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KEVIN SE MANTUVO POR LAS CALLES SECUNDARIAS, corriendo de manera tan natural como podía a pesar de los fuertes latidos en la cabeza.
Cuando se acercaban autos o transeúntes, él cambiaba de dirección o atravesaba la calle. Al menos bajaba la cabeza. Si pudiera permitirse el lujo de una ruta directa, la carrera a través de la ciudad sería la mitad de lo que era por todas esas calles laterales.
Pero Slater había dicho solo, lo cual significaba evitar las autoridades a todo costo. Esta vez Jennifer sacaría la fuerza policial. Estaría desesperada por encontrarlo antes de que hallara a Slater porque sabía que Kevin no tenía la más mínima posibilidad contra Slater.
Kevin también lo sabía.
Él corría con el pavor de saber que no había forma de enfrentar a Slater y sobrevivir. Balinda moriría; él moriría. Pero no le quedaba alternativa. Aunque creyó haberse liberado, en realidad llevaba veinte años desplomado en esa mazmorra del pasado. Se acabó. Desafiaría a Slater de frente, o moriría en este último esfuerzo desesperado por alcanzar la libertad.
¿Y Jennifer? ¿Y Sam? Las perdería, ¿no es así? Las mejores cosas de su vida -las únicas que importaban ahora- se las arrancaría Slater. Y si esta vez encontraba una manera de escapar de Slater, el hombre regresaría para cazarlo otra vez. No, debía terminar esto de una vez por todas. Tenía que matar o morir.
Kevin buscó valor en su interior y corrió por vecindarios residenciales sin vigilancia. Había helicópteros cruzando el cielo. No podía diferenciar rápidamente los policiales de los demás, así que se escondía de todos ellos, lo cual hacía aun más lento su avance. Once autos patrulla cruzaron su camino, obligándolo en cada caso a alterar la dirección. Llevaba una hora corriendo y aún estaba a mitad de camino. Gruñó y siguió adelante. La hora se extendió a dos. Con cada paso aumentaba su determinación hasta que casi podía saborear su amargura hacia Slater, el sabor cobrizo de la sangre en su lengua seca.
La zona de bodegas apareció ante Kevin sin previo aviso. Dejó de correr y siguió caminando. La húmeda camisa se le pegaba al torso. Estaba cerca. El corazón empezó a palpitarle con más fuerza, ahora por los nervios y por el esfuerzo.
Cinco de la tarde. Slater le había dado seis horas. Tres más tres. Las últimas horas en este juego morboso del números tres. Para ahora toda la ciudad sería una desesperada búsqueda por encontrar a Balinda antes de la hora límite, las nueve en punto. El FBI habría escuchado a los vigilantes de la casa y, con Sam, estarían todos golpeándose el cráneo contra la pared tratando de descifrar el enigmático mensaje de Slater. Lo sabrás, Kevin. Está oscuro aquí abajo.
¿Lo imaginará Sam? El nunca le habló del lugar.
Kevin atravesó los rieles de ferrocarril y se metió en un sendero aislado de árboles aquí en las afueras de la ciudad. Cerca. Muy cerca.
Vas a morir, Kevin. Sintió la piel como un alfiletero. Se detuvo y miro alrededor. El ruido de la ciudad se oía distante. Las aves piaban. Una lagartija se escurrió entre hojas secas a su derecha, se detuvo, estiró un ojo saltón para mirarlo, y luego se lanzó como una flecha por las rocas.
Kevin siguió adelante. ¿Y si estaba equivocado? Pudo haber sido la bodega donde había atrapado al muchacho, por supuesto… eso era oscuro y estaba abajo. Pero Slater no sería tan obvio. De todos modos, aquello estaría plagado de policías. No, tenía que ser aquí.
Alcanzó a ver a través de los árboles el antiguo cobertizo para herramientas, y se detuvo. La poca pintura que quedaba estaba descascarada y se había puesto gris con los años. De pronto Kevin no se sintió seguro de poder cumplir. Era probable que en este mismo instante Slater estuviera escondido detrás de uno de los árboles, observando. ¿Y si corría y Slater salía de su escondite y le disparaba? No podía pedir ayuda… había arrojado el celular en un callejón detrás de un 7-Eleven ocho kilómetros al este.
