró con evidente desagrado. Luego las introduje de nuevo en el sobre y se las entregué al presidente.

Lorusso se marchó tras haber saludado al tribunal y al fiscal. Pasó frente a mí ignorándome deliberadamente. No podía no darle la razón.

El presidente dijo que haríamos una pausa de diez minutos y sólo entonces me di cuenta de que Margarita había estado a mi lado todo el tiempo, sin pronunciar una palabra.

Le pregunté si tenía ganas de ir a tomar un café. Movió afirmativamente la cabeza. Yo habría querido preguntarle qué pensaba de todo. Si le parecía que había estado brillante o algo así, pero era una pregunta infantil -pensaba- y no la hice. En cambio, fue ella quien habló, mientras entrábamos en el bar de los juzgados, famoso por hacer el peor café de la ciudad.

Era muy interesante -dijo-, si bien yo parecía otra persona. Era brillante, pero no era, cómo decirlo, muy simpático. ¿Era realmente necesario humillar al brigada de aquella manera?

Estaba a punto de decir que no me parecía haberlo humillado y que, además, los procesos de este tipo son inevitablemente brutales. Esta brutalidad era el precio de una garantía a la que no podía renunciar y también era mejor un carabinero o un policía humillados que un inocente condenado.

Por suerte no dije nada de todo esto. En cambio, permanecí en silencio unos instantes, antes de contestar. Dije que no sabía si era en realidad necesario. Que en realidad era necesario que aquellas cosas se supieran, que eran importantes y que quizás había otra manera, o tal vez no. Además, en aquellas situaciones, quiero decir en los juicios, especialmente en los delicados, en el ojo del huracán de los medios de comunicación, es fácil sacar lo peor de uno. También es fácil que a uno le guste y atormente a las personas con la excusa de que se trata de un trabajo a veces sucio, y de que alguien debe hacerlo.

Nos tomamos el café y luego encendimos los cigarrillos. Esto interrumpió la conversación sobre la ética del abogado, por suerte. Yo dije que el café de los juzgados también se utilizaba para exterminar a las ratas. Ella se puso a reír y dijo que le gustaba que yo fuera capaz de hacerla reír. También a mí me gustaba.

Luego nos dirigimos de nuevo a la sala del tribunal.

8

El presidente le dijo al oficial del juzgado que llamara al testigo Antonio Renna.

Atravesó la sala mirando a su alrededor con aire chulesco. Tenía aspecto de campesino. Figura rechoncha, camisa a cuadros, cuello años 70, piel oscura y ojos de pillo. De una pillería nada simpática, del tipo apenas pueda te engaño. Se subió un poco los pantalones por la cintura, con un gesto que me pareció obsceno, y se sentó con calma en el sitio destinado a los testigos, que el oficial del juzgado le había mostrado. De espaldas a la jaula en la que se hallaba Abdou. Se sentó cómodamente, ocupando toda la silla y apoyándose relajadamente en el respaldo. Tenía un aire de satisfacción y yo pensé, al contrario, que quería quitarle toda aquella chulería.

El interrogatorio de Cervellati no fue nada más que una especie de repetición del ya efectuado durante las investigaciones preliminares. Renna dijo exactamente las mismas cosas, en el mismo orden y más o menos con idénticas palabras.

Cuando llegó su turno Cotugno hizo alguna pregunta, completamente intrascendente. Sólo para mostrar a sus clientes, es decir, los padres del niño, que existía y se estaba ganando sus honorarios.

Estaba a punto de empezar mi contrainterrogatorio cuando Margarita me susurró algo al oído.

– No sé por qué, pero éste es un mierda.

– Ya lo sé -repetí. Luego me dirigí al testigo.

– Buenos días, señor Renna.

– Buenos días.

– Yo soy el abogado Guerrieri y defiendo al señor Thiam.

Ahora le formularé algunas preguntas, rogándole que las conteste con brevedad y sin comentarios.

Mi tono era intencionadamente odioso. Quería provocarle, para ver si lograba encontrar un resquicio y colocar mi golpe. Como en el boxeo.

Renna me miró con sus ojos porcinos. Luego se dirigió al presidente.

– Señor juez, ¿pero yo también estoy obligado a contestar a las preguntas de un abogado?

– Debe contestar, señor Renna.

El rostro del presidente expresaba que, de haber podido, habría prescindido con mucho gusto de mí y de la mayoría de abogados. Sin embargo no podía. Yo, además, había ganado una ligera ventaja. El propietario del bar había respondido a la provocación y ahora era más vulnerable.

– Entonces, señor Renna, usted dijo al fiscal que la tarde del 5 de agosto de 1999 había visto al señor Thiam caminar rápidamente del norte hacia el sur. ¿Es exacto?

– Sí.

– ¿Se acuerda de cuándo le interrogó el fiscal, durante las investigaciones?

– Me interrogó una semana después, me parece.

– ¿Cuándo declaró ante los carabineros?

– Antes, el día anterior.

– ¿A su bar acuden ciudadanos extracomunitarios?

– Alguno. Vienen, toman café, compran tabaco.

– ¿Sabe decirnos de qué nacionalidad?

– No lo sé. Son todos negros…

– Aproximadamente, ¿puede decirnos cuántos negros acuden a su bar?

– No lo sé. Son los que venden en la playa, y también por la calle. A veces se ponen delante de mi bar.

– Ah, se ponen delante de su bar. Pero no le molestan en su trabajo, ¿verdad?

– Molestan, molestan, y tanto que molestan.

– De acuerdo, perdone, si molestan, ¿por qué no llama a los municipales o a los carabineros?

– ¿Por qué no les llamo? Yo les llamo, ¿pero tú les has visto venir alguna vez?

Ahora estaba indignado de verdad. Finalmente Cervellati comprendió a dónde quería ir a parar. Pero era demasiado tarde.

– Presidente, veo que la defensa sigue haciendo preguntas a todos los testigos que no tienen nada que ver con los hechos del proceso. No sé si es posible proseguir de esta manera.

Antes de que Zavoianni hablara lo hice yo.

– He acabado con este punto, presidente. Paso a otro.

– Proceda con mucho cuidado, abogado Guerrieri. Con mucho cuidado -dijo el presidente.

– Bueno, señor Renna, tengo alguna pregunta más para usted… de acuerdo, sí, querría enseñarle unas fotos -saqué de la cartera una serie de fotocopias en color de fotografías. Hice este gesto intencionadamente de manera patosa.

– Presidente, ¿puedo acercarme y enseñar al testigo estas fotografías?

– ¿De qué fotos se trata, abogado?

Ahora me disponía a andar sobre el abismo. Una palabra equivocada por un lado, y acabaría con un expediente disciplinario. Una palabra equivocada por el otro, y destrozaría casi todo lo que había hecho hasta aquel momento.

– Son fotografías de ciudadanos extracomunitarios, presidente. Quiero comprobar si el testigo reconoce a alguno.

Neutro.

El presidente hizo el gesto habitual para indicarme que prosiguiera. Confié en que Cervellati no pidiera examinar las fotos, o no pidiera explicaciones más precisas sobre las personas retratadas, a lo que tenía derecho. No lo hizo. Yo me acerqué al testigo con las fotos en la mano.

– Entonces, señor Renna, ¿quiere observar estas diez fotografías?

Noté cómo mis latidos se aceleraban frenéticamente.

Renna contempló las fotografías. Ya no estaba tan cómodo como al inicio de su testimonio. Se había desplazado al borde de la silla. Posición de fuga, la llaman los psicólogos.

– ¿Reconoce a alguien en estas fotografías?

– No creo. Son muchos los que pasan por mi bar, no me puedo acordar de todos.

Recogí las fotos y regresé a mi sitio, antes de hacer la siguiente pregunta.

– Pero, corríjame si me equivoco, del señor Thiam se acordaba muy bien, ¿verdad?

– Claro, él pasaba siempre.

– Si lo viera, personalmente o en fotografía, lo reconocería, ¿verdad?

– Sí, sí, es aquel que está en la jaula.

Sólo en aquel momento hizo el ademán de girarse. Yo permanecí en silencio algunos segundos, antes de la conclusión.

– Sabe, señor Renna, le he hecho esta última pregunta porque entre las diez fotografías que le he mostrado, hay dos retratos del señor Thiam, el acusado. Pero usted ha dicho que no le parecía reconocer a nadie. ¿Cómo explica este hecho?

Golpes de efecto de este tipo son muy raros en los juicios, como en la vida. Cuando se consiguen es difícil describir la sensación que uno experimenta. Sentía el tiempo ralentizado, la tensión en el ambiente y en mi piel. Sentía los ojos de Margarita sobre mí, sabía que no hacía falta preguntarle si había sido brillante. Había estado brillante.

– Enséñame esas fotos…

Había pasado al tuteo, y no por simpatía. Ocurre.

– No se preocupe por las fotos. Le aseguro que dos de estas fotos retratan al acusado, tal como el tribunal podrá verificar enseguida, cuando se las entregue. Me gustaría que usted me dijera cómo se explica -si se lo explica- que no haya sido capaz de reconocer al señor Thiam.

Renna contestó casi en dialecto, con rabia.

– Cómo se explica y cómo se explica. Son todos iguales, estos negros. Cómo puede saberlo uno, pasado un año… Me gustaría verte a ti, abogado, me gustaría verte…

Detente, detente, detente. Dije para mis adentros mientras notaba el terrible impulso de hacer otra pregunta y ganar por goleada. O provocar alguna avería. Detente.

– Gracias, presidente, he terminado. Pido poder adjuntar las fotos, mejor dicho, las fotocopias utilizadas durante el contrainterrogatorio. Las dos que representan al acusado llevan una anotación en el reverso. Las otras son personas ajenas al proceso y han sido extraídas de diversas revistas.

Cervellati quiso hacer alguna pregunta, tal como le permitía la ley. Pero el mismo hecho de que utilizara aquella posibilidad habría querido decir que había acusado el golpe.

Le hizo repetir a Renna su narración, le hizo puntualizar que un año antes tenía un recuerdo fresco y que desde entonces no había visto más al acusado, ni en persona ni en fotografía. Devolvió algunos golpes, pero ambos sabíamos que no sería fácil quitarles de la cabeza, a los miembros del jurado popular, la impresión que habían experimentado aquella mañana.

9

En la siguiente sesión -miércoles 21 de junio- Margarita no acudió porque tenía que terminar un trabajo. Me había dicho que intentaría estar durante el interrogatorio de Abdou, a la semana siguiente.

Aquella mañana se escuchó a los padres y los abuelos del niño. El fiscal y el abogado de la acusación particular los interrogaron mucho tiempo sobre detalles insignificantes. Lo habrían podido evitar.

Yo hice muy pocas preguntas al abuelo. ¿Disponía de una polaroid? La tenía y se acordaba de haber hecho fotos en la playa, el verano anterior. Era posible -pero él no se acordaba- que el niño hubiera hecho alguna. Sin embargo, no sabía decir a dónde habían ido a parar las fotos.

A los padres no les pregunté nada, y mientras los observaba, durante el interrogatorio del fiscal, me avergoncé de haber hecho aquellas preguntas sobre su separación al teniente de los carabineros.

Ellos tenían más o menos mi edad. Él era ingeniero y ella profesora de educación física. Francesco era su único hijo. Contestaban a las preguntas de la misma manera y se comportaban de la misma manera. Apagados, sin rabia. Nada.

Abdou pasó toda la audiencia agarrado a la jaula, la cara entre los barrotes, los ojos fijos en los testigos, como si quisiera llamar su atención y decirles alguna cosa.

Pero aquéllos no se fijaban en nadie y al final de la declaración se marcharon, sin lanzar ni siquiera una mirada a la jaula en la que se encontraba encerrado Abdou.

No les interesaba nada de nada, ni tan sólo que el presunto autor de toda aquella destrucción fuera castigado.

Yo pensé que si hubiéramos tenido un niño cuando Sara había hablado de ello, ahora habría tenido unos seis años.

El juicio fue aplazado hasta el lunes siguiente para el interrogatorio del acusado y para las eventuales peticiones de pruebas suplementarias, antes de la deliberación.

Salí de la sala, fresca gracias al aire acondicionado, y me envolvió el calor húmedo y terrible de junio. Había llegado, aunque con retraso. Me aflojé la corbata y me desabroché el cuello de la camisa mientras bajaba por la gran escalinata central de la Audiencia.

Andaba hacia mi casa con un zumbido extraño por la cabeza. Pensé que me iba a pasar lo que me había ocurrido hacía un año y me acordé de que desde entonces no había subido más a un ascensor.

Los pensamientos empezaron a entremezclarse, mientras el miedo se iba apoderando de mí. Me sentía como en las escenas de algunas películas de catástrofes, en las que el protagonista huye alocadamente, perseguido por el agua que está inundando un subterráneo.

Extrañamente esta idea me ayudó. Me dije que ya no tenía ganas de huir. Me detendría, contendría la respiración y dejaría que la ola me arrastrase. Que sucediera lo que tenía que ocurrir.

Así lo hice. Quiero decir que me detuve en la calle, inspiré profundamente y permanecí quieto, con la respiración suspendida algunos segundos.

No pasó nada y cuando expulsé el aire me sentí mejor. Mucho mejor, con el cerebro que funcionaba de nuevo, lúcidamente, como si lo hubieran limpiado de golpe de las viejas incrustaciones y las acumulaciones de escombros.

Fue en aquel momento cuando pensé en ir al despacho, antes de ir a casa. Había decidido hacer una cosa.

En el trayecto hacia el despacho empecé a respirar empujando el aire debajo del diafragma, como hacía antes de un combate de boxeo. Intentando limpiar la mente para concentrarme en lo que debía hacer.

Llegué frente al portal, saqué las llaves de la cartera, abrí, entré y puse de nuevo las llaves en su sitio. Me abotoné de nuevo la camisa y anudé de nuevo la corbata. Luego, en lugar de dirigirme hacia la escalera como había hecho durante un año, apreté el botón de llamada del ascensor. Mientras el ascensor bajaba noté como se aceleraban mis pulsaciones y llamaradas de calor me subían por el rostro.

Cuando llegó el aparato me dije que no debía pensar ni tenía que esperar. Abrí la puerta metálica, luego las dos portezuelas interiores. Entré, cerré la puerta metálica, cerré las portezuelas, miré los mandos, apoyé el índice de la mano derecha, cerré los ojos y apreté.

Noté el impulso hacia arriba del aparato y pensé que no valía si mantenía los ojos cerrados. Los abrí, mientras notaba que la respiración se entrecortaba y los brazos se debilitaban, y las piernas se debilitaban.

Cuando el ascensor llegó al octavo piso permanecí todavía algún momento inmóvil. Me dije que no valía si no era capaz de permanecer todavía diez segundos allí, quieto, arriesgándome a que alguien necesitara el ascensor.

Conté. Mil uno. Mil dos. Mil tres. Mil cuatro. Mil cinco. Mil seis. Mil siete. Mil ocho. Mil nueve. Me detuve en el mil nueve, con la mano suspendida a la altura del pomo de una de las portezuelas internas. Tenía un hormigueo por todo el cuerpo, que se iba haciendo muy fuerte en aquel brazo y en aquella mano.

Había detenido el tiempo.

Mil diez.

Lentamente abrí una portezuela. Luego abrí la otra. Después abrí la puerta metálica. Miré delante de mí, todavía dentro del ascensor, las anchas placas de mármol que pavimentaban el rellano. Pensé que no debía poner los pies sobre las líneas entre una placa y otra. Tenía que fijarme y poner un pie en una placa y el otro en otra placa. Pensé que era exactamente lo que siempre había pensado -sin darme cuenta- al salir del ascensor, hasta que lo había cogido.

Pensé: a tomar por el culo.

Y puse el primer pie precisamente a caballo entre dos placas. Me desentendí del segundo y en cambio cerré el ascensor con mucha concentración. Primero las dos portezuelas interiores, luego la puerta metálica, que acompañé delicadamente hasta que noté el estallido del cierre.

Permanecí apoyado de espaldas contra la pared del rellano quizá unos diez minutos. Sostenía la cartera frente a mí, con las dos manos, los brazos tendidos. De vez en cuando la balanceaba. Miraba hacia algún lado con los ojos semiabiertos y, creo, con una vaga sonrisa en los labios.

Cuando hubo transcurrido el tiempo adecuado me separé de la pared. Me acordé de que me había encontrado al contable Strisciuglio hacía un año, y pensé en llamar a su puerta. Para contarle cómo había acabado.

Pero no lo hice. Entré de nuevo en el ascensor, que nadie había utilizado durante aquel tiempo, y me fui.

Era hora de regresar a casa.

10

Cuando era niño y me preguntaban qué quería ser de mayor contestaba que sheriff. Mi ídolo era Gary Cooper en Solo ante el peligro. Cuando me decían que en Italia no había sheriffs, a lo sumo policías, contestaba con rapidez. Habría sido un policía sheriff. Era un niño adaptable y quería perseguir a los malos, de una manera u otra.

Después -tendría ocho o nueve años- presencié el arresto en la calle de un ladrón. En realidad no sé si se trataba de un ladrón o de un descuidero o de otro tipo de pequeño maleante. Mis recuerdos son muy confusos. Sólo se convierten en algo nítido durante una breve secuencia.

Estoy con mi padre y caminamos por la calle. Un estruendo de gritos detrás nuestro y luego un chico delgado que pasa a nuestro lado corriendo -creo- como un rayo. Mi padre me protege, de manera que evita que un hombre que también sale corriendo me tire al suelo. El hombre lleva un jersey negro y mientras corre grita. Chilla en dialecto. Le grita al chico que se detenga, si no lo mata. El chico no se detiene por voluntad propia, pero quizá unos veinte metros más adelante choca contra un señor. El hombre del jersey negro está casi agarrándolo y, mientras tanto, llega otro, más lento y más gordo. Yo me libero del control de mi padre y me acerco. El hombre del jersey negro golpea al muchacho, que de cerca parece un niño. Le da puñetazos en la cabeza y cuando él intenta protegerse le aparta las manos y le golpea otra vez. Hijjjjo depuuttta. Cago'en los muertos de tu madrrrre. Coññññ vas a mamármela. Y venga otro puñetazo a la cabeza, con los nudillos. El chico grita basta, basta. Él también en dialecto. Luego no grita más y se pone a llorar.

Yo contemplo la escena, hipnotizado. Siento repugnancia física y una especie de vergüenza por lo que estoy viendo. Pero no consigo evitar mirarlo.

