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11

LA VOZ DE JENNIFER SACÓ A KEVIN de sus pensamientos.

– Hola, vaquero, ¿quieres salir de aquí?

– Desde luego -contestó él levantando la mirada del borde de la mesa y parpadeando.

– Vamos.

No lo iba a llevar a casa. Los detectives aún estarían examinando el lugar por si Slater hubiera dejado algo. Tardarían algunas horas.

– ¿No irán a examinar mis cajones de ropa interior, o sí?

– No -contestó Jennifer riendo-, a menos que Slater dejara allí sus calzoncillos.

– Probablemente esté bien que me haya ido.

– Te gustan las cosas ordenadas, ¿no es así?

– Limpias, por supuesto.

– Eso es bueno. Un hombre debe saber lavar su ropa.

– ¿Adonde vamos?

– ¿Tienes el teléfono contigo?

El instintivamente palpó el bolsillo. Le sorprendió lo pequeños que podían ser los teléfonos. Lo sacó y lo desplegó. Calzaba en su palma, abierto.

– Revísalo -manifestó ella, girando en Willow.

– ¿Crees que vuelva a llamar? -inquirió él.

– Sí, la confesión no era lo que él buscaba.

– Imagino que no.

– Pero quiere una confesión. Estás seguro de eso, ¿no es así?

– Eso es lo que dijo. Cuando yo confiese, él se aleja. ¿Pero confesar qué?

– Esa es la pregunta del millón, ¿correcto? ¿Qué desea Slater que confieses? ¿No tienes absolutamente ningún presentimiento?

– Acabo de arruinar mi carrera, y solo Dios sabe qué más, al contarle al mundo que traté de matar a un muchacho… créeme, si hubiera pensado en alguna alternativa a esa confesión, la habría tomado.

Ella asintió y frunció el ceño.

– La demanda de una confesión es la única parte de este rompecabezas que no calza con el perfil del Asesino de las Adivinanzas. De algún modo sacó a la luz algo de ti que él no cree que sea importante.

– ¿Como qué? ¿Cuántos pecados has cometido, agente Peters? ¿Los puedes recordar todos?

– Por favor, llámame Jennifer. No, no creo que pueda.

– ¿Qué considera importante entonces Slater? ¿Quieres que yo vaya a la televisión y enumere cada pecado que recuerde haber cometido?

– No.

– Lo único que tiene sentido es lo del muchacho -indicó Kevin-. Pero entonces la confesión debería haber tenido una respuesta, ¿no es así?

– Con Slater, sí. Así lo creo. A menos, por supuesto, que él sea el muchacho, pero que quiera que confieses algo además de que trataste de matarlo.

– No fue un intento de matarlo. Fue más como defensa propia. ¡Estaba a punto de matarme!

– Puedo creerte. ¿Por qué quería matarte?

La pregunta agarró desprevenido a Kevin.

– Él… él estaba detrás de Samantha.

– Samantha. Ella se la pasa apareciendo inesperadamente, ¿verdad?

Jennifer miró por fuera de su ventanilla y por algunos minutos el auto permaneció en silencio.

***

Kevin solo tenía once años cuando dejó atrapado al muchacho en el sótano y casi se muere de miedo. Lo había dejado a su suerte… no importa con cuánta vehemencia tratara el seminarista de convencerse de lo contrario, sabía que había encerrado al muchacho en una tumba.

Desde luego que no podía habérselo contado a Sam. Si ella lo hubiera sabido, seguramente se lo diría a su padre, quien liberaría y enviaría a la cárcel al muchacho; este luego saldría, tal vez en un par de meses, regresaría y mataría a Sam. Por nada del mundo podía decírselo a ella.

Pero tampoco podía no decírselo. Ella era su amiga del alma; era su mejor, su mejor amiga, a quien amaba más que a su madre. Quizás.

A la tercera noche Kevin quiso ir a dar con la bodega, solo para echar una mirada; solo para ver si había sucedido en realidad, de veras. Pero después de una hora de caminar de un lado al otro fuera de su ventana volvió a entrar a su casa.

– Estás diferente -le señaló Sam la noche siguiente-. No me miras a los ojos como solías hacerlo. Te la pasas mirando hacia los árboles. ¿Qué pasa?

