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22

Lunes

Por la tarde

LAS PREGUNTAS HABÍAN FASTIDIADO a Samantha toda la noche. El escenario calzaba como un guante en alguna mano invisible; la pregunta era: ¿Qué mano? ¿Quién era Slater?

Ella había hablado con Jennifer acerca de mantenerse despiertos y había oído de la nota sobre el parabrisas de Kevin. ¡Debió haber tomado un vuelo más temprano! Jennifer sospechaba secuestro, pero hasta las siete de esta mañana no había habido evidencia de juego sucio.

Sam le habló a Jennifer sobre Salman. Si el pakistaní Salman había conocido de veras a Slater en Nueva York, entonces quienquiera que el FBI hubiera localizado con un tatuaje no podría ser Slater, porque el de Slater se lo había quitado. Además, Slater no podía ser el Asesino de las Adivinanzas; él había estado en Nueva York en el momento del asesinato de Roy. Jennifer no había estado lista para aceptar de plano la conclusión de Sam, pero los dos casos tenían algunas disparidades importantes que obviamente pesaban en su mente. Se refería a los objetivos. Estaba empezando a sospechar que el Asesino de las Adivinanzas y Slater no tenían las mismas motivaciones.

En cuanto al tatuaje, lo sabrían en algunas horas.

El vuelo de Sam aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles a las 12:35. Ella alquiló un auto y se dirigió al sur hacia Long Beach. El tráfico en la 405 era tan pesado como el de un fin de semana. Llamó a Jennifer, quien contestó al primer timbrazo.

– Hola, Jennifer, soy Sam. ¿Hubo algo?

– En realidad, sí. El tatuaje no lleva a nada. Nuestro hombre trabaja seis meses al año en una torre de perforación petrolera. Lo han visto en una en las últimas tres semanas.

– Tiene sentido. ¿Alguna noticia de un secuestro?

Jennifer titubeó y Sam se enderezó.

– Balinda fue sacada de su casa anoche -contestó Jennifer.

– ¿Balinda Parson? -preguntó Sam con el pulso paralizado.

– La misma. No hay contacto, ni pistas, nada más que una nota dejada con la escritura de Slater: «Da la cara, asqueroso». Kevin se lo tomó muy mal.

La mente de Sam ya estaba dando vueltas. ¡Desde luego! Secuestrar a Balinda haría que la prensa pusiera su atención sobre la familia de Kevin. Su pasado.

– ¿Lo saben los medios de comunicación?

– Sí. Pero los estamos alejando de la Calle Baker afirmando que esto podría provocar a Slater. Hay cobertura total de este asunto. Pasé las últimas cuatro horas manejando las preocupaciones institucionales. La burocracia es tanta que me vuelve loca. Milton está enfadado, la ATF quiere las evidencias de Quántico… es un desastre. Mientras tanto estamos acabados.

Jennifer parecía cansada. Sam frenó y se detuvo detrás de una camioneta que lanzaba nubes de humo.

– ¿Cómo está él?

– ¿Kevin? Está desconectado del mundo. Lo dejé en su casa hace como dos horas, durmiendo. Dios sabe que todos necesitamos un poco de descanso.

Sam giró alrededor de la camioneta.

– Tengo algunas ideas, Jennifer. ¿Hay posibilidades de reunimos pronto?

– ¿De qué se trata?

– No… no puedo explicarlo ahora mismo.

– Ven a la estación. A menos que pase algo, estaré aquí.

– De acuerdo. Pero primero tengo que buscar algo.

– Si tienes información que guarde relación con la investigación, espero que me la des. Por favor, Sam, puedo usar toda la ayuda que logre conseguir aquí.

– Te prometo que llamaré en el momento en que sepa algo.

– Sam. Por favor, ¿qué hay en tu mente?

– Te llamaré -concluyó Sam y colgó.

Sin evidencias sus temores tendrían que seguir siendo la paranoia de una amiga íntima, desesperada por respuestas. ¿Y si ella tenía razón? Que Dios les ayude. Que Dios ayude a Kevin.

Sam siguió conduciendo al sur, marcando los hechos. Slater había estado en Nueva York en la misma época en que ella había estado allí. Slater la conocía, un pequeño detalle que ella había ocultado a la CBI. Conociendo a Roland, él la habría sacado del caso.