Ahora llega el otro, el gordo, que tiene un aspecto bonachón y yo pienso que va a intervenir y va a acabar con aquella porquería. Deja de correr a unos cinco o seis metros del chico, que ahora está acurrucado en el suelo. Recorre aquella distancia andando y jadeando. Cuando está encima del chico toma aliento y le da una patada en el estómago. Una sola, muy fuerte. El chico deja de llorar y abre la boca y se queda así, sin poder respirar. Mi padre, que hasta aquel momento había estado petrificado, hace un gesto para intervenir, dice algo. Es el único entre toda la gente que está alrededor. El del jersey negro le dice que no se meta donde no le llaman. «¡Policía!», ladra. E inmediatamente los dos dejan de pegarle. El gordo levanta al muchacho por detrás agarrándolo por la chupa, y le obliga a arrodillarse. Manos detrás de la espalda, esposas, mientras lo agarra por el pelo. Éste es el recuerdo más obsceno de toda la secuencia: un chiquillo atado a merced de dos hombres.

Mi padre me aparta y la escena se disuelve.

Desde entonces dejé de decir que quería ser sheriff.

Alguna vez, a lo largo de los años, había recordado aquel episodio. Alguna vez había pensado que había escogido ser abogado por una especie de reacción ante la repugnancia que me causó aquella escena. Alguna vez, en algún momento de exaltación, me lo había creído.

Sin embargo la verdad era otra. Ejercía de abogado por pura casualidad, porque no había encontrado nada mejor o porque no había sido capaz de encontrarlo. Lo que, obviamente, era lo mismo.

Me había matriculado en derecho porque pensaba ir ganando tiempo, dado que no tenía las ideas muy claras. Después de licenciarme había pensado ganar más tiempo yendo a aparcarme a un despacho de abogados, a la espera de aclararme las ideas.

Durante algunos años, posteriormente, pensé que ejercía de abogado a la espera de aclararme las ideas.

Luego dejé de pensarlo, porque el tiempo pasaba y tenía miedo de tener que acarrear con alguna consecuencia por el hecho de aclararme las ideas. Poco a poco había anestesiado mis emociones, mis deseos, mis recuerdos, todo. Año tras año. Hasta que Sara me sacó de casa.

Entonces saltó la tapadera y de la cacerola salieron muchas cosas que yo no imaginaba y que no había querido ver. Que a nadie le gustaría ver.

«Cada hombre tiene recuerdos que sólo contaría a sus amigos. Conserva cosas en la mente que incluso no contaría a sus amigos, sino sólo a sí mismo, y en secreto. Pero hay otras cosas que un hombre tiene miedo de revelarse incluso a sí mismo, y cualquier persona de bien tiene un cierto número de cosas de este tipo apartadas en la mente.»

Dostoievski, Memorias del subsuelo.

No está bien cuando aquellas cosas apartadas emergen. Todas de golpe.

Hacía estas reflexiones -y otras- en el despacho mientras clasificaba papeles de administración ordinaria. Controlaba los vencimientos, escribía actas sencillas y sobre todo preparaba facturas. Tenía que hacerlo, ya que con la defensa de Abdou no me enriquecería. El ambiente estaba fresco, gracias al aire acondicionado, mientras que fuera hacía realmente mucho calor.

Acabé hacía las siete. Mi habitación estaba orientada al norte y tenía una gran ventana a la izquierda de la mesa. Miré fuera y me fijé en el sol que daba en la terraza del edificio de enfrente y luego presté atención al ligero zumbido del aire y luego a la música que, acolchada, se oía del piso de abajo.

Esta conciencia era inusual para mí y me hizo sentir bien. Pensé que necesitaba un cigarrillo, pero no como de costumbre. Quería hacer las cosas con calma. Cogí la cajetilla que estaba en la mesa y la mantuve en la mano por unos instantes. Hice salir un cigarro golpeando con dos dedos el lado contrario al de la abertura y lo saqué directamente con los labios. Pensé en las infinitas veces en las que había efectuado aquella secuencia de gestos como un autómata. Pensé que ahora lograba pensar en el vacío sin ser sobrepasado por el vértigo. Era capaz de no alejar la mirada. Experimenté una especie de escalofrío por todo el cuerpo y, al mismo tiempo, exaltación y tristeza. Vi la imagen de una nave que zarpa del puerto para un largo viaje. Encendí el cigarrillo con una cerilla y noté el choque del humo en los pulmones mientras irrumpía otra secuencia de recuerdos. Pero ahora no me daban miedo. Podría contar con exactitud todo lo que pensé en cada una de las caladas de aquel cigarrillo.

Fueron once. Cuando aplasté la colilla en el vasito de cristal que utilizaba como cenicero pensé que cuando acabara el proceso tendría que hacer una cosa.

Una cosa importante.

11

El viernes por la mañana, tras haber pasado por los juzgados para una audiencia preliminar, fui a la cárcel a ver a Abdou. Su interrogatorio era el lunes siguiente y teníamos que prepararnos.

El funcionario del registro me hizo entrar en la salita y, con lo que me pareció una mala sonrisa, cerró la puerta. El calor era asfixiante, más de lo que esperaba. Me saqué la americana, me aflojé la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y definitivamente decidí que no era un recluso, que no estaba escrito en ningún sitio que tuviera que permanecer encerrado jadeando y entonces abrí la puerta. El funcionario, ahora en el pasillo, me miró de modo hostil, pareció que iba a decir algo, pero luego renunció.

Me apoyé en el quicio de la puerta, entre la habitación y el pasillo. Saqué un cigarrillo pero no lo encendí. Demasiado calor también para aquello.

Notaba la camisa pegada a la espalda por el sudor y en el cerebro irrumpió un pensamiento, directamente de los recovecos de la infancia.

Harían falta polvos de talco, pensé.

Cuando éramos pequeños y habíamos sudado, nos ponían polvos de talco. Si protestabas, porque pensabas que ya eras mayor para los polvos de talco, te decían que podías coger una pleuritis. Si preguntabas qué era la pleuritis, te decían que era una enfermedad fea. El tono en el que lo decían te hacía pasar las ganas de repetir la pregunta.

Mientras pensaba en esto me di cuenta de que ya era la segunda vez en dos días que me acudían a la cabeza cosas de la infancia. Era extraño porque yo no pensaba nunca en la infancia. No recordaba casi nada. Cuando había ocurrido que alguna persona -alguna mujer- me preguntara cómo había sido mi infancia, había contestado sin ton ni son. A veces había dicho que había pasado una infancia feliz. A veces había dicho que había sido un niño triste. A veces, cuando quería impresionar, había contestado que había sido un niño extraño. Me daba un halo de fascinación, pensaba. Nosotros, los tipos especiales, a menudo hemos sido niños extraños, se daba por sentado.

En realidad no me acordaba de casi nada de mi infancia y no tenía ganas de pensar en ella. Alguna vez me había concentrado para recordar y me había puesto triste. Entonces lo había dejado correr. La tristeza no me gustaba, prefería evitarla.

Ahora contemplaba atónito aquellos fragmentos de recuerdos que salían de no se sabe dónde. Me producían una ligera melancolía y un sentimiento de estupor y de curiosidad. Pero no tristeza, que antes me había hecho alejar la mirada.

Pensaba en este otro cambio y me sacudió un escalofrío muy fuerte que se esparcía por la espalda hasta la raíz de los cabellos en la nuca, y por los brazos. Aunque hiciera calor.

Lo encendí, aquel cigarrillo.

Vi llegar a Abdou desde lejos por el largo pasillo.

Se me acercó y me dio la mano, haciendo también un ligero movimiento con la cabeza que me pareció una ligera inclinación. Me surgió espontáneamente contestar de igual forma y luego me sentí incómodo.

Llevaba un periódico y se apartó para que pudiera entrar en la salita.

Nos sentamos, evitando los dos el sillón destartalado, que siempre estaba allí. Abdou me alargó el periódico, con una especie de sonrisa.

– ¿Qué es? -pregunté.

– Habla de ti, abogado.

El tono de voz era distinto.

Agarré el periódico. Era de hacía dos días. Hablaba de la audiencia del martes anterior y también había una foto mía. No lo había leído ni visto: desde hacía un año no compraba los periódicos.

VACILA EL PRINCIPAL TESTIGO DEL PROCESO

POR LA MUERTE DEL PEQUEÑO FRANCESCO

Dramática audiencia ayer en el proceso contra el senegalés Abdou Thiam por el secuestro y homicidio del pequeño Francesco Rubino. Declararon algunos testigos fundamentales para la acusación, entre ellos Antonio Renna, propietario de un bar en Capitolo, la zona de baños de Monopoli donde se produjo la desaparición del niño.

Renna había referido, durante las investigaciones preliminares, que había visto al acusado pasar por delante de su bar, muy cerca del lugar de la desaparición del niño, pocos minutos antes de la desaparición. Interrogado en la sala por el fiscal, el testigo confirmó aquellas declaraciones, ostentando gran seguridad.

El golpe de efecto se produjo durante el espectacular contrainterrogatorio efectuado por el defensor del senegalés, el abogado Guido Guerrieri. Después de haber presentado una serie de preguntas aparentemente inocuas, pero de cuyas respuestas emergió una clara actitud de hostilidad de Renna respecto a los inmigrantes extracomunitarios, el abogado Guerrieri le enseñó al testigo una serie de fotografías de hombres de color, preguntándole si había alguno a quien él conociera. El propietario del bar de Capitolo dijo que no y fue en aquel momento cuando el defensor mostró su as: dos de aquellas fotografías retrataban al acusado, Abdou Thiam. Precisamente a la persona a la que el testigo Renna había declarado, con gran seguridad, conocer y haber visto pasar por delante de su bar aquella tarde trágica. Las fotos fueron aceptadas por el tribunal como pruebas documentales.

El fiscal Cervellati encajó el golpe y se vio obligado a interrogar de nuevo al testigo para aclarar los detalles de su declaración. El testigo aclaró que no había visto al acusado desde el año anterior, época de los hechos, que estaba seguro de sus declaraciones y que no había reconocido al acusado en la fotografía a causa del tiempo transcurrido y por la mala calidad de las fotos. Se trataba, efectivamente, de fotocopias de colores de una baja calidad.

El nuevo interrogatorio del fiscal reparó parcialmente el daño, pero resulta innegable que en el curso de esa sesión el abogado Guerrieri logró un punto a su favor en un proceso con toda seguridad muy difícil para la defensa.

Antes de Antonio Renna habían sido interrogados el médico forense y el brigada Lorusso, el investigador que realizó las pesquisas.

También en el interrogatorio del brigada se vivieron momentos de tensión cuando la defensa insinuó deficiencias y negligencias en la investigación, especialmente durante el registro efectuado en el domicilio del senegalés.

El juicio continúa esta mañana con el testimonio de los padres y los abuelos del niño. Para el próximo lunes se ha fijado el interrogatorio al acusado, y luego, salvo que haya nuevas solicitudes de pruebas, se pasará a las deliberaciones.

Leí el artículo dos veces. Espectacular contrainterrogatorio. No lograba reprimir la complacencia infantil que me producía leer aquellas palabras y ver mi foto en el periódico. Había sucedido alguna que otra vez, durante otros procesos, que se hablara de mí y que se publicara también una foto mía.

Pero en este caso era distinto. Yo era el protagonista del artículo.

¿Cuándo me había sacado aquella foto? No era muy reciente, tal vez de hacía un par de años, pero no me acordaba en qué ocasión. Estaba bastante bien, por más que, bueno, en persona estoy mejor, pensé.

Tras algunos segundos con estas reflexiones me sentí como un idiota, puse el periódico en la mesita y me dirigí a Abdou.

Me miraba. Su expresión daba a entender que ahora estaba convencido de que podíamos ganar la batalla. Había leído el periódico y ahora pensaba que tal vez había sido afortunado y que estaba en manos del abogado apropiado. Me pregunté si convenía desilusionarlo y decirle que, a pesar de que en aquella sesión las cosas habían ido bien, las probabilidades todavía estaban fundamentalmente contra nosotros. Me contesté que no había ningún motivo para hacerlo. Entonces sólo hice un gesto de asentimiento con la cabeza, alzando ligeramente los hombros. Podía significar cualquier cosa.

– Está bien, Abdou. Ahora tenemos que preocuparnos de la próxima sesión. De tu interrogatorio.

Él asintió y no dijo nada. Estaba atento, pero no debía decir nada. Me tocaba hablar a mí.

– Ahora te diré cómo funciona la cosa, te diré cómo has de comportarte. Si algo de lo que te digo no está claro, por favor, interrúmpeme y dímelo enseguida.

Volvió a asentir, con decisión.

– Te interrogará primero el fiscal. Cuando te haga las preguntas, míralo a la cara. Con atención, no con aire de desafío. No contestes si no ha terminado la pregunta. Cuando haya terminado, gírate hacia los jueces y háblales a ellos. Nunca te pongas a discutir con el fiscal. ¿Entendido?

– Cuando habla el fiscal le miro a él, cuando hablo yo miro a los jueces.

– De acuerdo. Obviamente, lo mismo vale para cuando las preguntas te las haga el abogado de la acusación particular, o cuando te las haga yo. Tienes que hacer comprender a los jueces que escuchas las preguntas y contestas a las preguntas. ¿Entendido?

– Sí.

– Espera a que las preguntas hayan acabado, para contestar. Especialmente cuando te las haga yo. No debe parecer que estamos actuando, con todas las frases aprendidas de memoria. ¿Comprendes lo que quiero decir?

– No debe parecer un teatro entre nosotros dos.

– De acuerdo. No te sientes en el borde de la silla. Siéntate hasta el fondo. Así -se lo mostré-. Pero no te sientes así.

Se lo mostré de nuevo. Alguien que se sienta cómodamente, casi repantingado, piernas cruzadas, etcétera.

– Está clara la idea, ¿verdad? No tienes que dar la impresión de estar a punto de salir huyendo, sentado en el borde de la silla, pero tampoco debes dar la impresión de estar relajado. Se discute sobre tu vida, sobre el hecho de que tú puedas pasar en la cárcel muchos años de tu vida, y por eso no puedes estar relajado. Si pareces relajado quiere decir que estás fingiendo y ellos se darán cuenta. ¿Me sigues?

– Sí.

– Cuando no entiendas una pregunta, o incluso si sólo no estás seguro de haberla comprendido, no intentes responder. Sea quien sea que te haya hecho la pregunta, pide que la repita.

– De acuerdo.

– Entonces, antes de que me vaya, ¿quieres repetirme lo que hemos dicho hasta ahora?

– Tengo que mirar a la cara a quien me haga las preguntas. Cuando la pregunta se ha acabado, me giro, miro al tribunal y contesto. Si no comprendo la pregunta debo decir que la repitan, por favor. He de sentarme así.

Se sentó tal como le había dicho. Yo sonreí y asentí. No necesitaba que le repitieran las cosas.

Fue entonces cuando saqué de la cartera la copia de su interrogatorio ante el fiscal y los demás papeles. Una vez aclarado cómo tenía que comportarse, teníamos que hablar de lo que tendría que decir, de cómo tendría que explicar las cosas que ya había dicho y de las peticiones de pruebas complementarias que tendría que formular cuando finalizara su interrogatorio.

Permanecí en la cárcel hasta las tres, con el calor que se hacía cada vez más insoportable. Cuando nos estrechamos la mano, en el momento de marcharme, pensé que habíamos hecho todo lo que se podía hacer.

Pasé por casa, me duché, me puse unos pantalones muy ligeros y un niqui. Luego me hice una ensalada, comí, me fumé un par de cigarrillos mientras bebía un café americano con hielo en el sillón. A eso de las cuatro y media salí para ir al despacho. Intenté llamar por el interfono a Margarita, pero no estaba en casa. Lo lamenté bastante, pero pensé que la llamaría más tarde, al salir del trabajo.

En el despacho atendí a algún cliente, me visitó mi gestor, despaché el correo y al final le dije a María Teresa que aquel día se podía ir antes. Bajé la vista hacia un papel que había encima de la mesa. Cuando la levanté, ella todavía estaba allí. La miré con una ligera sonrisa inquisitiva. No era una chica hermosa, pero tenía unos bonitos ojos azules, inteligentes e irónicos. Trabajaba conmigo desde hacía cuatro años y durante aquel tiempo intentaba licenciarse en derecho. Quería ser jurista.

– ¿Pasa algo? -dije manteniendo aquella sonrisa inquisitiva. Ella parecía buscar las palabras.

– Quería decirle que estoy contenta… estoy contenta de que usted esté mejor. He estado muy… muy preocupada.

Permanecí en silencio, asombrado. Desde que nos conocíamos jamás había entrado en cuestiones personales. Después de cuatro años no sabía quién era aquella chica, si tenía novio, lo que pensaba, etc. Simplemente no esperaba que dijera una cosa así, si bien sabía perfectamente que se había dado cuenta de lo que me ocurría. Fue ella quien volvió a hablar.

– Hubiera querido hacer algo para ayudarle cuando estaba tan mal, pero usted estaba muy distante. Estaba preocupada, pensaba que iba a acabar mal.

– ¿Mal?

– Sí, no se ría. Pensaba en aquellas personas que se suicidan y luego los amigos y los conocidos dicen que estaban deprimidas, que desde hacía tiempo habían cambiado tanto y cosas por el estilo…

– ¿Pensaba que era capaz de suicidarme?

– Sí. Luego, desde hace unos meses, las cosas han empezado a funcionar mejor y me he alegrado. Ahora van mucho mejor y se lo quería decir, estoy contenta.

No sabía qué responder. Se me ocurrían sólo banalidades y no quería decir banalidades. Nos pasan cerca mundos enteros y no nos damos cuenta. Estaba turbado.

– Gracias -fue lo único que dije. Luego me levanté enseguida, di la vuelta a la mesa y le di un beso en la mejilla. Me sonrojé un poco.

– Entonces… nos vemos el lunes.

– El lunes. Gracias, María Teresa.

Tenía que acabar de preparar el interrogatorio de Abdou y tenía que aclarar algunas cuestiones técnicas para mis peticiones de pruebas complementarias. Así que me quedé trabajando hasta las ocho, luego lo cerré todo y salí. Fuera todavía había luz y se había levantado una brisa ligera. Se estaba bien y yo me encontraba eufórico. Había cumplido con mi deber, era verano y era viernes. Por primera vez después de mucho tiempo tuve la sensación de que era fin de semana, y fue una hermosa sensación. Quería hacer algo para celebrarlo.

Intenté llamar a Margarita al móvil, pero estaba desconectado o no tenía cobertura. Intenté llamarla por el portero automático, pero no estaba en casa. Lo lamenté un poco, pero sólo un poco.

Pensé en lo que me apetecía hacer y enseguida encontré la respuesta. Subí a casa, hice una pequeña maleta, cogí algunos libros, me subí al coche y salí hacia el sur. Me iba a la playa.