– No los estoy mirando. Solo estoy disfrutando la noche.

– No trates de engañarme. ¿Crees que no tengo intuición de mujer? Sabes que ya casi soy adolescente. Puedo darme cuenta de si un chico está molesto.

– Bueno, no estoy molesto por nada más que por tu insistencia en que estoy molesto -le replicó él.

– Así que entonces estás molesto. ¿Ves? Pero estabas molesto antes de que yo dijera que estabas molesto, así que creo que me estás ocultando algo.

De repente se sintió enojado.

– ¡No lo estoy! -exclamó.

Sam lo miró por algunos segundos y luego levantó la mirada hacia los árboles.

– Estás molesto por algo, pero me doy cuenta de que no me lo dices porque crees que eso me podría hacer daño. Eso es tierno, así que voy a fingir que no estás molesto -concluyó ella agarrándolo del brazo.

Sam le estaba dando una salida. ¿Qué clase de amiga haría eso? Ella lo hacía porque era la chica más dulce que había en el mundo, sin excepciones.

Kevin necesitó cuatro meses de agonía para finalmente armarse de valor e ir a averiguar el destino del muchacho.

Parte de él quería encontrar amontonados los huesos putrefactos del muchacho. Pero la mayor parte de él no deseaba encontrarlo en absoluto, no quería confirmar que todo había sucedido de veras.

El primer desafío era encontrar la bodega exacta. Manteniendo una linterna tan cerca como podía observó a través de las bodegas por una hora, mirando furtivamente de puerta en puerta. Empezó a preguntarse si la volvería a encontrar. Pero entonces abrió una vieja puerta de madera y allí, a dos metros de distancia, estaban las oscuras escaleras.

Kevin retrocedió y casi huye corriendo.

Pero solo eran unas escaleras. ¿Y si el muchacho ya no estaba allí? Abajo en las sombras pudo ver el pasador sobre la puerta de acero. Parecía bastante seguro. Tienes que hacerlo, Kevin. Si eres algo parecido a un caballero un hombre o incluso un muchacho de once años, al menos tienes que averiguar si él está allí.

Kevin enfocó la luz en el hueco de la escalera y forzó a sus pies a bajar, peldaño a peldaño.

Ningún sonido. Por supuesto que no… ya habían pasado cuatro meses. El pasador de la puerta aún estaba puesto como si lo hubiera corrido ayer. Se detuvo frente a la puerta y observó, sin querer abrirla. Por su mente repiquetearon visiones de piratas y calabozos llenos de esqueletos.

Detrás de él la luz de la luna resplandecía pálidamente. En todo caso podría subir las escaleras corriendo si lo agarraba un esqueleto, lo cual de todos modos era ridículo. ¿Qué pensaría Samantha ahora de él?

– ¿Hola? -llamó.

Nada.

El sonido de su voz lo animó. Dio un paso adelante y tocó.

– ¿Hola?

Aún nada.

Lentamente, con el corazón retumbándole en los oídos, y las palmas de las manos llenas de sudor, Kevin descorrió el pasador. Empujó la puerta. Esta chirrió al abrirse.

Oscuridad. Humedad. Kevin contuvo el aliento y le dio un empujón a la puerta.

Al instante vio los manchones de sangre. Pero no había cadáver.

Los huesos le temblaban de la cabeza a los pies. Era verdad. Había sangre esparcida por todo el piso. Seca y ennegrecida, pero exactamente donde recordaba que debía estar. Volvió a empujar la puerta, para asegurarse de que no hubiera nadie detrás. Estaba solo.

Kevin entró al salón. En el rincón había un pañuelo. El del muchacho, No había duda de que había encerrado al muchacho en este sótano, y no lograba ver ninguna salida. Eso significaba que había ocurrido una de dos cosas. O el muchacho había muerto aquí adentro y alguien lo encontró, o alguien lo encontró antes de que muriera.

Su mente analizó una y otra vez las posibilidades. Si lo encontraron vivo habría sido en las dos primeras semanas. Lo cual significaba que había estado libre por más de tres meses sin decir nada a la policía. Si lo encontraron muerto, no pudo haber dicho nada, por supuesto. De cualquier modo lo más probable es que hubiera desaparecido para siempre. Quizás hasta viviera y hubiera desaparecido para siempre.