No importaba. Tenía que hacerlo. Llevaba la pistola metida en el vientre, donde se la puso cuando le hizo una magulladura en la espalda. La tocó a través de la camisa. ¿Debería sacarla ya?
Sacó la pistola del cinturón y siguió adelante. La casucha parecía tranquila, apenas más que cualquier otra casa. Respirando deliberadamente por la nariz, Kevin se acercó a la puerta trasera, sin apartar la vista de las tablas, de las rendijas entre ellas, buscando una señal de movimiento. Nada.
Vas a morir allá adentro, Kevin.
Llegó a la puerta; por un instante permaneció allí, temblando fuertemente. A su derecha se veían profundas marcas de llantas en la tierra blanda. Un enmohecido candado Master Lock colgaba del pasador, destrabado. Abierto. Nunca se había abierto.
Sacó el candado del pasador y lo puso en la tierra. Colocó la mano en la manija y tiró de ella suavemente. La puerta chirrió. Él se detuvo. Una pequeña brecha mostró la extrema oscuridad interior.
Dios mío, ¿qué estoy haciendo? Dame fuerzas. ¿Seguía la luz sin funcionar?
Kevin abrió la puerta. El cobertizo estaba vacío. Gracias Dios.
Viniste a encontrarlo, ¿y ahora le agradeces a Dios que no esté aquí?
Pero de estar aquí, estaría debajo de la trampilla, escaleras abajo, por el túnel. Allá es donde está «oscuro aquí abajo», ¿no es así?
Kevin entró y tiró de una cadena que colgaba de una simple bombilla; esta brilló tenuemente, como una débil lámpara de sala. Cerró la puerta. Le llevó cinco minutos completos, temblando en la tenue luz amarilla, reunir suficiente valor para abrir la trampilla.
Los peldaños de madera descendían a la oscuridad. Había huellas en los peldaños.
Kevin tragó saliva.
Una atmósfera de fatalidad se había asentado sobre el salón de conferencias y las dos oficinas contiguas de la jefatura de policía de Long Beach, donde Jennifer y los demás agentes del FBI habían trabajado febrilmente en los cuatro días anteriores.
Dos horas de metódica búsqueda, tanto por tierra como por aire, no habían revelado nada. Si el lugar oscuro aquí abajo de Slater era el sótano de la bodega, él habría entrado para encontrar a dos policías uniformados con armas desenfundadas. Sam había llamado dos veces, la última después de renunciar a la búsqueda por tierra. Ella quería comprobar dentro de algo que no explicó más detalladamente. Aseguró que volvería a llamar. De eso hacía ya una hora.
Ya había llegado el informe forense sobre las huellas de zapatos… nada concluyente. Jennifer rememoró cada detalle de los últimos cuatro días, buscando claves de cuál de las dos nuevas teorías se mantenía en pie. O Kevin era Slater, o Slater incriminaba a Kevin dejando evidencias para que pareciera que este era Slater.
Si Kevin era en realidad Slater, entonces al menos tenían a su hombre. No más juegos para Slater. No más víctimas. A menos que Slater matara a Kevin, lo cual equivaldría a suicidio. O a menos que Slater matara a Balinda. Entonces tendrían dos cadáveres en un lugar que «está oscuro aquí abajo». Aunque Slater no matara a Balinda, Kevin tendría que vivir por el resto de su vida con lo que hizo Slater. El pensamiento le produjo un nudo en la garganta a Jennifer.
Si Slater fuera otra persona, Kevin simplemente sería la pobre víctima de una horrible intriga. A no ser que fuera asesinado por Slater, en cuyo caso habría sido víctima de una horrible intriga.
El reloj seguía marcando las 5:30. Jennifer agarró el teléfono celular y llamó a Sam.
– Sam, estamos acabados aquí. No tenemos nada. Las huellas de zapatos no han aportado nada concluyente. Dime por favor que tienes algo.
– Justo te iba a llamar. ¿Ya hablaste con John Francis?
– No. ¿Por qué?
– Estuve en la casa de Kevin indagando sus escritos, artículos, libros, algo donde pudiera haber hecho referencia a su pasado, una clave a un lugar que está oscuro. Yo sabía que Kevin era inteligente, pero nunca esperaría esto… alucinante. Ninguna referencia obvia a Slater o a algo que ni siquiera insinúe personalidades múltiples.