Llegué a Santa Maria di Leuca a eso de las once y alquilé una habitación en una pequeña pensión a orillas del mar. Fui a cenar y luego di una larga caminata, arriba y abajo, por el paseo marítimo, sentándome de vez en cuando en un banco para fumarme un cigarrillo, mirando a la gente, gozando del fresco de la noche. Hacia la una y media me fui a la cama. Me dormí de golpe, para despertarme a las nueve del sábado. Pensé que no recordaba desde cuándo había dormido de aquella manera. Quizá desde los veinte años o poco más.

Aquellos dos días consistieron en baños, sol, comer, leer, dormir y observar a la gente. Pensar, casi nada. Observaba a la gente en la playa, en los restaurantes, por las calles del pueblo, por la tarde. Pasé horas observando a la gente, sin importarme que los demás me pudieran observar y me pudieran juzgar de algún modo. En la playa, el sábado por la mañana, entablé amistad con una señora de Lecce de unos sesenta y cinco años, un tanto rechoncha, con un traje de baño de flores azules; por suerte completo. Era simpática y me contó lo de su marido, fallecido hacía tres años, y que ella había estado muy mal durante cinco o seis meses, y pensaba que su vida se había acabado porque se habían casado cuando ella tenía veintidós, y nunca había estado con otro hombre. Luego había empezado a pensar que quizá su vida no se había acabado y que había algunas cosas que siempre quiso hacer pero, bueno, por una razón u otra, siempre las había aplazado. Ahora acababa de asistir a un curso de papiroflexia, que precisamente era una de aquellas cosas que siempre quiso hacer, porque cuando era pequeña su abuela le regalaba juguetes bellísimos de papel doblado, recortado y coloreado. La abuela le prometía que se lo enseñaría cuando fuera mayor. Pero cuando tenía siete años la abuela se murió y no se lo pudo enseñar. Entonces aprendió papiroflexia y era muy hábil -me lo demostró doblando delante de mí un pingüino, una foca y también un reno- y le habían entrado ganas de hacer otras cosas y se había puesto a hacerlas. Por ejemplo, ir a la playa sola, o viajar, además, por suerte, no tenía problemas económicos, iba tirando. Y sabes, jovencito, cuando tienes tantas cosas por hacer no tienes tiempo para pensar que tu vida se ha acabado, o cuánto te queda, ni que te morirás y etcétera. Te morirás igual, o sea que… Mientras me contaba todo esto se preocupaba de que pudiera quemarme y me ofrecía una crema protectora, intentando que me la pusiera. Y yo me la puse e hice bien, porque el sol calentaba y me habría quemado, seguro, al pasar todo el día en la playa. Se interesó por mis asuntos y me encontré contándole mis cosas, algo que no había hecho con nadie. Aparte del psiquiatra barbudo y con poco éxito. Ella escuchó sin decir nada y eso también me gustó.

Por la noche, después de cenar fui a una especie de piano bar y me quedé escuchando música hasta bien entrada la noche. Hice amistad con el camarero, que era un estudiante de física que trabajaba los fines de semana para ganar algún dinero. Me dijo que había dos chicas en una mesa cercana, en medio de la oscuridad, que le habían preguntado quién era yo. El estudiante de física me dijo que eran guapas y que, si quería, él les llevaría un mensaje. Lo dijo de manera simpática, sin ser vulgar. Le di las gracias, pero no, quizá en otra ocasión, y él me miró un poco asombrado. Cuando me fui le dejé una propina. Tal vez pensó que me gustaban los hombres, pero me importaba un pimiento.

También aquella noche dormí como un lirón y me desperté alegre y reposado. Pasé el domingo en la playa leyendo, zambulléndome en el agua y untándome con la crema protectora que me había dejado la señora de la papiroflexia.

A las siete, con el sol que todavía calentaba, tomé la última ducha, pasé por la pensión para recoger el equipaje y regresé a Bari.

Estaba a pocos kilómetros de casa cuando desde el móvil, en el fondo de la bolsa, se oyó la señal de recepción de un mensaje. Sentía curiosidad, porque hacía mucho tiempo que no recibía mensajes. Entonces me paré en una gasolinera, saqué el móvil y me esforcé para recordar cómo se leían los mensajes, pues no lo había hecho realmente en mucho tiempo. Tras un momento lo logré. El mensaje decía lo siguiente:

Explicarlo sería demasiado largo ahora. O sea que no intentes comprender. Vero sentía la necesidad de decirte, ahora, que haberte conocido ha sido una de las cosas más hermosas que nunca me han sucedido. M.

Me quedé de piedra examinando aquellas palabras durante unos momentos y luego me dirigí hacia casa. Pasados unos minutos apagué el aire acondicionado y bajé las ventanillas. Se estaba levantando el mistral, que barría el aire húmedo.

No sabía si era aquel viento el que me provocaba escalofríos sobre la piel caliente por el sol mientras volvía a casa con las ventanillas bajadas. En los altavoces sonaba la voz de Rod Stewart, que cantaba I don't wanna talk about it, y yo pensaba en las palabras de aquel mensaje y también en muchas más cosas.

No sé si era el viento el que me provocaba aquellos escalofríos sobre la piel.

12

La sesión empezó con casi una hora de retraso, por motivos desconocidos. Tuve la sospecha de que antes de entrar a la sala se había producido una enconada discusión de carácter reservado, porque tanto los jueces como los miembros del jurado entraron y se dirigieron a sus puestos con los rostros tensos. La única excepción era la señora guapetona a la izquierda del presidente. Ella siempre tenía el mismo aspecto de sosiego y de falsa concentración. El que con admirable constancia había mantenido durante todas las audiencias. La actitud que evidentemente consideraba comme il faut para un jurado popular en la Audiencia.

Pensé que si no me equivocaba y había habido una discusión, ésta había tenido como protagonistas especialmente al presidente y al juez adjunto. Lo pensé mirando el modo en que se habían sentado. El presidente se había girado ostensiblemente -incluso con la silla desplazada- hacia el lado opuesto al otro juez. Este último miraba fijamente hacia delante y se limpiaba las gafas de manera nerviosa y casi obsesiva. No intercambiaron ni una sola palabra durante toda la sesión.

Pensé que no eran las condiciones ideales para una sesión tan importante. Pensé también, de manera completamente irracional, que el presidente ya había decidido condenar a Abdou. Esta sensación me acompañó de manera opresiva toda la mañana.

Margarita no había venido, pero tampoco esperaba que lo hubiera hecho.

No sé en base a qué razonamiento estaba convencido de que no la vería, aquella mañana. En realidad no sé si existió siquiera un razonamiento. Lo cierto es que no esperaba verla, pocas horas después de aquel mensaje.

Sacaron a Abdou de la jaula, sin esposas, le colocaron en la silla destinada a los testigos. Detrás suyo, a medio metro de distancia, dos policías.

El presidente le preguntó si confirmaba no tener necesidad de un intérprete. Abdou asintió y Zavoianni le dijo que no podía limitarse a hacer gestos y tenía que decir sí o no, hablando cerca del micrófono. Abdou dijo que de acuerdo y que no, que no necesitaba ningún intérprete. Comprendía.

Enseguida el presidente le preguntó si pensaba someterse al interrogatorio y Abdou contestó que sí, hablando cerca del micro, con voz decidida. En aquel momento tomó la palabra el fiscal.

– Entonces, Thiam, en primer lugar: ¿usted conocía al pequeño Francesco Rubino?

– Sí.

– Pero cuando usted fue interrogado dijo que no le conocía, ¿se acuerda?

Empezaba enseguida. Me levanté disparado para la primera protesta.

– Protesto, presidente. Esta pregunta es inadmisible. Si el fiscal quiere impugnar el contenido de anteriores declaraciones del acusado, que lo haga diciendo a qué acta se refiere y que lea literalmente las declaraciones que quiere refutar.

El presidente estaba a punto de hablar, pero Cervellati le precedió.

– Me refiero al acta del interrogatorio ante el fiscal con fecha del 11 de agosto de 1999. Procedo a su lectura para poder contrastarla de manera que la defensa no pueda quejarse. Bueno… usted dijo textualmente en ese interrogatorio que…

– Protesto, presidente. La acusación no puede afirmar que mi cliente dijo textualmente cuando lo que hace es refutar un acta resumida, como a la que nos estamos refiriendo. En el interrogatorio que el fiscal ha citado -que es el primero y el único al que el señor Thiam ha sido sometido- no se utilizó estenografía ni ningún método de grabación.

No era una verdadera protesta, pero me servía para facilitar rápidamente al jurado una información importante: la primera vez -y de hecho, la única- que Abdou había sido interrogado no había grabadoras, no había cámaras de vídeo, no había estenógrafos.

El presidente rechazó la protesta y me dijo que no le gustaba la manera en que había empezado. Me habría gustado mucho, pero no lo hice. Sólo le di las gracias al presidente y Cervellati prosiguió.

– Ahora leo la declaración: no conozco a ningún Francesco Rubino; este nombre no me dice nada.

– ¿Puedo explicarlo? Yo conocía al niño por el nombre de Ciccio. Lo llamaba así. En la playa todo el mundo lo llamaba con ese nombre. Cuando oí Francesco Rubino no comprendí que se trataba de Ciccio. El pequeño para mí era Ciccio.

– Durante aquel interrogatorio llegó un momento en el que, sin embargo, admitió conocer al niño, ¿verdad?

– Sí, cuando vi la fotografía.

– ¿Quiere decir: cuando le fue comunicado el hallazgo -en su casa- de una foto del niño?

– Cuando me mostraron la foto… sí, la que tenía en casa.

– O sea, que es correcto decir que usted admitió conocer al niño sólo cuando se dio cuenta de que habíamos encontrado aquella fotografía…

Estaba yendo demasiado lejos.

– Protesto. Eso no es una pregunta. El fiscal intenta sacar conclusiones y no puede hacerlo en este momento.

A regañadientes, el presidente tuvo que darme la razón.

– Fiscal, limítese a las preguntas. Las conclusiones para el alegato final.

Cervellati prosiguió su interrogatorio pero, evidentemente, se estaba poniendo nervioso, y no sólo conmigo.

– Veamos, Thiam, ¿usted puede decirnos dónde estaba la tarde del 5 de agosto de 1999?

– Sí.

– Dígalo.

– Regresaba de Nápoles en coche.

– ¿Qué había ido a hacer a Nápoles?

– A comprar género para vender en la playa.

– Tengo una refutación que hacer, de la misma acta que he indicado antes. Leo textualmente: La tarde del 5 de agosto creo que fui a Nápoles… Fui a ver a unos compatriotas cuyos nombres no sabría dar. Nos vimos, como otras veces, en los alrededores de la estación central. No puedo facilitar indicaciones útiles para identificar a estos compatriotas míos y no sabría nombrar a nadie que pudiera confirmar que aquel día estuve en Nápoles. ¿Lo ha comprendido, Thiam? Cuando usted fue interrogado, en agosto del año pasado, dijo que había estado en Nápoles, pero no habló de compra de género, etcétera. Sólo dijo que había de ver a unos compatriotas, de los que además no podía facilitar ningún nombre. ¿Qué puede decir sobre ello?

– Fui a comprar el género. Y fui a comprar también hachís. No lo dije porque no quería involucrar a quienes me habían vendido el género y el hachís. Y no quería liar a mi amigo, que era quien guardaba en su casa mi género y el hachís.

– ¿Quién era este amigo suyo?

– No quiero decirlo.

– De acuerdo. Esto servirá para valorar la fiabilidad de su historia. ¿Qué tenía que hacer con el hachís?

– Lo comprábamos en grupo con otros amigos africanos, para fumarlo juntos.

– ¿Qué cantidad de hachís había comprado usted?

– Medio kilo.

– ¿Y usted piensa que nos vamos a creer esta historia? ¿Que nos creemos el hecho de que para no enfrentarse a posesión de hachís y género con las marcas falsificadas usted no se ha defendido de una acusación de homicidio?

– No sé si creen esta historia. Pero cuando fui interrogado estaba muy confundido. No comprendía muy bien lo que estaba pasando y no tenía ánimo para implicar a personas que no tenían nada que ver. No sabía qué hacer. Si hubiera tenido un abogado, tal vez hubiera…

– ¡Durante el interrogatorio usted tenía un abogado!

Cervellati alzó la voz: estaba perdiendo los nervios. No era necesaria mi intervención.

– Tenía un abogado de oficio. No hablé con él antes del interrogatorio y luego ya no le vi más. Si me preguntaran cómo era, no soy capaz de describirlo.

– De acuerdo -dijo Cervellati intentando dominarse y dirigiéndose al tribunal-, yo no debería discutir con el acusado. Oiga Thiam, usted dice que fue a Nápoles aquel día. Descríbanos detalladamente cómo se desarrolló su jornada.

– ¿El día que fui a Nápoles?

– Sí.

– Salí pronto por la mañana, a eso de las seis. Llegué a Nápoles hacia las nueve. Fui a un almacén en la zona de la cárcel, en Poggioreale, donde recojo el género, y lo cargué en el coche. Luego fui realmente cerca de la estación, donde estaban mis amigos que tenían el costo, el hachís, y lo compré. Tenía el dinero que habíamos recogido en Bari…

– ¿Qué necesidad tenía de irlo a comprar a Nápoles, el hachís? ¿No hay en Bari?

– En Bari hay, pero hay sobre todo hierba, marihuana, que viene de Albania. Pero yo tenía que ir a Nápoles a por el género. En Nápoles están estos amigos, que tienen costo muy bueno, y me hicieron un buen precio, el mismo al que lo pagan ellos.

– ¿Qué precio le hacen pagar esos amigos suyos traficantes?

– Medio kilo, un millón.

– Y luego usted lo vendía en Bari.

– No. Yo no traficaba. Lo comprábamos en grupo y después lo repartíamos para fumarlo nosotros.

– ¿A qué hora regresó de Nápoles?

– Tarde. No sé la hora exacta. Cuando descargué en casa de mi amigo todavía había sol.

– Naturalmente -usted ya lo ha dicho- no quiere decirnos el nombre de ese amigo.

– No puedo.

– ¿Hay alguien que pueda confirmar esta historia que nos ha contado hoy, aquí?

– ¿Un testigo?

– Sí, un testigo.

– No, no puedo llamar a nadie. Además, están en la cárcel desde hace casi un año, no sé si las personas de Nápoles, o incluso mi amigo de Barí, están todavía en Italia.

– De acuerdo. Hemos de fiarnos sólo de su palabra. Es decir, que usted podría omitir que fuera a Monopoli, a Capitolo, aquella tarde.

– No.

– ¿No podría omitirlo?

– No fui. Cuando terminé de descargar me quedé en Barí. Era tarde y no había nadie en las playas.

– Usted dice que no fue a Monopoli aquella tarde. ¿Es capaz de explicar entonces por qué motivo el señor Renna -el propietario del bar Maracaibo- ¿declara que le vio pasar por delante de su bar precisamente aquella tarde, alrededor de las 18.00? ¿Usted cree que el señor Renna no ha dicho la verdad? ¿Piensa que Renna siente, por algún motivo, animadversión hacia usted?

– No lo sé. Yo creo que él se equivoca. Tal vez se confunde de día. Quizá viera a alguien que se parecía a mí. No lo sé. Yo no fui a Capitolo aquel día.

– No me ha dicho si piensa que Renna siente, por algún motivo, animadversión hacia usted.

– No comprendo. ¿Qué significa animadversión?

– Según usted, ¿Renna le acusa falsamente porque quiere hacerle daño? ¿Está enfadado con usted?

Estaba a punto de protestar, pero Abdou contestó antes, y contestó bien.

– Yo no he dicho eso. No he dicho que me acuse falsamente. Yo sé que se equivoca, pero eso es algo distinto. Acusar falsamente es cuando uno sabe que está diciendo una cosa que no es verdad. Él dice una cosa que no es verdadera, pero pienso que él cree que es verdad.

– ¿Usted, en los días posteriores al 5 de agosto, llevó a lavar su coche?

– Sí, después del viaje a Nápoles. Llevé a lavar el coche uno de aquellos días.

– ¿Por qué?

– Porque estaba sucio.

Me pareció captar un ligero amago de sonrisa en los labios de algunos miembros del jurado. Permanecieron decididamente serios el presidente, el juez adjunto, la señora guapetona que parecía embalsamada y el anciano con aspecto de militar jubilado. Yo permanecí muy serio. También Cervellati, que continuó su interrogatorio todavía algunos minutos, le preguntó a Abdou sobre la fotografía con el niño y algunas cosas más.

La acusación particular hizo alguna pregunta, para demostrar que estaba allí, y luego el presidente me dijo que podía empezar.

– ¿Señor Thiam, puede decirnos qué trabajo hacía en Senegal?

– Soy maestro de escuela primaria.

– ¿Cuántas lenguas habla?

– Hablo wolof -mi lengua-, italiano, francés e inglés.

– ¿Por qué ha venido a nuestro país?

– Porque en mi país no lograba ver futuro.

– ¿Es usted un sin papeles?

– No, tengo permiso de residencia y también licencia de venta ambulante. Pero vendía cosas falsificadas. Esto era lo que hacía.

– ¿Desde hace cuánto tiempo conocía al pequeño Francesco, Ciccio?

– Le conocí el verano pasado… no, quiero decir el verano anterior… en 1998.

– ¿Por qué tenía aquella foto del niño?

– Me la regaló él… yo y el niño éramos amigos. Hablábamos a menudo…

– ¿Cuándo se la regaló?

– El verano pasado, en julio. El niño dijo que si iba a regresar a África podía llevarme aquella foto como recuerdo. Yo le dije que no tenía que regresar a África, pero él me la dio igualmente.

– ¿Cuándo se hizo la foto?

– El mismo día que me la dio. Estaba el abuelo del niño, que tenía una cámara polaroid, y hacía fotos. El niño cogió una y me la dio.

– Ahora querría pasar a otra cosa. Veo que usted habla muy bien italiano. Así que le querría preguntar una cosa. ¿Puede decirnos lo que significa la frase renuncio expresamente a cualquier tipo de defensa?

– No sé lo que significa esta frase.

– Es extraño, señor Thiam, es una frase que parece que usted pronunció durante su interrogatorio ante el fiscal. ¿Quiere leerlo? Me acerqué a Abdou enseñándole mi copia del acta. Esperaba que el fiscal objetase algo, pero permaneció en su sitio, sin decir nada.

Abdou miró el acta, como le había dicho que hiciera el viernes anterior, en la cárcel. Luego movió la cabeza.

– No sé lo que significa.