Slater estaba obsesionado con el pasado de Kevin; Slater era el muchacho; Sam nunca había visto al muchacho; todas las adivinanzas tenían que ver con opuestos; todas exigían una confesión. Slater estaba tratando de obligar a Kevin a volver a su pasado. ¿Quién era Slater?

Un escalofrío le bajó por los brazos.

Samantha se acercó a la casa de Kevin por el occidente, estacionó a dos cuadras y continuó a pie, cuidando de mantener cercas de patios entre ella y el auto negro estacionado en la calle. Tenía que hacerlo sin causar un alboroto, y lo que menos quería era despertar a Kevin si estaba dormido.

El terror le crecía en el pecho a medida que se acercaba. La idea de que Kevin pudiera en realidad ser Slater se negaba a salir de su mente cansada.

Ella debió esperar a que el agente en la calle girara la cabeza para atravesar la cerca del vecino hacia el patio de Kevin. Corrió hacia la puerta corrediza de vidrio y se arrodilló hasta que la cerca le tapara la cabeza de la línea visual del auto. Operando rápidamente sobre su cabeza, insertó en la cerradura una delgada ganzúa y la movió con tanta precisión como le permitía el incómodo ángulo. El seguro se liberó y ella husmeó por encima del pestillo; se limpió una gota de sudor de la mejilla, volvió a mirar hacia el auto negro, abrió unos treinta centímetros la puerta corrediza de vidrio, y pasó a través de las persianas cerradas. Se echó hacia atrás y cerró la puerta.

Si la hubieran visto, ya estarían en movimiento. No la vieron.

Sam miró la casa. Un póster de viaje de sesenta centímetros por ciento veinte de una nativa en bikini caminando por una playa blanca decía que Nueva Zelanda prometía el paraíso. Querido Kevin, tienes tanto amor. Yo debería haber sabido cuánto mal estabas recibiendo, cuando éramos niños. ¿Por qué me lo ocultaste? ¿Por qué no me llamaste?

El silencio de la casa la rodeó; se veía muy pacífica, muy tranquila, adormecida mientras el mundo se desmoronaba. Sam fue hacia las escaleras y las subió en puntillas. El dormitorio de Kevin estaba a la izquierda. Ella abrió la puerta, lo vio sobre la cama, y fue hacia él en silencio.

Kevin yacía tumbado sobre su estómago, los brazos sobre la cabeza, como si se estuviera rindiendo a algún enemigo desconocido más allá del colchón. La cabeza descansaba de lado, frente a ella, la mejilla más baja fruncida, la boca cerrada. Su rostro no mostraba rendición, solo sueño. Profundo, profundo, dulce sueño.

Estaba vestido con ropa de calle; sus Reebok color habano estaban en el piso, tocando el cubrecamas.

Sam se preguntó por un momento si Jennifer se habría quedado con el hasta que se quedó dormido. ¿Lo había visto así? ¿A este tierno muchacho de ella? ¿A este hombre asombroso que soportaba el peso de cien mundos en sus hombros? ¿Su campeón que había matado al malvado muchacho en la Calle Baker?

¿Qué veía Jennifer al mirarlo? Ella ve lo mismo que tú, Sam. Ella ve a Kevin, y lo menos que puede hacer es amarlo como lo amas.

Sam alargó la mano, tentada a acariciarle la mejilla. No, no como lo amo yo. Nadie puede amarlo como yo lo amo. Daría mi vida por este hombre. Ella recogió la mano. Una lágrima le bajó por la mejilla derecha. Ah, cuánto te amo, querido Kevin. Verte estos últimos tres días me ha recordado cuan desesperadamente te amo. Por favor, dime que matarás a este dragón. Lo haremos, Kevin. Juntos mataremos a esta bestia, mi caballero.

La referencia al psicodrama de la infancia la inundó de fervor. Se volvió y se dirigió al clóset. No estaba segura de lo que buscaba. Algo que Slater hubiera dejado. Algo que no viera el FBI por no creer que perteneciera a Slater.

Kevin había ordenado nítidamente su ropa. Pantalones y camisas de vestir colgaban en una fila, jeans y pantalones sport doblados y apilados, los zapatos en un anaquel. Los trajes del seminario a la derecha, trajes informales a la izquierda. Sonrió y pasó los dedos por los pantalones. Olió las camisas. Guardaban su aroma. Asombra cómo ella lo reconoció después de tantos años. El aún era un muchacho. Un hombre, Sam. Un hombre.