– Lo cual podría apoyar nuestra teoría de que fue incriminado -opinó Jennifer.
– Quizás. Pero encontré esto en un diario habitual que guarda en su computadora. Escucha. Escrito hace dos semanas.
«El problema con la mayoría de los mejores pensadores es que disocian su razonamiento de la espiritualidad, como si los dos existieran en realidades separadas. No es así. Es una falsa dicotomía. Nadie lo entiende mejor que el Dr. John Francis. Siento que puedo confiar en él. Solo él me comprende. Hoy le hablé del secreto. Extraño a Samantha. Ella llamó…»
– Sigue hablando de mí -continuó Sam-. El hecho es que creo que el Dr. John Francis podría saber más de lo que él quizás se dé cuenta.
– El secreto -consideró Jennifer-. Podría ser una referencia a algo que nunca te contó. Un lugar que conoció de niño.
– Quiero hablar con él, Jennifer.
Este era el único rayo de luz que Jennifer había visto en dos horas.
– ¿Tienes su dirección?
– Sí.
– Te veré allá en veinte minutos -le manifestó Jennifer agarrando su abrigo.
Descender al refugio antiaéreo y al túnel hizo escurrir un galón de sudor de las glándulas de Kevin. La puerta al fondo del hueco de la escalera dentro del sótano estaba abierta de par en par. Kevin se inclinó hacia delante y echó una mirada dentro del salón por primera vez en veinte años, con los pies entumecidos.
Apareció un piso negro brillante con remiendos de concreto. Una refrigeradora a la derecha, al lado un horno blanco y un fregadero. Un escritorio de metal a la izquierda, lleno de sistemas electrónicos. Cajas de dinamita, un archivador, un espejo. Dos puertas que llevaban… a alguna parte.
Kevin sostuvo la pistola con las dos manos, jadeando. El sudor le picaba los ojos. ¡Esto era! Tenía que ser. ¡Pero el cuarto estaba vacío! ¿Dónde estaba Slater?
Algo dio contra la puerta a su derecha y Kevin movió la pistola hacia allí. Habían enrollado y metido alfombra gris dentro de la grieta en su base.
Tas, tas, tas. Un llanto apagado.
El cuerpo de Kevin se puso rígido.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó; apenas pudo hacer salir las palabras.
– ¡Por favooor!
Balinda. El cuarto empezó a moverse. El puso un pie adelante y se afirmó. Frenético, volvió a inspeccionar el salón. ¿Dónde estaba Slater?
– Por favooor, por favor.
Ella se oía como un ratón. Kevin dio otro paso; luego otro, con la pistola insegura delante de él.
– No quiero morir -lloraba la voz-. Por favor, por favor, haré cualquier cosa.
– ¿Balinda? -preguntó la voz entrecortada de Kevin.
El sonido cesó. Se hizo un marcado silencio.
Kevin luchaba por respirar. Slater había dejado aquí a Balinda para que él la encontrara. Él quería que Kevin salvara a su mamá, porque eso es lo que los niñitos hacen por sus mamas. Él la había abandonado, y ahora la rescataría para compensar el horrible pecado. El mundo de Kevin empezó a girar.
– ¿Kevin? -gimoteó la voz-. ¿Kevin?
– ¿Mamá?
Algo raspó el concreto detrás de Kevin. El se dio vuelta, con la pistola extendida.
Un hombre salió de las negras sombras, con expresión sarcástica. Cabello rubio. Sin camisa. Pantalones beige. Zapatos tenis blancos. Sin camisa. Un tatuaje de un corazón sobre el pecho izquierdo con la palabra Mamá escrita en negro. Agarraba a su costado una enorme pistola plateada. Sin camisa. Su torso desnudo le pareció obsceno a Kevin. Slater, en persona.
– Hola, Kevin -saludó Slater-. Me alegro de que nos hayas encontrado.
Se acercó por la derecha de Kevin.
Kevin lo siguió con la pistola, el dedo tenso. ¡Hazlo! Dispara. Aprieta el gatillo.
– Yo no dispararía aún, Kevin. No hasta que te diga cómo puedes salvar a mamita. Porque juro que si me matas ahora, ella es carne muerta. ¿Quieres que mami sea carne muerta? -preguntó Slater mientras sonreía y se movía alrededor lentamente, con la pistola aún en el costado-. Bueno, sí, supongo que podrías querer que mami sea carne muerta. Eso sería comprensible.