– Perdóneme, señor Thiam, ¿usted no dijo que renunciaba a los términos de la comparecencia y del interrogatorio?

– No sé lo que son estos términos.

– De acuerdo, quizá no lo recuerda, porque usted firmó esta acta.

Tenía que detenerme ahora. El mensaje, me parecía, había llegado a donde tenía que llegar. El acta del interrogatorio de Abdou había sido redactada con bastante desenvoltura y ahora el tribunal lo sabía. Podía cambiar de argumento y pasar al punto decisivo.

– Usted ha dicho que el 5 de agosto fue a Nápoles y que no hay testigos que puedan confirmar esta circunstancia. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Tiene usted un teléfono móvil?

– Lo tenía. Cuando me detuvieron me requisaron también el móvil.

– Cierto, así se desprende del acta que está en el informe. Cuando usted fue a Nápoles, ¿llevaba consigo este móvil?

– Sí.

– ¿Recuerda si aquel día hizo o recibió llamadas?

– Creo que sí. No lo recuerdo con precisión, pero creo que sí.

– ¿Puede decirnos cuál era el número de ese teléfono móvil?

– Sí. El número era 0339-7134964.

– He terminado, presidente, gracias.

El fiscal no tenía más preguntas y pidió que se incluyera el acta en el contrainterrogatorio. Yo no puse objeciones. El presidente dijo que, tras una pausa de media hora, tendríamos que formular las eventuales peticiones de pruebas complementarias. El tribunal decidiría si las aceptaba o las rechazaba y luego acordaríamos las siguientes fechas.

Pensé que realmente necesitaba un café y un cigarrillo.

13

En el bar de los juzgados había unas mesitas de cafetería estilo años 70. Pedí el café en la barra y fui a sentarme a una de aquellas mesitas, solo y con la intención de pasar media hora sin pensar en nada y sin hablar con nadie.

Encendí un cigarrillo y me quedé observando a la gente que entraba y salía del bar. Tranquilo.

Estaba allí cuando llegó una señora morena, elegante, enjoyada y con el aire de quien pasa mucho tiempo entre gimnasios y salones de belleza. Se estaba dirigiendo a la barra cuando me vio y se detuvo. Miraba hacia mí con un amago de sonrisa en los labios y con el aire de quien espera alguna señal de respuesta. Me giré a derecha y a izquierda, para comprobar si se estaba dirigiendo precisamente a mí. Detrás no podía, porque estaba contra la pared. Pero en las mesitas sólo estaba yo, así que me estaba mirando precisamente a mí.

En vista de mí comportamiento, se acercó más. Su expresión ahora había cambiado ligeramente. Imagino que pensaba que yo era o muy miope o muy bobo.

– ¿No me reconoces? -dijo finalmente.

Alargué ligeramente el cuello hacia ella, y una sonrisa ridícula se dibujó en mi rostro mientras intentaba decir alguna cosa. Luego la reconocí.

Hacía quince años, o quizá más. Apenas me había licenciado. No me acuerdo de lo que hacía en aquella época, pero realmente era muy distinta. Quizá se estaba licenciando en medicina, o tal vez la confundía con otra.

Habíamos salido juntos unos dos meses, o un poco menos. Era mayor que yo, quizá cinco años. Así que ahora debía de tener más o menos cuarenta y cuatro años. ¿Cómo se llamaba? No me acordaba de su nombre.

– Magda. Soy Magda. ¿Cómo es que no me reconoces?

Magda. Habíamos salido durante dos meses, hacía quince años. ¿Y qué hacíamos? ¿De qué hablábamos?

– Magda, perdóname. No me pongo las gafas por vanidad y hago estos papelones. Soy un poco miope. ¿Cómo estás?

– Estoy bien. ¿Y tú?

Siguió una conversación absurda. No me acordaba de casi nada de ella y por eso fui cauto, para evitar hacer otro papelón. Me dijo que estaba en los juzgados por trabajo. Tal como lo dijo parecía dar por descontado que yo sabía cuál era su trabajo. Yo, por el contrario, no tenía ni la más mínima idea y mientras continuaba hablando -de separaciones, de vida de soltera, de vacaciones, de cómo nos teníamos que ver por fuerza, una noche, con una serie de personas cuyos nombres no me decían nada- me sentía transportado a un torbellino surrealista.

Me sentí mejor sólo cuando nos despedimos, abrazándonos y besándonos.

Adiós, Magda. Cuando nos encontremos de nuevo hallaré el coraje para pedirte que me digas de qué hablamos, casi cada noche, durante dos meses, hace quince años.

El presidente le preguntó al fiscal y al abogado de la acusación particular si tenían que hacer peticiones de pruebas complementarias. Ambos contestaron que no. Entonces se dirigió a mí y me hizo la misma pregunta. Me levanté y antes de hablar me coloqué bien la toga, que, como siempre, me colgaba de los hombros.

– Sí, presidente. Tenemos peticiones en base al artículo 507 del código. El tribunal ha escuchado hace poco el interrogatorio del acusado. Él ha referido que es el titular de un número de teléfono móvil. Dicha circunstancia ya se desprendía de las actas que están en su poder, porque en el correspondiente informe se incluye, entre otras, el acta de la confiscación del teléfono móvil en cuestión, y de la correspondiente tarjeta. Precisamente aquella a la que corresponde el número 0339-7134964, propiedad del acusado. El acusado ha declarado haber llevado consigo, en aquel viaje a Nápoles, el mencionado teléfono móvil y, probablemente, haber hecho y recibido llamadas telefónicas en aquella ocasión. Ustedes saben mejor que yo que el uso de un teléfono móvil deja un rastro que conserva en soporte magnético la empresa que lo gestiona, en este caso Telecom. Es posible recuperar los listados en los que aparecen los números de entrada y de salida, el horario, la duración de las llamadas y, principalmente, la zona en la que el usuario del teléfono se hallaba en el momento de la llamada.

– Tras esta puntualización, creo no tener que dar más explicaciones sobre la relevancia que puede tener conseguir de la empresa Telecom Italia los listados correspondientes al usuario del móvil 0339-7134964 del día 5 de agosto de 1999. Es verdad que no disponemos de ningún testigo que pueda confirmar la coartada del acusado. Los datos de los listados pueden ser, sin embargo, mucho más que un testimonio de su coartada. La localización del teléfono, relacionada en términos irrefutables con un horario preciso, puede facilitar una prueba decisiva en el proceso. En conclusión, pues, les pido, en base al artículo 507 del código penal, que se emita una orden para obtener los listados correspondientes al registro de llamadas del día 5 de agosto de 1999 del usuario del móvil 0339-7134964. Creo que no tengo nada más que añadir. Gracias.

El presidente me miró todavía unos instantes después de que acabara de hablar. Luego estuvo a punto de girarse hacia el juez adjunto cuando debió de acordarse de que se habían peleado un par de horas antes. Al menos yo estaba convencido de que, por algún motivo, se habían peleado. Bien, realmente Zavoianni se estaba girando hacia el juez y se paró a la mitad. De una manera tan brusca que tuvo que reprimirse, apoyando la cabeza sobre una mano, con aire pensativo. Se había movido como el personaje de una farsa y permaneció algunos segundos artificiosamente inmóvil. Luego se dirigió al fiscal.

– ¿Hay objeciones a esta petición de la defensa, fiscal?

– Presidente, yo tengo muchas dudas no sólo sobre la absoluta necesidad, sino incluso sobre la relevancia de la prueba solicitada por la defensa. Las dudas se pueden resumir en pocas palabras: ¿quién nos asegura que el 5 de agosto de 1999 el teléfono móvil estaba en funcionamiento en manos de Thiam? El teléfono fue hallado en funcionamiento en el momento del registro, es verdad. Pero eso significa poco. El registro se realizó algunos días después y nosotros sabemos que en determinados ambientes -por ejemplo, el de los traficantes, a los que el imputado nos acaba de decir que estaba muy próximo, si no era parte de dicho ambiente- se suelen intercambiar los móviles, así como las armas y lo que sea. A falta de pruebas sobre la disponibilidad del teléfono por parte de Thiam en la fecha del secuestro del niño, la prueba requerida carece de importancia. Tengo que añadir una consideración de naturaleza más bien procesal. El artículo 507 permite la incorporación de nuevas pruebas sólo allí donde su necesidad se haya constatado durante la vista oral. En este caso, la prueba podía haberse solicitado en la fase introductoria, pero la defensa no lo hizo, por negligencia o por otras razones que no conocemos. En cualquier caso, la petición llega tarde e incluso bajo este aspecto debe ser rechazada.

– ¿La acusación particular tiene objeciones? -dijo todavía el presidente.

– Nos sumamos a las consideraciones ya realizadas por el fiscal.

– Presidente -dije yo-, ¿me permite una breve respuesta a las objeciones del fiscal?

– Como usted bien sabe, abogado, en esta fase no se admiten réplicas.

– Presidente…

– Abogado, ni una palabra más. Se lo repito: ni una palabra más.

Dicho esto se levantó para acudir a la Cámara del Consejo. Uno a uno se levantaron los miembros del jurado para seguirle. El juez adjunto permaneció sentado. Tuve la impresión de que apretaba los labios un momento. Luego él también se levantó y se dirigió, en último lugar, a la Cámara del Consejo.

Esperamos un buen rato. En general, decisiones como aquélla, después de las peticiones de pruebas complementarias, se toman directamente durante la sesión o tras una deliberación de pocos minutos. Aquel día, al contrario, no fue así. Transcurrían las horas sin que sucediera nada. Charlaba con el ujier, que me decía que no comprendía el porqué de aquel retraso. Contestaba que tampoco yo lo comprendía, pero no era verdad. Estaban tanto rato deliberando porque, en realidad, el tribunal se había dividido entre quienes ya habían decidido condenar a Abdou y quienes querían saber más. Si ganaban los primeros y si mi petición de obtener aquellos listados era rechazada, me podía evitar tranquilamente la fatiga de recurrir el proceso. Abdou estaba liquidado. Sólo teníamos posibilidades si ganaban los otros.

Desde la jaula Abdou me preguntó qué era lo que ocurría y yo le mentí, diciendo que aquella espera era completamente normal.

Se me ocurrió llamar a Margarita, pero no lo hice.

Sin una razón que pudiera entender, me acordé de un proverbio turco antiguo que decía más o menos lo siguiente: Antes de amar, aprende a andar por la nieve sin dejar huellas. ¿Por qué me acordaba de aquel proverbio?

Me sentía solo y, joder, me entraron ganas de llorar. Después de meses, precisamente en aquel momento y en aquel lugar.

No, por favor, no.

Me dirigí a la salida de la sala para evitar hacer el número -just in case- y para encender otro cigarrillo. Ya lo tenía entre los labios cuando mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido providencial de la campanilla.

Regresé a mi sitio, me puse la toga, y me di cuenta de que todavía tenía el cigarrillo en un lado de la boca cuando los jueces ya habían entrado, se habían sentado y el presidente empezaba a leer la resolución.

Incliné la mirada hacia mi banco y entrecerré los ojos, desenfocando la mirada sobre los papeles que tenía enfrente. Escuché.

La Audiencia Provincial de Bari, pronunciándose sobre la petición de admisión de nuevos elementos de prueba formulada por la defensa del acusado Abdou Thiam, resuelve lo siguiente.

La defensa del acusado solicita -en base al artículo 507 del código penal- la admisión de los listados correspondientes a las llamadas telefónicas del día 5 de agosto de 1999 del abonado del móvil 0339-7134964, en base a la doble suposición de que la necesidad de dicha admisión haya surgido a lo largo del juicio (en especial durante el interrogatorio al acusado) y que la mencionada admisión es absolutamente necesaria para poder llegar a la verdad.

El fiscal se opone, sosteniendo la irrelevancia (o lo que es lo mismo, la prescindibilidad) y la demora de la petición.

Efectivamente -como ha observado el fiscal-, la petición hubiera podido efectuarse en el curso de la exposición introductoria, porque los elementos para formularla durante aquella fase ya estaban disponibles para la defensa.

La petición debe considerarse técnicamente extemporánea.

El presidente hizo una pausa, o así me lo pareció. Yo permanecí con los ojos entrecerrados y la mirada baja. Algún segundo después me daría cuenta de que había contenido la respiración.

Bajo otro perfil, sin embargo.

¡Sin embargo! Lo habían aceptado.

Bajo otro perfil, sin embargo, hay que destacar, en coherencia con la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que el juez, por definición, está obligado a no olvidar que la finalidad principal del proceso penal no puede ser otra que la búsqueda de la verdad. Desde dicha perspectiva no son aceptables metodologías o decisiones procesales que obstaculicen de manera irrazonable el proceso de verificación de los hechos, necesario para llegar a una sentencia justa.

Expuesta esta premisa es necesario aclarar que la prueba solicitada debe considerarse como potencialmente decisiva. Tras la asunción de los listados podría realmente surgir una verdadera y propia prueba de coartada, en la medida en que resultara en una localización del acusado, incompatible con la hipótesis de su responsabilidad por los hechos que motivan la acusación.

Por estos motivos, la Audiencia Provincial de Bari ordena la admisión de los listados correspondientes a las llamadas telefónicas del abonado 0339-7134964 del día 5 de agosto de 1999, desde las 06.00 horas hasta las 24.00 horas.

Se dispone también que se consulte al responsable de la sede Telecom de Bari, u otro empleado de dicha sociedad debidamente delegado, para que ilustre al tribunal sobre el significado exacto de los listados.

Se aplazan también la admisión de la prueba y las deliberaciones hasta la audiencia del 3 de julio.

La sesión se levanta.

Abrí de nuevo los ojos y levanté la mirada cuando el tribunal ya había salido de la sala.

Faltaba una semana para el final. En un sentido u otro.

14

Aquella semana los días transcurrieron con una extraña normalidad. Trabajé con normalidad, tuve mis audiencias normales, recibí a clientes, cobré alguna factura -lo que no estaba mal- y todo lo demás.

No me ocupé del proceso de Abdou. Tenía que esperar la llegada de los listados, porque del resultado de aquella comprobación dependía el planteamiento que imprimiría a mi alegato final. Hasta entonces era inútil examinar papeles o que empezara a prepararlo.

El jueves por la tarde Margarita me llamó al móvil. Después del mensaje del domingo no habíamos hablado más. No la había llamado ni había intentado hablar con ella por el portero automático. No sé por qué. Algo me lo había impedido.

¿Tenía ganas de salir a tomar algo, después de cenar? Sí, me apetecía. ¿La llamaba por el interfono o la iba a buscar a casa? Ah, primero salía y luego nos podíamos encontrar directamente en algún sitio, más tarde. ¿Me iba bien a mí en la calle Venecia, frente al Fortín, a eso de las diez y media? Me iba bien. Hasta luego, entonces.

Tenía un tono de voz un poco raro y me dejó una ligera sensación de inquietud.

La tarde discurrió lentamente, desde aquel momento. Me distraía y miraba constantemente al reloj.

Me fui del despacho hacia las ocho, en casa me duché, me cambié y salí mucho antes de la cita. Dejé pasar el tiempo con dificultad y a eso de las diez y media me dirigí hacia la zona del Fortín.

Subí andando por la calle Venecia, entre la muchedumbre. Estaba llena, como siempre en verano a aquella hora.

Especialmente grupos de jóvenes. Desprendían un olor mezcla de desodorante, de crema solar y de chicle de menta. Alguna familia de la ciudad vieja. Algún cincuentón moreno con chica veinteañera en medio de una nube de perfume. Gente de mi edad, poquísima. Quién sabe por qué, me pregunté sólo por pensar en algo.

Llegué al Fortín con unos diez minutos de anticipo, pero me encontraba mejor, puesto que el tiempo ya había pasado. Apoyado en la pared, encendí un cigarrillo y miré a mi alrededor, a la espera.

Llegó hacia las once menos veinte.

– Perdóname. Ha sido un día terrible. En una semana agobiante. Y dejémoslo en la semana.

– ¿Qué ha pasado?

– Caminemos, ¿quieres?

Nos dirigimos hacia el norte, siempre por la calle Venecia. A medida que nos alejábamos de la zona del Fortín la gente iba disminuyendo. Grupos más pequeños, parejas, algún paseante solitario, algún policía de uniforme, vigilando.

Andamos sin hablar, hasta que llegamos a la altura de la basílica de San Nicolás. Un tipo con un perro corso nos pasó muy cerca y la bestia se detuvo para husmear las piernas de Margarita. Ella también se detuvo, alargó la mano y acarició al perro en la cabeza. El dueño estaba un tanto atónito ante el hecho de que la fiera se dejara manosear de aquella manera por una desconocida. Era la primera vez que sucedía, nos dijo. ¿La señora tenía un perro? No, no lo tenía. Lo había tenido, pero murió hacía muchos años.

El perro y su dueño se alejaron y nosotros nos sentamos en el muro que da al lado derecho de San Nicolás.

– ¿Cómo te ha ido estos días? ¿El juicio? -dijo.

– Bien, creo. El lunes próximo se acabará todo. ¿Y a ti cómo te va?

Cauto.

Dejó pasar algunos segundos y luego habló como si no le hubiera hecho ninguna pregunta.

– En los sitios donde te enseñan a dejar de beber también te explican cómo resistir el riesgo de las recaídas. Durante el primer año posterior al tratamiento las recaídas son muy habituales e incluso después es muy normal volver a caer. Era una cosa que nos repetían continuamente. Llegarán momentos difíciles -nos decían- en los que os encontraréis tristes, tendréis una gran nostalgia del pasado o miedo al futuro. En aquellos momentos tendréis necesidad de beber. Un deseo que os parecerá invencible, que os sumergirá como una ola. Sin embargo no es invencible. Parece que lo es porque sois más débiles, en aquellos momentos. Pero, precisamente, es como una ola. Una ola os sumerge en el mar sólo durante unos pocos segundos, aunque cuando estáis bajo el agua os parece una eternidad. Salís fácilmente, si no os dejáis dominar por el terror. Entonces -decían- recordad que basta permanecer tranquilos, en aquellos momentos. No os dejéis dominar por el miedo, recordad que dentro de poco tendréis la cabeza fuera del agua porque la ola ya habrá pasado. Cuando se apodere de vosotros el deseo irresistible de beber, haced alguna cosa para que transcurran los segundos, o los minutos que dura la crisis. Flexiones, dos kilómetros corriendo, tomad fruta, llamad a un amigo. Cualquier cosa que hagáis os hará pasar el tiempo sin pensar.

Yo permanecía callado, y tenía miedo de lo que oiría después.