Kevin salió deprisa, cerró la puerta dando un portazo, la trancó, y corrió en la noche, decidido a nunca, nunca más volver a pensar en el muchacho. Había salvado a Sam, ¿verdad? Sí, ¡la había salvado! Y no lo arrestaron ni lo enviaron a la cámara de gas, y ni siquiera lo habían acusado de hacer algo malo. ¡Porque había hecho lo correcto!

Eufórico y lleno de alivio corrió directo hacia la casa de Sam, aunque hacía rato que debía de estar durmiendo. Tardó quince minutos en despertarla y convencerla de que saliera.

– ¿Qué pasa? Mi padre nos matará si nos descubre, lo sabes.

Él la agarró de la mano y corrió por la cerca.

– Kevin Parson. ¡Estoy en pijama! ¿De qué trata todo esto?

Sí, ¿de qué trata todo esto, Kevin? ¡Estás actuando como un maniático!

Pero él no lo podía evitar. Nunca en toda su vida se había sentido tan maravilloso. ¡Amaba mucho a Sam!

Atravesó la cerca y ella lo siguió.

– Kevin, esto es…

Le puso los brazos alrededor y la abrazó con fuerza, ahogándole las palabras.

– ¡Te amo, Sam! ¡Te amo mucho!

Ella permaneció en sus brazos, inmóvil. No importaba; él estaba tan lleno de gozo.

– Eres la mejor amiga que un chico pueda nunca, jamás, tener -expresó él.

Finalmente Sam puso los brazos alrededor de él y le palmoteo el hombro. A Kevin le pareció un gesto más bien de cortesía, pero no le importó. Él le echó la cabeza hacia atrás y le quitó algunos mechones de cabello del rostro.

– Nunca dejaré que nadie te haga daño. Antes muerto. Lo sabes, ¿no?

Ella rió, contagiada de su muestra de afecto.

– ¿Qué bicho te ha picado? Desde luego que lo sé.

Kevin alejó la mirada, deseando una respuesta tan entusiasta como el estado en que se sentía. No importaba; ahora era un hombre.

La mano de Sam le agarró la barbilla y le hizo girar el rostro hacia ella.

– Escúchame. Te amo más de lo que me pueda imaginar. En realidad eres mi caballero de brillante armadura-dijo, y luego sonrió-. Y creo que es increíblemente tierno que me arrastres aquí en pijama para asegurarme que me amas.

Kevin sonrió de oreja a oreja, tontamente, pero no importaba. No tenía que fingir con Sam.

Entonces se abrazaron bien apretados, más apretados que cualquier abrazo anterior.

– Prométeme que nunca me abandonarás -rogó Kevin.

– Te lo prometo. Y si alguna vez me necesitas, lo único que tienes que hacer es tocar en mi ventana y saldré en pijama.

Kevin rió. Luego Samantha rió, y él rió al verla reír. Esta pudo haber sido la mejor noche en la vida de Kevin.

***

– ¿…Samantha?

– ¿Cómo dices? -preguntó Kevin volviéndose hacia Jennifer.

– ¿Por qué el muchacho estaba tras Samantha? -insistió en saber ella, mirándolo.

– Porque era un chiflado histérico que encontraba placer en cortar animales y aterrorizar al vecindario. Yo no es que tuviera precisamente el tiempo o el espíritu para sentarme a hacer una reseña sicológica de él. Me tenía muerto del miedo.

– Punto a tu favor -expresó Jennifer con una sonrisa-. Pero peor para nosotros. Ahora estamos sentados veinte años después de esa noche y tengo la formidable tarea de resolver el asunto por mi cuenta. Te guste o no, podrías ser mi mejor esperanza para entender al muchacho. Suponiendo que él y Slater sean la misma persona, eres el único que sabemos que haya tenido algún contacto importante con él, en aquel entonces o ahora.

Por repugnante que fuera para Kevin la idea de recordar, sabía que ella tenía razón. Suspiró.

– Haré todo lo posible -se resignó a decir, y miró por fuera de la ventana-. Entonces debí asegurarme de que estuviera muerto.

– Le habrías hecho un favor a la sociedad. En defensa propia, desde luego.