Sam escudriñó el clóset y luego se fue al resto del cuarto, caminando por él, cuidando de no hacer ningún sonido. A no ser por la espalda que subía y bajaba al respirar, Kevin no se movía. Sam no encontró nada.

El baño no mostró nada mejor, y el espíritu de Sam se relajó. No quería hallar nada.

Su estudio. Sam cerró la puerta y se sentó en el escritorio. Pasó un dedo sobre los libros: Introducción a la filosofía. Sociología de la religión. Hermenéutica revelada. Dos docenas de otros títulos. El estaba en su primer semestre en el instituto de teología pero había comprado suficientes textos para dos años, fácilmente.

En el piso al lado del escritorio Sam vio un montoncito de trabajos, los cuales recogió. Kevin había titulado a un estudio «Las verdaderas naturalezas del hombre». Él sí que era un hombre de verdad.

Por favor, Sam, dejemos las tonterías románticas y hagamos lo que vinimos a hacer.

El ruido no la preocupaba mucho; había dos puertas entre ella y Kevin. Inspeccionó los cajones y sacó los libros uno por uno. Aquí es donde Slater dejaría una pista. Este era el cuarto de la mente. El estaba obsesionado con números y juegos mentales. La mente. En alguna parte, en algún lugar.

Había un montón de tarjetas de presentación, con un papelito con el número de Sam encima, junto a una calculadora que parecía recién sacada de la caja, quizás sin uso. La primera tarjeta pertenecía al doctor en filosofía John Francis, decano académico del Instituto de Teología del Pacífico Sur. Kevin había hablado mucho de ese hombre. Seguro que Jennifer ya lo había entrevistado.

¿Y si no lo había hecho? Los últimos cuatro días pasaron de prisa sin tiempo para procedimientos normales o para una investigación a fondo. Sam levantó el teléfono y marcó el número en la tarjeta. Una recepcionista con voz nasal le preguntó si quería dejar un mensaje. No, gracias. Colgó, dio vuelta a la tarjeta, y vio que Kevin había escrito otro número con el mismo prefijo. Lo marcó.

– Hola, este es John.

– ¿Aló, Dr. John Francis?

– Sí, ¿quién habla?

– Samantha Sheer de la Oficina Californiana de Investigación. Estoy trabajando con una tal agente Jennifer Peters en el caso Kevin Parson. ¿La conoce usted?

– Por supuesto. La agente Peters estuvo aquí ayer por la mañana.

– Kevin habla mucho de usted -señaló Sam-. Usted tiene un doctorado en sicología, ¿no es cierto?

– Correcto.

– ¿Cuál es su evaluación de Kevin?

– Eso es como preguntar qué animales viven en el mar. Kevin es un hombre maravilloso. No puedo decir que haya alguien más con quien quiera intercambiar mi ingenio. Extraordinario… genuino.

– Genuino. Sí, él es genuino. Casi transparente. Por lo cual es extraño que no pueda recordar este pecado que Slater exige que confiese, ¿no cree usted? ¿Me estoy preguntando si hay algo a lo que se haya dedicado en estas últimas semanas? ¿Algunos temas, proyectos, artículos?

– En realidad, sí. Él estaba muy interesado en las naturalezas del hombre. Se podría decir que lo absorbía el tema.

Sam levantó el borrador del artículo.

– Las verdaderas naturalezas del hombre -expresó ella-. ¿Y cuáles son las naturalezas del hombre? ¿O cuáles diría Kevin que son las naturalezas del hombre?

– Sí, bueno, ese es el misterio, ¿no es verdad? No estoy seguro de poder decirle lo que diría Kevin. El me dijo que tenía un nuevo modelo, pero quería presentarlo conjuntamente en su ponencia.

– ¿Y cuándo debe entregar este trabajo?

– Tiene programado entregarlo este miércoles.

– ¿Para qué clase?

– Introducción a la moral.

– Una pregunta más, doctor, y me despediré. Usted es un hombre religioso con formación en sicología; ¿diría usted que las naturalezas del hombre son principalmente espirituales o sicológicas?