Un puño golpeó la puerta.
– ¡Kevin! ¡Ayúdame! -lloriqueó la voz apagada de Balinda.
– ¡Cállate, bruja! -gritó Slater, con el rostro enrojecido; se contuvo y sonrió-. Dile que no es real, Kevin. Que la oscuridad no es en realidad oscura. Dile que si ella es buena chica, la dejarás salir. ¿No es eso lo que ella te decía?
– ¿Cómo me conoce usted? -preguntó Kevin con voz quebrada.
– ¿No me reconoces?
Slater se despejó la frente con la mano izquierda.
– Me hice quitar el tatuaje.
Él era el muchacho, pero Kevin ya sabía eso.
– Pero… ¿cómo sabe usted acerca de Balinda? ¿Qué está haciendo?
– Todavía no lo entiendes, ¿verdad? -inquirió Slater acercándose a la puerta que Balinda golpeaba-. Cuatro días de pistas claras como el cristal y sigues tan estúpido como pareces. ¿Sabes cuánto tiempo he esperado por esto? ¿Humm? ¿Cuánto lo he planeado? Es brillante. Aunque creas que lo sabes, no es así. Nadie lo sabrá. Nunca. Esa es la belleza de esto.
Slater rió tontamente. El rostro se le movió.
– Arroja la pistola -ordenó Kevin.
El tenía que saber lo que Slater quería decir. Deseaba dispararle. Anhelaba atravesarle la frente con un pedazo de plomo, pero quiso saber qué estaba diciendo Slater.
– Arroja la pistola.
Slater estiró la mano hacia el pomo de la puerta, lo giró, y abrió la puerta. Balinda yacía en el suelo, con las manos atadas a la espalda, los pies contra la puerta. Slater apuntó con calma su pistola al rostro pálido y afligido de ella.
– Lo siento, Kevin -notificó Slater-. Lánzame la cerbatana, o le disparo a mami.
¿Qué? Kevin sintió que el rostro se le llenaba de calor. Aún podía disparar y Slater estaría muerto antes de que pudiera matar a Balinda.
– ¡Arrójala! -ordenó Slater-. Tengo este gatillo amarrado a un hilo. Tú que me disparas y mi dedo que aprieta el gatillo y ella muere.
Balinda comenzó a llorar.
– Kevin… cariño…
– ¡Ahora! ¡Ahora, ahora, ahora!
Kevin bajó lentamente la pistola.
– Sé cuánto cariño le tienes, pero cuando digo arrójala, quiero decir arrójala de veras. ¡Ahora!
Kevin dejó caer la pistola y retrocedió, aterrado.
Slater cerró de golpe la puerta de Balinda, dio un paso adelante y recogió la pistola.
– Buen muchacho. Mami estará orgullosa de ti.
Se metió la pistola de Kevin en su propio cinturón, se dirigió hacia la puerta del hueco de la escalera, y la cerró.
– Allí.
– ¿Kevin? -rogó otra vez Balinda golpeando la puerta con los pies-. Por favooor…
– ¡Ahhh! -gritó Slater y corrió a la puerta; la pateó con tanta fuerza como para abollar el acero-. ¡Cállate! ¡Un ruido más y te graparé la boca!
Slater se apartó, jadeando. Balinda se calló.
– ¿No odias a estas mujeres que no saben cómo mantener el pico cerrado? -preguntó Slater, y giró-. Bueno, ¿dónde estábamos?
Una extraña resolución le llegó a Kevin. Después de todo iba a morir aquí abajo. En realidad no tenía nada que perder. El desquiciado muchacho se había convertido en un monstruo patético. Slater los mataría a él y a Balinda sin el menor remordimiento.
– Estás enfermo -lo tuteó Kevin.
– He aquí un novedoso pensamiento. En realidad tú eres el enfermo. Eso es lo que ellos sospechan ahora y, créeme, para cuando yo haya acabado aquí ellos no tendrían ningún motivo para creer algo distinto.
– Te equivocas. Ya has probado tu demencia. Has destrozado esta ciudad y ahora secuestraste a una inocente…
– ¿Inocente? Lo veo difícil, pero ese no es el punto. El hecho es que tú la secuestraste -acusó Slater riendo ampliamente.