– A mí me ha ocurrido varias veces, como a todos. El aikido me ha ayudado. Cuando llegaba la ola, me ponía el kimono y repetía los ejercicios, intentando concentrarme únicamente en lo que estaba haciendo. Funcionaba. Cuando terminaba el entrenamiento me había olvidado de las ganas de beber.

»Con el tiempo estos momentos fueron cada vez más raros. Hacía como mínimo un par de años que no me ocurría.

Encendí el cigarrillo que tenía entre los dedos desde hacía unos minutos. Margarita continuó hablando, sin cambiar de tono, mirando hacia un lugar indefinido frente a ella.

– Hay una persona, desde hace casi tres años. No vive en Barí y por eso ha durado tanto tiempo. Nos vemos los fines de semana: o viene él o voy yo. El fin de semana pasado vino él. Le había hablado de ti. Así, de manera normal, y al principio no tuvo problemas. O no me lo dijo.

Se giró hacia mí ligeramente, me cogió el cigarrillo y fumó un poco antes de devolvérmelo.

– Pero no lo sé muy bien, el discurso volvió a aparecer el sábado pasado. Es decir, más que un discurso se trató de una escena de celos. Tienes que saber que él no es una persona celosa. Es todo lo contrarío. Por lo que me quedé de piedra y reaccioné mal. Muy mal. Habíamos estado juntos, en definitiva, habíamos hecho el amor…

Me sentí atravesado. Enseguida noté una neblina espesa en el cerebro durante un buen rato. Hasta que volví a comprender lo que estaba sucediendo.

– …y luego le dije que nunca habría pensado que pudiera decir cosas de aquel tipo, una persona como él. Que era una desilusión y cosas por el estilo. Él me contestó diciendo que era una hipócrita. Al decir que tú eras tan sólo un amigo estaba mintiendo. No a él, sino a mí misma, y por eso era realmente una hipócrita. Y que reaccionaba con aquella violencia precisamente porque sabía que tenía razón. La discusión se prolongó hasta bien entrada la noche. Por la mañana me dijo que se iba. Que tenía que aclararme las ideas intentando ser honesta, con él y conmigo misma. Luego podríamos volver a llamarnos y hablarlo. Él se fue y yo me quedé allí, sentada en la cama con el cerebro un poco trastornado. Incapaz de pensar. Las horas fueron pasando de manera un tanto alucinante y me entraron, cosa lógica, ganas de beber. Una necesidad loca, como no la había tenido desde que dejé de beber. Intenté ponerme el kimono y entrenarme, pero en realidad no me apetecía en absoluto. Tenía en cambio ganas de beber y de encontrarme bien, de hacer desaparecer aquel lío de la cabeza, de hacer desaparecer las responsabilidades y los deberes y los esfuerzos, todo. Joder.

»Entonces salí, subí al coche y fui a Poggiofranco. ¿Sabes que hay aquel bar tan grande que está siempre abierto, nunca me acuerdo de su nombre, donde sirven vinos y licores?

Sabía cuál era el bar y asentí. Tenía la boca seca, la lengua pegada al paladar.

– Entré y pedí una botella de Jim Beam, pues era mi preferido. En aquel momento me encontraba tranquila. Mortalmente tranquila. Regresé a casa, cogí un vaso grande, y salí a la terraza. Me senté a la mesa, destapé la botella -¿recuerdas el chasquido delicioso, cuando abres una botella nueva?- y me serví tres dedos de bourbon, para empezar. Lo hice muy lentamente, mirando el líquido que descendía por el vaso, los reflejos, el color. Luego acerqué el vaso a la nariz y respiré profundamente.

»Permanecí mucho tiempo delante de aquel vaso, con los pensamientos girando alrededor de sí mismos. Eres una chica mala. Siempre lo has sido. No puedes rebelarte contra el propio destino. Es inútil. Varias veces alcé el vaso para beber, lo miré y luego lo apoyé de nuevo encima de la mesa. Estaba tan segura de que bebería que podía tomármelo con mucha calma.

»Se hizo de noche y estaba todavía allí, con aquel vaso de bourbon. Pensé que me apetecía llenarlo más todavía. Lo apoyé en la mesa, tomé la botella y me serví, muy lentamente, todavía más. El vaso se llenó hasta la mitad, dos tercios, hasta los bordes. Y yo continué sirviéndome.

»Lentamente, el líquido empezó a derramarse y yo lo contemplaba bajar por los lados exteriores del vaso y luego esparcirse por la mesa y luego gotear por el suelo.

»Cuando se vació la botella la apoyé encima de la mesa. Agarré el vaso con dos dedos y lo incliné lentamente, sin levantarlo. Entonces empezó a vaciarse. Esto también muy despacio. A medida que se vaciaba lo inclinaba más. Al final se derramó.

»Me pasé las manos por la cara respirando, por fin. Me di cuenta del dolor en las mandíbulas.

»Entonces me levanté, cogí un cubo, una fregona y lo limpié todo. Puse los trapos y la botella vacía en una bolsa, bajé a la calle y lo tiré todo al cubo de la basura. Tenía ganas de llamarte, pero no me parecía lo correcto. Tenía que apañármelas yo sola, pensé. Entonces sólo te envié aquel mensaje.

Dejó de hablar así, casi con brusquedad. Permanecimos en silencio un largo rato, sentados en aquel muro. Yo tenía preguntas que me quemaban. Se referían a él, por supuesto. ¿Qué había ocurrido después de aquella noche? ¿Hoy, dónde había estado? ¿Se habían encontrado de nuevo, hablado y todo eso?

No formulé ninguna. No fue fácil, pero no hice ninguna pregunta. Durante todo el rato que permanecimos sentados y después, cuando atravesamos la ciudad hasta nuestro edificio. Hasta que llegó el momento de despedirnos, delante de la puerta de su casa. Entonces fue ella quien habló.

– ¿Qué piensas de mí después de las cosas que te he dicho?

– Lo que pensaba antes. Es sólo un poco más complicado.

– ¿Quieres entrar?

Pensé unos segundos antes de contestar.

– No, esta noche no. Pero no me malinterpretes, es sólo que…

Me interrumpió hablando deprisa. Incómoda.

– No te malinterpreto. Tienes razón. No tenía que habértelo dicho. ¿Has dicho que el proceso acaba el lunes?

– Es probable. Depende de una última comprobación solicitada por el tribunal. Si algunos documentos llegan a tiempo, entonces acabaremos el lunes.

– ¿Pero tú hablarás por la mañana?

– No, no lo creo. Casi con seguridad por la tarde.

– Entonces es posible que pueda asistir. Quiero estar allí cuando hables.

– A mí también me gustaría que estuvieras.

– Entonces… buenas noches. Y gracias.

– Buenas noches.

Ya estaba por las escaleras.

– Guido…

– ¿Sí?

– Fui a verlo, después. Le dije que tenía razón. Sobre la hipocresía -la mía- y todo lo demás.

Hizo una breve pausa y siguió hablando. Había una fragilidad desconocida en su voz.

– ¿Actué bien?

Entrecerré los ojos y respiré profundamente, sintiendo un nudo que se deshacía en la boca del estómago. Le dije que sí, que había actuado bien.

15

Los listados llegaron puntualmente, el quinto día después que el tribunal dispusiera su recuperación. Me lo dijo el brigada de los carabineros que había ejecutado la orden del tribunal. Era un amigo mío y le había telefoneado para saber si habían llegado aquellos papeles. Dijo que habían llegado y entonces fui a los juzgados para examinarlos.

Era sábado, primero de julio. El Palacio de Justicia estaba desierto y la atmósfera era vagamente surrealista.

La puerta de la cancillería de la Audiencia estaba cerrada. Abrí y dentro no había nadie, pero como mínimo funcionaba el aire acondicionado. Así que entré, cerré la puerta y esperé a que alguien regresara y me permitiera consultar los listados.

Pasado un cuarto de hora entró por fin un empleado de baja estatura, de unos sesenta, a quien no conocía. Me miró con aire distraído y me preguntó si necesitaba algo. Necesitaba algo y se lo dije. Él pareció reflexionar algunos instantes y después asintió, de manera pensativa.

La búsqueda de los papeles fue una operación laboriosa y muy enervante, pero, de una manera u otra, al final el hombrecillo consiguió encontrarlos.

De los listados se deducía que Abdou había dicho realmente la verdad sobre el viaje a Nápoles. La primera llamada era de las 09.18. Era una llamada efectuada desde el teléfono de Abdou, estaba dirigida a un número de Nápoles y había durado 2 minutos y 14 segundos. En la hora de aquella llamada Abdou ya estaba en Nápoles, o en los alrededores. Seguían otras cuatro llamadas -a números de Nápoles y a teléfonos móviles- en las que la localización era siempre Nápoles. La última era de las 12.46. Luego no ocurría nada durante cuatro horas. A las 16.52 Abdou recibía una llamada desde un teléfono móvil. En aquel momento la localización era Bari capital. La llamada siguiente era de las 21.10. Era una llamada efectuada desde el teléfono de Abdou a otro teléfono móvil. La localización era siempre Barí. Luego nada más.

Me detuve pensando en el resultado de aquella comprobación. Efectivamente no era definitivo y no concluiría el proceso. Había un período vacío de más de cuatro horas, y precisamente en medio de aquellas cuatro horas se había verificado la desaparición del niño. Lo que se deducía de los listados no permitía excluir que Abdou, llegado de Nápoles, hubiera proseguido hacia Monopoli, hubiera llegado a Capitolo, hubiera cogido al niño, hubiera hecho quién sabe qué, etcétera, etcétera.

Me levanté para marcharme y me di cuenta de que el hombrecillo estaba sentado en el otro lado de la cancillería, con el mentón apoyado en las manos, los codos sobre la mesa y la mirada perdida en alguna parte.

Le deseé un buen día. Él giró la cabeza, me miró como si hubiera dicho algo raro y luego, mientras se giraba de nuevo, hizo una especie de gesto con la cabeza. Imposible saber si había contestado al saludo o si se había quedado en otra parte y dialogaba con algún fantasma.

Fuera el aire era tórrido. Era el mediodía del primer sábado de julio y me disponía a dirigirme al despacho para preparar el alegato final.

Me esperaba un largo fin de semana.

16

La sesión empezó con puntualidad a las nueve y media. El tribunal tomó nota de la llegada de los listados y todos acordamos que no eran necesarias las explicaciones de un técnico sobre el significado de los datos. Para nuestro objetivo, lo que se podía leer en los listados era suficientemente claro. Al ingeniero de la empresa Telecom que se había presentado en el proceso para declarar le dieron las gracias y se le dijo que se podía ir.

Enseguida el presidente acabó con las últimas formalidades preliminares y concedió la palabra al fiscal. Eran las nueve y cuarenta minutos.

Cervellati se levantó empujando la silla hacia atrás y apoyándose en la mesa. Se ajustó la toga en los hombros, echó una ojeada a los apuntes y luego levantó la cabeza dirigiéndose al presidente.

– Señor presidente, señor juez adjunto, señores miembros del jurado. Hoy han sido convocados para juzgar un crimen terrible. Una vida joven, una vida muy joven, truncada brutalmente, a causa de una abyección de la que no logramos comprender ni la causa ni la medida. Los efectos de esa vileza, sin embargo, son irremediables. Nadie podrá devolver este niño al cariño de sus padres. Ni yo, ni ustedes, nadie.

– Pero ustedes tienen un poder grande e importante, del que espero que se sirvan. Del que estoy seguro harán un buen uso.

Pensé: ahora dirá que tienen el poder, y además el deber, de impartir justicia. De impedir que el autor de un crimen tan nefasto se pueda marchar sin molestia alguna, quizá a causa de alguna falacia, etcétera, etcétera.

– Ustedes tienen el poder para se haga justicia. Y este es un poder comprometido, porque implica además el deber de hacer justicia. A la familia de la pequeña víctima, en primer lugar. Pero después a todos nosotros, que, como ciudadanos, esperamos una respuesta cuando se producen hechos tan escalofriantes.

Era una de sus frases preferidas, en la Audiencia. Estaba convencido de que impresionaría al jurado popular, creo. Siguió en este tono, y yo, enseguida, empecé a distraerme.

Oía la voz como un ruido de fondo. De vez en cuando seguía el discurso algunos minutos y luego continuaba divagando por mi cuenta.

Habló de lo que había ocurrido durante el juicio, leyó con voz monótona largos fragmentos de las actas y explicó los motivos por los cuales las pruebas incriminatorias debían considerarse plenamente válidas, sin excluir ninguna de ellas.

Uno de los alegatos finales más aburridos que había oído nunca, pensé mientras hojeaba el informe que tenía delante, por ir haciendo algo.

En un momento dado llegó a hablar del testimonio del propietario del bar, que era el corazón del proceso.

Volvió a leer las declaraciones de Renna -pero no las respuestas a mis preguntas- y las comentó. Me preocupé de escuchar con atención.

– Entonces nos hemos de preguntar, tienen que preguntarse: ¿cuáles eran los motivos del testigo Renna para acusar falsamente al actual acusado? Porque la cuestión, en realidad, es muy sencilla y la alternativa es clara. Una hipótesis es que el testigo Renna mienta, propiciando las condiciones para la condena de un inocente a cadena perpetua. Porque él sabe perfectamente cuáles son las consecuencias de su declaración, y a pesar de ello insiste en ella, incluso después de las dificultades que hemos constatado con motivo del contrainterrogatorio. Si miente, acusando de hecho a un inocente de un delito de cadena perpetua, debe de tener una razón. Una hostilidad personal y un odio feroz y terrible, porque sólo un odio tal podría explicar una acción tan aberrante.

»¿Existe alguna prueba, o únicamente la sospecha de este odio destructivo por parte de Renna contra el acusado? Evidentemente no.

»La otra hipótesis es que el testigo, por el contrario, diga la verdad. Y si no existe ningún elemento para afirmar que el testigo miente, hemos de admitir -de acuerdo que con imprecisiones, con errores, con naturales momentos de confusión- que él dice la verdad.

»Las consecuencias sobre el resultado de este proceso son evidentes. Porque no hay que olvidar que el acusado niega haber estado en Monopoli, en Capitolo, aquella tarde. Y si él lo niega, cuando en realidad allí estuvo -y nosotros podemos afirmarlo con serenidad porque nos lo dice un testigo que no tiene motivo alguno para mentir-, la explicación es una sola y lamentablemente está a la vista de todo el mundo.

Este concepto lo anoté, porque tenía sentido y era necesario refutarlo explícitamente.

Cervellati continuó y, siguiendo el orden cronológico del juicio, empezó a hablar de los listados.

Dijo lo que yo esperaba. La averiguación requerida por la defensa no sólo no había demostrado la inocencia del acusado, sino que facilitaba, al contrario, más motivos para sostener la acusación.

Porque aquel agujero de casi cinco horas, sin llamadas, en las que con toda probabilidad el aparato había estado apagado, constituía una prueba a tener en cuenta. Era verosímil -muy verosímil, dijo- que el acusado, llegado a Bari desde Nápoles, hubiera proseguido hacia Capitolo teniendo ya una idea en la cabeza. O quizá preso de un ataque. Era probable que hubiera apagado el móvil, para no ser molestado durante su acción infame. Y esto explicaba, mejor que cualquier otra hipótesis, la ausencia de llamadas desde las diecisiete hasta pasadas las veintiuna.

También durante esta parte del alegato final tomé notas. Era un argumento insidioso que podía sugestionar a los jueces.

Siguió una reconstrucción hipotética sobre cómo Abdou podía haber llevado a cabo su plan, explotando de manera engañosa y abyecta la confianza del niño.

Lo que había ocurrido después del secuestro podía ser conjeturado fácilmente. El niño, dándose cuenta de lo que estaba ocurriendo, había intentado resistirse ante el violento ataque. Tal vez había intentado huir, y eso había provocado la reacción fatal del acusado. Probablemente no se habían encontrado huellas de abusos sexuales porque la situación se había precipitado antes de que el mencionado abuso -que evidentemente era el objetivo que perseguía el acusado- se hubiera producido.

En conclusión, el fiscal explicó los motivos por los cuales la única pena adecuada para aquel delito era la de cadena perpetua. Era la parte más convincente de todo el alegato final porque, efectivamente, la cadena perpetua era la pena más idónea para el autor de un acto como aquél.

Mientras pensaba esto, Cervellati concluía con la fórmula ritual de la petición de condena.

– Por los motivos hasta ahora enunciados, les ruego que confirmen la responsabilidad penal del acusado respecto a todos los delitos que le han sido imputados y le condenen por ello a la pena de cadena perpetua, en aislamiento diurno durante seis meses, aplicándole además la pena adicional de la privación perpetua de los oficios públicos.

Respiré profundamente, miré el reloj y me di cuenta de que habían pasado casi dos horas.

El presidente dijo que debíamos hacer una breve pausa antes de conceder la palabra a la acusación particular. Luego habría una interrupción de una hora para el almuerzo y al reanudar la sesión hablaría yo. Tras las eventuales réplicas el tribunal se retiraría a la Cámara del Consejo.

La sala se vació y yo también me levanté para ir a fumar, mientras se quedaba sólo Cotugno, que preparaba los últimos detalles de su alegato final.

Fuera, una periodista que no había visto nunca antes me preguntó qué pensaba de la petición del fiscal.

Pensaba que raras veces había oído peticiones tan idiotas. Tuve el impulso de verbalizar este pensamiento, pero evidentemente no lo hice. No dije nada, alcé los hombros, moví la cabeza y alargué las manos, con las palmas hacia arriba. Me alejé mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos y la chica me contemplaba un poco atónita.

Estaba bastante tranquilo. No tenía ganas de volver a examinar mis notas. No tenía ganas de hacer nada más hasta el momento en que me tocara hablar a mí. Y a pesar de todo no sentía la necesidad de hacerlo.

Era una sensación nueva para mí. Siempre llegaba con nervios a las citas importantes, de trabajo, de estudio o de lo que fuera. Siempre lo dejaba para el último momento, la última noche, el último repaso y luego siempre tenía la impresión de haber robado algo y de haberme salido con la mía. Lograba una vez más tomarle el pelo al mundo. Una vez más no habían logrado descubrirme, pero para mis adentros sabía que era un impostor. Más tarde o más temprano alguien se daría cuenta. Seguro.

Aquella mañana me encontraba bien. Sabía que había hecho todo lo que podía. Tenía miedo, pero se trataba de un miedo sano, no el miedo de ser descubierto y de que todos se dieran cuenta de que era falso. Tenía miedo de perder el proceso, tenía miedo de que Abdou fuera condenado, pero no tenía miedo de perder la dignidad. No me sentía un impostor.

Cotugno habló poco más de una hora, utilizó muchos adverbios y muchos adjetivos y logró no decir absolutamente nada.