– Sé que Freud se revolcaría en su tumba, pero en mi mente no hay duda. El hombre es principalmente un ser espiritual.

– ¿Y Kevin estaría de acuerdo con eso?

– Sí, seguro que sí.

– Gracias por su tiempo, doctor. Usted parece un hombre razonable.

– Me pagan para serlo; y lo intento -contestó él riendo-. No dude en llamar para cualquier otra cosa.

Sam colgó el teléfono. Moral. Escudriñó el documento y vio que difícilmente era más que la recitación de varias teorías sobre las naturalezas del hombre. Terminaba con un nuevo encabezado: «Las verdaderas naturalezas». Ella depositó las páginas. ¿Dónde guardaba Kevin sus notas sobre las naturalezas del hombre?

Fue hacia el estante y alcanzó un libro gris titulado Moralidad redefinida. Estaba bastante usado, raído en los bordes, las páginas amarillentas. Levantó la portada y vio que era un libro de la biblioteca. Copyright 1953.

Sam hojeó el libro, pero no había notas. Estaba a punto de dejarlo cuando se abrió la portada posterior. Varias hojas sueltas de papel blanco cayeron al suelo. En la parte superior decía con letra de Kevin: Las verdaderas naturalezas del hombre, ensayo.

Samantha recogió las páginas y se sentó en el escritorio. Solo eran notas. Tres páginas de notas. Las estudió, un simple bosquejo con títulos que cuadraban con el tema. Resúmenes.

Aprendemos mientras vivimos, y vivimos lo que aprendemos, pero no muy bien.

¿Cómo puede una naturaleza estar muerta y sin embargo vivir? El esta muerto en la luz, pero florece en la oscuridad.

Si el bien y el mal pudieran hablar entre sí, ¿qué se dirían?

Todos ellos son hipócritas, que viven en la luz pero se ocultan en la oscuridad.

Inteligente. Pero aquí no había nada que Slater hubiera…

Sam se quedó inmóvil. Allí al final de la página cuatro, tres cortas palabras.

YO SOY YO.

Sam reconoció inmediatamente la escritura. ¡Slater! «Yo soy yo».

– ¡Dios mío!

Sam colocó las páginas en el escritorio de Kevin con mano temblorosa. Comenzó a sentir pánico.

No. Detente. ¿Qué significa «yo soy yo», Sam? Significa que Slater es Slater. Slater entró aquí a hurtadillas y escribió esto. Eso solo prueba que Slater tiene la nariz metida en cada parte de la vida de Kevin.

Si el bien y el mal pudieran hablar entre sí, ¿qué se dirían?

¿Cómo hablaban entonces Kevin y Slater entre sí? El FBI tenía una grabación. ¿Cómo, cómo? A menos…

Un segundo celular. ¡Está usando otro teléfono celular!

Sam corrió al cuarto de Kevin. Dios mío, ¡ojalá me equivoque! Él no se había movido. Ella se acercó sigilosamente. ¿Dónde guardaría los teléfonos? El que Slater le había dejado estaba siempre en su bolsillo derecho.

Solo había un modo de hacer esto. Rápidamente, antes de despertarlo. Sam le deslizó la mano en el bolsillo derecho. Llevaba pantalones sport, sueltos, pero su peso le presionó la mano contra el colchón. Ella tocó el teléfono, sintió el dispositivo de grabación en la parte de atrás. El de Slater.

Sam rodeó la cama, arrastrándose para tener mejor acceso, y deslizó la mano dentro del bolsillo izquierdo de él. Kevin gruñó y rodó de lado, frente a ella. Ella se quedó quieta hasta que el aliento del hombre volvió a un profundo ritmo lento, y trató de nuevo, esta vez con su bolsillo izquierdo a la vista.

Sus dedos sintieron plástico. Sam sabía que tenía razón, pero de todos modos lo sacó. Un teléfono celular, idéntico al que Slater le había dejado a Kevin, solo que era negro en vez de gris. Lo desplegó y lo hizo avanzar por el registro de llamadas. Las llamadas eran al otro teléfono celular. Una al teléfono del cuarto del hotel. Dos al teléfono de la casa de Kevin.

Este era el teléfono que Slater había usado. Para hablar, para detonar las bombas. La mente de Sam estaba a punto de estallar. No podía haber duda al respecto.

Ellos lo crucificarían.