– ¿Y si un día de estos Slater se me aparece en la puerta? ¿Tengo derecho a matarlo?

– Tenemos gente responsable para hacer cumplir la ley por una razón -contestó ella y después hizo una pausa-. Por otra parte, yo sí podría.

– ¿Podrías qué?

– Eliminarlo. Si supiera con seguridad que fue Slater.

– ¿De qué maldad es capaz el hombre? -exclamó Kevin distraídamente.

– ¿Qué?

– Nada.

Pero sí había algo. A Kevin le sorprendió por primera vez que no solo tuviera la capacidad de matar a Slater sino también el deseo de hacerlo, en defensa propia o no. ¿Qué podría decir el Dr. John Francis a eso?

– Pues bien. El muchacho era más alto que tú, como de trece años, rubio y feo -confirmó Jennifer-. ¿Algo más?

Kevin tuvo la impresión de que algo más le fastidiaba, pero no lograba recordarlo.

– No se me ocurre nada más -contestó él.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Kevin después de que pasaran un almacén que reconoció.

De pronto se dio cuenta. Los pies comenzaron a golpetearle. Condujeron por un parque desierto con olmos.

– Pensé en llevarte a la casa de tu tía. Ver si podemos refrescar algunos recuerdos sueltos. La asociación visual puede hacer maravillas…

Kevin no escuchó el resto. Una lucecita le zumbó en la mente y sintió claustrofobia en el auto de ella.

Jennifer lo miró pero no dijo nada. Él estaba sudando; sin duda ella lo podía notar. Giró en la calle Baker y manejó debajo de los olmos hacia la casa donde él pasó su infancia. ¿Podría también ella oír las palpitaciones de su corazón?

– Así que aquí es donde todo ocurrió -comentó ella distraídamente.

– Yo… yo no quiero ir a la casa -balbuceó Kevin.

– No vamos a ir a la casa -contestó ella mirándolo otra vez-. Solo bajemos por la calle. ¿Está bien?

No podía negarse: más valía que la advirtiese de la situación.

– Está bien. Lo siento. No estoy en las mejores relaciones con mi tía. Mi madre murió cuando era muy joven y mi tía me crió. Hemos tenido nuestras diferencias. La mayor parte por la universidad.

– De acuerdo. Eso no es poco frecuente.

Pero ella percibía algo más en él, ¿verdad? ¿Y qué si así fue? ¿Por qué se sintió tan obligado a ocultar así su educación? Fue extraña pero no de locura. Samantha dijo lo contrario, pero no era objetiva. Él no fue algo así como una víctima de maltrato físico o algo muy horrible.

Kevin respiró lentamente e intentó calmarse.

– Piensas que el muchacho te hizo entrar a una de esas viejas bodegas al otro lado de la vía férrea, ¿no fue eso lo que dijiste?

Él miró a la derecha. El recuerdo de esa noche regresó fresco y tajante.

– Sí, pero yo estaba aterrado y era oscuro. No puedo recordar en cuál.

– ¿Revisaste alguna vez una de ellas? ¿Para ver por ejemplo si había una con sótano?

Kevin luchó con una oleada de pánico. No podía dejar que entrara en su pasado. Movió la cabeza de lado a lado.

– No.

– ¿Por qué no?

– Eso pasó hace mucho tiempo.

– Solo hay unas pocas posibilidades -concordó asintiendo con un movimiento de cabeza-. Esperemos que nada haya cambiado. Sabes que tendremos que investigar.

El asintió.

– ¿Y si lo encuentras?

– Entonces sabremos que obviamente no se trata de Slater.

– ¿Y qué pasará conmigo?

– Sabremos que lo mataste. En defensa propia.

Pasaron frente a la casa blanca.

– ¿Es allí donde vive tu tía?

– Sí.

– ¿Y es esa la antigua residencia de Sheer?

– Sí.

– ¿Nada de esto te refresca la memoria en algún detalle?

– No.

Ella se quedó en silencio hasta el final de la calle, donde giró y retrocedió.