En la pausa para el almuerzo subí al sexto piso, al colegio de abogados. Necesitaba un diccionario para verificar una idea que se me había ocurrido mientras hablaba el fiscal. Encontré a la empleada cerrándolo todo y a punto de marcharse, pero conseguí convencerla de que se trataba de una emergencia. Me permitió entrar en la biblioteca, donde hice mi verificación y tomé algunas notas. Luego se lo agradecí, la saludé y me marché.

Me apetecía entonces salir para andar un poco, pero fuera el calor era insoportable. Entonces fui al bar de los juzgados, pedí un batido y un croissant, me senté a una mesa y dejé pasar el tiempo.

Cuando llegó la hora me levanté, regresé a la sala, me quité la americana y me puse la toga. Casi al mismo tiempo sonó la campanilla y se abrió la puerta de la Cámara del Consejo. Los jueces entraron uno tras otro y yo los contemplaba, de pie, con los brazos cruzados, apoyado en la pierna izquierda. Todos se sentaron y me senté también yo. Se impuso el silencio.

– Tiene la palabra la defensa del acusado -dijo sobriamente el presidente.

Me estaba levantando cuando noté las miradas de algunos jueces, que convergían en un punto justo detrás de mí. Noté cómo alguien me apretaba delicadamente el brazo izquierdo por encima del codo. Me giré y vi a Margarita. Jadeaba ligeramente y tenía algunas pequeñas gotas en el labio superior. Esbozó una suave sonrisa, no dijo nada y se sentó a mi derecha.

Antes de que comenzara a hablar pasaron algunos segundos.

– Señores jueces, como les ha dicho el fiscal, este proceso concierne a uno de los crímenes más horribles y contra natura. La muerte violenta de un niño, con la secuela de dolor incomprensible, sin medida, para los padres de ese niño.

– Si nuestra defensa, de alguna manera, involuntariamente, ha faltado al respeto a ese dolor, pido disculpas.

El presidente me miró sin simpatía alguna. Pensaba que aquella manera de empezar era sólo un artimaña para meterme en el bolsillo al jurado. Estaba seguro de que así lo creía y sentí la necesidad de decirle que lo sabía, y que me importaba un bledo.

– Alguien podría pensar que éste es un modo, bastante miserable por cierto, de captar la simpatía de los jueces. Como mínimo la de los miembros del jurado. No sería una reflexión absurda porque, a menudo, nosotros los abogados hacemos estas cosas. Y a pesar de ello cada uno es libre de pensar lo que crea más oportuno. También porque los procesos no se juzgan ni se dirimen en base a las simpatías o a la antipatía del abogado o del fiscal. Por suerte. Los procesos se deciden -permítanme la banalidad- en base a las pruebas. Si las hay, se condena. Si faltan o si son insuficientes o contradictorias, se absuelve.

»Y es por eso que nos hemos de preguntar en base a qué criterios podemos afirmar que las pruebas en un proceso son suficientes, y permiten condenar, o son insuficientes o contradictorias, y obligan entonces a absolver.

»Para reflexionar sobre esto podemos partir del planteamiento que ha utilizado el fiscal.

»El fiscal ha dicho -he anotado textualmente la frase-, ha dicho: Es pues muy verosímil que el acusado haya llegado a Bari desde Nápoles, haya proseguido hacia Monopoli, preso de un ataque o habiendo ya elaborado con todos sus detalles su plan criminal, haya llegado a Capitolo, tal vez haya apagado el móvil para no ser molestado y haya raptado al niño… etcétera. De esta gran verosimilitud el fiscal deduce un argumento importante, si no decisivo, para probar la responsabilidad del acusado y solicitar que sea condenado a cadena perpetua.

»Entonces para verificar la consistencia y la credibilidad de la argumentación de la acusación, hemos de verificar qué significa verosimilitud.

Hice una pausa, tomé del banco el papel en el que había tomado las notas poco antes en la biblioteca y leí.

– Verosímil, dice el diccionario Zingarelli de la lengua italiana, es lo que parece verdadero y que, por ello, es creíble.

»Parece verdadero y por ello es creíble.

»También en el diccionario Zingarelli leemos la definición de verdadero. Verdadero es aquello que se ha verificado realmente, que está en conformidad con la realidad objetiva. En la voz verdadero encontramos, entre otras, la locución parecer verdadero. Zingarelli explica que esta expresión -parecer verdadero- se utiliza a propósito de algo artificial que imita perfectamente la realidad. Lo que parece verdadero es algo artificial, que imita la realidad.

»¿Se acuerdan de la definición de verosímil? ¿La palabra utilizada por el fiscal? Verosímil es aquello que parece verdadero, y lo que parece verdadero es algo que imita la realidad, pero que no corresponde a ella. Es, en sustancia, algo distinto a la realidad. Al utilizar la expresión verosímil, el representante de la acusación admite implícita e inconscientemente que no puede utilizar la expresión verdadero. Fíjense bien cómo en los mismos pliegues del discurso de la acusación se esconde su inevitable debilidad.

Al llegar aquí, tal como había previsto, Cervellati se puso nervioso y protestó ante el presidente. Era inaceptable que se consintiera a la defensa poder ridiculizar a la fiscalía con argumentos sofísticos de baja calidad. El presidente no encajó bien la interrupción y le recordó al fiscal que la defensa podía decir lo que quisiera, con la única exclusión de las ofensas personales. Aquello no se lo parecía. Cervellati intentó añadir algo más, pero el presidente le dijo, bruscamente esta vez, que hiciera sus comentarios a mi alegato final -si lo consideraba oportuno- en el momento de las réplicas. Eso era todo y no iba a consentir más interrupciones. Se dirigió a mí y me dijo que prosiguiera. Se lo agradecí, evité con atención referirme lo más mínimo a la interrupción y volví a hablar.

– Lo que hemos dicho brevemente sobre el significado de estas palabras clave -verdadero y verosímil- nos ofrece una perspectiva interesante para lectura de los argumentos del fiscal y de las premisas psicológicas de dichos argumentos.

»El juicio, sin embargo, no se realiza sobre la interpretación en clave psicológica de lo que dice el fiscal. Y el juicio no se efectúa, tampoco, analizando lo que ha dicho el fiscal para verificar si su razonamiento es correcto o equivocado. Porque el fiscal podría haber efectuado un razonamiento equivocado y a pesar de todo podría haber llegado a conclusiones correctas. Es decir, que podría ser correcto pronunciar una sentencia de condena. A pesar del razonamiento equivocado del fiscal, y basándonos en un recorrido argumental distinto y más correcto.

Cervellati se levantó, apoyó la toga en la silla y salió ostentosamente de la sala. Yo fingí que no me daba cuenta de ello.

– O sea, que no hay bastante con encontrar las eventuales carencias de la argumentación del fiscal. Hay que verificar si los elementos probatorios recogidos permiten formular un juicio de verdad o no lo permiten. Nosotros no queremos eludir esta tarea. Pero antes de hacerlo permítanme repetir un concepto.

»Es un concepto que me gustaría que tuvieran en mente durante toda esta discusión, y especialmente cuando estén en la Cámara del Consejo. Para condenar, ustedes no podrán simplemente afirmar que una determinada versión de los hechos, una cierta hipótesis que reconstruye los hechos es verosímil, o incluso muy verosímil. Deberán decir que esta reconstrucción es verdadera. Si pueden hacerlo, entonces es justo que condenen. A cadena perpetua.

»La hipótesis reconstructiva propuesta por la acusación en este proceso es la siguiente: Abdou Thiam, el día 5 de agosto de 1999, secuestró al menor Francesco Rubino provocando a continuación su muerte por asfixia.

»¿Podemos decir, en base a las pruebas recogidas, que esta hipótesis de reconstrucción es verdadera? O sea, ¿podemos decir que se trata de una descripción correcta de cómo se han desarrollado verdaderamente los acontecimientos y no que se trata sólo de una simple conjetura sobre cómo podrían haberse desarrollado?

Me detuve como si hubiera perdido el hilo. Dirigí la mirada hacia abajo y me acaricié la frente con los dedos índice y corazón de la mano derecha. Pasados unos breves momentos levanté de nuevo la mirada hacia los jueces, permaneciendo sin hablar algunos segundos. Había un gran silencio y todos me miraban, a la espera.

– Examinemos juntos estas pruebas. Y en particular examinemos las declaraciones del testigo Renna, propietario del bar Maracaibo. Para evitar cualquier tipo de equívoco quiero decir enseguida que estoy de acuerdo con el fiscal sobre el hecho de que este testigo dice la verdad. O para ser más precisos: este testigo no dice mentiras.

Hice otra breve interrupción para que se preguntaran a dónde quería ir a parar.

– Porque la mentira es una afirmación conscientemente contraria a la verdad y yo estoy convencido de que el señor Renna no ha efectuado afirmaciones conscientemente contrarias a la verdad. Al explicar que vio pasar a Abdou Thiam por delante de su bar, precisamente aquella tarde, a aquella hora, el señor Renna cree que cuenta la verdad. Y en realidad él no habría de tener ningún motivo para inculpar falsamente al acusado.

»Bueno, después de su interrogatorio ha quedado en evidencia que él no tiene, cómo decirlo, una especial simpatía por los vendedores ambulantes extracomunitarios que deambulan por la zona de Capitolo y en las cercanías de su bar.

»Quiero releerles un pequeño fragmento del contrainterrogatorio. Se está hablando de extracomunitarios, que el señor Renna llama negros. El defensor pregunta si estas personas perjudican la actividad comercial de Renna. El testigo contesta.

»"Molestan, molestan, y tanto que molestan."

»"Bueno, de acuerdo, pero si molestan, ¿por qué no llama a los municipales o a los carabineros?"

»"¿Por qué no les llamo? Yo les llamo, ¿pero tú les has visto venir alguna vez?"

»En definitiva, el señor Renna -nos lo dice él mismo- no ve con buenos ojos la presencia, en Capitolo y cerca de su bar, de los vendedores extracomunitarios. Querría que las fuerzas del orden intervinieran para poner un poco de orden, pero eso no sucede. El está un poco resentido.

»Todo esto, que quede claro, no significa que deliberadamente nos haya contado cosas no verdaderas respecto al señor Abdou Thiam.

»Pero, prescindiendo de su simpatía -o antipatía- por los negros, y de su deseo insatisfecho de que las fuerzas del orden hagan algo contra esos negros, ¿Renna ha dicho cosas objetivamente verdaderas? ¿Podemos afirmar, más allá de cualquier duda razonable, que la versión ofrecida por este testigo corresponde a la verdad de los hechos de los que nos ocupamos?

»Un elemento de duda puede desprenderse del pequeño experimento de las fotografías, que ustedes recordarán. Renna no reconoce en la fotografía, en dos fotografías -ustedes las tienen en las actas y pueden comprobar directamente si se trata de reproducciones fieles-, al acusado. El mismo que está presente en la sala y, fundamentalmente, el mismo que él dice que conoce bien y a quien vio pasar por delante de su bar, aquella tarde de agosto.

»¿Esto significa que Renna se lo ha inventado todo, es decir, que dice mentiras? No, ciertamente. El hecho de que los negros no le sean simpáticos y que haya errado clamorosamente el reconocimiento fotográfico no significa que nos haya mentido conscientemente.

»Cuando él nos dice que recuerda que aquella tarde Abdou Thiam pasó por delante de su bar, sin bolsas, a paso veloz y en dirección al sur, el testigo Renna dice la verdad.

»En el sentido de que él efectivamente recuerda esta secuencia de hechos y la coloca en aquella tarde. Es decir, que para ser más precisos, él cuenta lo que cree que es la verdad. Lo más interesante -y esto nos introduce en un terreno fascinante, que es el del funcionamiento de la memoria- es que Renna cree que aquella es la verdad, porque recuerda aquellos hechos, aunque éstos no hayan transcurrido. No de la manera en que él nos los cuenta.

Pausa. Tenía necesidad de que estos conceptos se depositaran en la mente de los jueces, especialmente en la de los miembros del jurado popular. Hice ver que revisaba entre los papeles y dejé pasar unos diez segundos. El tiempo para que se preguntaran qué venía a continuación.

– Ahora quiero contarles un experimento científico sobre el funcionamiento de la memoria y sobre el mecanismo de producción de los recuerdos. Un equipo de psicólogos americanos, creo que de la Universidad de Harvard, quería verificar la fiabilidad de los recuerdos infantiles. A unos niños de nueve, diez años, les contaron -sus hermanos mayores que habían sido instruidos para hacerlo- que a la edad de cuatro o cinco años habían escapado a un intento de rapto. Les contaron que, encontrándose en el supermercado con la mamá y en un momento de distracción de ella, un desconocido los había agarrado de la mano y se había dirigido hacia la salida. La mamá se había dado cuenta de lo ocurrido, se había puesto a chillar y había ahuyentado al malintencionado desconocido.

»El episodio en realidad no había sucedido nunca pero, pocos meses después de la narración, los niños no sólo creían recordarlo -en realidad, en un cierto sentido, lo recordaban-, sino que, al narrarlo, añadían otros detalles que no figuraban en la versión original.

»¿Estos niños mentían? Es decir: ¿decían cosas falsas, conscientes de hacerlo? Evidentemente no.

»¿Estos niños contaban cosas realmente acaecidas? Evidentemente no.

»Es un hecho comprobado -y uno de los argumentos de estudio más importantes de la moderna psicología jurídica- que tanto los niños como los adultos cometen errores sobre la fuente de sus recuerdos y están convencidos de recordar contextos, datos, detalles que han sido, en cambio, sugeridos por otros. Deliberadamente, como en el caso del experimento que les he contado. O involuntariamente, como en muchas situaciones de la vida cotidiana y también, a veces, durante las investigaciones.

»En base a estas consideraciones podemos dar una respuesta a la pregunta efectuada por el fiscal durante su alegato final respecto a la Habilidad del testigo Renna. El fiscal se ha preguntado y especialmente les ha preguntado: ¿cuáles eran los motivos que tenía el testigo Renna para mentir y por ello acusar falsamente a Abdou Thiam?

»Podemos responder con tranquilidad a esa pregunta: ningún motivo. Y en realidad Renna no ha mentido. Entre mentir -es decir, afirmar conscientemente cosas falsas- y decir la verdad -es decir, relatar los hechos de manera que se ajusten a su realización efectiva- existe una tercera posibilidad. Una posibilidad que el fiscal no ha considerado, pero que ustedes deberán contemplar muy atentamente. La del testigo que refiere una determinada versión de los hechos con la errónea convicción de que sea la verdadera.

»Se trata de lo que podríamos llamar el falso testimonio involuntario.

Parecían interesados. También el presidente y el jurado con cara de oficial retirado. Los dos que -estaba convencido de ello- ya habían decidido votar culpable.

– Hay muchas maneras de construir un falso testimonio involuntario. Algunas son deliberadas, como en el caso del experimento con los niños del que les he hablado. Otras son involuntarias y, a menudo, están basadas en las mejores intenciones. Como en este caso.

»Procuremos comprender bien al intentar reconstruir lo que ha sucedido en la investigación que ha llevado a la acusación contra Abdou Thiam y, por ello, a este proceso. Desaparece un niño y, dos días después, se encuentra su cuerpo sin vida. Es un hecho desgarrador y quienes tienen la obligación de investigar -carabineros y fiscal- sienten de manera urgente, apremiante, el deber de encontrar a los culpables. Hay una ansiedad irreprochable por dar una respuesta a la exigencia de justicia generada por un caso tan terrible. Interrogando a los familiares del niño y a otras personas que le conocían bien, los carabineros descubren esta especie de amistad que unía al niño con este vendedor ambulante de color. Es un hecho extraño, atípico, que genera sospechas. Y genera la idea de que tal vez se ha hallado la pista correcta. Quizás es posible dar una respuesta a aquella exigencia de justicia y calmar la ansiedad. La investigación ya no se mueve más a ciegas, pues tiene un posible sospechoso y una hipótesis de solución. Esto hace que se multipliquen los esfuerzos en busca de confirmaciones de esta hipótesis de solución. Cuando el testigo Renna es escuchado por primera vez, por los carabineros, la situación es ésa. Los investigadores están comprensiblemente excitados ante la posibilidad de resolver el caso y se dan cuenta de que las declaraciones de este testigo podrían representar un paso decisivo. Es en esta fase cuando se produce la construcción del falso testimonio involuntario.

»Atención. Les ruego atención. No estoy diciendo en absoluto que haya habido una deliberada contaminación de las investigaciones. Ni mucho menos estoy hablando de grotescas hipótesis de conspiraciones urdidas por los investigadores contra el imputado. La cuestión es, al mismo tiempo, más sencilla y más compleja, y para explicar lo que intento decir tomaré prestada una famosa frase de Albert Einstein. La frase, si no la recuerdo mal, dice más o menos así: es la teoría la que determina lo que observamos.

»¿Qué significa? Significa que si tenemos una teoría -una teoría que nos gusta, que nos satisface, que nos parece buena- tendemos a examinar los hechos a través de esta teoría. En lugar de observar objetivamente todos los hechos disponibles, buscamos sólo confirmaciones de aquella teoría. Nuestra propia percepción está muy influenciada, determinada por la teoría que hayamos escogido. O sea, como decía Einstein -que hablaba de ciencia-, la teoría determina lo que conseguimos observar. En otras palabras: vemos, sentimos, percibimos lo que confirma nuestra teoría y, sencillamente, nos olvidamos de todo lo demás. Hay un proverbio chino que expresa de manera diferente el mismo concepto. Dicen los chinos: "dos terceras partes de lo que vemos está detrás de nuestros ojos".

»Todos nosotros hemos experimentado cómo nuestra propia percepción queda determinada por lo que, por las más variadas razones, está en nuestra cabeza o, como dirían los chinos, detrás de nuestros ojos.

»¿Han comprado alguna vez un coche nuevo y, de repente, mientras están conduciendo, ven decenas del mismo modelo por las calles? ¿Dónde estábamos antes?

»Filtros perceptivos, los llaman los psicólogos.

»Parafraseando a Einstein, que supongo se estará revolviendo en su tumba ante esta intrusión mía, podríamos decir: es la hipótesis investigadora la que determina lo que los investigadores observan. Pero no sólo eso. Determina lo que buscan, determina la manera en que actúan con los testigos, determina las preguntas que hacen. Determina la manera en que se escriben las actas. Sin que todo ello tenga nada que ver con la mala fe.

»Déjenmelo repetir. Todo aquello sobre lo que estoy hablando puede producir errores en las investigaciones -y el proceso sirve para corregirlos-, pero no tiene nada que ver con la mala fe.

»Al contrario, en un caso como éste, nos hallamos frente a un exceso de buena fe.