– No eres muy sensato que digamos.
– Por supuesto que no. No estoy siendo sensato para ti porque no piensas. Tanto tú como yo sabemos que yo hice esas cosas horribles. Que Slater llamó a Kevin, y Slater explotó el autobús, y que Slater mantiene a la vieja bruja en una caja de concreto. El problema es que ellos creen que Kevin es Slater. Y si aún no lo creen, pronto lo creerán. Kevin es Slater porque Kevin está loco -expresó Slater y entonces rió-. Ese es el plan, asqueroso.
Kevin solo miró, con la mente entumecida.
– Eso… eso no es posible -balbuceó.
– En realidad sí. Por eso es que funciona. No crees que yo planearía algo poco convincente, ¿o sí?
– ¿Cómo podría yo ser tú?
– Trastorno de personalidad múltiple. TPM. Tú eres yo sin siquiera saber que lo eres.
Kevin movió la cabeza de lado a lado.
– En realidad eres demasiado estúpido para creer que Jennifer…
– Sam lo cree.
Slater fue hasta el escritorio y tocó una caja negra que parecía un contestador automático. El había bajado la pistola en su costado, y Kevin se preguntó si podría abalanzársele antes de que tuviera la oportunidad de levantarla y disparar.
– Ella encontró en tu bolsillo el teléfono celular que yo usaba… eso ya basta para la mayoría de jurados. Pero encontrarán más. Las grabaciones, por ejemplo. Ellas mostrarán que mi voz es en realidad tu voz, manipulada para parecer un terrible asesino llamado Slater.
Slater fingió horror y se estremeció.
– Uuuu… espeluznante, ¿no crees?
– ¡Hay mil puntos débiles! Nunca te saldrás con la tuya.
– ¡No hay puntos débiles! -exclamó bruscamente Slater; luego volvió a reír-. Y ya me estoy saliendo con la mía.
Levantó una foto. Era una fotografía de Sam, tomada a distancia con teleobjetivo.
– Es realmente hermosa -añadió, concentrado en la imagen por un momento.
Estiró la mano y arrancó un enorme lienzo negro que colgaba de la pared. Detrás se habían fijado cincuenta o sesenta fotos al concreto.
Todas eran de Samantha.
Kevin parpadeó y dio un paso adelante.
– Retrocede -ordenó Slater levantando la pistola.
Fotos de Sam en la calle, Nueva York, Sacramento, a través de una ventana, en su dormitorio… Kevin sintió un calor que le bajaba por el cuello.
– ¿Qué estás haciendo?
– Una vez quise matarla -contestó Slater, y luego enfrentó lentamente a Kevin, con los ojos hundidos-. Pero tú ya lo sabes. Tú la querías, así que trataste entonces de matarme.
Los labios de Slater comenzaron a temblar y el aliento le llegaba en cortos y rápidos intervalos.
– Bueno, ahora voy a matarla. Y voy a mostrarle al mundo quién eres de veras -amenazó inclinándose hacia delante y tocándole el pecho a Kevin con el cañón de la pistola-. En tu profundo interior no eres diferente a mí. Si me hubieras conocido antes de conocer a Samantha los dos habríamos estado en su ventana, lamiendo el vidrio. Lo sé, porque una vez fui exactamente igual que tú.
– ¿Es de esto de lo que se trata? -preguntó Kevin-. ¿Un celoso colegial regresa para masacrar al muchacho de la casa de enfrente? ¡Eres patético!
– ¡Y tú también! Eres un enfermo como el resto de ellos -exclamó Slater, luego lanzó en el cemento un escupitajo que cayó con un chasquido-. ¡Me produces náuseas!
Slater dio dos pasos adelante y golpeó con la pistola a Kevin en la mejilla. Le subió un dolor por la mandíbula.
– Debería terminar esto ahora mismo. ¡Tú y todos los fanáticos que fingen ser un encanto los domingos! Quizás no seas yo pero en realidad lo eres, babosa.
El cuerpo de Slater se estrechó contra el de Kevin.
La mente de Kevin empezó a paralizarse. Vas a morir, Kevin.