Kevin sintió que su mundo se le derrumbaba a su alrededor. Venir aquí solo era muy duro, pero hacerlo con Jennifer parecía de algún modo inconveniente. Quiso decirle lo que en realidad había hecho Balinda. Deseó que ella lo consolara, el niñito que se había criado en este mundo de locura. Oleadas de tristeza le pasaron por la cabeza. Se le humedecieron los ojos.

– Lo siento, Kevin -manifestó Jennifer lentamente-. No sé lo que sucedió aquí, pero puedo ver que te dejó marcado. Créeme, si no estuviéramos contra las cuerdas no te habría hecho volver aquí en tu actual estado.

Se preocupaba por él, ¿no? Lo hacía de veras. Se le salió una lágrima que se deslizó por la mejilla. De repente lo superó la emoción. Comenzó a llorar, y de inmediato trató de tragarse el llanto, lo cual solo empeoró la situación. Escondió el rostro en su mano izquierda y empezó a sollozar, horriblemente consciente de la ridiculez de todo.

Jennifer salió del vecindario y después se detuvo. Él levantó la mirada borrosa y vio que estaban en el parque. Jennifer aún estaba sentada allí, mirándolo compasivamente.

– Lo… lo siento -balbuceó él arreglándoselas para despejar un nudo en la garganta-. Es solo que… mi vida se está desmoronando…

– Shh, shh, shh. Está bien -lo tranquilizó ella tocándole el hombro-. Está bien, de veras. Has pasado por un infierno en los dos últimos días. Yo no tenía derecho.

Kevin se puso las manos en el rostro y respiró profundamente.

– Vaya. Esto es una locura. Nada como hacer el ridículo.

– No seas tonto -lo consoló ella volviéndole a acariciar el brazo-. ¿Crees que no he visto antes llorar a un hombre adulto? Te puedo contar más de una historia. No hay nada como observar a un gorila tatuado de ciento cincuenta kilos sollozar de manera incontrolable durante una hora. No conozco a ningún hombre decente que logre pasar lo que has vivido sin un buen llanto.

– ¿Es cierto eso? -preguntó él, sonriendo, avergonzado.

– Así es.

La sonrisa de Jennifer desapareció y miró a lo lejos.

– La última víctima del Asesino de las Adivinanzas fue mi hermano Se llamaba Roy. Fue hace tres meses. El asesino lo escogió porque me estaba acercando.

– ¿Tu hermano? -preguntó Kevin sin saber qué hacer.

– Tú me recuerdas a él, ¿sabes? -aseguró ella, y lo miró-. No dejaré que este maniático te mate, Kevin. No estoy segura de poder superar lo que le pasó a mi hermano.

– Lo siento. No tenía idea

– Ahora la tienes. ¿Quieres salir a caminar? Pensé que podríamos tomar un poco de aire fresco.

– Está bien.

Caminaron uno al lado del otro sobre un césped verde esmeralda, pasaron una laguna con patos y dos grandes gansos. Ella rió y le habló de un ganso que una vez la persiguió para quitarle el sándwich. Contrario al horror que experimentó cinco minutos antes, Kevin se sintió en completa paz, como si estuviera caminando con su ángel de la guarda. Se preguntó acerca de las verdaderas intenciones de Jennifer. Ella era una profesional que hacía su trabajo. Todos los agentes del FBI hablaban y reían de este modo… era su manera de hacer que alguien en la situación de él se sintiera bastante cómodo para trabajar con ellos.

De repente ese pensamiento lo hizo sentir incómodo. Torpe. Como un gorila de ciento cincuenta kilos. Por otra parte, ella había perdido a su hermano.

El se detuvo.

– ¿Kevin? -exclamó ella tocándole el brazo-. ¿Qué pasa?

– Como un gorila de ciento cincuenta kilos, muy tatuado.

– Eso es lo que él…

– El muchacho tenía un tatuaje -soltó Kevin.

– ¿El muchacho que encerraste en el sótano? ¿Dónde?

– ¡En la frente! El tatuaje de una daga.

– ¿Estás seguro?

– ¡Sí! La última noche lo tenía cubierto con un pañuelo, pero lo vi la primera noche.

Se miraron.

– ¿Cuántos hombres tienen un tatuaje en la frente? No muchos -preguntó y se contestó la misma Jennifer, mientras se dibujaba una sonrisa en sus labios-. Eso es bueno. Eso es muy bueno.