»Regresemos, pues, a lo que estábamos diciendo hace pocos minutos. Los investigadores quieren resolver este caso horrible. Quieren hacerlo por las mejores razones y con las mejores intenciones. Quieren hacerlo por la necesidad de que se imponga la justicia. Quieren hacerlo deprisa, para que el autor de un hecho tan terrible permanezca en libertad -y en condiciones de hacer todavía más daño- el menor tiempo posible. En medio de este estado de ánimo descubren una pista y detectan a un posible sospechoso. Atención. No fantasías o hipótesis pretenciosas. Era una buena pista y los elementos de sospecha contra Abdou Thiam eran plausibles. En base a esta buena pista los investigadores se lanzan a la caza del que consideran el posible culpable.

»Desde aquel momento los carabineros y el fiscal tienen una teoría que -como nos enseña Einstein- determinará aquello que observen, cómo actuarán con los testigos, qué les preguntarán, cómo e incluso qué pondrán en las actas. Con total buena fe y con sed de justicia.

»Ustedes comprenden ahora el porqué de aquellas preguntas del defensor al brigada de los carabineros, sobre cómo se transcribió el interrogatorio. Porque si yo transcribo de manera integral -es decir, mediante grabación, estenotipia, etcétera- no hay problemas para saber qué es lo que ha sucedido durante dicho interrogatorio. Todo está grabado -preguntas, respuestas, pausas, todo- y es suficiente con leerse la transcripción o escuchar la grabación. Si el investigador ha influido involuntariamente en el testigo, es posible verificarlo simplemente leyendo. Y luego cada uno hace sus valoraciones.

»Si se trata de un acta resumida, este control es imposible. Y si el acta resumida contiene precisamente el primer contacto entre los investigadores y el testigo, el riesgo de contaminación involuntaria en las declaraciones y en los propios recuerdos del testigo es altísimo.

»¿Quieren un pequeño ejemplo de cómo puede suceder esto?

»Yo soy el investigador y me encuentro delante del que podría ser un testigo importante, tal vez un testigo decisivo. Tengo graves sospechas sobre un tipo, Abdou Thiam.

»Le pregunto al testigo: "¿Conoce a Abdou Thiam?" "El nombre no me dice nada, si me muestran alguna foto". "He aquí la foto, ¿le conoce?" "Sí, sí. Es uno de aquellos negros que se detienen a menudo delante del bar. Que crean muchos problemas". "¿Le has visto pasar por delante del bar el día de la desaparición del niño?"

»Pausa del testigo, que se lo piensa. Los investigadores sienten que están cerca de la solución.

»"Piénselo bien, la tarde de la desaparición del niño. Hace una semana."

»"Me parece que sí. Sí, tuvo que haber pasado. Me parece que era él."

»Llegados aquí el brigada dicta el acta, porque lo quiere fijar por escrito, antes de que el testigo cambie de idea. Lo que desgraciadamente ocurre a menudo. Dicta el acta al cabo que la escribe en el ordenador. Dicta el acta y utiliza su lenguaje burocrático, no las expresiones utilizadas por el testigo.

Tomé de entre mis papeles la copia de la primera acta de Renna y leí.

– En el acta de la que estamos hablando se encuentran expresiones de este tipo: «Soy coadyuvado, en el desempeño del mencionado negocio…», etcétera. Obviamente no son expresiones del testigo Renna. Obviamente no sabemos qué preguntas le hicieron a Renna. No lo sabemos porque se utiliza la burocrática, cómoda fórmula a pregunta responde. ¿Qué pregunta? ¿Qué preguntas se le hicieron al testigo? ¿Son preguntas que le han influido? ¿Son preguntas que han sugerido las respuestas? ¿Son preguntas que han construido, involuntariamente, un recuerdo?

»No es necesariamente mala fe. Es suficiente con disponer de una teoría que confirmar, nuestro cerebro lo hace todo solo, percibiendo, reelaborando, escribiendo las actas de manera que se adapten los hechos a la teoría. Creando, más bien diría, encajando el falso recuerdo.

»Digo falso no porque Renna se haya inventado algo o los carabineros le hayan sugerido malévolamente una historia falsa que contar. Simplemente durante el primer interrogatorio los recuerdos de Renna fueron reprogramados de acuerdo con la teoría investigadora que había sido escogida y para la cual no se buscaban verificaciones objetivas, sino sólo confirmaciones. Fueron reprograma-dos y no podremos saber nunca cómo transcurrieron las cosas. Porque el interrogatorio de este señor no ha sido grabado y sólo se ha puesto por escrito en un acta. De la manera que hemos visto.

»¿Quieren saber cómo es posible influir en la respuesta de un testigo e incluso modificar su recuerdo, sencillamente haciendo la pregunta de una manera o de otra? Déjenme que les cuente otra investigación, italiana esta vez. A tres grupos de estudiantes de psicología -no niños, no incautos, sino estudiantes de psicología que sabían que estaban siendo sometidos a una prueba científica- les fue mostrada una filmación. En esta filmación se veía a una señora que salía de un supermercado con un carrito; por detrás de la señora se acercaba un joven que agarraba una bolsita que estaba en el carrito y luego se iba corriendo. A los tres grupos de estudiantes, con preguntas distintas, se les pidió que contaran lo que habían visto. Al primer grupo se le hizo esta pregunta: «¿El ladrón ha tropezado con la señora?» Al segundo grupo: «¿De qué manera el agresor ha empujado a la señora?» A los estudiantes del tercer grupo se les preguntó sencillamente que contaran lo que habían visto. Huelga decir que en la filmación no había ningún encontronazo ni ningún empujón.

»Yo creo que ya han intuido cuál fue el resultado del experimento. Entre los estudiantes del tercer grupo -al que se le había pedido simplemente que contara los hechos- sólo el diez por ciento, o un poco más, habló de un encontronazo o de un contacto físico entre la víctima y el agresor. Entre los estudiantes del segundo grupo -aquellos a quienes se les había planteado la pregunta más sugestiva- hubo casi un setenta por ciento de respuestas en las que se hablaba del encontronazo inexistente. Como en el caso del experimento de los niños, también todos aquellos que hablaban del encontronazo enriquecían la narración con detalles sobre la manera, la violencia, la dirección del choque inexistente.

»¿Hay que añadir algo más? ¿Tenemos que malgastar más palabras para explicar cómo la manera de llevar a cabo un interrogatorio puede influir no sólo en las respuestas, sino también en la propia reconstrucción de los recuerdos del interrogado? No lo creo.

»Hemos comprendido que es vital saber qué preguntas -y en qué orden, y con qué ritmo, y en qué tono- se plantean a un testigo en su declaración más importante, o sea, la primera.

»En este caso esta información vital nos es negada, porque en el acta de los carabineros está sencillamente escrito a pregunta responde.

»A pregunta responde. ¿Qué pregunta? ¿Qué preguntas?

Levanté un poco la voz. No formaba parte de mis hábitos, pero los jueces empezaban a estar cansados y en cambio yo me estaba acercando al punto crucial. Debía mantenerles despiertos.

– Hemos dicho que si no sabemos cuál es la pregunta no podemos decir si la respuesta es auténtica o ha sido influida, o incluso manipulada. No lo podremos decir nunca porque de aquella primera declaración, de aquella primera declaración del testigo Renna, nos queda sólo esta breve acta resumida. Sólo podemos establecer conjeturas. Pero al hacerlo no podemos olvidarnos de un hecho. Que se ha verificado ante nuestros ojos, durante el juicio, en este proceso. Y este hecho es el contrainterrogatorio de Renna. En el transcurso del cual hemos sabido una serie de cosas muy importantes para valorar la fiabilidad de este testigo. Lo que no significa valorar si el testigo miente o dice su verdad subjetiva. Verificar significa cuál es el grado de correspondencia entre su narración y el desarrollo real de los hechos.

»Lo resumiré. Al señor Renna no le gustan los extracomunitarios y querría que las fuerzas del orden se ocuparan de ellos. El señor Renna no conoce tan bien a Abdou Thiam pues, aun viendo dos fotografías suyas -y hallándose en la misma sala de la audiencia- no consigue reconocerlo. El señor Renna, por último y como consecuencia, no es muy fisonomista y no le resulta fácil distinguir entre un ciudadano extracomunitario y otro. Desde su punto de vista son todos negros, para utilizar textualmente su respuesta a una pregunta del defensor.

Estaba a punto de lanzar uno de los ataques decisivos, y entonces me detuve de nuevo y les dejé a los jueces al menos una veintena de segundos. Tenían que preguntarse por qué motivo había dejado de hablar y debían concederme toda la atención de la que fueran capaces, tras tantas horas de sesión. Proseguí en un tono de voz más alto. Tenía que quedar claro que habíamos llegado al punto central.

– Y en base a las declaraciones de este señor, sobre estas declaraciones de origen incierto -por todo cuanto hemos dicho a propósito de la primera acta en presencia de los carabineros- el fiscal solicita que ustedes impongan la pena de cadena perpetua.

»Recuerden que para imponer no ya la cadena perpetua, sino un solo día de cárcel, ustedes no deben utilizar los criterios de la verosimilitud, no deben utilizar los criterios de la probabilidad. Admitiendo que, en este caso, y refiriéndonos al contenido de la declaración de Renna, se pueda hablar de verosimilitud o de probabilidad. Ustedes tienen que utilizar los criterios de la certeza. ¡Certeza!

»Se puede hablar de certeza en la reconstrucción de un hecho, cuando cualquier otra hipótesis alternativa es inadmisible y por ello debe ser rechazada. ¿Es éste el caso? ¿Es inadmisible pensar, por ejemplo, que Renna viera a cualquier otro, no a Abdou Thiam, aquella tarde, visto que para él los negros son todos iguales? ¿Es inadmisible pensar que, de alguna manera, este testigo se haya equivocado? Este testigo que -fíjense- se equivoca estrepitosamente ante su mirada a la hora del reconocimiento fotográfico. ¿No puede haberse equivocado? ¿Pueden confiar serenamente toda su decisión y toda la vida de un hombre a las declaraciones de un sujeto cuya falibilidad se ha puesto en evidencia ante sus ojos?

Pausa. Siete, ocho segundos.

– Y atención. Incluso si, contra toda evidencia, quieren pensar que la narración de Renna es fiable, esto no significaría la confirmación de la responsabilidad del acusado.

»Porque los demás indicios contra él son poco más que papel mojado.

Pasé a examinar las declaraciones de los dos senegaleses, los resultados del registro y todos los demás elementos incriminatorios.

Hablé de los listados. Incluso admitiendo que se quisiera hablar de verosimilitud -dije- la reconstrucción del fiscal no se aguantaba. Más bien resultaba grotesca. ¿El fiscal decía que el acusado había regresado de Nápoles y se había dirigido a Capitolo con la loca determinación de secuestrar, violar y matar al pequeño Francesco? Entonces estaba loco. Porque sólo la locura podía justificar un comportamiento tan absurdo. ¿Y entonces por qué no había sido sometido a ningún examen psiquiátrico? Si para explicar su comportamiento era necesario partir de una enfermedad mental, entonces dicha enfermedad debía ser examinada. De no ser así aquella referencia consistía sólo en un intento de sugestionar al tribunal.

Dije todas estas cosas, pero sin hablar mucho. Los jueces estaban cansados y yo estaba convencido de que en el momento de la decisión discutirían sobre todo el testimonio de Renna.

Entonces, como se dice, me dispuse a concluir. Concluir desde el punto en el que se ha comenzado da una idea del rumbo seguido y fortalece la argumentación. Creo.

– Verosimilitud o verdad, señores jueces. Probabilidad o certeza. La elección no debería ser difícil. En cambio lo es. Porque si por un lado está la percepción -todos nosotros la compartimos, estoy seguro de ello- de que este proceso no ha dado ninguna respuesta, por el otro está el sentimiento de consternación que deriva de la idea de que un crimen horrendo pueda quedar sin castigo, sin un autor. Es una idea insoportable y es una idea que acarrea consigo un riesgo muy grave.

En aquel momento volvió a entrar a la sala Cervellati. Se sentó en su sitio y apoyó la cabeza en la mano derecha, utilizándola como una especie de barrera. Entre él y yo. La mirada dirigida con ostentación a un punto de la sala, arriba, a la izquierda. Donde no había nada.

Era la posición más parecida a darme la espalda que permitía físicamente la disposición de los bancos -paralelos- y las sillas.

Pensé que era un mierda y proseguí.

– El riesgo es el de intentar librarnos de esta angustia encontrando no al culpable, sino un culpable. Uno cualquiera. Alguien que ha tenido la desgracia de acabar atrapado en el proceso.

»Sin-haber-hecho-nada. Dejen que se lo repita: sin-haber-he-cho-nada.

»Alguien podría no compartir el tono categórico de mi afirmación. Estoy de acuerdo. Es legítimo tener dudas. Yo soy el defensor y, por muchos motivos, estoy convencido de la inocencia de mi cliente. Ustedes tienen el derecho de no compartir esta certeza. Tienen derecho a sus dudas. Tienen derecho a pensar que Abdou Thiam podría ser culpable, a pesar de lo que diga su abogado.

»Podría ser culpable. A pesar de lo absurdo de la reconstrucción propuesta por el fiscal, tienen derecho a pensar que el acusado podría ser culpable.

»Podría. Modo condicional.

»Las sentencias, sin embargo, no se dictan -no se pueden dictar- en modo condicional. Se escriben en indicativo, afirmando certezas. Certezas.

»¿Pueden hacer afirmaciones certeras? ¿Pueden decir con certeza que el testigo Renna no se ha equivocado? ¿Pueden decir que al término de este proceso no existe una duda razonable?

»Si pueden hacer todo esto, entonces condenen a Abdou Thiam.

Había levantado la voz y me di cuenta de que no estaba interpretando, esta vez.

– Condénenlo a cadena perpetua, y a nada inferior. Si pueden decir que no existe ni siquiera una sola duda, si están absolutamente seguros, ustedes deben condenar a este hombre a que se quede en la cárcel para siempre. Deben tener la valentía de hacerlo. Mucha valentía.

Durante un tiempo indefinido quedó todo en suspenso. Hasta que no oí de nuevo mi voz. Ahora baja y resquebrajada.

– Si no tienen esta certeza, en cambio, todavía necesitan más coraje.

»Para no ahogar sus dudas en nombre de la justicia sumaria, y por lo tanto para absolver, hará falta mucho coraje. Estoy seguro de que lo tendrán.

»Gracias por haberme escuchado.

Me senté y no me daba cuenta de haber terminado realmente. A mi espalda, desde los bancos del público, un rumor de voces. Yo permanecía con los labios apretados y la cabeza ligeramente inclinada, fijándome obtusamente en un punto del banco, a mi izquierda, entre las vetas de la madera.

Oí hablar al presidente y me parecía que la voz provenía de otro lugar. Le preguntó al fiscal y a la acusación particular si había réplicas. Dijeron que no.

Entonces le pregunté a Abdou si quería hacer una declaración final antes de que el tribunal se retirara a la Cámara del Consejo. Como prevé el código. El rumor se disipó y hubo algunos segundos de silencio. Luego la voz de Abdou por el micrófono colocado detrás de los barrotes de la jaula. Era baja, pero decidida.

– Quiero decir sólo una cosa. Quiero darle las gracias a mi abogado por creer que soy inocente. Quiero decirle que ha obrado bien, porque es verdad.

El presidente hizo un gesto imperceptible con la cabeza.

– El tribunal se retira -dijo.

Se levantó, y los otros jueces hicieron lo mismo, casi al mismo tiempo.

Yo también me levanté, de manera mecánica. Les vi desaparecer uno tras otro detrás de la puerta de la Cámara del Consejo y sólo en aquel momento me giré hacia Margarita.

– ¿Cuánto tiempo he hablado?

– Dos horas y media, más o menos.

Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto. A mí me parecía haber estado hablando no más de cuarenta minutos.

Por unos instantes permanecimos de pie, en silencio. Luego me pregunté por qué no me quitaba la toga. Me la quité y la apoyé en el banco, mientras ella me miraba con la expresión de quien quiere decir alguna cosa y busca la manera, o las palabras.

– Yo no soy muy buena para echar piropos. En realidad no me ha gustado nunca, y creo que sé el porqué. Sin embargo, eso no es importante ahora. Lo que quería decir es que… bueno, que ha sido algo extraordinario oírte. Tengo ganas de darte un beso, pero creo que no es oportuno, en este momento.

Yo no dije nada, porque me faltaban palabras y además tenía una especie de nudo en la garganta.

Un periodista se me acercó y me felicitó. Luego otro y también la chica que durante la pausa me había preguntado mi opinión sobre las peticiones del fiscal. Me sentí culpable por no haber sido amable con ella antes.

Mientras los periodistas me decían otras cosas que no oía, Margarita me tiró con delicadeza de la manga de la chaqueta.

– Me tengo que ir. Suerte.

Levantó el puño derecho a la altura de la frente e hizo una ligera inclinación con la cabeza.

Luego se giró, se fue y yo me sentí solo.

17

El primer proceso que llevé solo, poco después de haber aprobado los exámenes de procurador legal, versaba sobre una serie de estafas. El acusado era un hombretón simpático, con el bigote negro y la nariz llena de capilares rotos: creo que no era abstemio.

El fiscal hizo un discurso muy breve y pidió la condena a dos años de cárcel. Yo hice un largo alegato final. El juez asentía cuando yo hablaba y eso me daba confianza. Mis argumentos me parecían convincentes e inevitablemente persuasivos.

Cuando terminé de hablar estaba convencido de que al cabo de poco tiempo mi cliente sería absuelto.

El juez permaneció en la Cámara del Consejo unos veinte minutos y cuando salió le condenó exactamente a la pena solicitada por el fiscal. Dos años de cárcel, sin condicional, dado que mi cliente era reincidente.

La noche siguiente no dormí y durante muchas noches me pregunté en qué había fallado. Me sentía humillado, me convencí de que el juez, por algún motivo desconocido, me tenía manía, y perdí la confianza en la justicia.

Ni siquiera me pasó por la imaginación la explicación más obvia del asunto: mi cliente era culpable y el juez había hecho bien en condenarle. Ésta fue una brillante intuición que tuve sólo mucho tiempo más tarde.

De aquella experiencia aprendí a ocuparme de mis juicios con el distanciamiento necesario. Sin apasionarme y sobre todo sin albergar esperanzas.

Apasionarse y albergar esperanzas son dos cosas peligrosas. Se puede hacer uno daño, o incluso mucho daño. No sólo en los juicios.