Slater lucha con una urgencia desesperada de apretar el gatillo. Sabe que no puede hacerlo. Este no es el plan. No de este modo. No todavía.
Mira los ojos redondos de Kevin. Siente en sus fosas nasales olor a miedo y sudor. Impulsivamente saca la lengua y la presiona firmemente contra la mandíbula de Kevin. La recorre desde la mejilla hasta la sien, como si estuviera lamiendo un cono de helado. Salado. Amargo. Enfermo, enfermo, enfermo.
Slater empuja a Kevin y retrocede.
– ¿Sabes qué saboreo? Saboreo a Slater. Voy a matarla, Kevin. Voy a matar a las dos. Pero eso no es lo que el mundo creerá. Van a creer que lo hiciste tú.
Kevin se endereza y lo mira. El hombre tiene más agallas de lo que Slater juzgó. Basta con que venga aquí, es lo que tanto había imaginado. Pero no podía olvidar que este hombre también lo encerró una vez en ese sótano, cuando aún era un niño. Se podrían parecer mucho más de lo que Slater se da cuenta.
– Bueno, calmémonos, ¿de acuerdo? -indicó Slater respirando hondo-. Tengo un nuevo juego que me gustaría jugar.
– Yo no voy a participar en ningún juego más -repuso Kevin.
– Sí, lo harás. Participas en más juegos o tajo a mami, un dedo tras otro.
Kevin mira la puerta donde está la anciana.
– Y si todavía no estamos adecuadamente motivados, empezaré en tus dedos. ¿Aún seguimos estando muy gallitos?
Kevin solamente lo observa. Al menos no está gimoteando y lloriqueando como la vieja arpía.
– Seamos realistas, Kevin. Viniste aquí con una cosa en tu mente. Querías matar. Matar, matar, matar. Esa es otra manera en que tú y yo nos parecemos -expresa Slater y se encoge de hombros-. Es cierto, el objeto de tu sed de sangre soy yo, pero cuando eliminas todas las apariencias, se trata del mismo instinto. La mayoría de seres humanos son en realidad asesinos. Pero no te traje aquí para sermonear. Te traje aquí para matar. Te voy a conceder tu deseo. Viniste aquí a matarme, pero eso no va con mi gusto, así que he decidido echar algunas cosas a suertes.
Kevin no se estremece.
– Ya tenemos una, pero necesitamos la otra.
Slater mira la pared, las series de fotos. Es en parte la belleza de ella la que él odia tanto. Por eso mantiene cubiertas las fotografías. Para las nueve de la noche estará muerta.
– Mátame -pide Kevin-. Te odio.
Él pronuncia las últimas palabras con tal desprecio que Slater siente un poco de sobresalto.
Pero Slater no muestra sobresalto. Muestra ira y odio, pero no sobresalto, porque sobresalto es debilidad.
– Muy valiente. Muy noble. ¿Cómo podría negarme a tan sincera solicitud? Ya te puedes considerar muerto. Todos morimos; la tuya será una muerte en vida hasta que estires la pata. Mientras tanto debemos atraer a nuestra segunda víctima. Ella volará a tu rescate. Su caballero está en peligro.
– Te desprecio.
– ¡Me ayudarás o mami comenzará a gritar! -exclama Slater.
Kevin lo mira y luego cierra lentamente los ojos.
– Solo una simple llamada, Kevin. Yo la haría, pero en realidad necesito que ella oiga tu voz.
Kevin sacude la cabeza y está a punto de hablar, pero Slater no quiere oírlo. Da un paso adelante y asienta violentamente la pistola contra el costado de la cabeza de Kevin.
– La mataré, ¡pequeño mocoso pervertido!
Del rostro de Kevin mana sangre. Esto entusiasma a Slater.
El rostro de Kevin se contrae y empieza a llorar. Mejor, mucho mejor. Lentamente se le doblan las rodillas, y por primera vez desde que su rival entró al cuarto, Slater sabe que ganará.
Samantha aceleró por Long Beach. Secreto. ¿Qué secreto? Kevin le ocultó su trato con Slater como el muchacho y mantuvo silencio acerca de la vida en su hogar, pero la anotación en el diario debía de ser algo más. Algo que el profesor sabía.
Ella estaba a una cuadra de distancia cuando sonó su teléfono celular. No se imaginaba cómo se las arreglarían los investigadores antes de la llegada de la tecnología celular. Por otra parte, los criminales también se beneficiaron. Desde luego Slater.
– Sam.
– Soy Kevin.
– ¡Kevin!
– …nadie más. ¿Entiendes?
La voz de él se oía monótona… horrible. Estaba leyendo, obligado. Sam viró a la izquierda, haciendo caso omiso a un bocinazo detrás.
– Kevin, si estás con Slater sigue hablando y no tosas. Si no lo estás, tose. Sí, entiendo -contestó ella.
En realidad a ella se le había olvidado lo que supuestamente debía entender. Y rápidamente pensó en pedirle que lo repitiera, pero eso podría ponerlo en peligro.
Kevin no tosió.
– Estamos jugando un nuevo juego -anunció él-. Este juego es para ti, Sam. Si logras encontrarnos antes de las nueve, él nos liberará a mamá y a mí.
Su voz titubeó. Ella oyó una voz apagada en el fondo. Slater.
– Te daré la primera clave. Si la encuentras, habrá otra. No debe haber autoridades involucradas, incluyendo a esa chica, Jennifer.
Slater reía en el fondo. De pronto su voz llenó el teléfono, fuerte e impaciente.
– Primera clave: ¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? Quizás encuentres una clave en la casa de él; quizás no. Corre al rescate, princesa.
Se cortó la comunicación.
– ¿Slater? ¡Kevin! -exclamó Sam, y lanzó el teléfono contra el parabrisas-. ¡Ahhh!
¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? Su mente estaba en blanco. Las 6:27. Menos de tres horas. Ella debía regresar a la casa de Kevin. Las respuestas tenían que estar en sus escritos. En su diario. ¡En alguna parte!
Sam hizo un rápido y ruidoso giro en U y se dirigió otra vez al norte. ¿Qué posibilidades había de que Slater hubiera hallado un modo de escuchar sus llamadas telefónicas? Si él sabía tanto de sistemas electrónicos para lograr incriminar a Kevin, sabía más que ella. Que no hubiera autoridades involucradas, había ordenado.
Sam se agachó a recoger el celular del piso y viró de tan mal modo que se obligó a un segundo intento. Agarró el teléfono, intentó torpemente ajustar la batería, que se había aflojado. Lo puso en marcha. Remarcar.
– Gracias otra vez por su tiempo, Dr. Francis. Como le expliqué por teléfono…
– Sí, sí, por supuesto -interrumpió el profesor haciéndole señas de que entrara-. Entre, por favor, querida. Créame, haré cualquier cosa que pueda por ese muchacho.
Jennifer hizo una pausa.
– ¿Entiende por qué estoy aquí? Parece que usted conoce más acerca de Kevin de lo que sugirió en un principio. Al menos Kevin lo cree así.
– Lo conozco mejor que la mayoría, sí. Pero nada que no le haya dicho a usted.
– Eso es lo que vamos a averiguar. Con su ayuda -afirmó ella entrando a la casa-. Se nos acaba el tiempo, profesor. Si usted no nos puede ayudar, temo que nadie más podrá hacerlo. Usted habló hoy temprano con Samantha Sheer de la CBI; ella estará aquí pronto.
Su celular sonó y ella lo extrajo de la cintura.
– Discúlpeme.
Era Sam. Ella había oído de Kevin. Jennifer instintivamente se volvió hacia la puerta y escuchó mientras Sam contaba los detalles.
– ¿Así que estás regresando a la casa?
– Sí. Revisa la pista con el Dr. Francis. ¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? ¿Lo tienes? Revisa todo con él. El tiene que saber algo.
– Tengo que reportar esto.
– Slater dijo que no hubiera policías, y te mencionó por tu nombre. No estarás fuera del circuito cerrado. Solo quédate donde estás. No informes a Milton. Déjame trabajar sola; eso es todo lo que te pido. Si piensas en algo, llámame. Pero esto es ahora entre nosotros. Kevin, Slater y yo. Por favor, Jennifer.
Jennifer titubeó.
– Está bien. Te daré una hora. Entonces llamo, ¿entiendes? Me mantendré aquí.
– Te llamaré.
– Una hora -advirtió Jennifer y cerró el celular.
– ¿Algo va mal? -preguntó el Dr. Francis.
– Todo va mal, doctor.