Mientras la sala se vaciaba pensaba en eso. Pensaba que había hecho bien mi trabajo. Había hecho todo lo que era posible. Ahora tenía que desentenderme del resultado.

Tenía que irme, al despacho o a dar una vuelta, o a casa. Cuando el tribunal estuviera preparado el ujier me llamaría al móvil -se había procurado él mismo el número antes de marcharse- y yo regresaría para escuchar la lectura de la sentencia.

Es la praxis en los procesos de este tipo, cuando se prevé que los jueces van a permanecer en la Cámara del Consejo durante muchas horas o incluso días. Cuando están listos llaman al ujier y dicen a qué hora saldrán de la Cámara del Consejo para leer la sentencia. A su vez el ujier llama al fiscal, a los abogados y a la hora establecida todos están allí, para el acto final.

Según, pues, la praxis, tendría que haberme ido.

Pero me quedé y, tras haber mirado un poco a mi alrededor en la sala desierta, me acerqué a la jaula. Abdou se levantó del asiento para acercarse a mí.

Apoyé las manos en los barrotes y él hizo un gesto de saludo con la cabeza, esbozando una sonrisa. Yo hice también lo mismo, antes de hablar.

– ¿Has logrado ir siguiendo el discurso?

– Sí.

– ¿Entonces?

No contestó enseguida. Como otras veces, tuve la impresión de que se concentraba para no equivocarse de palabras.

– Tengo una pregunta, abogado.

– Dime.

– ¿Por qué has hecho todo esto?

Si no la hubiera hecho él, antes o después yo también habría tenido que hacerme, aquella pregunta.

Buscaba una respuesta y me di cuenta de que no tenía ganas de hablar a través de los barrotes. Que autorizaran a Abdou a salir y a hablar en la sala, ni oír hablar de ello. Era contra todas las reglas.

Entonces le pregunté al jefe de la escolta si podía entrar en la jaula.

Me miró con la cara de quien no está seguro de haber oído bien. Luego miró a sus hombres, levantó los hombros en un gesto de quien renuncia a comprender y ordenó al agente que tenía las llaves que abriera la jaula y que me dejara entrar.

Me senté en el banquillo, cerca de Abdou, y experimenté un absurdo sentido de alivio al oír el chasquido del cerrojo al cerrarse de nuevo la reja.

Estaba a punto de ofrecerle un cigarrillo cuando sacó una cajetilla y quiso que cogiera uno de los suyos. Diana rojos. Los Marlboro de los presos.

Lo cogí y, después de haberme fumado la mitad, le dije que no tenía una respuesta para la pregunta que me había hecho.

Dije que pensaba que había sido por un buen motivo, pero no sabía exactamente cuál era aquel motivo.

Abdou asintió, como si la respuesta lo hubiera dejado satisfecho.

– Tengo miedo -dijo a continuación.

– Yo también.

Fue así como empezamos a hablar. Hablamos de muchas cosas y todavía nos fumamos dos cigarrillos. En un determinado momento nos entraron ganas de beber y llamé al bar con mi móvil, para pedir algo. Diez minutos después llegó el chico del bar con la bandeja e hizo pasar a través de los barrotes dos vasos de té frío. Pagó Abdou.

Luego bebimos, bajo las miradas perplejas de los agentes.

A eso de las ocho le dije que salía a dar unos pasos para desentumecer las piernas.

No tenía ganas de regresar a casa o al despacho. Ni de ir al centro y pasear en medio de la gente y las tiendas. Por eso me adentré por las cercanías de los juzgados, en dirección al cementerio. Entre casas populares, de las que llegaban olores de comida un poco quemada, tiendas estrechas, y calles que no recordaba haber pisado nunca antes, en treinta y nueve años de vida en Bari.

Caminé bastante, sin meta alguna y sin pensar en nada. Me parecía estar en otro lugar, y los espacios eran tan feos que de ellos emanaba una fascinación extraña, escuálida.

Había anochecido y me había distraído completamente cuando noté la vibración en el bolsillo posterior de los pantalones.

Saqué el móvil y al otro lado oí la voz del ujier. Estaba un poco agitado.

¿Ya había llamado una vez y no le había contestado nadie? No lo había oído, lo lamentaba. ¿Estaban listos desde hacía diez minutos? Llegaba enseguida. Enseguida, enseguida. Pocos minutos.

Miré a mi alrededor y tardé un poco para darme cuenta de dónde estaba. Para nada cerca. Tenía que correr y lo hice.

Entré en la sala una decena de minutos más tarde, esforzándome en respirar por la nariz y no por la boca, notando la camisa mojada de sudor que se pegaba a la espalda, intentando ponerme presentable.

Ya estaban todos allí, preparados en sus sitios. Acusación particular, fiscal, ujier, periodistas y, a pesar del horario, también público. Noté que había también algunos africanos, que no había visto nunca en las otras sesiones.

Apenas me vio, el ujier desapareció detrás de la puerta de la Cámara del Consejo. Iba a avisar al tribunal de que finalmente había llegado.

Me eché la toga a la espalda y miré el reloj. Las nueve y cincuenta y cinco minutos.

El ujier regresó a su sitio y luego, de manera inmediata, sonó la campanita y los jueces salieron.

El presidente se dirigió rápidamente a su sitio, con el aire de quien quiere despachar con rapidez una tarea desagradable. Miró primero a la izquierda y luego a la derecha. Se aseguraba de que los miembros del tribunal estuvieran todos en su lugar. Se puso las gafas para leer la sentencia.

Bajé la mirada, entrecerré los ojos y escuché los latidos de mi corazón. Fuertes y raudos.

– En nombre del pueblo italiano, la Audiencia Provincial de Bari, leído el artículo 530, párrafo del código penal…

Sentí una descarga por todo el cuerpo y luego las piernas que se aflojaban.

Absuelto.

El artículo 530 del código penal se titula Sentencia de absolución.

– …absuelve a Thiam Abdou de los cargos que se le imputaron por no haber cometido el delito. Leído el artículo 300 del código penal, se decreta el cese de la medida de prisión preventiva actualmente en vigor contra el acusado y la inmediata puesta en libertad del susodicho si no está detenido por otra causa. La sesión se levanta.

Es difícil explicar lo que se siente en un momento como aquél. Porque en realidad es difícil comprenderlo.

Yo permanecí donde estaba, mirando en dirección a los bancos del tribunal, vacíos. A mi alrededor voces agitadas, algunos me golpeaban por la espalda y algunos me agarraban de la mano y me la estrechaban. Me pregunté qué hacía tanta gente en una sala de una audiencia provincial, el nueve de julio, a las diez de la noche.

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil.

Hasta que distinguí, en medio de las voces, la de Abdou. Me quité la toga y fui a la jaula. En teoría tenían que liberarlo inmediatamente. En la práctica era necesario que lo llevaran a la cárcel para efectuar todas las formalidades. Estaba todavía allí dentro.

Nos encontramos cara a cara, muy cerca, los barrotes entre medio. Tenía los ojos húmedos, las mandíbulas apretadas y un temblor en las comisuras de la boca.

Mi cara no era muy distinta, creo.

Nos estrechamos las manos un largo rato, a través de los barrotes. No de la manera tradicional, la de las presentaciones y la de los hombres de negocios, sino entrelazando los pulgares, los brazos doblados.

Pronunció sólo algunas palabras, en su lengua. No necesitaba un intérprete para comprender lo que significaban.

18

Le dejé a Margarita un mensaje en el buzón del móvil la misma noche de la sentencia, pero sólo pudimos vernos la tarde del día siguiente.

Pasó por mi despacho, bajamos y fuimos a sentarnos a un bar. Del proceso hablamos sólo un poco. Yo no tenía ganas, ella lo comprendió y dejó de hacerme preguntas casi enseguida. Estábamos los dos en una especie de extraña, ligera incomodidad.

Cuando llegamos de nuevo debajo de mi despacho hice un esfuerzo para decirle lo que había pensado.

– Tengo ganas de invitarte a salir a cenar. Por favor, no me digas que no, aunque no sea gran cosa como invitación. Estoy desentrenado.

Ella me miró como si le entraran ganas de reír, pero permaneció en silencio.

– ¿Entonces? -dije pasados unos segundos.

– Efectivamente, como invitación da un poco de pena, pero quiero premiar la buena intención.

– ¿Quiere decir que aceptas?

– Quiere decir que acepto. ¿Esta noche?

– Esta noche no. Mañana, por favor.

Me miró con aire perplejo, entornando los ojos, y tuve que decir por fuerza algo más.

– Tengo que hacer una cosa esta noche. Una cosa importante. No puedo aplazarla. No puedo llevarte a cenar si no la hago antes.

Me miró aún, por algunos segundos, con el mismo aire de perplejidad. Luego asintió y dijo que estaba bien.

Hasta mañana entonces.

Hasta mañana.

Regresé a casa desde el despacho, me duché, me puse unos pantalones cortos y me preparé un batido. Deambulé un poco de arriba abajo por las habitaciones de mi apartamento. De vez en cuando me detenía para mirar el teléfono. Lo estudiaba a distancia.

Un poco más tarde me senté en una butaca. El teléfono estaba frente a mí y si alargaba el brazo podía coger el auricular. Pero me quedé sencillamente mirando el aparato.

No hay que tener prisa, pensé.

Además, para telefonear lo primero que hay que hacer es repetir mentalmente el número. El número. 080… 5219… O sea, 080… 52198… No. 52196… No.

No conseguía acordarme. Absurdo. No habían pasado ni dos años y ya no me acordaba. Y algunos meses antes lo había marcado, de memoria. O sea, para ser exactos: habían pasado pocos meses, y no lo recordaba.

De acuerdo, inútil atormentarse. Sucede.

Busqué el nombre de Sara en el listín telefónico, pero no estaba.

Permanecí unos instantes sin saber qué hacer. Luego llegó la intuición y busqué mi nombre en el listín. Aparecía. Quiero decir en la antigua dirección. Donde ahora vivía, el teléfono estaba a nombre de la propietaria de la casa.

Miré todavía un rato el teléfono sin tocarlo, pero sabía que el tiempo estaba acabándose.

Espero que conteste él. Si contesta el señor de la otra vez, ¿qué digo? Buenas noches, soy el ex marido, mejor no, el marido separado. Sí, lo ha entendido bien, precisamente aquel mierda. Querría hablar con Sara, por favor. Señor, no sea tan rudo. ¿Me rompe la cara si vuelvo a telefonear? Vaya con cuidado con cómo habla, yo he practicado boxeo. Ah, usted es maestro de karate full contact. Bueno, hablaba por hablar.

Marqué el número apretando las teclas, con prisa y sin pensar Era la única manera.

Después de tres timbrazos contestó ella.

No pareció asombrada al oírme. Más bien parecía que le gustaba. Estaba bien, sí. Yo también estaba bien. Sí, estaba seguro, estaba muy bien. No, sólo le parecía un poco raro. ¿Vernos esta noche? O sea, ¿dentro de dos horas, después de un par de años? Me felicitaba porque todavía era capaz de sorprenderla, y no era fácil. Estaba contento de eso -estaba contento de verdad- y entonces, aparte de eso, ¿nos podíamos ver? A cenar, o después para tomar una copa. Bien. ¿Quería que la recogiera o eso podía crear algún lío? Risa. Vale, pasaba a recogerla a las diez. ¿Qué hacía, llamaba al interfono o me esperaba en el portal? No, llámame por el interfono… Otra risa. De acuerdo, interfono. Hasta luego, adiós. Adiós.

Me vestí deprisa, y salí deprisa. Las tiendas cerraban a las ocho.

Me apresuré, y a las ocho y media estaba de regreso en casa. Tenía que pasar el tiempo hasta las diez. Leí un poco. Zen en el arte del tiro con arco. Pero no era la lectura adecuada. Entonces pensé en escuchar un poco de música. Estaba a punto de poner Rimmel, que me parecía adecuado, pero consideré que incluso en soledad hay que evitar los tonos patéticos. Era mejor salir enseguida.

Me cambié, sólo para hacer pasar todavía algunos minutos y luego bajé con aquel saquito en la mano.

Callejeé hasta las diez en punto, cuando llamé por el interfono de casa de Sara. Contestó ella de una manera que me resultaba familiar. Bajo.

Bajó y me dio un beso en la mejilla, y yo también la besé en la mejilla. Si se fijó en el saquito, no lo dejó ver. Fuimos a coger el coche y yo conduje hasta un restaurante en el mar, cerca de Polignano.

No pronunciamos muchas palabras cuando estuvimos en el coche y no pronunciamos muchas durante la cena.

Ella esperaba que yo le dijera por qué había querido verla. Yo esperaba terminar de cenar, porque hay que tener paciencia y hacer cada cosa en el momento oportuno. Me parecía haber aprendido eso, además de otras cosas más.

Entonces comimos una gran langosta para dos, condimentada con aceite y limón. Bebimos vino blanco frío. De vez en cuando nos mirábamos, decíamos algo sin importancia y luego seguíamos comiendo. De vez en cuando ella me miraba con aire ligeramente inquisitivo.

Cuando terminamos de cenar pagué y le pregunté si le apetecía dar una vuelta. Le apetecía.

Mientras caminaba empecé a hablar.

– He pasado un período muy… especial. Me han ocurrido varias cosas…

Hice una pausa. No había sido un gran inicio. Al contrario, daba asco. Ella no dijo nada. Esperaba.

Caminábamos mirando al frente, entre las barcas varadas en la arena de la playa.

– ¿Recuerdas que decías que las cuentas tarde o temprano se pagan?

– Lo recuerdo. Y tú decías que te fugarías antes. Si querían, podían demandarte.

Sonrió. Decía exactamente eso. Si querían, podían demandarme. Me esperaba que Sara dijera que siempre había sido muy hábil huyendo sin pagar. Hubiera tenido todas las razones del mundo, pero no lo hizo. Y yo seguí hablando.

– Entre las muchas cosas que me han ocurrido está la de que no he sido capaz de huir más, tan veloz como antes. Entonces me agarraron y me hicieron pagar casi todos los atrasos. No ha sido muy divertido.

Me senté en una barca, muy cerca del agua. Ella se sentó en la barca cercana, frente a mí. En poco tiempo había llegado a la parte más difícil y no encontraba las palabras.

– Y bueno, en todo esto, en un determinado momento me he dado cuenta de que… bueno, si estaba pagando las cuentas, había una que no podía dejar sin pagar.

Me miraba con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, los ojos fijos en los míos. Sentí la necesidad de un cigarrillo, lo encendí y antes de volver a empezar a hablar aguardé el golpe del humo en los pulmones.

Luego, con las palabras que me iban saliendo, dije todo lo que le debía. Ella lo escuchó sin interrumpir en ningún momento e incluso, cuando hube acabado, esperó antes de hablar. Para estar segura de que hubiera acabado de verdad. No estaba muy seguro, a causa de la oscuridad, pero me parecía que tenía los ojos húmedos. Los míos lo estaban, y no necesitaba luz para saberlo. Cuando habló, supe que había hecho lo correcto, aquella noche.

– Hoy me has devuelto cada día, cada uno de los minutos en los que hemos estado juntos. En numerosas ocasiones, antes de que nos separáramos, y después también, he pensado que contigo había desperdiciado casi diez años de mi vida. Luego me rebelaba ante esa idea y la alejaba. Y luego regresaba de nuevo. Parecía que no acababa nunca, esta angustia. Esta noche me has liberado. Me has devuelto los recuerdos.

Tenía una especie de sonrisa, ahora.

Yo también intenté sonreír, pero en cambio me entraron ganas de llorar. Hice algunos esfuerzos para contenerme y luego pensé que no me importaba nada contenerme. Así que los ojos se llenaron de lágrimas y luego aquellas lágrimas se derramaron todas, en silencio.

Ella me dejó acabar y luego me pasó dos dedos, delicadamente, por debajo de los ojos.

Entonces le di mi regalo. Era un reloj, de hombre, con la correa de cuero y la caja grande. Igual al que yo tenía hacía muchos años. Ella lo tomaba prestado porque le gustaba mucho. Posteriormente, en un viaje, lo perdí y ella se llevó un gran disgusto. Mucho más que yo. Muchas veces había pensado que tenía que regalarle uno igual y no lo había hecho nunca. Como no había hecho tantas otras cosas.

Ella se lo puso sin decir nada y luego llegó la hora de regresar a casa.

Detuve el coche a alguna decena de metros de su portal, donde había un sitio libre. Paré el motor y me giré hacia ella, pero no sabía qué hacer. Sara, al contrario, lo sabía. Me abrazó con fuerza, casi con violencia, apoyando el mentón en mis hombros y la cabeza contra mi cabeza. Permaneció así algunos segundos y luego se separó. Gracias, susurró antes de abrir la puerta y alejarse.

Gracias a ti, susurré yo en el coche vacío, mientras ella desaparecía detrás del portal.

19

Aquella noche no dormí. No intenté siquiera irme a la cama. Me fui a sentar al balcón y oí los ruidos de la calle. Encendí cuatro o cinco cigarrillos, pero casi no me los fumé. Dejaba que se consumieran lentamente, sosteniéndolos entre el índice y el corazón, mientras miraba las ventanas y los balcones de enfrente y las antenas en los tejados, y el cielo.

Poco antes del alba se levantó el mistral y ya las primeras ráfagas me dieron escalofríos.

Dicen que dura tres días, o siete, y pensé que durante tres días o siete no haría calor. No demasiado, al menos.

Siempre me había gustado el mistral veraniego, porque limpiaba el aire, eliminaba el bochorno y hacía sentir más libre. Me parecía justo que llegara precisamente aquella mañana.

Pensé en las cuentas que se cierran y en las cosas que empiezan. Pensé que tenía miedo pero que, por primera vez, no quería huir de él o esconderlo, aquel miedo. Y me parecía una cosa tremenda, y hermosísima.

Miraba la luz que iba adentrándose por el cielo y miraba las nubes grises tan extrañas y fuera de lugar en el mes de julio.

Dentro de poco me levantaría e iría a caminar por las calles aún desiertas. Me sentaría en una mesa al aire libre, en un bar del paseo marítimo, y tomaría un capuchino. Miraría las calles que se transformaban a medida que el día avanzaba. Tomaría otro capuchino y me fumaría un cigarrillo y luego, cuando se hubiese hecho ya de día, regresaría a casa. Dormiría, leería, iría al mar, dejaría fluir el día haciendo sólo lo que me viniera en gana.

Esperaría a que llegara la noche y sólo entonces llamaría a Margarita. No sabía lo que le diría, pero estaba seguro de que encontraría las palabras.

Pensé en todas estas cosas y otras, sentado en aquel balcón.

Pensé que no cambiaría aquel momento.

Por nada en el mundo.